JORDÁN B. GENTA El filósofo y los sofistas Curso de Introducción a la Filosofía DIÁLOGOS SOCRÁTICOS DE PLATÓN Segunda Edición Revisada y anotada a cargo de MARIO CAPONNETTO Buenos Aires 2009 A OSCAR CÉSAR ALCAYAGA The thousandth man Nota preliminar a la segunda edición La primera edición de este libro vio la luz en Buenos Aires, en 19491. Desde entonces, varias generaciones de docentes y de alumnos han continuado abrevando en sus páginas -hoy inhallablesconsideradas por muchos como una de las mejores introducciones al filosofar. Así es que en los últimos años los pedidos de una reedición fueron en aumento. Se imponía, pues, abocarse a la tarea de preparar una segunda edición convenientemente actualizada y revisada. Al revisar el texto de 1949 nos encontramos con la necesidad de formular algunas aclaraciones. En primer lugar, los textos de Platón. La versión más utilizada por Genta es la de Patricio de Azcárate Corral, el gran helenista español cuya traducción de las Obras Completas de Platón se publicó en Madrid entre los años 1871 a 1872 sumando en total once volúmenes. Hemos hallado en la biblioteca particular de Genta una edición de la traducción de Azcárate, en cuatro volúmenes, editada por Anaconda, en Buenos Aires, en 19462, cuyas páginas testimonian el uso abundante y frecuente con extensos pasajes subrayados y algunas anotaciones marginales. Sin embargo, no ha sido la versión de Azcárate la única pues hemos encontrado entre los libros de Genta el tomo VIII de la versión bilingüe, griego francés, de las Obras Completas de Platón de Auguste Diès3, que contiene el diálogo Parménides, también debidamente subrayado y anotado. Es preciso advertir que, con arreglo a criterios actuales, el texto de Platón traducido por Patricio de Azcárate dista mucho de la excelencia; en efecto, procede de ediciones francesas, es anterior a las ediciones críticas en griego hoy reconocidas e, incluso, contiene errores de traducción. No obstante no se han de quitar méritos a esta obra. De hecho, la versión de Azcárate tuvo una enorme difusión en el mundo hispanohablante y, por años, fue casi la única. Transmite un conocimiento de los textos platónicos que si bien para los críticos 1 JORDÁN B. GENTA, El Filósofo y los sofistas. Curso de Introducción a la Filosofía. Diálogos socráticos de Platón, Talleres Gráficos Lumen, Buenos Aires, 1949. 2 PLATÓN, Obras Completas. Traducción de Patricio de Azcárate, Ediciones Anaconda, Buenos Aires, 1946. Cuatro tomos. 3 PLATÓN, Oeuvres Complétes, Tome VIII, 1º Partie, Parménide, Texte etabli et traduit par Auguste Diès, París, Société d’édition “Les Belles Lettres”, 1923. y los especialistas resulta, a todas luces, deficiente, en esencia es válido y permite una adecuada aproximación para el que quiera internarse en el fascinante mundo del pensamiento de Platón sin las exigencias del crítico y del especialista. Por este motivo desechamos la primitiva idea de sustituir los textos citados en el original por los correspondientes de otras versiones más actualizadas o de reconocida excelencia. Tal procedimiento hubiera sido, por otra parte, una indebida intromisión en obra ajena. Además, Genta tenía a su disposición, en la época en que redactó estas lecciones, otras versiones de los textos platónicos -ya mencionamos la francesa de Auguste Diès- a las que conocía, y si no echó manos de ellas es porque consideró que a los fines de sus propósitos la versión utilizada era suficiente. No obstante hicimos un cotejo con otras versiones. En primer lugar, hemos tenido a la vista la magnífica versión italiana de Giovanni Reale4 la que nos sirvió, en todos los casos, de guía para precisar cada cita conforme a la paginación de Henricus Stephanus de uso universal en la versión moderna de las obras platónicas. Hemos utilizado, además, la edición griego española del diálogo Protágoras realizado sobre la versión inglesa de J. Burnet por J. Velarde5. Otro texto que nos ha guiado es la versión española de La República de José Antonio Miguez6. Sumamos a éstas, las versiones españolas de Apología, Critón, Laques y Fedón de María Juana Ribas reunidas en un único volumen con un Estudio preliminar de María J. Ribas y A. González7. En la red, en el sitio web Akademos, hemos podido consultar las versiones inglesas del Fedón, el Banquete y la Apología, realizada por Benjamín Howet como parte del proyecto Gutemberg8. Al realizar estos cotejos confirmamos la impresión inicial respecto de que la vieja versión de Azcárate, mayoritariamente utilizada por Genta, se adaptaba a los propósitos del texto por lo que la mantuvimos sin cambio alguno. 4 PLATONE, Tutti gli scritti. Edittore GIOVANNI REALE, Rusconi, Milano, 1991. PLATÓN, Protágoras. Versión bilingüe griego español. Edición de J. BURNET, Oxford, 1903. Traducción española de J. VELARDE. Pentalfa Ediciones, Clásicos El Basilisco, Oviedo, 1980. 6 PLATÓN, La República. Prólogo y traducción del griego de JOSÉ ANTONIO MIGUEZ, Aguilar, Madrid, tercera edición, 1968. 7 PLATÓN, Diálogos. Estudio preliminar de MARÍA J. RIBAS y A. GONZÁLEZ. Traducción de MARÍA JUANA RIBAS. Editorial Bruguera, Barcelona, 1975. 8 Véase Akademos, http://www.galeon.com/filoesp/Akademos7obras/index.htm 5 Otro problema a considerar fue el de la autenticidad del diálogo Alcibíades, atribuido a Platón, a cuyo detenido análisis dedica Genta la segunda parte del libro. Como sabemos, en general, las versiones actuales de las Obras Completas de Platón ya no incluyen este Diálogo pues la mayoría de los críticos actuales lo ha declarado no auténtico. Pero, al respecto, se ha de señalar que tanto la versión de Azcárate como algunas versiones francesas a la que Genta tenía acceso -y que seguían la antigua tradición de atribuir el Diálogo a Platón-, sí lo incluían. Entre estas últimas, por ejemplo, las versiones de Mauice Croiset9, la de L. Robin10 y la publicada bajo el patrocinio de la Association G. Budé11. Por otra parte, la cuestión de la autenticidad de este Diálogo se plantea ya en la primera mitad del siglo XIX, primero por obra del filósofo alemán F. Schleiermacher y, posteriormente, por la de otros comentaristas fundamentalmente alemanes. De manera que en la época en que Genta escribe su libro el asunto era bien conocido y no podemos presumir que nuestro autor ignorara la cuestión. De hecho, el mismo Croiset, en el volumen mencionado, discute el problema y rechaza la tesis de la no autenticidad de los críticos alemanes12. Simplemente, no lo tuvo en cuenta pues para el objeto de sus reflexiones la cuestión crítica carecía de relevancia. Esta es la opinión de Caturelli quien al respecto escribe: “No debe pensarse que nuestro autor procedía con ligereza […] Seguramente, Genta no tuvo en cuenta estos problemas de cronología y autenticidad de los diálogos platónicos, que de ningún modo afectan su reflexión13”. Téngase presente, además que aún no siendo auténtico, el Alcibíades es inequívocamente “platónico” y contiene las claves fundamentales de la filosofía platónica a tal punto que ha sido y sigue siendo considerado como la obligada iniciación al pensamiento de Platón y de su maestro, Sócrates14. Otra cuestión que nos planteó el texto de la primera edición fue el rastreo de numerosas citas que, o bien no consignaban la fuente, o 9 PLATON, Oeuvres Complétes, tomo I; texte établi et traduit par MAURICE CROSET, Les Belles Lettres, París, 1925. 10 PLATON, Oeuvres Compétes, traduction nouvelle et notes par L. ROBIN, 2 volúmenes, Bibliotheque de la Pleïade, Gallimard, París, 1940, 1942. 11 PLATON, Oeuvres Complétes, Collection des les Universités de France, publiées sous le patronage de l’Association G .Budé. Les Belles Lettres, 13 vols., París, 1920 y ss. 12 PLATÓN, Oeuvres Complétes, tomo I, texte établi et traduir par MAURICE CROSET…, o. c. pp. 49-59. 13 ALBERTO CATURELLI, Jordán Bruno Genta, Filósofo, “Gladius”, 61 (2004), pp. 173-185. 14 Respecto de la autenticidad del Diálogo Alcibíades, la discusión sigue abierta. Algunos trabajos han vuelto a proponer la tesis de su autenticidad. Ver al respecto: ANDRÉ MOTTE, Pour l’authenticité du Premier Alcibiade, “La Antiquité classique”, 30 (1961), pp 5-32. lo hacían sólo de manera incompleta. Este aparente “descuido” en el modo de citar se explica si se tiene en cuenta que el libro recoge el contenido de lecciones orales que eran transcriptas taquigráficamente por alguno de los oyentes y luego, una vez mecanografiadas, sometidas a la corrección del maestro. Éste, a su vez, citaba casi siempre de memoria (tan prodigiosa era esta facultad en él que en sus clases no se valía más que de algunas escasas notas escritas confiando el resto a la memoria). Pues bien, hemos podido -tras no poca paciencia- rastrear la totalidad de las citas aunque, en la mayoría de los casos, no nos ha sido posible hacernos de las versiones utilizadas por el autor y así lo hemos dejado consignado en cada una de nuestras notas a pie de página. Finalmente, hemos introducido algunos muy pocos cambios de palabras o de expresiones. Dichos cambios los señalamos mediante el uso de la tipografía en negrita. Además, hemos añadido a la presente edición, una carta de Coriolano Alberini dirigida al autor en ocasión de la aparición del libro, una Bibliografía y un índice de nombres y de temas. El filósofo y los sofistas es una honda meditación sobre la Sabiduría humana y divina que brilla en el resplandor de su propia luz y en su vigoroso contraste con la sofística. En esta oposición, siempre vigente, se juega sin duda nuestro destino. De allí, pues, la vigencia de estas lecciones cuya nueva lectura nos ha traído el eco de tantas otras que tuvimos el privilegio y la gracia de recoger directamente de los labios del maestro durante largos y fecundos años de discipulado. Por eso nos ha parecido oportuno volver a editarlas y ofrecerlas a la meditación de las nuevas generaciones. MARIO CAPONNETTO Buenos Aires, agosto de 2009 Carta de Coriolano Alberini dirigida al autor con motivo de la primera edición INSTITUTO LIBRE DE SEGUNDA ENSEÑANZA LIBERTAD 555 Buenos Aires, a 2 de junio de 1949 Señor Dr. Jordán B. Genta Mi muy estimado amigo: He terminado la lectura de su magnífico libro “El filósofo y los sofistas”. Acabo de enviarlo a la encuadernación. Luego repetiré la lectura. No es para menos. Según una frase de no sé quien, una persona, después de haber leído y meditado libros de esta clase, se siente mejor. Tal es el vigoroso espíritu ético que emana en cada línea. Está escrito bellamente y con enérgica claridad. Ya ve usted que se puede ser profundo sin dejar de ser transparente. Así se debe filosofar. Solía yo decir en mis clases: cuando se filosofa, la mente debe ser como un poderoso arco voltaico: el profesor o escritor lo va descolgando lentamente en un pozo sin fondo. Digo sin fondo, porque nunca se acaba de profundizar los problemas del alma. Tal es el espíritu de su obra, sea cual fuere las discusiones que pueda suscitar la letra. “Per molto variar, natura é bella…” Y no menos interesante es comprobar algo que se impone de inmediato, esto es, detrás de la obra, flor de madurez mental, hay todo un hombre, rico de varonía clásica, embellecida por el cristianismo. Con Platón, bien puede decir usted que corresponde filosofar con toda el alma. Gracias, pues, por el obsequio del libro y por la lección de bienestar espiritual que usted me ha dado. Con mis respetos para su señora, reciba un abrazo de su amigo. Coriolano Alberini Prefacio Se publican en este volumen, las clases de un primer curso de Filosofía –septiembre de 1947 a mayo de 1948– que dicté en mi hogar, en el íntimo y recoleto recinto cuyo decoro y modestia prestigian la cátedra privada de un profesor que fuera alejado de la docencia oficial. Es un privilegio haber podido continuar enseñando en la misma forma en que lo hiciera en los Institutos Nacionales del Profesorado de Paraná y de Buenos Aires y en la Universidad Nacional del Litoral. La Verdad no cambia y su limpio testimonio está por encima de las contingencias adversas. “[...] Si la fortuna te apartare de los primeros puestos de la República; si estuvieres firme y la ayudaras con voces; y si te cerrasen los labios, no descaezcas, ayúdala en silencio que el cuidado del buen ciudadano jamás es inútil, pues siempre hace fruto con el oído, con la vista, con el rostro, con la voluntad, con una tácita obstinación y hasta con los mismo pasos [...] ¿Piensas tú que es de poco fruto el ejemplo del que retirado vive bien?15” Agradezco íntimamente a los amigos y alumnos que siguen mis lecciones por su cordial adhesión y por haberme permitido mantener una humilde escuela de filosofía; una pequeña comunidad al margen de intereses materiales, remontada en la intención y sin rencores que perturban la objetividad del juicio; al servicio de la Patria en el esclarecimiento de las ideas que determinan nuestra mentalidad, de los errores que nos esclavizan y de la Verdad que nos hace libres. Jordán B. Genta. Buenos Aires, enero de 1949. 15 LUCIO ANNEO SÉNECA, De la tranquilidad del alma, IV. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. PRIMERA PARTE Nuestra mentalidad de modernos Del mismo modo que un temblor de tierra devasta y arrasa las ciudades [...] la vida se derrumba, se debilita y pierde su valor, cuando el temblor de los conceptos producido por la «ciencia», priva al hombre de su base de sustentación, de todo aquello que le proporciona la calma y la fe en lo duradero y eterno. FRIEDRICH NIETZSCHE LECCIÓN I El mejor camino que se puede seguir para iniciar el estudio de la filosofía en las condiciones actuales, es el examen de la propia mentalidad, de nuestra manera habitual de ver y entender el mundo y la vida. De este modo se comienza a pensar filosóficamente con la reflexión crítica sobre nuestra mentalidad radicalmente antifilosófica, es decir, conformada en la indiferencia o en el desprecio de la filosofía. Como resultado del ambiente intelectual que nos ha acompañado y saturado desde la cuna, de la educación escolar recibida, de los libros y periódicos más leídos, del cine más visto y de las opiniones más escuchadas, prevalece en cada uno de nosotros, una concepción del mundo y de la vida que traduce con más o menos vulgaridad, el punto de vista de la ciencia de la naturaleza con sus sistema de leyes exactas, sus hipótesis mecanicistas y su ingente material de hechos experimentales, prolijamente medidos y clasificados. Es notorio que desde el Renacimiento (siglos XV y XVI), ese tipo de representación mecánica, amorfa e indiferente que resuelve todas las cosas en un juego ciego de masas, corpúsculos o átomos que se mueven y en un registro de escalas graduadas; es notorio, repito, que ese tipo de representación de la Naturaleza que la muestra como “un libro escrito con caracteres geométricos16”, ha ido sustituyendo la antigua versión de un libro de la Naturaleza escrito con caracteres significativos, de una realidad interior, orgánica y superior, llena de intención y de sentido espiritual. Un joven discípulo de la Academia de Platón (siglo IV a. C.) o de la Universidad de París (siglo XIII), cuando abría los ojos en el amanecer de su inteligencia especulativa, contemplaba absorto un mundo maravilloso; sabía captar por abstracción o por sugerencia de lo sensible mismo, la palpitante intimidad de los seres debajo de la superficie material, inerte y opaca: la forma, la esencia pura, que define la sustancia de las cosas y hace que el agua sea agua, que la plata sea plata y que el alma sea alma. Su mirada intelectual, formada en el hábito de lo esencial y sustantivo, sabía distinguir un mundo superior donde cada estrella da su nota justa y la celestial armonía renueva los mismos acordes sin detenerse jamás para celebrar la Creación y agradecer a la divina mano que discurre eternamente sobre el fúlgido teclado; y debajo, el mundo inferior, sublunar, demasiado humano, donde la tierra es oscura y el agua es turbia; donde se mezclan necesidades y aventuras, concordias y discordias, luces y sombras. Y también sabía que el conjunto universal de los seres se despliega verticalmente en una escala jerárquica, donde cada uno tiene su lugar propio e intransferible. 16 Alude a la conocida sentencia de Galileo Galilei en su obra Il Saggiatore: “La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el universo, pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, a conocer los caracteres en los que está escrito. Está escrito en lengua matemática y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto” (GALILEO GALILEI, El Ensayador, 6, Buenos Aires, 1981, p. 63). El joven estudiante de filosofía sabía que todo verdadero estudio sólo se ocupa de la eternidad; y el examen de las cosas fugaces, hasta de aquellas fugacísimas que son una vez y nunca más, lo hacía todavía con referencia a la eternidad. Y de este modo encontraba siempre en la imagen móvil de las apariencias, la inmóvil realidad que buscaba: un mundo de formas y de tipos fijos. Su atención se demoraba en lo eterno del hombre, más bien que en lo circunstancial; y no se le habría ocurrido nunca rebajar al hombre, hasta reducirlo a un producto de las circunstancias, aunque muchas veces no merezca ser otra cosa. En todo sabía reconocer lo superior y lo inferior, lo que es primero y lo que sigue después; la sustancia y los accidentes, el acto y la potencia, la forma y la materia, la causa y el efecto, el fin y los medios. Lo normal era siempre lo mejor; el caso normal era el ejemplar óptimo, el más excelente de su especie, el más acabado y completo. Hubiera abominado de una normalidad de términos medios, de denominadores comunes, de tipos standard. Si ese estudiante viviera en el día de hoy y fuera argentino, diría que el argentino normal, el ciudadano normal de este país es el General San Martín; le parecería un atentado sostener, por ejemplo, que es el Maestro Normal. El hombre normal no es el hombre común que pregonan las épocas ordinarias, pequeñas, pusilánimes. El hombre normal es el santo, el héroe, el filósofo, el poeta, el político; es el gran contemplativo a la manera de San Juan de la Cruz; es el caudillo de raza a la manera de Juan Manuel de Rosas. El joven estudiante de filosofía habría aprendido en la lectura de Aristóteles que “conviene observar la naturaleza en los seres que se han desenvuelto según sus leyes, más bien que en los seres degradados. Supongamos, pues, un hombre en quien sea visible el sello de su naturaleza; porque no hablo de los seres corrompidos o dispuestos a corromperse, en los cuales el cuerpo suele mandar al alma; son viciosos y se conoce que están hechos contra el voto de la naturaleza”17. Y tan ajustado criterio de juicio y de valoración para examinar las cuestiones que se le plantearan, le habría permitido apreciar debidamente el lamentable error en que incurre, por ejemplo, el ilustre investigador de la ciencia biológica D. Santiago Ramón y Cajal, cuando escribe sentencioso: “en la naturaleza no hay superior ni inferior, ni cosas accesorias ni principales. Estas jerarquías que nuestro espíritu se complace en asignar a los fenómenos naturales proceden de que, en lugar de considerar las cosas en sí y en su interno encadenamiento, las miramos solamente con relación a la utilidad o al placer que puedan proporcionarnos. En la cadena de la vida todos los eslabones son igualmente valiosos, porque todos resultan igualmente necesarios”18. Nuestro joven estudiante habría comentado que ocurre justamente lo contrario y que ese pregonado igualitarismo de los fenómenos de la naturaleza, 17 Política I, 1254 a 32 – 1254 b 2. SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL, Reglas y Consejos sobre Investigación Biológica, pp. 24, 25. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 18 esa nivelación de la caída de una hoja y de la rotación de un planeta, no es más que el punto de vista de la ciencia exacta y experimental de los fenómenos. Y ese punto de vista se desentiende de las esencias, de lo que las cosas son en sí mismas, para enfocar sus determinaciones espaciales, sus aspectos mensurables y observables, “sus caracteres geométricos”. Por eso es una ciencia de leyes y no de causas; no explica nada pero describe las regularidades exactas que rigen el curso de los fenómenos y comprueba la serie de los efectos sensibles. El hombre, por medio del conocimiento de las leyes exactas y de las circunstancias eficaces, aísla series de fenómenos y es capaz de reproducirlas experimentalmente. Así, por ejemplo, pasa del agua al hidrógeno y al oxígeno, y de estos últimos a aquella, con sólo conocer la fórmula matemática de su composición química y las condiciones del cambio. Ignora las causas del tránsito pero domina su producción; así como ignora la causa de la atracción de los cuerpos, pero conoce la fórmula exacta que mide esa atracción y domina prácticamente el proceso. El punto de vista de la ciencia exacta y experimental sólo considera la faz aprovechable de las cosas a través de la determinación cuantitativa de sus cambios sensibles; por esto es un conocimiento que finaliza en el uso, en la explotación técnica de la naturaleza para provecho del hombre. Se comprende, pues, que todas las diferencias esenciales, todas las distinciones de rango y de valor, todas las calidades intrínsecas se borren desde una perspectiva científica que recorta las cosas en sus lineamientos espaciales. Y el espacio matemático es homogéneo en todas sus partes, así como todo lo que se determina en la cantidad sólo acusa diferencias de más o de menos. Los cuerpos se presentan en este enfoque matemático, como limitaciones del espacio, como magnitudes determinadas de la extensión. ¿Acaso la física matemática de Copérnico y de Newton, de Galileo y de Descartes, no borra toda diferencia de ser y de rango entre el cielo y la tierra? ¿Acaso no estamos en el cielo como uno de los innumerables granitos de arena del universo que es uno y el mismo en todas partes? Ramón y Cajal, concluiría nuestro joven estudiante, no hace más que repetir en el texto citado, esa manera de ver y de entender el universo que os domina a vosotros, hombres del siglo XX, y lo grave es que hacéis, de esa esquemática y pobrísima imagen, la realidad misma del Universo. LECCIÓN II La concepción mecánica, amorfa e indiferente del mundo y de la vida que define nuestra mentalidad de modernos, tiene su raíz en la función rectora y cada vez más exclusiva que vienen ejerciendo las Matemáticas en todos los dominios del saber humano, desde comienzos del siglo XVII a partir de Descartes y de Galileo principalmente. Y en esta época atómica que parece iniciarse, el hábito de cálculo y experimentación se ha generalizado tanto y ha llegado a ser tan absorbente y abusivo que sólo se admiten los resultados obtenidos por tales métodos, trátese de un problema físico o de un problema moral. Así como todos somos, en mayor o menor medida, lamentablemente marxistas, debemos confesarnos más o menos cartesianos en el sentido de que sólo nos impresionan y convencen los conocimientos de tipo matemático, junto con sus prodigiosas aplicaciones prácticas: “teorías” como la de la gravitación universal, la de las fuerzas eléctricas o la mendeliana de la herencia; y, en su defecto, previsiones estadísticas acerca de la producción, los nacimientos o los suicidios en los próximos años. Es notorio que el espíritu público se tonifica en el día de hoy, con la lectura de cuadrantes y diagramas; y que la fe popular se robustece delante de un adefesio donde se levantan las columnas estadísticas del progreso y del enriquecimiento de la República. El lenguaje de los números ha llegado a ser el más elocuente, el más fuerte y persuasivo, tanto para el miembro titular de una Academia científica, como para la multitud reunida en la plaza pública; es que los números son terminantes, imponentes, irrefutables, al igual que los hechos. Claro está que nadie repara ya que los números son abstracciones vacías e indiferentes de suyo; así como el hecho bruto, material, aquí y ahora, apenas si dura un instante y ya se cambia por otro igualmente precario y fugaz. Nuestro siglo ha instaurado, además, el monopolio pedagógico de las Matemáticas; no solamente el estudio de las diversas ciencias y en los grados sucesivos está vertebrado en las matemáticas, sino que el recurso didáctico universal para enseñar cualesquiera saberes es el sistema del cálculo numérico y de las ilustraciones geométricas: planos, mapas, esquemas, enumeraciones, catálogos, diagramas y gráficos de todas clases. Lo mismo para enseñar las partes de una casa que para enseñar las partes del alma, el movimiento de un cuerpo que la historia de la Patria. Se hacen cálculos y representaciones gráficas de todo lo que contiene una casa, de los materiales empleados en su construcción y de la disposición de los mismos, de las dependencias y del uso previsto para cada una de ellas. Se hacen cálculos y representaciones gráficas de las partes del alma, de sus dependencias y funciones como si el alma fuera una casa y la casa un mero valor de uso. Se reduce el movimiento a la trayectoria recorrida y se describe gráficamente la parábola existencial de la Patria. Pero nada se dice, ya nada se enseña acerca de aquello que no se deja medir ni ilustrar con gráficos; de aquello que es primero y principal en una casa, en un alma, en un movimiento o en la Patria. Nada se estudia ni se enseña acerca de lo que hace que la casa sea casa y no un mero refugio contra la intemperie; acerca de lo que hace que el alma sea alma y no un mero reflejo del proceso corporal; acerca de lo que hace que el movimiento sea movimiento, la actualización de una potencia y no mero espacio recorrido por un móvil; acerca de lo que hace que la Patria sea Patria y no una mera colonia o factoría; acerca, en fin, de lo que los filósofos llaman la pura esencia o la forma sustancial de los seres: la identidad consigo mismo y su distinción de los otros. Por esto es que Aristóteles observa, en el libro VII de la Metafísica, “que nada que sea común puede ser sustancia de nada. La sustancia sólo se pertenece a sí misma y a aquello que la posee y de lo cual es sustancia. Agréguese que lo que es uno no puede estar al mismo tiempo en muchas cosas y sólo a lo que es común le acontece tal cosa”19. Pero el estudio y la enseñanza han sido desaristotelizados que es como decir, apartados de la “nebulosa metafísica” o de “las vaguedades filosóficas”. Y el resultado es que no se habla de la casa misma, tan sólo de cosas que pertenecen a la casa; ni del alma misma, tan sólo de cosas que pertenecen al alma; ni del movimiento mismo, tan sólo del elemento espacial que pertenece al movimiento; ni de la Patria misma, tan sólo de cosas que pertenecen a la Patria: territorio, población, riquezas, instituciones, gobierno. Nada o casi nada se estudia ni se enseña de aquella antigua sabiduría a la que Sócrates consagró su vida y por la cual tuvo una muerte humanamente perfecta. La Atenas decadente y corrompida que sólo ostentaba ya el brillo de las piedras falsas, la grandeza aparente de una opulencia material alcanzada sin moderación y sin justicia, no tenía oídos para escuchar al más sabio y virtuoso de sus ciudadanos. SÓCRATES. - [...] mi único objeto ha sido procurar a cada uno de vosotros, atenienses, el mayor de todos los bienes, persuadiéndoos de que cuidéis de vosotros mismos antes que de las cosas que os pertenecen, a fin de haceros más sabios y más perfectos, lo mismo que debéis preocuparos por la existencia misma de la República antes que por las cosas que pertenecen a la República20. El cuidado de la existencia misma de la República es el cuidado de su soberanía política; así como la identidad del ciudadano consigo mismo se define en las virtudes morales por excelencia: la sobriedad, la fortaleza, la prudencia y la justicia. 19 20 Metafísica VII, 1040 b 24 – 28. Apología, 36 c-d. La soberanía política es la Patria misma en su existencia perfecta, en la plenitud de su acto; y tiene su raíz y su principal sostén en el alma individual que impera sobre sí misma, sobre su cuerpo y sobre los bienes exteriores; en el alma que es tanto más ella misma, cuanto más alta es la deuda que le reconoce a su Patria. La República se levanta y se sostiene en el alma de los ciudadanos, principalmente de los ciudadanos rectores. También se desintegra primero en el alma de sus constructores y de sus dirigentes, antes de ser arrasada de la existencia exterior, concreta y objetiva. El problema de la Patria, de la República misma, de su ser y de su destino, no es el problema geográfico o demográfico, ni el problema de su economía y de su riqueza, ni el problema del capital y del trabajo, ni el problema de las obras públicas, ni el problema de los analfabetos. El problema de la Patria misma es el magisterio de Sócrates en su vida y en su muerte; es la escuela de la verdadera libertad que enseña a cada uno de los futuros ciudadanos a no reservarse nada, ni su alma, ni su cuerpo, ni sus riquezas, con exclusividad. Una dura escuela donde se aprende a vivir para una muerte justa, generosa y soberana. Y este problema no cambia jamás ni los términos de su planteo ni su única solución verdadera; no depende de las circunstancias variables sino de una invariable fidelidad. No se trata, pues, de la riqueza, ni del bienestar, ni del progreso, ni de la garantía de las libertades individuales, ni de los intereses de grupos, partidos o clases, ni de la justicia de los trabajadores o de los patronos; se trata exclusivamente de la soberanía política, cuando está en juego la Patria misma. Y esta es la razón por la cual no son las virtudes del pequeño burgués – cuya importancia para la economía social y doméstica nadie discutiría razonablemente- las virtudes del trabajo útil y productivo, del ahorro, de la puntualidad, del tiempo es oro, de la consideración pública, las que forjan el alma del ciudadano y tampoco las que fundan y sostienen una Patria. Son virtudes menores, segundas, siempre posteriores como el arado que abre el surco sobre la tierra después que la espada la regó con sangre generosa. El guerrero precede al trabajador; el conquistador es antes que el colono. Nada más funesto para una Patria como la subversión de la inmutable tabla de valores que preside la vida de la República soberana y la preeminencia de las virtudes económicas sobre las virtudes políticas. Ninguna aberración mayor como la sustitución de la persona política normal por una abstracta entidad económica movida fundamentalmente por el egoísmo individual (el interés personal) como en la economía política burguesa, o por el egoísmo de clase como en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels. Y la economía ha sido invadiendo la política y la historia hasta el punto de someter a su imperio el derecho, la educación y la vida entera del Estado en lo nacional y en lo internacional. Así la República y cada uno de los ciudadanos se convierten en ruedas del mecanismo impersonal, ciego e implacable en que parece irse resolviendo la historia de los pueblos y de los hombres, prolongación de la historia de los animales y de las plantas que, a su vez, no es más que un momento del proceso universal. Se ha ido dejando el estudio y la enseñanza de la esencia y del valor; se ha ido abandonando el estudio de la eternidad para atender exclusivamente a las relaciones cuantitativas que rigen la sucesión de los fenómenos físicos y sociales, es decir, a las posibilidades de medición y de verificación sensible: leyes exactas y estadísticas, enumeraciones y clasificaciones, constituyen el objetivo de las ciencias que finalizan en el uso de las cosas. Masas y movimientos de masas, tanto en el mundo físico como en el mundo histórico. Masas homogéneas, indistintas, impersonales y anónimas; movimientos uniformes, ciegos, automáticos y previsibles; son los elementos con los cuales construyen sus esquemas hipotéticos la física y la historia como ciencias exactas de fenómenos. “¡Cómo!, ¿la estadística demostraría que hay leyes en la historia? ¿Leyes? Ciertamente, la estadística demuestra que la masa es vulgar y uniforme hasta la repugnancia. ¿Había que llamar leyes a los efectos de la fuerza de gravedad que se denominan la estupidez, el espíritu simiesco de la imitación, el sexo y el hambre? ¡Muy bien! ¡Convengamos en ello! Pero entonces hay una cosa averiguada, y es que, en tanto haya leyes en la historia, esas leyes no valen nada y la historia no vale mucho más. “Pero precisamente esta manera de escribir la historia es la que goza hoy de un renombre universal, a saber: la manera que considera las grandes impulsiones de las masas como lo más importante y esencial de la historia y concibe a los grandes hombres simplemente como la expresión más perfecta de la masa, la burbuja microscópica que se hace visible en la espuma de las olas. ¿Es la masa que habrá de engendrar en su seno lo grande, provendrá el orden del caos? [...] ¿Pero, no es esto confundir voluntariamente la cantidad con la calidad?21” La aplicación universal de las matemáticas, somete a todos los objetos minerales u hombres- al régimen de la cantidad abstracta, es decir, de la cualidad indiferente que sólo admite diferencias de más o de menos. Tienden a borrarse las distinciones de sustancia, de calidad, de cualidad. La aristocracia del universo y de la vida se desvanece, todos los seres se nivelan; se hacen homogéneos, iguales, indiferentes y se confunden en una sola y única “sustancia común”: materia, movimiento, energía, fuerza eléctrica, etc. Todo es lo mismo pero en cantidades desiguales. Todo es lo mismo y vale lo mismo. No hay superior ni inferior, bueno ni malo, mejor ni peor. Tal como enseña Aristóteles en el libro III de la Metafísica: “en las matemáticas no se demuestra nada por la causa final; ni se concluye nada en el sentido de lo mejor o de lo peor [...] Nada se dice del bien ni del mal”22. Claro está que este carácter específico de la ciencia de la cantidad pura, no es un argumento en contra de su valor como ciencia teórica o como ciencia 21 FRIEDRICH NIETZSCHE, De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida. Unzeitgemasse Betrachtunge. Vom Nutzen un Nachteil der Historie fur das Leben, 1874. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 22 Metafísica III, 996 a 29 – 31. aplicada; menos todavía, importa menoscabo para su intrínseca perfección de ciencia demostrada. Pero nos permite, en cambio, fijar su verdadero alcance y los límites precisos de su conocimiento; lo que nos hace saber y lo que no podemos saber de la realidad por medio de esa matemática universal o “pitagorismo empírico”, según la feliz expresión de Windelband23. Por esto es que Aristóteles después de fijar claramente que el conocimiento matemático omite todo lo que es sustantivo y espiritualmente valioso en los seres, agrega que “sabe más de una cosa determinada, el que posee su esencia; y no el que sabe la cantidad, las cualidades o lo que naturalmente obra o padece”24. Descartes, uno de los geniales fundadores y realizadores de la ciencia exacta de los fenómenos, supo apreciar en sus justos límites a la Nueva Ciencia y nos dejó un testimonio decisivo en el libro IV de sus Principios de Filosofía, que han olvidado, sistemáticamente sus epígonos y, sobre todo, los pedagogos normalistas: “Me tendré por muy satisfecho si las causas que he explicado son tales que los efectos producidos por ellas, se vean son semejantes a los que contemplamos en torno nuestro. Basta para la práctica de la vida, el conocimiento de las causas así imaginadas, porque la Medicina, la Mecánica y todas las artes en general para que sirve el conocimiento de la física, tienen el fin exclusivo de aplicar de tal modo, unos a otros los cuerpos sensibles, para que según la serie de las causas naturales, se produzcan algunos efectos; lo cual realizamos tan convenientemente, considerando la sucesión de las causas así imaginadas aunque sean falsas, como si fueran verdaderas, puesto que esta serie se supone semejante en lo que se refiere a los efectos sensibles.” Y para Descartes las “causas” de todos los efectos naturales no proceden de otros principios que los geométricos, a saber: “magnitud, figura, situación y movimiento de los corpúsculos materiales25” Ilustres investigadores de la ciencia exacta y experimental reiteran, en nuestros días, las conclusiones de Descartes. Así, por ejemplo, Sir A. S. Eddington en el capítulo XII de su libro La naturaleza del mundo físico, observa que: “ignorar la naturaleza de estas entidades [el éter, el átomo, la gravitación o la fuerza eléctrica], no es impedimento para predecir con éxito su modo de comportarse [...] Toda la materia de las ciencias exactas consiste en la lectura de cuadrantes graduados y en indicaciones análogas [...] El conocimiento de la respuesta de toda clase de aparatos –balanzas, etc.