Del libro “El guardiacárcel guevarista y otros cuentos” CARTAS Susana: Mi amor, sabés que no sólo estoy enamorado de vos. Me sos absolutamente necesaria para poder conciliar el sueño. Desde mi juventud que no había podido lograr ese milagro. Siempre con insomnio hasta largas horas de la madrugada, pensando y pensando en boludeces, o haciéndome problemas por esto o lo otro. No me quedaba más que leer o enganchar alguna buena película en el televisor hasta que el sueño se dignara a reclamar su trono. Era terrible, porque en realidad pocas veces podía disfrutar verdaderamente de la trama de una novela o de los diálogos de un buen filme. Leía o miraba con disgusto, pensando que debería estar durmiendo porque mi cuerpo lo necesitaba; después de todo trabajaba gran parte del día. Esa era mi vida hasta conocerte. No pude creer la primera noche que pasamos juntos: hicimos el amor, y luego me acurruqué a tu costado y a los pocos segundos... desperté al otro día. Había dormido sin problemas. Lo atribuí a esa relajación que queda después del amor, o mejor dicho, que el amor fue tan bueno que logró distenderme al punto de quedar listo para atrapar los regalos del sueño. Me extrañó porque yo ya había pasado muchas noches con mujeres, y si bien había logrado esa paz que siempre queda después del orgasmo, el sueño, no obstante, nunca llegó así nomás. Con vos fue distinto. Acurrucarme a tu costado, pasando mis brazos por tu cuerpo, era suficiente para que yo pudiera dormir a los pocos minutos. A tu lado conocí por meses la felicidad. Por eso, te pido que regreses. En todo este tiempo que te fuiste no he podido cerrar un ojo. Soy como un chico sin su juguete preferido; fantasmas escondidos en el cuarto no me dejan dormir. Por favor, escribí también y decime que me necesitás... Roberto Roberto: Jodete, tomate un valium. Susana Susana: No sabés lo dolido que estoy. No pensé que me guardaras rencor. Te confesé con sinceridad que estoy tan enamorado que necesito rozarte, estar a tu lado, para poder conciliar el sueño. Que nunca me había pasado algo así con una mujer. Pero no sé que te hice para que me trates así, que me digas un "jodete" como si yo te hubiera... ¡qué se yo?!... golpeado. Está bien que algunas mañanas yo te cagué a puteadas porque me hiciste café con leche, cuando vos sabés que no tomo mas que mate, pero ¡sentirte dolida por esa boludes! Todavía ni siquiera entiendo porqué te fuiste. Busco y busco en la memoria y no encuentro ninguna razón valedera. Ahora que me volvió el insomnio, pienso y pienso, ¿qué pude haber hecho? Por favor, reconsiderá tu actitud. Fijate que esta ausencia de sueño que ha regresado, no puede ser más que síntoma de lo que te necesito. Pensá todo lo bueno que tenemos para vivir juntos. Roberto Roberto: Andá a cagar. No me molestes más. Susana Susana: Me encuentro totalmente azorado y perdido. Tengo ojeras increíbles por extrañar tu cuerpo en mi cama. No entiendo tu corta y agresiva respuesta. No entiendo tu actitud. Me quemo los sesos pensando qué pude haber hecho. ¿Qué pecado cometí? Nunca te engañé. Reviso los días que pasamos juntos y no encuentro actitudes mías graves como para que me dejaras y ahora ni siquiera contestes mis cartas con una explicación. Si es por lo del café con leche, te pido perdón. Pero ¿qué otra cosa? No sé... A lo mejor lo del perro... Pero esa fue una boludes. Vos sabés que desde que lo trajiste a casa no hizo más que mearme los zapatos cada vez que podía. Yo tuve paciencia, lo regañaba y le decía que no volviera a hacerlo. Pero cada dos por tres encontraba de vuelta los zapatos meados. Por eso tuve que matarlo. Vos sabés que no me quedó otra. Pero me resisto a creer que eso te pudo haber molestado como para que ahora me trates así. Amor, si es eso, te pido también perdón. Mi vida sin vos es un tango. Escribime diciendo que regresás. Roberto Roberto: Estás totalmente enfermo. Si escribís nuevamente llamo a la cana. Susana Susana: No me importa que venga la cana. Tengo que insistir. Imploro tu amor. No sabés lo largo que se me hace el día en el trabajo sabiendo que vos no estarás en casa esperándome. Y ni hablar de la noche; una tortura interminable de ojos abiertos. No entiendo tu ¿odio? ¿Por qué? ¿Porqué esas pocas palabras agresivas como respuesta? ¿Qué te hice? Anoche el insomnio fue más largo que nunca, así que repasé hora tras hora el tiempo que estuvimos juntos y, te repito, no encuentro ninguna cosa grave que haya llevado a alejarte de mí. De mi amor no podés dudar. Vos sabés lo necesaria que sos para mí. El sosiego que traes a mi vida. No entiendo entonces los motivos de tu adiós y de tus agresivas y parcas respuestas a mis desesperadas cartas. ¿Qué pude haberte hecho? Lo del café con leche, lo del perro, puedo entender quizás que te hayas enojado. Ya te dije que te pido perdón, pero ¿qué más? Pienso y pienso... ¿No será lo de tu vieja? Fue una boludez. Vos sabés que me tenía podrido trayendo cada dos por tres una tremenda olla de arroz con leche. Y yo siempre diciéndole: no se moleste, que a mí no me gusta. Y nada. Como si fuera sorda. Cuando parecía que por fin había entendido, abría la puerta y allí estaba otra vez con su maldita olla de arroz con leche. Por eso al final me cansé y le partí la olla en la cabeza. O mejor dicho le partí la cabeza. Pero vos sabés que sólo estuvo dos meses enyesada y no pasó de allí. Una pavada. ¿Verdaderamente estás enojada por eso? Si es así me cuesta creerlo. Dudaría de tu salud mental. Igualmente, para que veas cómo te amo, si es ese el motivo de tu enojo, te pido perdón. Lo que quieras. Pero quiero que nos reconciliemos. Quiero recuperarte. Recuperar la hermosa vida que teníamos juntos. Recuperar el sueño. Mimarte. Lo que quieras. Espero tu carta con ansiedad. Roberto Roberto: Suicidate, es lo mejor que podés hacer. Hice la denuncia a la cana. Susana Susana: Te diría que me veo tentado al suicidio. No puedo entender tu desamor. No puedo entender que en verdad haya venido la cana y me comunicara que no te moleste más porque terminaría en la cárcel. ¿Molestarte yo? ¿Puede ser esto verdad? Yo, que tanto te amo, ¿molestarte? Te pedí perdón hasta de las boludeces que pudieron haberte ofendido. El café con leche, el perro, tu vieja... ¿Se puede comparar esto, con todo el amor que vivimos; con las noches que pasamos juntos? Decime amor ¿se puede? Me cuesta creer que tirés todo nuestro amor por la borda. Aunque parezca reiterativo, me cuesta creer que estemos viviendo esto. De qué otra cosa te puedo pedir perdón. Decime por lo menos la causa de tu adiós, de tu parquedad, de tu odio. En qué te hice mal. Anoche hice una lista de las pequeñas boludeces que te pueden haber herido. Me costó encontrarlas. Nadie, pero nadie, en la misma situación, se podría haber enojado. Pero, qué se yo. A lo mejor tengo que entender que sos muy sensible y te pueden ensombrecer las cosas más nimias. Quizás si lees la lista que te hice, reacciones y te des cuenta que no me podés dejar por cosas tan boludas. 1.- Lo del café con leche. 2.- Lo del perro. 3.- Lo de tu vieja. 4.- Cuando te dejé sola en el cine aquella vez que a mitad de la película Maridos y Esposas de Woody Allen, me criticaste el guión diciendo que los diálogos eran poco creíbles. Y luego te tuviste que venir sola en colectivo de la capital a casa. Una boludes. Vos sabes lo que admiro a Woody Allen ¿Cómo me vas a criticar el guión? 5.- La vez que te engripaste y en lugar de un jarabe me confundí y te di un purgante. Acordate que tenían el mismo color. Me confundí. Una pelotudez. 6.-Que haya echado a tu amiga Alicia de casa y que te prohibiera verla. Era mala compañía para vos, no hacía más que hablarte del horóscopo y los astros. Pura superchería. Te hice un favor. Pero bueno, si es esto, que vuelva a verte cuando quiera. Para que veas que yo por vos hago cualquier cosa. 7.- Que te haya roto en pedazos el álbum de filatelia que coleccionabas desde que eras chica. Vos sabés que lo dejabas en cualquier lado. Era una obsesión. En la cama, en el baño, en la mesa de la cocina, en el comedor, arriba del estéreo. Yo ya soñaba con ese enorme libro; tenía pesadillas en que los sellos me perseguían y pretendían pegarse a mis mejillas, en mis ojos, en el pelo... Te expliqué que hacerlo mierda era lo mejor porque ya me enfermaba, y sin dudas, te había enfermado a vos. Cualquier psiquiatra hubiera propuesto lo mismo. Pero, bueno, si es esto, te compró de vuelta todos los sellos que quieras. 8.- Que te haya vendido el original de Spilimbergo que habías heredado de tu abuelo oligarca. Vos sabés que estábamos endeudados, debíamos dos o tres cuotas del auto, y el almacenero ya no nos quería seguir fiando si no cancelábamos el chorizo de cosas que le debíamos. Está bien. Reconozco que no te consulté. Y que después descubrí que lo que me habían pagado no era ni la mitad de lo que valía el cuadro. Pero fue algo que hice por nosotros, para que los enojos por la falta de guita no perjudicaran nuestra relación. Te aseguro mi amor que si volvés te compro el cuadro que vos quieras. No un Spilimbergo, porque no podría, pero cualquier otro que te guste y que no sea muy caro. Bueno, paro acá. Quizás haya alguna que otra boludez más, pero estas son las que recuerdo. Espero que te des cuenta que ninguna justifica el dejarme, ni el odio que mostrás en tus cortas respuestas. Tengo unas ojeras infernales de tanto extrañarte y no poder dormir. Me voy a tener que comprar unos anteojos oscuros para salir a la calle. No me pidas que no siga insistiendo. Te amo. Te amo muchísimo. Roberto Susana: No puedo creer que me hayas enviado la cana en serio, y que ahora me encuentre aquí en este calabozo de mierda esperando una resolución del juez. Nunca hubiera pensado esta actitud, este odio gratuito, sin causa alguna. ¿Y mi amor? ¿Eso no cuenta? ¿Todo lo que hice por vos? Para que veas, acá tampoco puedo conciliar el sueño, aunque debo reconocer que el frío y el olor a orina de esta celda no harían dormir ni a la bella durmiente. Pero no. Sos vos. Tu ausencia y esta angustia de no saber la razón de tanto rencor. Espero salir pronto. En cuanto cuente la historia, cualquier juez entenderá la validez de mi amor y lo insólito de tu actitud. Cuando salga ya no te mandaré más cartas. Te iré a buscar y te cagaré a palos como hacía mi viejo con mi vieja. Será el último acto de amor que intente para recuperarte. Después de todo mis viejos vivieron felices casi cincuenta años. Quizás así reconocerás que mis sentimientos son sólidos y puros como el Ártico. Estoy seguro que todo volverá a ser como fue. No me imagino tener que resignarme. Cuento con ansiedad las horas que me quedan en esta celda de mierda. Con el amor de siempre. Roberto MI HISTORIA CON LA MUJER CALAMAR Esta mujer era como un calamar. De su cuerpo esférico salían los tentáculos que agotaban mis fuerzas. Amarnos era terminar sofocado. Llegar al orgasmo con el último aliento. No pude soportarlo más y una noche, simulando que se trataba de un juego, até sus tentáculos a los extremos de la cama y los separé de su cuerpo con certeros hachazos. A pesar de todo, ella sobrevivió, y por una razón extraña perdonó la crueldad que había cometido. Por fin nuestros amores se volvieron lentos y dulces. UNA CENA INESPERADA -¿Porqué tardás tanto en traer la cena?- pregunté desde la mesa, mirando hacia a la cocina. Mi mujer se había encerrado allí hacía como media hora y no aparecía. Había dicho “sentate en la mesa, que preparo una cena en dos patadas”. Pero ahora nada. El silencio y la tardanza. Volví a preguntar lo mismo, esta vez con más énfasis: -¡¿Porqué tardás tanto en traer la cena?! Decidí levantarme para ver qué pasaba. Cuando entré a la cocina encontré un cuadro de lo más inesperado. Mi mujer se encontraba muerta, recostada sobre la cocina y con su cabeza metida en una olla de agua que hervía. Primero me pregunté qué raro equilibrio impedía que cayera al piso con olla y todo. Después me dije para qué se molestó tanto, sin con un par de huevos me arreglaba. POSTRE La familia terminó el almuerzo en el patio, debajo de la parra, y esperó ansiosa el postre. A todos se les iluminaron los ojos cuando la madre trajo de la cocina una gran sandía. No se apresuren que alcanza para todos– les reprendió anticipadamente. La madre alzó la sandía a la vista de todos, como si fuera a iniciar una ceremonia secreta, y con fuerza golpeó la fruta contra la mesa, partiéndola en muchos pedazos. -¡Ahí vienen...!- gritó con alborozo uno de los chicos. En unos pocos minutos, atraídos por el aroma, cientos de moscas cubrieron la sandía, y casi inmediatamente todos los integrantes de la familia manotearon los insectos para llevárselos a la boca. -¡Qué rico el postre!- exclamó el padre. Y todos asintieron, sin dejar de comer. EL GUARDIACÁRCEL GUEVARISTA Hacía más de un año que me había ido de casa y vivía en una pensión. Mi compañero de cuarto era un guardiacárcel, tenía unos 21 años, dos más que yo, y trabajaba en la Colonia Penal que quedaba en las afueras de General Roca. Cuando supe que de quedarme en esa pensión -conveniente por el precio y la cercanía tanto con la universidad, donde estudiaba, como con la oficina de una empresa de transportes donde trabajaba- tenía que compartir el cuarto con un guardiacárcel, lo primero que pensé fue: "¡Aquí no me quedo ni loco!”