La conciencia moral de la mujer en el contexto de la cultura contemporánea. Lic. Daniela Beltrán Definiré en primer lugar lo que significa la conciencia moral objetiva, para analizar luego como en la mujer contemporánea esa conciencia está siendo fuertemente agredida por esta cultura. A lo largo de esta exposición, trataré de hacer referencia al designio divino acerca de la mujer, así como es querida por Dios desde el principio, basándome en la Carta Apostólica Mulieris Dignitatem de Juan Pablo II, y a partir de esta carta reflexionaré cómo las tendencias culturales actuales se contraponen a la realización plena de ese designio. Esta cultura contemporánea, lejos de favorecer el desarrollo de las tendencias naturales que la mujer tiene en sí misma, le impone un gran conflicto, porque contraría gravemente su propia naturaleza. Sabemos que algunas ideologías llegan al extremo de negar la naturaleza humana. Este profundo antagonismo genera en la mujer graves consecuencias; no sólo a nivel personal sino familiar, social y compromete a la misma humanidad. El Concilio Vaticano II dice acerca de la conciencia moral: “En lo profundo de su conciencia, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, pero a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley 1 escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado.”1 La ley divina, norma objetiva y universal, revela la verdad sobre el bien y el mal moral. Por lo tanto la conciencia, iluminada por la ley natural, realiza un juicio práctico que ordena al hombre lo que debe hacer y lo que debe evitar en cada caso particular. Por el contrario, el relativismo en el que nos encontramos inmersos, niega la verdad objetiva y universal sobre el bien, proclamando que cada uno viva de acuerdo a “su verdad”, y así impulsa al ser humano a establecer él mismo lo bueno y lo malo autónomamente. Es la misma tentación y discurso que encontramos en el libro del Génesis, en el diálogo de Eva con la serpiente. La serpiente le niega a Eva las consecuencias de muerte que implica tomar del fruto del árbol por sí misma diciéndole: “De ninguna manera moriréis” (Gén 3,4) y la seduce con la posibilidad de “seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gén 3,5). El relativismo actual, negando la verdad objetiva y promoviendo la “construcción de la verdad”, niega también las consecuencias graves que trae al ser humano buscar la libertad separadamente de la verdad. Considerando estos aspectos mencionados, que se extienden como densas sombras en la cultura actual, se hace cada vez más necesario meditar a la luz de la sabiduría del designio divino sobre la mujer. En la contemplación de este designio, la mujer recupera el sentido y la referencia. 1 Citado por Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n.54. 2 “EL ESPLENDOR DE LA VERDAD brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios…”2 Con esta bellísima afirmación comienza Juan Pablo II la Encíclica Veritatis Splendor. Es Dios Creador el que revela al hombre lo que es el hombre; de Él reciben su vocación y su misión – el varón y la mujer- , y el vivir de acuerdo a ella los hará partícipes de la bienaventuranza para la que fueron creados. Por lo tanto, el varón y la mujer, conducidos e iluminados por la verdad, vivirán según el designio amoroso de su Creador. Acudamos a la Palabra de Dios, dejando que sea ella la que nos revele el designio del Creador desde el principio, y poder así proclamar con el salmista “lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero (Sal. 118,105) Nos dice el libro del Génesis: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó. Y los bendijo Dios con estas palabras: Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y gobernadla”(Gén1,27-28) Si bien las citas bíblicas hacen referencia al varón y la mujer, y que eso implica que desde su origen son seres en relación y para la relación, me centraré más en la vocación y misión de la mujer. Lo primero que se nos señala acerca de la mujer es que ella es creada, es decir, recibe de Dios el ser persona y en esto radica su dignidad. Esta condición de recibir el ser por parte de su Creador, forma en ella la conciencia de ser criatura en relación con Dios. De esta manera, la 2 Juan Pablo ll, Veritatis Splendor, pág. 3. 