– determinaría completamente la relación de cada uno con aquello que lo circunda, dejando indeterminada solamente su inasible naturaleza íntima”26. 23 Cf. WINDELBAND G. Storia della Filosofia moderna. 3 vol.. I, Dal rinascimento all'illuminismo tedesco. II, L'Illuminismo tedesco e la filosofia kantiana. III, La filosofia postkantiana. Firenze. Vallecchi 1942. La referencia del autor corresponde al volumen II. 24 Metafísica III, 996 b 16 – 18. 25 RENATO DESCARTES, Principios de Filosofía, Libro IV. Obra escrita en 1644, en latín (Principia Philosophiae) y traducida al francés en 1647 por el Abad Claude Picot. No tenemos noticia de la versión utilizada por el autor. 26 Citado según la versión italiana de CHARIS CORTESE DE BORIS y LUCIO GIALANELLA: SIR A. S. EDDINGTON, La natura del mondo fisico, Bari, 1935, pp. 281, 286, 290, 291. Importa decisivamente subrayar que el criterio dominante hace de este tipo de ciencia de fenómenos que se desentiende de las esencias, la Ciencia. Y en nombre de este único y exclusivo conocimiento científico se rechaza lo sustantivo y esencial como residuos de fantasmas que la ignorancia inventó en las edades oscuras del pasado. La crítica negativa de las esencias, de las formas y de los tipos fijos, es la más sutil y extrema manera de negar a Dios, al Dios trascendente, vivo y personal de la Creación. Desconocer o repudiar las esencias, es negar el sello de Dios, su presencia soberana en las cosas; es negar la Mente divina donde son antes que en la existencia natural. La negación absoluta del artista tiene lugar cuando ignoramos o desconocemos la idea expresada en su obra, su perfección y su belleza. Si no está presente en la materia, el soplo del espíritu creador ¿dónde está el artístico? Si no existe la forma interior que defina a cada individuo real y concreto; el principio realísimo que lo hace ser el mismo desde que nace hasta que muere; lo que permite darle un nombre y distinguirlo de los otros seres. Si no existe la esencia, repetimos, no existe nada. Entonces nadie es quien es y cada cosa es cualquier cosa: el bien es lo mismo que el mal, lo mejor que lo peor, la verdad que el error, el ser que el no ser. Todo se confunde con todo en el proceso universal, en el devenir infinito que arrastra y devora cuanto hay. Y así llegamos a la “lógica” de todas las contradicciones y a la “ética” de todas las traiciones. LECCIÓN III La crisis actual de la Física teórica en su estructura impropiamente llamada “clásica” y la necesaria construcción de su edificio conceptual por medio de un andamiaje hipotético que difiere del utilizado en la etapa newtoniana, no altera lo más mínimo su específica intencionalidad, ni sus bases metodológicas, ni sus límites especulativos. La ciencia exacta y experimental de los fenómenos de la naturaleza seguirá desarrollándose prodigiosamente sobre los mismos lineamientos fundamentales, trazados por Galileo y por Descartes; seguirá construyéndose como una ciencia mixta, formalmente matemática y materialmente empírica. La forma de un saber determinado es tan invariable como la esencia o la forma sustancial de un ser físico o moral; por ello, la Física matemática seguirá siendo una ciencia de fenómenos; una ciencia que hace cálculos y los comprueba experimentalmente. Y en la nueva sistematización ganará seguramente en claridad respecto de sí misma; sus devotos sabrán, incluso, que por ser una matemática universal y no una metafísica o filosofía primera, su tarea no es la explicación real del universo sino la descripción de la estructura matemática de los fenómenos en su exterioridad. Esto significa haber aprendido que una ciencia sin metafísica no quiere decir una ciencia contra la metafísica, contra la humana sabiduría; y que no es lícito seguir repitiendo con Kant que la metafísica no es posible como ciencia por la sin razón de que no es una ciencia exacta y experimental de fenómenos. Es razonable esperar que la reconstrucción de la Física teórica, opere una cuidadosa depuración de su terminología peligrosamente contaminada de metafísica, a fin de evitar que los hombres de ciencia, los pedagogos y los libres pensadores sigan difundiendo el funesto equívoco de presentar las hipótesis científicas de validez siempre circunstancial, como si fueran teorías puras, como si fueran verdaderas explicaciones causales de la realidad. En los últimos tres siglos se ha venido intensificando una obra de confusión y de envenenamiento de la mente y el corazón, so pretexto de enseñanza científica, que consiste en poner en ridículo y como estúpidas sin razones y disparates notorios, las explicaciones teológicas y metafísicas de la Tradición. Germán Mark expone el verdadero significado y alcance de esa crisis de crecimiento que padece la Física teórica: “La mecánica de Newton y la electrodinámica de Maxwell-Hertz fueron apropiadas por mucho tiempo para dar cuenta con gran aproximación en los cálculos, de los fenómenos naturales accesibles a nuestra observación, desde el movimiento de las estrellas en la esfera celeste hasta el de los electrones en los tubos en que ha hecho el vacío27” Ocurre que los esquematismos hipotéticos y los sistemas de ecuaciones elaborados por la llamada Física “clásica” para interpretar matemáticamente los resultados experimentales, no se aplican en una serie de casos debidamente 27 GERMÁN MARK, Crisis de la Física clásica por obra del experimento. Sin datos de la edición consultada por el autor. establecidos; de ahí la necesaria construcción de otras hipótesis como la de los cuanta o la de la relatividad, cuyas fórmulas concuerdan con los resultados de los experimentos. Las hipótesis son contenidos variables de la ciencia exacta y experimental; su vigencia está ceñida por el límite de experiencia alcanzado en un momento dado. Las leyes exactas son, en cambio, inmutables y valen siempre dentro del campo experimental a que están referidas. Importa sobremanera para la conciencia crítica de nuestra mentalidad examinar, en un ejemplo sencillo, la forma del tratamiento matemático de las cuestiones. Seguiremos atentamente el texto de Eddington en el análisis de un problema corriente en los manuales de Física y de ciencias naturales: “Un elefante se desliza por una pendiente herbosa”. El estudiante avisado sabe que no es necesario ocuparse demasiado de esto; está puesto allí sólo para dar la impresión de realismo. Lee más adelante: “La masa del elefante es de dos toneladas.” Ahora se comienza a hablar seriamente: el elefante desaparece del problema y lo sustituye una masa de dos toneladas. ¿Qué cosa son estas dos toneladas, verdadero sujeto del problema? Se refiere a una propiedad que descubrimos vagamente como “peso” y se manifiesta en una región particular del mundo externo... No importa a qué cosa se refieren “dos toneladas”; ¿qué cosa son? ¿Cómo han entrado realmente en nuestra experiencia en modo tan preciso? “Dos toneladas” es cuanto indica el cuadrante cuando se pone al elefante sobre la balanza. Sigamos adelante. “La pendiente de la colina es de 60º.” Ahora la pendiente desaparece del problema y es sustituida por un ángulo de 60º. ¿Qué cosa es un ángulo de 60º?... es la lectura de una división del transportador. Y análogamente para los otros datos del problema. El suelo mórbido y blando por donde se desliza el elefante es reemplazado por un coeficiente de atracción, de condición análoga a la lectura de un índice... Se trataba de encontrar el tiempo de descenso del elefante y la respuesta es dada por la indicación de la aguja de los minutos y de los segundos sobre el cuadrante de nuestro reloj28 Resulta claro, pues, los aspectos que destaca y los que omite la consideración matemática de los seres y de los valores. Es evidente que la reducción cuantitativa de los fenómenos abstrae sus datos registrables en algún índice numérico y deja de lado todo lo sustantivo e intrínsecamente valioso. Todo lo que distingue y jerarquiza. Sobre el fondo abstracto de la cantidad pura –la exterioridad absoluta, el espacio homogéneo- se recortan magnitudes, figuras, posiciones y trayectorias como los rígidos perfiles de entes vacíos y de su juego ciego. La reducción cuantitativa procede invariablemente en el sentido de los denominadores comunes; opera una necesaria declinación hacia la materia amorfa e indiferente. En rigor, cantidad y materia son la misma cosa y sólo difieren, como señala 28 Cf. SIR A. S. EDDIGNTON, La natura…, o. c., c. 12. Hegel, en que “la cantidad es la materia en cuanto pensada y la materia es la cantidad en una existencia exterior29”. La unidad sustancial o de forma en un ser determinado –agua o alma-, sometido al punto de vista de la cantidad, deja de ser la identidad consigo mismo, su primordial referencia a sí mismo para manifestarse como un perpetuo salir fuera de sí, como ser absolutamente en otro. El agua deja de ser agua para resolverse en hidrógeno y oxígeno; el alma deja de ser alma para resolverse en funciones corporales. El agua se anula a sí misma, se disgrega en otro pulverizándose en átomos; el alma se anula a sí misma y se disgrega en un polvillo de partículas sensoriales. Análogamente la unidad moral del Estado se destruye a sí misma, pulverizándose en la atomística del arbitrio y del querer individuales. Lo mismo pasa con la familia y con la corporación sometidas al principio de la extrema exterioridad. El agua, una forma física; el alma, forma que vivifica el cuerpo, forma que anima y que ama; el Estado, existencia en forma de personas, de voluntades libres. Agua, alma y Estado, ya no son nada en sí y por sí mismos; sólo son fuera de sí, en otro, en su exterioridad. La mecánica de la cantidad indiferente, del más o menos implacable, los ha triturado con sus ruedas pesadas y han quedado convertidos en polvillo amontonado, en conjuntos accidentales, en composiciones de partículas separadas y extrañas las unas de las otras: átomos, moléculas, corpúsculos, genes o factores, hormonas o mensajeros químicos, vitaminas; vibraciones nerviosas, localizaciones cerebrales, átomos psíquicos; egoísmos individuales, de clase o de partido. Y luego las múltiples y variables composiciones atómicas de la mecánica, física o biológica, junto a las ocasionales expresiones de la llamada voluntad general, esa atomística política de las mayorías accidentales. Todas composiciones de unos vacíos que permanecen extraños e indiferentes en su absoluta y rígida exclusividad. El conjunto accidental, la composición, se determina en la absoluta exterioridad, en una relación extrínseca y accidental de sus partes. Y “esa relación es ajena a las sustancias, no las tiene en cuenta para nada y no toca su naturaleza, como tampoco la toca todo lo que puede derivarse de la espacialidad30” La sustancia es lo real por excelencia; “el ser que existe separadamente y es algo determinado31; el sujeto de lo que se piensa y se dice en última instancia, el individuo: Juan y Pedro, Argentina y Estados Unidos, el agua de este vaso y este oro que brilla sobre la mesa. Pero el individuo, la sustancia primera, no se define por lo individual, por su singularidad ni por sus rasgos particulares y contingentes; tampoco se define por su materia, estas carnes y estos huesos por ejemplo. El individuo se define 29 Citado según la versión italiana: G. G. F. HEGEL, La scienza della Logica, Libro Primo, Sezione Seconda, Capitolo Primo, Nota 1. Traduzione italiana con note di ARTURO NONI, Volume Primo, Bari, Gius. Laterza & Figli, 1924, p. 216. 30 Citado según la versión italiana: G. G. F. HEGEL, La scienza…, o. c., Libro Primo, Sezione Seconda, Capitolo Primo, Nota 2, p. 223. 31 Cf. ARISTÓTELES, Metafísica VII, 4, 1029 a, 28-29. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. por su esencia; por aquello que es en sí y por sí mismo considerado; por aquello que hace que Juan sea Juan, es decir, hombre, nada menos y nada más que un hombre si es como debe ser; por aquello que hace que la Argentina sea Argentina, es decir soberana, nada más y nada menos que una Patria soberana. La esencia, pues, expresa la sustancia; es su concepto y su definición. Y por ello, es lo primero que existe en un individuo; sin ella no existiría nada. La esencia es, en cierto sentido, uno y lo mismo que el individuo real y concreto; es, por ejemplo, el alma de Juan, el alma que anima su cuerpo y el alma que ama en él. Pero la esencia no es la estatura de Juan, ni el color de su piel, ni las fuerzas de sus músculos, ni el timbre de su voz, ni sus pocos o muchos años, ni su salud robusta o endeble, ni sus haberes, ni sus títulos, ni su fortuna, ni nada de lo que está en él y le pertenece, cuando hacemos abstracción de su alma y lo consideramos en la forma de la exterioridad y del accidente. La esencia es individual en la existencia real y concreta; y es universal en la existencia ideal y abstracta del pensamiento. Pero es una y la misma esencia. Cuando pensamos el ser de una cosa determinada, le arrancamos mentalmente su esencia por medio de la abstracción; la despojamos de su existencia carnal y la convertimos en una idea, en un concepto que la contiene intencionalmente como referencia mental), es un soplo del espíritu que le infunde un significado a la voz, que penetra de intención y de sentido a la letra, que convierte en signos y símbolos las líneas, las figuras, las posiciones y los movimientos exteriores. No olvidemos en adelante; no olvidemos lo que nos enseña una antigua sabiduría: “Ni la longitud, ni la anchura, ni la profundidad son otra cosa que determinaciones cuantitativas y no sustancias. Sustancia no es la cantidad sino, más bien, aquello a lo cual pertenecen originalmente las determinaciones cuantitativas32” No olvidar esta fundamental enseñanza, importa no incurrir jamás en el error de querer explicar lo principal por lo secundario, lo superior por lo inferior, la sustancia por el accidente, lo que una cosa es en sí misma, por aquello que sólo está en ella y le pertenece. La cantidad es algo que está en la sustancia y en dependencia de ella; de tal modo que sólo una argumentación sofística puede aparecer confiriendo validez a la subversión de ese orden necesario de primacía. So pretexto, repetimos, de educación científica, se ha venido atentando sistemáticamente en contra de la Sabiduría divina y humana. Así la escolarización y vulgarización de tanto simulacro convencional inventado por una imaginación saturada de matematicismo o mecanicismo, hasta el punto de sustituir la entera realidad sustancial por un mundo de fantasmas extravagantes y de sombras geométricas, ha terminado por secarnos el cerebro y envilecer nuestro corazón. No sólo representamos mecánicamente los fenómenos físicos y morales, sino que nos rodeamos de un contorno de cosas cúbicas y de cubismo pictórico, de columnas estadísticas y de test universales, de planos y de planes para obras de ingeniería y obras en las almas. Tal como 32 ARISTÓTELES, Metafísica VII, 3, 1029 a, 13 -16. ya observaba Vico33, en las matemáticas, el hombre conteniendo dentro de sí un mundo imaginario de líneas y de números opera en su interior con abstracciones; y lo mismo ocurre con las aplicaciones exteriores del cálculo y de las reducciones geométricas. Las ciencias y las artes de base matemática no tienen que ver, pues, con realidades sustanciales sino con esquemas de la realidad. 33 GIOVANNI BATTISTA VICO (1668 – 1744), filósofo italiano representante, junto con Luís Vives y Gracián, de la tradición humanista de origen latina contrapuesta tanto al racionalismo como al empirismo. Fue profesor de Elocuencia Latina en la Universidad de Nápoles (su ciudad natal) pero cultivó, además, la Historia y el Derecho. Encarnó una fuerte reacción frente al racionalismo cartesiano y a las ideas de la Ilustración. De acuerdo con Vico, el cogito cartesiano nada dice respecto de la esencia del hombre sino que aporta tan sólo la conciencia de su existencia. Por otra parte, puesto que la ciencia es un saber por las causas, solamente Dios, la Causa Suprema, posee la Ciencia General; el saber humano, en cambio, se limita a aquello de lo que el hombre es causa, la Matemática y la Historia. A partir de estos postulados, Vico desarrolla su “nueva ciencia” que expuso, sobre todo, en su obra fundamental, Principios de una ciencia nueva sobre la naturaleza común de las naciones, publicada en 1725. LECCIÓN IV El examen del punto de vista de la ciencia exacta y experimental nos ha permitido aclarar suficientemente, a nuestro juicio, sobre la extrema indigencia conceptual de un sistema de verdades que se declara la única ciencia posible y se reverencia como la Ciencia con mayúscula. El concepto y la teoría se refieren necesariamente a la esencia y al fin de lo que existe o puede existir. Más todavía, la esencia es el único contenido posible del concepto y del principio de toda teoría realmente explicativa de su objeto. Y ocurre, como ya se ha visto, que los llamados impropiamente “conceptos” y “teorías” científicos no son más que simulacros de ambas formas de pensamiento, los cuales, en ningún caso, traspasan el plano exterior y sensible de los fenómenos en procura de su esencia; no son otra cosa que ficciones simbólicas e hipótesis auxiliares que sólo sirven para agrupar y ordenar prácticamente los efectos sensibles que acompañan a la aplicación de las leyes exactas de los fenómenos. El “sistema” solar tanto como la “teoría” de la gravitación, la “teoría” de las fuerzas eléctricas tanto como la “teoría” de las hormonas; los “conceptos” de éter, de masa o de energía tanto como los “conceptos” de pluricelulares, de vertebrados o de mamíferos, no son más que sinopsis o compendios mentales, eminentemente prácticos y económicos; indican un conjunto determinado de mediciones y observaciones verificables, es decir, se refieren exclusivamente a tales o cuales operaciones físicas que pueden efectuarse por medio de la observación y del experimento. Es oportuno transcribir aquí un texto de la Lógica del filósofo italiano B. Croce, que nos ilustra acerca de esas ficciones conceptuales o seudo conceptos que empleamos corrientemente en la vida y que excepto su menor precisión, son similares a los que elabora la ciencia de los fenómenos: “El gato de la ficción conceptual no nos hace conocer ningún gato singular como nos hace conocer un pintor o un biógrafo de gatos; pero en fuerza de tal nombre muchas imágenes que estaban dispersas, agregadas o fundidas en el cuadro complexivo en que fueron percibidas o imaginadas, se ordenan en series y son recordadas en grupos.34” La verdad es que tales seudo conceptos que constituyen nuestro caudal de recursos mentales para la economía de la vida, son como la oscuridad para los gatos respecto de la riqueza sustancial y de la variedad de matices que ofrece lo real existente. Así como en la oscuridad todos los gatos son pardos, estas representaciones externas y resumidas, de mero valor práctico-útil, dejan en la sombra todo lo que distingue esencialmente un ser de otro ser, todo lo que pone distancia y jerarquía, para indicar tan sólo el bulto, la masa, las diferencias indiferentes de más o menos. Repetimos que no estamos haciendo un cargo en contra de nuestra manera cotidiana de tratar con las cosas; tampoco en contra de la ciencia exacta y experimental que opera en el mismo plano y responde a la misma finalidad de 34 Cf. BENEDETTO CROCE, Logica come scienza del concetto puro, 4ª Edizione, Bari, Gius. Laterza, 1920. uso que la percepción externa y la imaginación ordinaria; y a las cuales supera por la sistematización y exactitud de su conocimientos. Pero es una mirada que sólo atiende al partido que se puede sacar de las cosas y que se recorta sobre su faz aprovechable. Tal como ha precisado Bergson en su fino análisis de Materia y Memoria35, la percepción externa se determina en función de nuestra acción posible sobre el contorno físico y del contorno sobre nosotros. Lo mismo acontece con la dirección de la inteligencia científica que tiene en vista las posibilidades operativas de la mano sobre las cosas. La ciencia exacta y experimental de los fenómenos se fundamenta en esa unidad de la inteligencia discursiva y de los órganos motores, cuyo sentido explica tan ajustadamente J. Marechal, S: J., en el Cuaderno V de su trascendental obra El punto de partida de la Metafísica: “La inteligencia participa, pues, en la función pragmática de las facultades inferiores, gracias a esa porción de ella misma que se adapta inmediatamente al fantasma, y que se puede llamar entendimiento. Bajo este aspecto limitado, la inteligencia no es más que una facultad de generalización de la experiencia sensible. Aplicada a los objetos cuantitativos, ella justifica los atributos que Bergson resumió en la fórmula bien conocida: nuestra inteligencia es «geométrica». Nosotros preferimos decir que el entendimiento función parcial de la inteligencia, es geométrica [...] Es necesario agregar que el entendimiento mismo, por la facultad de abstraer, ocupa un rango elevado en la jerarquía de los factores de acción. Su pragmatismo no es el de una facultad concreta, invariablemente predeterminada a una serie de usos exteriores (como el instinto); su indeterminación superior le deja, en el comando de la acción, juego y «souplesse36». En tanto que una facultad orgánica es prisionera de los órganos que la sirven, el entendimiento mueve los órganos como otros tantos instrumentos, cuya esfera de aplicación toma, gracias a él, una amplitud indefinida; y por medio de estos instrumentos orgánicos, crea a su imagen, instrumentos exteriores, utensilios, que reflejan algo de su universalidad37” Los recursos de una técnica prodigiosa, al par que documentan los progresos de esa forma de ciencia que funda el poder instrumental del hombre, es el testimonio irrecusable de esa inteligencia que construye instrumentos generales de acción a que se refiere Marechal. El hombre dispone naturalmente de la razón y de las manos que son órganos de órganos, como enseña Santo Tomás, y por medio de los cuales puede elaborar innumerables instrumentos para usos innumerables. Claro está que la inteligencia pragmática que denominamos entendimiento, no se dirige a lo que es, a la esencia y al fin de lo real existente; ni se consuma en la contemplación de la Verdad que el hombre debe servir. Por el contrario, sólo se ocupa de aquellas verdades que son para usar y de las cuales nos servimos para la economía de la vida. 35 HENRI BERGSON, Matière et mémoire: essai sur la relation du corps à l’esprit, París, 1896. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 36 El autor ha preferido mantener el término del original francés, “souplesse” que puede traducirse como “flexibilidad”, “agilidad”, etc. 37 JOSEPH MARÉCHAL, Le point de départ de la Métaphysique, Cahier V, deuxiéme édition, Bruxelles, 1949. Livre II, Section II, Chapitre IV, § 2, p. 247. El entendimiento, función parcial de la inteligencia, no se eleva hasta el concepto de los seres; tan sólo prepara ficciones conceptuales y simulacros de teorías. Su operación propia consiste en enumerar, calcular, clasificar, compendiar, esquematizar; todo lo cual no importa un progreso de la multiplicidad hacia la verdadera unidad del ser, hacia la esencia pura; más bien, se trata de una regresión hacia la materia difusa e indeterminada, hacia la exterioridad extrema y absoluta. Se comprende que así sea puesto que la operación propia del entendimiento, en sus diversas aplicaciones, se gobierna invariablemente por el principio de la economía, cuya fórmula es obtener la mayor eficacia con el menor esfuerzo posible. Y el progreso se establece siempre en la dirección que lleva de una pala a una excavadora mecánica o de un pico a una perforadora eléctrica. Pero el hombre verdadero, ¿es el animal económico?, ¿es el homo faber? El progreso de la humanidad, ¿es el que va de la edad de piedra hasta esta edad atómica, pasando por las edades de bronce, de hierro, del vapor y la electricidad? Y la educación verdadera, ¿es la que prepara al hombre para luchar con ventaja en la vida, la que forma al Robinsón de una economía individualista o socializada? Por lo pronto, será conveniente que meditemos un texto que transcribimos del Prefacio de la Primera Edición de la Lógica de Hegel, escrito en el año 1812, pero que mantiene la más estricta contemporaneidad en este año 1948 y que nos dará la clave para una respuesta adecuada a las cuestiones planteadas. “Así como se nota cuando en un pueblo, por ejemplo, se han hecho inservibles la ciencia de su constitución, sus maneras de pensar y de sentir, sus hábitos éticos y sus virtudes; así también se nota cuando un pueblo pierde su metafísica, cuando en su vida no tiene ninguna real existencia el espíritu que se ocupa de su propia y pura esencia. “La doctrina exotérica de la filosofía kantiana, esto es que el intelecto no puede sobrepasar la experiencia, puesto que de hacerlo se convertiría en aquella razón teórica que sólo produce sueños, ha justificado desde el punto de vista científico, la renuncia al pensar especulativo. A esta doctrina le salieron al encuentro los clamores de la moderna pedagogía; la urgente necesidad de los tiempos que dirige la mirada a la necesidad inmediata, proclamando que así como para el conocimiento la experiencia es lo primero, también para las aptitudes y habilidad en la vida pública y privada, perjudica considerar las cosas teóricamente; en el ejercicio y en la educación práctica está lo esencial y lo único que aprovecha. Mientras la ciencia y el intelecto ordinario se daban la mano para destruir a la metafísica, pareció producirse el singular espectáculo de un pueblo civil sin metafísica, análogo a un templo ricamente adornado pero privado de santuario38.” La inteligencia no es todo; pero es casi todo en el hombre. El menosprecio de la vida contemplativa y la sobreestimación de la praxis económica definen a nuestra época y al tipo de hombre que la representa. 38 Citado según la versión italiana: G. G. F. HEGEL, La scienza…, o. c., Volume Primo, p. 1, 2. El entendimiento, función parcial, unilateral y subordinada de la inteligencia discursiva, orientada hacia lo exterior y sensible, ha pasado a ser el único y exclusivo hábito intelectual que se reconoce con validez objetiva. Y la ciencia exacta y experimental, producto del entendimiento, se ha convertido en el arquetipo y paradigma científico, en la única forma de saber que se estudia y se enseña en las escuelas públicas y propagan la prensa, la radio y el cine. Volvamos a preguntarnos si el sujeto de esta inteligencia mutilada y envilecida es el hombre verdadero. Nos parece que no; más bien nos inclinamos a pensar que asistimos a una gran depresión intelectual, a una lamentable disminución del tipo hombre. Enseña Platón que lo igual busca lo igual; hay una semejanza cierta entre aquello que somos y aquello que preferimos. Están a la vista las más secretas intenciones de nuestra alma, sus más profundas aspiraciones, los regustos que más nos complacen, reflejados en el espejo de la Idea del mundo y de la vida que adherimos y confesamos verdadera. ¿Quién de nosotros, por ejemplo, no suscribe esta tesis de Carlos Marx?: “El problema acerca de la verdad objetiva del pensamiento humano, no es un problema teórico sino práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y la fuerza, la terrenalidad de su pensamiento39” ¿Quién de nosotros, por ejemplo, no aprueba estas conclusiones de Engels?: “La refutación más contundente de estas manías, como de todas las demás manías filosóficas, es la práctica, o sea el experimento y la industria40” ¿Quién de nosotros no ha escuchado cien veces y acaso repetido otras tantas, estas rotundas afirmaciones de Stalin?: “La ciencia se llama ciencia, precisamente, porque no tiene fetiches, porque no teme posar la mano sobre las cosas que han hecho su tiempo, que son viejas, porque aguza el oído a la voz de la experiencia, de la práctica. Si fuera de otro modo, no tendríamos ciencia en general41” ¿Alguno de nosotros pone en duda siquiera, la validez de esta “definición” del hombre que debemos a J. Dewey, el pedagogo norteamericano más difundido de nuestros días? “El hombre es algo más de un ser que conoce. Es primariamente un ser que obra y hace y que debe hacer para vivir42” 39 Cf. KARL MARX, Tesis sobre Feuerbach, obra escrita en 1845 y publicada póstumamente en 1888. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. Puede consultarse, entre otras, la versión española: KARL MARX y FRIEDRICH ENGELS, Tesis sobre Feuerbach y otros escritos filosóficos, Grijalbo, 1970. 40 Cf. FRIEDRICH ENGELS, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, obra publicada en 1888. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. Puede consultarse en español: FRIEDRICH ENGELS, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Buenos Aires, 1975. 41 Cf. JOSIF STALIN, Discurso en la Primera Conferencia de Stajanovistas, celebrada en el Kremlin, en noviembre de 1935. Sin datos respecto de la versión consultada por el autor. Puede consultarse en español: JOSIF STALIN, “Discurso en la Primera Conferencia de Stajanovistas”, en JOSIF STALIN, Cuestiones de leninismo, Buenos Aires, 1947. 42 Cf. JOHN DEWEY, The sources of a Science of Education, New York, 1929. Puede verse la versión española de LORENZO LUZURIAGA: JOHN DEWEY, La ciencia de la educación, Buenos Aires, 1941. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. El buen éxito, la eficacia práctica, la prueba de los hechos, el experimento logrado; he aquí el criterio absoluto de verdad, la pauta infalible para establecer la validez de un pensamiento sea cual fuere su objeto. Todos estamos convencidos y observamos religiosamente sus efectos; todos aprobamos que así sea y que es cosa definitivamente asumida por nuestra mentalidad de modernos, de hombres positivos, de hombres prácticos. Con todo, acaso nos perdamos el tiempo si reflexionamos sobre la probada eficacia del error y del mal, del engaño y de la traición en el orden humano, en la vida de las personas y de los pueblos. Ante las efectivas consecuencias que obran la negación y la contradicción en la realidad moral –personal, social, política, histórica- nos veríamos obligados a celebrar como legítimo, justificado y verdadero, el triunfo del error y de la iniquidad. Se nos ocurre que ese criterio de verdad y esos métodos de prueba tan acertados en la ciencia del mundo físico, resultan inadecuados y hasta monstruosos en la ciencia del mundo moral. ¿Habéis reparado, alguna vez, en que la raíz de las supremas victorias humanas está en ciertos fracasos totales, en ciertas derrotas completas? ¿No os sugiere nada el destino trágico, definitivamente irónico, de los héroes? ¿No habéis meditado nunca sobre las palabras finales de la Apología de Sócrates? SÓCRATES. - Pero ya es tiempo que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto Dios43. Si alguna incertidumbre nos sobrecoge; si alguna duda nos inspira nuestra mentalidad sólida y positiva de hombres prácticos, entonces ha llegado el momento de dejar que las inquietantes razones del divino Platón nos lleven, como niños asombrados y curiosos, hasta el Pritáneo donde Sócrates tiene su eterna morada, para rogarle nos enseñe, otra vez, los caminos reales de la Filosofía, la ciencia que prepara para saber morir. Acaso discurriendo los áureos caminos, lleguemos a comprender que la ciencia que prepara para la vida es más necesaria para atender a este animal de instintos fuertes y de necesidades apremiantes que también somos; pero que la Filosofía es mejor, la ciencia más libre y soberana porque tiene el cuidado del alma inmortal; SÓCRATES. - [...] y hay necesidad de cuidarla no sólo durante la vida, sino también para el tiempo que viene después de la muerte, porque si bien lo reflexionáis, es muy grave el abandonarla44. 43 44 Apología, 42 a. Fedón, 107 c. SEGUNDA PARTE El magisterio socrático y el problema de Alcibíades Sabía muchas cosas, pero las sabía todas mal . HOMERO, Margites (citado en Alcibíades 57, a) LECCIÓN V “Sócrates es el fenómeno pedagógico más formidable en la historia de Occidente45”; lo prueba el hecho de que la educación de la inteligencia conceptual, la conquista de un pensamiento libre, se inicia históricamente con Sócrates. La continuidad del magisterio Socrático que no puede dejar de ser contemporáneo, que no puede interrumpirse sin provocar una gran depresión intelectual y un empequeñecimiento del hombre, exigía la más comprensiva identificación con su enseñanza y la adecuada expresión: los Diálogos de Platón. La docencia científica de tipo clásico, más alta que ha existido; la más pura y perfecta comunicación de la Sabiduría humana, tenía necesariamente que revelar su fuerza arrebatadora y la plenitud de su eficiencia en el discípulo egregio. Esta es la razón por la cual Sócrates no escribió sus lecciones; el testimonio acabado y completo del maestro no podía ser un libro, sino la personalidad incomparable del discípulo. No alcanzamos a comprender los desvelos de tanto erudito por averiguar cosa tan notoria. Ante la evidencia de Platón sobran los otros documentos. El diálogo es la expresión viva y propia del pensamiento filosófico porque instituye la comunidad racional de las personas. Es una real conversación, una comunicación y una coincidencia verdaderas: cada una de las almas que dialogan, se contempla a sí misma esencia, en un discurso cada vez más depurado y ceñido por la identidad de lo que es; las preguntas y respuestas, las réplicas y contrarréplicas acusan las recíprocas deficiencias en la argumentación; resaltan las contradicciones, los equívocos y las ambigüedades que encierran nuestras opiniones particulares, las que repetimos de la opinión pública y las que recogemos a nuestro paso por las aulas en nombre del cientificismo a la moda. La ironía Socrática es el supremo recurso purgativo de la inteligencia, la más refinada astucia de la identidad para corregir la presunción infundada, la credulidad ingenua y la retórica aduladora; para poner en evidencia ante los propios ojos, el equívoco frecuente del discurso que se va por las ramas o toma el rábano por las hojas, que hace pasar gato por liebre o enjuicia lo que ignora. Y después de tropezar y de estrellarse una y otra vez consigo misma y de caer en la cuenta de su vanidad intelectual, el alma asume la conciencia reflexiva de la propia ignorancia. Este saber de lo que no se sabe es el principio de la humana sabiduría y el comienzo de la libertad real y verdadera. Una vez que la ironía ha preparado convenientemente al alma, se inicia el proceso constructivo de ella misma en el saber de razón. La solicitud de la palabra magistral obra el estímulo necesario para que desarrolle su propio pensamiento en rigurosa identidad con el objeto y consigo misma, hasta elevarse soberana al concepto. 