. Después de todo yo era un militante de un partido de izquierda, trotsquista, y miraba con recelo a cualquier persona con uniforme: milico, federico o cana. Ese recelo, después de todo, era compartido por millones de argentinos porque no hacía un año que el país había recuperado la democracia y todavía estaban muy frescos todos los hechos del terrorismo de Estado. A pesar de ese primer pensamiento, debo decir que el guardiacárcel, que se llamaba Daniel, no me cayó mal. Lo primero que hizo fue presentarme a los pensionistas de los otros cuartos, y contarme cómo eran los que en ese momento no se encontraban presentes. Me dije "vamos a esperar unos días"; en última instancia podía ver la posibilidad de cambiar de cuarto con otro pensionista o irme a otro lado. La primera impresión, no obstante, fue acertada. Daniel me cayó bien, y si bien cuando yo hablaba de política decía, medio en broma, "callate loco", nos hicimos en cierta medida amigos que charlaban de cualquier cosa. Ante todo era una buena persona, y me di cuenta que no era de los guardiacárceles -que eran parte de la policía provincial- 'duros', sino que trataba de llevarse bien con los internos y no hacer migas con los guardiacárceles jodidos. Por supuesto que una que otra vez había tenido que reprimir, porque obviamente los presos no eran señoritas. Un par de veces lo vi llegar a la pensión golpeado por las trifulcas que se armaban entre los internos y los conflictos entre éstos y los guardicárceles. Pero no tenía dudas que trataba de respetar las reglas y ser justo. Lo que nunca me hubiera imaginado es que Daniel terminara conscientemente involucrado en el intento de fuga de un preso, y nada más ni nada menos que de un preso político, y que yo fuera el causante involuntario de esa conversión. Por esos años yo me había convertido en un fanático lector. No sólo por estar estudiando. Me apasionaba leer de todo, y en especial, por mi militancia, los autores clásicos de la izquierda, la política y la filosofía. Por esa época también fumaba mucho y comía poco. Quizás esa combinación, más el ajetreo diario del trabajo y el estudio, produjo no sólo insomnio -no dormía más de 5 o 6 horas por día-, sino que hablara en sueños. Nunca supe la razón de esto, porque, entre otras cosas, no me preocupé en consultar a un médico o un especialista. Me enteré de esto por Daniel, que al despertar me contaba de todo lo que hablaba. En un primer momento creí que me estaba cargando, que era un invento, o a lo sumo que exageraba, que apenas si balbuceaba alguna que otra palabra y él lo agrandaba para cargarme. Pero resultó que en verdad hablaba dormido. Y mucho. Para convencerme Daniel empezó a tomar notas de lo que yo decía, y me mostraba esos apuntes al día siguiente. Me asombré no sólo de que hablara dormido, sino que podía explayarme en sueños sobre algunos temas mejor que en la vigilia. De acuerdo a las notas de Daniel, a veces reproducía casi fielmente páginas y páginas de libros leídos, que despierto apenas si podía comentarlas parcialmente. Resultó que por un par de meses me dediqué casi exclusivamente a leer los libros del Che. Por ser trotskista, había una relación ambivalente con el Che. Nuestra polémica con otras corrientes de izquierda pasaba en gran medida por nuestro rechazo a la acción guerrillera y a otras variantes de 'blanquismo' o voluntarismo. Confiábamos en la tarea paciente de que la clase obrera reconociera a nuestro partido como su dirección. Una táctica bolchevique de poder llegar a una situación de doble poder para la toma del Estado, a través de una revolución tipo explosión popular, jacobina. Pero le reconocíamos al Che una serie de valores e impulsar una política contraria a la institucional del PC, a la tradicional política de 'coexistencia pacífica' que bajaba Rusia desde Stalin. La consigna de “Crear dos, tres... muchos Vietnam" era en cierta medida trotskista y se alejaba del PC y de la política castrista a partir de su alineamiento a los dictados del Kremnlin. Por estas características; por su coherencia en llevar a la praxis lo que pregonaba, y por su moral intachable en la lucha, que lo diferenciaba de las características que luego tomarían muchos grupos de guerrilla rural o urbana, casi ningún militante de la izquierda podía dejar de sentir simpatía con el Che. Por eso también, a pesar de las diferencias, todas las corrientes queríamos un poco apropiarnos de su figura, de su prestigio. Recuerdo que se comentaba que al momento de su muerte en la escuelita de La Higuera en Bolivia, el Che llevaba en su mochila un libro. Cada corriente de la izquierda adjudicaba la autoría del libro a su referente ideológico. Por ejemplo, nosotros decíamos que se trataba de La Revolución Permanente de Trotski, y los chinófilos El Libro Rojo de Mao. Como sea, yo particularmente tenía la misma admiración por el Che que otros tantos militantes, y aunque en términos generales compartía las críticas al guerrillerismo tradicionales del Trotskismo, más después del balance catastrófico de las experiencias latinoamericanas de las décadas del 60 y 70, tenía esa veta romántica que me hacía dudar un poco de esas convicciones y muchas veces soñaba o me imaginaba caminando por el monte con ropa verde oliva y un fusil en el hombro. Un poco por eso, y otro porque me gustaba leer sobre todo lo que me interesaba, cada noche, antes de -lograr- dormir, me concentraba en las páginas de lo que se había publicado escrito por el Che. Lo que no sabía es que, ya dormido, reproducía verbalmente esas lecturas y que Daniel se había transformado en un atento escucha de mi inconsciente rol de propagandista revolucionario. Daniel me comentó que hablaba sobre el Che, e incluso me mostró un par de veces algunas notas de lo que yo decía dormido. Pensé, no obstante, que esa atención era parcial, que a veces se despertaba por mi parloteo y escuchaba por unos momentos la perorata, pero nada más. Estaba equivocado. Daniel se acostumbró a esperar despierto que yo empezara a reproducir dormido las lecturas del Che, y éstas fueron transformando su forma de pensar, su conciencia. Me da risa pensar ahora que, con lo mucho que me costaba en la vigilia convencer a algún compañero de la universidad o del trabajo de la certeza de las posiciones del partido, tuviera dormido más éxito, aunque no exactamente para el trotskismo. Me di cuenta del cambio en Daniel cuando empezó a realizar comentarios muy críticos sobre la realidad e incluso pretender correrme 'por izquierda' en las opiniones cuando yo le hablaba de algunas propuestas del partido sobre el gobierno u otros aspectos de la realidad. Un día, cuando no se encontraba, me animé a espiar los cuadernos de notas que guardaba en la mesa de luz, y descubrí hojas y hojas de anotaciones del discurso guevarista, tomadas sin lugar a dudas de mis pregones nocturnos. En la Colonia Penal donde trabajaba Daniel purgaban sus condenas presos comunes, con excepción de uno de los pocos presos políticos que quedaban en la Argentina. Es sabido que el destino mayoritario de los argentinos secuestrados o detenidos por los Grupos de Tareas de la dictadura fue la muerte, pero algunos tuvieron la suerte o el azar de ser 'blanqueados' legalmente, y en su mayoría fueron liberados en los meses de la transición hacia la democracia luego de la derrota en Malvinas. Sin embargo quedaban algunos. La teoría 'de los dos demonios' en boga en los partidos democráticos fue cómplice en cierta medida de los dictados de los jueces del Proceso y esa fue la causa que en General Roca todavía se encontraba entre las rejas un preso político, y precisamente en el pabellón donde hacía su guardia Daniel. Era Montonero, se llamaba Raúl Berdini. Como parte de los cambios 'ideológicos' que empecé a notar en Daniel, llamó la atención que hablara de esa persona. "No puede ser que ese tipo esté en la cárcel", me dijo una vez mientras tomábamos mate. Yo le respondí con ironía: "Mirá vos, un cana preocupándose por un Monto". Me replicó seriamente, y en sus dichos rememoré el léxico del Che: "Yo me siento hermanado con los que han sido parte de las luchas populares, y aunque la lucha popular se ha frenado por la ilusión democrática, será parte de nuestro destino futuro...". Después seguimos charqueando, asombrado de la conversión de Daniel. Nunca hubiese pensado que ese guardiacárcel al que saludé con resquemor al enterarme que sería mi compañero de cuarto, terminara enfrascado en polémicas que se reducían a los pocos militantes de los distintos grupos de izquierda. Pensé, no obstante, que ese rapto de izquierdismo, o mejor dicho, ultraizquierdismo, le haría ser precavido en su trabajo. Mientras tanto, su notable cambio sería favorable para que yo lo alejara un poco del Che y lo atrajera hacia el partido que, después de todo, era el único que por lo menos en teoría tenía como objetivo ganarse a un sector de los milicos y la cana a medida que nos acercáramos a una situación revolucionaria. Las circunstancias, sin embargo, corrieron por delante de mi intención. Daniel llegaba generalmente del trabajo antes de que yo lo hiciera de la universidad, así que un día me llamó la atención no encontrarlo a la vuelta de los estudios, pasadas las once de la noche. Tampoco apareció en la madrugada ni en las horas en que despunta la mañana. Me fui al trabajo y allí me enteré de lo que había pasado por el diario y por los comentarios de algunos compañeros de trabajo. Se había producido un intento de fuga de Raúl Berdini, quien todavía tenía que purgar por lo menos dos años de cárcel, con la ayuda de Daniel que con engaños a distintos guardias y personal de seguridad lo había podido sacar a un patio exterior, para que a partir de allí, con la complicidad de la noche, pudiera saltar dos cercas de alambre en los lugares más alejados de las garitas de control que daban a la calle. Berdini sólo pudo saltar una de las cercas, fue descubierto y apresado cuando trepaba la segunda. No se necesitó mucha investigación para descubrir que Daniel lo había ayudado. Tampoco él intentó defenderse cuando lo detuvieron. Dicen que sólo respondía: "Era un compañero... era un compañero....". MI BISABUELA "Ser niño es, sobre todo, un flujo de osadas y furtivas conjeturas...". Fernanda Eberstadt ("Los demonios de Isaac") Tuve la suerte de conocer a mi bisabuela, quien murió cuando yo abandonaba la niñez y entraba en la pubertad. No sólo la conocí, sino que tuve con ella un cariño y una relación muy especial, paralela a la de mis padres. No puedo separar los recuerdos que guardo de los tres a los diez años de vida de la imagen de mi bisabuela, a la que llamaba simplemente abuela Juana. Por supuesto que esta relación se dio a partir del afecto que ella tuvo conmigo, por arriba de cualquier otro miembro de la familia y de mis propios hermanos. Yo no sólo era su bisnieto, creo -así lo sentía- que era su única familia. En cierta medida, algunas situaciones se dieron para que ella fuera apartada de la consideración usual entre parientes cercanos. Su hija, la madre de mi madre, sufrió una severa arteriosclerosis, originada en un ataque de hipertensión, que fue deteriorando, progresivamente su salud física y mental. Quedó postrada prácticamente en una silla de ruedas, limitada a pocos movimientos, y mi abuelo, que indudablemente la amaba porque nunca consintió que una enfermera u otro miembro de la familia lo ayudara a cuidarla, se ocupó diariamente de higienizarla y darle la comida en la boca, como si fuera un bebé. Esto por años. Mi abuela sufrió esa grave enfermedad cuando yo tenía tres o cuatro años, y sobrevivió hasta unos años después del fallecimiento de mi bisabuela. Fue muy particular la manera en que evolucionó su enfermedad en la conciencia, en su salud mental. Quizás por aspectos negativos que arrastraba de la relación que tuvo con su madre, en la niñez o en la juventud, o vaya uno a saber, que indudablemente quedaron agazapados en su inconsciente, la abuela comenzó a manifestar un odio casi visceral contra su madre. El deterioro en su salud, no obstante no le había negado la palabra, y, precisamente, la utilizaba para hablar pestes de mi bisabuela. Eso provocó que de a poco se volviera insostenible la convivencia entre ellas, y convulsionó la que existía con otros miembros de la familia. Fue comprensible que mi abuelo se sumara al progresivo aislamiento en que fue quedando mi abuela Juana, pero nunca entendí muy bien porqué otros miembros cercanos de la familia se sumaron a esa agresión gratuita que tuvo mi bisabuela en lo que serían los últimos años de su vida. Quizás celos por ese afecto y relación especial que tenía conmigo. ¿Quién sabe? En realidad dudo si todo ocurrió así como lo cuento, porque los recuerdos tienen la imparcialidad de ese amor que yo sentía con la que consideraba mi verdadera y única abuela, y por el horizonte más acotado de razón y comprensión de las cosas que se tiene de niño. Lo cierto es que mi abuela Juana, que vivía en la misma casa de mis abuelos, pasó primero a vivir a una pieza con baño construida al fondo del terreno, separadas las dos construcciones por una gran parra que servía de refugio para las comilonas de algunos domingos, aniversarios, navidades y otras fiestas familiares. No obstante, por ese desgaste de la convivencia, un día se cansó y se fue a vivir sola a una pensión. Después de todo no dependía totalmente de la familia, porque a pesar de su edad -superaba largamente los ochenta años- conservaba la lucidez de una mujer de menor edad y no tenía problemas importantes de salud, con excepción de un reuma en las piernas que le obligaba a realizar diarios y continuos masajes con una crema que recuerdo se llamaba Bálsamo Sloan. Además, cobraba una pensión -que creo le dejó su marido, quien moriría joven, al igual que su único hijo varón- con la que todavía, en esos años del país, podía vivir con algo de estrechez, pero con dignidad. Lo cierto es que respondió al aislamiento en que la iban dejando, haciéndoles la tarea más fácil. Se distanció de todos, menos de mí. Ese es uno de los recuerdos más sentidos que guardo de ella. Yo iba a una escuela parroquial de mañana, y ella cada tantos días aparecía en los recreos a verme. Nunca supe qué excusas dio a la maestra -estaba en tercero o cuarto grado- o a las autoridades del colegio, pero lo real es que me dejaban verla, y así en lugar de jugar con los compañeritos del grado, me sentaba a charlar en un