3 dignidad y la vocación de la mujer se realizan plenamente en la medida en que vive la unión con Dios. Acerca de la mujer, al igual que del hombre, se nos dice algo mucho más grande en comparación con las otras criaturas visibles: que ha sido creada a imagen y semejanza de Dios. El apóstol San Juan en su primera carta expresa “Dios es amor” (1Jn4 ,16). He aquí el origen de la destinación que ella recibe; por ser imagen del amor estará ordenada, desde el principio, al amor. En cuanto ama y se da como don a los demás, la mujer refleja el amor de Dios. En esto radica su plenitud y felicidad. El Concilio Vaticano II afirma que: «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás».3 ¡Qué realidad ontológica inmensa expresa esta afirmación! A partir de ella podemos decir que la vocación femenina radica en la donación de su persona en el amor. Tal es su magnitud que si no lo realiza así, experimenta en lo profundo de su ser la insatisfacción, perdiéndose a sí misma. ¡A su vez, qué admirable misterio!, es allí, justamente, en su entrega donde la mujer se encuentra a sí misma. Pero ¿por qué hacer énfasis en aplicar estas palabras del Concilio a la mujer, cuando también están dirigidas al varón? Juan Pablo II en su encíclica Mulieris Dignitatem responde a esta interrogante: “La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. 3 En el capítulo sobre la «comunidad de los hombres», de la Constitución pastoral Gaudium et spes citado por Juan Pablo ll, Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, n. 7. 4 Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer —sobre todo en razón de su femineidad— y ello decide principalmente su vocación”.4 Es tan inherente, en la mujer, su vocación de cuidar a los demás, que ya en las niñas pequeñas, dada su conciencia natural aún no eclipsada por esta cultura, podemos observar algunas de estas manifestaciones. Para ilustrar esto quiero dar un ejemplo, del que fui testigo: En un grupo de niños de 5 años, la maestra comienza a tratar el tema de la familia. Para eso menciona esta consigna: “Quiero, que levantando la mano, me cuenten sobre su familia”. Inmediatamente muchas manos se levantaron, y la maestra le dio la palabra a muchas niñas, cuyas respuestas me causaron asombro y admiración a la vez. A medida que se les concedía la oportunidad de hablar, una a una iba diciendo: “Yo cuido a mi abuela y a mi abuelo”; “Yo cuido a mi primito que es chiquito”; Yo cuido a mi hermanito”, “Yo cuido a mi hermana”. Sin duda, ellas encontraban en su familia alguien a quien brindarles, con alegría, su protección y cuidado. En estas niñas se hace visible esa solicitud por los demás, especialmente por el que consideran más pequeño y necesitado. Hemos conocido a lo largo de la historia de la Iglesia y aún contemporáneamente, muchos testimonios de mujeres santas, que han entregado su vida al cuidado del ser humano, tanto en la vocación al matrimonio como en la vida consagrada y en la diversidad de los carismas. Ellas han reflejado el amor de Dios por el hombre y alcanzaron a vivir, en plenitud su vocación. Recordemos por ejemplo a la Beata Teresa de 4 Juan Pablo ll, Mulieris Dignitatem, n. 30. 5 Calcuta, a Santa Gianna Beretta Molla, a Santa Teresita del Niño Jesús, a esta joven italiana fallecida recientemente: Chiara Corbella. Al continuar meditando el pasaje bíblico del libro del Génesis, encontramos que Dios creó juntamente al varón y a la mujer. Por ser ambos creados a imagen y semejanza de Dios, son iguales en dignidad, pero distintos y complementarios. En el orden de la creación, la mujer fue creada después, como un don dado por Dios al varón, para que sea un auxilio semejante a él, frente a él, para él. (Gén 2,18). Un auxilio que el primer varón no había encontrado hasta ese momento. Se pregunta Juan Pablo II en Mulieris Dignitatem: “¿Se trata aquí solamente de la «ayuda» en orden a la acción, a «someter la tierra»? Ciertamente se trata de la compañera de la vida con la que el hombre se puede unir, como esposa, llegando a ser con ella «una sola carne».”5 Desde el comienzo Dios instituye el matrimonio, a partir del cual recibirán la vida las nuevas generaciones. Al ser creados a imagen y semejanza de Dios, implica existir en reciprocidad con otra persona. La reciprocidad es uno de los aspectos de la amistad, junto a la benevolencia y la comunicación mutua de bienes. Por lo tanto, el varón y la mujer, en el designio amoroso de Dios, están llamados a vivir en amistad: donándose mutuamente, buscando el bien del otro y comunicándose sus riquezas y complementariedad. La mujer en esta amistad con el varón tiene una función particular. El P. Horacio Bojorge en su libro ¿Qué le pasó a nuestro amor? nos habla de que la mujer “está hecha para ser maestra en la amistad y acogedora…La mujer tiene una vocación de interioridad, de amor, de amistad, de conversación, 5 Juan Pablo ll, Mulieris Dignitatem, n. 6. 