45 WERNER JAEGER, Paideia. Los ideales de la cultura griega; versión española de Joaquín Xirau y Wenceslao Roces, México, 1944, Tomo II, p. 30. Hemos llegado hasta el más sabio y el más justo de los hombres. Sócrates se dispone a reanudar la conversación que volverá a escucharse siempre de nuevo, con la misma insistencia del sol que sale en cada nuevo amanecer. Pensar es como haber pensado ya; el mismo ser, la misma verdad, la misma belleza y las misma justicia reaparecen eternamente en el escenario fugaz y ensombrecido de los hombres para despertar en su alma la nostalgia y el anhelo de su divino origen. Como era de esperarse, Sócrates se dirige al mejor dotado y al más satisfecho y ya se prepara para intervenir triunfalmente en la vida pública. Sócrates lo reconoce a pesar del tiempo transcurrido desde sus días mortales y empieza por enfrentarlo, una vez más, con su propia imagen. SÓCRATES. - Tú crees no necesitar de nadie, tan generosa y liberal ha sido la naturaleza contigo, comenzando por el cuerpo y concluyendo con el alma. En primer lugar, te crees el más hermoso y el más bien formado de los hombres [...] En segundo lugar, tú te crees pertenecer a una de las más ilustres familias de Atenas [...] y tienes el principal apoyo en tu tutor, Pericles, cuya autoridad es tan grande que hace lo que quiere no sólo en esta ciudad, sino en toda la Grecia [...] Podría hablar también de tus riquezas, pero en este punto no eres orgulloso [...]46. Y después de descubrirle sus ambiciosos y apremiantes proyectos, con motivo de la inminente presentación de Alcibíades ante la Asamblea de los atenienses. Sócrates le inquiere acerca de lo que se propone discurrir públicamente y si es cosa que sabe mejor que sus oyentes. Alcibíades le anuncia que se ocupará de la ciencia de lo justo y de lo injusto. Sócrates, alarmado ante tanta audacia, le pregunta: SÓCRATES. -¿De quiénes has aprendido esa ciencia?, habla Alcibíades. ALCIBÍADES. – Del pueblo. SÓCRATES. – Mal maestro me citas47. Claro está que el pueblo puede ser maestro, por ejemplo, del habla común, del lenguaje cotidiano que empleamos en la vida de relación y en la economía de la vida. Los nombres comunes más bien que significar el ser, indican las cosas por su uso posible; son parte de un lenguaje pragmático que opera en el campo de la percepción externa. SÓCRATES. – ¡Qué! ¿Todo el pueblo no conviene en el significado de estas palabras: una piedra, un bastón? Interroga a todos los griegos; ellos te responderán la misma cosa, y cuando 46 47 Alcibíades, 104 a-c. Alcibíades, 110 e. le pidan una piedra o un bastón, todos se dirigirán a los mismos objetos, y así de todos los demás48. Lo importante es que el pueblo puede ser un maestro recomendable de la lengua, porque está de acuerdo consigo mismo y no disiente jamás acerca del significado común de los nombres comunes. Y hasta puede ser un buen maestro del lenguaje poético, si es un verdadero pueblo y no una plebe urbana y cosmopolita, una masa amorfa de gentes mezcladas y advenedizas. Es que un verdadero pueblo, solidario de una antigua y venerable tradición, conservador de usos y costumbres, posee en materia de lenguaje, la condición indispensable del maestro: la identidad consigo mismo. Con todo, no debemos exagerar la importancia del magisterio popular, aún en asuntos que le conciernen, si nos atenemos al espectáculo contemporáneo de pueblos anarquizados por los dogmas y las constituciones liberales, divididos por el egoísmo de los individuos, de las clases y de los partidos políticos; plebes más bien que pueblos donde “el hombre se ha convertido en un sin patria que duda de todas las ideas y de todas las costumbres.49” Tan sólo la más repugnante demagogia bolchevique podía inspirar la indigna sentencia que se declama en las plazas públicas: “El pueblo tiene razón hasta cuando se equivoca.” Sócrates, enemigo implacable de toda forma de adulación de la multitud, le pregunta decisivamente a nuestro Alcibíades: SÓCRATES. - Pero si en lugar de querer saber lo que significa la palabra hombre o caballo, quisiéramos saber si un caballo es bueno o malo, ¿el pueblo sería capaz de enseñárnoslo?50 Alcibíades contesta negativamente y enseguida debe convenir en que si el pueblo es incapaz de juzgar sobre los caballos mejores y peores, mucho menos puede saber y enseñar acerca de lo que es justo e injusto, es decir, de lo mejor y de lo peor para los hombres. Y la prueba es que se trata de cosas sobre las que el pueblo no consigue ponerse de acuerdo consigo mismo jamás, pese a la importancia que revisten para su existencia; se divide en las más violentas disputas y oscila ente las opiniones más contradictorias. Apremiado por certeras preguntas, Alcibíades advierte que sus respuestas sucesivas se contradicen hasta el punto de temer que ha perdido la razón ya que SÓCRATES. - [...] las cosas le parecen tan pronto de una manera, tan pronto de otra51. 48 Alcibíades, 111 c. Cf. FRIEDRICH NIETZSCHE, De la utilidad y los inconvenientes…, o. c. 50 Alcibíades, 111 d. 51 Alcibíades, 127 d. 49 Sus fluctuaciones en las respuestas sobre lo justo y lo injusto, sobre lo honesto y lo deshonesto, sobre lo bueno y lo malo, sobre lo útil y lo perjudicial, lo llevan a la certidumbre de su ignorancia. Y comprende algo más importante todavía. Los errores y las faltas obran consecuencias que pueden llegar a ser funestas en la vida de los pueblos y de los hombres; por cuya eficacia negativa asumen la forma de la culpa. Y quienes incurren en falta culpable no son los que saben las cosas, tampoco quienes las ignoran y dejan el negocio a otros; son aquellos que no las saben pero creen saberlas y se ponen a dirigirlas. No se puede leer sin experimentar cierta repugnancia las palabras iniciales del “Discurso del Método” de Descartes: “El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo52.” He aquí un ejemplo típico de adulación a la multitud, análoga a la sentencia vergonzosa que justifica sus mayores errores y sus extravíos más insensatos. Sócrates condena inexorable la más mínima concesión a esa ignorancia temeraria, sea de un individuo o de la multitud, porque la considera la más vergonzosa y la causa de todos los males. Y concluye que esta audacia del que cree saber lo que no sabe cuando se aplica a cosas de grandísima trascendencia obra los efectos más terribles: SÓCRATES. - Mi querido Alcibíades, estás sumido en la peor ignorancia, como lo acreditan tus palabras y como lo atestiguas contra ti mismo. He aquí por qué te has arrojado como un cuerpo muerto, en la política, antes de recibir instrucción. Y tú no eres el único a quien sucede esta desgracia, porque es común a la mayor parte de los que se mezclan en los negocios de la República.53 Alcibíades al igual que todos los jóvenes ciudadanos que aspiran a una función de mando en la República –educadores, militares, magistrados, gobernantes-, si no se entregan a la adulación y se dejan corromper por el pueblo, deberán seguir el consejo de Sócrates y obedecer al precepto que está escrito en el frontispicio del templo de Delfos: Conócete a ti mismo. Conócete a ti mismo, quiere decir conocer la esencia del hombre, lo que es en sí mismo; significa que el conocimiento de la naturaleza humana es el principio mismo de la acción política; o mejor, de una política conforme a la razón y a la justicia. De ahí que la Metafísica o Filosofía primera sea el fundamente necesario de la Política. Hemos visto que la acción útil o el uso de las cosas elevado a la perfección de una técnica científica tiene su fundamente en la ciencia exacta y experimental de los fenómenos que deja de lado su esencia y considera exclusivamente su determinación espacial y sus efectos sensibles. Una matemática universal en lugar de la Metafísica, es el principio de la técnica: se comprende que así sea 52 53 RENATO DESCARTES, Discurso del método, I. Sin datos respecto de la versión consultada por el autor. Alcibíades, 118 b-c. puesto que las cosas exteriores son enfocadas y tratadas en función de fines humanos, en cierto modo extraños a ellas mismas aunque deba tenerse en cuenta las condiciones de su uso y aprovechamiento. Desde el punto de vista de la ciencia exacta y experimental no interesan por lo que son en sí mismas, sino por el partido que se puede sacar de ellas. ¿Pero una acción relativa al hombre mismo, una acción que interesa a su vida y a su destino en el orden social o personal, puede fundarse en un saber externo y circunstancial del hombre? ¿Puede aquella matemática universal constituirse en el fundamente de la política y de la moral? Sócrates responde que no; rotundamente no. Es un tremendo error y una extrema inmoralidad tratar al hombre como si fuera una cosa externa, una cosa para usar. Intentarlo, como se ha hecho reiteradamente, es un caso típico de la peor y más vergonzosa ignorancia; aquella que Sócrates denuncia magistralmente: la ignorancia del que cree saber lo que no sabe. Es preciso escuchar el consejo Socrático e interpretar adecuadamente el precepto que se lee en el frontispicio del templo de Delfos: se trata del conocimiento de la esencia misma del hombre, de su alma racional, el hombre interior, como dice Santo Tomás. Volveremos todavía sobre Alcibíades. LECCIÓN VI Alcibíades ha comprendido su lamentable y vergonzosa situación a pesar de la triunfal apariencia. Nada de lo mucho magnífico y envidiable que posee – la belleza física, la familia ilustre, la gran fortuna, el favor del poderoso- le sirve fundamentalmente para asumir la responsabilidad del comando político y llegar a merecer bien de la República. Todos estos bienes están en él, le pertenecen en propiedad y participan de su existencia real y concreta, pero no son el ser mismo de Alcibíades, su esencia, aquello por lo cual es lo que es: un hombre libre, el ciudadano de la primera Ciudad del mundo. Y esa misma esencia del hombre es también el principio y el principal sostén de la República. Por ello es que la unidad y la concordia de la República reflejan fielmente la unidad y la concordia del ciudadano consigo mismo; y cuando la división y la contradicción anarquizan la vida de la República, es que el ciudadano se debate en la confusión de las ideas y en el desorden de las pasiones inferiores. Alcibíades conoce ahora se extrema indigencia espiritual; hasta qué punto se ha enajenado y se agita fuera de sí; extraviado hasta en las cosas que son suyas, pero que no posee verdaderamente porque no están referidas a sí mismo. Desde la conciencia de su ignorancia ha comenzado a recuperar su propio ser; ha comenzado a conocerse y a vivir desde sí mismo. Una belleza nueva, más pura y más perfecta, florece en su alma que comprende; y la belleza corporal que estaba en él como una apariencia extraña y vacía, se colma de significación y de un prestigio realmente divino por obra de esa belleza nueva y propia de la Sabiduría que lo transfigura en expresión suya. El mejor ser del hombre, el alma inteligente y libre, levanta hasta la altura de su acto a las potencias inferiores y al mundo material y externo, les imprime el sello de su inmaterialidad y los convierte en signos y en símbolos del espíritu. Alcibíades se dirige al maestro de ciencia y de conducta; le suplica su ayuda para la interpretación cabal y completa del precepto de Delfos: ALCIBÍADES. - Puedes explicarme, Sócrates, ¿cuál es el cuidado que debo tomar de mí mismo? Porque me hablas, lo confieso, con más sinceridad que ningún otro54. He aquí la tarea más ardua, el más difícil conocimiento para todos nosotros que hemos crecido en el silencio de las voces áticas del tiempo clásico que no pasa, como pasó la edad de bronce y como pasará la edad atómica. Todo está confundido con todo. Todo está mezclado con todo en cada uno de nosotros y en la plaza pública. Hace mucho tiempo que hemos apartado de la vida del alma y de la República el espíritu que medita en su propia esencia. 54 Alcibíades, 127 e. Desde generaciones venimos haciendo un uso casi exclusivamente pragmático del pensamiento y del lenguaje. Se trata de distinguir; se trata de alcanzar la última distinción de nuestro ser, “la más perfecta porque es la más determinada55”, como enseña Santo Tomás. Y desde esta última diferencia que es el principio del ser específico, la real identidad y la verdadera razón de ser de nosotros mismo, considerar las otras diferencias más comunes y genéricas que sólo integradas en aquella participan de la esencia. Un equívoco frecuente en el día de hoy como en la Atenas de los sofistas y de los demagogos, es estar convencidos y creer firmemente que no dedicamos a nosotros mismos sin advertir que en realidad estamos ocupados en otra cosa. Es el momento de preguntarse si el hombre se dedica a sí mismo, al logro de su mejor ser, cuando atiende a cosas que son suyas o le conciernen muy de cerca. La gimnasia y el deporte, cuya importancia nadie desconoce, cuidan de nuestro cuerpo pero no de nosotros mismo. El cultivo de las ciencias exactas y empíricas, así como la preparación manual y técnica, se ocupan de cosas relativas a nuestro cuerpo pero no tienen en cuenta lo que íntimamente somos ni el fin de la existencia. Por ello es que Sócrates concluye necesariamente: SÓCRATES. - Cuando tienes cuidado de las cosas que son tuyas, no tienes cuidado de ti mismo56. De donde se sigue todavía que podemos mejorar las cosas que nos pertenecen, incluso el propio cuerpo que es parte sustancial pero inferior y subordinada, sin hacernos mejores a nosotros mismos, sin perfeccionar a nuestro propio ser. Claro está que el deporte o el vestido, tanto como la medicina o la mecánica, no sólo pueden, sino que deben estar referidos, en última instancia, a lo que el hombre es y al fin para que existe. Es lo que correspondería denominar la exigencia teológica y metafísica de la vida humana; en rigor, se trata del acabado cumplimiento del precepto que se lee en el frontispicio del templo de Delfos: “Conócete a ti mismo.” La dificultad es grande pero tenemos que proseguir la búsqueda sin descanso, guiados por la palabra señera e irresistible del maestro: SÓCRATES. - ¡Ánimo, pues! ¿Por qué medio encontraremos la esencia de las cosas hablando en general? Siguiendo este rumbo sabremos bien pronto lo que somos, ya que si ignoramos nuestra esencia, nos ignoraremos siempre a nosotros mismos57. Es evidente que quien se sirve de una cosa determinada se distingue de ella y a ella se sobrepone. Así por ejemplo, no sólo me distingo de la estilográfica con la cual estoy escribiendo, sino que lo que yo soy en mí mismo es 55 Cf. Summa Theologiae I, q 75, a 7, ad 2: “[…] differentia specifica ultima est nobilísima, inquantum est maxime determinata”. 56 Alcibíades, 128 d. 57 Alcibíades, 129 b. cosa muy distinta de esta mano mía que conduce a la estilográfica sobre el papel. El hombre posee en virtud de lo que es “una razón y la mano que es el órgano de los órganos”; pero la mano y el cuerpo que integra, constituyen la parte instrumental del compuesto que el hombre es, subordinada y dirigida por la que es principal y dirigente: el alma racional. Si bien “conviene a la esencia del alma estar unida a un cuerpo58”, apto para servir de órgano al sentido, a la acción y a la expresión del alma; ésta es el principio y el fin de la vida del cuerpo. El alma racional es lo que es por ella misma; el cuerpo es por el alma que lo anima. El alma racional vale por sí misma; el cuerpo vale por el alma y es perfeccionado por ella. La unión del alma con el cuerpo se realiza en vista del alma, para su exclusivo beneficio y para su plenitud existencial; y por ello es que “el ser del compuesto todo entero es igualmente el ser del alma59” (S. Tomás: Ibidem): un solo y único ser. Y por esta razón también el alma es más ella misma, su pura esencia, en el acto de comprender; aquí opera como un principio separado del cuerpo e impasible frente a las pasiones que sufre por su unión con el cuerpo. De tal modo que si bien el hombre es realmente una sustancia compuesta de alma y cuerpo, esta unión necesaria no anula ni compromete siquiera el pleno valor espiritual del alma, a menos que ella no sea lo que debe ser y se degrade hasta ser humillada y arrastrada por su inferior. Estas consideraciones previas nos permitirán interpretar adecuadamente la parte decisiva del diálogo entre Sócrates y Alcibíades que escucharemos a continuación: SÓCRATES. – ¿Pero estamos conformes en que el alma manda al cuerpo? ALCIBÍADES. – Lo estamos. SÓCRATES. – ¿El cuerpo se manda a sí mismo? ALCIBÍADES. – No, ciertamente. SÓCRATES. – Porque hemos dicho que el cuerpo es el que obedece. ALCIBÍADES. – Sí. SÓCRATES. – Luego no es lo que buscamos. ALCIBÍADES. – Así parece. SÓCRATES. – ¿Es el compuesto el que manda al cuerpo? ¿Y este compuesto es el hombre? ALCIBÍADES. –Podrá suceder. SÓCRATES. – Puesto que ni el cuerpo ni el compuesto del alma y cuerpo son el hombre, es preciso de toda necesidad, o que el hombre no sea absolutamente nada, o que el alma sola sea el hombre. 58 Cf. Summa Theologiae I, q 76, a 1, ad 6: “[…] secundum se convenit animae corpori uniri”. Cf. Summa Theologiae I, q 76, a 1, ad 5: “[…] illud esse quod est totius compositi, est etiam ipsius animae”. 59 ALCIBÍADES. – Seguramente60. El alma sola es el hombre en el sentido con que Aristóteles dice que una cosa es, sobre todo, lo principal en ella. El alma sola es el hombre si tenemos presente que es un principio espiritual que es y vale por sí mismo; y que si tiene necesidad de un cuerpo para sentir y obrar y expresarse, la sensación, el movimiento y la voz tocados por la inmaterialidad de la inteligencia y de la voluntad se convierten en síntomas del espíritu; anulan su opaca corporeidad para revestirse de la luminosidad, la dignidad y la gracia de la presencia dominadora del espíritu. SÓCRATES. – Dijimos antes que era preciso, en primer lugar, conocer la esencia de las cosas generalmente hablando; y en lugar de esta genérica esencia, nos hemos detenido a examinar la esencia de una cosa particular y quizá esto baste, porque no podremos encontrar en nosotros nada que sea más que nuestra alma61. El que nos manda conocernos a nosotros mismo, nos manda conocer el alma; y, en primer término, aquella parte superior donde se mira a sí misma como en un cristal puro e intacto: aquella actividad suya que la manifiesta como un alma que entiende y que ama. SÓCRATES. - Mi querido Alcibíades [...] el alma para verse ¿no debe mirarse en el alma misma y en esa parte donde reside toda su virtud que es la sabiduría, o en cualquier otra cosa a la que esta parte del alma se parezca en cierta manera? [...] En esa parte del alma, verdaderamente divina, es donde tiene que mirarse y contemplar allí todo lo divino, es decir, Dios y la Sabiduría, para conocerse a sí mismo perfectamente62. Conocer a Dios y a la Sabiduría quiere decir conocer las esencias, las formas y los tipos fijos e inmutables; y en ellos vislumbrar la Esencia de las esencias, la Forma de las formas, el Modelos de los modelos. Sin este conocimiento de Dios por imperfecto que sea y sin el conocimiento del alma, no se puede juzgar adecuadamente lo que está en nosotros, ni tampoco las cosas relativas a lo que nos pertenece. Estos conocimientos están ligados entre sí y en dependencia jerárquica; un solo y mismo arte se ocupa esencialmente de ellos. El término de toda medida es, pues, Dios y la Sabiduría del alma que se conoce a sí misma. De donde deriva el sentido de la proporción; la verdad acerca de cualquier orden de cosas es siempre asunto de proporción. “Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y aquí te buscaba yo; y deforme como era, me 60 Alcibíades, 130, a -b-c. Alcibíades, 130 d. 62 Alcibíades, 133 b – c 61 arrojaba sobre estas cosas hermosas que tú has creado. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Teníanme lejos de Ti aquellas cosas, que si no estuvieran en Ti, no serían63” Finalmente quien no conoce las cosas que están en Él o que se le relacionan desde fuera, porque no conoce lo que Dios es y lo que es el alma, tampoco conocerá las que pertenecen a otros. SÓCRATES. – No conociendo las cosas que pertenecen a los demás no pueden conocerse las del Estado [...] Y si no sabe lo que hace ¿es posible que no cometa faltas?64 Si ese hombre que padece la peor y más vergonzosa de las ignorancias, interviene en los negocios de la República, provocará los mayores males y comprometerá decisivamente la suerte de su Patria. El primer deber de Alcibíades es alcanzar la virtud a través del conocimiento de sí mismo. Sócrates espera que persevere en este propósito pero teme con fundados temores, que los ejemplos que dominan en la República, terminen por apartarle y perderlo definitivamente. 63 64 SAN AGUSTÍN, Confesiones X, 27, 38. Alcibíades, 133 e – 134 a. LECCIÓN VII Antes de proseguir el itinerario socrático en procura del mejor y más profundo conocimiento del alma, vamos a enumerar algunos ejemplos altamente ilustrativos acerca de la manera ordinaria y también académica, de tratar las cosas que están en nosotros o en nuestro contorno humano. Las características de nuestra mentalidad volverán a resaltar con lamentable nitidez y apreciaremos, una vez más, la declinación intelectual, moral y política que tanto nos empequeñece y debilita. Acaso nos sorprenda todavía en el ciudadano de las democracias occidentales, la actitud irresponsable de Alcibíades cuando se disponía a participar activamente en la vida de la República, sin antes haberla esclarecido y afirmado en su propia alma sobre cimientos de eternidad. Todo lo que está en el hombre y todo lo que fuera de él le pertenece, tiene que ser asumido por el alma en la forma de la racionalidad, es decir, en la forma de la reflexión sobre sí misma, de la conciencia de su verdadero significado espiritual. La sensación y la fantasía, la pasión y el apetito, la habilidad y la virtud, así como el cuerpo y el espacio donde se mueve, la habitación y el vestido, las formas sociales y las instituciones jurídicas, los usos y costumbres, la economía y la riqueza, las manualidades y las técnicas, las ciencias y las artes, deben ser referidas por el alma reflexiva a la unidad de la Sabiduría divina y humana desde su extrema diferenciación de materias y de valores. Tan sólo esa unidad interior, conscientemente jerarquizada en la vida del alma, de los bienes espirituales, de los bienes corporales y de los bienes exteriores, puede sustentar la República en la unidad moral de sus partes constitutivas y en la concordia consigo misma a través de todas sus diferencias. Cada vez comprendemos mejor que no es en el cerebro ni en otro órgano corporal, como ha intentado tanto investigador trasnochado y fantasioso, donde puede razonablemente estudiarse el alma; más bien la encontraremos y nos será permitido examinarla en el cuerpo institucional de la República y, principalmente, en la Idea visible que lo dinamiza y conduce, concertando sus elementos sociales en la unidad del fin. La Idea, o mejor, el ideal de vida que define la esencia de la República, es la idea que el alma tiene de sí misma, personificada en el héroe nacional que se reconoce e imita, y corporizada en las instituciones que obedecen a la razón vital de las antiguas costumbres y de las tradiciones memorables. Cuando en la vida de la República, el cuidado de los bienes interiores y exteriores no se ajusta al dictamen de la Sabiduría y no guarda la debida proporción, es que el alma se ha enajenado de su intimidad y se encuentra dispersa en la multiplicidad abstracta y exterior. El alma se pierde a sí misma en sus afanes intelectuales o prácticos que cultiva en la abstracción de la unidad viviente del espíritu y a los cuales se entrega como a otros tantos absolutos o incondicionados fines en sí; pasa de una cuestión a otra, de una atención a otra, como si saltara de un planeta a otro planeta o de un criterio a su contrario y después a otro y así indefinidamente. Y en el espejo de la República, el alma asiste al grotesco espectáculo “de un carnaval cosmopolita de divinidades, de costumbres y de artes”; vida privada y vida pública como dos regímenes extraños entre sí y absolutamente apartados, cada uno con su moral propia y exclusiva; ciencia pura sin fetiches teológicos ni metafísicos; economía pura, derecho puro y pedagogía pura, sin contaminación política. ¡Fuera de la escuela, la política!; arte puro o arte por el arte; edad infantil con su vida propia, su mundo propio y sus leyes propias; edad juvenil, ídem; edad adulta, ídem; catolicismo dominical, liberalismo docente y socialismo económico en la misma persona; tradicionalismo, progresismo, pacifismo, feminismo y patriotismo exaltados, en buena vecindad dentro de la misma alma y de la misma escuela que suponen haber eliminado todo lo que divide a los hombres y que todo lo concilian en el plano superior de un nuevo humanismo abstracto y genérico; obrero o patrono, estudiante o profesor, profesional o empleado, clasista y partidista, antes que ciudadano de la República y aún en contra de la República. He aquí la confusión y el caos del alma que se ignora a sí misma, pero que presume saber, reflejado en la confusión y el caos de la plaza pública. Este es el mal que está destruyendo a nuestro mundo occidental: el caos interior que ahonda día a día el bolcheviquismo triunfante en el alma y en la República. Y el poder de destrucción y de muerte de ese enemigo invisible, imponderable, inmaterial, es superior, mucho más, infinitamente más, que el que puede obrar el ejército de innumerables legiones que se cierne sobre las fronteras de nuestra cultura y de nuestra vida. Dejando, por ahora, el comentario de los ejemplos patéticos, vamos a documentar la peor de las ignorancias en otros más sencillos y más claros si cabe. Abrid un manual o un tratado de Historia de la Civilización a la moda, tipo Esquema de Historia Universal de Wells o Colección Berr. Es casi seguro que la historia de la Humanidad se presenta en continuidad con la historia de los animales, de las plantas, de la tierra y del universo entero; además se asiste a un proceso de lenta humanización de la bestia más próxima, a fin de que no se altere aquello de que natura non facit saltus. De donde resulta que el hombre no es en fondo hombre, sino un antropoide distinguido, paulatinamente mejorado por la adaptación al medio; pero no puede ocultarse que después de muchos miles de años de evolución ascendente todavía tiene mucho de bestia, como lo prueban las continuas guerras y violencias que desata para satisfacer feroces instintos. Por ello es que el jefe del positivismo inglés Heriberto Spencer previene terminantemente a la Humanidad contemporánea que “la posibilidad de un estado social superior, en política y en general, depende fundamentalmente de la cesación de la guerra. El militarismo persistente, conservando las instituciones adoptadas, debe inevitablemente impedir o, al menos, neutralizar cambios en la dirección de leyes y de instituciones más equitativas, mientras que una paz permanente sería necesariamente seguida de mejoras sociales de toda especie65” El uso de este esquema evolucionista y naturalista para explicar los orígenes del vestido y de la habitación, nos ofrecerá la conocida versión de un animal aterido de frío o azotado por el viento y la lluvia que se envuelve con la piel abrigada de otro animal o que se guarece en el hueco de un árbol añoso. De tal modo que la habitación y el vestido tienen un origen fundamentalmente zoológico; son reacciones instintivas o respuestas de una inteligencia al servicio del instinto de conservación; y todas las variaciones ulteriores no son más que complicaciones graduales del sencillo modelo original. Y este tipo de explicación proporcionada a nuestra mentalidad de animales adaptados nos deja satisfechos; y, en cambio, sonreímos con marcada suficiencia si alguien nos recuerda que la habitación y el vestido tienen su origen en el alma que es como decir, un origen inmediatamente divino. La razón primera y principal que explica la habitación y el vestido es el pudor, esta imperiosa necesidad del alma que no del cuerpo, en virtud de la cual el alma se reviste de intimidad y de recato en el propio cuerpo y en el espacio que ciñe su vida. El alma repudia la naturalidad inmediata de la bestia, la desnudez brutal del instinto y revela su espiritualidad cubriendo su cuerpo, recogiendo se vida familiar en la intimidad del hogar y su vida civil entre los muros sagrados e inviolables de su Ciudad. Cuando este régimen normal de la existencia se corrompe y se degrada, el hombre pierde el pudor y cae en la promiscuidad, en el cosmopolitismo y en el internacionalismo. Esto no significa excluir la necesidad biológica en la explicación del vestido y de la vivienda; pero sí, darle su justo lugar de razón secundaria y subordinada a la razón del alma. Otro ejemplo sumamente ilustrativo es el deporte. Se olvida con peligrosa frecuencia que el cuerpo debe cultivarse para el alma, como ya enseña Aristóteles en la Política; en consecuencia, no se trata primordialmente de la salud, del vigor, de la resistencia o de la destreza, sino de la mejor disposición física para los trabajos del alma. Más todavía, la razón primera y principal del deporte es el alivio y purificación del alma juvenil; se trata de aliviarla y clarificarla de los sueños agobiadores que la invaden y de la maliciosa ansiedad que la devora, por medio de una sistemática distracción y fatiga del demonio. Claro está que esta principalísima función ética del deporte, excluye absolutamente la coeducación. En rigor, toda forma de coeducación es un atentado contra el pudor y contra la tranquilidad mínima de los jóvenes. La salud y el vigor físicos carecen de verdadero significado humano por sí mismos, propuestos con el valor de fines en sí; más todavía, pueden llegar a ser un evidente contrasentido en virtud de este aforismo de Aristóteles: “Más vale 65 Cf. F. HOWARD COLLINS, An epitome of the synthetic philosophy of Herbert Spencer, with a preface by Herbert Spencer, London, 1889. Hay traducción española: F. HOWARD COLLINS, Resumen de la filosofía de Herbert Spencer, con prólogo de Herbert Spencer, 2 volúmenes, Madrid. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. vivir un solo año para un fin elevado que arrastrar una larga existencia vanamente66.” La cuestión humana no se define ni se decide en el logro y mantenimiento de una perfecta salud animal, sino en el empleo que el hombre hace, en este caso, de tan espléndido y prolongado estado físico. Cuidar al hombre mismo es aplicarse a todas las cosas –espirituales o materiales-, teniendo en vista el saber que el alma posee de sí misma, a fin de estableces la justa medida y proporción de cada actividad respecto de la unidad viviente y armónica de la Sabiduría. Lo grave es olvidar esa primacía del alma que sabe y la necesidad de ese saber de sí misma, para justipreciar los otros saberes y las otras artes; lo verdaderamente lamentable es olvidar que el alma debe llevar al cuerpo con desenvoltura, en lugar de ser el cuerpo que arrastre pesadamente el alma. El alma tiene que verse y saberse a sí misma en el cuerpo y en las cosas exteriores donde realiza sus intenciones y donde expresa su esencia y su valor espiritual. Obramos una criminal subversión, un monstruoso atentado contra la naturaleza humana y el decoro de la existencia, toda vez que pretendemos explicar lo superior por lo inferior, la visión por la acción, la forma por la materia, el fin por el medio, lo sustantivo por lo circunstancial, que no otra cosa es el materialismo en cualquiera de sus manifestaciones históricas. Nada más oportuno que finalizar esta clase con una página de Claudel donde se explica acabadamente esa tendencia irresistible en nuestros días, de dar razón de lo que el hombre es, por lo que está en el hombre; y de lo que está en el hombre por lo que está fuera del hombre. Es el camino que se sigue a través de la ciencia, conforme al trazado del materialismo positivista (Augusto Comte y sus epígonos sudamericanos), desde las matemáticas, pasando por la astronomía, la física, la química y la biología, se llega a la sociología y a la moral; es decir, se llega hasta la vida propiamente humana a partir de la cantidad abstracta, la determinación más próxima de la materialidad, de la indiferencia absoluta: la exterioridad pura. Dice Claudel en El Libro de Ruth: “La atención dominante se dirige a la letra y no al espíritu de la letra. Es una consecuencia de esa actitud viciosa de los hombres del siglo XIX que hacen proceder todo de abajo, de una espontánea actividad de la causa eficiente; que explican lo más por lo menos, así es la materia que crea la forma; es el obrero que crea al órgano; es el espíritu de la época que crea el poema; son las circunstancias las que crean al héroe; es la historia que se hace por sí sola. “Nada tan falso como esta visión. En verdad, es el fin lo primero y principal; es el fin que convoca y concierta los medios. “El ser no es una suma. El análisis extremado, nos lleva a condiciones cada vez más generales y confusas que finalizan en la nada. Es como si se quisiera 66 Cf. Ética a Nicómaco, IX, c. 8. explicar un Ticiano por la naturaleza química de los colores, por la tela, por la física y la matemática atómica, etc.67” 67 Cf. PAUL CLAUDEL, Le Livre de Ruth, París, 1938. