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REVOLUCIÓN CIENTÍFICA

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REVOLUCIÓN CIENTÍFICA
El modelo geocéntrico aristotélico-ptolemaico
Antes de abordar el estudio de la Revolución Científica, es necesario considerar la física
aristotélica y las cosmovisiones elaboradas por Aristóteles y por Ptolomeo, pues en gran parte
se va a oponer a ellas. La cosmovisión de Aristóteles es de carácter realista, mientras que
Ptolomeo presenta un esquema positivista.
La física y el cielo aristotélico
El cosmos aristotélico
El cosmos aristotélico puede ser descrito como un sistema cerrado y finito,
teleológicamente ordenado. El principio rector reza así: «todo lo que se mueve es movido
por otra cosa». En la cúspide del sistema encontramos el motor inmóvil, acto puro, que mueve
eróticamente (todas las cosas ansían parecerse a él).
El motor inmóvil no puede –a pesar de algunas vacilaciones del propio Aristóteles– estar en
contacto con el mundo: es el mundo el que tiende a él como a su fin último. Por debajo se
encuentra el primer motor, que pone en movimiento la esfera de las estrellas fijas; esta, a su
vez, mueve la esfera de Saturno, y así sucesivamente, hasta el orbe lunar.
Estas esferas están constituidas de una sustancia, el éter, en la que se equilibran
perfectamente la materia y la forma. Su movimiento es circular. Son ellas las que determinan
el tiempo («imagen móvil de la eternidad», en palabras de Platón). Esa sustancia es
denominada, también, quinta essentia (las otras cuatro, terrestres, son la tierra, el agua, el
aire y el fuego).
Por debajo del orbe sublunar se encuentra la Tierra estática, en el centro del universo, y
estructurada según los cuatro elementos antes citados. Una conmoción desordenó
parcialmente la ordenación elemental, engendrando así el movimiento; en efecto, en la Tierra
los elementos están mezclados.
El movimiento en el orbe sublunar
El movimiento natural será, precisamente, la pugna de los cuerpos por volver a la esfera
elemental correspondiente (a su lugar natural). Agua y tierra son, por naturaleza, graves:
tienden a descender (tomado el horizonte como punto de referencia). Aire y fuego son
livianos: tienden a ascender.
El movimiento rectilíneo vertical es, pues, el movimiento natural del orbe sublunar. Los
movimientos horizontales, oblicuos o compuestos son siempre movimientos violentos; son
debidos a una fuerza actuante sobre ellos, y cesan cuando cesa de aplicarse la fuerza (acción
por contacto).
El movimiento uniforme se debe a la aplicación constante de una fuerza uniforme (sea natural
o violenta).
En todo momento, el móvil ve frenado su movimiento por el paso a través de un medio; de
no ser así, su movimiento sería instantáneo (paso inmediato a su lugar natural), lo cual es
absurdo, salvo en el caso de la luz, que no se considera cuerpo. De aquí la imposibilidad,
tanto del vacío como del infinito en acto. Cuando el cuerpo ocupa al fin su lugar natural (su
elemento) reposa en relación con el medio, que, como tal, gira en círculo, salvo en sus dos
extremos: por carencia (centro del elemento tierra) y por absoluta perfección (Dios, que ya
no es, naturalmente, medio).
Las anomalías en la cosmología aristotélica
Las tres grandes exigencias del sistema aristotélico del mundo son: geocentrismo; esferas
concéntricas y cristalinas en torno a una Tierra estable, y movimiento uniforme de tales
orbes celestes. Todo ello está inscrito en la esfera de las estrellas fijas, movida regularmente
–para explicar los días y las noches– por el primer motor, especie de alma del mundo movida,
a su vez, por el motor inmóvil: Dios.
Esta armonía, expresión de las grandes hipótesis de base de la ciencia griega: finitud del
cosmos, uniformidad y circularidad como movimiento perfecto (lo más cercano a la
inmutabilidad del Dios), se veía desde el principio perturbada, con todo, por dos
fenómenos: cometas y planetas.
