Selección de poemas y cuentos de Claudio García

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Del libro “El guardiacárcel guevarista y otros cuentos”
CARTAS
Susana:
Mi amor, sabés que no sólo estoy enamorado de vos. Me sos absolutamente necesaria para
poder conciliar el sueño. Desde mi juventud que no había podido lograr ese milagro. Siempre
con insomnio hasta largas horas de la madrugada, pensando y pensando en boludeces, o
haciéndome problemas por esto o lo otro. No me quedaba más que leer o enganchar alguna
buena película en el televisor hasta que el sueño se dignara a reclamar su trono. Era terrible,
porque en realidad pocas veces podía disfrutar verdaderamente de la trama de una novela o
de los diálogos de un buen filme. Leía o miraba con disgusto, pensando que debería estar
durmiendo porque mi cuerpo lo necesitaba; después de todo trabajaba gran parte del día. Esa
era mi vida hasta conocerte. No pude creer la primera noche que pasamos juntos: hicimos el
amor, y luego me acurruqué a tu costado y a los pocos segundos... desperté al otro día. Había
dormido sin problemas. Lo atribuí a esa relajación que queda después del amor, o mejor dicho,
que el amor fue tan bueno que logró distenderme al punto de quedar listo para atrapar los
regalos del sueño. Me extrañó porque yo ya había pasado muchas noches con mujeres, y si
bien había logrado esa paz que siempre queda después del orgasmo, el sueño, no obstante,
nunca llegó así nomás. Con vos fue distinto. Acurrucarme a tu costado, pasando mis brazos por
tu cuerpo, era suficiente para que yo pudiera dormir a los pocos minutos. A tu lado conocí por
meses la felicidad. Por eso, te pido que regreses. En todo este tiempo que te fuiste no he
podido cerrar un ojo. Soy como un chico sin su juguete preferido; fantasmas escondidos en el
cuarto no me dejan dormir. Por favor, escribí también y decime que me necesitás...
Roberto
Roberto:
Jodete, tomate un valium.
Susana
Susana:
No sabés lo dolido que estoy. No pensé que me guardaras rencor. Te confesé con sinceridad
que estoy tan enamorado que necesito rozarte, estar a tu lado, para poder conciliar el sueño.
Que nunca me había pasado algo así con una mujer. Pero no sé que te hice para que me trates
así, que me digas un "jodete" como si yo te hubiera... ¡qué se yo?!... golpeado. Está bien que
algunas mañanas yo te cagué a puteadas porque me hiciste café con leche, cuando vos sabés
que no tomo mas que mate, pero ¡sentirte dolida por esa boludes! Todavía ni siquiera
entiendo porqué te fuiste. Busco y busco en la memoria y no encuentro ninguna razón
valedera. Ahora que me volvió el insomnio, pienso y pienso, ¿qué pude haber hecho? Por
favor, reconsiderá tu actitud. Fijate que esta ausencia de sueño que ha regresado, no puede
ser más que síntoma de lo que te necesito. Pensá todo lo bueno que tenemos para vivir juntos.
Roberto
Roberto:
Andá a cagar. No me molestes más.
Susana
Susana:
Me encuentro totalmente azorado y perdido. Tengo ojeras increíbles por extrañar tu cuerpo
en mi cama. No entiendo tu corta y agresiva respuesta. No entiendo tu actitud. Me quemo los
sesos pensando qué pude haber hecho. ¿Qué pecado cometí? Nunca te engañé. Reviso los días
que pasamos juntos y no encuentro actitudes mías graves como para que me dejaras y ahora
ni siquiera contestes mis cartas con una explicación. Si es por lo del café con leche, te pido
perdón. Pero ¿qué otra cosa? No sé... A lo mejor lo del perro... Pero esa fue una boludes. Vos
sabés que desde que lo trajiste a casa no hizo más que mearme los zapatos cada vez que
podía. Yo tuve paciencia, lo regañaba y le decía que no volviera a hacerlo. Pero cada dos por
tres encontraba de vuelta los zapatos meados. Por eso tuve que matarlo. Vos sabés que no me
quedó otra. Pero me resisto a creer que eso te pudo haber molestado como para que ahora
me trates así. Amor, si es eso, te pido también perdón. Mi vida sin vos es un tango. Escribime
diciendo que regresás.
Roberto
Roberto:
Estás totalmente enfermo. Si escribís nuevamente llamo a la cana.
Susana
Susana:
No me importa que venga la cana. Tengo que insistir. Imploro tu amor. No sabés lo largo que
se me hace el día en el trabajo sabiendo que vos no estarás en casa esperándome. Y ni hablar
de la noche; una tortura interminable de ojos abiertos. No entiendo tu ¿odio? ¿Por qué?
¿Porqué esas pocas palabras agresivas como respuesta? ¿Qué te hice? Anoche el insomnio fue
más largo que nunca, así que repasé hora tras hora el tiempo que estuvimos juntos y, te
repito, no encuentro ninguna cosa grave que haya llevado a alejarte de mí. De mi amor no
podés dudar. Vos sabés lo necesaria que sos para mí. El sosiego que traes a mi vida. No
entiendo entonces los motivos de tu adiós y de tus agresivas y parcas respuestas a mis
desesperadas cartas. ¿Qué pude haberte hecho? Lo del café con leche, lo del perro, puedo
entender quizás que te hayas enojado. Ya te dije que te pido perdón, pero ¿qué más? Pienso y
pienso... ¿No será lo de tu vieja? Fue una boludez. Vos sabés que me tenía podrido trayendo
cada dos por tres una tremenda olla de arroz con leche. Y yo siempre diciéndole: no se
moleste, que a mí no me gusta. Y nada. Como si fuera sorda. Cuando parecía que por fin había
entendido, abría la puerta y allí estaba otra vez con su maldita olla de arroz con leche. Por eso
al final me cansé y le partí la olla en la cabeza. O mejor dicho le partí la cabeza. Pero vos sabés
que sólo estuvo dos meses enyesada y no pasó de allí. Una pavada. ¿Verdaderamente estás
enojada por eso? Si es así me cuesta creerlo. Dudaría de tu salud mental. Igualmente, para que
veas cómo te amo, si es ese el motivo de tu enojo, te pido perdón. Lo que quieras. Pero quiero
que nos reconciliemos. Quiero recuperarte. Recuperar la hermosa vida que teníamos juntos.
Recuperar el sueño. Mimarte. Lo que quieras. Espero tu carta con ansiedad.
Roberto
Roberto:
Suicidate, es lo mejor que podés hacer. Hice la denuncia a la cana.
Susana
Susana:
Te diría que me veo tentado al suicidio. No puedo entender tu desamor. No puedo entender
que en verdad haya venido la cana y me comunicara que no te moleste más porque terminaría
en la cárcel. ¿Molestarte yo? ¿Puede ser esto verdad? Yo, que tanto te amo, ¿molestarte? Te
pedí perdón hasta de las boludeces que pudieron haberte ofendido. El café con leche, el perro,
tu vieja... ¿Se puede comparar esto, con todo el amor que vivimos; con las noches que
pasamos juntos? Decime amor ¿se puede? Me cuesta creer que tirés todo nuestro amor por la
borda. Aunque parezca reiterativo, me cuesta creer que estemos viviendo esto. De qué otra
cosa te puedo pedir perdón. Decime por lo menos la causa de tu adiós, de tu parquedad, de tu
odio. En qué te hice mal. Anoche hice una lista de las pequeñas boludeces que te pueden
haber herido. Me costó encontrarlas. Nadie, pero nadie, en la misma situación, se podría haber
enojado. Pero, qué se yo. A lo mejor tengo que entender que sos muy sensible y te pueden
ensombrecer las cosas más nimias. Quizás si lees la lista que te hice, reacciones y te des cuenta
que no me podés dejar por cosas tan boludas.
1.- Lo del café con leche.
2.- Lo del perro.
3.- Lo de tu vieja.
4.- Cuando te dejé sola en el cine aquella vez que a mitad de la película Maridos y Esposas de
Woody Allen, me criticaste el guión diciendo que los diálogos eran poco creíbles. Y luego te
tuviste que venir sola en colectivo de la capital a casa. Una boludes. Vos sabes lo que admiro a
Woody Allen ¿Cómo me vas a criticar el guión?
5.- La vez que te engripaste y en lugar de un jarabe me confundí y te di un purgante. Acordate
que tenían el mismo color. Me confundí. Una pelotudez.
6.-Que haya echado a tu amiga Alicia de casa y que te prohibiera verla. Era mala compañía
para vos, no hacía más que hablarte del horóscopo y los astros. Pura superchería. Te hice un
favor. Pero bueno, si es esto, que vuelva a verte cuando quiera. Para que veas que yo por vos
hago cualquier cosa.
7.- Que te haya roto en pedazos el álbum de filatelia que coleccionabas desde que eras chica.
Vos sabés que lo dejabas en cualquier lado. Era una obsesión. En la cama, en el baño, en la
mesa de la cocina, en el comedor, arriba del estéreo. Yo ya soñaba con ese enorme libro; tenía
pesadillas en que los sellos me perseguían y pretendían pegarse a mis mejillas, en mis ojos, en
el pelo... Te expliqué que hacerlo mierda era lo mejor porque ya me enfermaba, y sin dudas, te
había enfermado a vos. Cualquier psiquiatra hubiera propuesto lo mismo. Pero, bueno, si es
esto, te compró de vuelta todos los sellos que quieras.
8.- Que te haya vendido el original de Spilimbergo que habías heredado de tu abuelo oligarca.
Vos sabés que estábamos endeudados, debíamos dos o tres cuotas del auto, y el almacenero
ya no nos quería seguir fiando si no cancelábamos el chorizo de cosas que le debíamos. Está
bien. Reconozco que no te consulté. Y que después descubrí que lo que me habían pagado no
era ni la mitad de lo que valía el cuadro. Pero fue algo que hice por nosotros, para que los
enojos por la falta de guita no perjudicaran nuestra relación. Te aseguro mi amor que si volvés
te compro el cuadro que vos quieras. No un Spilimbergo, porque no podría, pero cualquier
otro que te guste y que no sea muy caro.
Bueno, paro acá. Quizás haya alguna que otra boludez más, pero estas son las que recuerdo.
Espero que te des cuenta que ninguna justifica el dejarme, ni el odio que mostrás en tus cortas
respuestas. Tengo unas ojeras infernales de tanto extrañarte y no poder dormir. Me voy a
tener que comprar unos anteojos oscuros para salir a la calle. No me pidas que no siga
insistiendo. Te amo. Te amo muchísimo.
Roberto
Susana:
No puedo creer que me hayas enviado la cana en serio, y que ahora me encuentre aquí en este
calabozo de mierda esperando una resolución del juez. Nunca hubiera pensado esta actitud,
este odio gratuito, sin causa alguna. ¿Y mi amor? ¿Eso no cuenta? ¿Todo lo que hice por vos?
Para que veas, acá tampoco puedo conciliar el sueño, aunque debo reconocer que el frío y el
olor a orina de esta celda no harían dormir ni a la bella durmiente. Pero no. Sos vos. Tu
ausencia y esta angustia de no saber la razón de tanto rencor. Espero salir pronto. En cuanto
cuente la historia, cualquier juez entenderá la validez de mi amor y lo insólito de tu actitud.
Cuando salga ya no te mandaré más cartas. Te iré a buscar y te cagaré a palos como hacía mi
viejo con mi vieja. Será el último acto de amor que intente para recuperarte. Después de todo
mis viejos vivieron felices casi cincuenta años. Quizás así reconocerás que mis sentimientos
son sólidos y puros como el Ártico. Estoy seguro que todo volverá a ser como fue. No me
imagino tener que resignarme. Cuento con ansiedad las horas que me quedan en esta celda de
mierda. Con el amor de siempre.
Roberto
MI HISTORIA CON LA MUJER CALAMAR
Esta mujer era como un calamar. De su cuerpo esférico salían los tentáculos que agotaban mis
fuerzas. Amarnos era terminar sofocado. Llegar al orgasmo con el último aliento.
No pude soportarlo más y una noche, simulando que se trataba de un juego, até sus tentáculos
a los extremos de la cama y los separé de su cuerpo con certeros hachazos.
A pesar de todo, ella sobrevivió, y por una razón extraña perdonó la crueldad que había
cometido.
Por fin nuestros amores se volvieron lentos y dulces.
UNA CENA INESPERADA
-¿Porqué tardás tanto en traer la cena?- pregunté desde la mesa, mirando hacia a la cocina. Mi
mujer se había encerrado allí hacía como media hora y no aparecía. Había dicho “sentate en la
mesa, que preparo una cena en dos patadas”. Pero ahora nada. El silencio y la tardanza.
Volví a preguntar lo mismo, esta vez con más énfasis:
-¡¿Porqué tardás tanto en traer la cena?!
Decidí levantarme para ver qué pasaba. Cuando entré a la cocina encontré un cuadro de lo
más inesperado. Mi mujer se encontraba muerta, recostada sobre la cocina y con su cabeza
metida en una olla de agua que hervía. Primero me pregunté qué raro equilibrio impedía que
cayera al piso con olla y todo. Después me dije para qué se molestó tanto, sin con un par de
huevos me arreglaba.
POSTRE
La familia terminó el almuerzo en el patio, debajo de la parra, y esperó ansiosa el postre. A
todos se les iluminaron los ojos cuando la madre trajo de la cocina una gran sandía.
No se apresuren que alcanza para todos– les reprendió anticipadamente.
La madre alzó la sandía a la vista de todos, como si fuera a iniciar una ceremonia secreta, y con
fuerza golpeó la fruta contra la mesa, partiéndola en muchos pedazos.
-¡Ahí vienen...!- gritó con alborozo uno de los chicos.
En unos pocos minutos, atraídos por el aroma, cientos de moscas cubrieron la sandía, y casi
inmediatamente todos los integrantes de la familia manotearon los insectos para llevárselos a
la boca.
-¡Qué rico el postre!- exclamó el padre.
Y todos asintieron, sin dejar de comer.