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. TERCERA PARTE El conocimiento de sí mismo y la conquista de un pensamiento libre Primeramente, ¡oh hijo!, has de tener a Dios; porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. De los consejos que dio Don Quijote a Sancho Panza, antes que fuese a gobernar la ínsula. LECCIÓN VIII El adivino Eutifrón juzga la actitud de Melito, uno de los más enconados acusadores de Sócrates, en estos términos decisivos: EUTIFRÓN. - [...] atacándote a ti, Sócrates, me parece que ataca a su Patria en lo que tiene de más sagrado68. Así es y así será siempre: perseguir, condenar, despreciar o simplemente desconocer el magisterio socrático como la verdadera y única educación del ciudadano, será en todo tiempo y lugar, la negación de la Patria misma; la manera más sutil y disimulada, pero también la más peligrosa y destructora de conspirar en contra de la Soberanía. La ocupación de Sócrates, conforme hemos anticipado en clases anteriores, es el cuidado de la Patria misma: la lúcida comprensión de lo que ella es y la vigilancia constante de la integridad de sus ser en el alma del ciudadano y en la vida de la República. Su afán de cada día es demostrar públicamente con fundadas razones y con el testimonio de una inquebrantable fidelidad que cumplimos con nuestro deber hacia la Patria en la medida que atendemos a la perfección del alma, a nuestro mejor ser. La Patria y la República se hacen fuertes y se consolidan o se debilitan y se desmoronan en el alma. Los otros entusiasmos y los otros fervores “patrióticos” son simulacros bastardos o vanas adulaciones. La Patria y la República son realmente inconmovibles en el alma que está cuadrada sobre lo mejor de sí misma: la Sabiduría y las virtudes éticas; o como expresan los versos del poeta griego Simónides que comenta Platón en su Diálogo Protágoras: Cuadrado de pies, de manos y de espíritu, y formado sin la menor imperfección69. Sócrates, cuando sea llegada la hora decisiva, no vacilará en advertir al tribunal supremo de los atenienses que su amor a la filosofía y la misión que le encomendara Dios de mantener despierto el sentido de la responsabilidad en los ciudadanos, son más fuertes que su apego a la vida y a las libertades; que prefiere verse privado de todos sus bienes, incluso de la propia vida, antes que dejar de filosofar y seguir indagando a sus semejantes. Nada más razonable y oportuno que este lenguaje sin concesiones, viril, decoroso y soberano en quien ha convertido su vida entera en un acto de servicio a la Patria; en quien ha querido renunciar a los más legítimos intereses particulares para consagrarse a un gran deber; en quien no se reserva nada para sí y se entrega hasta el extremo de identificarse con la Patria misma, porque sabe que la expresión del supremo dominio de sí, la prueba segura del verdadero señorío sobre la propia alma y el 68 69 Eutifrón, 3 a. Protágoras se dirige a Sócrates y le recuerda los versos del poeta Simónides. Cf. Protágoras, 339 b. propio cuerpo, es una apasionada entrega, una consagración abnegada como la suya. Conocerse a sí mismo, quiere decir conocer la espiritualidad del alma racional. Y esa espiritualidad no se anula ni se compromete por la necesaria y sustancial unión con un cuerpo, a menos que el alma renuncie a su primacía y se degrade hasta humillarse a su inferior; y en lugar de adorar a la pura y trascendente espiritualidad de Dios, cuyo reflejo es el alma misma, se entregue a la idolatría de la materia sin espíritu: el mineral, la planta, el animal, la máquina, la riqueza, el individuo abstracto, el Estado abstracto, la Humanidad abstracta, la civilización y el progreso, la libertad de una voluntad que no quiere nada a fin de reservarse entera y rehusar todo compromiso, donación o devoción, etc. Sócrates conoce la esencia espiritual del alma y se decide a vivir desde ella y para ella; así se eleva por sobre los estrechos límites de la percepción sensible y de la acción material, hasta la visión y la preferencia de una nueva y divina libertad, la libertad interior, cuyo sentido será esclarecido definitivamente por el Cristianismo, pero que ya es la realidad y la verdad de Sócrates en su vida y en su muerte: Saberse es comenzar a ser uno mismo dentro y fuera de sí; poseerse realmente a sí mismo es darse entero a una grande y verdadera misión. San Agustín expresa maravillosamente el significado de esta sabiduría y de esta libertad del alma que funda los otros saberes y las otras libertades: “¿Quizás temes perderte entregándote? Al contrario, no entregándote es como te pierdes. La misma caridad es quien lo enseña por la Sabiduría, y de tal manera que no tienes por qué extrañarte de sus palabras: Entrégate a ti mismo, dice ella, del mismo modo que el que quisiera venderte su campo te diría: Entrégame tu oro70.” Será menester que meditemos el discurso en que Sócrates explica a los atenienses que van a juzgarlo, la naturaleza y el valor de la misión que cumple en la Ciudad. SÓCRATES. - Atenienses, os respeto y os amo; pero obedeceré a Dios antes que a vosotros, y mientras yo viva no cesaré de filosofar, dándoos siempre consejos [...] y diciendo a cada uno de vosotros cuando os encuentre: buen hombre, ¿cómo siendo ateniense ciudadano de la más grande ciudad del mundo por su sabiduría y su valor, cómo no te avergüenzas de no haber pensado más que en amontonar riquezas, en adquirir crédito y honores, en despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría, y de no trabajar para hacer tu alma tan buena como pueda serlo? [...] estoy persuadido que el mayor bien que ha disfrutado esta ciudad, es este servicio continuo que yo rindo a Dios. Toda mi ocupación es trabajar para persuadiros, jóvenes y viejos, que antes que el cuidado del cuerpo y de las riquezas, es el del alma y de su perfeccionamiento; porque no me canso de deciros que la virtud no viene de las riquezas, sino por el contrario, que las 70 Sermo 34, 7. riquezas vienen de la virtud, y que es de aquí de donde nacen los demás bienes públicos y privados71. Estas inspiradas palabras definen el ideal pedagógico de un artífice que trabaja sobre el modelo divino; tienen un valor inmutable y una vitalidad perenne. Sócrates es el arquetipo civil, el maestro de conducta en toda ciudad temporal, configurada sobre el alma que se conoce a sí misma y se contempla en las costumbres pudorosas y en la justicia de sus instituciones y de su gobierno. El ideal pedagógico es invariable como el hombre mismo considerado en su esencia y no en las variables circunstanciales de su vida. Sólo hay un humanismo posible, aquel que cultiva al hombre eterno; y sólo una lamentable confusión de lo sustantivo con lo circunstancial puede inducirnos a plantear otros humanismos, a proponer, por ejemplo, un humanismo moderno en oposición a un humanismo antiguo ya caducado. El humanismo no es ni antiguo ni moderno; es clásico, lo cual quiere decir siempre actual, definitivamente valioso y digno de ser imitado y continuado. El ciudadano es el hombre esencial porque es el hombre en el estado de su naturaleza, el hombre que existe en conformidad con su naturaleza racional y libre. No hay más que un modelo, un tipo fijo e inmutable de ciudadano; y muchas ejecuciones reales, concretas, históricas, más o menos logradas, más o menos perfectas y hasta deformes y contrahechas. Claro está que si al considerar las múltiples realizaciones no tenemos a la vista el modelos o tipo ideal; y no las medimos según el grado de proximidad o de alejamiento de la norma fija, se nos presentarán como una exposición de “modelos” o “tipos” diversos, de concepciones distintas e igualmente valiosas que se corresponden y armonizan con un medio diferente. De este modo, el ciudadano de Atenas, el ciudadano de Roma, el ciudadano de Venecia, el ciudadano del Antiguo Régimen, el ciudadano del Nuevo Régimen del gorro frigio, el ciudadano de la roja Moscú, resultan otras tantas formas de ciudadanías, adaptadas cada una a condiciones existenciales únicas e irrepetibles en el tiempo histórico. He aquí un claro ejemplo del punto de vista de la cantidad y del puro fenómeno que abstrae de la esencia y del valor en sí, procediendo a nivelarlo todo en función de las circunstancias. Un testimonio análogo al que recogimos de Ramón y Cajal, nos lo ofrece el Jefe de la Escuela Sociológica francesa, D. Emilio Durkheim, aunque referido a la realidad social que estamos considerando: “Nosotros sabemos que si se toman al pie de la letra las palabras superior e inferior no tienen científicamente sentido. Para la Ciencia, los seres no están los unos encima de los otros, son solamente diferentes porque difieren sus medios respectivos. No hay una manera de ser y de vivir que sea la mejor para todos, con exclusión de toda otra; y en consecuencia no es posible clasificarlas jerárquicamente según que se acerquen o se alejen de un ideal único. El ideal para cada uno es vivir en armonía con sus condiciones de existencia. “Esta correspondencia se encuentra igualmente en todos los grados de la realidad. Lo que es bueno para unos no lo es necesariamente para otros. La 71 Apología, 29 d – 30 b. familia de hoy no ni más ni menos perfecta que la de antes: ella es otra porque las circunstancias son otras. El sabio estudiará cada tipo por sí mismo y su sola preocupación será buscar la relación que existe entre los caracteres constitutivos de ese tipo y las circunstancias que lo rodean.72” Insistimos en que esta manera propia de la ciencia exacta y empírica, aplicada al orden humano, es un caso de materialismo plebeyo y grosero; materialismo puro por cuanto se trata del acomodo con las circunstancias antes que de la conformidad con lo que es. Lo mejor no es la plena adecuación a la esencia sino la adaptación al medio exterior y cambiante, según el canon de este simulacro de saber y de objetividad. No se necesita mucha perspicacia para apreciar las proyecciones éticas y políticas de semejante criterio igualitario y oportunista. El punto de vista de la esencia es eminentemente aristocrático y jerarquizador. En el libro IX de “La República”, Sócrates le pregunta a Glauco: SÓCRATES. – [...] ¿si lo mejor para cada cosa no es lo más conforme con su esencia?73 Y Glauco le contesta que GLAUCO. – [...] en efecto, lo mejor es aquello que está más conforme con la esencia74. Lo mejor es un principio de distinción. El valor no es diferente del ser; es el ser mismo en acto y en la medida que está en acto. El valor propio de una cosa está dado por el grado de realización de su esencia. El valor de una personalidad consiste en ser lo que debe ser. Valer es lo mismo que ser en acto, esencia existente; y la perfección de un ser, la plenitud de su valor la alcanza cuando existe en conformidad con lo que es, con su esencia. El alma que se manifiesta idéntica consigo misma en su existencia carnal, que hace de su cuerpo, de sus movimientos, de su gesto y de su voz, la realidad y la verdad de sus esencia espiritual, ha logrado la plenitud de su valor, o sea, la perfección de su ser; es una persona. Cuando decimos de alguien que tiene personalidad o carácter, queremos decir justamente que es el mismo en sus actos. El materialismo en cualquiera de sus versiones no expresa lo que es ni la ordenación jerárquica, que mantienen los distintos seres entre sí, tanto como las partes constitutivas de un mismo ser; sino que expresa más bien la subversión y el desorden provocados en su propia existencia por el alma confundida y degradada. Nada más justo que el materialista juzgue que “el espíritu es el producto superior de la materia75”, desde que ha conseguido obrar esa 72 ÉMILE DURKHEIM, Introduction à la Sociologie de la Famille, Anales de la Faculté des Lettres de Bordeaux, 10 (1888), páginas 257 – 281. Ver también, Textes 3, París, Editions di minuit, 1973, páginas 35 – 49. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 73 La República IX, 586 e. 74 Ibidem. 75 Cf. FRIEDRICH ENGELS, Ludwig Feuerbach y…, o. c. confusión en su mente y se propone hacer que el mundo y la existencia sea la imagen y semejanza de su alma contrahecha y humillada. Su seudofilosofía es la confesión de lo que ha llegado a ser y de lo que quiere hacer; una ideología del resentimiento puro que con el pretexto de la conquista del mejor ser pretende destruir todo lo existente y de ahí la lacónica sentencia: “todo lo que existe merece perecer76” Este espíritu de confusión y de nihilismo militante que suele apoderarse de las almas y de los pueblos decadentes, se manifiesta en la forma de la ignorancia o del hastío hacia la propia alma, hacia lo que es como siempre ha sido, el verdadero ser y el hombre verdadero; y, en cambio, una apetencia insaciable de novedad, de cosas nunca vistas, extrañas y exóticas, de un hombre nuevo y de un alma extranjera. Se trata de ser otro y de no mirarse ya en el espejo que nos recuerda nuestra verdadera imagen, lo que realmente somos y debemos ser. Así Hipócrates, hijo de Apolodoro, una de las grandes y ricas familias de Atenas, admirablemente dotado que aspira a distinguirse un día, antes de rayar el alba, acude presuroso a la casa de Sócrates que reposa de sus ardientes vigilias. ¿Va, acaso, para contemplar en el maestro de ciencia y de conducta, los ásperos caminos que deberá recorrer para el logro de sus afanes?; o ¿quiere que la palabra magistral despierte en su alma el recuerdo de una antigua sabiduría y de una vida perfecta, para ir hacia ella con toda la fuerza de un supremo anhelo? No, nada de eso; despierta a Sócrates para rogarle lo acompañe hasta el lugar donde se encuentra el famoso sofista Protágoras, recién llegado a la Ciudad, y de quien desea recibir lecciones y para ello está dispuesto a gastar su fortuna y la de sus amigos si fuere menester. Sócrates ha comprendido ya lo que pasa en el alma del joven y se apresta para satisfacer su apremiante solicitud. Mientras pasean, en espera de la hora oportuna para presentarse a Protágoras, Sócrates le pregunta: SÓCRATES. - Y bien, Hipócrates, vas a casa de Protágoras a ofrecerle dinero para que te enseñe alguna cosa; ¿qué hombre piensas que es, y qué hombre quieres que te haga? [...] ¿qué es lo que sabe y qué es lo que enseña a los demás?77 El joven le contesta desconcertado: HIPÓCRATES. - En verdad, Sócrates, no podría decírtelo78. Sócrates le reprocha su ligereza y su falta de responsabilidad; le observa que si se tratara de la salud de su cuerpo buscaría un médico para confiarse a 76 Cf. FRIEDRICH ENGELS, Ludwig Feuerbach y…, o. c. Protágoras, 311 a y ss. 78 Protágoras, 313 a. 77 sus cuidados; y, en cambio, estimado mucho más su alma y sabiendo que su felicidad o se desgracias dependen de su formación, SÓCRATES. – [...] no pides consejo ni a tu padre, ni a tu hermano, ni a ninguno de nosotros que somos tus amigos; ni tomas un solo momento para deliberar si debes entregarte a un extranjero que acaba de llegar; sino que sin más que saber que ayer tarde y bien tarde ha llegado, vienes al día siguiente, antes de rayar el alba para ponerte sin dudar en sus manos79. Hipócrates ignora al verdadero maestro, “el que Dios ha escogido para excitar, para punzar, para predicar todos los días y no abandonar un solo instante80”, a los atenienses; no sabe que el maestro está a su lado, solicitándolo delicadamente para que reflexione acerca del paso que va a dar. Pero Hipócrates no ve en Sócrates a su maestro porque se ignora a sí mismo, porque no sabe quién es él ni lo qué quiere realmente; tampoco sabe quién es Protágoras ni lo que espera de su enseñanza, pero es el extranjero que llega acompañado por la larga fama de sus triunfos resonantes, de sus grandes éxitos. SÓCRATES. - Esto es negocio concluido; es preciso entregarse a Protágoras, a quien no conoces como tú mismo lo confiesas, y a quien no has hablado jamás81. ¿Meditaron los hombres públicos del 53 y del 80, acerca de su apresuramiento, de su lamentable urgencia por entregar a educadores extranjeros –por el espíritu y por la sangre-, el cuidado del alma de las futuras generaciones argentinas? ¿Se detuvieron siquiera un momento para consultar nuestro pasado, para abrir el libro de una tradición venerable, cuyo espíritu modeló el carácter de los fundadores de la Patria? 79 Protágoras, 313 a, b. Cf. Apología, 30, e. 81 Protágoras, 313 c. 80 LECCIÓN IX Sócrates insiste en prevenir a Hipócrates sobre el daño irreparable a que expone su alma, entregándola ciegamente al cuidado de un preceptor extranjero, tan celebrado como desconocido para él; y acaso un maestro de habilidad pero no de sabiduría. En verdad, el riesgo que se corre en la compra del saber, es mucho mayor que en la compra de comestibles; no se lo puede depositar en alforjas sino en el alma misma. La ciencia adquirida se la lleva necesariamente en el alma, en la forma de hábitos o virtudes intelectuales, los cuales son buenos o malos, perfecciones o corrupciones, según sean saberes reales y verdaderos o saberes aparentes y falsos. Pero todos los argumentos son vanos y no puede demorarse la presentación del joven ateniense al renombrado maestro. Sócrates lo hace en términos convincentes para Protágoras. SÓCRATES. - Hipócrates que aquí ves, es hijo de Apolodoro, una de las más grandes y ricas casas de Atenas; y es de tan buen natural que ningún hombre de su edad lo igual; quiere distinguirse en su Patria y está persuadido de que, para conseguirlo, tiene necesidad de tus lecciones82. Después de tan promisorias razones que Protágoras acoge complacido, Sócrates le ruega explicarles cuáles son los beneficios de su magisterio y cuál es la excelencia o virtud que Hipócrates va a alcanzar con sus lecciones: PROTÁGORAS. – Este joven no aprenderá jamás otra ciencia que la que desea al dirigirse a mí y no es otra que la prudencia o el tino que hace que uno gobierne bien su casa; y que en las cosas tocantes a la República, nos hace muy capaces de decir y hacer todo lo que le es más ventajoso83. Sócrates entiende que Protágoras acaba de declararse un maestro de política y pone en duda que la virtud del mando y de la obediencia pueda ser enseñada. Recuerda el espectáculo reiterado en las asambleas públicas, donde todos los ciudadanos sin distingos de condición ni de profesión, participan activamente en las deliberaciones éticas y políticas, sin que nadie se sorprenda ni tenga objeción que hacer a ese universal derecho de opinión. No ocurre lo mismo cuando se trata una cuestión técnica, la construcción de una nave o de un edificio por ejemplo; en este caso, se exige competencia profesional, el título que acredite autoridad para emitir opiniones y ser escuchado. No se tolera que un profano en la materia, incurra en la ligereza de opinar sobre lo que ignora. De donde resulta que todos somos o nos suponemos, en cuanto ciudadanos de una democracia, con autoridad suficiente para juzgar y decidir sobre los asuntos de Estado, en el gobierno de la República, sin haber estudiado ni 82 83 Protágoras, 316 b c. Protágoras, 318 e – 319 a. aprendido especialmente el arte de la política y sin haber tenido jamás maestros de prudencia. Todo lo cual parece confirmar las dudas de Sócrates sobre la imposibilidad de aprender y de enseñar la virtud. Sócrates podría agregar todavía que en un régimen democrático puro, el mayor de los delitos es poner en duda la suficiencia política del más insignificante de los ciudadanos o de la multitud en conjunto. Claro está que para preservar la pureza democrática en los días que corren, amenazada principalmente por los comunistas, habrá que suspender los sagrados derechos y garantías individuales, hasta que sean aniquilados sus enemigos exteriores e interiores. Pero lo grave será comprobar que los comunistas son los únicos verdaderamente interesados en que se mantenga la piedra libre del sabio régimen democrático, hasta que ellos conquisten pacíficamente el poder político. Nos parece oportuno que se medite acerca de la rara condición de la Democracia pura, tanto más inestable cuanto más efectiva su pregonada pureza, que necesita contrariarse a sí misma para recuperar una precaria normalidad. Hogaño como antaño, el régimen de la libertad pura termina negándose en alguna forma de pura autoridad; y el vivir como cada uno quiere en el extremo de su desarrollo, se convierte en la más rígida disciplina y obediencia al superior. ¿No será que la normalidad democrática es tan anormal que precipita irremediablemente en el desgobierno y en la anarquía? ¿No será la lógica interna de su proceso que engendra necesariamente la crítica de sí misma? ¿No será la glorificación de la contradicción el sino democrático? El socorrido ejemplo de los Estados Unidos como testimonio de esta habilidad democrática, no modifica la situación; aparte del formidable contrapeso oligárquico como factor de orden y de disciplina económicosociales, ha tenido el privilegio hasta aquí de una continuada expansión de su riqueza nacional y colonial. Ya es hora de volver a Protágoras que se dispone a probar por medio de una explicación mítica, el carácter docente de la virtud política. Es una fábula rica en sugerencias profundas y donde se vislumbra como en golpes de luz, la distinción esencial entre el hombre y el resto de los animales, así como el desigual rango y valor de las criaturas según su grado de relación y de proximidad con el Creador. Si se compara esta teogonía familiar de los antiguos griegos, con cualquiera de las explicaciones “científicas” del evolucionismo naturalista de los siglos XIX y XX de la Era Cristiana, se pondrá en evidencia la superioridad intelectual, la riqueza de imaginación y de gusto, el real decoro que prestigia a aquellos paganos, frente a la mediocridad de inteligencia y estrechez de miras, a la pobreza de imaginación y de gusto, a la falta de dignidad, de estos modernísimos partidarios de la Civilización y del Progreso. Asombra el realismo, la veracidad, la lógica estricta en el desarrollo del mito teogónico que nos expone Protágoras con palabra fluida y brillante, frente al carácter fantástico, inverosímil, truculento y pueril de esas historietas naturales con rígido aspecto científico, tales como el evolucionismo tipo Spencer, el transformismo tipo Darwin, el materialismo histórico tipo Marx o el pragmatismo tipo Dewey. Padecemos de infantilismo mental que no es lo mismo que estar en la deliciosa infancia del espíritu, sino en la ridícula situación del adulto que no ha tenido infancia y que alcanzará nunca la madurez. Por eso nos parecen pueriles las cosas realmente serias y tomamos en serio las que son verdaderamente pueriles, hasta el punto de haber instituido la idolatría pedagógica del niño y de juzgar la madurez del maestro como el principal obstáculo para el espontáneo y libre desenvolvimiento de la personalidad infantil. Desde el Emilio de Rousseau hasta el actual monopolio de la Escuela Activa, pasando por Pestalozzi, Fröebel, Spencer, etc., los aforismos predominantes son de la especie de “aprender jugando” o “aprender haciendo”. El odio a los arquetipos humanos y a la madurez del espíritu, el horror a la personalidad lograda y armoniosa, se traduce en la institución de la pedagogía del juego, del trabajo manual, de las representaciones geométricas, de las ilustraciones gráficas, del experimentalismo para cualquier orden de conocimientos. Y se confunde adrede o por la peor de las ignorancias, a la única pedagogía posible que es el Verbo, con su degradación intelectualista y enciclopedista. Sólo la palabra propiamente enseña; sólo ella comunica realmente un alma con otra alma. Querer reemplazar la pedagogía del verbo por cualesquiera formas de praxis, es negar el alma espiritual y negar a Dios. La pedagogía del hacer –juego, manualidad, experimento-, convierte un elemento infantil, inmediato o puramente material y externo, en algo que pretende valer por sí mismo y lo aplica como una actividad que educa por sí. De este modo se pierde la seriedad y se infantiliza el espíritu, sin advertir siquiera que los niños son los que menos aprecian a la infancia como tal; es notorio que sólo los adultos les interesan y sólo a ellos atienden, veneran e imitan en todo momento. Refiriéndose a la pedagogía del juego, Hegel observa agudamente: “se esfuerza por representar a los niños, en se ser que sienten incompleto, como si fueran completos, haciéndolos pagados de sí mismo; turba y profana su verdadera, propia y mejor necesidad y produce, en parte, el desinterés y la obtusidad para las relaciones sustanciales del mundo del espíritu; y, en pare, el desprecio de los hombres porque a ellos como a niños, se han representado los hombres mismo pueril y despreciablemente; después el vacío y la presunción que se pagan de su propia excelencia.84” Y así nos parece cosa de niños esta explicación mítica, seria y profunda, que discurre Protágoras: 84 Cf. GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL, Grundlimien der Philosophie des Rechts (1821). III Parte, Sección Primera. Puede consultarse en español: GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL, Filosofía del Derecho, Buenos Aires, 1987. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. Cuando hubo llegado el tiempo de la creación de los seres mortales, los dioses modelaron con barro las distintas especies y luego encomendaron a Epimeteo y a Prometeo revestirlos con las cualidades convenientes; el primero fue encargado de la distribución y procuró a cada ejemplar lo necesario para conservar su vida. Una vez que se agotaron los recursos disponibles, los delegados de los dioses advirtieron una grave omisión: el hombre quedaba desnudo, desarmado e inerme frente al resto de los animales tan adecuadamente provistos. Se aproximaba el día de la aparición del hombre sobre la tierra y era urgente una solución. Prometeo se valió entonces de un osado y riesgoso ardid: robó a los dioses Hefesto y Atenea, el secreto del fuego y de las artes; y con tales armas el hombre fue provisto para la vida. Pero le faltaba lo principal para vivir bien ya que Prometeo no había podido violar el santuario de Zeus, celosamente custodiado, para arrebatar el secreto de la política. Los hombres tenían los mejores medios para dominar al resto de los animales y para defenderse de la intemperie y del rigor de las estaciones, pero carecían de lo necesario para convivir en paz y en armonía. Toda vez que intentaban agruparse en ciudades para defenderse y apoyarse mutuamente eran presa de la más extrema confusión y desorden hasta infligirse los mayores daños unos a otros. Zeus, padre de los dioses, fue movido a compasión por el lamentable espectáculo que ofrecían las ciudades de los hombres y temiendo que llegaran a exterminare, les envió, por intermedio de Hermes, la justicia y el pudor, a fin de que pudieran fundar la verdadera Patria y la familia verdadera sobre fundamentos sagrados y con el debido decoro. Dispuso, además, que todos los hombres participaran de tales cualidades, porque si se entregaban a un pequeño número como se había hecho con las artes útiles jamás habría sociedades estables ni naciones soberanas. Finalmente ordenó que se publicara una ley según la cual el individuo que pierda la vergüenza y falte gravemente a la justicia será suprimido como una peste de la Sociedad85. Hasta aquí la fábula es maravillosamente verídica; no sería discreto dudar de que las cosas hayan ocurrido como cuenta Protágoras. ¿No os maravilla, acaso, esa justísima interpretación de la inteligencia humana que incluso en las artes útiles para la vida, no es una mera continuidad ni tiene igual naturaleza que el conocimiento instintivo de los demás animales? Los medios de acción que los irracionales emplean instintivamente, están incorporados como mecanismo de su estructura orgánica; pero si bien se ejercitan con eficacia certera circunscriben inexorablemente las posibilidades prácticas del animal. Las garras sirven únicamente para desgarrar y las alas para volar; y no es posible hacer otra cosa con tales instrumento orgánicos. La inteligencia racional, en cambio, dispone para la práctica, de un órgano especialísimo como hemos explicado en clases anteriores; un órgano de múltiple y variada adaptación que en lugar de restringir su uso a una operación determinada, ofrece infinitas posibilidades ejecutivas. Ocurre que la inteligencia, en su función pragmática y técnica, tiene el poder de inventar 85 Cf. Protágoras, 320 c – 322 d. mecanismos, sobre el modelo de la naturaleza, que se aplican a los más diversos usos; la mano los incorpora en el momento oportuno de su empleo, sea un cuchillo, un martillo o un volante; y después de usarlos los deja y queda libre para valerse de otro instrumento. No es razonable pensar que esta inteligencia técnica no es más que un simple desarrollo de esa inteligencia instintiva, automática, enteramente hecha y adscripta a un determinado mecanismo de acción, que poseen los animales irracionales. No existe continuidad lógica entre una cosa hecha y una cosa que hace, entre algo producido y algo que produce, entre un mecanismo natural y un mecanismo artificial. Más razonable, mucho más ajustado a una buena lógica, es sugerir como la fábula que Prometeo robó a los dioses el secreto del fuego y de las artes, porque el poder de inventar artefactos, aunque sea una mera imitación de la creación original es una semejanza visible de la potestad divina; y hay algo de adquisición violenta, de maniobra furtiva y de sorpresiva celada, en los métodos para escudriñar las leyes que rigen los fenómenos de la naturaleza, cuya posesión le confiere al hombre un poder mágico sobre las cosas. Lástima grande es que, a veces, el hombre se excede en la estimación de ese poder de descubrimiento e invención y llega a confundirlo con la omnipotencia creadora de Dios; entonces cae en la locura de creerse Dios, locura del simple imitador que cree ser artista original. Es la hora de los ídolos con pies de barro, de la repugnante fealdad de las criaturas de la soberbia: torpes engendros son los laboratorios para fabricar sustancia viviente y cerebros mágicos o las escuelas para formar comunistas puros contra la ley misma de la naturaleza. Esta locura por exceso, corre pareja con su contraria, la locura por defecto de estimación, por complejo de inferioridad para decirlo al modo psicoanalítico. Con tal de poder omitir a Dios y al alma inmortal, no se vacila en arrojar al hombre a la corriente de un supuesto devenir universal, de una imaginaria evolución cósmica; no se vacila en hacerlo venir todo de abajo, de lo más inferior y subalterno que hay en el hombre, el animal de sensaciones y de instintos, hasta presentarlo como un mono diferenciado. He aquí el espíritu que engendra las pueriles, torpes y aburridas historias naturales del hombre y de la sociedad, tan deplorables e insignificantes frente a la ponderación, desenvoltura y encanto del mítico relato de Protágoras. ¿No es, acaso, un supremo acierto distinguir entre el robo a los dioses del secreto del fuego y de las artes y el carácter de generosa donación que revisten la justicia y el pudor? Prometeo no pudo penetrar en el santuario de Zeus, porque la justicia y el pudor no se roban, no pueden robarse como el poder de usar; no son valores de uso, sino perfección y generosidad de ser, formas de respeto y de servicio. La justicia y el pudor, cualidades propias y distintivas del alma espiritual, sólo pueden estar en el hombre como una generosa concesión, como un don gratuito de Dios; y sólo pueden manifestarse adecuadamente como amor y respeto, como admiración y abnegación, como sentido de la responsabilidad y confiada fidelidad... Seguiremos comentando el Protágoras. LECCIÓN X El mítico relato de Protágoras en el diálogo socrático, tan ajustado a lo que es y tan respetuoso de la buena lógica, distingue en el hombre, primero, lo que tiene de común con los demás seres mortales: la materia de que está hecho y las necesidades materiales; segundo, lo que es del alma para el cuerpo, al que está unido sustancialmente: la función parcial de la inteligencia que opera en vista del uso de las cosas, el saber que funda el poder, la seguridad y el bienestar; tercero, lo que es del alma para el alma misma y para Dios que está en el alma como una nostalgia infinita y un supremo anhelo: la vida pura de la inteligencia que contempla y que ama, el saber que funda el pudor, la justicia y la piedad. Protágoras al final de su magnífico discurso, después de insistir en la universalidad del magisterio de la virtud, pretende explicarle a Sócrates el motivo de sus dudas acerca de la posibilidad de enseñarla: [...] como ves que todo el mundo enseña la virtud como puede, te place el decir que no hay un solo maestro que la enseña. Esto es como si buscaras en la Hélade un maestro que enseñe la lengua griega; no lo encontrarías; ¿por qué? Porque todo el mundo la enseña [...]86. Y enseguida se propone como un maestro insuperable de virtud: Por pequeña que sea la ventaja que otro hombre tenga sobre nosotros para impulsarnos y encarrilarnos por el camino de la virtud, es cosa con la que debemos envanecernos y darnos por satisfechos. Creo yo ser del número de éstos, porque sé mejor que nadie, todo lo que debe practicarse para hacer a uno hombre de bien87. Sócrates, el verdadero y único maestro de virtud, se decide a abandonar la actitud irónica que ha mantenido hasta aquí; acepta que Protágoras lo ha convencido y se dispone a probar ahora que a pesar de su elocuencia arrebatadora y de su riqueza de contenido, el discurso que acaba de oír, no posee la ciencia de la virtud en la medida que exige la autoridad para enseñarla a otros. La docencia es una función del saber; en la medida en que un saber es más un puro saber de razón, tanto mejor puede ser enseñado, tanto más comunicable es. El que mejor sabe una cosa determinada es el que mejor la enseña. Sócrates acaba de aceptar que la virtud se enseña y sólo quiere que Protágoras le disipe una pequeña duda para quedar plenamente satisfecho: 86 87 Protágoras, 327 e. Protágoras, 328 a b. Has dicho que Zeus envió a los hombres el pudor y la justicia, y en todo tu discurso has hablado de la justicia, de la templanza y de la santidad, como si la virtud fuese una sola cosa que abrazase todas esas cualidades. Explícame con la mayor exactitud si la virtud es una; y si la justicia, la templanza y la santidad no son más que sus partes, o si todas las cualidades que acabo de nombrar no son más que nombres diferentes de una sola y misma cosa88. Protágoras le responde que la virtud es una y que la sabiduría, la santidad, la justicia, la templanza y el coraje son partes diferentes [...] como la boca y la nariz lo son del semblante89. Sostiene, además, que se puede poseer una parte de la virtud sin las otras como lo probaría el hecho de que hay gentes valientes que son injustas y otras que son justas sin ser santas; de donde resulta que ninguna de las partes de la virtud tiene afinidad ni semejanza esenciales con las otras. Sócrates sostiene, por su parte, que la justicia es santa y que la santidad es justa; y que el propio Protágoras piensa lo mismo, tanto que lo obliga a convenir que la sabiduría y la prudencia o la justicia y la prudencia son la misma cosa. Protágoras no puede menos que contrariarse ante su continuo desdecirse y refutar su punto de vista sobre las diferentes partes de la virtud; y cuando su sagacísimo interlocutor le pregunta acerca de la relación entre lo bueno y lo útil, deja las lacónicas y categóricas respuestas que exige el método socrático de interrogación, para apelar a su mejor habilidad retórica; un discurso espacioso, matizado y elocuente donde insiste sobre la relatividad de lo bueno que se toma en el sentido de lo útil90. Es indudable que Protágoras concluye certeramente cuando afirma que [...] lo que se llama bueno es relativamente diverso91; pero bien entendido que bueno significa aquí, lo mismo que útil. Hemos probado suficientemente, a nuestro juicio, que la virtud es una cualidad espiritual y que tiene su origen en una muy singular generosidad de Dios. La virtud –la sabiduría, la justicia, la santidad-, fue en el principio un don gratuito, una pura concesión de Dios; pero ahora, por una mala elección, por no haber preferido originariamente lo mejor, debemos conquistarla por medio de 88 Protágoras, 329 c d. Protágoras, 329 e. 90 Cf. Protágoras, 329 e – 334 c. 91 Protágoras, 334 b c. 89 una dura y continuada disciplina, siempre en forma defectuosa e incompleta y con riesgo constante de volverla a perder, a menos que la graciosa mano quiera mantenernos en la inmóvil altura. La virtud, en cualquiera de sus formas propias, –sabiduría, santidad, justicia, prudencia, coraje o templanza-, es algo universal y objetivo en el sujeto que la posee habitualmente; un bien que vale en sí y por sí, como una excelencia y perfección del alma; así como su falta es una disminución y degradación del alma. Pero la utilidad no es una virtud propiamente espiritual, una virtud del alma para su mejor ser como las anteriores; más bien es una habilidad para sacar partido de las cosas exteriores y de las personas que se tratan como si fueran cosas. De ahí que pueda concluirse con Protágoras que lo útil es “lo bueno relativamente diverso”, lo cual no sería lícito afirmar de la virtud. En este punto comienza a resentirse la aparente desenvoltura de Protágoras y resalta el equívoco que encierra toda sofística o dialéctica demagógica: la confusión deliberada de la virtud con la habilidad; la resolución de todas las virtudes a formas de habilidad. Esto significa hacer de la utilidad el supremo valor de la vida y estimar todo lo bueno como valor de uso; en otros términos, importa hacer abstracción del alma en la existencia del individuo y de la República. Así se llega a cultivar el saber y a conducirse como si el hombre no tuviera alma; como si no fuera, principalmente, un alma espiritual, inmaterial, inmortal. El hombre se representa a sí mismo y se comporta como si no fuera otra cosa que un sistema de necesidades materiales y arbitrio puro; por esto es que el medio social y la escuela, la ciencia y la moral del éxito, los arquetipos económicos y el ideal de la vida cómoda, preparan en la habilidad para existir a gusto y beber tranquilamente su taza de té aunque se hunda el mundo. La sabiduría y la virtud han sido desterradas de la enseñanza pública y de la política. Asistimos a una política que se rige exclusivamente por los hechos y que rechaza como inoperantes los ideales y las perspectivas de eternidad. Y esa política que apoya en el hecho bruto, es la más ilusoria y tornadiza, como ya hemos señalado, porque los hechos son abrumadores pero apenas duran un instante y se cambian en sus contrarios. Todas son flores de un día en esta política sin ideas, es decir, donde está ausente el alma que comprende, capaz de recoger la fugacidad del tiempo en compromisos de eternidad y la multitud de los accidentes en la unidad de lo sustancial y definido. Veamos un pavoroso ejemplo de esa política de hechos, elástica, oportunista, circunstancial, que revisa casi a diario su orientación y su planteo; política de habilidad que no de virtud, propia de hombres práctico-prácticos: Hace dos años92 todo era ternura con los Soviets; las banderas victoriosas se entrelazaban en lúcidos ramilletes policromos; el mundo democrático en la embriaguez del