Con respecto a los cometas, la solución ofrecida resultaba convincente, dada la ausencia de
instrumentos de precisión: se trataría de «meteoros»; esto es, de fenómenos producidos en la
región sublunar por la fricción de las capas de aire y fuego que rodeaban la Tierra.
Pero los planetas no fueron tan fáciles de dominar. En efecto, aparte del Sol y de la Luna, de
movimiento regular, algunas «estrellas» variaban periódicamente de intensidad lumínica, y
otras (especialmente Venus y Marte) aparecían, bien en posiciones opuestas, bien caminando
hacia atrás en movimiento retrógrado. Por eso se las llamó «planetas» (palabra griega que
significa ‘vagabundo’, ‘errante’).
El positivismo ptolemaico
¿Cómo compaginar la profunda exigencia de armonía y equilibrio con estos aparentemente
arbitrarios movimientos? Dos hipótesis podían, evidentemente, salvar los fenómenos: la
heliocéntrica y la geocéntrica.
La primera fue propuesta por Aristarco de Samos (siglo III a.C.): el Sol sería el centro del
cosmos; la superficie externa, el orbe de las estrellas fijas, y el interior estaría formado por
siete órbitas concéntricas (Mercurio, Luna, Tierra, Marte, Venus, Júpiter y Saturno), de
distintas velocidades y dimensiones.
Parece que también pensaba en una rotación diaria de la Tierra sobre su eje Norte-Sur. De
este modo podía explicarse por qué los planetas variaban de brillo y de trayectoria al ser
vistos desde la Tierra.
Sin embargo, el esquema no prosperó, de modo que se escogió la hipótesis geocéntrica.
Hiparco, primero, y Ptolomeo, después, propusieron un sistema que se impondría durante
diecisiete siglos, y tan válido y preciso que los árabes lo llamaron «el más grande»
(«almagesto», corrupción del griego mégistos).
Ptolomeo afirma explícitamente que su sistema no pretende descubrir la realidad: es solo un
medio de cálculo. Es lógico que adoptara el esquema positivista, pues el almagesto se opone
flagrantemente a la física aristotélica:
1) Las órbitas son levemente excéntricas: solo así podía explicarse la diferencia de brillo
de los planetas y el hecho de que el Sol al mediodía parezca mayor en invierno que en verano.
Pero entonces, la Tierra no es el verdadero centro del cosmos.
2) La órbita del planeta P no gira en torno al punto excéntrico O a la Tierra (T), sino que
describe un círculo (epiciclo) en torno a un punto imaginario D, el cual, a su vez, engendra
una nueva circunferencia (deferente) en torno al punto excéntrico (véase la imagen 1).
Este artificio permite explicar los movimientos retrógrados (es fácil ver que la resultante es
un movimiento «en bucle»), pero entonces los planetas no giran realmente en torno a la
Tierra.
3) Aún hubo que introducir, en algunos casos, otra modificación. La ciencia griega postulaba
la uniformidad de los movimientos circulares, pero los planetas parecen ir a veces más
deprisa. Por ello, hubo que fingir un ecuante; esto es, un punto excéntrico al círculo
deferente. El punto D gira uniformemente en torno a tal ecuante E, pero, en consecuencia, no
lo hace en torno a O (véase la imagen 2).
Sin embargo, el modelo se mantuvo, porque:
1) Aceptaba la idea de una Tierra quieta y, más o menos, en el centro.
2) Empleaba exclusivamente movimientos circulares y uniformes.
3) Servía para predecir con bastante precisión los cambios celestes.
4) Era flexible: permitía correcciones (nuevos círculos y ecuantes) según aumentaba la
precisión de las observaciones.
El cuarto punto fue el causante de su derrumbamiento: si Aristóteles necesitaba 55 esferas
para explicar el «sistema terrestre», en el siglo XV se utilizaban más de 80 movimientos
simultáneos para dar razón de los siete cuerpos celestes.