EL GUARDIACÁRCEL GUEVARISTA
Hacía más de un año que me había ido de casa y vivía en una pensión. Mi compañero de
cuarto era un guardiacárcel, tenía unos 21 años, dos más que yo, y trabajaba en la Colonia
Penal que quedaba en las afueras de General Roca. Cuando supe que de quedarme en esa
pensión -conveniente por el precio y la cercanía tanto con la universidad, donde estudiaba,
como con la oficina de una empresa de transportes donde trabajaba- tenía que compartir el
cuarto con un guardiacárcel, lo primero que pensé fue: "¡Aquí no me quedo ni loco!”. Después
de todo yo era un militante de un partido de izquierda, trotsquista, y miraba con recelo a
cualquier persona con uniforme: milico, federico o cana. Ese recelo, después de todo, era
compartido por millones de argentinos porque no hacía un año que el país había recuperado la
democracia y todavía estaban muy frescos todos los hechos del terrorismo de Estado. A pesar
de ese primer pensamiento, debo decir que el guardiacárcel, que se llamaba Daniel, no me
cayó mal. Lo primero que hizo fue presentarme a los pensionistas de los otros cuartos, y
contarme cómo eran los que en ese momento no se encontraban presentes. Me dije "vamos a
esperar unos días"; en última instancia podía ver la posibilidad de cambiar de cuarto con otro
pensionista o irme a otro lado. La primera impresión, no obstante, fue acertada. Daniel me
cayó bien, y si bien cuando yo hablaba de política decía, medio en broma, "callate loco", nos
hicimos en cierta medida amigos que charlaban de cualquier cosa. Ante todo era una buena
persona, y me di cuenta que no era de los guardiacárceles -que eran parte de la policía
provincial- 'duros', sino que trataba de llevarse bien con los internos y no hacer migas con los
guardiacárceles jodidos. Por supuesto que una que otra vez había tenido que reprimir, porque
obviamente los presos no eran señoritas. Un par de veces lo vi llegar a la pensión golpeado por
las trifulcas que se armaban entre los internos y los conflictos entre éstos y los guardicárceles.
Pero no tenía dudas que trataba de respetar las reglas y ser justo. Lo que nunca me hubiera
imaginado es que Daniel terminara conscientemente involucrado en el intento de fuga de un
preso, y nada más ni nada menos que de un preso político, y que yo fuera el causante
involuntario de esa conversión.
Por esos años yo me había convertido en un fanático lector. No sólo por estar estudiando. Me
apasionaba leer de todo, y en especial, por mi militancia, los autores clásicos de la izquierda, la
política y la filosofía. Por esa época también fumaba mucho y comía poco. Quizás esa
combinación, más el ajetreo diario del trabajo y el estudio, produjo no sólo insomnio -no
dormía más de 5 o 6 horas por día-, sino que hablara en sueños. Nunca supe la razón de esto,
porque, entre otras cosas, no me preocupé en consultar a un médico o un especialista. Me
enteré de esto por Daniel, que al despertar me contaba de todo lo que hablaba. En un primer
momento creí que me estaba cargando, que era un invento, o a lo sumo que exageraba, que
apenas si balbuceaba alguna que otra palabra y él lo agrandaba para cargarme. Pero resultó
que en verdad hablaba dormido. Y mucho. Para convencerme Daniel empezó a tomar notas de
lo que yo decía, y me mostraba esos apuntes al día siguiente. Me asombré no sólo de que
hablara dormido, sino que podía explayarme en sueños sobre algunos temas mejor que en la
vigilia. De acuerdo a las notas de Daniel, a veces reproducía casi fielmente páginas y páginas de
libros leídos, que despierto apenas si podía comentarlas parcialmente.
Resultó que por un par de meses me dediqué casi exclusivamente a leer los libros del Che. Por
ser trotskista, había una relación ambivalente con el Che. Nuestra polémica con otras
corrientes de izquierda pasaba en gran medida por nuestro rechazo a la acción guerrillera y a
otras variantes de 'blanquismo' o voluntarismo. Confiábamos en la tarea paciente de que la
clase obrera reconociera a nuestro partido como su dirección. Una táctica bolchevique de
poder llegar a una situación de doble poder para la toma del Estado, a través de una
revolución tipo explosión popular, jacobina. Pero le reconocíamos al Che una serie de valores e
impulsar una política contraria a la institucional del PC, a la tradicional política de 'coexistencia
pacífica' que bajaba Rusia desde Stalin. La consigna de “Crear dos, tres... muchos Vietnam" era
en cierta medida trotskista y se alejaba del PC y de la política castrista a partir de su
alineamiento a los dictados del Kremnlin. Por estas características; por su coherencia en llevar
a la praxis lo que pregonaba, y por su moral intachable en la lucha, que lo diferenciaba de las
características que luego tomarían muchos grupos de guerrilla rural o urbana, casi ningún
militante de la izquierda podía dejar de sentir simpatía con el Che. Por eso también, a pesar de
las diferencias, todas las corrientes queríamos un poco apropiarnos de su figura, de su
prestigio. Recuerdo que se comentaba que al momento de su muerte en la escuelita de La
Higuera en Bolivia, el Che llevaba en su mochila un libro. Cada corriente de la izquierda
adjudicaba la autoría del libro a su referente ideológico. Por ejemplo, nosotros decíamos que
se trataba de La Revolución Permanente de Trotski, y los chinófilos El Libro Rojo de Mao. Como
sea, yo particularmente tenía la misma admiración por el Che que otros tantos militantes, y
aunque en términos generales compartía las críticas al guerrillerismo tradicionales del
Trotskismo, más después del balance catastrófico de las experiencias latinoamericanas de las
décadas del 60 y 70, tenía esa veta romántica que me hacía dudar un poco de esas
convicciones y muchas veces soñaba o me imaginaba caminando por el monte con ropa verde
oliva y un fusil en el hombro. Un poco por eso, y otro porque me gustaba leer sobre todo lo
que me interesaba, cada noche, antes de -lograr- dormir, me concentraba en las páginas de lo
que se había publicado escrito por el Che. Lo que no sabía es que, ya dormido, reproducía
verbalmente esas lecturas y que Daniel se había transformado en un atento escucha de mi
inconsciente rol de propagandista revolucionario. Daniel me comentó que hablaba sobre el
Che, e incluso me mostró un par de veces algunas notas de lo que yo decía dormido. Pensé, no
obstante, que esa atención era parcial, que a veces se despertaba por mi parloteo y escuchaba
por unos momentos la perorata, pero nada más. Estaba equivocado. Daniel se acostumbró a
esperar despierto que yo empezara a reproducir dormido las lecturas del Che, y éstas fueron
transformando su forma de pensar, su conciencia. Me da risa pensar ahora que, con lo mucho
que me costaba en la vigilia convencer a algún compañero de la universidad o del trabajo de la
certeza de las posiciones del partido, tuviera dormido más éxito, aunque no exactamente para
el trotskismo. Me di cuenta del cambio en Daniel cuando empezó a realizar comentarios muy
críticos sobre la realidad e incluso pretender correrme 'por izquierda' en las opiniones cuando
yo le hablaba de algunas propuestas del partido sobre el gobierno u otros aspectos de la
realidad. Un día, cuando no se encontraba, me animé a espiar los cuadernos de notas que
guardaba en la mesa de luz, y descubrí hojas y hojas de anotaciones del discurso guevarista,
tomadas sin lugar a dudas de mis pregones nocturnos.
En la Colonia Penal donde trabajaba Daniel purgaban sus condenas presos comunes, con
excepción de uno de los pocos presos políticos que quedaban en la Argentina. Es sabido que el
destino mayoritario de los argentinos secuestrados o detenidos por los Grupos de Tareas de la
dictadura fue la muerte, pero algunos tuvieron la suerte o el azar de ser 'blanqueados'
legalmente, y en su mayoría fueron liberados en los meses de la transición hacia la democracia
luego de la derrota en Malvinas. Sin embargo quedaban algunos. La teoría 'de los dos
demonios' en boga en los partidos democráticos fue cómplice en cierta medida de los dictados
de los jueces del Proceso y esa fue la causa que en General Roca todavía se encontraba entre
las rejas un preso político, y precisamente en el pabellón donde hacía su guardia Daniel. Era
Montonero, se llamaba Raúl Berdini. Como parte de los cambios 'ideológicos' que empecé a
notar en Daniel, llamó la atención que hablara de esa persona. "No puede ser que ese tipo esté
en la cárcel", me dijo una vez mientras tomábamos mate. Yo le respondí con ironía: "Mirá vos,
un cana preocupándose por un Monto". Me replicó seriamente, y en sus dichos rememoré el
léxico del Che: "Yo me siento hermanado con los que han sido parte de las luchas populares, y
aunque la lucha popular se ha frenado por la ilusión democrática, será parte de nuestro
destino futuro...". Después seguimos charqueando, asombrado de la conversión de Daniel.
Nunca hubiese pensado que ese guardiacárcel al que saludé con resquemor al enterarme que
sería mi compañero de cuarto, terminara enfrascado en polémicas que se reducían a los pocos
militantes de los distintos grupos de izquierda. Pensé, no obstante, que ese rapto de
izquierdismo, o mejor dicho, ultraizquierdismo, le haría ser precavido en su trabajo. Mientras
tanto, su notable cambio sería favorable para que yo lo alejara un poco del Che y lo atrajera
hacia el partido que, después de todo, era el único que por lo menos en teoría tenía como
objetivo ganarse a un sector de los milicos y la cana a medida que nos acercáramos a una
situación revolucionaria. Las circunstancias, sin embargo, corrieron por delante de mi
intención.
Daniel llegaba generalmente del trabajo antes de que yo lo hiciera de la universidad, así que
un día me llamó la atención no encontrarlo a la vuelta de los estudios, pasadas las once de la
noche. Tampoco apareció en la madrugada ni en las horas en que despunta la mañana. Me fui
al trabajo y allí me enteré de lo que había pasado por el diario y por los comentarios de
algunos compañeros de trabajo. Se había producido un intento de fuga de Raúl Berdini, quien
todavía tenía que purgar por lo menos dos años de cárcel, con la ayuda de Daniel que con
engaños a distintos guardias y personal de seguridad lo había podido sacar a un patio exterior,
para que a partir de allí, con la complicidad de la noche, pudiera saltar dos cercas de alambre
en los lugares más alejados de las garitas de control que daban a la calle. Berdini sólo pudo
saltar una de las cercas, fue descubierto y apresado cuando trepaba la segunda. No se necesitó
mucha investigación para descubrir que Daniel lo había ayudado. Tampoco él intentó
defenderse cuando lo detuvieron. Dicen que sólo respondía: "Era un compañero... era un
compañero....".
MI BISABUELA
"Ser niño es, sobre todo, un flujo de osadas y furtivas conjeturas...".
Fernanda Eberstadt ("Los demonios de Isaac")
Tuve la suerte de conocer a mi bisabuela, quien murió cuando yo abandonaba la niñez y
entraba en la pubertad. No sólo la conocí, sino que tuve con ella un cariño y una relación muy
especial, paralela a la de mis padres. No puedo separar los recuerdos que guardo de los tres a
los diez años de vida de la imagen de mi bisabuela, a la que llamaba simplemente abuela
Juana. Por supuesto que esta relación se dio a partir del afecto que ella tuvo conmigo, por
arriba de cualquier otro miembro de la familia y de mis propios hermanos. Yo no sólo era su
bisnieto, creo -así lo sentía- que era su única familia. En cierta medida, algunas situaciones se
dieron para que ella fuera apartada de la consideración usual entre parientes cercanos. Su hija,
la madre de mi madre, sufrió una severa arteriosclerosis, originada en un ataque de
hipertensión, que fue deteriorando, progresivamente su salud física y mental. Quedó postrada
prácticamente en una silla de ruedas, limitada a pocos movimientos, y mi abuelo, que
indudablemente la amaba porque nunca consintió que una enfermera u otro miembro de la
familia lo ayudara a cuidarla, se ocupó diariamente de higienizarla y darle la comida en la boca,
como si fuera un bebé. Esto por años. Mi abuela sufrió esa grave enfermedad cuando yo tenía
tres o cuatro años, y sobrevivió hasta unos años después del fallecimiento de mi bisabuela. Fue
muy particular la manera en que evolucionó su enfermedad en la conciencia, en su salud
mental. Quizás por aspectos negativos que arrastraba de la relación que tuvo con su madre, en
la niñez o en la juventud, o vaya uno a saber, que indudablemente quedaron agazapados en su
inconsciente, la abuela comenzó a manifestar un odio casi visceral contra su madre. El
deterioro en su salud, no obstante no le había negado la palabra, y, precisamente, la utilizaba
para hablar pestes de mi bisabuela. Eso provocó que de a poco se volviera insostenible la
convivencia entre ellas, y convulsionó la que existía con otros miembros de la familia. Fue
comprensible que mi abuelo se sumara al progresivo aislamiento en que fue quedando mi
abuela Juana, pero nunca entendí muy bien porqué otros miembros cercanos de la familia se
sumaron a esa agresión gratuita que tuvo mi bisabuela en lo que serían los últimos años de su
vida. Quizás celos por ese afecto y relación especial que tenía conmigo. ¿Quién sabe? En
realidad dudo si todo ocurrió así como lo cuento, porque los recuerdos tienen la imparcialidad
de ese amor que yo sentía con la que consideraba mi verdadera y única abuela, y por el
horizonte más acotado de razón y comprensión de las cosas que se tiene de niño. Lo cierto es
que mi abuela Juana, que vivía en la misma casa de mis abuelos, pasó primero a vivir a una
pieza con baño construida al fondo del terreno, separadas las dos construcciones por una gran
parra que servía de refugio para las comilonas de algunos domingos, aniversarios, navidades y
otras fiestas familiares. No obstante, por ese desgaste de la convivencia, un día se cansó y se
fue a vivir sola a una pensión. Después de todo no dependía totalmente de la familia, porque a
pesar de su edad -superaba largamente los ochenta años- conservaba la lucidez de una mujer
de menor edad y no tenía problemas importantes de salud, con excepción de un reuma en las
piernas que le obligaba a realizar diarios y continuos masajes con una crema que recuerdo se
llamaba Bálsamo Sloan. Además, cobraba una pensión -que creo le dejó su marido, quien
moriría joven, al igual que su único hijo varón- con la que todavía, en esos años del país, podía
vivir con algo de estrechez, pero con dignidad. Lo cierto es que respondió al aislamiento en
que la iban dejando, haciéndoles la tarea más fácil. Se distanció de todos, menos de mí. Ese es
uno de los recuerdos más sentidos que guardo de ella. Yo iba a una escuela parroquial de
mañana, y ella cada tantos días aparecía en los recreos a verme. Nunca supe qué excusas dio a
la maestra -estaba en tercero o cuarto grado- o a las autoridades del colegio, pero lo real es
que me dejaban verla, y así en lugar de jugar con los compañeritos del grado, me sentaba a
charlar en un banco con ella. En uno de estos encuentros recibí uno de los regalos más lindos
que tuve en mi infancia: un reloj. Recuerdo que era un Tressa, recubierto de oro, de un
tamaño y con una malla de metal para chicos. Pero era de verdad, y eso además de reflejar su
afecto, me daba otra satisfacción, la de hacerme sentir grande, porque, para la visión que tenía
en esos años, tener un reloj era una cosa de gente mayor, no de niños. Creo también que ese
reloj fue la causa que mis viejos se enteraran de las visitas que recibía en secreto de mi
bisabuela, y la punta del ovillo para que descubrieran su paradero. No obstante, ella siguió
viviendo sola, aunque retomó algún tipo de relación formal con la familia y se mudó a una
pensión cercana a mi casa y a la de los abuelos. Una pensión donde ella finalmente moriría,
creo que a los 93 años, no se sabe si por un ataque al corazón o intoxicada por la falta de
oxígeno, ya que siempre utilizó para calefaccionarse en el invierno un viejo brasero de metal
fundido. Ese brasero está también unido a gran parte de las imágenes que guardo de ella.
