Los viajes de Gulliver Los viajes de Gulliver es un libro de aventuras que Jonathan Swift escribió en 1726. Narra los viajes de Gulliver, en total cuatro; pero sin duda el más famoso, y el que ha sido reproducido un sinfín de veces, incluso en películas, es el viaje a Liliput, la tierra de los hombrecitos diminutos. A esta parte de Los viajes de Gulliver nos dedicaremos, uno de los cuentos clásicos más famosos. También, como es nuestra costumbre, os dejaremos el cuento animado para ver con los peques, y al final hablaremos sobre la moraleja de Los viajes de Gulliver. 1 Los viajes de Gulliver 1.1 El encuentro con los liliputienses 1.2 Gulliver y el emperador 1.3 Gulliver hace amigos 1.4 Contra los enemigos de Liliput 1.5 El final del viaje 2 Los viajes de Gulliver, cuento animado 3 La moraleja de Los viajes de Gulliver Los viajes de Gulliver Érase una vez un hombre llamado Gulliver, que era médico en un barco mercante. A bordo del Antílope, así se llamaba el navío, recorría tierras lejanas, pero nunca hubiera imaginado las aventuras que estaba a punto de enfrentar en su último viaje. Llevaban muchos meses de navegación cuando, poco tiempo después de divisar unas tierras desconocidas, se desató una terrible tormenta. La fuerza de las olas y el viento arrastró al Antílope entre las rocas cercanas a la costa, y al estrellarse contra ellas, el barco se partió en dos y se hundió rápidamente. Gulliver nadó con todas sus fuerzas luchando contra el oleaje, y como pudo, llegó a la costa. No logró ver a ninguno de sus compañeros, y tristemente entendió que era el único sobreviviente del naufragio. Exhausto, cayó dormido sobre la arena. El encuentro con los liliputienses Cuando despertó, sintió que el sol brillaba intensamente en sus ojos. Quiso estirarse, pero horrorizado se dio cuenta de que no podía moverse. ¡Estaba atado! Tenía los brazos, las piernas y los cabellos anclados al suelo. Entonces sintió que algo le caminaba por el pecho. Levantó la cabeza lo poco que pudo y lo que vio lo dejó mudo: ¡un pequeño hombrecito alto como su meñique caminaba hacia su cara! De repente sintió otros cosquilleos por el cuerpo y pudo divisar a un buen número de hombrecitos que trepaban por su cuerpo, armados de arcos y flechas. Gulliver trató de liberarse lanzando un alarido. Fue tan violento su grito, que algunos hombrecillos se cayeron al suelo, y otros escaparon aterrorizados. Pero poco a poco, viendo que Gulliver no podía soltarse de las ataduras, se fueron acercando, lanzando una lluvia de flechas. Las flechas eran pequeñitas y afiladas como agujas, y cuando caían sobre la cara o las manos de Gulliver, le provocaban un gran gran dolor. De nuevo luchó para romper sus ataduras, pero era en vano; las delgadas cuerdas estaban muy bien tensadas y no le permitían moverse. Después de luchar un rato, se dio por vencido y el cansancio le venció, y se quedó dormido. Al rato lo despertaron unos golpes. De reojo pudo ver que los hombrecillos estaban terminando de construir al lado de su cabeza una plataforma de madera. Y también pudo ver como un hombrecillo muy elegante se subía a ella con ceremoniosa lentitud. –¡Hilo bigismo ad poples Liliput! Ig Golbasto magnifelus Emperoribory… -gritó el hombrecillo al oído de Gulliver. Gulliver le respondió: –No comprendo. ¿Dice usted que su país se llama Liliput? Gulliver tenía mucha sed y mucha hambre, y trató de hacérselo entender al hombrecillo. Al cabo de un rato le trajeron algo de beber, pero al parecer la bebida tenía dentro alguna droga, porque se quedó de nuevo dormido. Mientras dormía, cientos de hombrecillos construyeron una especie de carreta gigante, y entre todos, con la ayuda de palos, lo levantaron y lo subieron a ella. Más de mil pequeños caballos tiraron de la carreta para llevar a Gulliver hasta la ciudad, para presentarlo ante el emperador de Liliput. Gulliver y el emperador En las afueras de la ciudad, la caravana se detuvo, y dejaron a Gulliver junto a las ruinas de un viejo templo, con unas pesadas cadenas en los tobillos para que no pudiera escapar. Al despertar, Gulliver se sintió aliviado de poder moverse, porque ya no tenía cuerdas que lo sujetaran. Despacio se puso de pie y pudo mirar a su alrededor. Sorprendido, descubrió a sus pies una ciudad entera en miniatura, con sus calles, sus casas, sus parques, y miles de personitas que lo miraban asombrados. Entre la multitud se abrió paso un caballo magnífico, cabalgado por un majestuoso hombrecito, algo más alto y mucho más elegante que los demás. Era el emperador de Liliput, que para la ocasión lucía sus mejores trajes y joyas. El pequeño emperador desmontó del caballo y se dirigió, junto con sus cortesanos, a una alta torre que había en el templo donde se encontraba Gulliver. Desde allí, el emperador trató de hablar con el gigante usando unas bocinas. Pero aunque Gulliver sabía inglés, alemán, francés e italiano, no logró que aquellos hombrecitos le comprendieran, y el tampoco lograba entender lo que ellos le decían. El emperador bajó de la torre, dio algunas órdenes y de inmediato llegaron veinte carretas con carne, pan y barriles de vino. Gulliver tenía tanta hambre que prácticamente vaciaba las carretas directamente en su boca. Cuando se bebió todos los barriles enteros de vino, algunos de los elegantes cortesanos y cortesanas se desmayaron de la impresión. Al final, el cortejo real se retiró y Gulliver quedó solo en el templo, con cientos de soldaditos en los alrededores que le vigilaban. Gulliver hace amigos Algunos de los habitantes de Liliput pensaban que tener a semejante gigante encadenado cerca de la ciudad era un peligro. Por eso aquella noche un grupo de hombres entró furtivamente en el templo y atacaron a Gulliver con flechas y lanzas. La guardia del emperador entró en acción y los neutralizaron, con las manos atadas a la espalda. El capitán de la guardia los condujo a punta de lanza ante las manos extendidas de Gulliver, y con ademanes pareció decirle: «Han intentado matarte, ¡ocúpate de ellos!» Gulliver cogió entre sus manos a los atacantes, se puso cinco en el bolsillo, y al sexto lo sostuvo frente a su boca haciendo gestos de querer comérselo. ¡El hombrecillo gritaba y se sacudía desesperado! Pero Gulliver volvió a dejarlo en el suelo, y luego hizo lo mismo con los otros cinco. Los seis salieron corriendo sin perder un segundo. Al día siguiente, toda la ciudad sabía la noticia y comentaba sobre la benevolencia del gigante. El emperador se reunió con sus ministros para discutir qué hacer con aquel extraño gigante que había llegado del mar. -¡Ehg, likibugal bigismo avidaly! -dijo el emperador, que significaba: “está claro que es un gigante amigable, no hay nada que temer”. Una vez que se convencieron de que Gulliver no quería hacerles ningún daño, los liliputienses lo liberaron.