Heliocentrismo: la revolución copernicana y el
modelo kepleriano-galileano
El realismo de la revolución copernicana
Un universo sencillo, armónico y unificado
La nueva cosmovisión científica se inicia con una verdadera revolución: la Tierra deja de
ser el centro del universo, y el Sol viene a ocupar ese lugar. Este fue el hallazgo de
Copérnico.
Para él, la rotación de la Tierra sobre su eje y la traslación anual en torno al Sol eran hechos
físicos, no artificios matemáticos. Por lo demás, todo astrónomo podía notar que las
constantes de epiciclos y deferentes usadas por Ptolomeo para Mercurio y Venus estaban
invertidas con respecto a las de los demás planetas: prueba de que estos estaban más cerca
del Sol que de la Tierra.
Había otras razones para el cambio de centro: Copérnico necesitaba solo 34 círculos, frente
a los 80 ptolemaicos. Epiciclos y deferentes seguían siendo usados, pero se evitaba el
«escándalo» de los ecuantes, haciendo que las órbitas en torno al Sol describieran círculos
con movimiento uniforme. Esta búsqueda de lo sencillo y armónico –la restauración de
la armonía celeste– es lo que guía el pensamiento de Copérnico.
Paradójicamente, el pionero de la Modernidad intenta con todas sus fuerzas volver a la pureza
griega: el movimiento uniforme y circular es el único natural, el único perfecto: la imagen de
la divinidad misma. Si la causa es eterna e inmutable, las esferas celestes deben imitar su
movimiento, porque «La sabiduría de la naturaleza es tal que no produce nada superfluo e
inútil».
Copérnico mira a dos mundos. Si, por una parte, retorna a Platón, viendo en las matemáticas
la armonía del universo, donde todo está sopesado y equilibrado, por otra, eleva el orbe
sublunar a la categoría celeste, acercando así los dos mundos: Tierra y cielo, tan
cuidadosamente diferenciados en el pensamiento griego. También la Tierra, su descripción y
sus movimientos están desde ahora sometidos a las matemáticas.
Este profundo cambio, esta unificación (por vez primera cabe hablar de universo) tiene una
clara raigambre cristiana. El mundo, creado por Dios, no admite distinciones ni escalas; todo
en él es valioso. El universo es un mecanismo, transparente a la matemática y «fundado por
el mejor y más regular Artífice».
Consecuencia de esta cristianización platonizante es la devolución del centro del sistema al
Sol, imagen misma de Dios:
«Pero en medio de todo está el Sol. Porque, ¿quién podría colocar, en este templo
hermosísimo, esta lámpara en otro o mejor lugar que ese, desde el cual puede, al mismo
tiempo, iluminar el conjunto? Algunos, y no sin razón, le llaman la luz del mundo; otros, el
alma o gobernante. Trismegisto le llama el Dios visible, y Sófocles, en su Electra, el que
todo lo ve. Así, en realidad, el Sol, sentado en trono real, dirige la ronda de la familia de los
astros».
Copérnico, N.:
Las ventajas del copernicanismo eran, en principio, de orden técnico:
1) Permitía el paso directo de las observaciones a los parámetros teóricos.
2) Establecía un criterio para calcular las posiciones y las distancias relativas de los planetas.
3) Sugería la solución correcta para el problema de la medición de la latitud.
Las anomalías en el heliocentrismo copernicano
El sistema de Copérnico mostraba todavía dos puntos oscuros, inadmisibles para un platónico
consecuente: la imprecisión de la órbita marciana y la (leve) excentricidad del Sol.
En 1572 y 1577 aparecieron dos nuevas «estrellas» (en realidad, cometas) en el cielo. El
perfeccionamiento en los métodos de observación astronómica permitió determinar su
posición: sin duda, se encontraban más allá del orbe sublunar. El inmaculado y divino cielo
aristotélico se cuarteaba, y hasta el carácter concluso de la Creación (terminada en el séptimo
día) se ponía en entredicho frente a algo que era un hecho, no una teoría más o menos
estetizante como la de Copérnico.