Muchas veces yo juntaba los palos y maderitas que ayudaban a prender el carbón, y como
buen chico me gustaba acercar mis manos a ese brasero para recibir calor, y asustar a mi
bisabuela haciéndole creer que me había quemado. Cuando quedaban pocas brasas, la
recuerdo colocando el brasero bajo sus piernas, haciéndolo desaparecer, porque siempre usó
largas polleras, como la de esas campesinas europeas o rusas que uno veía en muchas
películas, que le llegaban hasta los tobillos. Generalmente se sentaba en una vieja silla de
mimbre, colocaba el brasero bajo sus piernas, y yo también me sentaba adelante de ella en
una sillita chica. Y así, frente a frente, charlábamos y hacíamos otras cosas, como rezar y jugar
a las cartas. Ella era muy religiosa, mucho más que el resto de la familia, y hacía que yo
compartiera muchos de la serie de ritos y preceptos que tiene para sus fieles la iglesia, en este
caso la católica. Yo asumí naturalmente esa devoción, porque después de todo mis viejos
también eran muy creyentes, y me habían inculcado que eran faltas graves no rezar antes de
dormir o ausentarme de misa los domingos. Mi bisabuela me llevaba a misa los domingos,
pero solía también hacerlo un sábado o entre semana. Además, me hacía rezar en distintos
horarios del día, incluso largos rosarios. No permitía que dijera alguna mala palabra, y,
precisamente, la única actitud severa que tuvo conmigo fue una vez que exclamé un "¡carajo!"
que había escuchado y que en realidad no sabía muy bien si era o no un insulto, pegándome
con su mano abierta en la mejilla. Aprendí de ella el catecismo y las historias más populares de
la biblia, mucho más que de las horas de religión de la escuela parroquial o de esos cursos que
debía tomar previo a la confirmación y la comunión. Lo que más me gustaba era compartir con
ella el juego a las cartas. En realidad mi bisabuela me enseñó los principales juegos que todavía
suelo practicar con amigos y mis hijos: la escoba de quince, el chinchón y el truco. Me enseñó
también el mus y el tute cabrero que, lamentablemente, tras su muerte, fui olvidando. Tenía
unas cartas viejas y manoseadas, y en tantos años no recuerdo que cambiáramos de mazo.
Utilizábamos como mesa sus propias piernas, porque después de todo, cuando me sentaba
frente a ella en mi sillita, quedaban perfectamente a mi altura. Para anotar utilizábamos
porotos colorados o garbanzos, como solían hacer todos los viejos que jugaban a las cartas.
Muchas veces ganaba ella, y algunas pocas ganaba yo, pero lo que más me gustaba es que en
esto me trataba también como una persona grande: no por ser chico me dejaba ganar, como
suelen actuar los adultos. Lamentablemente los recuerdos son fragmentarios y sin una
cronología exacta. Es extraño pensar que el azar todavía tenga la capacidad de hacer batir sus
alas por arriba de cosas que sucedieron realmente, y es así que uno aferra algunas imágenes
del pasado y otras no, y además se idealiza: lo que creemos sucedió de una manera, lo
estamos rememorando seguramente de otra. Es que quizás lo importante de estos y otros
recuerdos no sea la fidelidad con que se recrea el ayer, sino los sentimientos que traen al
presente. Esa cosa agridulce de la que creo siempre se reviste la felicidad: uno se da cuenta
que en aquellos momentos, esos momentos que yo viví con mí abuela Juana, uno fue feliz,
pero sin conciencia de ello. Si bien yo era muy chico, y sólo entre comillas uno puede afirmar lo
que realmente significó esa relación tan fuerte con mi bisabuela; ahora, con las gotitas del
recuerdo -como diría Proust-, que bajan por el corazón y humedecen los ojos, uno se da
cuenta que todo eso no murió, sino que se atesora. Después de todo, el acicate para vivir, no
se encuentra en nebulosas expectativas al mañana, sino al saber, con el recuerdo, que hemos
conocido la felicidad. Recuerdo una de esas imágenes que cada tanto llegan a mi mente, en la
que estoy, con tres o cuatro años, sentado sobre las rodillas de mi bisabuela, agarrado a sus
manos, y ella jugando conmigo imitando el trote de un caballo, moviendo sus piernas al son de
dos canciones. Una, que decía: "Mañana por la mañana te espero Juana en el taller, te juro
Juana, que tengo ganas, de verte la punta del pie...", y otra, que decía algo así como: "Serra
mamerra, olla de terra, olla de ram, patatín, patatán, patapatapatapam...", que nunca supe
qué quería decir o de qué idioma se trataba. A veces yo mismo, inconscientemente, he
repetido con mis tres hijos lo mismo que hacía mi bisabuela: los he subido a mis rodillas y les
he cantado las mismas y extrañas canciones. En esas oportunidades no sólo la recuerdo, sino
que pienso que, en realidad, ese par de simples canciones y los juegos de cartas son las únicas
cosas "útiles" que guardo de ella, porque al crecer fui perdiendo casi todas las cosas que quiso
inculcarme. Con los años me he vuelto escéptico y ateo, cosa que mi bisabuela, de levantarse
de la tumba, tomaría ahora con mayor desagrado que aquella vez en que se me dio por
carajear. Pienso con ironía lo inútiles que fueron sus rosarios, misas y lecturas de la biblia. Su
machacar sobre ciertos valores que luego he desechado. Sin embargo, siento que no hubiese
querido otra niñez. Quizás no fue casualidad que ella muriera cuando yo estaba a las puertas
de mi adolescencia. Que hubiera sido un error que viviera para ver que al niño que amaba le
sucedía un joven con otros intereses, que ya no reclamaría su compañía, sus lecturas, sus
cartas. Por eso la lloré tanto quizás; porque mi niñez se iba con ella. Era un sábado o domingo;
yo estaba jugando al fútbol en un potrero cerca de casa, cuando vi llegar corriendo a mi mamá,
que con lágrimas en los ojos me dijo que mi abuela había muerto. Ella también sabía que era
mi abuela, no mi bisabuela. Y ahora que lo pienso, sé que lloraba también por lo que
significaba su pérdida para mí. Los niños quizás son crueles, y en realidad mis viejos, mis
abuelos y otros familiares la querían también y la lloraron con sinceridad. Pero, por mi apego
tan fuerte, y por esa situación de aislamiento que había tenido por causa de la enfermedad de
la abuela, yo estaba convencido que era el único afectado por la muerte de mi bisabuela.
Guardo la imagen del velorio en que prácticamente no me moví de una silla a un costado del
ataúd, y en donde rezaba en silencio rosarios y oraciones que mi abuela Juana me había
enseñado con dos sentidos: para que dios guardara su alma, y a la vez castigara a la abuela y a
todas las personas que hipócritamente lamentaban su muerte, cuando en vida la habían
olvidado. A veces lamento no guardar una foto de ella. Mi vieja tiene algunas, pero no he
querido tomarle una. Hay veces que aprovecho la visita a mis viejos para hurgar como un
ladrón en la caja de fotos para ver una en especial, donde yo estoy, con unos tres años,
sentado arriba del paredón del frente de la casa de los abuelos, sosteniendo con mis brazos un
cachorro de perro Lassie, y mi abuela Juana, parada a un costado, me sostiene mientras le
sonríe a la cámara. Lo hago sólo para verle la cara, porque, lamentablemente, de todas las
imágenes que puedo llegar a rememorar con mi bisabuela, no sé porqué, me cuesta capturar
su rostro. No entiendo cómo a mi memoria se le puede escapar algo tanto importante.
¡PAJARITO... PAJARITO...!
-¡Pajarito... Pajarito!!!- gritaba cuando me veía llegar con mi bicicleta negra y amarilla a la
galería donde funcionaba el correo. Gritaba levantando una mano, y casi siempre en la mano
aferraba un trapo con el que limpiaba los autos de la cuadra. Yo tenía quince años y hacía
pocos meses que había entrado a laburar de mensajero en la Sucursal 8 de Liniers del Correo
Argentino, que funcionaba al fondo de una galería sobre la misma cuadra de la Iglesia de San
Cayetano, donde cada 7 de julio se agolpaban miles y miles de creyentes y no tan creyentes
para pedir al santo un trabajo. El que me llamaba, casi siempre a los gritos, 'Pajarito', era un
tipo mayor, que debía andar entre los 50 y 60 años, pero que transparentaba una vitalidad sin
edad, y que se las había arreglado para ganarse el mango sin necesidad de arrodillarse ante
ninguna figura de yeso. Bah, de algo se aprovechaba de la iglesia, pero era muy poco: el agua
de una canilla que estaba en el patio cerrado que antecedía a la entrada del templo. Con el
agua, y desde muy temprano en la mañana, llenaba el balde que le servía para lavar los autos
que estacionaban en esa larga cuadra donde se cruzaban las personas que querían
comunicarse con un pariente o amigo y aquellos que pretendían hacerlo con el más allá.
Lavaba los autos de prepo. Nunca le oí preguntar "¿le lavo el auto, don?" O algo parecido. No.
Una vez que alguien estacionaba, cerraba el auto y se perdía de vista, él se acercaba con el
balde, sus trapos, un cepillo, y una botella con detergente, y se ponía a lavar. Tardaba con cada
auto una media hora y en verdad hacía un buen trabajo. Cuando aparecía el dueño, lo atajaba
para cobrar el trabajo. No atendía excusas tales como "yo no le pedí que lo hiciera". Siempre
terminaba cobrando unos pesos, acomodando la tarifa de acuerdo a las posibilidades del
conductor. Cuando salía de la galería con mi puñado de telegramas en una mano y la bicicleta
en la otra, me paraba unos minutos a esperar una de las escenas diarias de quien me llamaba
'Pajarito' -y que para mí era también 'Pajarito' porque nunca me dijo su nombre- con algún
tozudo conductor que se negaba a pagar por un servicio no solicitado. Una mañana de febrero,
cuando yo hacía más o menos dos años que laburaba en el correo, un auto mató a "Pajarito".
No alcancé a ver el accidente, pero me contó el dueño de uno de los locales de la cuadra que
un conductor que venía muy rápido, no alcanzó a ver a "Pajarito" agachado sobre uno de los
lados de un auto, lavando seguramente el zócalo o una puerta, y lo arrolló, ocasionándole una
muerte instantánea. Tardé mucho tiempo en acostumbrarme a no verlo cada vez que salía o
llegaba a la galería con mi bicicleta. A veces me daba vuelta de golpe, creyendo que había oído
su: "Pajarito... Pajarito!!" Se me ocurrió la teoría que el conductor que lo mató era un loco que
lo hizo a propósito, porque no se había bancado que 'Pajarito' le cobrara una lavada de auto,
un día en que al tipo se le ocurrió estacionar justo en esa cuadra de la iglesia. Me habían dicho
que fue un Renault 12 blanco el que lo atropelló, y por eso, cuando veía estacionado en la
cuadra un auto de esas características, pasaba por uno de los lados, disimulando con la
bicicleta, y rayaba la pintura. Tenía la confianza que una y otra vez me estaba vengando del
conductor asesino.
Del libro “Método Morello para no separarse”
LA LENGUA DE KAFKA
Kafka era retraído, tan retraído que quizás una manera de entender el tono de su literatura
está dada por ese comportamiento.
Laburaba solo en una oficina y luego se recluía en su casa. Prácticamente no hablaba. En cierta
medida su lengua estaba en sus escritos. No se comunicaba prácticamente de otra manera.
La única vez que dicen que habló fue en su lecho de muerte. Pidió que quemaran toda su obra.
Por suerte no le hicieron caso. Porque no había sido él. Había sido su lengua, que se quería
vengar de su largo ostracismo.
UN CURIOSO VIAJE AL CAMPO
Me reclino en el sillón, y al mirar hacia arriba no veo el techo, sino las estrellas. Muchas
estrellas. ¿Qué hace la noche en mi casa?, me pregunto. Pero no me levanto. Quedo como
hipnotizado mirando los astros. Como un Deja Vu esto me parece haberlo vivido cuando de
chico me llevaban a la casa de mis abuelos en Hortensia, en una zona rural, y yo me quedaba
un buen rato tirado en el pasto boca arriba, viendo asombrado el número casi infinito de
estrellas que había en esas noches de campo. El cielo parece el mismo. Pero de pronto las
estrellas se pierden, tapadas por nubes de tormenta. A los pocos minutos veo los primeros
rayos, y tras los rayos, la lluvia. Me empiezo a mojar pero sigo quieto en el sillón, atrapado por
el fantasma de un hecho increíble. El comedor se empieza a inundar y algunas cosas
comienzan a flotar: las sillas, unas cajas, libros de la biblioteca. La lluvia no para, y cada vez
más me encuentro rodeado por el agua. Me levanto, el agua llega ya a mi pecho, y camino
despacio hacia la puerta. Me cuesta abrirla y cuando lo hago me encuentro en pleno campo.
Un campo tan parecido al de Hortensia y la tormenta. No se ve mucho, pero salgo afuera y
trato de encontrar una luz que indique dónde dirigirme.
Camino y camino bajo la lluvia en un campo pelado, sin señales de civilización. Al rato veo una
luz a lo lejos, así que me dirijo a ese lugar. La luz es de un rancho, un rancho viejo, de paredes
de adobe, con techo de paja. Hay un palenque con un par de caballos amarrados. Cuando llego
a la puerta, bah, en realidad no es una puerta, sino el hueco de una puerta con una cortina de
arpillera, no me animo a entrar, sino que golpeo las manos. Del interior del rancho surge una
voz invitándome a entrar. El interior es como una pulpería. Un mostrador grande de madera
rústica sosteniendo muchas botellas y unos pocos vasos, con un tipo atrás, vestido a lo gaucho.