banco con ella. En uno de estos encuentros recibí uno de los regalos más lindos que tuve en mi infancia: un reloj. Recuerdo que era un Tressa, recubierto de oro, de un tamaño y con una malla de metal para chicos. Pero era de verdad, y eso además de reflejar su afecto, me daba otra satisfacción, la de hacerme sentir grande, porque, para la visión que tenía en esos años, tener un reloj era una cosa de gente mayor, no de niños. Creo también que ese reloj fue la causa que mis viejos se enteraran de las visitas que recibía en secreto de mi bisabuela, y la punta del ovillo para que descubrieran su paradero. No obstante, ella siguió viviendo sola, aunque retomó algún tipo de relación formal con la familia y se mudó a una pensión cercana a mi casa y a la de los abuelos. Una pensión donde ella finalmente moriría, creo que a los 93 años, no se sabe si por un ataque al corazón o intoxicada por la falta de oxígeno, ya que siempre utilizó para calefaccionarse en el invierno un viejo brasero de metal fundido. Ese brasero está también unido a gran parte de las imágenes que guardo de ella. Muchas veces yo juntaba los palos y maderitas que ayudaban a prender el carbón, y como buen chico me gustaba acercar mis manos a ese brasero para recibir calor, y asustar a mi bisabuela haciéndole creer que me había quemado. Cuando quedaban pocas brasas, la recuerdo colocando el brasero bajo sus piernas, haciéndolo desaparecer, porque siempre usó largas polleras, como la de esas campesinas europeas o rusas que uno veía en muchas películas, que le llegaban hasta los tobillos. Generalmente se sentaba en una vieja silla de mimbre, colocaba el brasero bajo sus piernas, y yo también me sentaba adelante de ella en una sillita chica. Y así, frente a frente, charlábamos y hacíamos otras cosas, como rezar y jugar a las cartas. Ella era muy religiosa, mucho más que el resto de la familia, y hacía que yo compartiera muchos de la serie de ritos y preceptos que tiene para sus fieles la iglesia, en este caso la católica. Yo asumí naturalmente esa devoción, porque después de todo mis viejos también eran muy creyentes, y me habían inculcado que eran faltas graves no rezar antes de dormir o ausentarme de misa los domingos. Mi bisabuela me llevaba a misa los domingos, pero solía también hacerlo un sábado o entre semana. Además, me hacía rezar en distintos horarios del día, incluso largos rosarios. No permitía que dijera alguna mala palabra, y, precisamente, la única actitud severa que tuvo conmigo fue una vez que exclamé un "¡carajo!" que había escuchado y que en realidad no sabía muy bien si era o no un insulto, pegándome con su mano abierta en la mejilla. Aprendí de ella el catecismo y las historias más populares de la biblia, mucho más que de las horas de religión de la escuela parroquial o de esos cursos que debía tomar previo a la confirmación y la comunión. Lo que más me gustaba era compartir con ella el juego a las cartas. En realidad mi bisabuela me enseñó los principales juegos que todavía suelo practicar con amigos y mis hijos: la escoba de quince, el chinchón y el truco. Me enseñó también el mus y el tute cabrero que, lamentablemente, tras su muerte, fui olvidando. Tenía unas cartas viejas y manoseadas, y en tantos años no recuerdo que cambiáramos de mazo. Utilizábamos como mesa sus propias piernas, porque después de todo, cuando me sentaba frente a ella en mi sillita, quedaban perfectamente a mi altura. Para anotar utilizábamos porotos colorados o garbanzos, como solían hacer todos los viejos que jugaban a las cartas. Muchas veces ganaba ella, y algunas pocas ganaba yo, pero lo que más me gustaba es que en esto me trataba también como una persona grande: no por ser chico me dejaba ganar, como suelen actuar los adultos. Lamentablemente los recuerdos son fragmentarios y sin una cronología exacta. Es extraño pensar que el azar todavía tenga la capacidad de hacer batir sus alas por arriba de cosas que sucedieron realmente, y es así que uno aferra algunas imágenes del pasado y otras no, y además se idealiza: lo que creemos sucedió de una manera, lo estamos rememorando seguramente de otra. Es que quizás lo importante de estos y otros recuerdos no sea la fidelidad con que se recrea el ayer, sino los sentimientos que traen al presente. Esa cosa agridulce de la que creo siempre se reviste la felicidad: uno se da cuenta que en aquellos momentos, esos momentos que yo viví con mí abuela Juana, uno fue feliz, pero sin conciencia de ello. Si bien yo era muy chico, y sólo entre comillas uno puede afirmar lo que realmente significó esa relación tan fuerte con mi bisabuela; ahora, con las gotitas del recuerdo -como diría Proust-, que bajan por el corazón y humedecen los ojos, uno se da cuenta que todo eso no murió, sino que se atesora. Después de todo, el acicate para vivir, no se encuentra en nebulosas expectativas al mañana, sino al saber, con el recuerdo, que hemos conocido la felicidad. Recuerdo una de esas imágenes que cada tanto llegan a mi mente, en la que estoy, con tres o cuatro años, sentado sobre las rodillas de mi bisabuela, agarrado a sus manos, y ella jugando conmigo imitando el trote de un caballo, moviendo sus piernas al son de dos canciones. Una, que decía: "Mañana por la mañana te espero Juana en el taller, te juro Juana, que tengo ganas, de verte la punta del pie...", y otra, que decía algo así como: "Serra mamerra, olla de terra, olla de ram, patatín, patatán, patapatapatapam...", que nunca supe qué quería decir o de qué idioma se trataba. A veces yo mismo, inconscientemente, he repetido con mis tres hijos lo mismo que hacía mi bisabuela: los he subido a mis rodillas y les he cantado las mismas y extrañas canciones. En esas oportunidades no sólo la recuerdo, sino que pienso que, en realidad, ese par de simples canciones y los juegos de cartas son las únicas cosas "útiles" que guardo de ella, porque al crecer fui perdiendo casi todas las cosas que quiso inculcarme. Con los años me he vuelto escéptico y ateo, cosa que mi bisabuela, de levantarse de la tumba, tomaría ahora con mayor desagrado que aquella vez en que se me dio por carajear. Pienso con ironía lo inútiles que fueron sus rosarios, misas y lecturas de la biblia. Su machacar sobre ciertos valores que luego he desechado. Sin embargo, siento que no hubiese querido otra niñez. Quizás no fue casualidad que ella muriera cuando yo estaba a las puertas de mi adolescencia. Que hubiera sido un error que viviera para ver que al niño que amaba le sucedía un joven con otros intereses, que ya no reclamaría su compañía, sus lecturas, sus cartas. Por eso la lloré tanto quizás; porque mi niñez se iba con ella. Era un sábado o domingo; yo estaba jugando al fútbol en un potrero cerca de casa, cuando vi llegar corriendo a mi mamá, que con lágrimas en los ojos me dijo que mi abuela había muerto. Ella también sabía que era mi abuela, no mi bisabuela. Y ahora que lo pienso, sé que lloraba también por lo que significaba su pérdida para mí. Los niños quizás son crueles, y en realidad mis viejos, mis abuelos y otros familiares la querían también y la lloraron con sinceridad. Pero, por mi apego tan fuerte, y por esa situación de aislamiento que había tenido por causa de la enfermedad de la abuela, yo estaba convencido que era el único afectado por la muerte de mi bisabuela. Guardo la imagen del velorio en que prácticamente no me moví de una silla a un costado del ataúd, y en donde rezaba en silencio rosarios y oraciones que mi abuela Juana me había enseñado con dos sentidos: para que dios guardara su alma, y a la vez castigara a la abuela y a todas las personas que hipócritamente lamentaban su muerte, cuando en vida la habían olvidado. A veces lamento no guardar una foto de ella. Mi vieja tiene algunas, pero no he querido tomarle una. Hay veces que aprovecho la visita a mis viejos para hurgar como un ladrón en la caja de fotos para ver una en especial, donde yo estoy, con unos tres años, sentado arriba del paredón del frente de la casa de los abuelos, sosteniendo con mis brazos un cachorro de perro Lassie, y mi abuela Juana, parada a un costado, me sostiene mientras le sonríe a la cámara. Lo hago sólo para verle la cara, porque, lamentablemente, de todas las imágenes que puedo llegar a rememorar con mi bisabuela, no sé porqué, me cuesta capturar su rostro. No entiendo cómo a mi memoria se le puede escapar algo tanto importante. ¡PAJARITO... PAJARITO...! -¡Pajarito... Pajarito!!!- gritaba cuando me veía llegar con mi bicicleta negra y amarilla a la galería donde funcionaba el correo. Gritaba levantando una mano, y casi siempre en la mano aferraba un trapo con el que limpiaba los autos de la cuadra. Yo tenía quince años y hacía pocos meses que había entrado a laburar de mensajero en la Sucursal 8 de Liniers del Correo Argentino, que funcionaba al fondo de una galería sobre la misma cuadra de la Iglesia de San Cayetano, donde cada 7 de julio se agolpaban miles y miles de creyentes y no tan creyentes para pedir al santo un trabajo. El que me llamaba, casi siempre a los gritos, 'Pajarito', era un tipo mayor, que debía andar entre los 50 y 60 años, pero que transparentaba una vitalidad sin edad, y que se las había arreglado para ganarse el mango sin necesidad de arrodillarse ante ninguna figura de yeso. Bah, de algo se aprovechaba de la iglesia, pero era muy poco: el agua de una canilla que estaba en el patio cerrado que antecedía a la entrada del templo. Con el agua, y desde muy temprano en la mañana, llenaba el balde que le servía para lavar los autos que estacionaban en esa larga cuadra donde se cruzaban las personas que querían comunicarse con un pariente o amigo y aquellos que pretendían hacerlo con el más allá. Lavaba los autos de prepo. Nunca le oí preguntar "¿le lavo el auto, don?" O algo parecido. No. Una vez que alguien estacionaba, cerraba el auto y se perdía de vista, él se acercaba con el balde, sus trapos, un cepillo, y una botella con detergente, y se ponía a lavar. Tardaba con cada auto una media hora y en verdad hacía un buen trabajo. Cuando aparecía el dueño, lo atajaba para cobrar el trabajo. No atendía excusas tales como "yo no le pedí que lo hiciera". Siempre terminaba cobrando unos pesos, acomodando la tarifa de acuerdo a las posibilidades del conductor. Cuando salía de la galería con mi puñado de telegramas en una mano y la bicicleta en la otra, me paraba unos minutos a esperar una de las escenas diarias de quien me llamaba 'Pajarito' -y que para mí era también 'Pajarito' porque nunca me dijo su nombre- con algún tozudo conductor que se negaba a pagar por un servicio no solicitado. Una mañana de febrero, cuando yo hacía más o menos dos años que laburaba en el correo, un auto mató a "Pajarito". No alcancé a ver el accidente, pero me contó el dueño de uno de los locales de la cuadra que un conductor que venía muy rápido, no alcanzó a ver a "Pajarito" agachado sobre uno de los lados de un auto, lavando seguramente el zócalo o una puerta, y lo arrolló, ocasionándole una muerte instantánea. Tardé mucho tiempo en acostumbrarme a no verlo cada vez que salía o llegaba a la galería con mi bicicleta. A veces me daba vuelta de golpe, creyendo que había oído su: "Pajarito... Pajarito!!" Se me ocurrió la teoría que el conductor que lo mató era un loco que lo hizo a propósito, porque no se había bancado que 'Pajarito' le cobrara una lavada de auto, un día en que al tipo se le ocurrió estacionar justo en esa cuadra de la iglesia. Me habían dicho que fue un Renault 12 blanco el que lo atropelló, y por eso, cuando veía estacionado en la cuadra un auto de esas características, pasaba por uno de los lados, disimulando con la bicicleta, y rayaba la pintura. Tenía la confianza que una y otra vez me estaba vengando del conductor asesino. Del libro “Método Morello para no separarse” LA LENGUA DE KAFKA Kafka era retraído, tan retraído que quizás una manera de entender el tono de su literatura está dada por ese comportamiento. Laburaba solo en una oficina y luego se recluía en su casa. Prácticamente no hablaba. En cierta medida su lengua estaba en sus escritos. No se comunicaba prácticamente de otra manera. La única vez que dicen que habló fue en su lecho de muerte. Pidió que quemaran toda su obra. Por suerte no le hicieron caso. Porque no había sido él. Había sido su lengua, que se quería vengar de su largo ostracismo. UN CURIOSO VIAJE AL CAMPO Me reclino en el sillón, y al mirar hacia arriba no veo el techo, sino las estrellas. Muchas estrellas. ¿Qué hace la noche en mi casa?, me pregunto. Pero no me levanto. Quedo como hipnotizado mirando los astros. Como un Deja Vu esto me parece haberlo vivido cuando de chico me llevaban a la casa de mis abuelos en Hortensia, en una zona rural, y yo me quedaba un buen rato tirado en el pasto boca arriba, viendo asombrado el número casi infinito de estrellas que había en esas noches de campo. El cielo parece el mismo. Pero de pronto las estrellas se pierden, tapadas por nubes de tormenta. A los pocos minutos veo los primeros rayos, y tras los rayos, la lluvia. Me empiezo a mojar pero sigo quieto en el sillón, atrapado por el fantasma de un hecho increíble. El comedor se empieza a inundar y algunas cosas comienzan a flotar: las sillas, unas cajas, libros de la biblioteca. La lluvia no para, y cada vez más me encuentro rodeado por el agua. Me levanto, el agua llega ya a mi pecho, y camino despacio hacia la puerta. Me cuesta abrirla y cuando lo hago me encuentro en pleno campo. Un campo tan parecido al de Hortensia y la tormenta. No se ve mucho, pero salgo afuera y trato de encontrar una luz que indique dónde dirigirme. Camino y camino bajo la lluvia en un campo pelado, sin señales de civilización. Al rato veo una luz a lo lejos, así que me dirijo a ese lugar. La luz es de un rancho, un rancho viejo, de paredes de adobe, con techo de paja. Hay un palenque con un par de caballos amarrados. Cuando llego a la puerta, bah, en realidad no es una puerta, sino el hueco de una puerta con una cortina de arpillera, no me animo a entrar, sino que golpeo las manos. Del interior del rancho surge una voz invitándome a entrar. El interior es como una pulpería. Un mostrador grande de madera rústica sosteniendo muchas botellas y unos pocos vasos, con un tipo atrás, vestido a lo gaucho. Hay dos mesas, con dos tipos sentados y acodados en cada una, también vestidos con ropas de campo, medio gastadas y viejas. Se ven otras sillas vacías y el tipo que está atrás del mostrador, que da toda la impresión de ser el dueño, invita a sentarme y pregunta qué quiero tomar. Le digo que me sirva una caña, correspondiendo el pedido al lugar. Podía haber pedido una ginebra, pero esta bebida desde hace tiempo que me cae mal. -¿Dulce o seca?