El último cuarto del siglo XVI se nos muestra, por ello, como una frenética ebullición de
ideas, en donde los continuos descubrimientos de la fragilidad del sistema aristotélicoptolemaico se unen a las continuas hipótesis para intentar modificar la gran estructura, sin
derruirla por completo.
Así, el gran astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) rechaza las esferas cristalinas que
sostendrían los planetas, y sugiere un nuevo sistema cósmico conciliador entre Copérnico
y Ptolomeo: la Luna, el Sol y la esfera de las estrellas fijas girarían en torno a la Tierra,
inmóvil, pero los cinco planetas lo harían en torno al Sol.
Por el contrario, Giordano Bruno (1548-1600) llevaría al límite el giro copernicano. El
rechazo absoluto de los orbes cristalinos le lleva a imaginar una infinidad de mundos
simultáneamente existentes, en los que planetas y estrellas giran en la inmensidad de
un espacio vacío e infinito.
Se pedía en la época, pues, un rigor y una precisión mayores en los datos astronómicos y una
nueva teoría que, sobre la base de la copernicana, lograra conjugar armónicamente los nuevos
descubrimientos y las exigencias de la razón matematizante, de raigambre platónica. El
hombre que logró llevar a cabo tal empresa fue Johannes Kepler.
Kepler: la caída del movimiento circular y la ley de armonía
Un universo perfecto
Kepler no solo era un minucioso observador, era también un gran matemático y, sobre todo,
un fervoroso místico, que creía en la magia de los números y en la armonía musical de las
esferas. Así, la pasión obsesiva por la exactitud matemática se veía en él reforzada por su
creencia en un universo perfecto, creado y regido por un Dios matemático.
La destrucción de las esferas cristalinas urgía una explicación de por qué los planetas y las
estrellas no se dispersaban en los espacios infinitos, «algo» debía mantenerlos en sus órbitas.
Ahora, traspasando el magnetismo terrestre al Sol, ¿no sería esa fuerza la que explicaría el
sistema? Kepler se estaba acercando, así, a la teoría newtoniana.
Sin embargo, su misma obsesión por la precisión matemática le impidió llegar a ese
resultado, al observar ligeras variaciones en la órbita lunar. «Abandono –diría en una famosa
carta– las oscuridades de la física para refugiarme en las claridades de la matemática».
Pero Kepler era un realista; no se conformaba con fingir hipótesis, sino que deseaba
confirmar empíricamente su geométrico sistema. Por ello, se dirigió a Praga, a fin de trabajar
con Tycho Brahe. Los datos que allí pudo manejar le hicieron desechar su teoría, pero le
abrieron el camino hacia su gran obra, la Astronomia Nova Aitiologetos seu Physica Coelestis
(Nueva astronomía en que se da razón de las causas, o física celeste), de 1609.
Las leyes del movimiento de los planetas
En la Astronomia Nova es donde aparecen las dos primeras leyes del movimiento celeste:
1) Los planetas se mueven en elipses, con el Sol en uno de sus focos.
2) Cada planeta se mueve de forma areolarmente uniforme; es decir, la línea que une su
centro con el Sol barre áreas iguales en tiempos iguales.
La primera ley supone una revolución en la historia del pensamiento occidental: la caída de
la circularidad como movimiento natural perfecto (concepción de la que ni Copérnico ni
Galileo lograron zafarse).
Confluyen en el descubrimiento de esta ley las dos grandes directrices del pensamiento
kepleriano: su respeto ante los datos extraídos por la observación y su filosofía platonizante.
«Para el lector de hoy, que pone a la ciencia de la naturaleza en conexión con muy precisas
concepciones, dos cosas saltan a la vista:
1. La ciencia natural no es de ningún modo –para Kepler– un medio que sirva a los fines
materiales del hombre ni a su técnica, con cuya ayuda pueda sentirse menos incómodo en
un mundo imperfecto y que le abra la vía del progreso. Por el contrario, la ciencia es medio
para la elevación del espíritu, una vía para hallar reposo y consuelo en la contemplación de
la eterna perfección del universo creado.