Hay dos mesas, con dos tipos sentados y acodados en cada una, también vestidos con ropas de
campo, medio gastadas y viejas. Se ven otras sillas vacías y el tipo que está atrás del
mostrador, que da toda la impresión de ser el dueño, invita a sentarme y pregunta qué quiero
tomar.
Le digo que me sirva una caña, correspondiendo el pedido al lugar. Podía haber pedido una
ginebra, pero esta bebida desde hace tiempo que me cae mal.
-¿Dulce o seca?- pregunta el gaucho.
-Seca -respondí.
-Me parece bien. La dulce es para mujeres o maricones -dice con una sonrisa. ¿Qué lo trae por
acá?
No me iba a poner explicar lo de la lluvia en la casa, el escape, la aparición del campo, el vagar
perdido castigado por la tormenta... Me va a tomar por loco. Digo simplemente que me
encontraba perdido.
-Me parecía. Usted no es de estos pagos.
-¿Esto es Hortensia, cerca de Bolívar?
-Sí. El pueblo está como a media legua.
-Hortensia es grande –acoté para halagar ese terruño-. Es más que un pueblo.
-Está equivocado, aparcero. Unos pocos ranchos, nomás.
-¿En qué año estamos? -pregunto, confundido-Usted es medio raro. ¿Qué año va a ser? Mil ochocientos setenta...
-¡¿Qué?!
-Más que perdido, usted debe ser un gringo medio loco. Esas ropas son de gringo.
Yo tengo una camisa gris y un vaquero. Sin dudas una ropa rara para esa época. "¿Qué hago en
1870?", me pregunto.
-¿Hace mucho que llueve? -pregunto.
-Sí. Una lluvia rara. Hace días y días que llueve sin parar. Ahora paró un poco, pero seguro en
un rato sigue lloviendo...
-¿Para dónde queda el pueblo?
-Ahora está de noche, va a ser difícil que encuentre el camino. Va a tener que esperar que se
haga de día. Atrás tengo unos catres, así que se puede quedar y a la mañana le digo cómo
llegar.
-Bueno -respondo.
A medida que tomo la caña me empiezo a sentir mal. Siento chuchos de frío, como si tuviera
fiebre, y malestar en el estómago. Seguramente el haber estado tanto tiempo bajo la lluvia y
tener las ropas empapadas ha hecho que me empiece a resfriar o engripar.
-¿Puedo ir a tirarme en el catre, me siento muy cansado? -pregunto- Y le agradecería si tiene
algo con qué secarme... estoy todo mojado.
-¿No será que le cayó mal la caña? A lo mejor tenía que haber tomado la caña dulce, como las
mujeres -me responde con sorna.
El resto de los gauchos escucha el agravio y no disimulan las risas. Yo me siento para la mierda,
enfermo, débil, y se suma a esto el temor y la confusión por la situación delirante que estoy
viviendo. ¿Cómo me tengo que comportar?, pienso. ¿Responder el agravio? ¿Hacerme el
machito en una época tan alejada a mi carácter? ¿Desafiar a unos gauchos sin dudas
experimentados en el uso del facón, que viven codeándose con un tiempo todavía medio
salvaje y hostil? Pero me digo también que así como es irreal e inexplicable el tránsito desde
mi hogar a este pasado, de muy poco puede servir comportarme racionalmente. Por eso
devuelvo el insulto con carácter.
-Si alguien tiene alguna duda sobre mi hombría, podemos salir afuera a mojarnos un poco...
Hay unos segundos de silencio. El patrón de la pulpería, sonríe y me dice "no se enoje don,
nadie lo está ofendiendo", pero otros de los gauchos, golpea el vaso sobre la mesa y me dice
"vaya pidiendo un cuchillo, que lo espero afuera"...
El tipo, envalentonado seguramente por el trago, empuja su silla hacia atrás, y sale fuera del
rancho...
Yo lo miro al pulpero, arrepentido de mi rapto de héroe transplantado a otro tiempo, con una
mirada de socorro. Por ahí, tiene la autoridad para que todo vuelva a su cauce y se olviden las
afrentas. Pero no. El tipo saca un cuchillo grande, un facón, que ya tenía acomodado en la
cintura, y me lo alcanza.
-Por estos pagos, las cosas se resuelven así... -me dice.
Inmediatamente me llega a la memoria aquel cuento tan fabuloso de Borges, quizá el mejor,
“Sur”. ¿Será porque lo admiro tanto a Borges que me encuentro viviendo una situación
parecida a la de su cuento?
Débil por la fiebre, confundido por estar viviendo una pesadilla inexplicable, con miedo por mi
poca experiencia en peleas, menos de cuchillo, agarro torpemente el filo y salgo afuera.
El gaucho me espera con un cuchillo grande en una de sus manos, y un poncho envuelto en el
otro brazo.
-Cuando usted quiera -me dice.
Torpemente arremeto con el cuchillo. El tipo se esfuma en el aire... desaparece...
Los otros gauchos me miran horrorizados, pensando que yo tengo un poder especial que hace
desaparecer a una persona... Y en verdad el tipo, al momento de mi arremetida, sencillamente
se hizo aire... Los otros gauchos, asustados, se meten al rancho, y yo me quedo bajo la lluvia,
más solo que nunca. En realidad tengo mezclados los sentimientos. Por un lado la satisfacción
de no haber muerto en el duelo, por el otro pienso en la vuelta de tuerca de la historia
delirante que estoy viviendo. Supongo que el gaucho desaparecido tenía que haber sido yo.
Calculo que él, en estos momentos, debe haber vuelto a mi tiempo, a mi hogar, ocupando mi
lugar. Y yo quedo anclado en este otro tiempo del pasado. Capaz tengo que repetir una
situación similar a la del duelo, que otro gaucho arremeta contra mí con su cuchillo y entonces
me esfumo para volver a mi tiempo. Por eso entro al rancho nuevamente y me encuentro con
el pulpero y los otros tres gauchos hablando entre ellos asustados. Me ven y en sus caras hay
rictus de espanto.
-Por favor, no sé lo que pasó, no me vean como un diablo, como un demonio. Yo no tengo el
poder de mandar a nadie al otro mundo sin el tránsito de la sepultura. Les pido que alguno de
ustedes me tire un cuchillazo...
-¿Qué? -dijo el pulpero.
-Sí. Soy yo el que tendría que haber desaparecido, volviendo a mis pagos -dije no muy seguro
de explicarme bien.
-Váyase, Don. No lo queremos acá. Usted está endemoniado...
-No. No. Yo sé que es muy difícil de entender todo esto, pero si quiere que me vaya, me va a
tener que echar... maricón...
Se me ocurrió que al insultarle el tipo cumpliría con lo que estaba pidiendo, arremetería con el
cuchillo y yo, probablemente, volvería a mi mundo.
-¿A quién le dice maricón?
-A usted, maricón, maricón, maricón, comeverga, culo de oveja... -digo en forma arrebatada,
largando los peores insultos que se me ocurren para que me ataque con su facón.... Y así pasó.
El pulpero, exaltado, agarra un gran cuchillo de la mesa, y se me viene encima. Llego a sentir el
puntazo, de abajo hacia arriba, debajo de las costillas, calculo que por encima del hígado. Y en
ese instante reaparezco en mi casa, en el mismo sillón donde empezó la historia. Sangro
profusamente, y de pronto me doy cuenta que sentado a un metro de mí está el gaucho del
duelo, confundido y, raro en un gaucho, con los ojos llorosos... El tipo al verme se queda
mirando, más asustado de lo que estaba...
-¿No querrá pelear de vuelta? -le pregunto.
-¿Dónde estoy? -repregunta.
-En mi casa.
-Pero esto no se parece a ningún rancho, a ninguna casa.
Yo me siento mareado por la pérdida de sangre, así que le digo:
-Mire, tengo un cuchillazo fiero, necesito que me ayude. Después podremos hablar y arreglar
las cosas.
-Bueno, lo que usted diga, don.
Sin dudas, el miedo, el encontrarse en un lugar tan ajeno a lo que conocía, hace que me tema,
que me trate con respeto porque percibe que yo soy la llave que lo puede sacar de su
situación. En realidad yo entiendo tanto como él, y no tengo la menor idea de cómo se puede
volver a su tiempo, a sus pagos.
El hospital está dos cuadras de casa, así que el gaucho me ayuda a llegar, casi cargándome. La
herida es profunda, pero no tocó ningún órgano vital. Así que me curan y quedo un par de días
internado. El gaucho no dejó de acompañarme en ningún momento. Sigue asustado y en
silencio. Seguramente todo lo que ve le parece una pesadilla inconcebible. En vez de volverse
loco, espera que yo le diga qué hacer. Cuando me repongo y volvemos a la casa, me sincero, y
le cuento toda la verdad. El gaucho sigue sin entender nada, en realidad cree que en el duelo,
con mi arremetida, yo lo maté y se encuentra en ese mundo al que supuestamente los
hombres van después de muertos. No sabe si esto es el cielo, el infierno, o qué. No sabe si yo
soy dios, un ángel, o qué. Pero tiene la seguridad que no se encuentra en el mundo de los
vivos. Yo le insisto:
-Usted no está muerto, está en otro tiempo, pero, es verdad, yo no sé cómo mandarlo de
vuelta. No creo que con un nuevo duelo usted vuelva a sus pagos, y no tengo las fuerzas ni la
voluntad de volver a empuñar un cuchillo y arremeter contra usted...
-¿Tiene algo para comer? -me pregunta- Desde que llegué que no he comido nada.
Claro. Habían pasado como tres días y el tipo no había probado bocado. En el hospital le
ofrecieron algo, pero, por el miedo y la confusión que tenía, no había aceptado.
-Bueno, yo le preparo algo. Pero primero péguese un baño...
-Péguese un qué...
-Un baño, lavarse, sacarse la mugre...
El gaucho en realidad no se debía haber bañado casi nunca, las manos y la cara a lo sumo, pero
nada más. El pelo en crenchas, grasiento, la piel amarronada de tierra y vaya uno a saber qué.
Muy sucio. La ropa no está tan mal, no está tan mugrienta, y por eso quizás, más su apariencia
de hombre de pocas pulgas, nadie se animó a echarlo del hospital.
-Yo no me lavo... -dice tozudamente el gaucho.
-Mire, si usted no se lava, yo no le doy de comer.
-Bueno, me lavo -dice cambiando rápidamente de opinión.
Lo llevo al baño y, por supuesto, no entiende nada de lo que ve. Pacientemente le muestro
cómo funciona la ducha, la canilla, cómo debe lavarse, para qué sirve el jabón, cómo se tiene
que secar. Le digo que me de las ropas que yo las mando a lavar, que yo le prestaría las mías.
El tipo no obstante se queda como paralizado.
-Usted no está en sus pagos, está en los míos, y si quiere que yo lo ayude, me va a tener que
obedecer...
Cuando digo eso me doy cuenta que a partir de ahora el hombre se iba a convertir en una
especie de esclavo, de sirviente. Al encontrarse en mi mundo, tan diferente del suyo, se
convierte en un ser indefenso, que obedecerá todo lo que yo le ordene...
Y así fue. Fueron pasando los días y, de a poco, se adaptó a todas las cosas de la casa y del
presente que desconocía. Tenía la resignación de no estar en el mundo de los vivos -no en otro
tiempo- y asumió que, si así lo había mandado dios, debía acomodarse, resignarse a su
destino. No lo decía, por supuesto, yo lo intuía. Aunque de a poco, el tipo fue largando un poco
más la lengua y se acostumbró a conversar. A veces me decía con nostalgia: “¡Cómo extraño el
campo!”. Y otras veces, cuando llovía, lo veía salir afuera y quedarse largo rato mojándose, con
los ojos cerrados, como transportándose a su tiempo.
MÉTODO MORELLO PARA NO SEPARARSE
Nos amaremos en silencio. Comeremos en silencio. Nos vestiremos en silencio. Nos
llamaremos por teléfono sólo para escuchar nuestra respiración.
Así lo habíamos acordado. No hablar.
Era estúpido. Muy estúpido. Pero nuestra relación se había ido deteriorando y como última
alternativa antes de separarnos ella propuso que sigamos juntos conviviendo tres meses en
absoluto silencio.
Lo de darnos una chance no me parecía mal, pero lo del silencio me parecía un delirio.
“¿Por qué?”, le pregunté.
Y allí me enteré que últimamente venía leyendo unos libros de alguien parecido a un
psicólogo, un tal Parlo Morello. Libros de autoayuda, de acuerdo a la clasificación de las
editoriales. En verdad veníamos tan mal que yo ya ni sabía qué carajo leía.
Morello, aparentemente, había construido toda una teoría del silencio, algo así como que la
sociedad moderna le ha dado demasiada importancia a la palabra porque en realidad hay muy
poco qué decir. El hombre vive tan enajenado por cosas materiales que la palabra pasó a ser
algo así como el tul que esconde la realidad. El placebo. Hablar y hablar como para aparentar
que uno está bien, pero en realidad, hablar y hablar porque no hay nada importante por decir
y compartir. De allí el silencio. Usarlo para todo. Para mejorar el trabajo, para descubrir lo que
uno quiere, para saber lo que se siente y… para mejorar la pareja.
Se han escrito tantas boludeces, desde los Evangelios por lo menos, que atender una más me
daba lo mismo.
Si ella pensaba que era un camino aconsejable, lo tomaría. Después de todo no tenía claro si
quería separarme o no. A lo mejor Morello y mi mujer tenían razón y el silencio ayudaría a
redescubrir esas cosas por las que en un momento nos enamoramos.
Los primeros días la cosa no estuvo mal. Después de todo yo era, de los dos, el más hosco e
introvertido. No hablaba tanto, a diferencia de lo que pensaba Morello. Mi mujer era la que le
daba mucho a la parla y reconozco que terminaba cansando. Tanto bla bla bla muchas veces
me perdía y terminaba en realidad haciendo que la escuchaba pero en la cabeza los
pensamientos divagaban por otros andariveles.