6 de comunicación amorosa.”6 Esta destinación hacia el interior, que la mujer recibe de Dios, es lo que la hace una ayuda adecuada para el varón, dado que la destinación que él recibe es hacia el exterior. “Y los bendijo Dios con estas palabras: Sed fecundos y multiplicaos…” (Gén1, 28). El ser llamados por Dios a ser copartícipes junto con Él de la posibilidad de engendrar hijos, es de un valor inestimable. Si bien los dos son partícipes de la paternidad, en la mujer acontece todo un misterio digno de ser contemplado. Dios dispuso que ella sea la morada donde se geste la vida, donde tiene lugar la concepción, la gestación y el nacimiento de una nueva criatura. Este nuevo ser es acogido por la madre, no sólo en su cuerpo sino también en su corazón. Es admirable la constitución y disposición física de la mujer, naturalmente preparada para la maternidad. Y no sólo a nivel físico sino también a nivel psicológico y espiritual. El Dr. en sociología Abelardo Pithod afirma en su libro “La mujer. Una nueva pedagogía” que: “Es el alma espiritual de la mujer que la programa toda entera –cuerpo y psique- para la maternidad, porque el alma humana no sólo da vida espiritual al ser humano, sino vida psíquica y vida fisiológica…Por ello la maternidad, como actitud raizal de la mujer, es más propiamente de su alma que de su cuerpo, y desde el alma la mujer es madre en su totalidad vital, aunque no tenga hijos biológicos. Su rol maternal se extiende a todo lo que vivencia y a todo lo que hace.”7 La conciencia natural de la mujer tiende a acoger y aceptar la vida nueva del hijo que ha sido concebido en ella. Incluso cuando su hijo presenta dificultades, enfermedades en su desarrollo prenatal. Hay testimonios hermosos de madres que, en su embarazo, conociendo ya que su hijo 6 7 Horacio Bojorge, ¿Qué le pasó a nuestro amor?, Ed. Lumen, Bs.As.,2010, pág 45 - 46 Abelardo Pithod, La Mujer. Una nueva pedagogía, Edit. Dike, Mendoza, Argentina, 2003, pág 38. 7 presentaba enfermedades o malformaciones han protegido y defendido la vida de sus hijos. Así también algunas madres, por ejemplo, han postergado recibir tratamientos oncológicos por su propia enfermedad, para salvaguardar la vida del hijo. Hasta aquí he presentado brevemente la conciencia moral de la mujer en el designio divino. Ahora analizaré como afecta la cultura contemporánea esta conciencia moral. Al inicio de la ponencia decía que la cultura actual agrede fuertemente la conciencia moral de la mujer, porque es contraria a su naturaleza. De alguna manera se le impone un antagonismo entre la tendencia propia de su naturaleza y lo que ideológicamente se le dice que “debe ser”. Por ser esta cultura atea y secularista en primer lugar se la desvincula de Dios, se la pone de cara a sí misma. Así se le hace perder toda referencia y sentido. Por todos los medios se busca que ella sea Dios, y de ninguna manera criatura. Se le propone que decida sus propios criterios acerca de lo que ella considera bueno y malo. Para esto la cultura actual ejerce antes sus influjos, invirtiendo la moral, llamando malo a lo bueno y bueno a lo malo. Por ejemplo las campañas de “Salud sexual y reproductiva” que, presentes en los servicios de salud, en los programas educativos, en los medios de comunicación, partiendo de la manipulación del lenguaje, difunden el error por todas partes, considerando así “bueno” el derecho a elegir de la mujer sobre su cuerpo y considera “malo” continuar con la vida del hijo por nacer, si ella no lo quiere. Se le dice que es “libre” para disfrutar de su cuerpo, del sexo y el placer como prefiera y se le dice que es “mala y enferma” si no usa esa libertad. Las fuertes influencias feministas y la ideología de género que sustentan todo esto, afirman que 8 “ser mujer es una construcción social”, que “no se nace mujer, se llega a serlo” (según la feminista Simone de Beauvoir). La liberación feminista rechaza el rol ancestral de la mujer. Esta concepción empuja a la mujer a que sea constructora de sí misma y sabemos que esto la lleva a la soberbia. La mujer ilusoriamente cree ser así más libre e independiente y no advierte las consecuencias que esto significa en primer término para ella misma. Una de las consecuencias que esto genera en la mujer es una profunda desorientación respecto de sí misma, ella no sabe