2. En estrecha conexión con lo anterior se encuentra el sorprendente menosprecio de lo
empírico. La experiencia no es más que un fortuito descubrir hechos que mucho mejor
pueden ser concebidos partiendo de los principios apriorísticos. La completa coincidencia
entre el orden de las «cosas del sentido», obras de Dios, y las leyes matemáticas e inteligibles,
“ideas” de Dios, es el tema básico del harmonices mundi. Motivos platónicos y neoplatónicos
llevan a Kepler a la concepción de que leer la obra de Dios –la naturaleza– no es más que
descubrir las relaciones entre las cantidades y las figuras geométricas. “La geometría, eterna
como Dios y surgida del espíritu divino, ha servido a Dios para formar el mundo, para que
este fuera el mejor y más hermoso, el más semejante a su Creador”».
Heisenberg, W.: La imagen de la naturaleza en la física actual. Seix Barral, Barcelona, 1969.
La segunda ley no entraña implicaciones tan importantes desde el punto de vista filosófico.
Cabe señalar que, con ella, desaparecen por fin los ecuantes de la astronomía, respetando,
sin embargo, la exigencia de uniformidad del movimiento angular.
Quedaba por explicar la causa física de que el planeta girara más aprisa en su perihelio. Como
antes se apuntó, Kepler sugirió –correctamente– que se debía a una fuerza emanada por el
Sol, pero la seguía concibiendo de una forma cuasimística, como poderes o facultades que
«tiraban» del planeta.
3)La tercera ley dice así: «Los cuadrados de los períodos de revolución de dos planetas
cualesquiera son proporcionales a los cubos de sus distancias medias al Sol».
La primera ley señalaba la relación entre cada planeta y el Sol; la segunda, el movimiento
angular de su órbita; pero es la tercera la que consigue enlazar en un sistema todos los
planetas. Solo a partir de Kepler puede hablarse de un sistema solar. La tercera ley es
denominada, con justicia, la ley de armonía del movimiento planetario.
Así quedaba explícitamente abierta la imagen del mundo de la Modernidad: un
maravilloso mecanismo de relojería, regido por leyes inmutables y extrínsecas a los
cuerpos (caída del concepto griego de physis). En palabras del propio Kepler:
«Mi intento ha sido demostrar que la máquina celeste ha de compararse no a un organismo
divino, sino más bien a una obra de relojería. […] Así como en aquella toda la variedad de
movimientos son producto de una simple fuerza magnética, también en el caso de la máquina
de un reloj todos sus movimientos son causados por un simple peso. Además, demuestro
cómo esta concepción física ha de presentarse a través del cálculo y la geometría».
Kepler, J.: Carta a Herwart, 1605.
La fuerza magnética de atracción era, efectivamente, la causa física que Kepler necesitaba
para conciliar realidad e idealidad, física y cálculo. Pero sabemos que no pudo llegar a
describirla matemáticamente. Para ello, habría necesitado la ley de inercia, implícitamente
establecida por Galileo. Kepler fue incapaz de dar ese gigantesco paso: la matematización
total del universo.
Galileo: la matematización del universo
Galileo llevó a las más extremas consecuencias el programa pitagórico: el mundo terrestre
no copia al celeste por medio de las matemáticas, sino que solo hay un mundo y una clave
para descifrar sus enigmas:
«La Filosofía está escrita en ese vasto libro que está siempre abierto ante nuestros ojos: me
refiero al universo; pero no puede ser leído hasta que hayamos aprendido el lenguaje y nos
hayamos familiarizado con las letras en que está escrito. Está escrito en lenguaje matemático,
y las letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es humanamente
imposible entender una sola palabra»
(Galileo: Il saggiatore, 1623).
Quizá no haya en la historia de la ciencia moderna otro texto tan decisivo como este. La
lectura del mundo con ojos matemáticos tenía necesariamente que chocar de frente con los
dos grandes poderes de su tiempo: la ciencia aristotélica y la Iglesia. Procede, pues, recordar
primero, brevemente, las posiciones de ambos poderes.