Poder andar por la casa haciendo lo que se me cantara sin escuchar a mi mujer al principio no
me desagradó. Hacer el amor en silencio, tampoco. Era como que coger se convertía en un
hecho casi mecánico y menos trabajoso. Nada del parloteo previo, las gansadas del te quiero y
el cuchi cuchi. Al palo y a la bolsa. Los hombres, en general, no tenemos tantas vueltas con el
amor. Por todo esto el silencio, por un tiempo, no resultó incómodo. Pero el silencio, tarde o
temprano, puede aturdir más que las palabras. Es como esa tortura china medieval de la gota
cayendo en forma constante sobre la cabeza de un condenado. Parece una tortura menor,
pero termina siendo de las peores que alguien puede soportar. Ese silencio continuo en la
casa, entre nosotros, cada vez más se me hacía insoportable.
-Paremos un poco con esto del silencio- le dije un buen día, cansado del método Morello. Las
cosas mejoraron un poco, pero si seguimos con esto del silencio me voy a volver loco.
-Mirá- me contestó. Morello escribió que se necesitan seis meses de silencio para empezar a
hablar nuevamente y retornar de a poco a una relación mejor. Así que todavía faltan cuatro
meses.
-¿Estás en pedo? Primero me dijiste tres meses y ahora salís con seis. Cuatro meses más es una
eternidad. Si ya el amor es algo complejo, qué puede saber Morello de cuántos meses se
necesitan para que su método, de por sí extraño, de resultados. ¿Querés que compre un loro
para hablar con alguien? Yo así no puedo seguir.
-Mirá, yo voy a respetar los seis meses. Si verdaderamente querés que recuperemos nuestro
amor hacé el sacrificio y aguantate cuatro meses más. Estoy segura que Morello tiene razón, y
además estaré convencida de tu amor si hacés el sacrificio de no hablarme por cuatro meses
más.
Como no quería que me culpara después de no haber hecho el esfuerzo por evitar el divorcio,
le dije que sí, a pesar de mis reparos y que sabía iba a costar muchísimo no hablarle por varios
meses más.
Y así siguió la cosa. Como dos mudos habitando en una misma casa. Me contenía y no le
hablaba, pero esto cada vez me afectaba más y estaba en un grado de stress y nerviosismo que
si me hubiera encontrado cara a cara con el tal Morello le hacía tragar sus libros y también las
obras completas de Freud.
En realidad yo ya había perdido la cuenta de cuánto faltaba para terminar esa especie de “voto
de silencio” benedictino que me habían impuesto.
Un buen día, cuando regresamos a la casa del trabajo, ella me sonrió y anunció: “¡ya podemos
hablar!”.
Esperó que yo le respondiera con alegría, que la abrazara, que le dijera que la amaba.
-¡Andate a la reputa madre que te remil parió!- le grité sin pensarlo, sin contener la bronca
reprimida que venía acunando por el método Morello.
A los pocos días nos divorciamos.
EL LOBO
Me despierto sobresaltado a las 3 de la madrugada. Queda como único rastro de la pesadilla la
imagen de un lobo resoplando cerca de uno de mis oídos. Me asquea pensar –aunque sea en
un lugar alejado de la vigilia- que puedo ser alimento para el estómago de una bestia salvaje.
Cierro los ojos y trato de tranquilizarme. Vuelvo a dormir, esperando que esta vez abrace un
sueño agradable.
A las 5 sin embargo me vuelvo a despertar sobresaltado. En la conciencia atrapo como única
imagen otra vez el mismo lobo de la pesadilla anterior, esta vez con sus colmillos hundidos en
mi cuello.
Tienen razón los que dicen que la paciencia del lobo es infinita.
LA VISITA DEL PSICOLOGO
"Seguramente esta historia no conduce a nada", sentenció ella.
Mientras me torturaba con sus uñas, sacando pequeñísimas acumulaciones de grasa de los
poros de mi espalda, me dijo luego que estar conmigo era repetir lo que le pasó con un tal
Luis, un compañero de secundaria que la puso borracha en un baile en la casa de una amiga
para hacerle perder la virginidad en el auto que le había prestado su viejo. Y yo, quejándome
por la saña con que apretaba con las uñas de los pulgares de sus manos, me preguntaba qué
relación podía haber entre aquella primera experiencia a sus 16 años con lo que nosotros
estábamos viviendo, de vuelta de muchas parejas, pasando los 30.
"Que se acabó el amor", dijo, contestando mis pensamientos.
Contó entonces que había sido romántica, como lo entienden pendejas de quince años, clase
media, con sentimientos que laten apresurados en una piel maniatada por los primeros
maquillajes, ropas bien lavadas y, en especial, bombachas y corpiños rosas o blancos, que
esperan esa noche en donde descubrir la desnudez bajo arrullos y palabras hermosas, versos
susurrados al oído, manos fuertes y seguras.
"Sin embargo, muy confusamente -dijo ella-, descubrí entre resaca, dolor y un sol que entraba
con toda maldad por los vidrios de mi pieza que ya no era virgen, y que, quien lo hizo, era
prácticamente un desconocido".
Se explicó que a partir de esa experiencia se baja la guardia, el amor es ante todo una traición
y hay que andar con mucho cuidado. Comenzó a comportarse como si el amor fuera un juego
en donde debía traicionar toda posible idea del otro de llegar a un sentimiento pleno, sincero y
de mutua satisfacción.
"El amor se había acabado, pero pasaron un par de años más, una dejó la secundaria -contó
todavía trepada a mi espalda-, y como se empieza a trabajar y a estudiar con una carga mayor
de responsabilidades es como que se reconstruyen algunas metas que entre la pubertad y la
adolescencia una presumía se debían perseguir en la vida, fundamentalmente, el amor.
Entonces vuelve a ser algo posible y por conseguir".
Siguió monologando: "Uno adhiere a ciertos convencionalismos que pasan de una a otra
generación: se conoce a alguien, se conoce a otro, por fin se encuentran ciertas
compatibilidades, entonces se trata de disfrutar el sexo, se suspira un te amo en medio del
orgasmo, se empieza a repetir en circunstancias menos sublimes, se hacen planes, la cosa dura
dos o tres años, hasta el día que entre reproches y lexotanil una dice no va más, terminante
como el que gritan los tipos que tiran la bola en la ruleta, y la vida empieza a poner en
evidencia que pretende de uno algo más que pagar los impuestos".
Se quedó quieta unos segundos en mi espalda, como anunciando que se venía el final de la
reflexión, y agregó: "Así pasan diez años de la vida con la esperanza de un amor pleno, pero las
experiencias terminan en el diagnóstico duro que algo falló. Se llega a los 30 y aparece un tipo
como vos -dijo apretando con más fuerza en un milímetro de mi piel un poquito más abajo del
cuello-, un amor calmo y previsible, donde en verdad uno se convence que se acabó el amor,
como aquella vez en que Luisnomeacuerdo traspasó la barrera del himen".
"Ahora me siento mucho mejor", dije no muy convencido que había entendido bien tanto
palabrerío, pero con la sensación que en realidad sí había entendido y que en síntesis decía
que podía estar conmigo como con cualquier otro, con la excepción por supuesto de alguien
con la personalidad de un integrante del clan Mason o de la Jihad Islámica. Inmediatamente la
imaginé de pareja con mi vecino, que es un tipo agradable e instruido, o un contador, un
músico o con cualquiera que garantizara una relación "calma y previsible".
No diría que me hizo doler como con sus uñas, porque hacía poco más de tres meses que
estábamos juntos y todavía no estaba convencido si la amaba, pero no podía negar, digamos,
cierta desazón, porque, como en toda relación, uno tiene expectativas, conscientes e
inconscientes.
"No sabía que tenías una visión tan acotada del amor, o mejor dicho, una visión tan poco
acotada de la vida", agregué sin saber todavía muy bien si había empezado con una buena
introducción de lo que quería decir y que en forma no muy clara bullía en mi cabeza, pero
confiando, como lo hacía siempre, que bastaba empezar a hablar para que los pensamientos
tomaran su verdadero rumbo.
"Creo que es una verdad de Perogrullo decir que se piensa del amor, según se vive el amor",
dije dándome vuelta por debajo de sus piernas, para mirarla a los ojos y agregar que "si lo
viviste mal, te va a parecer que el amor es fantasía de telenovela, invención de poetas, pura
ficción; si lo viviste bien el amor no sólo se siente sino también que se piensa, se respira,
desborda, sale con nuestro aliento, nos envuelve como una niebla; si nos abandona, lo
buscamos; si se debilita, tratamos de que vuelva a crecer; quien vivió el amor sólo puede
querer la vida de esa manera, no por costumbre, y por eso te decía que si tenés una visión
acotada del amor, necesariamente, tenés una visión acotada de la vida":
En ese momento sonó el timbre de la puerta, así que luego de hacer un guiño indicándole que
yo iría a atender, la aparté de mi cuerpo para agarrar el pantalón y la camisa e ir hacia la
puerta.
El tipo que apareció parecía un vendedor, pero uno muy original. Llevaba una valija negra en
su mano derecha, como la de un vendedor; estaba bien vestido, como un vendedor, y lo
primero que me dijo fue: "le pido un minuto de atención", como todo vendedor, pero, algo
contrastaba: llevaba puesto un ridículo sombrero en la cabeza, coronado con una antena
redonda que daba vueltas cumpliendo, seguramente, alguna función que yo desconocía.
El vendedor o supuesto vendedor enseguida comenzó a explicarme por qué llevaba “eso” en la
cabeza: "Esto es algo como un radar que me ayuda a detectar aquellas personas que van a
estar muy interesadas en que yo les preste mis servicios", expresó con énfasis. Sin esperar a
que yo acotara algo, continuó diciendo: "Este aparato de última tecnología me permite
escuchar las conversaciones o discusiones que están ocurriendo dentro de las casas,
detectando de este modo a quienes presentan conflictos que sólo un profesional de mi tipo
puede atender. Muchos se sienten molestos con que exista este tipo de tecnología -y aquí
volvió a señalar su radar con uno de sus dedos, como para que no quedara duda de qué estaba
hablando-, y comparto que, en manos de la policía o alguno de esos organismos que tiene el
Estado para vulnerar las libertades individuales, este instrumento no puede menos que
calificarse de nefasto, pero no es este el caso. Yo soy psicólogo y psicoanalista, y, a diferencia
de la mayoría de mis colegas que atienden en sus consultorios particulares, con tarifas
costosas a las que sólo pueden acceder pacientes de clases altas o medias altas, estableciendo
de este modo una injusta discriminación social al excluir de una posible cura a quienes no
pueden pagar el acceso a una terapia de este tipo... como le decía, como profesional de la
psicología, no creo que ésta deba ser costosa ni transformarse en una especie de gueto al que
sólo unos pocos pueden acceder. Yo no me quedo en un consultorio sino que salgo a la calle,
busco mi clientela con la seguridad de que hay miles y miles en esta ciudad que me necesitan.
Como decía Freud, toda persona normal es sólo aproximadamente normal, y cada vez más, la
complejidad de las ciudades y de la vida moderna facilitan que en algún punto el yo de
cualquier hijo de vecino se parezca al de un psicótico".
Apenas si salía de mi asombro, ya que nunca hubiera pensado que podría atender la puerta y
encontrar algo así como un psicólogo o psicoanalista a domicilio, y no solamente por esto, sino
ser ésta una persona que, sin que yo supiera y sin mi autorización, había estado enterándose,
no sé desde hace cuánto tiempo, lo que yo estaba hablando con mi pareja. Como él mismo
había dicho, sería nefasto que éste tipo de “radar” fuera utilizado por la policía o cualquier
organismo de seguridad o de lo que sea, pero también me parecía nefasto que un psicólogo,
un vendedor de seguros o un inspector de la compañía de gas recorriera los edificios con un
aparato similar. Era una descarada intromisión en la intimidad de las personas.
El tipo pareció leer en mi cara mis reparos y dijo con seguridad: "No se preocupe. Soy un
profesional médico". Inmediatamente se agachó y sacó de su portafolio una carpeta negra con
una serie de papeles que empezó a mostrarme. "Aquí tengo mi título y certificados de los
distintos cursos de capacitación que he realizado -señaló, empinando las cejas en un gesto de
orgullo-; como verá me he recibido de psicólogo, y me he especializado en numerosas ramas
de la psicología, como psicología infantil, psicoanálisis, perturbaciones de la afectividad,
esquizofrenia, medicina psicosomática, sadismo y masoquismo en la conducta humana,
etcétera. etcétera... más de trece años de estudio, y llevo ya unos siete de práctica. He curado
totalmente a numerosos pacientes, así que no tenga miedo porque ande caminando por la
vereda o por los pasillos de los edificios con este aparatito que, en mis manos, es tan
inofensivo como el estetoscopio de un médico generalista. Sirve para que yo ubique a quienes
pueden necesitarme, para nada más... Después de todo, usted no será esos anticapitalistas
románticos y nostálgicos de un pasado premoderno, que detesta la tecnología, un cultor de la
new age y de los productos light o algo así...", tras lo cual se quedó mirando fijo, arqueando
esta vez las cejas en forma interrogatoria.
"No, por favor...", contesté, y me sentí obligado a fundamentar que "soy un racionalista
impenitente, y por ende hago un culto del hombre de ciencia y sus productos; aunque soy
crítico de la sociedad moderna, de la cultura de masas, no debe confundirse eso con cierto
romanticismo o ecologismo reaccionario, no, en especial no tengo nada contra ese aparatito
que lleva en la cabeza, sino que dudo de la legitimidad de su uso...".
Bajó las cejas, y moviendo la cabeza de izquierda a derecha en un movimiento que quería
expresar ausencia de malicia, insistió que nada de cuestionable tenía su radar y que si lo
dejaba entrar unos minutos podía explicar a mi compañera y a mí la importancia de que un
profesional de su tipo pudiera ocuparse de los problemas que se estaban presentando en
nuestra relación…
Dudando todavía de sus intenciones abrí la puerta y lo dejé entrar.
Lo invité a sentarse en una de las sillas del comedor al tiempo que pegué un grito a Carolina
para que viniera, aclarando que se arreglara porque estaba con gente.
El tipo dijo que se llamaba Carlos Cóppola, acotó que su apellido, no sé por qué razón, iba bien
con una profesión como la suya y se mantuvo, los primeros minutos, prácticamente en
silencio, aguardando a que Caro llegara, con su mayor cara de asombro, al comedor.
Empezó a hablar, repitiendo en los primeros cinco minutos más o menos lo mismo que me
había explicado, como para que mi pareja se pusiera al tanto también de qué se trataba todo.