triunfo, descontaba una larga y proficuo paz; los gobernantes se esmeraban por ser gratos a los pueblos y ponían todo su empeño en que la nave del Estado siguiera el rumbo de una suave y acariciadora brisa de izquierda que 92 Se refiere al tiempo transcurrido tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial y el momento en que fueran redactadas estas lecciones. soplaba libre sobre Occidente; la poca disciplina a la autoridad que quedaban, se diluyeron en el disolvente rojo de la libertad pura y de la igualdad extrema. Dos años después, la ternura se ha vuelto aspereza y hostilidad recíproca y progresiva; las banderas se separan y ya se enfrentan visiblemente; la suave brisa es un viento que parece arrollador; la confusión y el desconcierto reinan en las almas y en la plaza pública. Hora es de volver al problema de la virtud. Protágoras ha conseguido que se le permita emplear los medios retóricos que han cimentado su fama en toda Grecia93. A propósito de un breve poema de Simónides, llama la atención de su auditorio sobre una aparente contradicción del autor quien luego de aceptar que es difícil llegar a ser virtuoso, rechaza que es difícil ser virtuoso94. Sócrates juzga, por el contrario, que el poeta no se contradice y se dispone a probarlo. Recuerda que es propio de los verdaderos filósofos ser lacónicos, como lo evidencian las brevísimas sentencias que los sabios consagraron a Apolo, “como primicias de sabiduría” y que se leen en el frontispicio del templo de Delfos: “Conócete a ti mismo” y “nada en demasía”. La misma lacónica brevedad se aprecia en la sentencia de Pitaco: “es difícil ser virtuoso”.95 Sócrates interpreta que el propósito se Simónides en su poema, es refutar esta afirmación. Por lo pronto, le replica a Pítaco: [...] lo que tú dices es falso, porque no es difícil ser virtuoso; pero es difícil, te lo confieso, llegar a ser virtuoso, cuadrado de pies, de manos y de espíritu, y formado sin la menor imperfección; he aquí lo que es difícil verdaderamente96. Y más adelante agrega: Eso es posible por algún tiempo, pero persistir en este estado después que uno se ha hecho virtuoso, como tú dices, Pitaco, es imposible, porque está por encima de las fuerzas del hombre; este dichoso privilegio sólo pertenece a Dios, y no es humanamente posible que un hombre deje de hacerse malo, cuando una calamidad insuperable cae sobre él97. Según la justa estimación de Sócrates, lo único que se propone mostrar Simónides, es que devenir virtuoso es posible aunque bien difícil; pero que es imposible ser virtuoso, en el sentido de perseverar en la virtud porque nada puede el hombre en la necesidad extrema. Una habilidad que suelen ejercitar los poderosos, es la persecución de los ciudadanos dignos y honestos, 93 Cf. Protágoras, 333 d – 338 e. Cf. Protágoras, 339 d. 95 Cf. Protágoras, 340 b – 343 b. 96 Protágoras, 334 a. 97 Protágoras, 334 b c. 94 acosándolos por medio de las necesidades perentorias, a fin de probar con el fracaso o la humillación de la virtud que la habilidad es todo. Sócrates observa discretamente que el poeta Simónides utilizó su lira para entonar adulaciones a los tiranos, pero lo hizo forzado por la conveniencia y muy a pesar suyo. Por esta razón, se inclina hacia una posición media sin rigurosas exigencias y transigente con la flaqueza humana que juzga insuperable: [...] a todo hombre que no comete acción vergonzosa, de buena gana le alabo, le quiero; pero la necesidad es más fuerte que los dioses mismos98. Y aquí aparece la profunda tesis socrática que encierra casi toda la verdad moral; nadie puede sostener razonablemente que hacemos el mal de buena gana; [...] saben todos que quienes cometen faltas lo hacen a pesar suyo99. A pesar suyo; en este reparo del pudor, en esta reserva interior que acompaña a la acción de pura conveniencia o forzada por la necesidad, el alma se revela todavía a sí misma en su verdadera naturaleza espiritual. No le basta la habilidad; no le basta tener éxito y se avergüenza de saberse impotente para resistir, para decir sí o decir no hasta el fin. Claro está que ni siquiera el más sabio y el más virtuoso de los hombres, puede explicarnos acabadamente el sentido del mal que el alma sufre y cuya responsabilidad asume. El misterio no puede explicarse con razones demasiado humanas pero es absolutamente razonable; tanto que si pretendemos omitirlo, la existencia pierde todo sentido y valor; nuestra razón se convierte en la más absurda sin razón y es una locura querer algo o empeñarse en alguna tarea, frente a la ostensible nulidad de todos los esfuerzos y afanes. Nada tan razonable como el misterio que lo es para nosotros por exceso de inteligibilidad; por se inteligible en grado eminente. Un problema que plantea y resuelve la inteligencia humana, es mucho menos razonable por cuanto tiene la proporción limitada de su autor. Si todo cuanto hay fuera problematizable, entonces el hombre sería el autor de todo, el principio y el fin, la medida de todas las cosas. Y si la vida fuera tan poco razonable, hasta el extremo de reducirse a un mero problema para la razón humana, entonces la única solución adecuada nos la habría dado Sileno: “[...] el bien supremo para todo hombre o mujer es no haber nacido. Pero si nacieron, es lo mejor –esto sí que pueden alcanzarlo-, morir lo antes posible100” 98 99 Protágoras, 345 d. Protágoras, 345 e. Si los problemas que la habilidad plantea y resuelve, fueran toda la razón de la vida del hombre, el a pesar suyo estaría absolutamente demás. Lo importante es comprender socráticamente que la habilidad no le basta ni siquiera al último hombre. Protágoras también parece haberlo entendido así. 100 Cf. ARISTÓTELES, Fragmenta. Cf. V. ROSE, Aristotelis Fragmenta, De. Teubner, Sttugart, 1966 (primera edición 1886), 44: en su Diálogo Eudemo o Sobre el alma, el Estagirita pone las palabras trascritas como dichas por Sileno a Midas. Sin datos sobre la versión utilizada por el autor. LECCIÓN XI Después de glosar magistralmente el poema de Simónides que sugiere la imposibilidad de que el hombre virtuoso persevere indefectiblemente en la virtud, Sócrates previene a Protágoras sobre la inconveniencia de recurrir a los poetas porque [...] no se les puede exigir que den razón de lo que dicen101. Por cierto que el poeta no está obligado a dar razón de lo que expresa, aunque la verdadera poesía expresa lo que realmente es. El elemento intuitivo, singular y concreto de la creación poética, muestra pero no demuestra lo que es; revela inmediatamente pero no explica la esencia. El elemento conceptual, universal y abstracto, de la argumentación demostrativa, de la explicación esencial, opera desprendida de lo sensible e inmediato, en un plano inhabitable para el poeta. Sócrates advierte a Protágoras que el reiterado e impropio recurso los ha alejado del punto principal de la discusión y lo invita a volver sobre el mismo. La primera cuestión que te propuse, si mal no recuerdo, era la siguiente: la ciencia, la templanza, el valor, la justicia y la santidad ¿son nombres que se aplican a un solo y mismo objeto, o cada uno de estos nombres designa una esencia particular que tiene sus propiedades distintas y es diferente de las otras cuatro? Tú me has respondido que estos nombres no se aplicaban a un solo y mismo objeto, sino que cada uno servía para indicar una cosa distinta [...] como las partes del semblante que siendo partes del mismo no se parecen al todo y cada una tiene sus propiedades. Dime ahora si permaneces en la misma opinión [...] no me sorprenderá que tú al principio me hayas expuesto ciertos principios con sólo la idea de tantearme102. A pesar de la honrosa salida que le brindan las últimas palabras del generoso adversario, Protágoras se resiste a abandonar su posición originaria. Reconoce que hay cuatro virtudes que guardan alguna relación entre sí: ciencia, santidad, justicia y templanza; pero que el coraje difiere fundamentalmente de las otras virtudes. 101 102 Protágoras, 347 e. Protágoras, 349 b d Encontrarás a muchos que son muy injustos, muy impíos, muy corrompidos y muy ignorantes, y que sin embargo tienen un coraje admirable103. Sócrates vuelve sobre sus inconmovibles razones para sostener que en todas las cosas, los que saben son más firmes y decididos que los que no saben. Así, por ejemplo, la misma tropa se muestra más firme y resuelta después de haber sido convenientemente instruida y disciplinada que antes de serlo104. El propio Protágoras juzga que es una verdadera locura el atrevimiento de quienes ignoran aquello que emprenden; llamamos temeridad a ese arrojo ciego e insensato que se distingue, por ejemplo, del lúcido y ponderado coraje de Napoleón en el puente de Arcola. Si bien parece seguirse de esta explicación que la sabiduría y el coraje son una sola y misma cosa, Protágoras no reconoce ni acepta esta conclusión que contradice su tesis sobre la diferencia entre el coraje y las otras virtudes; sostiene que Sócrates sólo ha demostrado que las mismas personas son más audaces en lo que emprenden cuando están debidamente preparadas que cuando no lo están; de lo cual puede inferirse que los sabios son audaces, pero no que los audaces son sabios. La audacia suele proceder, como se ha demostrado, del estudio y del arte; pero algunas veces nace del furor y de la cólera, y el hecho de que el saber acreciente la audacia no implica necesariamente que la sabiduría y el coraje sean la misma cosa105. Sócrates no se preocupa, por el momento, de responder a la objeción de Protágoras y prosigue sus graduadas preguntas. [...] para el pueblo la ciencia ni es feliz, ni capaz de conducir, ni digna de mandar; está persuadido de que cuando la ciencia se encuentra en un hombre no es ella la que le guía y conduce, sino otra cosa muy distinta, tan pronto la cólera como el placer; algunas veces la tristeza, otras el deseo y las más el temor. En una palabra, el pueblo tiene a la ciencia por una esclava, siempre regañona, dominada y arrastrada por las demás pasiones. ¿Juzgas tú como el pueblo? ¿O piensas, por el contrario, que la ciencia es una cosa buena, capaz de dominar al hombre, y que éste, poseyendo el conocimiento del bien y del mal, no puede ser arrastrado ni dominado por fuerza alguna y que todos los poderes de la tierra no pueden obligarle a hacer otra cosa que lo que la ciencia le ordene, porque ella sola basta para salvarle?106 Es preciso tener en cuenta que el vocablo ciencia nombra aquí, propiamente, a la sabiduría o filosofía primera. No se trata del saber que funda la 103 Protágoras, 349 d c. Cf. Protágoras, 349 e – 350 a c. 105 Cf. Protágoras, 350 c – 351 b. 106 Protágoras, 352 b c. 104 habilidad manual o técnica, sino del saber que funda la habilidad manual o técnica, sino del saber que es la virtud misma, el saber que “mira al cielo”, el más activo y eficiente por cuanto tiene la suficiencia de una pura contemplación y de un reposo colmado. En el día de hoy, no sólo el pueblo sino también los doctores, tienen la misma opinión, por paradójica que pueda resultar la afirmación en estos tiempos de verdadera idolatría científica, en que se alaba y encarece la ciencia como un Deus ex machina que todo lo puede y todo lo resuelve. Pero la ciencia que se pondera, la que otorga título de sabio a sus mejores investigadores, no es la ciencia que “mira al cielo” y que tiende la pura visión del ser, sino aquella intencionalmente pragmática que multiplica la habilidad del hombre en el uso de las cosas. Sócrates reitera la opinión del pueblo, según la cual la mayor parte de los hombres aunque conozcan lo mejor no lo practican, a pesar de que sólo depende de su voluntad; y más bien suelen obrar lo contrario, vencidos por el placer, el dolor o cualquiera de las otras pasiones sensuales: el temor, la codicia, la lujuria, etc.107 A Protágoras le es sumamente violento examinar la opinión popular, por cuanto le parece siempre arbitraria y sin tino; pero Sócrates lo estima necesario ya que ha de servir para establecer la relación existente entre el coraje y las otras virtudes108. Es evidente que para el pueblo [...] los placeres no son malos por el goce que causan en el acto, sino por las enfermedades y otros accidentes que arrastran tras de sí109. De donde se sigue que tales placeres parecen malos porque terminan en dolor o nos privan de placeres mayores. Por razones análogas, el pueblo admitirá también que hay cosas desagradables que son buenas, por ejemplo, ciertos tratamientos médicos que deben soportar los enfermos para recuperar su salud. Y se dice que son buenos no por el dolor que causan en el acto, sino por el bienestar que finalmente procuran. De donde resulta que la opinión del pueblo juzga que son buenas todas las cosas que terminan en placeres y nos eximen de dolores. Y cuando el placer es estimado un mal, es porque nos priva de placeres mayores o porque nos lleva a padecer dolores más sensibles. Análogamente el dolor le parece un bien cuando nos evita otro mayor o cuando nos procura un placer más vivo y duradero110. Es notorio que el criterio popular resulta de la identificación del bien con el placer y del mal con el dolor; y se contradice absolutamente toda vez que opina que un hombre conociendo el mal como mal, su voluntad cede arrastrada 107 Cf. Protágoras, 352 d e. Cf. Protágoras, 353 a b. 109 Protágoras, 353 d e. 110 Cf. Protágoras, 353 e – 354 e. 108 por la pasión; o lo que es lo mismo, que un hombre conociendo el bien se rehúsa practicarlo porque sucumbe a un placer del momento. Si la tabla de valores el pueblo establece que el bien es lo mismo que el placer y el mal es lo mismo que el dolor, resulta un evidente contrasentido, afirmar que [...] un hombre conociendo el mal, sabiendo que es un mal y pudiendo no cometerlo, sin embargo lo comete porque lo vence el bien, es decir, a un placer111. Esto significaría preferir un bien menor en vista de un mal mayor, lo cual no es razonable ni siquiera para el pueblo, tan poco dado a la razón. Lo razonable, lo discreto y conveniente, aún para el pueblo, es que si un hombre supiera pesar en una balanza de precisión, las cosas agradables y las cosas desagradables, es decir, las buenas y las malas en el consensum gentium, sus preferencias serían siempre correctas: si pesa las agradables con las agradables, se quedará con las más numerosas y las mayores; si pesa las agradables con las desagradables y resulta que los placeres presentes son menores que los placeres futuros, escogerá indudablemente los primeros en ambos casos112. Si convenimos, pues, que [...] nuestra salud depende de una correcta elección entre la suma de placeres y la suma de dolores; y de lo que en estos dos géneros es más grande o más pequeño, más numeroso o menos numeroso y está más cerca o más lejos de nosotros, ¿no es cierto que este arte de examinar el exceso o el defecto del uno respecto del otro, o su igualdad respectiva, es una verdadera ciencia de medir?113 Sócrates deja para otra oportunidad discurrir acerca de esa ciencia y de ese arte de medir cuya adecuada aplicación nos aseguraría el logro del máximo placer y del dolor mínimo, dentro del mismo criterio hedonista del pueblo. Ahora sólo le interesa subrayar la primacía del conocimiento, la dependencia absoluta del saber en que se encuentra ese expreso antiintelectualismo y esa pura praxis de que hacen gala el pueblo y nuestros hombres positivos y prácticos. Aquellos mismos que declaman ruidosamente y con acento burlón, sobre la inoperancia e ineficacia absolutas del saber teórico o contemplativo (principalmente la sabiduría), acaban de confesar que [...] los que se engañan en la elección de los placeres y de los dolores, es decir, de los bienes y de los males, se 111 Protágoras, 355 d. Cf. Protágoras, 356 a c. 113 Protágoras, 357 b. 112 engañan únicamente por falta de ciencia; y por falta de esa ciencia especial que enseña a medir114. De ahí que Sócrates concluya certeramente: Ser vencido por el placer es el colmo de la ignorancia115. Se comprende que así sea puesto que si lo agradable o placentero es lo bueno, no es razonable que un hombre sabiendo que puede hacer cosas mejores que las que hace; sin embargo se aplique a las malas y deje las buenas, estando en su voluntad escoger las últimas que son las más agradables, las que reservan los mejores placeres [...] ser inferior a sí mismo no es otra cosa que estar en la ignorancia; y ser superior a sí mismo no es otra cosa que poseer la ciencia116. Sea cual fuere el criterio estimativo que se adopte, se vuelve indefectiblemente al punto de vista socrático que reduce toda virtud a una forma de saber. Quieras que no, hay que reconocer necesariamente que si la ética intelectualista de Sócrates exagera un poco, es apenas ese mínimo que la separa de la entera y estricta verdad. Toda virtud no es un puro saber, pero es principalmente un saber. Es oportuno que recordemos una vez más y no será la última, el aforismo de Aristóteles: una cosa es, sobre todo, lo principal de ella. Ha llegado el momento en que Sócrates va a responder sobre la objeción de Protágoras a su conclusión de que la sabiduría y el coraje son la misma cosa. - ¿Los cobardes no se dirigen a lugares que se consideran seguros, y los valientes a lugares que se tienen por peligrosos? - Así se dice vulgarmente, Sócrates117. Así se dice vulgarmente, contesta Protágoras; pero antes ha convenido con Sócrates que nadie, tampoco los valientes, van en busca de lo que juzgan temible. Tanto los valientes como los cobardes [...] se dirigen hacia puntos que les inspiran confianza,118 114 Protágoras, 357 d. Protágoras, 357 e. 116 Protágoras, 358 c. 117 Protágoras, 359 c. 118 Protágoras, 359 d. 115 de donde parecería resultar que unos y otros emprenden las mismas cosas. Pero esto es nada más que una mera apariencia: lo que inspira confianza a los valientes es justamente lo contrario de aquello en que confían los cobardes. Los hombres valientes van a una guerra justa porque es una cosa buena y bella; y si no es muy agradable ir, al menos, no es tan desagradable como rehusarse a combatir por una causa justa. Los hombres cobardes, en cambio, se niegan a emprender el camino de lo que es más bello, mejor y más agradable119, por un temor vergonzoso o por una seguridad indigna que nace de su extrema ignorancia acerca de las cosas verdaderamente temibles y terribles. En lugar de preferir el puesto de combate donde sólo están expuestos el cuerpo y los bienes materiales –corruptibles tanto en la guerra como en la paz-, pero donde el alma tiene refugio cierto y su segura salvación; se entregan, en cambio, al peor de los males, a la más horrible fealdad y al mayor de los sufrimientos posibles: una vida que no puede ya mirar su propio rostro y la terrible espera sin esperanza de una mala muerte. Se sigue, pues, necesariamente, que el coraje o valor es la ciencia de las cosas temibles y de las que no lo son. Y la cobardía no es otra cosa, en el fondo, que una especia de la peor ignorancia120. Protágoras no insiste más; acepta que no puede haber otra conclusión una vez asentados los principios del insuperable maestro de conducta, que es como decir, de la buena ciencia. Al final del Diálogo, Sócrates hace resaltar irónicamente la paradójica situación que ha venido a resultar en la disputa, tanto para él como para su adversario ¡Sócrates y Protágoras, sois unos pobres disputadores! Tú, Sócrates, después de haber sostenido que la virtud no puede ser enseñada, te esfuerzas ahora en contradecirte, procurando hacer ver que es ciencia toda virtud, la justicia, la templanza, el coraje; de donde justamente se concluye que la virtud puede ser enseñada [...] Protágoras, por su parte, después de haber sostenido que se la puede enseñar, incurre igualmente en contradicción, tratando de demostrar que es otra cosa que la ciencia, lo que equivale a decir formalmente que no puede ser enseñada121. Aunque la reconvención de Sócrates, lo incluye a él mismo para suavizar generosamente el contraste de su adversario, sólo alcanza a este último. Solamente Protágoras, tan seguro de sí mismo, cuyas lecciones se reclaman de todas partes y a quien acude ansiosa la mejor juventud griega, tiene los principios confundidos y trastornados en la cabeza. Se presume maestro de virtud; se hace pagar una fortuna para enseñar la virtud; y la lógica de su 119 Cf. Protágoras, 360 a c. Cf. Protágoras, 360 d e. 121 Protágoras, 361, a c. 120 discurso lleva inexorablemente a negar que la virtud pueda ser enseñada, puesto que es distinta de la ciencia y tan sólo la ciencia es propiamente docente. De donde se concluye con rigurosa necesidad, que Protágoras no puede enseñar lo que no sabe; y ésta es, en verdad, la situación aparentemente paradójica de los pedagogos puros que no son doctos en ninguna ciencia determinada y pretenden poseer la virtud de enseñar sin poseer la ciencia que enseñan. Si bien se mira, no hay cosa más absurda que un doctor en pedagogía, una persona que sería docta en enseñar sin ser docto en las ciencias cuya enseñanza, sin embargo, presume dominar. Es una situación análoga a la del sofista Protágoras, el más famoso y el más cotizado maestro de virtud de toda Grecia que pretende saber enseñar como ninguno, negando al mismo tiempo, que lo que enseña es un saber. A pesar de todo, Protágoras, el extranjero Protágoras que trafica con el simulacro de la verdadera sabiduría y que se cree sin defecto alguno, no puede resistir la seducción de la inteligencia soberana de Sócrates y no puede menos que dar testimonio antes esa juventud ateniense, ligera y atolondrada, que busca sus caminos fuera de sí misma, fuera de su alma y de su Ciudad. [...] de todos los que yo trato, eres tú el que más admiro, y, entre todos los de tu edad, no hay ninguno que no esté infinitamente por debajo de ti. Añado que no me sorprenderé, si algún día tu nombre aparece entre los personajes que se han hecho célebres por su sabiduría122. 122 Protágoras, 361 d e. CUARTA PARTE La naturaleza intelectual de la virtud y el poder formativo del saber Nuestra libertad no la perdimos por las máquinas, sino por la pérdida de un pensamiento libre. HILAIRE BELLOC LECCIÓN XII Menón, joven y aprovechado discípulo del sofista Gorgias, no puede menos que manifestar su asombro a Sócrates, cuando éste le confiesa que no sabe si la virtud puede enseñarse o no, puesto que ignora su esencia, lo que la virtud es. MENÓN. - No. Pero ¿será cierto, Sócrates, que no sabes lo que es la virtud? ¿Es posible que al volver a nuestro país, tengamos que hacer pública allí tu ignorancia sobre este punto?123 Sócrates se propone estimular esa amenaza, respondiéndole con certera e invencible ironía. SÓCRATES. - No sólo eso, mi querido amigo, sino que debes añadir que yo no he encontrado aún a nadie que lo sepa, a juicio mío124. El joven discípulo de Gorgias de Leoncio se siente herido en su venerado maestro de virtud y reacciona vivamente. MENÓN. - ¿Cómo? ¿No viste a Gorgias cuando estuvo aquí?125 Por cierto que Sócrates lo ha tratado durante su estadía en Atenas y no puede ignorar sus lecciones. Menón le hará confesar que incurre en falsedad cuando pretende no haber encontrado a nadie que sepa lo qué es la virtud; y se apresura a dar testimonio de su maestro. MENÓN. - [...] consiste (la virtud del hombre) en estar en posición de administrar los negocios de su Patria; y administrando, hacer bien a sus amigos y mal a sus enemigos, procurando por su parte evitar todo sufrimiento. ¿Quieres conocer en qué consiste la virtud de una mujer? Es fácil definirla. El deber de una mujer consiste en gobernar bien su casa, vigilar todo lo interior y estar sometida a su marido. También hay una virtud propia para los jóvenes de uno y otro sexo y para los ancianos [...] Ningún inconveniente hay en decir lo que es la virtud, porque cada profesión, cada 123 Menón, 71 b c. Menón, 71 c. 125 Menón, 71 c. 124 edad, cada acción, tiene su virtud particular. Creo, Sócrates, que lo mismo sucede respecto al vicio126. En lugar de decir lo que la virtud es, Menón subraya la relatividad de las virtudes y alude a innumerables virtudes particulares que se corresponden con los diversos estados y condiciones de los hombres, aparte de una sumaria y vaga declaración acerca de la función de algunas virtudes especiales. Tenía que exponer el concepto uno y único de la virtud; tenía que explicar su esencia y no ha hecho otra cosa que referirse a un repertorio de virtudes y a sus respectivos sujetos. Es una situación análoga a la de esos consabidos pedagogos que se limitan a “explicar” los asuntos por medio de ejemplos, presumiendo alcanzar la suma perfección didáctica con dicho método; olvidan que los ejemplos sólo sirven para ilustrar, comprobar, aclarar o reafirmar el conocimiento de la esencia que ya se ha alcanzado. Los ejemplos no sirven, en cambio, para explicar la misma esencia, para hacer conocer sus diferencias constitutivas. Claro está que si se trata de conocer para usar simplemente, es decir, para ejercer una habilidad sobre las almas o sobre las cosas, pueden bastar las analogías externas y accidentales de la experiencia; y en este orden de exigencias, los ejemplos llenan cumplidamente su papel de método exclusivo de conocimiento. A medida que logremos superar realmente nuestra mentalidad de hombres práctico-prácticos y comprendamos que la teoría pura es la actividad intelectual más eficiente, aprenderemos a distinguir entre el saber que es una virtud del alma, una perfección y mejor ser de ella misma, y el saber que sólo es una habilidad del alma para uso externo. Los saberes que no son más que habilidades están en el alma, son hábitos lo mismo que las virtudes, pero son extraños a la esencia del alma y no sirven a su mejor ser. Gorgias de Leoncio no es un maestro de virtud sino de habilidad. Por esto es que si le preguntamos a un aprendiz de sofista: ¿qué es una figura?, nos responderá invariablemente que el triángulo es una figura; y que el cuadrado, el rombo y la circunferencia también son figuras. Le hemos requerido el concepto pero nos sale con una exposición de ejemplos; queríamos la unidad del ser pero nos abruma con un enjambre de seres particulares; y es casi seguro, que nos impresiona y nos convence de que sabe porque nos ha provisto prácticamente y podemos reconocer las figuras entre las demás cosas, aunque ignoremos su concepto, lo que son en sí mismas. Aquí se pone de manifiesto, una vez más, que el concepto es una operación intelectual contrapuesta a la percepción o representación externa de los objetos. El acto de concebir está referido a la esencia, la unidad inteligible e interior del ser; el acto de percibir se orienta hacia la multiplicidad y exterioridad del ser, es decir, hacia la materia. Concebir una cosa es, como enseña Platón, contemplar su esencia, su forma interior e ideal. Percibir una cosa es, como enseña Bergson, saber usarla. El primero es un saber de cosas vivas; el segundo, de cosas muertas. 126 Menón, 71 e – 72 a. La pregunta más natural y más propia de la inteligencia: ¿qué es esto?, no es sino una anticipación de la esencia que ella reclama en todo lo que se nos aparece sensiblemente; es preguntar por algo que reconocerá apenas se encuentre en su presencia y que no cesará de buscar mientras no sea hallado. ¿Qué es la virtud?, quiere decir: ¿cuál es esa cosa una, única, indivisible, universal e inmutable que hace que una virtud particular sea virtud y no habilidad, por ejemplo? o ¿cuál es esa cosa misma que hace que el trabajo y el ahorro no sean virtudes?127 Menón así requerido por Sócrates, no quiere darse por vencido y apelando al magisterio de Gorgias le contesta MENÓN. - Si buscas una definición general, ¿qué otra cosa es que la capacidad de mandar a los hombres?128 Sócrates sabe que el aprendiz de sofista ha rozado el fondo de la cuestión, pero sabe también que esa coincidencia es puramente accidental y que no habla con fundamento y para enfrentarlo a él mismo con su ligereza, lo desconcierta con una objeción aparente. SÓCRATES. - Pero dime Menón: ¿consiste la virtud de un hijo o de un esclavo en ser capaz de mandar a su dueño? ¿Y te parece que pueda permanecer esclavo en el acto mismo en que mande?129 Menón no advierte siquiera que Sócrates acaba de incurrir en su propia falta inicial: en lugar de mantener la discusión en el plano de la esencia y de su fundamental unidad de ser, se ha arrojado en los brazos equívocos del ejemplo particular. Aquí Menón podría responder que la verdadera obediencia – sometimiento lúcido y libre-, es un claro testimonio de la capacidad de mandar sobre los hombres; en este caso sobre sí mismo que es el más difícil mando. Y agregar que la obediencia del esclavo que es una falta de voluntad, no es una virtud, una capacidad de mandar; sino que en su alma manda exclusiva la voluntad de otro, una autoridad exterior y mecánica. Nadie es esclavo que no merezca serlo, dice Aristóteles en la Política130; y si un esclavo es capaz de mandar, se lo llama impropiamente esclavo. La verdad es que dentro o fuera del régimen de la esclavitud, “el que no sabe mandar tiene que obedecer.131” No cabe duda de que la capacidad de mandar pertenece a la esencia de la virtud, pero acaso no sea su última diferencia, aquella última razón de ser que explica a todas las demás. 127 Cf. Menón, 72 a y ss. Menón, 73 d. 129 Menón, 73 d. 130 Política, I, c. 2, 1255 a 131 Cf. FRIEDRICH NIETZSCHE, Así habló Zaratustra, Segunda Parte, “De la aceptación de sí mismo”. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 128 Importa destacar, por ahora, que Gorgias, lo mismo que Protágoras y los demás sofistas, no enseñan a pensar porque ellos no son dueños de un pensamiento libre. Más bien, procuran una habilidad retórica que sustituye las razones fundadas por las meras conjeturas y la definición por los ejemplos. Es así que Menón no puede conducir con ninguna seguridad su propio pensamiento, ante una inquisición que vuelve siempre sobre lo mismo y no permite el paso rápido de una cosa a otra; tiene que someterse y dejarse llevar pasivamente por donde Sócrates quiere. SÓCRATES. - Haces consistir la virtud en la capacidad de mandar: ¿no te parece que añadamos justamente y no injustamente? MENÓN. – Ese es mi parecer; porque la justicia, Sócrates, es virtud132. Pero así como la justicia es una virtud, Menón debe convenir que hay otras virtudes como la templanza, la sabiduría, la liberalidad y muchas más; con lo cual se recae, otra vez, en el mismo inconveniente: se busca una misma y única virtud, pero volvemos a encontrarnos con muchas virtudes. Sócrates le presenta un modelo de definición, a fin de que Menón lo tome como guía para dar con esa idea única de la virtud que comprende todas las demás. SÓCRATES. - Dime: ¿no hay una cosa que llamas fin, es decir límite, extremidad? Estas tres palabras expresan la misma idea [...] ¿No llamas a algunas cosas superficies, planos y a otras sólidos? [...] Ahora puedes concebir lo que entiendo por figura. Porque digo en general de toda figura, que es lo que limita al sólido; y para resumir esta definición en dos palabras, llamo figura al límite del sólido133. La figura se define, pues, por aquella razón que hace que el triángulo, el cuadrado, el círculo, el trapecio, etc., sean figuras: ser límites del sólido. No es por ser un elemento común a todas las figuras que el color es la esencia de la figura; el color acompaña siempre a la figura pero no la define como tal. Se trata de su misma razón de ser, aquella diferencia última que nos hace entender que la figura es figura y no línea ni punto. Ser común es una consecuencia, no un principio, respecto de la esencia: la máxima distinción que constituye una categoría de seres es algo común a todos ellos. Sócrates le solicita a Menón que haga, respecto de la virtud, lo que él acaba de hacer con la figura. 132 133 Menón, 73 d. Menón, 75 e – 76 a. SÓCRATES. - Cesa de hacer muchas cosas de una sola, como se dice vulgarmente para burlarse de los habladores; y dejando la virtud entera e íntegra, explícame en qué consiste. Ya te he dado modelos para que te sirvan de guía134. Pero Menón es incapaz de discurrir permaneciendo en lo mismo a través de todas las diferencias que hace, tal como exige la unidad de la esencia, la identidad de lo que es. Se contradice de inmediato al sostener que no todos los hombres desean lo que es bueno. SÓCRATES. – ¿Luego a tu juicio algunos desean lo que es malo? MENÓN. – Sí. SÓCRATES. – Pero Menón, ¿crees que un hombre, conociendo el mal como mal, puede verse inclinado a desearlo? MENÓN. – Sí. [...] SÓCRATES. – ¿Pero crees que los que se imaginan que el mal es ventajoso, le conocen como mal? MENÓN. – En ese concepto no lo creo. SÓCRATES. – Por lo tanto, es evidente que no desean el mal puesto que no lo conocen como mal; sino que desean lo que tienen por un bien, y que realmente es un mal. De suerte que los que ignoraban que una cosa es mala, y la creen buena, desean manifiestamente el bien, ¿no es así? [...] Sí, pues, nadie quiere eso, es claro que nadie quiere el mal. En efecto, ser miserable, ¿qué otra cosa es que desear el mal y procurárselo? MENÓN. – Parece que tienes razón, Sócrates; nadie quiere el mal135. Una vez más, el aprendiz de sofista ha comenzado por afirmar algo que apenas puesto a prueba ante su propio juicio, se muestra absolutamente inconsistente y se cambia en la afirmación contraria. La verdad es que queremos necesariamente el bien y cuando nos decidimos por el mal es porque lo creemos un bien; de tal modo, que hasta en el caso de voluntad perversa, todavía queremos el bien sólo que lo buscamos a contramano. Importa sobremanera tener en cuenta esta necesaria conclusión que reitera la preeminencia absoluta del saber en la determinación de nuestras acciones; y nos hace ver en toda su fuerza la posición socrática que identifica la virtud con el saber. 