Hacia la nueva ciencia
El tema del movimiento es antiguo: la Física de Aristóteles trata del «ente móvil», pero
dando primacía a la entidad. El movimiento es visto siempre como la corrección de una
deficiencia, como un «tender hacia» (potencia) la perfección (acto). Por el contrario, a
Galileo le interesan las propiedades del movimiento en cuanto tal, no las causas de que
algo, el móvil, esté en movimiento ni las razones por las que deje de estarlo.
A Galileo no le interesa preguntarse por la esencia del móvil, del espacio o del tiempo, sino
por la proporción numérica entre estos últimos.
El movimiento uniforme
La primero que hace Galileo es dar una definición para cada tipo de movimiento, expresable
matemáticamente, para incluir luego un conjunto de axiomas.
Así, el movimiento uniforme es aquel en el cual las distancias recorridas por la partícula en
movimiento durante cualesquiera intervalos iguales de tiempo son iguales entre sí.
La matematización de un movimiento tan sencillo como el uniforme supone, en realidad, un
profundo esfuerzo de abstracción e idealización matemáticas: se desechan todas las
cualidades no matematizables (Galileo considera estas cualidades –secundarias–
puramente subjetivas, en la mejor línea atomista).
Movimiento en caída libre
Pasemos al movimiento uniformemente acelerado (caída de los graves). Véase el texto
destacado a continuación; en él se nos dice: «No encontraremos ningún aumento o adición
más simple que aquel que va aumentando siempre de la misma manera. Esto lo entenderemos
fácilmente si consideramos la relación tan estrecha que se da entre tiempo y movimiento».
A los sentidos no aparece tal «estrecha relación». La relación estrecha se da en la razón, y
surge de una exigencia de simetría conceptual entre las nociones antitéticas de reposo y de
movimiento natural (caída libre). Definiremos el reposo por la relación de un cuerpo con el
espacio que ocupa, sin consideración del tiempo (estrecha relación entre espacio y reposo).
De nuevo, aquí, es la razón la que dicta la esencia del movimiento, y no los sentidos. Esto
sentado, continúa Galileo: «Se dice que un cuerpo está uniformemente acelerado cuando
partiendo del reposo adquiere, durante intervalos iguales, incrementos iguales de velocidad».
El experimento de la caída de un grave no confirma una observación previa, sino que es el
resultado de una deducción a partir de una definición y un principio, ambos,
inverificables directamente.
Todo grave que desciende por un plano inclinado sufre una aceleración. Si tuviese que
ascender, sufriría una deceleración. Podemos, pues, preguntarnos qué ocurriría si se
mantuviera en un plano horizontal, a partir de una caída previa. Es evidente que no podría
acelerar ni decelerar: «la velocidad adquirida durante la caída precedente […] si actúa ella
sola, llevaría al cuerpo con una velocidad uniforme hasta el infinito». He aquí, decimos, al
fin la ley fundamental de la física: la ley de inercia. Sin embargo, Galileo fue incapaz de
presentarla explícitamente. Y ello porque pensó toda su vida que la gravedad era la propiedad
física esencial y universal de todos los cuerpos materiales.
Véanse, a este respecto, las siguientes y sorprendentes palabras de Galileo (no tan extrañas
si recordamos que en astronomía sigue a Copérnico y desechamos la creencia banal de que
la ciencia surge entera y perfecta de la cabeza de un hombre): «Únicamente el movimiento
circular puede ser apropiado naturalmente a los cuerpos que son parte integrante del universo
en cuanto constituido en el mejor de los órdenes […] lo más que se puede decir del
movimiento rectilíneo es que él es atribuido por la naturaleza a los cuerpos y a sus partes
únicamente cuando estos están colocados fuera de su lugar natural, en un orden malo, y que,
por tanto, necesitan ser repuestos en su estado natural por el camino más corto»
(Galileo: Diálogos, «Jornada primera»).