- pregunta el gaucho. -Seca -respondí. -Me parece bien. La dulce es para mujeres o maricones -dice con una sonrisa. ¿Qué lo trae por acá? No me iba a poner explicar lo de la lluvia en la casa, el escape, la aparición del campo, el vagar perdido castigado por la tormenta... Me va a tomar por loco. Digo simplemente que me encontraba perdido. -Me parecía. Usted no es de estos pagos. -¿Esto es Hortensia, cerca de Bolívar? -Sí. El pueblo está como a media legua. -Hortensia es grande –acoté para halagar ese terruño-. Es más que un pueblo. -Está equivocado, aparcero. Unos pocos ranchos, nomás. -¿En qué año estamos? -pregunto, confundido-Usted es medio raro. ¿Qué año va a ser? Mil ochocientos setenta... -¡¿Qué?! -Más que perdido, usted debe ser un gringo medio loco. Esas ropas son de gringo. Yo tengo una camisa gris y un vaquero. Sin dudas una ropa rara para esa época. "¿Qué hago en 1870?", me pregunto. -¿Hace mucho que llueve? -pregunto. -Sí. Una lluvia rara. Hace días y días que llueve sin parar. Ahora paró un poco, pero seguro en un rato sigue lloviendo... -¿Para dónde queda el pueblo? -Ahora está de noche, va a ser difícil que encuentre el camino. Va a tener que esperar que se haga de día. Atrás tengo unos catres, así que se puede quedar y a la mañana le digo cómo llegar. -Bueno -respondo. A medida que tomo la caña me empiezo a sentir mal. Siento chuchos de frío, como si tuviera fiebre, y malestar en el estómago. Seguramente el haber estado tanto tiempo bajo la lluvia y tener las ropas empapadas ha hecho que me empiece a resfriar o engripar. -¿Puedo ir a tirarme en el catre, me siento muy cansado? -pregunto- Y le agradecería si tiene algo con qué secarme... estoy todo mojado. -¿No será que le cayó mal la caña? A lo mejor tenía que haber tomado la caña dulce, como las mujeres -me responde con sorna. El resto de los gauchos escucha el agravio y no disimulan las risas. Yo me siento para la mierda, enfermo, débil, y se suma a esto el temor y la confusión por la situación delirante que estoy viviendo. ¿Cómo me tengo que comportar?, pienso. ¿Responder el agravio? ¿Hacerme el machito en una época tan alejada a mi carácter? ¿Desafiar a unos gauchos sin dudas experimentados en el uso del facón, que viven codeándose con un tiempo todavía medio salvaje y hostil? Pero me digo también que así como es irreal e inexplicable el tránsito desde mi hogar a este pasado, de muy poco puede servir comportarme racionalmente. Por eso devuelvo el insulto con carácter. -Si alguien tiene alguna duda sobre mi hombría, podemos salir afuera a mojarnos un poco... Hay unos segundos de silencio. El patrón de la pulpería, sonríe y me dice "no se enoje don, nadie lo está ofendiendo", pero otros de los gauchos, golpea el vaso sobre la mesa y me dice "vaya pidiendo un cuchillo, que lo espero afuera"... El tipo, envalentonado seguramente por el trago, empuja su silla hacia atrás, y sale fuera del rancho... Yo lo miro al pulpero, arrepentido de mi rapto de héroe transplantado a otro tiempo, con una mirada de socorro. Por ahí, tiene la autoridad para que todo vuelva a su cauce y se olviden las afrentas. Pero no. El tipo saca un cuchillo grande, un facón, que ya tenía acomodado en la cintura, y me lo alcanza. -Por estos pagos, las cosas se resuelven así... -me dice. Inmediatamente me llega a la memoria aquel cuento tan fabuloso de Borges, quizá el mejor, “Sur”. ¿Será porque lo admiro tanto a Borges que me encuentro viviendo una situación parecida a la de su cuento? Débil por la fiebre, confundido por estar viviendo una pesadilla inexplicable, con miedo por mi poca experiencia en peleas, menos de cuchillo, agarro torpemente el filo y salgo afuera. El gaucho me espera con un cuchillo grande en una de sus manos, y un poncho envuelto en el otro brazo. -Cuando usted quiera -me dice. Torpemente arremeto con el cuchillo. El tipo se esfuma en el aire... desaparece... Los otros gauchos me miran horrorizados, pensando que yo tengo un poder especial que hace desaparecer a una persona... Y en verdad el tipo, al momento de mi arremetida, sencillamente se hizo aire... Los otros gauchos, asustados, se meten al rancho, y yo me quedo bajo la lluvia, más solo que nunca. En realidad tengo mezclados los sentimientos. Por un lado la satisfacción de no haber muerto en el duelo, por el otro pienso en la vuelta de tuerca de la historia delirante que estoy viviendo. Supongo que el gaucho desaparecido tenía que haber sido yo. Calculo que él, en estos momentos, debe haber vuelto a mi tiempo, a mi hogar, ocupando mi lugar. Y yo quedo anclado en este otro tiempo del pasado. Capaz tengo que repetir una situación similar a la del duelo, que otro gaucho arremeta contra mí con su cuchillo y entonces me esfumo para volver a mi tiempo. Por eso entro al rancho nuevamente y me encuentro con el pulpero y los otros tres gauchos hablando entre ellos asustados. Me ven y en sus caras hay rictus de espanto. -Por favor, no sé lo que pasó, no me vean como un diablo, como un demonio. Yo no tengo el poder de mandar a nadie al otro mundo sin el tránsito de la sepultura. Les pido que alguno de ustedes me tire un cuchillazo... -¿Qué? -dijo el pulpero. -Sí. Soy yo el que tendría que haber desaparecido, volviendo a mis pagos -dije no muy seguro de explicarme bien. -Váyase, Don. No lo queremos acá. Usted está endemoniado... -No. No. Yo sé que es muy difícil de entender todo esto, pero si quiere que me vaya, me va a tener que echar... maricón... Se me ocurrió que al insultarle el tipo cumpliría con lo que estaba pidiendo, arremetería con el cuchillo y yo, probablemente, volvería a mi mundo. -¿A quién le dice maricón? -A usted, maricón, maricón, maricón, comeverga, culo de oveja... -digo en forma arrebatada, largando los peores insultos que se me ocurren para que me ataque con su facón.... Y así pasó. El pulpero, exaltado, agarra un gran cuchillo de la mesa, y se me viene encima. Llego a sentir el puntazo, de abajo hacia arriba, debajo de las costillas, calculo que por encima del hígado. Y en ese instante reaparezco en mi casa, en el mismo sillón donde empezó la historia. Sangro profusamente, y de pronto me doy cuenta que sentado a un metro de mí está el gaucho del duelo, confundido y, raro en un gaucho, con los ojos llorosos... El tipo al verme se queda mirando, más asustado de lo que estaba... -¿No querrá pelear de vuelta? -le pregunto. -¿Dónde estoy? -repregunta. -En mi casa. -Pero esto no se parece a ningún rancho, a ninguna casa. Yo me siento mareado por la pérdida de sangre, así que le digo: -Mire, tengo un cuchillazo fiero, necesito que me ayude. Después podremos hablar y arreglar las cosas. -Bueno, lo que usted diga, don. Sin dudas, el miedo, el encontrarse en un lugar tan ajeno a lo que conocía, hace que me tema, que me trate con respeto porque percibe que yo soy la llave que lo puede sacar de su situación. En realidad yo entiendo tanto como él, y no tengo la menor idea de cómo se puede volver a su tiempo, a sus pagos. El hospital está dos cuadras de casa, así que el gaucho me ayuda a llegar, casi cargándome. La herida es profunda, pero no tocó ningún órgano vital. Así que me curan y quedo un par de días internado. El gaucho no dejó de acompañarme en ningún momento. Sigue asustado y en silencio. Seguramente todo lo que ve le parece una pesadilla inconcebible. En vez de volverse loco, espera que yo le diga qué hacer. Cuando me repongo y volvemos a la casa, me sincero, y le cuento toda la verdad. El gaucho sigue sin entender nada, en realidad cree que en el duelo, con mi arremetida, yo lo maté y se encuentra en ese mundo al que supuestamente los hombres van después de muertos. No sabe si esto es el cielo, el infierno, o qué. No sabe si yo soy dios, un ángel, o qué. Pero tiene la seguridad que no se encuentra en el mundo de los vivos. Yo le insisto: -Usted no está muerto, está en otro tiempo, pero, es verdad, yo no sé cómo mandarlo de vuelta. No creo que con un nuevo duelo usted vuelva a sus pagos, y no tengo las fuerzas ni la voluntad de volver a empuñar un cuchillo y arremeter contra usted... -¿Tiene algo para comer? -me pregunta- Desde que llegué que no he comido nada. Claro. Habían pasado como tres días y el tipo no había probado bocado. En el hospital le ofrecieron algo, pero, por el miedo y la confusión que tenía, no había aceptado. -Bueno, yo le preparo algo. Pero primero péguese un baño... -Péguese un qué... -Un baño, lavarse, sacarse la mugre... El gaucho en realidad no se debía haber bañado casi nunca, las manos y la cara a lo sumo, pero nada más. El pelo en crenchas, grasiento, la piel amarronada de tierra y vaya uno a saber qué. Muy sucio. La ropa no está tan mal, no está tan mugrienta, y por eso quizás, más su apariencia de hombre de pocas pulgas, nadie se animó a echarlo del hospital. -Yo no me lavo... -dice tozudamente el gaucho. -Mire, si usted no se lava, yo no le doy de comer. -Bueno, me lavo -dice cambiando rápidamente de opinión. Lo llevo al baño y, por supuesto, no entiende nada de lo que ve. Pacientemente le muestro cómo funciona la ducha, la canilla, cómo debe lavarse, para qué sirve el jabón, cómo se tiene que secar. Le digo que me de las ropas que yo las mando a lavar, que yo le prestaría las mías. El tipo no obstante se queda como paralizado. -Usted no está en sus pagos, está en los míos, y si quiere que yo lo ayude, me va a tener que obedecer... Cuando digo eso me doy cuenta que a partir de ahora el hombre se iba a convertir en una especie de esclavo, de sirviente. Al encontrarse en mi mundo, tan diferente del suyo, se convierte en un ser indefenso, que obedecerá todo lo que yo le ordene... Y así fue. Fueron pasando los días y, de a poco, se adaptó a todas las cosas de la casa y del presente que desconocía. Tenía la resignación de no estar en el mundo de los vivos -no en otro tiempo- y asumió que, si así lo había mandado dios, debía acomodarse, resignarse a su destino. No lo decía, por supuesto, yo lo intuía. Aunque de a poco, el tipo fue largando un poco más la lengua y se acostumbró a conversar. A veces me decía con nostalgia: “¡Cómo extraño el campo!”. Y otras veces, cuando llovía, lo veía salir afuera y quedarse largo rato mojándose, con los ojos cerrados, como transportándose a su tiempo. MÉTODO MORELLO PARA NO SEPARARSE Nos amaremos en silencio. Comeremos en silencio. Nos vestiremos en silencio. Nos llamaremos por teléfono sólo para escuchar nuestra respiración. Así lo habíamos acordado. No hablar. Era estúpido. Muy estúpido. Pero nuestra relación se había ido deteriorando y como última alternativa antes de separarnos ella propuso que sigamos juntos conviviendo tres meses en absoluto silencio. Lo de darnos una chance no me parecía mal, pero lo del silencio me parecía un delirio. “¿Por qué?”, le pregunté. Y allí me enteré que últimamente venía leyendo unos libros de alguien parecido a un psicólogo, un tal Parlo Morello. Libros de autoayuda, de acuerdo a la clasificación de las editoriales. En verdad veníamos tan mal que yo ya ni sabía qué carajo leía. Morello, aparentemente, había construido toda una teoría del silencio, algo así como que la sociedad moderna le ha dado demasiada importancia a la palabra porque en realidad hay muy poco qué decir. El hombre vive tan enajenado por cosas materiales que la palabra pasó a ser algo así como el tul que esconde la realidad. El placebo. Hablar y hablar como para aparentar que uno está bien, pero en realidad, hablar y hablar porque no hay nada importante por decir y compartir. De allí el silencio. Usarlo para todo. Para mejorar el trabajo, para descubrir lo que uno quiere, para saber lo que se siente y… para mejorar la pareja. Se han escrito tantas boludeces, desde los Evangelios por lo menos, que atender una más me daba lo mismo. Si ella pensaba que era un camino aconsejable, lo tomaría. Después de todo no tenía claro si quería separarme o no. A lo mejor Morello y mi mujer tenían razón y el silencio ayudaría a redescubrir esas cosas por las que en un momento nos enamoramos. Los primeros días la cosa no estuvo mal. Después de todo yo era, de los dos, el más hosco e introvertido. No hablaba tanto, a diferencia de lo que pensaba Morello. Mi mujer era la que le daba mucho a la parla y reconozco que terminaba cansando. Tanto bla bla bla muchas veces me perdía y terminaba en realidad haciendo que la escuchaba pero en la cabeza los pensamientos divagaban por otros andariveles. Poder andar por la casa haciendo lo que se me cantara sin escuchar a mi mujer al principio no me desagradó. Hacer el amor en silencio, tampoco. Era como que coger se convertía en un hecho casi mecánico y menos trabajoso. Nada del parloteo previo, las gansadas del te quiero y el cuchi cuchi. Al palo y a la bolsa. Los hombres, en general, no tenemos tantas vueltas con el amor. Por todo esto el silencio, por un tiempo, no resultó incómodo. Pero el silencio, tarde o temprano, puede aturdir más que las palabras. Es como esa tortura china medieval de la gota cayendo en forma constante sobre la cabeza de un condenado. Parece una tortura menor, pero termina siendo de las peores que alguien puede soportar. Ese silencio continuo en la casa, entre nosotros, cada vez más se me hacía insoportable. -Paremos un poco con esto del silencio- le dije un buen día, cansado del método Morello. Las cosas mejoraron un poco, pero si seguimos con esto del silencio me voy a volver loco. -Mirá- me contestó. Morello escribió que se necesitan seis meses de silencio para empezar a hablar nuevamente y retornar de a poco a una relación mejor. Así que todavía faltan cuatro meses. -¿Estás en pedo? Primero me dijiste tres meses y ahora salís con seis. Cuatro meses más es una eternidad. Si ya el amor es algo complejo, qué puede saber Morello de cuántos meses se necesitan para que su método, de por sí extraño, de resultados. ¿Querés que compre un loro para hablar con alguien? Yo así no puedo seguir. -Mirá, yo voy a respetar los seis meses. Si verdaderamente querés que recuperemos nuestro amor hacé el sacrificio y aguantate cuatro meses más. Estoy segura que Morello tiene razón, y además estaré convencida de tu amor si hacés el sacrificio de no hablarme por cuatro meses más. Como no quería que me culpara después de no haber hecho el esfuerzo por evitar el divorcio, le dije que sí, a pesar de mis reparos y que sabía iba a costar muchísimo no hablarle por varios meses más. Y así siguió la cosa. Como dos mudos habitando en una misma casa. Me contenía y no le hablaba, pero esto cada vez me afectaba más y estaba en un grado de stress y nerviosismo que si me hubiera encontrado cara a cara con el tal Morello le hacía tragar sus libros y también las obras completas de Freud. En realidad yo ya había perdido la cuenta de cuánto faltaba para terminar esa especie de “voto de silencio” benedictino que me habían impuesto. Un buen día, cuando regresamos a la casa del trabajo, ella me sonrió y anunció: “¡ya podemos hablar!”