134 135 Menón, 77 a. Menón, 77 b – 78 b. Sócrates le demuestra a Menón que todos los hombres son iguales y ninguno es mejor que otro en cuanto a querer el bien puesto que todos queremos necesariamente el bien; pero unos hombres son mejores que otros en cuanto al poder de realizar el bien, en razón de que depende de cada uno de nosotros. De donde resultaría que la virtud consiste en el poder de procurarse el bien. Menón acepta que la virtud es tal como parece concebirla Sócrates; pero vuelve a caer en contradicción. Después de convenir que la salud, la riqueza y los honores son bienes y que, por lo tanto la virtud consiste en su adquisición, Sócrates le pregunta SÓCRATES. – [...] ¿Añades algo a esta adquisición, como que sea justa y santa? ¿O tienes esto por indiferente; y esta adquisición, aun cuando sea injusta, no dejará de ser una virtud en tu opinión?136 Menón responde que sin tales condiciones de justicia y de santidad, no pueden ser virtudes sino vicios, la adquisición de la riqueza, de los honores o de la salud. Y, por el contrario, no procurarse estos bienes cuando no es justo, es una virtud. De donde se sigue necesariamente que procurarse esta clase de bienes no es más virtud que no procurárselos; depende de que se haga o no con justicia. Menón aprueba inmediatamente: MENÓN. - Me parece imprescindible que sea como dices. SÓCRATES. – ¿No dijimos antes que cada una de estas cualidades, la justicia, la templanza, y todas las demás de esta naturaleza son partes de la virtud? MENÓN. – Sí. SÓCRATES. – Luego, ¿tú te burlas de mi, Menón? MENÓN. – ¿Por qué, Sócrates? SÓCRATES. – Porque habiéndote suplicado hace un momento que no rompieras la virtud, ni la hicieras trizas, y habiéndote dado modelos de la manera que debes responder, ningún aprecio has hecho de todo esto, y me dices, por una parte, que la virtud consiste en poder procurarse bienes con justicia; y, por otra, que la justicia es una parte de la virtud. MENÓN. – Lo confieso137. El aprendiz de sofista confiesa, en verdad, su contradicción, puesto que la virtud consistiría en obrar todo aquello que se hace con una parte de la virtud. La parte sería lo mismo que el todo y, además, la cuestión permanece intacta 136 137 Menón, 78 d. Menón, 79 a b. por cuanto no conociendo la virtud misma no es posible conocer una parte de ella como parecen ser la justicia y las demás virtudes. Acaso sea oportuno anticipar que la situación cambiaría totalmente si se demostrara, por ejemplo, que la justicia es la virtud entera y que comprende a todas las otras en sí misma: definir la justicia sería entonces lo mismo que explicar lo que es la virtud. Pero, entre tanto, Sócrates le hace al confuso y confundido Menón, muy atinadas observaciones acerca de las condiciones que debe reunir la definición, las cuales precisan uno de los vicios frecuentes que adolece la elaboración del concepto. SÓCRATES. - Por lo tanto, querido mío, mientras busquemos lo que es la virtud en general, no te figures que puedes explicar a nadie su naturaleza, haciendo entrar en tu respuesta las partes de la virtud, ni definir nada empleando un método semejante. Persuádete que habrá de renovarse la misma pregunta siempre. ¿Qué entiendes por virtud cuando te refieres a ella?138 No es lícito explicar la esencia por un caso particular que debe ser explicado por ella. La esencia es un principio de explicación de las cosas individuales y concretas, las cuales se reúnen y se agrupan en razón de su analogía esencial, en círculos determinados. Menón no puede seguir más; está abrumado por la exigencia de lo mismo que vuelve siempre con la implacable pregunta: ¿qué es la virtud? Es la exigencia fundamental de la identidad del ser a través de todas sus variaciones accidentales. El discurso sobre una cosa determinada –en este caso, la virtud-, tiene que estar siempre referido a lo mismo, la esencia; no puede salir de ella y entrar en otro, aunque le pertenezca y no pueda existir sin ella; es irse por las ramas y la pregunta exige no moverse de la raíz y que todos los pasos se den sin perderla jamás de vista, a fin de no romper la cosa y hacerla trizas entre las torpes manos. El pensamiento es una transparencia lúcida y quieta; su actividad tiene la forma de un reposo porque se mueve volviendo siempre sobre lo mismo; se diferencia permaneciendo idéntico consigo mismo. Si se enajena, se pierde a sí mismo en la inquietud y finalmente perece. Sócrates ha conseguido que el aprendiz de sofista, quiebre en su alma la vana suficiencia que le dejaron las lecciones de su maestro Gorgias; lo ha llevado a la reflexión sobre sí mismo y ha visto su pensamiento reflejado en el agua oscura y agitada que es agua de muerte. Al pronto Menón cree que Sócrates le ha hecho daño, interrumpiendo la corriente de su discurso en la duda MENÓN. - Me parece que imitas perfectamente en la duda y en todo, a ese corpulento torpedo marino que causa adormecimiento a todos los que se le aproximan 138 Menón, 79 d e. y le tocan. Pienso que has producido el mismo efecto sobre mí; porque verdaderamente siento adormecidos mi espíritu y mi cuerpo, y no se qué responderte. Sin embargo, he discurrido mil veces sobre la virtud, delante de muchas personas y con acierto, a mi parecer. Pero en este momento no puedo decir ni aún lo que es la virtud139. Pero esa duda que lleva el alma de Menón, es saludable y realmente fecunda, porque es la duda de sí mismo. Y el aprendiz de sofista va a iniciar ahora el áureo camino de la sabiduría. 139 Menón, 80 a. LECCIÓN XIII La duda socrática es un síntoma de buena salud espiritual, el primer paso decisivo en la conquista de un pensamiento libre y de un saber riguroso: el discípulo tiene que aprender a dudar de su propio juicio para mejor aprender a pensar. El arquetipo de humana sabiduría y su maestro insuperable es Sócrates: la duda que provoca en el alma de los jóvenes es un principio de vida y el más poderoso acicate porque despierta una curiosidad apasionada e insaciable; contiene el apremio por llegar; previene contra la ficción y el error; ejercita la razón el más ceñido respecto a la identidad. No es una duda escéptica que paraliza la inteligencia y disminuye su capacidad para la verdad, a la manera de los sofistas que niegan el valor normativo del principio de identidad y pretenden legitimar la contradicción. No es tampoco la duda metódica, a la manera de Descartes y los otros reformadores del racionalismo, que presumen de la absoluta suficiencia del ego pensante y declaran el carácter problemático de todo lo demás; de donde proceden los incurables proyectistas, planificadores y utopistas para hacerlo o rehacerlo todo desde la raíz, desde el mismo comienzo: la religión, la filosofía, las artes, la familia, la sociedad, el Estado, los usos y costumbre, etc. Ni duda negativa de la pereza, ni duda irreverente de la soberbia; pero sí, la duda saludable y fecunda de la responsabilidad en el discípulo que asume conciencia de los límites de la razón y de las propias limitaciones, así como del riesgo constante de caer en el error; pero que, sin embargo, puede y debe llegar por sí mismo a la posesión del saber y de la verdad. Por sí mismo no significa que aprende sin la asistencia y la guía del maestro, cuya autoridad tiene que estar necesariamente presente en todos sus pasos decisivos; por sí mismo, quiere decir que el maestro no puede hacer el camino por el discípulo y que sólo transitándolo uno mismo, llega a ser el poseedor real y activo de la ciencia. La duda socrática sigue, como si fuera su propia sombra, al aprendiz de filósofo que advierte su frivolidad intelectual y su vergonzosa pedantería, apenas se ponen a prueba sus pretendidos saberes. Menón se muestra azorado ante su impotencia para continuar discurriendo sobre la virtud; antes de iniciar la conversación con Sócrates estaba seguro de su saber y dispuesto a dar la lección en cualquier momento; ahora está atónito y lleno de dudas. Al pronto, siente odio hacia el insoportable burlador y le parece que tienen sobrada razón los acusadores, cuando dicen que corrompe a la juventud con sus enseñanzas; incluso le anticipa que no podría ejercer impunemente su maléfica influencia en una ciudad extranjera, donde sería eliminado de inmediato. La verdad es que la propia Atenas tuvo que deshacerse finalmente del incorregible educador, empeñado en mejorar a los ciudadanos de la República, sin querer escuchar razones ni prudentes consejos, sin querer darse cuenta de que incurría en el peor y más inexcusable de los crímenes en contra de la democracia pura, cuya ley de igualdad extrema prohíbe lo mejor en todo. Lo mejor es democráticamente aborrecible y deben cegarse las espigas que crecen demasiado alto; entre todas, la superioridad de la inteligencia es la más imperdonable. Una ley común para hombres comunes y si fuera posible, todo en común; he aquí el régimen democrático puro. Querer mejorar es un propósito evidentemente aristocrático, incompatible e intolerable en un régimen igualitario; el culpable debe pagar con su vida la increíble osadía de fomentar la natural desigualdad de los hombres y de los valores. La duda socrática que se ha adueñado del alma de Menón, es un principio de aristocracia espiritual porque enseña que todos los pensamientos no son iguales, que todas las opiniones y pareceres no son iguales: hay pensamientos verdaderos y pensamientos falsos; hay opiniones fundadas que son más bien conceptos objetivos y hay opiniones infundadas que son simples pareceres subjetivos. Una democracia pura se funda en el igual valor de todas las opiniones; luego distinguir opiniones verdaderas y opiniones falsas es antidemocrático y de este modo, la peor de las ignorancias manda en las almas y en la República. Nadie ha definido mejor que Emilio Faguet, lo que es la democracia pura: “una ignorancia que se complace en sí misma.140” Sócrates comprende lo que pasa en el alma del joven discípulo de Gorgias y quiere aliviar la tensión con su exquisito tacto. SÓCRATES. – [...] Porque si llevo la duda al espíritu de los demás, no es porque yo sepa más que ellos, sino todo lo contrario; pues yo dudo más que nadie y así es como hago dudar a los demás. Ahora mismo, con relación a la virtud, yo no sé lo que es; y tú quizá lo sabías antes de hablar conmigo; pero en este momento parece que tampoco lo sabes. Sin embargo, quiero examinar y buscar contigo lo que puede ser141. Pero Menón es todavía el aprendiz de sofista y el resentimiento que envenena su alma, le inspira una respuesta sutilísima donde se muestra toda la agudeza de que es capaz el demonio en las situaciones extremas y donde la inteligencia del mal conserva los rasgos de su perdida nobleza. Es una respuesta insidiosa que plantea de golpe el problema del conocimiento y que, a pesar suyo, orienta su justa solución. MENÓN. – [...] ¿Y qué medio adoptarás, Sócrates, para indagar lo que de ninguna manera conoces? ¿Qué principio te guiará en la indagación de cosas que 140 Cf. ÉMILE FAGUET, Pour qu’on lise Platon, París, 19[?]. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 141 Menón, 80 c d. ignoras absolutamente? Y cuando llegares a encontrar la virtud ¿cómo la reconocerías, no habiéndola nunca conocido?142 Dijimos problemas; más bien debemos decir que esta respuesta de Menón, nos enfrenta al misterio del conocimiento y que nos deja atónitos esta oscura y paradójica revelación de una actividad del alma que es una transparencia luminosa y dirigida hacia los otros seres y hacia ella misma. La delicada situación que le ha provocado Menón, obliga a Sócrates a empezar por una aclaración del verdadero sentido y del real alcance de sus palabras. SÓCRATES. - Comprendo lo que quieres decir, Menón. Mira ahora cuán fecundo en cuestiones es el tema que acabas de sentar. Según él, no es posible al hombre indagar lo que sabe, ni lo que no sabe. No indagará lo que sabe porque ya lo sabe; y por lo mismo no tiene necesidad de indagación; ni indagará lo que no sabe, por la razón de que no sabe lo que ha de indagar143. Nada es, pues, tan aparentemente absurdo como la afirmación que inicia la Metafísica de Aristóteles: Todo hombre desea naturalmente saber144. Se trataría de un deseo sin sentido, sin razón ni ocasión de ser despertado en el alma, puesto que no se desea conocer lo que se conoce ni se puede desear conocer aquello que se ignora absolutamente. Desear conocer, quiere decir: desear conocer algo determinado; y no es razonable apetecer conscientemente sin saber qué cosa apetecemos. Además ¿cómo podríamos saber si lo que hemos encontrado es lo mismo que buscábamos? Lo grave es que el hombre conoce; que la ciencia es posible por cuanto existe y hasta hay ciencias que son un sistema de verdades necesarias, de afirmaciones apodícticas como las matemáticas, por ejemplo. Y resulta que para desear conocer algo, hay que conocerlo ya en algún modo; para buscar una cosa determinada hay que haberla encontrado ya en alguna forma; y para saber que hemos encontrado lo que buscábamos tenemos necesariamente que saber previamente que es eso mismo y no otra cosa. Es evidente que conocemos; tenemos que aceptar, en consecuencia, que conocer es reconocer, volver a conocer o conocer de nuevo lo mismo. La inteligencia humana conoce siempre de nuevo; su primer acto de conocimiento es un reconocimiento. No parte de cero; no parte de la ignorancia absoluta, porque entonces no haría más que pasar de cero a cero y de la ignorancia a la ignorancia. Además todo lo que entra por los sentidos, no es todo lo que hay en la actividad de conocer; tiene que haber algo más y más 142 Menón, 80 d. Menón, 80 e. 144 Metafísica I, 980 a 22. 143 importante para la vida de la inteligencia: algo así como gérmenes de sabiduría, como lo que Descartes llama ideas innatas o como lo que Kant llama funciones a priori. No importa, por el momento, que sea realmente eso que hay, ni lo que haya de verdad o de error en la concepción de las ideas innatas o de los a priori kantianos del conocimiento; lo importante es que hay algo que no viene de fuera del alma y que es en el alma, una como anticipación de todo lo que es capaz de llegar a comprender. ¿Hemos meditado, alguna vez, en ese misterio de la creación poética – Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Balzac, Dostoievski–, que saca del alma del artista todo un mundo de personajes distintos, de caracteres singulares, de vidas con su destino propio, único e intransferible que van al encuentro de su pasión y de su muerte, sin que el artista intervenga siquiera en sus caminos? No nos parece razonable suponer que la experiencia personal del artista lo provee de todos los elementos y de todas las formas que su imaginación produce. Nos resulta, más bien una interpretación grosera, plebeya y propia de mentalidades demasiado prácticas. Nos parece razonable, en cambio, pensar que el artista contempla en su interior ese mundo de formas que luego transcribe en el papel, en la tela, en el mármol; y ese mundo ideal no es una mera elaboración de elementos empíricos; tiene que estar como un germen, como un anticipo de la visión inspirada en el alma del artista. No olvidemos que la creación poética es principalmente una forma de conocimiento. Sócrates ha medido en toda su trascendencia, la cuestión planteada por la paradójica respuesta de Menón. Comprende la extrema dificultad en que ha sido colocado y apela a un recurso de emergencia, cuyo uso ha estimado inconveniente en otra ocasión. Tal como lo hiciera oportunamente el sofista Protágoras, recurre a un mito poético para hacer comprensible el misterio del conocimiento. SÓCRATES. - Así, pues, para el alma, siendo inmortal, renaciendo a la vida muchas veces, y habiendo visto todo lo que pasa, tanto en ésta como en la otra, no hay nada que no haya aprendido. Por esta razón, no es extraño que, respecto a la virtud y a todo lo demás esté en estado de recordar lo que ha sabido. Porque, como todo se liga en la naturaleza y el alma todo lo ha aprendido, puede, recordando una sola cosa, a lo cual los hombres llaman aprender, encontrar en sí misma todo lo demás, con tal de que tenga valor y no se canse en su indagaciones. En efecto, todo lo que se llama buscar y aprender no es otra cosa que recordar145. Sólo un poeta realmente divino por su inspiración y la eminencia de su objeto, puede sugerir con tanta fuerza y hondura el remoto origen y el verdadero carácter del conocimiento racional. Estamos aquí ante una primera referencia de Platón a su teoría del conocimiento, según la cual, saber es recordar. Claro está que la memoria no es más que una operación de la inteligencia imaginativa, pero tiene el carácter de una verdadera actividad espiritual: recordamos para recordar simplemente, al margen de toda exigencia práctica; actualizamos nuestro pasado por un puro deseo de contemplar, como en un espejo, lo que hemos vivido. Además, cuando buscamos una cosa olvidada, encontrarla es reconocerla entre las otras cosas. Se comprende que el acto de recordar (y lo mismo se puede decir del acto de esperar), guarde una analogía esencial con el acto de pensar lo que es. ¿Cómo podríamos saber que hemos aprehendido la esencia de una cosa determinada, si encontrarla no fuera reconocerla como tal? ¿Cómo podríamos estar seguros de poseer la verdad, si no supiéramos distinguir entre ser verdadero y ser falso? ¿Cómo sería posible dudar sin saber previamente qué es afirmar? Afirmar lo que es, o, en otros términos, declarar la verdad del ser, es como si el alma que lo afirma lo sacara de si misma para ponerlo en la existencia. La afirmación es una analogía del acto creador; es una reposición ideal en la existencia de lo que ya está realmente en ella. Nada puede ser absolutamente original en el hombre; nada puede comenzar absolutamente en su alma y hasta sus actividades más puras –el pensamiento conceptual, la creación poética-, son imitaciones. Imitaciones nobilísimas pero nada más que imitaciones. La creación artística es propiamente una recreación; el conocimiento es propiamente un reconocimiento, tal como sugiere el mito de Platón. 145 Menón, 81 c d. LECCIÓN XIV Sócrates hace llamar a uno de los esclavos griegos que están al servicio de Menón, a fin de probar su tesis de que saber es recordar y que, por lo tanto, el discípulo más bien que ser informado por el maestro, saca el saber de su propia alma, una vez que le ha sido procurado el hilo conductor. Es como si las certeras y graduadas preguntas del maestro fueran despertando en su alma, el recuerdo de saberes olvidados aunque no del todo, porque en ese caso no habría solicitud magisterial que pudiera ser evocativa. Un recuerdo totalmente desvanecido de la memoria no volvería a encontrarse ni se lo buscaría jamás. Todos los hombres aman la verdad y buscan la verdad, incluso los que viven engañando a otros porque tampoco ellos quieren ser engañados; así que “ellos aman también la verdad, porque no quieren ser engañados y amando la felicidad que no es otra cosa que la alegría nacida de la verdad, aman naturalmente la verdad; y no la amarían, si, en su memoria no subsistiera alguna idea”146. Aprender es como recordar, diríamos con estricta propiedad y poniendo en su debido lugar a cada una de las operaciones intelectuales. El apotegma platónico aprender es recordar, puede resultar equívoco si no se tiene en cuenta que el mito poético expresa lo que es por medio de una analogía sensible, de una comparación con algo más próximo y más visible para nosotros que vivimos casi siempre ocupados con las cosas y los usos materiales. Una niñita canta a la estrella y dice: Flor del cielo, lucecita de cristal que alumbras mi Patria. Yo te canto estrellita y te amo. A nadie se le ocurrirá interpretar que la estrella es una flor; más bien comentará que la estrella es como una flor del cielo, dando su justo valor metafórico a la imagen. Lo grave es que muchos expositores y críticos de la filosofía de Platón no tienen en cuenta el carácter de este recurso poético –ajeno a la estricta forma del pensar filosófico-, al que vuelve siempre y acaso muy a pesar suyo, el artista-filósofo insuperable. La “explicación mítica” no desarrolla la esencia de la cosa en ella misma, pero la va sugiriendo por su analogía intrínseca con el proceso imaginativo que 146 SAN AGUSTÍN, Confesiones, X, 23, 33. realmente describe. Claro está que el signo alegórico, el símbolo empleado para traducir el sentido de la actividad pura de conocer, es necesariamente inferior a ella, aunque pertenece al mismo orden de la vida intelectual como un grado subordinado. Tal es la memoria con relación a la especulación pura o teoría. Sócrates le hace ver al esclavo una figura que acaba de trazar sobre la arena y le pregunta: SÓCRATES. - Dime, joven: ¿sabes que esto es un cuadrado? ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – El espacio cuadrado, ¿no es aquel que tiene iguales las cuatro líneas que ves? ESCLAVO. – Seguramente [...] SÓCRATES. – ¿No puede haber un espacio semejante más grande o más pequeño? ESCLAVO. – Sin duda. SÓCRATES. – Si este lado fuese de dos pies y este otro también de dos pies, ¿cuántos tendría el todo? Considéralo antes de esta manera. Si este lado fuese de dos pies y éste de un pie sólo, ¿no es cierto que el espacio tendría una vez dos pies? ESCLAVO. – Sí, Sócrates. SÓCRATES. – Pero como este otro lado es igualmente de dos pies, ¿no tendrá el espacio dos veces dos? ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – ¿Luego el espacio tiene dos veces dos pies? ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – ¿Cuántos son dos veces dos pies? Dímelo después de haberlos contado. ESCLAVO. – Cuatro, Sócrates147. Hasta aquí las preguntas magistralmente graduadas conducen como de la mano y con perfecta desenvoltura, al improvisado discípulo que despierta de un largo sueño; abre los ojos de la inteligencia y va descorriendo en su alma, el velo de un mundo olvidado, de una antigua sabiduría escondida que va saliendo, paso a paso, al encuentro de la pregunta oportuna. El maestro no le enseña propiamente nada y no hace más que interrogarle; con toda habilidad, ha escogido un tema geométrico porque así la secuencia lógica, el desarrollo del razonamiento se ve facilitado por la imaginación que permite entender por medio de la representación sensible. El discurso matemático no se desenvuelve en el elemento puro del pensamiento, sino que la razón se asiste necesariamente con un elemento intuitivo, plástico, que le hace entender imaginando, viendo sensiblemente. Es un 147 Menón, 82 b d. razonamiento que se ilumina a si mismo representándose exteriormente, casi diríamos plásticamente. La explicación geométrica es indivisible de la proyección intuitiva, de la construcción imaginativa, pero no a título de auxiliar didáctico para mejor aclarar o comprobar las conclusiones a que va llegando el discurso, sino como parte constitutiva de la explicación misma. Por esto es que no puede prescindirse del pizarrón para enseñar o aprender matemáticas; pero se puede e incluso se debe eliminarlo para estudiar el alma o la virtud que es una cualidad del alma. En rigor, el método de enseñar es el método de la ciencia misma de la que se trata. Es lo que no debieran olvidar nunca los pedagogos y que Aristóteles expresó con absoluta precisión: el que mejor sabe una cosa es el que mejor la enseña148. Es preciso tener en cuenta que la cantidad es la materia inteligible; en consecuencia, permanece en la forma de la exterioridad al ser objetivada por la inteligencia, es decir, que no puede ser abstraída de ese carácter, de su determinación esencial, que es ser en otro, ser fuera de sí; sería eliminarla a ella misma y quedarse con las manos vacías. De donde resulta que incluso la cantidad pura no se puede entender sin intuirla o sin representarla imaginativamente. La Academia Platónica llegó a estar saturada de matematicismo: no entre aquí el que no sepa geometría; no tan intensamente como la mentalidad que padecemos en el día de hoy, pero en medida peligrosa para el completo desarrollo de la inteligencia metafísica. La superioridad indiscutible de Aristóteles en el plano del puro pensar filosófico, se acusa en ese rechazo del more geométrico, como de un enemigo o, al menos, como una interferencia peligrosa para la especulación metafísica. No cabe duda de que el saber matemático y su forma de demostración, constituyen un grado necesario en el ascenso de la inteligencia racional hasta su actividad más alta, más propia y más pura, el conocimiento de las esencias reales, de las sustancias. Una cosa es facilitar el acceso a una forma superior de pensar, al modo de un peldaño importante en la escala del saber; y otra cosa es constituirse en la forma universal, absoluta y exclusiva del saber. Repárese, una vez más, en la manía de los gráficos y de la transposición numérica o geométrica de todos los conocimientos, que se ha apoderado de la didáctica contemporánea. Es un claro síntoma de que las matemáticas no sólo hacen de monitor de la educación común, sino también de la educación superior. Volviendo al diálogo entre Sócrates y el esclavo de Menón, consideramos oportuno insistir, después de esta digresión, en el acierto de haber escogido un ejemplo matemático para la prueba del origen y del desarrollo del saber, justamente por su carácter de razonamiento imaginativo. Sócrates se propone ahora, mostrar a Menón, el valor insustituible y la eficacia de la duda para corregir en sí mismo, uno de los defectos más frecuentes de nuestro discurso y causa inevitable de error: dejarse llevar 148 Cita ad sensum. Cf. Metafísica I, 982 a 12, 13. ingenuamente por la corriente del discurso con engañosa seguridad acerca de su desarrollo futuro en vista de la anterior facilidad. SÓCRATES. – [...] ¿No dices que el espacio doble se forma con una línea doble? Por eso no entiendo un espacio largo por esta parte y estrecho por aquella; sino que es preciso que sea igual en todos sentidos, como éste; y que sea doble, es decir, de ocho pies. Mira si crees aun que se forma con una línea doble. ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – Si añadimos a esta línea otra tan larga como ella, ¿no será la nueva línea doble que la primera? ESCLAVO. – Sin duda. SÓCRATES. – Con esta línea, dices, se formará un espacio doble, si se tiran cuatro semejantes. ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – Tiremos cuatro semejantes a ésta. ¿No será éste el que llamarán espacio de ocho pies? ESCLAVO. – Seguramente. SÓCRATES. – En este cuadrado, ¿no se encuentran cuatro, iguales a éste que es de cuatro pies? ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – ¿De qué magnitud es? ¿No es cuatro veces más grande? ESCLAVO. – Sin duda. SÓCRATES. – Pero, ¿lo que es cuatro veces más grande, es doble? ESCLAVO. – ¡No, por Zeus! SÓCRATES. – ¿Pues, qué es? ESCLAVO. – Cuádruplo. SÓCRATES. – De esta manera, joven, con una línea doble no se forma un espacio doble sino cuádruplo149. Mediante otra serie de preguntas, Sócrates lleva al esclavo a la más segura conciencia de su ignorancia acerca de lo que, un momento antes, creía saber con la misma seguridad. SÓCRATES. - Mira ahora de nuevo, Menón, lo que ha andado el esclavo en el camino de la reminiscencia. No sabía al principio cuál es la línea con que se forma el espacio de ocho pies, como ahora no lo sabe; pero entonces creía saberlo, y respondió con confianza, como si lo supiese; y no creía ser ignorante en este 149 Menón, 83 a c. punto. Ahora reconoce su desconcierto, y no lo sabe; pero tampoco cree saberlo150. La verdad es que el discípulo está ahora en mejor disposición para descubrir la verdad; y la buscará con verdadero afán y con la más limpia curiosidad; cosa que no hubiera intentado siquiera antes de haber llegado a dudar. La convicción de su ignorancia le ha provocado el deseo de saber realmente, lo cual guarda una perfecta analogía con el deseo de encontrar una cosa olvidada en la memoria y que se sabe haber olvidado: SÓCRATES. – [dirigiéndose a Menón] Repara ahora cómo, partiendo de esta duda, va a descubrir la cosa, indagando conmigo; aunque yo no haré más que interrogarle, sin enseñarle nada. Observa bien por si llegas a sorprenderme enseñándole o explicándole algo; en una palabra, haciendo otra cosa que preguntarle lo que piensa. SÓCRATES. - Tú, esclavo, dime: ¿este espacio, no es de cuatro pies? ¿Comprendes? ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – ¿No puede añadírsele este otro espacio que es igual? ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – ¿Y este tercero igual a los otros dos? ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – Para completar el cuadro, ¿no podremos, en fin, colocar este otro en este ángulo? ESCLAVO. – Sin duda. SÓCRATES. – ¿No resultarán así cuatro espacios iguales entre sí? ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – Pero, ¿qué es todo ese espacio, respecto de este otro? ESCLAVO. – Es cuádruplo. SÓCRATES. – Pero lo que necesitábamos era formar uno doble; ¿no te acuerdas? ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – Esta línea, que va de un ángulo a otro, ¿no corta en dos cada uno de estos espacios? ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – ¿No ves aquí cuatro líneas iguales que encierran este espacio? ESCLAVO. – Es cierto. 150 Menón, 84 a b. SÓCRATES. – Mira cuál es la magnitud de este espacio. ESCLAVO. – Yo no lo veo. SÓCRATES. – ¿No ha separado cada línea de las antes dichas por mitad cada uno de estos cuatro espacios? ¿No es así? ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – ¿Cuántos espacios semejantes aparecen en éste? ESCLAVO. – Cuatro [...] SÓCRATES. – ¿Cuántos pies tiene este espacio? ESCLAVO. – Ocho pies. SÓCRATES. – ¿Con qué línea está formado? ESCLAVO. – Con ésta. SÓCRATES. – ¿Con la línea que va de uno a otro ángulo del espacio de cuatro pies? ESCLAVO. – Sí. SÓCRATES. – Los sofistas llaman a esta línea diámetro. Y así, suponiendo que sea éste su nombre, el espacio doble, esclavo de Menón, se formará, como dices, con el diámetro. ESCLAVO. – Verdaderamente sí, Sócrates. SÓCRATES. – ¿Qué te parece, Menón? ¿Ha dado alguna respuesta que no sea suya? MENÓN. – No; ha hablado siempre por su cuenta151. En verdad, el esclavo se ha limitado a responder casi exclusivamente un lacónico sí, que pone en la forma del juicio afirmativo las sucesivas preguntas; pero no cabe duda de que tales afirmaciones son los eslabones de una cadena discursiva que se va desarrollando con perfecta coherencia en su alma. El discípulo va rehaciendo por sí mismo el razonamiento que el maestro articula en forma de preguntas graduadas; es un ir sacando, del fondo de su alma, la serie de razones que se implican entre sí y se llaman la una a la otra en necesaria secuencia y derivación. Esta lección magistral –modelo de adecuación perfecta y de tacto exquisito en la relación del maestro con el discípulo-, demuestra que aprendemos como si fuéramos recordando un saber que yace olvidado en nuestra alma. Solicitado y guiado constantemente por la autoridad de su maestro, el discípulo participa activamente y aprende por sí mismo, porque ya sabe, porque su “pasión curiosa”, estimulada decisivamente por la duda, supone algún indicio de la verdad. Es notorio que el fin –la posesión del saber y de la verdad en este caso-, está previsto necesariamente en la tendencia hacia él; hay como un pregusto en el apetito de aquello que lo satisface, al menos en su indeterminada generalidad. 151 Menón, 84 c – 85 c. En términos aristotélicos, diríamos que la potencia se ordena al acto como a su fin y sólo tiene sentido en vista del acto. Más todavía, el acto es antes que la potencia, como la gallina es antes que el huevo; lo cual quiere decir que el saber no viene de la ignorancia sino del saber mismo. La ignorancia es como el sueño que sigue a la vigilia y aprender es para el alma como despertar de un profundo sueño y un irse reconociendo a sí misma en la verdad. El saber es viejo, el ser más antiguo que existe; la ignorancia, en cambio, es siempre novedosa y tan reciente como el día de hoy. Aprender es volver a encontrar la misma verdad que el alma conoce desde el principio. Santo Tomás levanta con mano delicada y segura el velo que cubre al misterio del conocimiento, en un texto soberano: Nada puede estar ordenado a algún fin si no preexiste una cierta proporción al fin, de donde proviene su deseo del fin. Y de ahí se sigue que una cierta incoación del fin se produce en el sujeto, ya que no puede desear nada a menos que tenga una cierta semejanza con la cosa deseada. Por esto es que en la naturaleza humana misma hay una cierta incoación de ese bien que le es proporcionado: principios de demostración que son como los gérmenes de la sabiduría; principios de derecho natural que son como los gérmenes de las virtudes morales152. 152 De Veritate, q 14, a 2, corpus. LECCIÓN XV La importancia filosófica y pedagógica de la impropiamente llamada teoría de la reminiscencia, nos impone demorarnos en su examen. Hemos aclarado debidamente que enseñar no es trasmitir un determinado saber al discípulo, sino ponerlo en situación de encontrarlo por sí mismo. La misión del maestro consiste en procurarle la perspectiva más adecuada y favorable para que haga el descubrimiento; su gravitación no puede ir más allá de mostrar el camino recto y de hacer que vuelva sobre sus pasos toda vez que se extravía, tal como hemos visto obrar a Sócrates con el esclavo Menón. SÓCRATES. - De esta manera sabrá, sin haber aprendido de nadie, por medio de simples interrogaciones y sacando la ciencia de su propio fondo153. Nadie puede sustituirnos en la tarea de aprender; nos es preciso hacer el camino en el interior del alma; por esto es que la verdad y el error nos pertenecen como cosa propia, como una responsabilidad nuestra, hasta el punto de padecer el error como si fuera una culpa. Si llamamos la atención de un niño, con la debida insistencia y la gradación necesaria, acerca de las propiedades de los números y de su manera de relacionarse entre sí, llegará a descubrir por sí mismo, cómo se suma, se resta, se multiplica y se divide, sin que le enseñemos propiamente ninguna de las operaciones elementales. Si nos dirigimos a un hombre inculto pero despierto y pretendemos negarle en un asunto que le interesa personalmente que la liebre es liebre y el gato es gato; o que el todo es mayor que la parte; o que uno puede estar y no estar al mismo tiempo en el mismo lugar; o que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí; si pretendemos negar, repetimos, la validez de cualquiera de estos saberes universales, de estas verdades primordiales, le veremos reaccionar vivamente y poner las cosas en orden. Quiere decir que poseía en su alma los principios más importantes y que nos ha bastado contrariarlos para que hiciera gala de un saber principal que nadie le enseñó jamás y que además, nadie podría enseñarle si no lo poseyera de antemano en su alma. Y puesto que los otros saberes proceden y derivan de este primero y universal que traemos al nacer, parece evidente que el alma existía antes de unirse al cuerpo que vivifica y cuya forma es. 153 Menón, 85 d. Se habría explicado de este modo, el misterio del alma inteligente y comprensiva, que sin haber aprendido, despierta de su sueño animal solicitado por simples interrogaciones y saca la ciencia de su propio fondo. De donde resulta para Sócrates, la inmortalidad del alma. SÓCRATES. - Si la verdad de los objetos ha estado siempre en el alma, nuestra alma es inmortal154. No sería razonable interpretar literalmente el texto que Platón ha recogido de una oda de Píndaro, cuyo texto expone nuestro nacimiento como un retorno a la vida, como una nueva reencarnación del alma. Aparte de que el origen del saber quedaría simplemente transferido, se trataría de una inmortalidad poco decorosa y nada apetecible; una inmortalidad colacionada, sin respeto alguno hacia la personalidad individual y que hace caso omiso del cuerpo, como si fuera un simple agregado, un vestido que se lleva una temporada y luego se cambia por otro. Como se ve, la inmortalidad del alma así imaginada, es verdaderamente insoportable y se parece mucho a ese grotesco simulacro de inmortalidad que cultiva el materialismo cientificista, según el cual: “nada se crea, nada se pierde, todo se transforma”; o como dice el señor E. Lluria en una cita que transcribimos de la Clínica Psiquiátrica del Dr. Ernesto Daniel Andía: “El hombre nace, vive y muere, en una porción limitada del tiempo y del espacio, porque representa sólo una vibración y como los demás ritmos, destinados a vibrar y a extinguirse, reintegrándose luego a la energía universal155.” Creemos del mayor interés para la cuestión del alma y como síntoma de los tiempos actuales, tomar conocimiento de un pasaje del primer capítulo de esta obra científica. Nos enfrentamos con una curiosa seudo teoría de la personalidad múltiple del mismo sujeto, muy explotada por la literatura, el teatro y el cine a la moda: “Estos conocimientos incuestionables, adquieren un valor extraordinario desde el punto de vista de la psiquiatría jurídica, como lo establece Bosch, por el sólo hecho de que al instituir una pena de varios años a un sujeto que haya delinquido a los 22 años de edad, por ejemplo –ante la ley un recién mayor de edad- pragmáticamente se castiga por la misma infracción a varios sujetos sucesivos. Es decir, se ha castigado a un hombre de 22 años de edad, a otro de 23, a otro de 24, a otro de 25, y así como años de pena se le hayan instituido. El mismo hombre, en las distintas etapas de su vida es, desde el punto de vista psicobiológico, un hombre distinto en cada una de ellas156.” Ocurre que a las gentes ilustradas de nuestros días les cuesta infinitamente creer en la Santísima Trinidad; pero son capaces de admitir con aplomo, un pretendido resultado científico como el que se acaba de citar, celebrando, jubilosos, los progresos de la civilización. En estos tiempos de férvida veneración hacia el delincuente y de transformación de las cárceles en confortables hoteles y en casas de reposo, acaso tengamos el privilegio de asistir a una nueva reforma del Código Penal, ajustada a las circunstancias 154 Menón, 86 b. ERNESTO DANIEL ANDÍA, Clínica Psiquiátrica, Buenos Aires, 1944. 