Se da aquí una recaída en la física griega, cuando estaba a punto de levantarse el nuevo
edificio. La gloria de la formulación explícita de la ley de inercia sería para Descartes, cuya
concepción de la res extensa como, a la vez, materia física y espacio tridimensional euclídeo,
le permitían abrirse a la visión infinita de la nueva ciencia.
El método resolutivo-compositivo
El método de Galileo se levanta, por una parte, contra el nominalismo vigente en su época y,
por otra, contra la mera recogida de datos a partir de la experiencia, para conseguir una
generalización inductiva.
La experiencia es una observación ingenua: pretende ser fiel a lo que aparece, a lo que se ve
y toca. Pero introduce subrepticiamente creencias y modos de pensar acríticamente asumidos,
a través de la tradición y la educación.
El experimento, por el contrario, es un proyecto matemático que elige las características
relevantes de un fenómeno (aquellas que son cuantificables) y desecha las demás. Y aún más,
el pitagorismo de Galileo lo lleva a considerar esas cualidades no cuantificables (cualidades
segundas) como irreales, meramente subjetivas. Realmente solo existe aquello que puede ser
objeto de medida (cualidades primeras).
Estamos, ahora, en disposición de seguir los pasos del método experimental, tal como los
traza Galileo en su carta a Pierre Carcavy (1637):
1) Resolución: a partir de la experiencia sensible, se resuelve o analiza lo dado, dejando solo
las propiedades esenciales.
2) Composición: construcción o síntesis de una «suposición» (hipótesis), enlazando las
diversas propiedades esenciales elegidas. De esta hipótesis se deducen después una serie de
consecuencias, precisamente las que puedan ser objeto de resolución experimental.
3) Resolución experimental: puesta a prueba de los efectos deducidos de la hipótesis.
El mundo nuevo surge por la confianza absoluta en la razón proyectiva. La razón impone
sus leyes a la experiencia, hasta el punto de que esta última se convierte en un mero índice
de la potencia del intelecto. Es el inicio de la razón como factor de dominio del mundo.
El mundo como una máquina: la mecánica clásica
Aunque en una época posterior al Renacimiento, conviene que añadamos algunas notas sobre
el mecanicismo de Descartes y la física de Newton para completar la exposición de la
Revolución Científica.
La máquina cartesiana del mundo
El siglo XVII vio triunfar en Europa la Revolución Científica iniciada por Copérnico, Kepler
y Galileo. A los esfuerzos de estos pioneros por instaurar un método experimental, y a su
insistencia casi religiosa en valorar la precisión y exactitud de las matemáticas, se agrega
ahora una cosmovisión de miras tan ambiciosas como las del derruido sistema aristotélico:
la filosofía mecanicista de Descartes. Podemos agrupar así los rasgos esenciales de este
mecanicismo:
1) Solo existe lo matematizable: figura, tamaño y movimiento, que son las cualidades
primarias. Las otras cualidades quedan reducidas al ámbito de lo subjetivo.
2) En consecuencia, las «cosas» naturales se reducen a masas puntuales moviéndose en el
espacio euclídeo (infinito, isotópico y tridimensional).
3) Toda acción y reacción deben ejercerse mediante choque o impulso. En todo caso, por
contacto.
4) Es suficiente describir matemáticamente las leyes que rigen estos movimientos y
acciones; el ámbito de la causalidad se reduce a la causa eficiente, y esta, a la función que
relaciona dos variables.
5) El tiempo deviene un concepto secundario, desde el momento en que el lugar de la
ubicación de las masas es un espacio infinito: el punto de partida de un movimiento (medida
del tiempo) es arbitrario y reversible.
6) Los principios que rigen la inmensa maquinaria del sistema son dos: el de «inercia» y el
de «conservación del momento o cantidad de movimiento».