. Esperó que yo le respondiera con alegría, que la abrazara, que le dijera que la amaba. -¡Andate a la reputa madre que te remil parió!- le grité sin pensarlo, sin contener la bronca reprimida que venía acunando por el método Morello. A los pocos días nos divorciamos. EL LOBO Me despierto sobresaltado a las 3 de la madrugada. Queda como único rastro de la pesadilla la imagen de un lobo resoplando cerca de uno de mis oídos. Me asquea pensar –aunque sea en un lugar alejado de la vigilia- que puedo ser alimento para el estómago de una bestia salvaje. Cierro los ojos y trato de tranquilizarme. Vuelvo a dormir, esperando que esta vez abrace un sueño agradable. A las 5 sin embargo me vuelvo a despertar sobresaltado. En la conciencia atrapo como única imagen otra vez el mismo lobo de la pesadilla anterior, esta vez con sus colmillos hundidos en mi cuello. Tienen razón los que dicen que la paciencia del lobo es infinita. LA VISITA DEL PSICOLOGO "Seguramente esta historia no conduce a nada", sentenció ella. Mientras me torturaba con sus uñas, sacando pequeñísimas acumulaciones de grasa de los poros de mi espalda, me dijo luego que estar conmigo era repetir lo que le pasó con un tal Luis, un compañero de secundaria que la puso borracha en un baile en la casa de una amiga para hacerle perder la virginidad en el auto que le había prestado su viejo. Y yo, quejándome por la saña con que apretaba con las uñas de los pulgares de sus manos, me preguntaba qué relación podía haber entre aquella primera experiencia a sus 16 años con lo que nosotros estábamos viviendo, de vuelta de muchas parejas, pasando los 30. "Que se acabó el amor", dijo, contestando mis pensamientos. Contó entonces que había sido romántica, como lo entienden pendejas de quince años, clase media, con sentimientos que laten apresurados en una piel maniatada por los primeros maquillajes, ropas bien lavadas y, en especial, bombachas y corpiños rosas o blancos, que esperan esa noche en donde descubrir la desnudez bajo arrullos y palabras hermosas, versos susurrados al oído, manos fuertes y seguras. "Sin embargo, muy confusamente -dijo ella-, descubrí entre resaca, dolor y un sol que entraba con toda maldad por los vidrios de mi pieza que ya no era virgen, y que, quien lo hizo, era prácticamente un desconocido". Se explicó que a partir de esa experiencia se baja la guardia, el amor es ante todo una traición y hay que andar con mucho cuidado. Comenzó a comportarse como si el amor fuera un juego en donde debía traicionar toda posible idea del otro de llegar a un sentimiento pleno, sincero y de mutua satisfacción. "El amor se había acabado, pero pasaron un par de años más, una dejó la secundaria -contó todavía trepada a mi espalda-, y como se empieza a trabajar y a estudiar con una carga mayor de responsabilidades es como que se reconstruyen algunas metas que entre la pubertad y la adolescencia una presumía se debían perseguir en la vida, fundamentalmente, el amor. Entonces vuelve a ser algo posible y por conseguir". Siguió monologando: "Uno adhiere a ciertos convencionalismos que pasan de una a otra generación: se conoce a alguien, se conoce a otro, por fin se encuentran ciertas compatibilidades, entonces se trata de disfrutar el sexo, se suspira un te amo en medio del orgasmo, se empieza a repetir en circunstancias menos sublimes, se hacen planes, la cosa dura dos o tres años, hasta el día que entre reproches y lexotanil una dice no va más, terminante como el que gritan los tipos que tiran la bola en la ruleta, y la vida empieza a poner en evidencia que pretende de uno algo más que pagar los impuestos". Se quedó quieta unos segundos en mi espalda, como anunciando que se venía el final de la reflexión, y agregó: "Así pasan diez años de la vida con la esperanza de un amor pleno, pero las experiencias terminan en el diagnóstico duro que algo falló. Se llega a los 30 y aparece un tipo como vos -dijo apretando con más fuerza en un milímetro de mi piel un poquito más abajo del cuello-, un amor calmo y previsible, donde en verdad uno se convence que se acabó el amor, como aquella vez en que Luisnomeacuerdo traspasó la barrera del himen". "Ahora me siento mucho mejor", dije no muy convencido que había entendido bien tanto palabrerío, pero con la sensación que en realidad sí había entendido y que en síntesis decía que podía estar conmigo como con cualquier otro, con la excepción por supuesto de alguien con la personalidad de un integrante del clan Mason o de la Jihad Islámica. Inmediatamente la imaginé de pareja con mi vecino, que es un tipo agradable e instruido, o un contador, un músico o con cualquiera que garantizara una relación "calma y previsible". No diría que me hizo doler como con sus uñas, porque hacía poco más de tres meses que estábamos juntos y todavía no estaba convencido si la amaba, pero no podía negar, digamos, cierta desazón, porque, como en toda relación, uno tiene expectativas, conscientes e inconscientes. "No sabía que tenías una visión tan acotada del amor, o mejor dicho, una visión tan poco acotada de la vida", agregué sin saber todavía muy bien si había empezado con una buena introducción de lo que quería decir y que en forma no muy clara bullía en mi cabeza, pero confiando, como lo hacía siempre, que bastaba empezar a hablar para que los pensamientos tomaran su verdadero rumbo. "Creo que es una verdad de Perogrullo decir que se piensa del amor, según se vive el amor", dije dándome vuelta por debajo de sus piernas, para mirarla a los ojos y agregar que "si lo viviste mal, te va a parecer que el amor es fantasía de telenovela, invención de poetas, pura ficción; si lo viviste bien el amor no sólo se siente sino también que se piensa, se respira, desborda, sale con nuestro aliento, nos envuelve como una niebla; si nos abandona, lo buscamos; si se debilita, tratamos de que vuelva a crecer; quien vivió el amor sólo puede querer la vida de esa manera, no por costumbre, y por eso te decía que si tenés una visión acotada del amor, necesariamente, tenés una visión acotada de la vida": En ese momento sonó el timbre de la puerta, así que luego de hacer un guiño indicándole que yo iría a atender, la aparté de mi cuerpo para agarrar el pantalón y la camisa e ir hacia la puerta. El tipo que apareció parecía un vendedor, pero uno muy original. Llevaba una valija negra en su mano derecha, como la de un vendedor; estaba bien vestido, como un vendedor, y lo primero que me dijo fue: "le pido un minuto de atención", como todo vendedor, pero, algo contrastaba: llevaba puesto un ridículo sombrero en la cabeza, coronado con una antena redonda que daba vueltas cumpliendo, seguramente, alguna función que yo desconocía. El vendedor o supuesto vendedor enseguida comenzó a explicarme por qué llevaba “eso” en la cabeza: "Esto es algo como un radar que me ayuda a detectar aquellas personas que van a estar muy interesadas en que yo les preste mis servicios", expresó con énfasis. Sin esperar a que yo acotara algo, continuó diciendo: "Este aparato de última tecnología me permite escuchar las conversaciones o discusiones que están ocurriendo dentro de las casas, detectando de este modo a quienes presentan conflictos que sólo un profesional de mi tipo puede atender. Muchos se sienten molestos con que exista este tipo de tecnología -y aquí volvió a señalar su radar con uno de sus dedos, como para que no quedara duda de qué estaba hablando-, y comparto que, en manos de la policía o alguno de esos organismos que tiene el Estado para vulnerar las libertades individuales, este instrumento no puede menos que calificarse de nefasto, pero no es este el caso. Yo soy psicólogo y psicoanalista, y, a diferencia de la mayoría de mis colegas que atienden en sus consultorios particulares, con tarifas costosas a las que sólo pueden acceder pacientes de clases altas o medias altas, estableciendo de este modo una injusta discriminación social al excluir de una posible cura a quienes no pueden pagar el acceso a una terapia de este tipo... como le decía, como profesional de la psicología, no creo que ésta deba ser costosa ni transformarse en una especie de gueto al que sólo unos pocos pueden acceder. Yo no me quedo en un consultorio sino que salgo a la calle, busco mi clientela con la seguridad de que hay miles y miles en esta ciudad que me necesitan. Como decía Freud, toda persona normal es sólo aproximadamente normal, y cada vez más, la complejidad de las ciudades y de la vida moderna facilitan que en algún punto el yo de cualquier hijo de vecino se parezca al de un psicótico". Apenas si salía de mi asombro, ya que nunca hubiera pensado que podría atender la puerta y encontrar algo así como un psicólogo o psicoanalista a domicilio, y no solamente por esto, sino ser ésta una persona que, sin que yo supiera y sin mi autorización, había estado enterándose, no sé desde hace cuánto tiempo, lo que yo estaba hablando con mi pareja. Como él mismo había dicho, sería nefasto que éste tipo de “radar” fuera utilizado por la policía o cualquier organismo de seguridad o de lo que sea, pero también me parecía nefasto que un psicólogo, un vendedor de seguros o un inspector de la compañía de gas recorriera los edificios con un aparato similar. Era una descarada intromisión en la intimidad de las personas. El tipo pareció leer en mi cara mis reparos y dijo con seguridad: "No se preocupe. Soy un profesional médico". Inmediatamente se agachó y sacó de su portafolio una carpeta negra con una serie de papeles que empezó a mostrarme. "Aquí tengo mi título y certificados de los distintos cursos de capacitación que he realizado -señaló, empinando las cejas en un gesto de orgullo-; como verá me he recibido de psicólogo, y me he especializado en numerosas ramas de la psicología, como psicología infantil, psicoanálisis, perturbaciones de la afectividad, esquizofrenia, medicina psicosomática, sadismo y masoquismo en la conducta humana, etcétera. etcétera... más de trece años de estudio, y llevo ya unos siete de práctica. He curado totalmente a numerosos pacientes, así que no tenga miedo porque ande caminando por la vereda o por los pasillos de los edificios con este aparatito que, en mis manos, es tan inofensivo como el estetoscopio de un médico generalista. Sirve para que yo ubique a quienes pueden necesitarme, para nada más... Después de todo, usted no será esos anticapitalistas románticos y nostálgicos de un pasado premoderno, que detesta la tecnología, un cultor de la new age y de los productos light o algo así...", tras lo cual se quedó mirando fijo, arqueando esta vez las cejas en forma interrogatoria. "No, por favor...", contesté, y me sentí obligado a fundamentar que "soy un racionalista impenitente, y por ende hago un culto del hombre de ciencia y sus productos; aunque soy crítico de la sociedad moderna, de la cultura de masas, no debe confundirse eso con cierto romanticismo o ecologismo reaccionario, no, en especial no tengo nada contra ese aparatito que lleva en la cabeza, sino que dudo de la legitimidad de su uso...". Bajó las cejas, y moviendo la cabeza de izquierda a derecha en un movimiento que quería expresar ausencia de malicia, insistió que nada de cuestionable tenía su radar y que si lo dejaba entrar unos minutos podía explicar a mi compañera y a mí la importancia de que un profesional de su tipo pudiera ocuparse de los problemas que se estaban presentando en nuestra relación… Dudando todavía de sus intenciones abrí la puerta y lo dejé entrar. Lo invité a sentarse en una de las sillas del comedor al tiempo que pegué un grito a Carolina para que viniera, aclarando que se arreglara porque estaba con gente. El tipo dijo que se llamaba Carlos Cóppola, acotó que su apellido, no sé por qué razón, iba bien con una profesión como la suya y se mantuvo, los primeros minutos, prácticamente en silencio, aguardando a que Caro llegara, con su mayor cara de asombro, al comedor. Empezó a hablar, repitiendo en los primeros cinco minutos más o menos lo mismo que me había explicado, como para que mi pareja se pusiera al tanto también de qué se trataba todo. Ella puso también reparos sobre el “radar”, pero en cierta medida su cara delataba que encontraba agradable la situación, e incluso asintió cuanto el psicólogo despotricó contra sus colegas por eso de los consultorios y el nivel de las tarifas, acotando que ella siempre lo había pensado, que era una barbaridad que la mayoría de psicólogos o psicoanalistas actuaran como si la terapia incluyera como requisito el ser costosa, estar restringida socialmente y etcétera, etcétera. -¿Me había quedado en Susana, no?