Ella puso también reparos sobre el “radar”, pero en cierta medida su cara delataba que
encontraba agradable la situación, e incluso asintió cuanto el psicólogo despotricó contra sus
colegas por eso de los consultorios y el nivel de las tarifas, acotando que ella siempre lo había
pensado, que era una barbaridad que la mayoría de psicólogos o psicoanalistas actuaran como
si la terapia incluyera como requisito el ser costosa, estar restringida socialmente y etcétera,
etcétera.
-¿Me había quedado en Susana, no?- pregunté a Carlos que escuchaba acomodado en un sillón
frente a mí, con un cuadernito en una de sus manos en donde iba anotando aquellas cosas que
seguramente se encontraban en el rubro de las esenciales o importantes de mi vida y no de las
triviales y de rol secundario para el objetivo de su terapia.
Era así nomás; por tercera vez recibía a ese psicólogo extraño que apareció así como así en la
puerta de casa, con un radar coronando su cabeza, y convenció a Caro y a mí que esas
discrepancias que teníamos sobre el amor y, en última instancia, sobre nuestras perspectivas
como pareja, requerían del apoyo de un "psicólogo y psicoanalista", como él se designaba.
Turnándonos, día por medio, en las sesiones, -porque Carlos nos sugirió que debíamos
descartar un tratamiento de pareja; las terapias debían ser separadas, y él ya nos iba a indicar
en qué punto del tratamiento correspondería que las sesiones se hicieran con los dos-,
Carolina y yo nos encontramos contándole de manera caótica al tal Cóppola -que no podíamos
negar, nos había caído bien-, las experiencias de cada uno con el sexo opuesto, desde los años
en que, obviamente, el sexo opuesto empezó a sacudir nuestro libido.
Las sesiones se repitieron sin cambios significativos por casi un mes y medio. Durante ese
tiempo Carlos se mostró como una persona simpática, agradable y con una actitud casi de
pasividad. Escuchaba lo que yo le iba contando de mis viejas relaciones y, más allá de lo que
anotaba en una libreta, a la que por supuesto negaba su acceso, no comentaba mucho.
Algunas cosas nomás, como para orientarme en los aspectos del relato que aparentemente
eran más importantes para su terapia, pero nada o muy poco de sus propias opiniones. Eso ya
llegaría con el tiempo, decía.
Una tarde, sin embargo, Carlos empezó a hablar, pero en nada parecido a lo que yo esperaba.
Interrumpía constantemente lo que yo le contaba, asumiendo un tono agresivo y sentenciando
sobre mis acciones de otro tiempo con juicios casi de tipo moral. Por ejemplo, le hablaba sobre
Susana, cuando todavía no había pasado los 20, de cómo la había envuelto presumiendo de
intelectual, parafraseando autores que había leído, con el simple cometido de llevarla a la
cama, dadas las ganas que tenía por esa época de tener las mayores experiencias sexuales
posibles. Entonces él interrumpía como con fastidio, y me acusaba de asumir actitudes
notoriamente machistas, egocéntricas, que buscaban lastimar a otros para reforzar mi propia
personalidad mezquina y, otros juicios por el estilo que, progresivamente, aumentaron mis
dudas sobre las buenas intenciones de su terapia, del perfil progresista y abierto del que se
había ufanado en las primeras charlas. Paralelamente, empecé a notar también cambios
significativos en Carolina. Se puso esquiva; repitiendo continuos justificativos para no hacer el
amor y sus horarios dejaran de coincidir con los míos. Cuando charlábamos era notorio su
fastidio, su poca atención en mis palabras y el desinterés en contarme sus cosas. Me llamó
especialmente la atención que cuando hablábamos de Carlos y de nuestras respectivas
terapias (cosa que en las primeras dos semanas de sesiones hacíamos con regularidad,
bromeando, porque desconfiábamos de lo que estábamos haciendo, pero creíamos que de
igual manera podía valer la pena, por lo menos como un juego atrayente, fuera de lo común,
del que quizás algo aprenderíamos) enseguida desviaba la conversación hacia otros asuntos.
Las dudas finalmente se aclararon. Me di cuenta que las sesiones con Carlos no transitaban ya
los caminos trazados por la teoría psicoanalítica o alguna de sus variantes. De lo que la mayoría
de psicoanalistas llama el método de la libre asociación, por el cual Carlos debía estimularme
para hablarle con confianza de todo lo que viniera a la mente: sueños, dudas, recuerdos,
preocupaciones, lo que fuera, para ir encontrando de a poco las huellas firmes que condujeran
a una mejor conciencia de mi situación como persona, de mis metas y, fundamentalmente,
crecer con mi pareja, porque ese había sido el objetivo inicial, pasamos a lo que podía llamarse
la libre agresión del terapeuta al paciente. Sencillamente Carlos me interrumpía a cada minuto
únicamente para utilizar calificativos hirientes hacia mi persona. El mensaje claro de todas sus
acotaciones y consejos era más o menos que todo lo que había hecho y todo lo que hacía,
todos mis sentimientos, todas mis pretensiones y esperanzas eran propias de un tipo
detestable que, lo mejor que podía hacer para corregirse era abandonar la civilización para
vivir como un ermitaño en una isla desierta.
Me di cuenta que no había ninguna estructura científica elaborada en su terapia, sino el simple
odio que descansa en toda naturaleza humana contra alguien que afecta sus deseos más
profundos. Carlos estaba enamorado de Carolina, y, obviamente, el sentimiento era recíproco.
"Te parece que el amor es sólo puro palabrerío y que en realidad sólo se trata de pasarla bien
con quien sea?", dijo Estela con cara de pocos amigos, después que en medio del amor me
confundiera y, en vez de llamarla por su nombre, susurrara en su oído el de Carolina y me
disculpara diciendo, precisamente, que se trataba de pasarla bien y que no esperara nada de
mí, que si me confundía era porque en última instancia me importaba muy poco si lo hacía con
ella o con la vecina.
"El amor es que dos personas se gusten y compatibilicen algunas cosas, fundamentalmente, en
la cama, y que no haya compromisos porque la fidelidad es pura hipocresía", le dije sin que se
me parara alguno de los pelos transpirados de mi cabeza, y enseguida acerqué mi boca a uno
de sus senos, indicándole claramente que quería continuar haciendo el amor y no charlando
pelotudeces.
Me hizo a un lado con enojo y empezó un discurso que trajo reminiscencias de pensamientos
que sostenía tiempo atrás. "No sabía que tenías una visión tan chicata del amor, seguramente
que viviste muy mal todas tus relaciones, porque si hubieras conocido el amor te darías cuenta
que no sólo se siente sino también que se piensa, se respira; si nos abandona, tratamos de que
vuelva... Quien conoció el amor, no concibe la vida sin amor...".
Cuando la cosa venía de cátedra, por suerte sonó el timbre. Sin darle chance de decir algo así
como que "no le demos bolilla y continuemos hablando", me levanté de la cama, manoteé el
pantalón del piso, y me dirigí rápidamente a abrir la puerta.
El tipo que encontré con la mano levantada, a mitad de camino de un nuevo timbrazo, parecía
un vendedor. Estaba bien vestido y llevaba una valija como todo vendedor, pero tenía algo
raro en su frente. Me hizo acordar enseguida a aquel hijo de puta de psicólogo que un día
apareció con una especie de radar en la cabeza y se terminó llevando a Carolina a quien,
descubrí después, sin ninguna terapia, y a pesar de lo poco que estuvimos juntos, en realidad
amaba profundamente. Este tipo no tenía un radar, sino una especie de sopapa pegada en la
frente, coronada con dos antenitas que emitían pequeños chispazos, como dos cables en
cortocircuito. Luego de decir un "buenas tardes" ceremonioso, mostrando con una sonrisa casi
todos sus dientes, agregó un "no se preocupe por esto", señalando el aparatito en su frente
con uno de los dedos de su mano derecha. Sin darme tiempo a decir algo, explicó, palabras
más o menos, lo que en su momento dijo el hijo de puta de Cóppola sobre su radar: "Mientras
recorro los pasillos de los edificios de departamentos o camino por las veredas, este moderno
invento -volvió a señalar su frente con uno de sus dedos-, creado en los Estados Unidos y ya
muy difundido en Europa, permite detectar en los distintos hogares las voces altas, gritos,
golpes, el estruendo de objetos que se rompen o estrellan en el piso, es decir, identifica el
conflicto en una pareja o entre los distintos integrantes de una familia, y así sé donde puedo
ofrecer mis servicios".
Sin darle tiempo a continuar, le pegué una tremenda piña en medio de la reluciente y cuidada
dentadura que le permitía poner su mejor sonrisa para engatusar a la gente. El tipo cayó para
atrás y, ya en el piso, le pegué una patada en las costillas gritándole, medio descontrolado,
"andá a psicoanalizar a tu abuela, hijo de puta".
Me detuve.
Me di cuenta que había actuado impulsivamente y que este psicólogo -suponía que era
psicólogo- no tenía que pagar las culpas de aquel otro reverendo hijo de puta que me quitó a
Carolina y, a la vez, transformó mis convicciones sobre la necesidad del amor en otras más
prácticas y utilitarias de la mujer como simple dama de compañía y objeto para la satisfacción
sexual.
"Usted está loco", dijo el tipo, aprovechando que me había calmado y se levantó del piso
disgustado, acomodándose nerviosamente las ropas con las dos manos.
"Le pido mil disculpas", dije, y levantando la valija que había quedado tirada en el piso,
expliqué cuáles habían sido las motivaciones para agredirlo de esa manera. "Es verdad, me
puse loco -expliqué-, porque al verlo me vino la imagen de ese hijo de puta de psicólogo que
un buen día se presentó a mi puerta con la misma amabilidad que usted y terminó sacándome
a mi mujer".
El tipo puso su mejor cara de asombro y exclamó, también para mi sorpresa: "Pero, yo no soy
un psicólogo, ni psiquiatra, ni psicoanalista ni nada parecido; yo no tengo nada que ver con
alguna profesión médica...". Sostuvo su valija en forma horizontal sobre uno de sus brazos y, al
abrirla, hizo ver que guardaba, en forma desprolija, muchos folletos de promoción turística.
Me explicó que era dueño de una agencia de viajes y que desde hacía un año había
descubierto que el mejor sistema de ventas era ese aparatito que tenía en su frente, porque
un gran porcentaje de aquellos que se decidían a viajar a algún centro turístico del país o del
extranjero lo hacía para ver si superaban problemas de pareja, conflictos entre distintos
miembros de una familia.
"Donde detecto quilombo, tengo ya un cincuenta por ciento de posibilidades de vender alguno
de los planes de turismo de mi agencia", agregó.
Sin salir de mi sorpresa, turbado por el error que había cometido, me volví a disculpar y le
prometí que uno de estos días me daba una vuelta por su agencia para adquirir algún plan que
pudiera interesarme, y así compensar los golpes que le había dado.
El tipo puso cara de comprensivo y, antes de estrecharme la mano para marcharse, dejó su
tarjeta.
"Qué pelotudo", me dije en voz alta luego de cerrar la puerta. Mientras volvía para el cuarto
pensé que podía invitarla a Estela a acompañarme en ese viajecito que pensaba comprarle al
tipo que había golpeado.
"Esto la hará olvidar de la larga perorata que me estaba dando, y así podremos seguir haciendo
el amor tranquilamente", pensé, convencido que la idea era acertada.
CAMBIO DE IMAGEN
Estudiaba en la universidad, alejado del hogar de mis padres. También trabajaba y me bancaba
solo. Mantenía resabios en mi aspecto de cierta imagen pseudohippie, aquella que tenía a los
16 y 17 años cuando vivía escuchando algunos músicos del rock nacional o mejor dicho de
“música progresiva”, como le decíamos allá por los años 1978 y 1979, todavía en plena
dictadura, y otros músicos y grandes bandas emblemáticas del rock de las décadas de los 60 y
70.
En esa época, con los amigos y los grupos que frecuentaba, mezclábamos la música con la
lectura de algunos poetas, la Pelo y la Expreso Imaginario, hacíamos pequeñas revistas
“subtes” con nuestros primeros poemas, y soñábamos con hacer una “comunidad” en algún
lugar del interior.
A pesar de lo que se dice ahora en verdad no estábamos muy politizados y si
experimentábamos con drogas en general nos cuidábamos de hacerlo en alguna casa segura,
alejada del control y la represión de la cana y de los padres. Sólo en algunos recitales de locales
subterráneos en la Capital, o de locales perdidos en los barrios del conurbano bonaerense,
podíamos compartir uno que otro pucho de marihuana. Después de todo hasta Pappo a veces
fumaba en el escenario. Pero no más que eso.
En fin, ya en la universidad, tantos años después, mantenía cierta facha de esa época.
Especialmente, el pelo un poco largo y un morral de lona verde que llevaba siempre cruzado
sobre el cuerpo, al estilo del protagonista de Kung Fu. También conservaba el mismo gusto
musical, sobre todo el flaco Spinetta, Litto Nebbia, León Gieco y Pappo, y en lo internacional
Janis Joplin, Jimi Hendrix, Led Zeppelín, King Crimson, Yes, entre otros. Pero a esa altura tenía
los pies un poco más en la tierra en relación a aquello de hacer una “comunidad” y el
anticapitalismo romántico que cultivábamos con mis amigos. Estaba más politizado, de una
izquierda moderada; leía mucha literatura ya un poco alejada de los Artaud, los Rimbaud y los
poetas surrealistas que solíamos leer, y en verdad pretendía llegar a un título y que mis laburos
mejoraran. Me había venido al interior, sí, pero mi “comunidad” era una pensión donde había
gente muy dispar: algunos estudiantes como yo, pero también viajantes, policías, de todo un
poco. Trabajaba también y mis expectativas, como dije, ya eran otras. Lograr cierto ascenso
social y sólo mantener cierto “espíritu” pseudohippie en las ideas, en el amor a la música y en
la lectura, pero no mucho más. Y lo simbólico del aspecto que mantenía relacionado con
aquella otra época más juvenil culminó de un día para otro por un hecho casi casual.