Como consecuencia de estos postulados del mecanicismo cartesiano, la física queda
subsumida en la cinemática (desplazamiento de masas puntuales en un espacio infinito). Así,
aunque Descartes enunció por vez primera, explícitamente, la ley de inercia (principio
fundamental de la física), le fue imposible introducir en su sistema las consideraciones
dinámicas de Galileo (caída de los graves) y de Kepler (segunda ley).
Por otra parte, su repudio de las cualidades ocultas le llevó, necesariamente, a postular un
espacio lleno (acción por contacto). El descubrimiento de fuerzas aparentemente actuantes a
distancia (gravedad, magnetismo y electricidad) quedaba reducido en su sistema a la
imaginería, no matemática, de los torbellinos.
Antecedentes de la física de Newton
La segunda mitad del siglo XVII estuvo ocupada enteramente en un esfuerzo de renovación
mental pocas veces igualado en la historia, encaminado a conciliar en un sistema unitario los
descubrimientos parciales de estos grandes hombres:
1) Se trataba de conjugar la geometría analítica cartesiana con el concepto dinámico de
derivada del tiempo, implícitamente descubierto por Galileo. Asistimos, así, a los albores de
la noción de razón empírico-analítica antes explicada. El resultado, decisivo en la historia de
la matemática, fue la invención del cálculo infinitesimal.
2) Se trataba, también, de asignar una causa física a las leyes empíricas de Kepler. El
resultado sería el descubrimiento, aún no superado, de la teoría de la gravitación universal.
3) En tercer lugar, había que combinar la cinemática cartesiana con la dinámica de Galileo,
en un único sistema físico: la mecánica.
4) Por último, había que introducir en el edificio de la mecánica fuerzas como el
magnetismo y la electricidad, incompatibles con el universo inerte de Descartes.
Estas cuatro conquistas, pilares del inmenso edificio de la ciencia moderna, se agrupan en
torno a un hombre: Sir Isaac Newton.
El sistema del mundo: Newton
La inducción, método de la ciencia
Newton dio un giro decisivo a la filosofía natural (física), abandonando el racionalismo de
los pioneros y cumpliendo, más bien, el programa empirista iniciado por Francis Bacon. Con
Newton, la matemática deja de ser el fundamento para convertirse en un medio auxiliar: la
geometría nace de la mecánica y sin ella no tiene sentido.
La ciencia no comienza, pues, con una demostración matemática, sino con una construcción
a partir de lo sensible. El método de la ciencia, afirma Newton frente al racionalismo
continental, es la inducción.
La tercera regla del filosofar de Newton trata del «principio de inducción» (o, más
exactamente, de transducción: paso de lo observable a lo inobservable). En esta tercera regla
se abandonan, por un momento, los aspectos metodológicos para mostrarnos la estructura de
la materia. Se trata de un claro atomismo del que se excluye explícitamente toda afirmación
de vivacidad o actividad por parte de la materia. La atracción de la gravedad es extrínseca a
los cuerpos.
Tesis fundamentales de la mecánica clásica
Entre las principales tesis de la mecánica clásica con implicaciones filosóficas, tanto en su
aspecto ontológico como epistemológico, hay que señalar las siguientes:
1) Todo objeto tiene una consistencia y existencia permanentes en el tiempo. Kant
estableció que uno de los principios que regulan los objetos de la naturaleza física es la
«permanencia de la sustancia».
2) «La naturaleza no da saltos». Es el «principio de continuidad de la naturaleza», en
consonancia con la continuidad del tiempo y del espacio.
3) Las cualidades y magnitudes atribuibles a cada objeto en tanto que sustancia tienen
un valor definido en todo tiempo. El objeto tiene tales magnitudes.
4) El estado y las reglas o principios que regulan el estado y su cambio es independiente de
la observación y medida que pueda llevar a cabo cualquier investigación o experimento.
5) La naturaleza está regida por el «principio de causalidad». Nada sucede sin razón; nada
acontece sin una causa; es decir, sin una regla que determina los objetos y que permite
predecir todo suceso. Por ello, se habla de la concepción mecanicista y determinista de la
naturaleza.
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