- pregunté a Carlos que escuchaba acomodado en un sillón frente a mí, con un cuadernito en una de sus manos en donde iba anotando aquellas cosas que seguramente se encontraban en el rubro de las esenciales o importantes de mi vida y no de las triviales y de rol secundario para el objetivo de su terapia. Era así nomás; por tercera vez recibía a ese psicólogo extraño que apareció así como así en la puerta de casa, con un radar coronando su cabeza, y convenció a Caro y a mí que esas discrepancias que teníamos sobre el amor y, en última instancia, sobre nuestras perspectivas como pareja, requerían del apoyo de un "psicólogo y psicoanalista", como él se designaba. Turnándonos, día por medio, en las sesiones, -porque Carlos nos sugirió que debíamos descartar un tratamiento de pareja; las terapias debían ser separadas, y él ya nos iba a indicar en qué punto del tratamiento correspondería que las sesiones se hicieran con los dos-, Carolina y yo nos encontramos contándole de manera caótica al tal Cóppola -que no podíamos negar, nos había caído bien-, las experiencias de cada uno con el sexo opuesto, desde los años en que, obviamente, el sexo opuesto empezó a sacudir nuestro libido. Las sesiones se repitieron sin cambios significativos por casi un mes y medio. Durante ese tiempo Carlos se mostró como una persona simpática, agradable y con una actitud casi de pasividad. Escuchaba lo que yo le iba contando de mis viejas relaciones y, más allá de lo que anotaba en una libreta, a la que por supuesto negaba su acceso, no comentaba mucho. Algunas cosas nomás, como para orientarme en los aspectos del relato que aparentemente eran más importantes para su terapia, pero nada o muy poco de sus propias opiniones. Eso ya llegaría con el tiempo, decía. Una tarde, sin embargo, Carlos empezó a hablar, pero en nada parecido a lo que yo esperaba. Interrumpía constantemente lo que yo le contaba, asumiendo un tono agresivo y sentenciando sobre mis acciones de otro tiempo con juicios casi de tipo moral. Por ejemplo, le hablaba sobre Susana, cuando todavía no había pasado los 20, de cómo la había envuelto presumiendo de intelectual, parafraseando autores que había leído, con el simple cometido de llevarla a la cama, dadas las ganas que tenía por esa época de tener las mayores experiencias sexuales posibles. Entonces él interrumpía como con fastidio, y me acusaba de asumir actitudes notoriamente machistas, egocéntricas, que buscaban lastimar a otros para reforzar mi propia personalidad mezquina y, otros juicios por el estilo que, progresivamente, aumentaron mis dudas sobre las buenas intenciones de su terapia, del perfil progresista y abierto del que se había ufanado en las primeras charlas. Paralelamente, empecé a notar también cambios significativos en Carolina. Se puso esquiva; repitiendo continuos justificativos para no hacer el amor y sus horarios dejaran de coincidir con los míos. Cuando charlábamos era notorio su fastidio, su poca atención en mis palabras y el desinterés en contarme sus cosas. Me llamó especialmente la atención que cuando hablábamos de Carlos y de nuestras respectivas terapias (cosa que en las primeras dos semanas de sesiones hacíamos con regularidad, bromeando, porque desconfiábamos de lo que estábamos haciendo, pero creíamos que de igual manera podía valer la pena, por lo menos como un juego atrayente, fuera de lo común, del que quizás algo aprenderíamos) enseguida desviaba la conversación hacia otros asuntos. Las dudas finalmente se aclararon. Me di cuenta que las sesiones con Carlos no transitaban ya los caminos trazados por la teoría psicoanalítica o alguna de sus variantes. De lo que la mayoría de psicoanalistas llama el método de la libre asociación, por el cual Carlos debía estimularme para hablarle con confianza de todo lo que viniera a la mente: sueños, dudas, recuerdos, preocupaciones, lo que fuera, para ir encontrando de a poco las huellas firmes que condujeran a una mejor conciencia de mi situación como persona, de mis metas y, fundamentalmente, crecer con mi pareja, porque ese había sido el objetivo inicial, pasamos a lo que podía llamarse la libre agresión del terapeuta al paciente. Sencillamente Carlos me interrumpía a cada minuto únicamente para utilizar calificativos hirientes hacia mi persona. El mensaje claro de todas sus acotaciones y consejos era más o menos que todo lo que había hecho y todo lo que hacía, todos mis sentimientos, todas mis pretensiones y esperanzas eran propias de un tipo detestable que, lo mejor que podía hacer para corregirse era abandonar la civilización para vivir como un ermitaño en una isla desierta. Me di cuenta que no había ninguna estructura científica elaborada en su terapia, sino el simple odio que descansa en toda naturaleza humana contra alguien que afecta sus deseos más profundos. Carlos estaba enamorado de Carolina, y, obviamente, el sentimiento era recíproco. "Te parece que el amor es sólo puro palabrerío y que en realidad sólo se trata de pasarla bien con quien sea?", dijo Estela con cara de pocos amigos, después que en medio del amor me confundiera y, en vez de llamarla por su nombre, susurrara en su oído el de Carolina y me disculpara diciendo, precisamente, que se trataba de pasarla bien y que no esperara nada de mí, que si me confundía era porque en última instancia me importaba muy poco si lo hacía con ella o con la vecina. "El amor es que dos personas se gusten y compatibilicen algunas cosas, fundamentalmente, en la cama, y que no haya compromisos porque la fidelidad es pura hipocresía", le dije sin que se me parara alguno de los pelos transpirados de mi cabeza, y enseguida acerqué mi boca a uno de sus senos, indicándole claramente que quería continuar haciendo el amor y no charlando pelotudeces. Me hizo a un lado con enojo y empezó un discurso que trajo reminiscencias de pensamientos que sostenía tiempo atrás. "No sabía que tenías una visión tan chicata del amor, seguramente que viviste muy mal todas tus relaciones, porque si hubieras conocido el amor te darías cuenta que no sólo se siente sino también que se piensa, se respira; si nos abandona, tratamos de que vuelva... Quien conoció el amor, no concibe la vida sin amor...". Cuando la cosa venía de cátedra, por suerte sonó el timbre. Sin darle chance de decir algo así como que "no le demos bolilla y continuemos hablando", me levanté de la cama, manoteé el pantalón del piso, y me dirigí rápidamente a abrir la puerta. El tipo que encontré con la mano levantada, a mitad de camino de un nuevo timbrazo, parecía un vendedor. Estaba bien vestido y llevaba una valija como todo vendedor, pero tenía algo raro en su frente. Me hizo acordar enseguida a aquel hijo de puta de psicólogo que un día apareció con una especie de radar en la cabeza y se terminó llevando a Carolina a quien, descubrí después, sin ninguna terapia, y a pesar de lo poco que estuvimos juntos, en realidad amaba profundamente. Este tipo no tenía un radar, sino una especie de sopapa pegada en la frente, coronada con dos antenitas que emitían pequeños chispazos, como dos cables en cortocircuito. Luego de decir un "buenas tardes" ceremonioso, mostrando con una sonrisa casi todos sus dientes, agregó un "no se preocupe por esto", señalando el aparatito en su frente con uno de los dedos de su mano derecha. Sin darme tiempo a decir algo, explicó, palabras más o menos, lo que en su momento dijo el hijo de puta de Cóppola sobre su radar: "Mientras recorro los pasillos de los edificios de departamentos o camino por las veredas, este moderno invento -volvió a señalar su frente con uno de sus dedos-, creado en los Estados Unidos y ya muy difundido en Europa, permite detectar en los distintos hogares las voces altas, gritos, golpes, el estruendo de objetos que se rompen o estrellan en el piso, es decir, identifica el conflicto en una pareja o entre los distintos integrantes de una familia, y así sé donde puedo ofrecer mis servicios". Sin darle tiempo a continuar, le pegué una tremenda piña en medio de la reluciente y cuidada dentadura que le permitía poner su mejor sonrisa para engatusar a la gente. El tipo cayó para atrás y, ya en el piso, le pegué una patada en las costillas gritándole, medio descontrolado, "andá a psicoanalizar a tu abuela, hijo de puta". Me detuve. Me di cuenta que había actuado impulsivamente y que este psicólogo -suponía que era psicólogo- no tenía que pagar las culpas de aquel otro reverendo hijo de puta que me quitó a Carolina y, a la vez, transformó mis convicciones sobre la necesidad del amor en otras más prácticas y utilitarias de la mujer como simple dama de compañía y objeto para la satisfacción sexual. "Usted está loco", dijo el tipo, aprovechando que me había calmado y se levantó del piso disgustado, acomodándose nerviosamente las ropas con las dos manos. "Le pido mil disculpas", dije, y levantando la valija que había quedado tirada en el piso, expliqué cuáles habían sido las motivaciones para agredirlo de esa manera. "Es verdad, me puse loco -expliqué-, porque al verlo me vino la imagen de ese hijo de puta de psicólogo que un buen día se presentó a mi puerta con la misma amabilidad que usted y terminó sacándome a mi mujer". El tipo puso su mejor cara de asombro y exclamó, también para mi sorpresa: "Pero, yo no soy un psicólogo, ni psiquiatra, ni psicoanalista ni nada parecido; yo no tengo nada que ver con alguna profesión médica...". Sostuvo su valija en forma horizontal sobre uno de sus brazos y, al abrirla, hizo ver que guardaba, en forma desprolija, muchos folletos de promoción turística. Me explicó que era dueño de una agencia de viajes y que desde hacía un año había descubierto que el mejor sistema de ventas era ese aparatito que tenía en su frente, porque un gran porcentaje de aquellos que se decidían a viajar a algún centro turístico del país o del extranjero lo hacía para ver si superaban problemas de pareja, conflictos entre distintos miembros de una familia. "Donde detecto quilombo, tengo ya un cincuenta por ciento de posibilidades de vender alguno de los planes de turismo de mi agencia", agregó. Sin salir de mi sorpresa, turbado por el error que había cometido, me volví a disculpar y le prometí que uno de estos días me daba una vuelta por su agencia para adquirir algún plan que pudiera interesarme, y así compensar los golpes que le había dado. El tipo puso cara de comprensivo y, antes de estrecharme la mano para marcharse, dejó su tarjeta. "Qué pelotudo", me dije en voz alta luego de cerrar la puerta. Mientras volvía para el cuarto pensé que podía invitarla a Estela a acompañarme en ese viajecito que pensaba comprarle al tipo que había golpeado. "Esto la hará olvidar de la larga perorata que me estaba dando, y así podremos seguir haciendo el amor tranquilamente", pensé, convencido que la idea era acertada. CAMBIO DE IMAGEN Estudiaba en la universidad, alejado del hogar de mis padres. También trabajaba y me bancaba solo. Mantenía resabios en mi aspecto de cierta imagen pseudohippie, aquella que tenía a los 16 y 17 años cuando vivía escuchando algunos músicos del rock nacional o mejor dicho de “música progresiva”, como le decíamos allá por los años 1978 y 1979, todavía en plena dictadura, y otros músicos y grandes bandas emblemáticas del rock de las décadas de los 60 y 70. En esa época, con los amigos y los grupos que frecuentaba, mezclábamos la música con la lectura de algunos poetas, la Pelo y la Expreso Imaginario, hacíamos pequeñas revistas “subtes” con nuestros primeros poemas, y soñábamos con hacer una “comunidad” en algún lugar del interior. A pesar de lo que se dice ahora en verdad no estábamos muy politizados y si experimentábamos con drogas en general nos cuidábamos de hacerlo en alguna casa segura, alejada del control y la represión de la cana y de los padres. Sólo en algunos recitales de locales subterráneos en la Capital, o de locales perdidos en los barrios del conurbano bonaerense, podíamos compartir uno que otro pucho de marihuana. Después de todo hasta Pappo a veces fumaba en el escenario. Pero no más que eso. En fin, ya en la universidad, tantos años después, mantenía cierta facha de esa época. Especialmente, el pelo un poco largo y un morral de lona verde que llevaba siempre cruzado sobre el cuerpo, al estilo del protagonista de Kung Fu. También conservaba el mismo gusto musical, sobre todo el flaco Spinetta, Litto Nebbia, León Gieco y Pappo, y en lo internacional Janis Joplin, Jimi Hendrix, Led Zeppelín, King Crimson, Yes, entre otros. Pero a esa altura tenía los pies un poco más en la tierra en relación a aquello de hacer una “comunidad” y el anticapitalismo romántico que cultivábamos con mis amigos. Estaba más politizado, de una izquierda moderada; leía mucha literatura ya un poco alejada de los Artaud, los Rimbaud y los poetas surrealistas que solíamos leer, y en verdad pretendía llegar a un título y que mis laburos mejoraran. Me había venido al interior, sí, pero mi “comunidad” era una pensión donde había gente muy dispar: algunos estudiantes como yo, pero también viajantes, policías, de todo un poco. Trabajaba también y mis expectativas, como dije, ya eran otras. Lograr cierto ascenso social y sólo mantener cierto “espíritu” pseudohippie en las ideas, en el amor a la música y en la lectura, pero no mucho más. Y lo simbólico del aspecto que mantenía relacionado con aquella otra época más juvenil culminó de un día para otro por un hecho casi casual. Un día, al pasar por la plaza, vi una chica joven, de mi edad, sentada en un banco, muy linda, aunque sus ropas denotaban que provenía de una familia poco adinerada. Con mi aspecto informal de pelo largo y morral me senté a su lado y por suerte no puso una cara de desagrado, sino, por el contrario, me miró de reojo con una sonrisa. Comencé ese tipo de charlas informales que suelen darse para tantear el terreno: ¿cómo andás?, ¿cómo te llamás?, etc. etc. La cosa es que a los pocos minutos me encontraba caminando a su lado con rumbo a su casa, en un barrio de la periferia. Me dijo que estaba sola, que vivía sola, que hacía más de un año que se había ido de la casa de sus viejos, y que no iba a haber problemas. Aunque dudé un poco por el temor de ir a un lugar extraño invitado por una chica de la que no sabía prácticamente nada, decidí seguir aquel consejo que leí alguna vez de Emerson: “Haz lo que temas hacer”. La casa era bastante pobre, de madera. La abertura que separaba la cocina de la única pieza no tenía puerta sino una cortina de tela. Como era implícito que nos íbamos a encamar, al poco de entrar y después de decir un par de boludeces, ella se acercó y yo la empecé a tocar y a besar. En seguida pasamos a la pieza que tenía un ropero medio desvencijado, un par de sillas con ropa arriba, un pequeño radiograbador con cassettes por el piso y una cama de una plaza que tenía una colcha que se veía, dentro de todo, bastante limpia. En las paredes había recortes de revistas pegados, con fotos de actores, y dos posters que me llamaron la atención por ser de músicos bastante disímiles: Soda Stereo y Sandro. Pero lo que más me llamó la atención y preocupó inmediatamente era una soga que iba de una a otra pared, cerca de la única ventana del cuarto, con ropa colgada. Porque no era ropa de ella, sacando una blusa, era ropa de hombre. Un par de pantalones, dos remeras y una camisa. -¿Y eso?