Un día, al pasar por la plaza, vi una chica joven, de mi edad, sentada en un banco, muy linda,
aunque sus ropas denotaban que provenía de una familia poco adinerada. Con mi aspecto
informal de pelo largo y morral me senté a su lado y por suerte no puso una cara de
desagrado, sino, por el contrario, me miró de reojo con una sonrisa. Comencé ese tipo de
charlas informales que suelen darse para tantear el terreno: ¿cómo andás?, ¿cómo te llamás?,
etc. etc. La cosa es que a los pocos minutos me encontraba caminando a su lado con rumbo a
su casa, en un barrio de la periferia. Me dijo que estaba sola, que vivía sola, que hacía más de
un año que se había ido de la casa de sus viejos, y que no iba a haber problemas. Aunque dudé
un poco por el temor de ir a un lugar extraño invitado por una chica de la que no sabía
prácticamente nada, decidí seguir aquel consejo que leí alguna vez de Emerson: “Haz lo que
temas hacer”. La casa era bastante pobre, de madera. La abertura que separaba la cocina de la
única pieza no tenía puerta sino una cortina de tela. Como era implícito que nos íbamos a
encamar, al poco de entrar y después de decir un par de boludeces, ella se acercó y yo la
empecé a tocar y a besar. En seguida pasamos a la pieza que tenía un ropero medio
desvencijado, un par de sillas con ropa arriba, un pequeño radiograbador con cassettes por el
piso y una cama de una plaza que tenía una colcha que se veía, dentro de todo, bastante
limpia. En las paredes había recortes de revistas pegados, con fotos de actores, y dos posters
que me llamaron la atención por ser de músicos bastante disímiles: Soda Stereo y Sandro. Pero
lo que más me llamó la atención y preocupó inmediatamente era una soga que iba de una a
otra pared, cerca de la única ventana del cuarto, con ropa colgada. Porque no era ropa de ella,
sacando una blusa, era ropa de hombre. Un par de pantalones, dos remeras y una camisa.
-¿Y eso?- le pregunté.
-No te preocupés- dijo con una sonrisa. Tengo un amigo o más o menos un novio que cada
tanto se queda unos días conmigo. Ahora anda laburando y no vuelve hasta dentro de un par
de días.
El temor no se fue. Ya había un hombre de por medio, un novio o algo así. Ella vio mis dudas en
mi cara y por eso directamente apuró el asunto, se acercó y comenzó a desvestirme. Me
repetía “no te preocupés que nadie va a venir”. La excitación corrió más rápido que cierta
punzada en la espalda que me agarraba cuando sentía miedo por algo.
Lamentablemente no me fui. Y digo lamentablemente porque a mitad del amor sí entró un
tipo a la pieza, no tan joven, debería tener unos cuarenta años, y sin que yo tuviera tiempo de
hacer nada, me agarró del brazo y me tiró al piso. Quizá por el morral que vio en el piso junto
con mi ropa y el pelo un poco largo, empezó a gritar, mientras me pateaba y me pegaba
puñetazos: ¡Hippie de mierda! ¡Hippie de mierda!!...
No tuve ni tiempo de defenderme. Yo gritaba un poco, diciendo algo así como “¡pará!
¡pará!...”, pero la andanada de golpes impedía defenderme y sólo atinaba a cubrir mi cara. Ella
gritaba también y trataba de agarrar al tipo para que parara de golpearme.
All final paró, después de varios minutos que me resultaron eternos. Y por suerte dijo: “¡Agarrá
tus cosas y andate a la mierda! Y volvió a agregar: ¡Hippie de mierda!
Yo agarré todo a las apuradas e incluso me puse la ropa así nomás fuera de la casa. Anduve
varios días dolorido, cargando moretones que tardaron en irse. Y lo primero que hice al
reponerme fue cortarme el pelo y tirar a la basura el morral.
Si había hecho unos cuantos cambios desde la adolescencia, podía cambiar un poco más.
De “Coartadas para poder dormir”
1
¿Dónde está el rey? ¿Alguien lo ha visto? Se ha encerrado completamente solo en un aposento
del palacio. Y desde allí gobierna. No quiere que lo vean llorar cuando decide tal o cual decreto
real. Muchos creen que pasa el mayor tiempo durmiendo. Pero nada más alejado de la
realidad. En verdad, no basta más que enterarse de todo lo que pasa diariamente en este reino
para estar seguro que alguien gobierna. Y ese es el rey. A veces, cuando la mujer del rey entra
a su aposento, lo encuentra con el rostro desencajado y un rictus en los labios más propio de
un loco que del designado por Dios para gobernar estas tierras. Pero el propio rey la
tranquiliza: No hay líder en el mundo que no haya sido cuando menos un neurótico, cuando no
lisa y llanamente un psicótico. ¿De qué otra manera se puede gobernar?
2
Llegué a la luna con mis ojos, y dejé a su cuidado mis mejores miradas. A la otra noche te dije,
señalando la luna: “Te regalo esa luna que no puede dejar de mirarte”.
3
El amor emborracha, revive, aquieta. Desnuda, siente, centellea, reta. Entibia, endulza, acierta,
esquiva. Suma, canta, sueña, dora, priva. Alienta, mata, duerme, entierra. Cela, corre, atrapa,
pierde, sierra. Encuentra, engulle, centra, habla. Muestra, atesora, late, endiabla. Enoja, odia,
cosquillea, desengaña. Huye, fuga, palpita, respira, maña. Entristece, sonríe, ensaliva, acaricia.
Hermosa, pincela, clava, envicia. Cura, construye, reproduce, brota. Satisface, goza, clarea,
acota. Envidia, lee, engaña, ensombrece. Bebe, come, suspira, agoniza, crece. Olvida, asesina,
recuerda, amanece. Sufre, hiere, hacha, trina, enloquece. No es genio escondido en una
lámpara. Es probable no sepa de palabras.
4
Mi cuerpo un buen día se declaró independiente de mi razón. Se cansó de tanta indecisión, de
que yo no sepa qué hacer con la vida, de dejar todo a mitad de camino, de iniciar algo para no
llegar al final. Decidió que nada podía ser peor que la vida errante y sin sentido que llevaba. Así
algunas partes de mi cuerpo asumieron pocas y raras actitudes. Mis manos optaron por la
lectura, o mejor dicho, por el tacto de las hojas. Mis piernas se decidieron por las largas
caminatas, por los espacios abiertos por donde prácticamente no andan los hombres. Mis ojos
en cambio no quisieron pasar de la absurda dependencia con mi razón a la de mis manos y mis
pies. No aprovecharon la lectura ni los paisajes. Optaron por el cielo, por mantener la mirada
atenta a los cambios en el techo del aire, al fluir de las nubes y a la sorpresa de la lluvia, a las
luces prestadas de la noche y al fugaz paso de los pájaros. Mi boca prefirió la risa y no la
palabra, una risa pareja, sin modulaciones, como la que en algunas situaciones produce el
miedo. Mi vida pudo así encontrar objetivos precisos pero se transformó en un infierno. Me
imaginaba a las azoradas personas que me veían vagar por los campos con la mirada hacia el
cielo, un libro entre las manos y esa risa incesante, que no se detenía por la sequedad de la
boca ni el dolor de mi garganta. El libre albedrío de mi cuerpo, que nadie entendía, llevó a una
persona prejuiciosa a matarme. "Es preferible que ese loco esté muerto, porque quién sabe lo
que nos puede hacer mañana", se dijo antes de clavar un filoso cuchillo en mi garganta. En los
últimos segundos, mi cuerpo se dio cuenta del error, suplicó a mi cerebro que reinstalara su
dominio. Pero mi cerebro comprendió que ya era tarde y que ya que había optado por la
rebeldía que llegará al final mortificado por el error. Y así alcance la muerte: Tratando de dar
unos pasos, con un libro entre las manos, la mirada en el cielo y una risa que se confundió con
el último estertor.
5
El problema son los imprevistos. Siempre hay imprevistos y generalmente imprevistos caros.
6
Nadie vive para renacer. Nadie recuerda el pasado tal cual fue. Nadie encuentra un amor
definitivo. Ni el amor ni el odio tienen una sola cara. Todos descubrimos verdades que no
utilizaremos jamás. La vida es más simple de lo que la mayoría imagina.
7
A veces las transiciones son las más hermosas. De la soledad al amor. De la sed a la saciedad
del agua. Del frío al abrigo. Del cansancio al sueño. Del deseo al orgasmo. Ni el sol pleno del
día, ni el dominio de la luna y las estrellas en la noche. Sí los rosados, púrpuras y tenues
dorados del amanecer o el ocaso.
8
No quiero mucha plata, autos, casas. No quiero mujeres que acaten todos mis deseos. No
quiero el mejor whisqui ni ir de vacaciones a países extraños. Sólo quiero sentarme ante las
vías y ver pasar un tren.
9
No es ceniza lo que ya pasó. Ceniza es lo que todavía no pasó. Si necesito algo no tengo que
andar haciendo señales de humo. Tengo que tener la decisión del fuego, el arrojo de la llama.
10
A veces quiero una ocupación sencilla. Una comida simple. Que las facciones de mi mujer se
serenen con solo el verme. Dormirme con facilidad. No sentir culpa por no leer ni hacer
especulaciones filosóficas. A veces quiero hacer cosas que no me producen ningún beneficio.
11
A veces recuerdo cosas como de una vida anterior. Otras, tengo presagios de cosas terribles
que luego se cumplen. Mi presente nunca es mi presente. Hago cosas con la sensación que
otro las hace.
12
A veces el corazón es más adecuado para percibir las cosas que la razón, quizás porque el
potencial actual de mi pensar se hizo en base a ideas aprendidas que eran falsas.
13
Lo que comí a las 12 se deshizo en feroces pesadillas en la siesta. ¿Las claves de los sueños
están en lo que se come?
14
Mal que les pese a los moralistas, la mentira suele ser útil. La experiencia me permite decir que
el grueso de las personas que he conocido y que se jactaban de decir grandes verdades, en
realidad eran unos miserables. En general los mentirosos suelen ser útiles a la larga.
15
El juez que hizo beber cicuta a Sócrates. La ética de Philip Marlowe de meterse a conciencia en
la mierda. La sensualidad de Faye Dunaway jugando al ajedrez con Steve Mc Queen. Esa
fantástica historia de la espera que es Zama, la novela de Di Benedetto.La habitación 237 de la
película de Kubrick “El resplandor”. Un pequeño ejemplo del listado de cosas que guardo en mi
cabeza.
16
Hay veces que me siento con tanta abulia como si fuera de madera. Tanto, que desearía hasta
estar enfermo, sentir algo que me conmoviera.
17
A veces bebo sin prudencia. Me obsesiona el sexo. Me agarran rachas de aislarme en la
lectura, sin que importe otra cosa. Guardo pequeñas piedras en los bolsillos confiando que me
protegerán de enfermedades o el mal sexo. Creo siempre en las promesas de los hijos. Tengo
el hábito de cocinar a otros. Trato cada vez más de hablar lo mínimo. Si un inquisidor me
hiciera optar entre quedar ciego, sordo o mudo, elegiría sin dudar quedarme mudo.
18
Ante las ruinas levanto mi copa de vino y llamo a los amigos para festejar, con la condición que
traigan su botella. Hay que esperar la salida del sol y en el momento en que los primeros rayos
se dibujan sobre lo que antes eran casas y hoy son cascotes y cosas destruidas, se deben beber
las últimas gotas que quedan en los vasos y ponerse a trabajar. El que no quiera hacerlo
perderá mi amistad. El que me acompañe seguirá contando con mi estima, aunque lo más
probable es que construyamos no otra cosa que ruinas sobre ruinas.
19
Colecciono cactus porque me parecen las plantas más inteligentes. Sus espinas son realmente
ingeniosas como para que muy pocos se animen a importunarlos. Ni siquiera el hombre en
toda su evolución hizo con su cuerpo algo parecido. Se arreglan con poco agua como si sólo les
preocupara vaya a saber qué procesos misteriosos en su pulpa gelatinosa protegida de lanzas.
Sus frutos y flores son también raros y surgen de manera imprevista, sin respetar las
estaciones adecuadas; o por lo menos así lo hacen en mi casa. Se mueren de modo sutil,
pudriéndose de adentro hacia afuera, y es así que el proceso no es visible hasta último
momento. No como nosotros que preanunciamos nuestro fin con severas arrugas. No sé si en
las noches despiden oxígeno. Tampoco me importa. Necesito su presencia para poder echarles
una ojeada antes de dormir y así sentirme protegido de los malos sueños.
20
A esa luna que cuelga en la noche le ha salido un pezón o me parece que necesito beber de su
leche. Abrir su puerta a lo que oculta la oscuridad, y enternecerme de respuestas eternas.
Porque no sé si es posible que llegue un amanecer, azucarado, limpio y tibio de lo que fue
segunda piel.
21
Liados entre sábanas exhalamos aliento de vino y cigarrillo, pero predomina el aroma de los
cuerpos. En esta pieza estamos alejados del mundo, como pájaros escondidos en un árbol de
frondosa sombra, como los secretos que se esconden en el rumor del reflujo del mar.
Agotados del sexo mis ojos redescubren algunas cosas de las pieza. Un cuadro con la foto de
Janis Joplin -su sonrisa de niña de la que salía su desgarrada voz-. Otro cuadro con la
reproducción de un óleo de Venecia, en un estilo impresionista de un autor desconocido que
me gustó desde la primera vez que lo vi -predominan los colores celestes y azules de las aguas
en un primer plano, sobre las casas y edificios que se encuentran hacia la derecha en un
segundo plano, y toda la imagen me sugiere la idea, no sé por qué, que todo lo que crea el
hombre es frágil-. Los libros apilados en forma desordenada sobre la cómoda -el ver que tengo
libros me sugiere que hice algo más que vivir-. Mientras tanto te acurrucas entre mi brazo
derecho y mi pecho, y con mis dedos te acaricio. Todavía, por cierto instinto, una de mis
manos tiende a buscar tu entrepierna. Sólo por instinto, también, creo que pienso.
22
Como un ahorcado, un farol nos ilumina. Tengo el ahogo de tu beso.
23
Con la cabeza liviana por el alcohol, creo que ya no tengo secretos. Dos grandes ojos negros
me clavan en una esquina. Esa mujer cree que debería sonrojarme por invitarla a dormir. Mi
decisión la convence. Quería amarla pero también hablarle toda la noche de mi vida despojada
de mentiras. Tuve que pagar por las dos cosas. El sol llegó junto con cierta pesadez en mi
cabeza. La mujer se va, pero me deja de regalo un genio singularísimo, que sólo con pedírselo
guarda bajo llave todos mis secretos.
24
Escribía y fumaba. Se le terminaron los cigarrillos así que se sirvió un whisqui. Escribía y
tomaba. Se le terminó el whisqui. Se sirvió agua. Escribía y bebía grandes cantidades de agua.
En un momento se sintió ahogado en un mar de palabras. Decidió salir a la superficie, respirar
aire fresco. Pero las palabras lo persiguieron cuando apenas si había puesto los pies en el
jardín. Retornó a su silla y a su computadora y volvió a escribir sin pausas de ningún tipo.