qué pensar sobre sí misma, qué hacer y no sólo a ella le sucede esto, sino que correlativamente es también motivo de desorientación para el varón respecto de la mujer. Julián Marías en su libro “La mujer en el siglo XX”8 dice que las mujeres de antes no se cuestionaban sobre sí mismas ni lo que eran, sino que cada una sabía lo que era ser mujer y se trataba de ver cuán cerca se estaba del ideal de mujer. La crisis actual en la que se encuentra la mujer, es una crisis histórica porque es colectiva, dado que afecta a una gran proporción de mujeres, y hace un largo período de tiempo que se encuentran en esta situación. La desorientación resulta no sólo porque la influencia de la cultura es totalmente contraria a lo que ella tiende por naturaleza, sino que se le asegura que no tiene naturaleza. Así se va despersonalizando y desmembrando su identidad femenina. Porque se la ataca justo en aquello que le es propio, que conforma su identidad y vocación: está llamada a ser fuente de vida y se la incita a que sea ella la que disponga la muerte de sus hijos por el aborto, está llamada a la fecundidad y se le ofrecen diversos medios posibles para la anticoncepción, -y no es casualidad el elevadísimo número de 8 Julián Marías, La mujer en el siglo XX, Edit. Alianza, Madrid, 1980, pág 11 – 13. 9 anticonceptivos que existen para la mujer,- ha sido constituida por Dios para ser un don y cuidar de los demás y se la precipita en el egoísmo que la encierra en sí misma. Las falaces ideologías que le proponen vivir para sí misma y ser feliz por este camino, la arrastran a la infelicidad en la que queda prisionera. La consecuencia de esto es que la mujer se pierde a sí misma, pierde su identidad femenina porque ella está destinada a encontrarse a sí misma en la entrega amorosa a los demás. Esto deriva en una profunda insatisfacción interior y frustración de lo que le es propio, inherente a su vocación. Su identidad también se ve avasallada por sus intentos de igualarse cada vez más al varón, porque desde la cultura se busca anular las diferencias entre femenino y masculino, destruir sus roles y complementariedad. De esta manera, la mujer corre el riesgo de perder o deformar su riqueza específicamente femenina. Otro aspecto importante a señalar es cómo se desvirtúa la relación con el varón a partir de la influencia del feminismo, que considera la relación entre el varón y la mujer como una lucha de clases, donde la mujer es oprimida. Correlativamente se extiende la misma idea acerca del matrimonio y la familia, como instituciones que oprimen a la mujer. Veamos el deterioro de la conciencia en la mujer al que conducen estas ideas: se prefieren relaciones afectivas efímeras, rechazando lo que implica compromiso para toda la vida; se ha visto al varón como “un enemigo” del que es necesario liberarse; se prescinde completamente del derecho que el padre tiene de negarse al aborto de su hijo, en caso que ella decida abortarlo; rechazo de la maternidad porque es una “carga” y los hijos “frustran” la realización propia; poder acudir al aborto como un 10 “derecho”; se buscan y anteponen los bienes materiales (primero la casa, el auto, etc) y proyectos personales (estudios, viajes, etc) antes de la llegada de los hijos; se “separa” la sexualidad de la reproducción; se busca la liberación sexual como idea de igualdad con el varón. Por lo tanto el deterioro de la conciencia de la mujer en esta cultura contemporánea, tiene graves consecuencias para sí misma, para el varón, para la sociedad y toda la humanidad. Ante esta situación desoladora en la que nos encontramos, Juan Pablo II en su encíclica Veritatis Splendor nos alienta a la esperanza, afirmando que: “… las tinieblas del error o del pecado no pueden eliminar totalmente en el hombre la luz de Dios creador. Por esto, siempre permanece en lo más profundo de su corazón la nostalgia de la verdad absoluta y la sed de alcanzar la plenitud de su conocimiento.”9 Por eso para terminar los invito a unirse a la oración con la que él suplicaba a la Virgen María: “María, Madre de misericordia, cuida de todos para que no se haga inútil la cruz de Cristo, para que el hombre no pierda el camino del bien, no pierda la conciencia del pecado y crezca en la esperanza en Dios, «rico en misericordia» (Ef 2, 4), para que haga libremente las buenas obras que él le asignó (cf. Ef 2, 10) y, de esta manera, toda su vida sea «un himno a su gloria» (Ef 1, 12).10 9 Juan Pablo ll, Veritatis Splendor, n. 1. Ibídem, n. 120. 10 11