- le pregunté. -No te preocupés- dijo con una sonrisa. Tengo un amigo o más o menos un novio que cada tanto se queda unos días conmigo. Ahora anda laburando y no vuelve hasta dentro de un par de días. El temor no se fue. Ya había un hombre de por medio, un novio o algo así. Ella vio mis dudas en mi cara y por eso directamente apuró el asunto, se acercó y comenzó a desvestirme. Me repetía “no te preocupés que nadie va a venir”. La excitación corrió más rápido que cierta punzada en la espalda que me agarraba cuando sentía miedo por algo. Lamentablemente no me fui. Y digo lamentablemente porque a mitad del amor sí entró un tipo a la pieza, no tan joven, debería tener unos cuarenta años, y sin que yo tuviera tiempo de hacer nada, me agarró del brazo y me tiró al piso. Quizá por el morral que vio en el piso junto con mi ropa y el pelo un poco largo, empezó a gritar, mientras me pateaba y me pegaba puñetazos: ¡Hippie de mierda! ¡Hippie de mierda!!... No tuve ni tiempo de defenderme. Yo gritaba un poco, diciendo algo así como “¡pará! ¡pará!...”, pero la andanada de golpes impedía defenderme y sólo atinaba a cubrir mi cara. Ella gritaba también y trataba de agarrar al tipo para que parara de golpearme. All final paró, después de varios minutos que me resultaron eternos. Y por suerte dijo: “¡Agarrá tus cosas y andate a la mierda! Y volvió a agregar: ¡Hippie de mierda! Yo agarré todo a las apuradas e incluso me puse la ropa así nomás fuera de la casa. Anduve varios días dolorido, cargando moretones que tardaron en irse. Y lo primero que hice al reponerme fue cortarme el pelo y tirar a la basura el morral. Si había hecho unos cuantos cambios desde la adolescencia, podía cambiar un poco más. De “Coartadas para poder dormir” 1 ¿Dónde está el rey? ¿Alguien lo ha visto? Se ha encerrado completamente solo en un aposento del palacio. Y desde allí gobierna. No quiere que lo vean llorar cuando decide tal o cual decreto real. Muchos creen que pasa el mayor tiempo durmiendo. Pero nada más alejado de la realidad. En verdad, no basta más que enterarse de todo lo que pasa diariamente en este reino para estar seguro que alguien gobierna. Y ese es el rey. A veces, cuando la mujer del rey entra a su aposento, lo encuentra con el rostro desencajado y un rictus en los labios más propio de un loco que del designado por Dios para gobernar estas tierras. Pero el propio rey la tranquiliza: No hay líder en el mundo que no haya sido cuando menos un neurótico, cuando no lisa y llanamente un psicótico. ¿De qué otra manera se puede gobernar? 2 Llegué a la luna con mis ojos, y dejé a su cuidado mis mejores miradas. A la otra noche te dije, señalando la luna: “Te regalo esa luna que no puede dejar de mirarte”. 3 El amor emborracha, revive, aquieta. Desnuda, siente, centellea, reta. Entibia, endulza, acierta, esquiva. Suma, canta, sueña, dora, priva. Alienta, mata, duerme, entierra. Cela, corre, atrapa, pierde, sierra. Encuentra, engulle, centra, habla. Muestra, atesora, late, endiabla. Enoja, odia, cosquillea, desengaña. Huye, fuga, palpita, respira, maña. Entristece, sonríe, ensaliva, acaricia. Hermosa, pincela, clava, envicia. Cura, construye, reproduce, brota. Satisface, goza, clarea, acota. Envidia, lee, engaña, ensombrece. Bebe, come, suspira, agoniza, crece. Olvida, asesina, recuerda, amanece. Sufre, hiere, hacha, trina, enloquece. No es genio escondido en una lámpara. Es probable no sepa de palabras. 4 Mi cuerpo un buen día se declaró independiente de mi razón. Se cansó de tanta indecisión, de que yo no sepa qué hacer con la vida, de dejar todo a mitad de camino, de iniciar algo para no llegar al final. Decidió que nada podía ser peor que la vida errante y sin sentido que llevaba. Así algunas partes de mi cuerpo asumieron pocas y raras actitudes. Mis manos optaron por la lectura, o mejor dicho, por el tacto de las hojas. Mis piernas se decidieron por las largas caminatas, por los espacios abiertos por donde prácticamente no andan los hombres. Mis ojos en cambio no quisieron pasar de la absurda dependencia con mi razón a la de mis manos y mis pies. No aprovecharon la lectura ni los paisajes. Optaron por el cielo, por mantener la mirada atenta a los cambios en el techo del aire, al fluir de las nubes y a la sorpresa de la lluvia, a las luces prestadas de la noche y al fugaz paso de los pájaros. Mi boca prefirió la risa y no la palabra, una risa pareja, sin modulaciones, como la que en algunas situaciones produce el miedo. Mi vida pudo así encontrar objetivos precisos pero se transformó en un infierno. Me imaginaba a las azoradas personas que me veían vagar por los campos con la mirada hacia el cielo, un libro entre las manos y esa risa incesante, que no se detenía por la sequedad de la boca ni el dolor de mi garganta. El libre albedrío de mi cuerpo, que nadie entendía, llevó a una persona prejuiciosa a matarme. "Es preferible que ese loco esté muerto, porque quién sabe lo que nos puede hacer mañana", se dijo antes de clavar un filoso cuchillo en mi garganta. En los últimos segundos, mi cuerpo se dio cuenta del error, suplicó a mi cerebro que reinstalara su dominio. Pero mi cerebro comprendió que ya era tarde y que ya que había optado por la rebeldía que llegará al final mortificado por el error. Y así alcance la muerte: Tratando de dar unos pasos, con un libro entre las manos, la mirada en el cielo y una risa que se confundió con el último estertor. 5 El problema son los imprevistos. Siempre hay imprevistos y generalmente imprevistos caros. 6 Nadie vive para renacer. Nadie recuerda el pasado tal cual fue. Nadie encuentra un amor definitivo. Ni el amor ni el odio tienen una sola cara. Todos descubrimos verdades que no utilizaremos jamás. La vida es más simple de lo que la mayoría imagina. 7 A veces las transiciones son las más hermosas. De la soledad al amor. De la sed a la saciedad del agua. Del frío al abrigo. Del cansancio al sueño. Del deseo al orgasmo. Ni el sol pleno del día, ni el dominio de la luna y las estrellas en la noche. Sí los rosados, púrpuras y tenues dorados del amanecer o el ocaso. 8 No quiero mucha plata, autos, casas. No quiero mujeres que acaten todos mis deseos. No quiero el mejor whisqui ni ir de vacaciones a países extraños. Sólo quiero sentarme ante las vías y ver pasar un tren. 9 No es ceniza lo que ya pasó. Ceniza es lo que todavía no pasó. Si necesito algo no tengo que andar haciendo señales de humo. Tengo que tener la decisión del fuego, el arrojo de la llama. 10 A veces quiero una ocupación sencilla. Una comida simple. Que las facciones de mi mujer se serenen con solo el verme. Dormirme con facilidad. No sentir culpa por no leer ni hacer especulaciones filosóficas. A veces quiero hacer cosas que no me producen ningún beneficio. 11 A veces recuerdo cosas como de una vida anterior. Otras, tengo presagios de cosas terribles que luego se cumplen. Mi presente nunca es mi presente. Hago cosas con la sensación que otro las hace. 12 A veces el corazón es más adecuado para percibir las cosas que la razón, quizás porque el potencial actual de mi pensar se hizo en base a ideas aprendidas que eran falsas. 13 Lo que comí a las 12 se deshizo en feroces pesadillas en la siesta. ¿Las claves de los sueños están en lo que se come? 14 Mal que les pese a los moralistas, la mentira suele ser útil. La experiencia me permite decir que el grueso de las personas que he conocido y que se jactaban de decir grandes verdades, en realidad eran unos miserables. En general los mentirosos suelen ser útiles a la larga. 15 El juez que hizo beber cicuta a Sócrates. La ética de Philip Marlowe de meterse a conciencia en la mierda. La sensualidad de Faye Dunaway jugando al ajedrez con Steve Mc Queen. Esa fantástica historia de la espera que es Zama, la novela de Di Benedetto.La habitación 237 de la película de Kubrick “El resplandor”. Un pequeño ejemplo del listado de cosas que guardo en mi cabeza. 16 Hay veces que me siento con tanta abulia como si fuera de madera. Tanto, que desearía hasta estar enfermo, sentir algo que me conmoviera. 17 A veces bebo sin prudencia. Me obsesiona el sexo. Me agarran rachas de aislarme en la lectura, sin que importe otra cosa. Guardo pequeñas piedras en los bolsillos confiando que me protegerán de enfermedades o el mal sexo. Creo siempre en las promesas de los hijos. Tengo el hábito de cocinar a otros. Trato cada vez más de hablar lo mínimo. Si un inquisidor me hiciera optar entre quedar ciego, sordo o mudo, elegiría sin dudar quedarme mudo. 18 Ante las ruinas levanto mi copa de vino y llamo a los amigos para festejar, con la condición que traigan su botella. Hay que esperar la salida del sol y en el momento en que los primeros rayos se dibujan sobre lo que antes eran casas y hoy son cascotes y cosas destruidas, se deben beber las últimas gotas que quedan en los vasos y ponerse a trabajar. El que no quiera hacerlo perderá mi amistad. El que me acompañe seguirá contando con mi estima, aunque lo más probable es que construyamos no otra cosa que ruinas sobre ruinas. 19 Colecciono cactus porque me parecen las plantas más inteligentes. Sus espinas son realmente ingeniosas como para que muy pocos se animen a importunarlos. Ni siquiera el hombre en toda su evolución hizo con su cuerpo algo parecido. Se arreglan con poco agua como si sólo les preocupara vaya a saber qué procesos misteriosos en su pulpa gelatinosa protegida de lanzas. Sus frutos y flores son también raros y surgen de manera imprevista, sin respetar las estaciones adecuadas; o por lo menos así lo hacen en mi casa. Se mueren de modo sutil, pudriéndose de adentro hacia afuera, y es así que el proceso no es visible hasta último momento. No como nosotros que preanunciamos nuestro fin con severas arrugas. No sé si en las noches despiden oxígeno. Tampoco me importa. Necesito su presencia para poder echarles una ojeada antes de dormir y así sentirme protegido de los malos sueños. 20 A esa luna que cuelga en la noche le ha salido un pezón o me parece que necesito beber de su leche. Abrir su puerta a lo que oculta la oscuridad, y enternecerme de respuestas eternas. Porque no sé si es posible que llegue un amanecer, azucarado, limpio y tibio de lo que fue segunda piel. 21 Liados entre sábanas exhalamos aliento de vino y cigarrillo, pero predomina el aroma de los cuerpos. En esta pieza estamos alejados del mundo, como pájaros escondidos en un árbol de frondosa sombra, como los secretos que se esconden en el rumor del reflujo del mar. Agotados del sexo mis ojos redescubren algunas cosas de las pieza. Un cuadro con la foto de Janis Joplin -su sonrisa de niña de la que salía su desgarrada voz-. Otro cuadro con la reproducción de un óleo de Venecia, en un estilo impresionista de un autor desconocido que me gustó desde la primera vez que lo vi -predominan los colores celestes y azules de las aguas en un primer plano, sobre las casas y edificios que se encuentran hacia la derecha en un segundo plano, y toda la imagen me sugiere la idea, no sé por qué, que todo lo que crea el hombre es frágil-. Los libros apilados en forma desordenada sobre la cómoda -el ver que tengo libros me sugiere que hice algo más que vivir-. Mientras tanto te acurrucas entre mi brazo derecho y mi pecho, y con mis dedos te acaricio. Todavía, por cierto instinto, una de mis manos tiende a buscar tu entrepierna. Sólo por instinto, también, creo que pienso. 22 Como un ahorcado, un farol nos ilumina. Tengo el ahogo de tu beso. 23 Con la cabeza liviana por el alcohol, creo que ya no tengo secretos. Dos grandes ojos negros me clavan en una esquina. Esa mujer cree que debería sonrojarme por invitarla a dormir. Mi decisión la convence. Quería amarla pero también hablarle toda la noche de mi vida despojada de mentiras. Tuve que pagar por las dos cosas. El sol llegó junto con cierta pesadez en mi cabeza. La mujer se va, pero me deja de regalo un genio singularísimo, que sólo con pedírselo guarda bajo llave todos mis secretos. 