Selección de varios poemarios
NO SÉ
no sé si hay días más felices
que otros,
pero sí los hay más tristes
la tristeza se renueva y se acumula
y todo corazón tiene su límite
-cada vez late con más fuerza
y el ruido ensordece por las calles-.
ENCENDAMOS UN FÓSFORO
encendamos un fósforo que la calle muestra
sus sombras movedizas,
el que nació hace setenta años
y muerto pocos minutos atrás
aniquilado de frío
ya no tiene presente,
si bien para tres desprolijos borrachos
recién ha nacido,
por eso festejan y me hacen señas
como para contarme un secreto.
UN POETA
un poeta vejado y torturado
no puede impedir
que sus palabras sean a la vez
vejadas y torturadas
el poeta puede no resistir
caer asesinado,
pero los verdugos
siempre terminarán delatados
por esas palabras
que sufrieron filos y picanas.
COMPARAR CIERTOS LATIDOS
Comparar ciertos latidos apresurados
Al ruido de los tanques y de las botas
Encerrar esta pura inocencia en unos versos
Que son como el pan y el agua
O en una celda llena de barrotes y de guardias
Con picanas que aprovechan la valentía o el miedo
Y nos dejan sin el mínimo pan, sin la mínima agua
Carajo que nos sacan a jirones la pura inocencia
Y nos llenan de odio y mire
Entrar a amasijar tanto lastre
Por esa cuestión de que la libertad
Entra en el mercado y sólo se cotiza
A fuerza de tanta lucha y tanto hermano.
1
Aléjate del reloj, decía mi madre,
y me obligaba a tomar espesos platos de sopa.
Mi viejo era distinto.
Confiaba en las virtudes que escondían mis ojos
y me mandaba a prender sus cigarrillos.
En mis hermanos nunca confié demasiado.
Sólo jugaba con ellos cada tanto
algunas partidas de ajedrez.
Cuando crecí lo suficiente para decirles adiós
recuerdo que nadie atinó a detenerme.
Solemos vernos cada tanto
para cruzarnos regalos baratos.
2
He dado diferentes tipos de alimentos
a las especies en que me he ido transformando
a lo largo de mi vida.
De niño, cuando me asemejaba a un pequeño mono bribón,
comía cuanto fruto colgara de los árboles.
Mastiqué naranjas, manzanas, mandarinas, nísperos,
pero, poco inteligente, también frutos tóxicos
que me dejaban arrepentido por la leche de madre perdida.
De joven, cuando me sentía vivo y elástico como un gato,
conocí la carne y así me mantuve saludable
como para descubrir el sexo en lugares alejados de la cama.
Ya grande, convertido en un asno manso y perezoso,
dejé que una mujer me alimentara a puro arroz y fideos,
y apenas si sobreviví como para amar y leer
un libro en cada cambio de estación.
Ahora que me acerco a la vejez, transformado
en un perro con dolores de hueso, apenas si me queda
un poco de dentadura como para masticar pequeñas hojas verdes.
Sólo cada tanto, recuerdo las especies que no fui,
y allí me alimento de mi propio corazón, crudo y sangrante.
7
Una mujer mal vestida me pidió que la amara
en un callejón.
Fue un amor tan intenso que decidí comprarla.
Tenerla siempre a mano al volver del trabajo.
Que estuviera a mi lado al despertar y antes de dormir.
Pero los amores nunca fueron iguales,
y la piedad impidió que le devolviera sus ropas raídas y su callejón.
Hay meses que pierdo medio sueldo
en putas baratas buscando aquella intensidad.
Pero siempre esos amores
se asemejan a los pobres tactos y orgasmos de la casa.
Atesoro siempre el paraíso de aquella mujer mal vestida
en un callejón, pero no basta para vivir.
8
He tenido reflexiones tan tristes
sobre sucesos tan nefastos,
como las bombas en Medio Oriente
y el hambre en la periferia de los barrios,
que decidí tomar una gran decisión:
buscar las putas más hermosas de Trelew
y creer que toda la fiesta de la vida consiste en eso.
9
Las ropas que visto fueron compradas
a tipos que se encuentran próximos a morir.
Concientes de su fin,
obtuve de ellos buenos precios.
Sólo me arrepiento de un gorro que no tuve
el cuidado de probármelo,
y cuando llegué a casa
descubrí que no entraba en mi cabeza.
No sé porqué dejé pasar unos días
y cuando traté de devolverlo ya era tarde.
El tipo se probaba su ataúd.
10
Ella me dejó, pero a veces me consuela pensar
que tiene momentos
donde escarba en mi ausencia y se arrepiente.
Tantos años en mi compañía,
hicieron que descubriera mis partes malas.
Desde que me dejó,
recuerda mis partes buenas.
11
Admitiría morir, vaya y pase,
pero estar ciego, que me corten la lengua,
o que quede impotente, me resulta inconcebible.
Entiendo más el suicidio
que tener un gancho en lugar de mano.
12
Tus ojos se llenan de lágrimas
y te encuentro igualmente bella,
despunta siempre de tu cuerpo
la aureola de las flores y los pájaros.
Tuve la suerte siempre de conocer mujeres así.
Recuerdo una casa de putas donde una tal Loló se desnudaba
entre sábanas podridas, una palangana esmaltada,
un espejo roto y una cortina de plástico negro
que no dejaba filtrar el sol de la calle.
Nada de ese entorno impresionaba su belleza.
Encandilado por la lindura de
las mujeres que me tocaron en suerte,
nunca les pregunté si en verdad ellas se sentían
así, agraciadas de esa íntima fuerza.
O por el contrario, amaban y vivían como muñecas rotas.
21
A mí siempre me asignan las tareas más difíciles.
Sufro miles de accidentes.
Las mujeres ya no me hablan a la segunda noche.
Los fantasmas requisan mi casa y por eso nunca encuentro lo que busco.
Lástima que no sea un perro para mostrar los dientes.
23
Desconfío de los que hablan de arreglar todo
pacíficamente.
Desconfío más de ellos que de los que piden orden.
Un hombre furioso me anima a sumarme a su causa.
Soy comprensivo con los provocadores de problemas.
Estoy seguro que las naturalezas con calma encierran
las peores tempestades.
Creo que la gente está muy cansada de los lobos con piel de cordero.
No quiero seguir tan lejos del futuro como si recién empezáramos.
33
Al hacerla pasar a mi habitación
sabía de todas las fantasías que me animaban.
La diosa benéfica de la desnudez de una mujer
me inspira la fe en el cuerpo, la ausencia de recuerdos,
el olvido de mi vida.
El tiempo sólo permite echar el guante a estas cosas.
44
Hay quienes empiezan a tener miedo
por cuestiones absurdas como la extinción del águila real,
los osos pandas y algunas otras especies
de animales de nombres extraños.
Otros sienten escalofrío al pensar
en los saltos que ha dado la ciencia en las últimas décadas.
Por caso, la clonación de seres vivos
o los misiles que matan con justeza de cirujano
a miles de kilómetros de distancia de su partida.
En realidad a lo único que hay que tener miedo
es a la propia desaparición.
Nada peor que contemplar el suelo
y darse cuenta que nos traga.
SI ARRASTRO AL FIN A ESA MUJER
si arrastro al fin a esa mujer
la maría que el poeta encontró en buenos aires,
y apareció en mi ciudad
cuando escupía sin ganas en un banco
y un día uniforme y por llover
llevaba a pobres animales a sus cuevas,
y linyeras con ojos como plomadas
rastreaban monedas por el piso
si ya la estoy llevando de los pelos
a esa mujer que se hizo trenzas
mirándose en los ojos del poeta
antes de empezar la matineé en el cine más rasca de floresta,
y que apareció sin maletas en mi ciudad
aunque con carga en la cara de pinturas,
como esa cera que acumulaba en mis uñas
por escarbar mi oreja y mi respiración
que se ahogaba en el pecho por no sé cuál hollín de los recuerdos
si ya se encuentra en mi cama
esa mujer extenuada de tantos amores viejos,
como el del poeta con torpeza y público
en los fondos de la estación de villa luro
antes de buscar en algún boliche
una sartén de huevos, cebolla y carne
y qué tren invisible de villa luro la trajo a mi ciudad
me arrancó de una soledad jadeante
en un banco en un día uniforme,
con el colmo de linyeras mirándome con lástima
y dejó que con bronca le arrancara sus ropas
clavadas en su piel por el viaje
desde ese buenos aires que reconocía en cada uno de sus gemidos
que salían de una boca donde el poeta sonreía.
ESTA MUJER PODRIA SER MI MUJER
Esta mujer podría ser mi mujer,
pero, hasta el momento, es sólo mi enfermera.
Contratada desde que hace días
la fiebre empezó a rondar los cuarenta grados
y los médicos decidieron salomónicamente
que debía meterme entre las sábanas
y esperar a que todo se arreglara.
Esta mujer podría ser mi mujer,
pero, hasta el momento, es sólo mi enfermera.
Se ocupa en darme pastillas y genioles
que hacen sangrar mi úlcera;
retacea los vasos de agua que le pido
y, sin ningún tipo de consulta,
guarda en su cartera mis billetes.
Me entretiene leyendo los prospectos de esos medicamentos
que guarda en los bolsillos de su guardapolvo rosa celosamente,
y cuando intento con mi mano tocar sus entrepiernas,
me empieza a hablar de los enfermos
que vio morir en sus años de profesión
y de las veces que las últimas bocanadas de aire
coincidieron con escupidas de sangre
y profundos gemidos que sonaban a un tren llegando de lejos.
No puedo entonces transmitirle mis ganas de hacerle el amor,
de proponerle que abandone su profesión y viva conmigo.
Por el contrario, sus terribles historias
me hacen sudar como caballo, congelan mi lengua y nublan mis ojos.
Esta mujer podría ser mi mujer, pero,
a esta altura no sé si podría sobrevivir a sus extremos cuidados.
Temo además encontrar su lengua bífida
cuando en medio de la excitación y los arrebatos del cuerpo,
busque desesperado su boca con mi boca.
De “7 poemas por Atahualpa”*
“Unicamente el vientocazador o sirena, adormece dulcemente su muerte”
Raúl González Tuñón
1
Soy una piedra del fondo del río
Soy una piedra del río sólida, sin poros
Soy una piedra superficialmente mojada
Pero con su centro seco
Con su interior totalmente seco
Una piedra que no tiene
De donde
Inventar una lágrima.
2
No hay nadie en la multitud que hace de estas calles una ciudad.
En los que levantan la mano y me saludan.
En el quiosquero donde compro el diario,
En la panadería donde compro el pan
O en el bar donde me tomo un vino.
No hay nadie y por lo tanto no hay amor ni odio.
Por la ciudad pasan vientos de encierro y nadie se conmueve.
Siento que en esta ciudad la sangre no es roja
Y que está llena de monstruos que lidian con la muerte de los justos.
No hay nadie en la multitud que hace de estas calles una ciudad.
O por lo menos hoy nos los hay.
O en realidad hoy yo no estoy para nadie,
Y esta ciudad es sólo un sabor amargo que sube hasta la boca.
3
Había un rayo de luz en lo que ahora es penumbra
O en lo que ahora es penumbra había ojos
Y en los ojos había lenguas de brujas o machis
Que anunciaban malos sortilegios
Y de los malos sortilegios nació una explosión de sangre
Y de la explosión de sangre un destino de noche fría
Y un destino de noche fría es un error del mundo
Y un error del mundo hace que los brazos no abracen
Que sólo quede una picazón de sombra, sin nadie.
4
Probablemente tenía un corazón del tamaño del mundo.
Dicen que siempre estaba dispuesto a una sonrisa.
Por tenacidad de sus ancestros
Seguramente habría alcanzado sus sueños.
Uno a veces se pregunta por qué la muerte
Camina tantas veces en dirección del que empuña
Muchas vidas en una sola vida.
Uno a veces se pregunta
Por qué la orfandad de cosa de un arma,
O por qué la orfandad de alma del asesino.
5
Hay quienes ya se queman cuando los toca el sol
Sobre los hombros,
Hay quienes siempre se preguntan ¿qué clase
De país es éste?
Hay quienes albergan espíritus de brazos abiertos
Y sólo reciben golpes,
Hay personas que solo saben caminar tras una fila
O un cortejo,
Hay quienes desean descubrir en las mañanas
Huellas de una grave enfermedad,
Hay personas que apenas si ganan para comer y creen
Que el mundo es racional,
Hay hombres discretos que al volver al hogar
Golpean a sus mujeres,
Hay quienes se quedan sentados en silencio
Esperando que el tiempo pase,
Hay personas que resplandecen aunque coman
De algún basural,
Hay quienes viven felices si tienen alcohol
Y los acompaña una mascota,
Hay amantes que crean un mundo
En un cuarto pequeño,
Hay quienes piensan en monumentos
Cuando hablan de patria,
Hay quienes solo desean del futuro tener
Una buena muerte,
Hay personas que se deprimen al presentir
Un día de lluvia,
Hay cuerpos que duermen sumergidos en las sombras
De una calle,
Hay hombres minúsculos que deciden la vida
O la muerte de millones,
Hay quienes agitan en sus cabezas pensamientos
De odio a los extraños,
Hay mundos de mujeres bellas, litros de whisky
Y frugales comidas,
Hay quienes actúan personas que no son y se sienten
Felices por el engaño,
Hay personas transparentes que reciben la traición
Del amigo,
Hay talentos arruinados por el desamor y las cuentas
Impagas,
Hay quienes desprecian el lujo y se rebelan
Contra el lucro,
Hay personas que creen que sólo se vive
Por el confort,
Y hay personas que saben que sólo sirve la memoria
Que subleva,
Y que existe un mundo de orden o caos donde las muertes violentas
También son naturales.
6
Hay muertes que no permiten dar tregua a las lágrimas.
Dolores que acechan tras las puertas
Y obedecen como esclavos.
Duelen las muertes que van un poco más lejos
Que el común de las muertes,
Las truncas vidas de quienes apenas
Empezaban a vivir.
Ese dolor pide justicia contra la traición
Del tiempo.
7
Señalas al sol para decir adónde vas.
Señalas la tierra para decir de dónde somos.
Señalas la luna para decir dónde se esconden
Los sueños.
Señalas el cielo para decir que no es allí
Sino en el corazón dónde se te atesora.
*Atahualpa Martínez Vinaya, joven asesinado en Viedma
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