24 Escribía y fumaba. Se le terminaron los cigarrillos así que se sirvió un whisqui. Escribía y tomaba. Se le terminó el whisqui. Se sirvió agua. Escribía y bebía grandes cantidades de agua. En un momento se sintió ahogado en un mar de palabras. Decidió salir a la superficie, respirar aire fresco. Pero las palabras lo persiguieron cuando apenas si había puesto los pies en el jardín. Retornó a su silla y a su computadora y volvió a escribir sin pausas de ningún tipo. Selección de varios poemarios NO SÉ no sé si hay días más felices que otros, pero sí los hay más tristes la tristeza se renueva y se acumula y todo corazón tiene su límite -cada vez late con más fuerza y el ruido ensordece por las calles-. ENCENDAMOS UN FÓSFORO encendamos un fósforo que la calle muestra sus sombras movedizas, el que nació hace setenta años y muerto pocos minutos atrás aniquilado de frío ya no tiene presente, si bien para tres desprolijos borrachos recién ha nacido, por eso festejan y me hacen señas como para contarme un secreto. UN POETA un poeta vejado y torturado no puede impedir que sus palabras sean a la vez vejadas y torturadas el poeta puede no resistir caer asesinado, pero los verdugos siempre terminarán delatados por esas palabras que sufrieron filos y picanas. COMPARAR CIERTOS LATIDOS Comparar ciertos latidos apresurados Al ruido de los tanques y de las botas Encerrar esta pura inocencia en unos versos Que son como el pan y el agua O en una celda llena de barrotes y de guardias Con picanas que aprovechan la valentía o el miedo Y nos dejan sin el mínimo pan, sin la mínima agua Carajo que nos sacan a jirones la pura inocencia Y nos llenan de odio y mire Entrar a amasijar tanto lastre Por esa cuestión de que la libertad Entra en el mercado y sólo se cotiza A fuerza de tanta lucha y tanto hermano. 1 Aléjate del reloj, decía mi madre, y me obligaba a tomar espesos platos de sopa. Mi viejo era distinto. Confiaba en las virtudes que escondían mis ojos y me mandaba a prender sus cigarrillos. En mis hermanos nunca confié demasiado. Sólo jugaba con ellos cada tanto algunas partidas de ajedrez. Cuando crecí lo suficiente para decirles adiós recuerdo que nadie atinó a detenerme. Solemos vernos cada tanto para cruzarnos regalos baratos. 2 He dado diferentes tipos de alimentos a las especies en que me he ido transformando a lo largo de mi vida. De niño, cuando me asemejaba a un pequeño mono bribón, comía cuanto fruto colgara de los árboles. Mastiqué naranjas, manzanas, mandarinas, nísperos, pero, poco inteligente, también frutos tóxicos que me dejaban arrepentido por la leche de madre perdida. De joven, cuando me sentía vivo y elástico como un gato, conocí la carne y así me mantuve saludable como para descubrir el sexo en lugares alejados de la cama. Ya grande, convertido en un asno manso y perezoso, dejé que una mujer me alimentara a puro arroz y fideos, y apenas si sobreviví como para amar y leer un libro en cada cambio de estación. Ahora que me acerco a la vejez, transformado en un perro con dolores de hueso, apenas si me queda un poco de dentadura como para masticar pequeñas hojas verdes. Sólo cada tanto, recuerdo las especies que no fui, y allí me alimento de mi propio corazón, crudo y sangrante. 7 Una mujer mal vestida me pidió que la amara en un callejón. Fue un amor tan intenso que decidí comprarla. Tenerla siempre a mano al volver del trabajo. Que estuviera a mi lado al despertar y antes de dormir. Pero los amores nunca fueron iguales, y la piedad impidió que le devolviera sus ropas raídas y su callejón. Hay meses que pierdo medio sueldo en putas baratas buscando aquella intensidad. Pero siempre esos amores se asemejan a los pobres tactos y orgasmos de la casa. Atesoro siempre el paraíso de aquella mujer mal vestida en un callejón, pero no basta para vivir. 8 He tenido reflexiones tan tristes sobre sucesos tan nefastos, como las bombas en Medio Oriente y el hambre en la periferia de los barrios, que decidí tomar una gran decisión: buscar las putas más hermosas de Trelew y creer que toda la fiesta de la vida consiste en eso. 9 Las ropas que visto fueron compradas a tipos que se encuentran próximos a morir. Concientes de su fin, obtuve de ellos buenos precios. Sólo me arrepiento de un gorro que no tuve el cuidado de probármelo, y cuando llegué a casa descubrí que no entraba en mi cabeza. No sé porqué dejé pasar unos días y cuando traté de devolverlo ya era tarde. El tipo se probaba su ataúd. 10 Ella me dejó, pero a veces me consuela pensar que tiene momentos donde escarba en mi ausencia y se arrepiente. Tantos años en mi compañía, hicieron que descubriera mis partes malas. Desde que me dejó, recuerda mis partes buenas. 11 Admitiría morir, vaya y pase, pero estar ciego, que me corten la lengua, o que quede impotente, me resulta inconcebible. Entiendo más el suicidio que tener un gancho en lugar de mano. 12 Tus ojos se llenan de lágrimas y te encuentro igualmente bella, despunta siempre de tu cuerpo la aureola de las flores y los pájaros. Tuve la suerte siempre de conocer mujeres así. Recuerdo una casa de putas donde una tal Loló se desnudaba entre sábanas podridas, una palangana esmaltada, un espejo roto y una cortina de plástico negro que no dejaba filtrar el sol de la calle. Nada de ese entorno impresionaba su belleza. Encandilado por la lindura de las mujeres que me tocaron en suerte, nunca les pregunté si en verdad ellas se sentían así, agraciadas de esa íntima fuerza. O por el contrario, amaban y vivían como muñecas rotas. 21 A mí siempre me asignan las tareas más difíciles. Sufro miles de accidentes. Las mujeres ya no me hablan a la segunda noche. Los fantasmas requisan mi casa y por eso nunca encuentro lo que busco. Lástima que no sea un perro para mostrar los dientes. 23 Desconfío de los que hablan de arreglar todo pacíficamente. Desconfío más de ellos que de los que piden orden. Un hombre furioso me anima a sumarme a su causa. Soy comprensivo con los provocadores de problemas. Estoy seguro que las naturalezas con calma encierran las peores tempestades. Creo que la gente está muy cansada de los lobos con piel de cordero. No quiero seguir tan lejos del futuro como si recién empezáramos. 33 Al hacerla pasar a mi habitación sabía de todas las fantasías que me animaban. La diosa benéfica de la desnudez de una mujer me inspira la fe en el cuerpo, la ausencia de recuerdos, el olvido de mi vida. El tiempo sólo permite echar el guante a estas cosas. 44 Hay quienes empiezan a tener miedo por cuestiones absurdas como la extinción del águila real, los osos pandas y algunas otras especies de animales de nombres extraños. Otros sienten escalofrío al pensar en los saltos que ha dado la ciencia en las últimas décadas. Por caso, la clonación de seres vivos o los misiles que matan con justeza de cirujano a miles de kilómetros de distancia de su partida. En realidad a lo único que hay que tener miedo es a la propia desaparición. Nada peor que contemplar el suelo y darse cuenta que nos traga. SI ARRASTRO AL FIN A ESA MUJER si arrastro al fin a esa mujer la maría que el poeta encontró en buenos aires, y apareció en mi ciudad cuando escupía sin ganas en un banco y un día uniforme y por llover llevaba a pobres animales a sus cuevas, y linyeras con ojos como plomadas rastreaban monedas por el piso si ya la estoy llevando de los pelos a esa mujer que se hizo trenzas mirándose en los ojos del poeta antes de empezar la matineé en el cine más rasca de floresta, y que apareció sin maletas en mi ciudad aunque con carga en la cara de pinturas, como esa cera que acumulaba en mis uñas por escarbar mi oreja y mi respiración que se ahogaba en el pecho por no sé cuál hollín de los recuerdos si ya se encuentra en mi cama esa mujer extenuada de tantos amores viejos, como el del poeta con torpeza y público en los fondos de la estación de villa luro antes de buscar en algún boliche una sartén de huevos, cebolla y carne y qué tren invisible de villa luro la trajo a mi ciudad me arrancó de una soledad jadeante en un banco en un día uniforme, con el colmo de linyeras mirándome con lástima y dejó que con bronca le arrancara sus ropas clavadas en su piel por el viaje desde ese buenos aires que reconocía en cada uno de sus gemidos que salían de una boca donde el poeta sonreía. ESTA MUJER PODRIA SER MI MUJER Esta mujer podría ser mi mujer, pero, hasta el momento, es sólo mi enfermera. Contratada desde que hace días la fiebre empezó a rondar los cuarenta grados y los médicos decidieron salomónicamente que debía meterme entre las sábanas y esperar a que todo se arreglara. Esta mujer podría ser mi mujer, pero, hasta el momento, es sólo mi enfermera. Se ocupa en darme pastillas y genioles que hacen sangrar mi úlcera; retacea los vasos de agua que le pido y, sin ningún tipo de consulta, guarda en su cartera mis billetes. Me entretiene leyendo los prospectos de esos medicamentos que guarda en los bolsillos de su guardapolvo rosa celosamente, y cuando intento con mi mano tocar sus entrepiernas, me empieza a hablar de los enfermos que vio morir en sus años de profesión y de las veces que las últimas bocanadas de aire coincidieron con escupidas de sangre y profundos gemidos que sonaban a un tren llegando de lejos. No puedo entonces transmitirle mis ganas de hacerle el amor, de proponerle que abandone su profesión y viva conmigo. Por el contrario, sus terribles historias me hacen sudar como caballo, congelan mi lengua y nublan mis ojos. Esta mujer podría ser mi mujer, pero, a esta altura no sé si podría sobrevivir a sus extremos cuidados. Temo además encontrar su lengua bífida cuando en medio de la excitación y los arrebatos del cuerpo, busque desesperado su boca con mi boca. De “7 poemas por Atahualpa”* “Unicamente el vientocazador o sirena, adormece dulcemente su muerte” Raúl González Tuñón 1 Soy una piedra del fondo del río Soy una piedra del río sólida, sin poros Soy una piedra superficialmente mojada Pero con su centro seco Con su interior totalmente seco Una piedra que no tiene De donde Inventar una lágrima. 2 No hay nadie en la multitud que hace de estas calles una ciudad. En los que levantan la mano y me saludan. En el quiosquero donde compro el diario, En la panadería donde compro el pan O en el bar donde me tomo un vino. No hay nadie y por lo tanto no hay amor ni odio. Por la ciudad pasan vientos de encierro y nadie se conmueve. Siento que en esta ciudad la sangre no es roja Y que está llena de monstruos que lidian con la muerte de los justos. No hay nadie en la multitud que hace de estas calles una ciudad. O por lo menos hoy nos los hay. O en realidad hoy yo no estoy para nadie, Y esta ciudad es sólo un sabor amargo que sube hasta la boca. 3 Había un rayo de luz en lo que ahora es penumbra O en lo que ahora es penumbra había ojos Y en los ojos había lenguas de brujas o machis Que anunciaban malos sortilegios Y de los malos sortilegios nació una explosión de sangre Y de la explosión de sangre un destino de noche fría Y un destino de noche fría es un error del mundo Y un error del mundo hace que los brazos no abracen Que sólo quede una picazón de sombra, sin nadie. 4 Probablemente tenía un corazón del tamaño del mundo. Dicen que siempre estaba dispuesto a una sonrisa. Por tenacidad de sus ancestros Seguramente habría alcanzado sus sueños. Uno a veces se pregunta por qué la muerte Camina tantas veces en dirección del que empuña Muchas vidas en una sola vida. Uno a veces se pregunta Por qué la orfandad de cosa de un arma, O por qué la orfandad de alma del asesino. 5 Hay quienes ya se queman cuando los toca el sol Sobre los hombros, Hay quienes siempre se preguntan ¿qué clase De país es éste? Hay quienes albergan espíritus de brazos abiertos Y sólo reciben golpes, Hay personas que solo saben caminar tras una fila O un cortejo, Hay quienes desean descubrir en las mañanas Huellas de una grave enfermedad, Hay personas que apenas si ganan para comer y creen Que el mundo es racional, Hay hombres discretos que al volver al hogar Golpean a sus mujeres, Hay quienes se quedan sentados en silencio Esperando que el tiempo pase, Hay personas que resplandecen aunque coman De algún basural, Hay quienes viven felices si tienen alcohol Y los acompaña una mascota, Hay amantes que crean un mundo En un cuarto pequeño, Hay quienes piensan en monumentos Cuando hablan de patria, Hay quienes solo desean del futuro tener Una buena muerte, Hay personas que se deprimen al presentir Un día de lluvia, Hay cuerpos que duermen sumergidos en las sombras De una calle, Hay hombres minúsculos que deciden la vida O la muerte de millones, Hay quienes agitan en sus cabezas pensamientos De odio a los extraños, Hay mundos de mujeres bellas, litros de whisky Y frugales comidas, Hay quienes actúan personas que no son y se sienten Felices por el engaño, Hay personas transparentes que reciben la traición Del amigo, Hay talentos arruinados por el desamor y las cuentas Impagas, Hay quienes desprecian el lujo y se rebelan Contra el lucro, Hay personas que creen que sólo se vive Por el confort, Y hay personas que saben que sólo sirve la memoria Que subleva, Y que existe un mundo de orden o caos donde las muertes violentas También son naturales. 6 Hay muertes que no permiten dar tregua a las lágrimas. Dolores que acechan tras las puertas Y obedecen como esclavos. Duelen las muertes que van un poco más lejos Que el común de las muertes, Las truncas vidas de quienes apenas Empezaban a vivir. Ese dolor pide justicia contra la traición Del tiempo. 7 Señalas al sol para decir adónde vas. Señalas la tierra para decir de dónde somos. Señalas la luna para decir dónde se esconden Los sueños. Señalas el cielo para decir que no es allí Sino en el corazón dónde se te atesora. *Atahualpa Martínez Vinaya, joven asesinado en Viedma