156 ERNESTO DANIEL ANDÍA, Clínica…, o. c. 155 psiquiátrico-legales, donde la calificación del delito y el cálculo de la pena se haga en función de una escala de responsabilidades periódicas. Se habrá conseguido de este modo, una justicia científica que salve al hombre de 40 años de las culpas del hombre de 30 años, que era otro aunque se identifique con la misma libreta de enrolamiento y con las mismas impresiones digitales; los delitos cometidos en un período determinado de la vida por el hombre de turno, no serán imputables a los hombres distintos de los períodos subsiguientes. Es justo reconocer que la profusa e intrincada mitología griega era mucho más discreta y menos audaz que esta mitomanía científica de los tiempos que corren. Claro está que el tipo de inmortalidad del alma que canta la oda de Píndaro, resulta una ironía extremadamente cruel puesto que nos asegura una rigurosa muerte personal, una muerte sin apelación, completa, absoluta. Tiene importancia decisiva no olvidar que Platón, vencedor de los sofistas, no puede ser un simple epígono y editor de la antigua mitología griega u oriental. Una mente construida sobre los cimientos de la duda socrática y que se eleva hasta la más atrevida especulación sobre las esencias, no puede ser tributaria de una fantasía estragada y sin contralor. Nos parece más razonable juzgar que el divino Platón es un real señor del pensamiento, un reflexivo e impasible dominador de la arrebatada y febril fantasía mítica. Y aunque Platón haya pagado el necesario tributo a su tiempo y a sus circunstancias, su mirada es profunda y penetra hasta la más recóndita intimidad del ser, hasta sus últimas intenciones. Una mirada, a la vez, adivinadora y reflexiva, profética y crítica, que ha inspirado el discurso de Sócrates condenado a muerte y en trance de beber la cicuta, en el diálogo Fedón. Allí se revela Platón como el insuperable abogado de la inmortalidad personal; ninguna criatura mortal ha podido jamás, con la sola fuerza de sus razones, igualar siquiera el alegato de Sócrates en favor de la inmortalidad del alma individual, exclusiva e intransferible. En el Fedón platónico no se habla, como veremos, de un alma del universo o de un alma común de la humanidad o de un alma en condominio de varias personas sucesivas. El alma de Sócrates sólo habla de sí misma, de lo que sabe y de lo que espera con serena confianza; y en ella contemplan las otras almas, el cumplimiento de un grande y envidiable destino personal. El alma repugna del comunismo en cualquiera de sus formas; y el aristócrata Platón incurrió en un lamentable desatino y en una inexcusable falta, con las soluciones comunistas para la clase dirigente de su utópica República. Un alma común de la humanidad o de una serie de reencarnaciones, es una imposibilidad real y lógica, un evidente contrasentido, por cuanto un alma de la especie o de un grupo es un alma de nadie; y el alma de nadie es una pura ausencia de alma. Esto quiere decir que no debemos interpretar al pie de la letra, las imágenes míticas de que se vale Platón; tenemos que esforzarnos en una explicación ponderada y apoyar sobre fundadas razones sus revelaciones profundas. “Lo mejor, nos enseña Platón en La República, es lo que está más conforme con la naturaleza157.” El alma mejor, el alma óptima, es la más conforme con su naturaleza racional, la que sabe más y mejor. La conquista de la sabiduría es la conquista de sí misma para el alma; en la medida que posee el saber, se posee a sí misma y es conforme con su propia esencia. A pesar de las limitaciones, riesgos y debilidades de la inteligencia racional que Sócrates se empeña en subrayar irónicamente en los otros y en sí mismo, se comprende que prefiera la búsqueda de la verdad a todas las demás actividades humanas. SÓCRATES. – [...] estoy dispuesto a sostener con palabras y con hechos, si soy capaz de ello, que la indagación de lo que no sabemos, nos hace incomparablemente mejores, más resueltos y menos perezosos que si juzgara imposible descubrir lo que ignoramos o que es inútil buscarlo158. Aprender a pensar, pensar rectamente por sí mismo, es la tarea primordial del hombre, su vida más humana y la mejor entre todas, la existencia más libre y más perfecta. Por esto es que toda cualidad propia del alma, toda forma definida y estable de ser, todo hábito esencial o virtud del alma es una especie de sabiduría; no pura y exclusivamente sabiduría pero sí, principalmente, una sabiduría. Tiene sobrada razón Sócrates cuando insiste ante Menón, discurriendo acerca de la naturaleza de la virtud para averiguar si puede o no ser enseñada. SÓCRATES. – [...] en todo lo que el alma obra o soporta, si la sabiduría preside, obtiene su propio bien; y se desgracia si aquella falta159. La sabiduría, pues, debe tener primacía en la vida entera del hombre; su principio debe informar todas las actividades y el contenido de la existencia. El hombre es hombre en la medida que se conoce a sí mismo y conoce lo que él no es. SÓCRATES. – ¿No puede decirse, en general, que si se ha de consultar el bien, todo lo que está en poder del hombre debe someterse al alma, y todo lo que pertenece al alma someterse a la sabiduría? De esta manera es como la sabiduría es útil. Porque ya estamos conforme en que la virtud es igualmente útil160. 157 La República IX, 586 e. Menón, 86 b c. 159 Menón, 88 c. 160 Menón, 88 e – 89 a. 158 De donde resulta necesariamente que la sabiduría es la virtud entera o, al menos, parte esencial y principal de la virtud. Y habría que agregar todavía que siendo la virtud un saber de razón, un saber fundado, puede enseñarse. Pero he aquí que el burlador incorregible – ¿cuándo no?–, desconcierta una vez más a Menón y a todos nosotros: SÓCRATES. – Quizá, ¡por Zeus!, pero temo que no hayamos tenido razón para conceder esto161. Si bien estamos acostumbrados a este continuo revolverse contra sí mismo que distingue al espíritu de contradicción, debemos confesar nuestro fastidio por esta inquietud que no cesa, por este espejismo de la proximidad de una meta que cuando nos parece estar sobre ella, se nos escapa como de la mano y se muestra lejana y fuera de nuestro alcance. Pero es que el argumento de Sócrates parece tener una fuerza incontrastable: no existen maestros que enseñen la virtud ni, por consiguiente, discípulos que aprendan la virtud. SÓCRATES. – [...] he procurado muchas veces averiguar si los había; y, después de todas las pesquisas posibles, no he podido encontrar ninguno. Sin embargo, hago esta indagación con otros muchos; sobre todo con aquellos que creo más enterados en la materia162. Más adelante, incorporado a la conversación Anito, joven ateniense de familia principal y opulenta, muy bien educado y siempre elegido para los primeros cargos públicos, se pasa revista a los más ilustres ciudadanos de Atenas y Sócrates precisa la finalidad de esa revisión. SÓCRATES. - Creo, Anito, que en esta ciudad hay grandes hombres de Estado, y que los ha habido siempre. ¿Pero han sido los maestros de su propia virtud? Porque esto es lo que tratamos de averiguar, y no si hay o no hay hombres virtuosos, ni si los ha habido en otros tiempos. Lo que hace rato examinamos es si la virtud puede ser enseñada; y este examen nos lleva a indagar si los hombres grandes de ahora y de los tiempos pasados han tenido el talento de comunicar a otros la virtud en la que ellos sobresalían; o si esta virtud no puede trasmitirse a nadie, ni pasar, por vía de enseñanza, de un hombre a otro163. 161 Menón, 89 c. Menón, 89 e. 163 Menón, 93 a b. 162 De acuerdo con este planteo de la cuestión, se comienza por recordar a Temístocles y todos convienen en que es un hombre cabal, todo cuanto se puede ser en excelencia de virtud. Pero igualmente coinciden en que así como enseñó a su hijo Cleofanto a ser un buen jinete y sumamente diestro en el lanzamiento de dardos, no le trasmitió su virtud de estadista y hombre de mando. SÓCRATES. – ¿Podemos creer que haya querido que su hijo aprendiese todo lo demás, y que no se hiciese mejor que sus conciudadanos en la ciencia que él poseía, si la virtud pudiese por su naturaleza ser enseñada? ANITO. – No, ¡por Zeus!164 Y lo mismo puede decirse de Arístides, Pericles o Tucídides, respecto de sus hijos. Tampoco los sofistas que se pretenden maestros de virtud, incluido Gorgias de Leoncio, enseñan otra cosa que habilidades y destrezas; pero no virtudes. De todo lo cual se concluye que una cosa, que no tiene maestros, ni discípulos, no puede enseñarse. SÓCRATES. – Por consiguiente, la virtud no puede enseñarse165. Y Menón no puede menos que exponerle su asombro acerca de la procedencia de la virtud en aquellos que la poseen realmente y la documentan con sus hechos. MENÓN. – [...] Sin embargo, Sócrates, yo no comprendo que no haya hombres virtuosos; o si los hay, no entiendo de qué manera se han hecho tales166. Claro está que no es lo mismo adquirir una habilidad o una destreza, que llegar a ser virtuoso. Por lo pronto, las habilidades y las destrezas se fundan en ciencias y artes extrañas a la sabiduría, al real y verdadero saber que posee la esencia y el fin último de todo cuanto hay. Hemos aclarado en clases anteriores, que el saber que se constituye en habilidad, sólo se interesa por las cosas en vista del uso determinado que quiere hacer; no las considera en sí mismas, sino con relación al partido que se propone sacar de sus cualidades y disposiciones. Es relativamente fácil provocar en quien tiene alguna aptitud, el desarrollo de una habilidad, por ejemplo, que llegue a ser un jinete muy diestro y avezado. Ni siquiera la habilidad se trasmite de maestro a discípulo y también se podría decir que no se enseña, si enseñar es trasmitir desde fuera un contenido; el 164 Menón, 93 e. Menón, 96 d. 166 Menón, 96 d. 165 maestro incita, guía y dirige el adiestramiento que el aprendiz hace por sí mismo. Ocurre que una incurable tendencia hacia lo exterior y material, determinada por nuestra vida corporal y el trato constante con las cosas exteriores, nos lleva a traducir los procesos interiores, espirituales e inmanentes en la forma de la acción externa, material y transitiva que consiste siempre en pasar de uno a otro. De ahí que se suele interpretar el acto de enseñar y de aprender, que tiene lugar entre almas, como si fuera una transmisión de energía de maestro a discípulo. Llegar a ser virtuoso, ser capaz de mandarse y de mandar a otros, es mucho más raro y difícil que adquirir una habilidad o destreza. A menos que se sea un predestinado, un caudillo de raza, poseedor por instinto o por adivinación de la virtud de mando –situación parecida a la del artista inspirado, se trata de adquirir la sabiduría, de aprender a través de una larga y rigurosa disciplina para alcanzar un saber profundo, viviente y total del alma y del mundo, considerados en sí mismos y no meramente en función del uso. Una cosa es la virtud política y otra muy distinta e inferior es la habilidad política; el ejercicio del mando para el mejor ser y el ejercicio del mando para usar. Obrar con justicia, con prudencia, con firmeza, con moderación, con circunspección o con lúcida audacia, exige normalmente haber alcanzado por sí mismo la real y verdadera sabiduría. Y para ser maestro de virtud, no basta ser prácticamente virtuosos –como, acaso, lo fueron Temístocles, Arístides y Pericles-, sino serlo desde la sabiduría reflexiva y esforzada. El maestro de virtud civil o política es Sócrates; en vano buscaremos ante de él y también será vano buscar después de él y al margen suyo, otro magisterio de humanas virtudes. No olvidemos que es la inteligencia desprendida y soberana del concepto, el instrumento necesario de la sabiduría humana. Hasta Sócrates y después de Sócrates cuando se ignora o desconoce su presencia dominadora, la virtud del mando (justicia, prudencia, coraje y sobriedad), no apoya en el pleno conocimiento del alma que es su objeto propio, sino en una simple opinión, en una conjetura verdadera. SÓCRATES. – Por consiguiente, la conjetura verdadera dirige tan bien como la sabiduría, en cuanto a la rectitud de una acción. Y he aquí lo que hemos omitido en nuestra indagación relativa a las propiedades de la virtud; pues que hemos dicho que sólo la sabiduría enseña a obrar bien, cuando la conjetura verdadera produce el mismo efecto167. Corresponde precisar que produce prácticamente el mismo efecto, en modo análogo al simple manual o empírico que produce prácticamente el mismo efecto o resultado del que, además, posee el arte. La superioridad del 167 Menón, 97 b c. que se ha elevado al arte es que no sólo sabe hacer, sino que sabe el por qué, la razón de lo que hace; de ahí que enseñe a otros. Es notorio que no pueden ser maestros de virtud, que no pueden enseñar las virtudes del mando, esos caudillos de raza, esos políticos genialmente virtuosos SÓCRATES. – [...] que debemos mirar como hombres llenos de entusiasmo, inspirados y animados por la divinidad, cuando triunfan en los grandes negocios, sin tener ninguna ciencia acerca de lo que dicen168. No vacilaremos en llamar con Sócrates, divinos a los verdaderos caudillos y hombres de mando, lo mismo que a los profetas y a los genios poéticos; pero tendremos muy en cuenta la advertencia que el mismo Sócrates nos hace en el Fedón: Muchos llevan el tirso pero pocos son los poseídos del dios169. Han pasado más de veinte siglos desde entonces y ningún espectáculo humano de la historia universal, supera en magnificencia y en gloria triunfal al de Sócrates, el sólo y único maestro de conducta civil que volvemos a encontrar siempre de nuevo. La virtud entera fue sabiduría en este varón fuerte y toda su conducta fue la vida de esa sabiduría; por eso es que su cátedra de virtud no interrumpirá jamás sus lecciones acerca de una política más poderosa y más eficaz que la más pujante y más arrolladora política del poder: el alma es el principio de esa política; sobre sus cimientos invisibles y sin peso apoya el edificio visible y abrumador de la República mejor y más duradera. SÓCRATES. – [...] Semejante hombre es, respecto de los demás, en cuanto a la virtud, lo que la realidad es a la sombra170. 168 Menón, 99 d. Fedón, 69 c – d. 170 Menón, 100 b. 169 QUINTA PARTE La sabiduría y la habilidad: retórica de mando y adulación demagógica Coriolano a los senadores romanos: [...]cuando nobleza, títulos, sapiencia, no pueden concluir nada sin el sí y el no de la ignorancia general, las necesidades serias deben evidentemente quedar sin solución y tal estado de cosas dar nacimiento a una inestabilidad frívola... arrancad inmediatamente la lengua a la multitud; no la dejéis lamer la adulación que es su veneno; vuestro envilecimiento mutila todo buen sentido y priva al Estado de esa unidad que le es necesaria, quitándole el poder de hacer el bien que quisiera, por la libertad que deja al mal de mantenerle en el fracaso. W. SHAKESPEARE, Coriolano, Acto III, Escena I. LECCIÓN XVI Gorgias de Leoncio ha vuelto nuevamente a Atenas. La juventud más brillante lo rodea con su ansiedad y con su apremio por escalar fácil y pronto las alturas del poder; llega impaciente por aprender el secreto de mandar sin haber obedecido, de ser el dominador de los otros hombres sin tener el dominio de sí mismo. Llegar a ser señor de los demás sin el señorío de sí; prevalecer sobre las otras almas sin ningún poder sobre la propia. ¿Qué no darían esos jóvenes de las principales familias atenienses, por encubrir su alma de esclavos con la apariencia de los señores? Es una juventud que pertenece a la clase dirigente, a la más selecta oligarquía de la República; pero debilitada, ablandada, enervada por la molicie y los placeres. No quiere saber nada de duras disciplinas ni de penosos ascetismos; sólo admite que le hablen de caminos breves y sin obstáculos para mantener su privilegio sin responsabilidad. He aquí el señuelo irresistible que representa para esa juventud decadente, la magia de la palabra y del poder que poseen los sofistas. Se trata de seguir pareciendo poderoso, no importa cómo; el poder tiene siempre razón y finalmente nadie es capaz de resistirlo. Un éxito continuado en los negocios es la mejor y más completa justificación; hasta nos impresiona como elección del mismo Dios. Parecer fuerte resulta prácticamente lo mismo que ser fuerte, al menos en muchos casos. Un historiador de la Grecia clásica nos recuerda que “para los fuertes la única regla es mandar como para los débiles es obedecer. Pensemos esto de acuerdo con las tradiciones divinas y la evidencia humana, que en todas partes donde hay poder, una necesidad fatal quiere que haya también dominación. Nosotros no hemos establecido esta ley [...] la hemos encontrado instituida y la trasmitiremos después de nosotros porque es eterna171”. La verdad es que se ha venido trasmitiendo hasta el día de hoy y se repite toda vez que un poderoso de la tierra o alguien que cree serlo, nos descubre lo que realmente piensa. Así, por ejemplo, el Jefe de Estado Mayor del Ejército de una gran potencia democrática, declara en un informe reciente: “La naturaleza aborrece lo débil. Es un hecho notorio la supervivencia de los más aptos [...] El mundo no tiene contemplaciones frente al débil. La debilidad constituye un 171 Sin datos respecto de la fuente citada. gran aliciente para el fuerte, particularmente para los réprobos que codician riqueza y poder172.” A pesar de que no nos convence la última frase, poco coherente con el resto y una simple adulación de tipo democrático, la verdad es que estamos en presencia de una versión actual del texto antiguo. Si se mira la realidad con ojos demasiado humanos, se comprende que incluso los jóvenes, en la edad dorada del heroísmo, se aparten de Sócrates, tan débil y tan expuesto aparentemente, cuyos caminos sólo prometen dificultades y fracasos y, acaso, terminar condenados a muerte o al exilio. Y, en cambio, lo prefieran a Gorgias de Leoncio empresario del éxito y de la vanagloria; por esto es que acuden presurosos para comprarle su habilidad retórica, el más eficaz instrumento del poder. Pero Sócrates no se da por vencido, acaso sea capaz de demostrarnos que él es un hombre fuerte, un verdadero señor de la tierra; y que Gorgias, por el contrario, no es más que la apariencia del poder y de la fuerza. Si llegáramos a saber lo que realmente somos y para qué existimos; si ese saber fuera nuestra vida verdadera, ¿quién sería el fuerte y quién el débil? Sócrates le pregunta a Gorgias acerca de la naturaleza y de la finalidad del arte que profesa: SÓCRATES. - [...] mejor aún, decías tú mismo, Gorgias, qué calificativo hay que darte y qué habilidad profesas173. El célebre sofista le contesta que se glorifica de ser un buen retórico, es decir, un experto en discursos sobre los más grandes e importantes negocios humanos, cuyo efecto es producir el mayor de los bienes. GORGIAS. - Es, en efecto, el mayor de todos los bienes, aquel a quien los hombres deben su libertad y hasta en cada ciudad, su autoridad sobre los demás ciudadanos [...] la aptitud para persuadir con sus discursos a los Jueces en los tribunales, a los senadores en el Senado, al pueblo en las Asambleas, en una palabra, a todos los que componen toda clase de reuniones políticas. Este talento pondrá a tus pies al médico, al maestro de gimnasia [...] y se verá que el economista se ha enriquecido no con sus recursos propios, sino por ti, que posees el arte de hablar y de ganar la voluntad de las multitudes174. 172 Probable referencia al General Dwight David Eisenhower quien se desempeñaba como Jefe del Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos en la época en que fueron redactadas estas lecciones. 173 Gorgias, 449 a. 174 Gorgias, 452 d e. Pero Sócrates no queda satisfecho con la explicación de Gorgias, e insiste en la misma pregunta inicial acerca de la naturaleza y de la finalidad de esa retórica persuasiva, puesto que todas las otras artes y ciencias procuran igualmente persuadir. Esta insistencia socrática en la misma pregunta, no es ociosa ni es un mero juego dialéctico; persigue un objetivo preciso que quedará aclarado definitivamente en el Teetetes, donde se trata el problema del concepto y de la definición. Por lo pronto, subrayemos que esa misma pregunta reclama siempre lo mismo, la esencia de la cosa, su naturaleza definida, aquello que la identifica consigo misma y la diferencia de todas las otras cosas. No es un capricho de Sócrates su falta de conformidad y su fastidio retorno a la misma pregunta; debemos reconocer, más bien, que las respuestas no son satisfactorias porque omiten esa última diferencia, esa distinción final que nos pone delante de la cosa misma y la destaca de todas las demás. Hay mucho de común entre los seres existentes; en cada ser hay siempre poco o mucho de algunos o de todos los otros; así, por ejemplo, en la planta hay mucho de mineral y en el animal mucho de planta y de mineral, etc. Si atendemos principalmente a lo común entre las cosas resultará que todas quedarán mezcladas y confundidas, como pretende Anaxágoras. El filósofo quiere distinguir en todo; el sofista, en cambio, necesita confundir todo con todo, cualquier cosa con cualquier otra. El espíritu filosófico es eminentemente aristocrático; el espíritu sofístico y demagógico irremediablemente democrático. Sócrates vuelve implacable sobre la misma pregunta: SÓCRATES. - Por consiguiente, puesto que no es la única arte que produce la persuasión y que las otras consiguen lo mismo, tenemos derecho a preguntar, además, de qué persuasión es arte la retórica y de qué persuade esta persuasión, ¿no juzgas que esta pregunta está muy en su lugar? GORGIAS. – Desde luego, sí. SÓCRATES. – Ya que piensas así, respóndeme. GORGIAS. – Hablo, Sócrates, de la persuasión que tiene lugar en los tribunales y en las asambleas públicas, como decía ha muy poco, y en lo referente a las cosas justas e injustas175. Ahora que Sócrates ha conseguido de su adversario la necesaria precisión acerca de los objetos de su retórica sofística, lo lleva a la fundamental distinción entre la creencia y la ciencia. Como se ve, siempre se trata de distinguir para Sócrates. La tarea principal de la inteligencia discursiva es separar lo que está confundido o mezclado, pero no para aislar sino para unir verdaderamente poniendo cada cosa en su lugar. Declarar la verdad es, en rigor, hacer justicia que repugna de la confusión y 175 Gorgias, 454 a b. exige dividir el bien del mal, lo honesto de lo deshonesto, lo igual de lo desigual. Hay creencias verdaderas y creencias erróneas; no hay, en cambio, saberes verdaderos y saberes erróneos; si el saber o la ciencia no son verdaderos, no son ni saber ni ciencias. Luego se concluye necesariamente que el saber o la ciencia no es lo mismo que la creencia. Quiere decir que habrá, también dos especies de persuasión, una que produce la creencia sin la ciencia, y otra que produce la ciencia176. Aquí se ha llegado al punto álgido de esta parte de la discusión; Sócrates apoyado en la distinción fundamental que acaban de concluir, le hace a Gorgias esta pregunta decisiva: SÓCRATES. - De estas dos persuasiones, ¿cuál es la que la Retórica produce en los tribunales y en las demás asambleas a propósito de lo justo y de lo injusto? ¿Aquella de la que nace la creencia sin la ciencia, o la que engendra la ciencia?177 Gorgias reconoce que su retórica obra la persuasión que hace creer simplemente, y no la que hace saber, acerca de lo justo y de lo injusto. De ahí que la retórica sofística pueda sustituirse indiferentemente a todas las demás artes y ciencias, simulando la más completa posesión de las mismas en virtud de su poder persuasivo y convincente. La juventud liberada de Atenas ha comprendido que el camino más corto y más fácil para llegar al poder y jalonar la marcha con los triunfos más sorprendentes en las asambleas públicas, es adquirir esa habilidad retórica que Gorgias vende a muy elevado precio pero ajustado a los beneficios que procura. SÓCRATES. – [...] ¿Dices que te consideras capaz de instruir y formar un hombre en el arte oratorio, si toma tus lecciones? GORGIAS. – Sí. SÓCRATES. – Es decir, a lo que me parece, que le harás capaz de hablar sobre cualquier negocio de una manera plausible delante de la multitud, no para enseñarla sino para persuadirla178. Esto significa que en cuestiones relativas a la salud física, por ejemplo, este tipo de orador será más persuasivo que el médico; siempre, claro está, que se trate de la multitud o de gentes ignorantes. De donde resulta que en cualesquiera asuntos, el ignorante será más eficaz que el sabio, para persuadir a los ignorantes; y mucho más, pero mucho más, para persuadir a los semianalfabetos o a los alfabetos de medio pelo en que tanto se prodigan 176 Cf. Gorgias, 454 e. Gorgias, 454 e. 178 Gorgias, 458 e. 177 nuestras democracias burguesas o proletarias, tan urbanas, científicas, industriosas y progresistas. La retórica de los sofistas tiene el más profundo desdén hacia la metafísica y nada le parece tan vano como el estudio de la esencia o naturaleza de las cosas; le basta con inventar un recurso cualquiera de persuasión y aparecerá más sabio que los que realmente saben, a los ojos de los ignorantes comunes o ilustrados. Se comprende que las cuestiones del alma merezcan una especial preferencia a los retóricos de esta especie, puesto que la palabra tiene imperio casi exclusivo en materia política o moral. Es con relación a lo justo y a lo injusto, a lo bueno y a lo malo, a lo honesto y a lo deshonesto, a lo útil y a lo perjudicial, donde la habilidad retórica hace sus mejores gastos y donde obtiene sus más brillantes victorias. La ignorancia del asunto que tratan es el requisito primordial que deben llenar estos obreros de la persuasión, para convencer a la multitud; el saber, aunque sea en mínima proporción, es siempre un obstáculo y una amenaza para el orador porque puede comprometer su aplomo expresivo y echarlo todo a perder. La República que declina hacia la democracia pura y que, por lo tanto, va extendiendo el culto de la incompetencia y la predilección por la ignorancia en toda su vida, se entrega a la dominación de los sofistas y demagogos, eternos discípulos de Gorgias y de Protágoras y aprendices de tirano. Sócrates sostiene que la retórica de la ignorancia persuasiva no es un arte, puesto que el arte es un saber y un saber de razón y de por qué; más bien, es una especie de rutina que procura agradar y recrear. Esta retórica es como una habilidad culinaria para el alma, convencer por medio del halago de los sentidos; lo cual quiere decir que es propiamente una adulación. Es notorio que la adulación, en cualquiera de sus especies, no se cuida en absoluto del bien y tiende exclusivamente al placer; tal es la razón de su formidable poder sobre las almas del mayor número y el prestigio multitudinario de que goza siempre. La adulación es un fraude, la simulación de un saber y de una virtud; por esto toma la apariencia de un verdadero arte y de una excelencia del ánimo. El sofista es con relación al filósofo, lo que el cocinero es con relación al médico. Es como si la cocina hábilmente disfrazada de medicina, se atribuyera el discernimiento de los alimentos más saludables; de tal modo que si un médico eminente y un hábil cocinero disputaran delante de niños o de hombres tan poco razonables como los niños, acerca de quién conoce mejor la calidad de los alimentos, el cocinero prevalecería absolutamente y el médico se moriría de hambre rechazado por los necios y los ignorantes. Los discursos de los aduladores están en la misma relación respecto de la salud del alma y de la República, que la alquimia culinaria respecto de la salud del cuerpo; no son obras de arte sino mera rutina, por cuanto no siguen principio alguno ni dan razón de nada de lo que hacen. Sócrates insiste en otra analogía de este simulacro de la prudencia política que constituyen las adulaciones de los retóricos sofistas: SÓCRATES. – [...] A la sombra de la gimnasia se desliza igualmente la habilidad del tocador, práctica falaz, engañosa, innoble y cobarde que para seducir emplea las farsas, los colores, el refinamiento y los adornos, de manera que sustituye con el gusto de una belleza prestada, al de la belleza natural que produce la gimnasia179. Si el alma no fuera capaz de mandar al cuerpo y de mandarse a sí misma por el dominio de las pasiones sensuales; y, en consecuencia, no examinase por sí propia las cosas para discernir entre la realidad y la sombra, entre el original y el simulacro, entre lo que busca mejorar y lo que sólo se propone halagar, entre la medicina y la cocina, la gimnasia y el tocador o entre la política y la adulación del sofista y del demagogo, resultaría aquella situación de ignorancia suma que hemos comentado antes: SÓCRATES. – [...] todas las cosas estarían mezcladas y confundidas, y no se podrían distinguir ni los alimentos sanos de los nocivos, ni los que presenta el médico de los que prepara el cocinero180. Es el caso de preguntarnos ahora si estos aduladores públicos que son capaces de hacer condenar a muerte a Sócrates, que al igual que los tiranos son capaces de hacer difamar, despojar y arrojar de la ciudad a quienes les place; es el caso de preguntarnos: ¿tienen esos personajes un real poder y hacen de veras lo que ellos quieren? 179 180 Gorgias, 465 b. Gorgias, 465 d. LECCIÓN XVII La Política se dice prudencia en cuanto es la recta razón de las cosas que se obran en vista del Bien Común; cuando no se identifica con la virtud prudencial, se corrompe, degrada y acaba por ser nada más que adulación. De ahí dos significados contradictorios del término prudencia que suelen confundirse deliberadamente, a pesar de contraponerse y excluirse entre sí; entre ambos significados se da una situación análoga a la que existe entre una moneda legítima y una moneda falsa del mismo valor aparente. La prudencia que se acuña en metal noble, es virtud principal e imprescindible para vivir bien, según enseña Santo Tomás, quien nos explica que “respecto de los medios convenientes en vista del fin, el hombre debe estar dispuesto por un hábito de la razón, porque la deliberación y la elección que se refieren a los medios, son actos de la razón. Por lo tanto debe haber en la razón una virtud intelectiva para la mejor y más conveniente selección de los medios: es la prudencia”181. Quiere decir, pues, que la prudencia es una sabiduría de la vida, una sabiduría del mando que combina y concierta las voluntades en vista de lo mejor para todos, dirigentes y dirigidos: el Bien Común. La prudencia que se acuña en vil metal, es una rutina del alma, un temor constante por la propia seguridad y un horror al riesgo que se manifiesta como cautela, obsequiosidad o crueldad extremas. No sabe decir sí, ni tampoco sabe decir no. No divide jamás el bien del mal ni lo justo de lo injusto; prefiere acomodar y conciliar prácticamente los términos opuestos que se separan y excluyen de suyo. La prudencia así entendida y aplicada no tiene razón ni fuerza de mando; más bien, es un reflejo servil de las pasiones y de los intereses que realmente mandan, sean los de una multitud despótica o los de una casta privilegiada. Sólo se propone agradar y halagar; no es otra cosa que una adulación. Platón nos ha dejado un cuadro con los lineamientos esenciales de esa política del poder, fundada en la adulación, cuyos empresarios típicos son los sofistas y demagogos que prosperan, sobre todo, en los regímenes democráticos. Cuando un Estado democrático, devorado por la sed de libertad, tiene a su cabeza escanciadores que no se miden y el pueblo bebe el vino de la libertad 181 Summa Theologiae I-IIae, q 57, a 5, corpus. enteramente puro hasta embriagarse, sucede que si los gobernantes no llevan su complacencia hasta el punto de conceder al pueblo toda la libertad que desea, se les acusa de traidores que aspiran a la oligarquía... En público y en privado, la democracia alaba y rinde honores a los gobernantes que tienen aire de gobernantes182. Aristóteles, como siempre, da un toque definitivo a este cuadro de la política que no es más que una adulación de la multitud, convertida en el soberano como ahora se dice: “Tan pronto como el pueblo es soberano pretende obrar como tal; sacude el yugo de la ley y se hace déspota; y desde entonces los aduladores del pueblo tienen gran predicamento. Esta democracia es en su género, lo que la tiranía es en el reinado. En ambos casos, encontramos los mismos vicios, la misma opresión de los buenos ciudadanos [...] Además, el adulón y el demagogo tienen una manifiesta semejanza. Ambos tienen un crédito ilimitado: el uno cerca del tirano y el otro cerca del pueblo corrompido”183. La Retórica o el arte de los discursos es, quieras que no, el instrumento más eficaz de la Política, lo mismo hogaño que antaño; y tanto en la Política que es una prudencia cuanto en la que no es más que una adulación. La palabra es más activa y más productiva políticamente, que la economía y que la fuerza. La prosopopeya de los hombres práctico-prácticos acerca de la primacía de los factores materiales de la existencia y su insoportable aforismo Primero vivir, después filosofar, es todavía pura jactancia retórica, un abuso de palabras para descalificar y postergar a la palabra. La verdad es que debemos decir: primero es pensar y después es comer o primero es hablar y después es hacer, si interpretamos primero en el sentido de principal, de lo más alto, de lo mejor. Claro está que si primero se dice en el sentido de lo que está antes en el tiempo o de la necesidad inmediata y materialmente perentoria, comer es primero que pensar, hacer por la vida es primero que filosofar acerca de la vida. Lo último es siempre lo primero cuando se trata del ser y del valor. Filosofar, que es el más aquilatado y el más remontado hablar, es la actividad propia del hombre, su verdadera proporción y su real aristocracia. Comer y retozar, en cambio, son actividades que tiene en común con los animales que no son hombre; no lo distinguen y, más bien, lo confunden en una común felicidad de potrero verde: estar a gusto y disfrutar la vida tranquilos y seguros. ¡Seguridad ante todo! Pero las necesidades más apremiantes, las que tienen un límite angustioso para ser satisfechas y un límite de hartura o de hastío en la satisfacción, no son las mejores, las más nobles necesidades del hombre, aquellas para las cuales se vive y por las cuales se muere. No es razonable ni decoroso suponer que el 182 183 República VIII, 562 d. Política IV, 1292 a 27 – 29. hombre es esencialmente un productor y un consumidor de medios de subsistencia, como pretenden los economistas burgueses y socialistas. La conclusión razonable y decorosa es la que tiene en cuenta que el hombre es hombre y, en consecuencia, es orador antes que productor o político antes que trabajador. La biología humana es una parte de la zoología, pero la retórica hasta en sus formas viciosas y corrompidas, es una parte de la metafísica y de la teología. Saber pensar o saber hablar es la tarea principal del hombre, la que hace que el hombre sea hombre. Es notorio que se requieren muchas más palabras para condenar a la palabra que para hacer su apología; el mayor gasto y derroche de mala retórica está siempre a cargo de los enemigos de la retórica. La palabra tiene tanta autoridad, tanta fuerza persuasiva que hasta es capaz de convencer sobre su falta de autoridad y sobre su impotencia persuasiva. Repárese en que, en ninguna otra época de la Historia Universal, se han prodigado tanto las palabras como la presente: torrentes inagotables de palabras por medio de la prensa, del libro, de la radiotelefonía, de la cátedra, de la tribuna, en una proporción jamás soportada antes, invaden, penetran y cubren la vida entera de los hombres y de los pueblos... ¡Y eso que estamos en una época eminentemente práctica, activista, enemiga del verbo y glorificadora del trabajo socialmente productivo! Convengamos que tenemos aquí la prueba más segura, el testimonio irrecusable, de que el hombre vive más de la palabra que del pan; y muere más a menudo por las palabras que por el pan de cada día. No puede sernos difícil, a nosotros occidentales, comprender estas razones, desde que procedemos del linaje de los oradores. Griegos y romanos del tiempo clásico fueron principalmente retóricos y de ellos aprenden sus descendientes la virtud de la palabra, propia del filósofo y del político; o, en su defecto, la habilidad de la palabra, propia del sofista y del demagogo. Saber hablar de las cosas, es saber pensarlas; es saberlas del modo más acabado y perfecto; es su real y verdadera posesión que es poseerlas en ellas mismas, idealmente, platónicamente, con el puro amor del conocimiento, de la contemplación alada que discurre, que habla, que dialoga a través del tiempo mudable, siempre con el mismo lenguaje. Es como si las almas que van llegando, fueran contemporáneas de aquellas iniciadoras del diálogo que no se interrumpirá jamás. La palabra es magistral. No hay otro magisterio propiamente dicho, fuera de la palabra. La enseñanza de las humanidades clásicas no es otra cosa que el magisterio de las palabras esenciales, de las palabras eternas que dicen lo eterno de las cosas. Hablar de algo determinado es mucho más difícil que hacerlo; sólo sabe enseñar el que sabe hablar de la cosa determinada que enseña. La palabra verdadera es la cosa misma que se sabe, se comprende, se entiende; por eso la palabra lo puede casi todo; en ella s recoge y se concita el poder de todas las cosas conocidas. Las sustancias, las cualidades, las cantidades, las acciones, las pasiones, los estados, todas las propiedades, calidades y eficacias que se distribuyen en las cosas y en las almas, existen de nuevo en la palabra, asumen una idea, viva y cálida presencia en la palabra. Y por esta virtud ecuménica, soberana e imperial, la palabra esclarece y confunde, une y divide, exalta y deprime, acaricia y golpea, hiere y cicatriza, despierta y adormece, nos guía y nos extravía, nos salva y nos pierde. ¡Sobre un soplo fugacísimo todo el poder de la tierra! El alma es la que sopla ese formidable poder en la palabra; toda la energía del mundo se contiene en el alma invisible, imponderable, inmaterial que impera sobre todas las cosas visibles, ponderables y materiales. La palabra del hombre es el reflejo de la palabra creadora de Dios. “Dios ha creado los seres vivientes a su imagen y semejanza. Como es creador los ha hecho creadores. Ha depositado en lo más profundo de su naturaleza una delegación particular de su virtud, de su poder de llamar a la existencia un ser semejante. Como es el Verbo Creador, corresponde dominar a este poder delegado, un nombre. Es profiriendo el nombre que se llama a alguien, en el doble sentido de la palabra, es decir, que se lo designa para distinguirlo de todos los demás seres y se lo hace venir, se lo convoca. El germen viviente es, pues, comparable a una palabra, a un nombre, que llama a todos los elementos propios para realizarlo; es el elemento activo y formador y, por esta razón, los filósofos le dan el nombre de forma. “Este llamado no resuena en vano y en el seno de otro ser semejante, encuentra la respuesta necesaria [...] algo viene a nutrir maravillosamente a la forma para realizarla, analizarla y responder con una sabia disposición, con un arreglo delicioso, a cada una de sus proposiciones. He aquí un nuevo nombre, un nuevo ser que se realiza.184” La Retórica es un gran poder, un poder formidable; y los retóricos, los oradores, son tan poderosos hogaño como antaño. Pero hay que distinguir siempre con sumo cuidado, sin temor en la insistencia, entre la retórica de los filósofos y la retórica de los sofistas; entre el discurso que eleva y el discurso que adula; entre el político virtuoso y el hábil demagogo. Polo, joven discípulo de Gorgias, sale en defensa de la retórica de los sofistas y de los demagogos, sosteniendo que su habilidad los convierte en los ciudadanos más fuertes y más poderosos de la República. Sócrates le replica que esos oradores sólo revisten la apariencia del poder, pero que no tienen ningún poder real; son débiles y los que menos autoridad poseen. POLO. – ¿Qué? ¿Semejantes a los tiranos no hacen morir a quienes quieren?, ¿no despojan de sus bienes y destierran de las ciudades a quienes les place? SÓCRATES. – [...] Sostengo, Polo, que los oradores como los tiranos, tienen muy poco poder en las ciudades, como hace poco dije, y que no hacen casi 184 PAUL CLAUDEL, Cinq lettres à Madame A. E. M. Incluido en Toi qui es-tu?, París, Gallimard, 1936. Ver: Bibliographie des Oeuvres de Paul Claudel, Annales Littéraires de l’Université de Besançon, Les Belles Lettres, París, 1973, página 54. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. nada de lo que quieren, aunque hagan lo que les parece ser más ventajoso. POLO. – ¿Y no es esto un gran poder?185 Sócrates rechaza que sea siquiera poder, puesto que si bien tales oradores, al igual que los tiranos, hacen lo que consideran más ventajoso, para ellos, desde que suelen obrar sin razón, en vista de lo que les parece pero que no es lo más ventajoso, no hacen realmente nada de lo que quieren. Es imprescindible aclarar que las cosas que hacemos no son, en general, las que propiamente queremos. SÓCRATES. – ¿Juzgas que quieren lo que hacen habitualmente o la cosa por la cual hacen esas acciones? Así, por ejemplo, los que toman de mano del médico una poción, ¿crees que quieren lo que hacen, es decir, tragarse la pócima y sentir dolor, o quieren recobrar la salud y por eso toman la medicina? POLO. – Es evidente que quieren recobrar la salud y por eso toman la medicina186. De donde Sócrates concluye necesariamente que toda vez que hacemos una cosa en vista de otra, no queremos la cosa misma que hacemos, sino aquella por la cual hacemos la primera. Incluso cuando ejecutamos acciones que son moralmente indiferentes consideradas en sí mismas –caminar, correr, navegar, estar sentado, etc.–, tenemos en cuenta el bien que queremos. Se trate del bien que es y vale por sí mismo o del que sólo nos parece que es tal, la verdad es que todo lo que ejecutamos es con miras al bien. Claro está que la medida de nuestro poder es diferente si las cosas que deliberamos y elegimos hacer son las que convienen al verdadero bien que queremos o si hacemos cosas que deliberamos en vista de lo que nuestra ignorancia o insuficiente apreciación nos hace ver y querer como nuestro bien. De ahí que si un orador, al igual que un tirano, hace morir, desterrar o despojar a los ciudadanos que estima conveniente, creyendo hacer lo más ventajoso para él, (pero en verdad perjudicándose porque las acciones deliberadas llevan al mal que no quiere y en vista del cual –pareciéndole el bien a su falta de sentido– hizo lo que hizo), esto significa que un sofista o un demagogo, pueden hacer y deshacer cuanto se les ocurra en la ciudad que los soporta, sin disfrutar con ello de un gran poder y sin hacer lo que quieren. Es lo que pasa toda vez que cometemos una injusticia, es decir, cuando obramos el mayor de los males en nosotros mismos; no hacemos en absoluto lo que queremos sino lo contrario. El mayor de todos los males, el peor y más insoportable mal que un alma puede sufrir, sostiene Sócrates, es cometer una injusticia y quedar impune. Y es también el estado de enfermedad más grave y sin esperanza que el alma puede 185 186 Gorgias, 466 c e. Gorgias, 467 c. padecer, la corrupción más repugnante y la más extrema debilidad. Polo no acepta el punto de vista de Sócrates y afirma, por el contrario, que el peor de los males es sufrir una injusticia. Opina, además, que es un bien para el injusto no ser castigado o evitar el castigo que merece por sus crímenes. LECCIÓN XVIII Sócrates juzga que es preferible sufrir una injusticia antes que cometerla. No le gusta, por cierto, padecer un mal y no quisiera ser nunca agraviado; pero si tuviese que elegir entre ambas cosas, preferiría sin vacilación el papel de víctima. La verdad es que nadie ama las dificultades ni quiere el mal, al menos, no quiere que se lo hagan, aunque no tenga reparos en hacerlo a otros si cree convenirle. De donde resulta que hasta el hombre malo y perverso sigue queriendo el bien y el injusto quiere todavía lo que es justo. Es que la naturaleza humana no cambia ni puede cambiar; sus tendencias más profundas y sus exigencias fundamentales no se alteran por más que nos empeñemos en abusar de nuestro libre albedrío y en hacer alarde de mala voluntad. Debemos reconocer que ese empeño en malograrnos lo hemos acusado desde los primeros pasos; de ahí las taras y las lesiones heredadas por esa necesaria solidaridad moral y física que todos los hombres tienen con el primer hombre; las cuales nos dificultan acaso hasta lo imposible, el llegar a ser virtuosos y, sobre todo, el perseverar en la virtud, como dice el poeta Simónides. Pero no cambiamos; a pesar de nuestra insistencia en la injusticia y en el mal, no podemos dejar de ser lo que somos; no nos queda otra alternativa que llegar a ser lo que debemos o no ser nada. La misma naturaleza con sus misma necesidades esenciales, subsiste en nosotros y lo grave es que las consecuencias de nuestra mala voluntad original comprometen el recto ejercicio de las facultades; librados a las exclusivas fuerzas no podemos existir idénticos a lo que somos; no podemos ser estables e inmóviles ordinariamente. Seguimos deseando con toda el alma los caminos claros y el paso firme; pero, apenas si alguna vez, conseguimos asomarnos a la luz de un mediodía y somos capaces de decir sí y de decir no. Y ese triunfo aparente del mal, esa aparente preponderancia de la habilidad sobre la virtud, es el resultado en primer término, de una oscura y deficiente visión del fin que compromete la deliberación adecuada y la correcta elección de los medios; también de una voluntad debilitada, pusilánime y carente de energía; y, por último, de una voluntad perversa que pretende no ser, que no quiere propiamente y se complace en destruir y anonadar. Sócrates sabe demasiado bien a qué atenerse, pero no se rinde ni se rendirá jamás; será fiel hasta la muerte, cabalmente en la muerte, al hombre que debemos ser: el hombre justo más bien que el súper hombre, el tipo único y la forma fija de la naturaleza inmutable más bien que el modelo circunstancial y circunstanciado del progreso indefinido. Por esto es que Sócrates, este pagano inspirado y esforzado, es el hombre de la realidad sustancial, el verdadero realista y práctico de las esencias, la lúcida y varonil aceptación de lo que es. Sólo podrá ser superado en adecuación a la realidad, en plenitud humana, por el caballero cristiano, cuyo arquetipo es nuestro Don Quijote, la más perfecta identidad del ser; la más cumplida imagen del varón sabio y justo; la más razonable y equilibrada estructura del alma así como la más discreta y prudente disposición del ánimo que puede manifestarse en la tierra. Don Quijote, modelo de sensatez y la suprema cordura, parece loco en un mundo enloquecido; parece desaforado entre las almas desquiciadas; parece un pobre hombre, ridículo y lastimoso, en una sociedad corrompida, histriónica y lamentable. ¿Acaso un hombre entero podría parecer tal entre hombres a medias, frustrados, incompletos, simulacros bastardeos de dignidades, sombras de nobles blasones? ¿Acaso la Sabiduría y la Justicia pueden brillar a los ojos de sofistas y demagogos, de los ignorantes presuntuosos y de los aduladores de oficio? La urbanidad ática, el más ceñido respeto y la más exquisita reverencia hacia la dignidad del hombre que despliega el trato magistral y la vida de relación de Sócrates, sólo puede ser igualada y, aún, superada por la cortesía quijotesca, esa profunda devoción y esa piedad esencial hacia el hombre visto y ponderado desde Dios vivo; esa justicia plena que se prodiga hasta el punto de compensar con la palabra, con la mirada, con el gesto, con el comportamiento total hacia las otras almas aquello que les falta para ser lo que deben ser; de reparar los defectos y corrupciones merced al más cumplido rendimiento a la excelencia y perfección de ser; de levantar hasta su altura verdadera a los caídos por debajo de sí mismo; de devolver su nobleza original a las almas y a las cosas envilecidas; y de colmar con la riqueza de su espiritualidad, el vacío de un mundo venido a menos, indigente y vacío de realidad espiritual. Sócrates posee la verdadera y real sabiduría, un conocimiento definido y profundo del alma y adivina aquello que está más allá de los límites de la razón; por esto es que sabe lo que ocurre en la intimidad de las almas cuando cometen injusticias y faltan al pudor; sabe que se resienten de esa disminución y de ese vacío de ser; sabe que se remuerden constantemente y que no encuentran sosiego ninguno si la culpa queda impune, si los crímenes no tienen la reparación y purificación del castigo proporcionado. Tanto lo sabe y lo comprende que nada significan frente a su propio testimonio, a su íntima certidumbre, la lista abrumadora de testigos que le oponen los aprendices de sofista, para probarle que las injusticias y los crímenes cometidos por los poderosos y triunfadores de la tierra no turban siquiera su ostensible felicidad: SÓCRATES. – Eres admirable pretendiendo refutarme con argumentos de retórica como los que creen hacer lo mismo ante los tribunales [...] Pero esta clase de refutación no sirve de nada para descubrir la verdad, porque algunas veces puede ser condenado un acusado en falso por la declaración de un gran número de testigos que parecen ser de algún peso. Y en el caso presente, casi todos los atenienses y los extranjeros serán de tu opinión acerca de las cosas de que hablas [...]187 Y nada significan los numerosos testimonios de aquellos que han preferido la habilidad a la virtud, la vida fácil y cómoda de animales adaptados a vivir peligrosamente en el cumplimiento de un gran deber, como cuadra a verdaderos hombres. ¿Qué valor puede tener el testimonio de toda esa humanidad venida a menos que rodea a Don Quijote y que declara, a cada paso, su locura? ¿Qué pueden aprobar o desaprobar mil almas pequeñas acerca de la grandeza del alma? Sócrates no cita ni reconoce otro testigo de su juicio fuera del propio adversario. SÓCRATES.- En cuanto a mí, no creo haber formulado ninguna conclusión que valga la pena acerca del asunto de nuestra disputa, a menos que consiga que te presentes tú mismo a rendir testimonio de la verdad de lo que digo; y creo que tú no podrás alegar nada contra mí a menos que yo, que estoy solo, declare en tu favor y que no asignes importancia al testimonio de los otros188. He aquí planteada una manera de refutar que se apoya en el principio interior e intransferible del saber y de la verdad: tan sólo el alma que conoce desde sí misma, puede declarar acerca de la verdad y del error. El testimonio de los otros que están propiamente fuera de la cuestión, desde que no participan por sí mismos en ella, sólo sirve para el teatro de la prueba o para la prueba teatral que los retóricos sofistas y demagogos emplean espectacularmente en los tribunales y en las Asambleas para convencer con pasiones más bien que con razones. Polo, discípulo de Gorgias, le ha hecho la presentación teatral del rey Arquelao, hijo de Perdiccas, usurpador del trono de Macedonia y que ha alcanzado el poder después de cometer los crímenes más horrendos; sus caminos triunfales están jalonados por las mayores injusticias –la traición artera y el asesinato de los más próximos-, y allí está en el esplendor de su poderío y de su riqueza como la imagen misma de la dicha. POLO. – Estoy seguro, Sócrates, que también dirás si el gran rey es dichoso. SÓCRATES. – Y diré la verdad, porque ignoro cuál es el estado de su alma desde el punto de vista de la ciencia y de la justicia. 187 188 Gorgias, 471 e – 472 a. Gorgias, 472 c. POLO. – ¿Supones acaso que toda la felicidad consiste en esto? SÓCRATES. – A mi modo de ver, sí, Polo, porque pretendo que cualquiera que sea probo y virtuoso, hombre o mujer, es dichoso; y que el injusto y perverso es desgraciado. POLO. – Según tú, entonces será desgraciado este Arquelao de quien hablo. SÓCRATES. – Sí, querido amigo, si es injusto189. Polo le contesta irónicamente que Arquelao debe ser el más desgraciado de todos los macedonios, porque es el más fuerte, el más rico y puede hacer lo que le plazca con sus vidas y haciendas. Sócrates no se deja impresionar lo más mínimo puesto que sabe algo fundamental que los sofistas y demagogos ignoran; sabe que el hombre es mucho más que un sistema de necesidades inmediatas y arbitrio puro; sabe que es primero y principalmente un alma reflexiva y capaz de querer; y cree porque sabe que el alma es más real que el cuerpo y que está referida en última instancia, a Dios, el Ser realísimo. Los sofistas y los demagogos no creen en la existencia del alma y menos todavía, en la existencia de Dios. Y la prueba segura de que no creen en absoluto, la ofrecen cuando hacen la retórica de Dios y del alma; entonces se trata de una habilidad más: el uso pragmático de las grandes ilusiones que calman, resignan, confortan, edifican o exaltan a la multitud. De este modo, la Religión y las otras palabras elevadas, se convierten en una especie de rutina y en parte principal de la adulación de la política que gobierna halagando, cortejando y enervando a los pueblos. Sócrates no se cuida de las apariencias; sabe que ser dueño y señor de los bienes exteriores sin ser dueño y señor de sí mismo, es tener las manos vacías y estar en la miseria. No le hacen mella la burla y el escarnio a que lo someten sus enconados adversarios; siempre repetirá lo mismo hasta en la hora de afrontar la mayor de las injusticias y sabrá morir serenamente, confiadamente, por estas palabras de verdad y de vida: Sócrates.- Pues yo pienso, Polo, que el hombre injusto y criminal es desgraciado de todas maneras, pero aún más si no sufre ningún castigo y sus crímenes permanecen impunes, y que lo es menos si recibe por parte de los hombres y de los dioses el justo castigo de sus perversidades190. Al aprendiz de sofista le resulta insoportable esa insistencia; todas las habilidades retóricas que ha aprendido de Gorgias, se estrellan contra esa 189 190 Gorgias, 470 e – 471 a. Gorgias, 472 e. fortaleza impasible del alma de Sócrates. Pero todavía le queda un recurso extremo, la prueba teatral irresistible, el simulacro impresionante de la gran tragedia. POLO.- ¿Cómo has dicho? ¿Qué? ¿Que un hombre sorprendido al cometer un delito como el aspirar a la tiranía, sometido enseguida a la tortura, a quien le desgarran los miembros, le queman los ojos y después de haber sufrido en su persona tormentos sin medida y de todas clases y de haber visto padecer otros tantos a su esposa y a sus hijos, y por fin es crucificado y quemado vivo, que este hombre será menos desgraciado que si escapando a estos suplicios consiguiera ser tirano y pasara toda su vida dueño de la ciudad, haciendo lo que le pluguiera y siendo objeto de la envidia de sus conciudadanos y de los extranjeros y considerado feliz por todo el mundo? ¿á menos desgraciado que si escapando a estos suplicios consiguiera ser tirano y pasara toda su vida dueño de la ciudad, haciendo lo que le pluguiera y siendo objeto de la envidia de sus conciudadanos y de los extranjeros y considerado feliz por todo el mundo? ¿Y pretendes que es imposible refutar tales absurdos?191 Polo queda extenuado después de la representación teatral y de la repugnante adulación en que acaba de caer una vez más; espera, al menos, que su retórica abrumadora lo haya asustado a Sócrates. Pero no ocurre nada de eso; más bien lo contrario, porque el maestro de conducta se ve confirmado en su juicio ante esa apelación banal a las declaraciones teatrales, a los testigos falsos que ya ha tachado de nulidad. El mundo entero, hasta el mundo sin alma de las vanas apariencias y de las adulaciones serviles, cabe en una sola alma que se conoce a sí misma; y la grandeza del alma no cabe ni puede ser contenida por el mundo entero. El alma es más grande y más fuerte que el mundo y está hecha para elevar al mundo y no para ser arrastrada por el mundo. Cuando los hombres del 53, los esclarecidos ciudadanos de la Organización Nacional se desesperaban ante el atraso argentino y sus ojos demasiado prácticos no veían más que el desierto despoblado e inculto, sin alfabeto ni ferrocarriles, sin mieses ni ganados, es que habían dejado de creer en Dios y en el alma. Por esto es que organizaron la Patria para servir al trabajo productivo, a la habilidad y a la riqueza, en lugar de sumar todos estos bienes a la real grandeza de la Patria. 191 Gorgias, 473 c-d. Si hubiesen sabido ver, si hubiesen tenido ojos para ver la realidad, como el varón formidable que acaban de echar del país, no habrían puesto jamás, en el primer plano, ni el problema de la población, ni el de los capitales, ni el de los ferrocarriles, ni el de los analfabetos, con ser todos ellos problemas importantes. Y su mirada no habría recorrido un desierto vacío y salvaje; habrían visto, más bien, a la tierra inmensa de la Patria ceñida por el alma de su héroe fundador, colmada de poder y de riqueza, de dignidades principales y de real señorío. Y habrían comprendido, acaso, que cuando los sofistas y demagogos le impusieron el ostracismo al General Don José de San Martín, la Patria que se había levantado y hecho fuerte en su alma, se alejó también de la tierra infiel, como se aleja toda vez que se olvida que la tierra es de Dios para el alma. LECCIÓN XIX La gran preocupación de Sócrates es la identidad. Ha consagrado su vida a buscar la identidad en todo y, antes que en ninguna otra cosa, en sí mismo. ¿Y en qué consiste la identidad consigo mismo? Los comentaristas han insistido siempre en que el problema moral es el centro de la especulación socrática. Más todavía, puede decirse que es cosa definitivamente juzgada, que con su aparición, la filosofía griega deja de ser cosmológica para asumir un carácter antropológico. Es notorio que la historia externa y material acusa este giro del pensamiento; pero la verdad es que la última ratio de tal radical conversión especulativa no puede ser la inquietud de un profesor de moral por importante que sea su personalidad. Convengamos en que sería poco razonable. Más bien, esa conversión importa un decisivo avance del pensamiento filosófico hacia su objeto propio, puesto que la investigación del principio del universo adquiere un enfoque más adecuado dirigiéndose al alma antes que al mundo físico. La filosofía presocrática desde Tales de Mileto, perseguía la misma meta pero se extraviaba irremediablemente por los caminos del mundo exterior, donde volvía siempre a recaer sobre la causa material, la más inferior y subalterna de todas las razones explicativas del ser; apenas le era posible elevarse precariamente hasta la necesidad de un principio ordenador del mundo, pero de un orden exterior y mecánico cuyo fin no se percibe ni se comprende. La especulación socrática significa que el alma se constituye en el centro de la investigación acerca del principio de la realidad universal y que por esta vía, se profundiza en las razones principales del ser: la esencia y el fin. Desde entonces por los caminos interiores del ser se avanza realmente hacia los principios del universo; ellos definen el verdadero cauce del pensamiento filosófico. Toda vez que se rehúsan o desconocen las grandes vías, los reales caminos, vemos aparecer alguna forma de materialismo más o menos expresa; es decir, alguna forma de pensamiento antifilosófico. Conocerse a sí mismo es establecer la identidad de la propia alma y distinguirla de lo que ella no es; importa tanto como declarar su concepto, lo que es en sí misma considerada. No se habría llegado jamás a descubrir el concepto por otro camino y, por lo tanto, el principio de la verdadera ciencia: tan sólo el alma es estrictamente proporcionada a la inteligencia del alma; los demás seres están por encima o por debajo de su capacidad intelectual. Aquí puede apreciarse hasta qué punto encierra buena parte de la verdad, la ética intelectualista de Sócrates, puesto que la identidad moral del hombre coincide necesariamente en el principio, con su identidad lógica y ontológica. La finalidad propia del hombre es el testimonio de la verdad, la declaración de lo que es. Decir lo que es, significa comenzar a ser realmente uno mismo; existir en identidad consigo mismo, sin confusión ni contradicción interiores. Se comprende sin mayor dificultad que el problema del ser, el problema del conocer y el problema de la conducta son uno y el mismo problema fundamental en el hombre, por cuanto la sabiduría y la verdad constituyen el mejor ser y también la obligación primera de la criatura racional. La sabiduría y la verdad son las cualidades propias del alma inteligente, su valor y perfección de ser, donde coinciden todos los otros valores y cualidades inmateriales: la bondad, la justicia, la belleza, la utilidad y el placer. Los valores son las cualidades, o mejor, las cualidades existenciales del ser, perfilan su actualidad y el grado de plenitud o de precariedad alcanzados en la existencia. Sus contrarios –el error, la falsedad, la maldad, la injusticia, la fealdad, el perjuicio y el dolor-, denuncian una disminución o privación que sufre el ser en el acto de existir. No es que todos los valores se reduzcan a uno primero y principal; no es que se resuelvan absolutamente en la Verdad, como parece ser la tesis de Sócrates; pero es que en la Verdad y sólo en ella, pueden ser reconocidos, preferidos y respetados tal como son realmente. Por el contrario, en el error y en la falsedad se confunden, se sustituyen y se mezclan entre sí y con sus negaciones como resultados de las engañosas apariencias; así se llega a la identificación dialéctica del ser con el no ser, al acomodo del bien con el mal y a la mezcla de los placeres más apartados e incongruentes, tal como ocurre cuando se quiere “disfrutar de una buna cena y de un buen concierto al mismo tiempo.192” El placer es de suyo una cosa útil, justa, bella y verdadera, puesto que es la pura manifestación del acto de ser, la plenitud de un acto y tiene que ser consciente, sentido, sabido por el sujeto que goza. Lo grave es esa preferencia antinatural por los placeres inferiores y la resolución de todos los placeres a su expresión más sensual; por esto es que “la búsqueda del placer, con justicia, se tiene por sospechosa, porque a menudo constituye la búsqueda del más bajo de los placeres.193” Lo verdaderamente grave es posponer, postergar o sacrificar lo que es superior a lo inferior; lo que vale más a lo que vale menos. Y lo peor de todo es emplear lo superior para lo inferior; convertir en instrumento de lo más bajo a lo más alto; humillar la dignidad a la adulación y el servilismo. El saber y la verdad son principios de la justicia; pero es preciso distinguir entre la sabiduría que es el conocimiento profundo que el alma tiene de ella misma y la habilidad que es el conocimiento superficial que el alma tiene de las cosas exteriores. La sabiduría nos mejora porque es nuestro mejor ser, y nos hace dichosos porque es una plenitud de ser, nuestro más acabado y cumplido existir; la habilidad no nos mejora intrínsecamente, sólo nos permite mejorar y usar las otras cosas para comer y vestir, para estar cómodos y seguros materialmente; para que cada uno disfrute con los suyos una felicidad de potrero verde, como dice Nietzsche. 192 GILBERT K CHESTERTON, Sobre la búsqueda del placer. Incluido en G. K. CHESTERTON, Obras Completas, volumen I, Barcelona, 2da. Edición, 1961, pp. 1200-1224. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 193 Ibidem. Todos los saberes y verdades que sólo nos procuran habilidades para el uso de las cosas exteriores o para el uso del propio cuerpo –leer y escribir, las cuatro operaciones y conocimientos generales, manualidades y ejercicios físicos, contabilidad y taquidactilografía, todo lo que se suele entender por educación común o escuela de aprendizaje-, no nos mejora y es completamente extraño a la perfección intelectual y moral del hombre. Todos esos saberes son ajenos e indiferentes a la sabiduría, a la justicia y al pudor. Claro está que allí donde el tipo hombre se ha empequeñecido al extremo de no ser más que una sombra y ha degradado hasta confundir la felicidad humana –individual y colectiva-, con la habilidad para existir a gusto, ya no se puede entender siquiera el lenguaje de Sócrates; sus palabras y actitudes tienen que interpretarse necesariamente como manifestaciones de rematada locura o como la más pura hipocresía y engaño de las ideas elevadas. De ahí que a Callicles, el más osado y el más impúdico de los discípulos de Gorgias, le resulte intolerable y el colmo de la insensatez, oírle repetir a Sócrates con serena firmeza: SÓCRATES. - Dichoso es, primero, aquel que no lleva maldad en su alma y, después, el que se ve librado del mal por el castigo y la expiación. El más desdichado es, en cambio, aquel que comete injusticias y no se ve librado de ellas, así sea el más poderoso señor de la tierra194. Esta palabra de la sabiduría, este lenguaje de la filosofía, que parece desmentido y refutado por los hechos menudos y por los hechos más notables de la vida de los pueblos y de los individuos, tiene el carácter de lo definido y de lo definitivo; de aquello que se sostiene igual a sí mismo a través de las circunstancias infinitamente cambiantes. Por esto es que los modernos representantes de la Civilización y del Progreso han desterrado a la Filosofía de la escuela y de la política, sin dejar de hacerle alguna reverencia, disimulando con un guiño para los espectadores que están en el secreto de los tiempos. ¡Nada de vanas metafísicas ni de ociosas retóricas abstractas; mucha habilidad manual y mucho lenguaje concreto y productivo de la práctica experimental! ¡Nada de verdades absolutas ni de normas inmutables que pretendan obstaculizar la evolución y el progreso incesante hacia el más allá! ¡Nada de palabras eternas que pretendan significar siempre lo mismo y paralizar el progreso; el lenguaje tiene que ser plegadizo, adaptable, manuable, ágil y de fácil adaptación como una mano experta! Pero Sócrates insiste en su posición y la contrasta agudamente a la del sofista Callicles: SÓCRATES. – [...] He observado todos los días que, a pesar de lo elocuente que eres, cuando los objetos de tu amor opinan de distinto modo que 194 Gorgias, 478 e – 479 a. tú, y cualquiera que sea su manera de pensar, no te sientes con fuerzas para contradecirlos y que pasas de lo blanco a lo negro si les place. En efecto, cuando hablas en una reunión de Atenienses, si sostienen que las cosas no son tal como dices, cambias enseguida de parecer para conformarte a sus opiniones [...] pero la filosofía mantiene siempre el mismo lenguaje. Lo que ahora te parece tan extraño es de ella; estabas presente cuando se dijo. Así, pues, o refuta lo que por boca mía dijo hace muy poco o pruébale que cometer la injusticia y vivir en la impunidad después de haberla cometido no es el peor de todos los males; o si dejas subsistir esta verdad en toda su fuerza [...] Callicles nunca estará de acuerdo consigo mismo y toda su vida será una perfecta contradicción. Y yo, al menos, amigo mío, soy de opinión que para mí valdría mucho más que mi lira estuviese mal montada y desafinada y que la mayoría no concordara conmigo, antes de que yo no estuviera de acuerdo conmigo mismo y me contradijera195. Lejos de arredrarse, Callicles se dispone a rebatir con las armas retóricas más mortíferas y destructoras que puedan imaginarse, aquellas que parecen responder al espíritu de sinceridad y de máxima franqueza y que, en realidad, son pura mendacidad y engaño: la franqueza impúdica o la cínica desnudez que presenta como entereza la degradación moral, como fuerza dominadora el servilismo de las pasiones y como veracidad la falta de vergüenza y el desenfado de la propia bajeza. El cínico Callicles concluirá más o menos en estos términos: la justicia y el pudor que se alaban, glorifican y proclaman universalmente como el fundamento mismo del equilibrio social y de la paz entre los hombres, no son otra cosa que ficciones o ilusiones necesarias para vivir, meros artificios contrarios a la naturaleza humana196. Quiere decir que la naturaleza no es lo que es, sino el reflejo mismo de la flaqueza y de la deformidad de Callicles; así el esclavo de sus pasiones se presenta como verdadero poder y señorío de sí; la incontinencia absoluta como fuerza desbordante y la trasgresión permanente de la ley como la única ley de la naturaleza. Pero antes de desarrollar el argumento del sofista, examinemos brevemente la nueva arma dialéctica, esta habilidad retórica del espíritu de iniquidad. 195 196 Gorgias, 481 d e – 482 b c. Cf. Gorgias, 482 c y ss. La ventaja que Sócrates ha obtenido siempre en las disputas con los sofistas, acaso no resida en la superioridad de sus argumentos y sea, más bien, consecuencias de las trabas que el falso pudor y una timidez invencible imponen al discurso de sus adversarios. La intervención de Callicles va a terminar con los inconvenientes creados por los prejuicios sociales y las íntimas opresiones, y los contrincantes reanudarán la lucha en igualdad de condiciones. Sócrates tiene que enfrentarse ahora con un espíritu libre de prejuicios, impúdico, desvergonzado, capaz de osarlo todo y para quien todo está permitido. Callicles comienza por acusar a Sócrates de su propio vicio retórico: la sustitución de una cosa por otra valiéndose de los significados contradictorios que posee un mismo vocablo: CALLICLES. – [...] Si alguno te habla de lo que atañe a la naturaleza y de lo que está en el orden de la naturaleza, tú le interrogas acerca de lo que está en el orden de las leyes convencionales197. Según Callicles, su adversario interrogado acerca de la ley en el sentido de necesidad de la naturaleza, responde con un discurso sobre la ley en el sentido de una regla convencional que puede ser de un modo u otro porque es obra del arbitrio de los hombres. El uso impuesto por los intereses creados ha consagrado la confusión de los significados y corrientemente no reparamos en la necesaria distinción. En conformidad con la naturaleza, lo peor es también lo más feo; por consiguiente, sufrir una injusticia es lo peor y lo más feo que puede acontecernos; pero según las mentiras convencionales más feo y más malo es cometer una injusticia. Si atendemos a la naturaleza, sucumbir a la injusticia no es propio de un hombre sino de un vil esclavo para quien más vale morir que seguir viviendo, puesto que es incapaz de defenderse por sí mismo de las ofensas y de los agravios que le son inferidos. He aquí la razón por la cual, sigue discurriendo Callicles, las leyes que rigen la Ciudad han sido escritas por los débiles. Más todavía, la justicia y el pudor son verdaderas trampas, hábilmente dispuestas para apresar a los privilegiados de la naturaleza, a los que han nacido para vivir a su arbitrio y entregarse sin medida a sus pasiones. La multitud de los débiles sabe aprovechar eficazmente el cansancio momentáneo, el hastío que suele apoderarse de los acostumbrados a triunfar o de los escrúpulos de conciencia que consigue introducir una prédica sutil y continuada, especulando con el temor a la muerte y con las ulterioridades de ultratumba. Y la retórica de la debilidad llega hasta convencer a los fuertes de que su propio interés, su verdadera conveniencia, está en aceptar la legalidad que sólo contempla los intereses de las mayorías. 197 Gorgias, 483 a. Así logran atemorizar a los más fuertes e impiden que prevalezcan en su poderío y en su derecho al placer, llevándolos a la convicción de que es feo, malo e injusto aventajar a los otros en fuerza y en el disfrute de la vida. Por todas estas razones que Callicles juzga decisivas e incontrovertibles, aconseja a Sócrates no insistir en sus deplorables y equívocos argumentos y a que abandone la vana y pueril filosofía que sólo trata extravagancias y que terminará por reducirlo a la miseria. Le parece bien [...] tener un barniz de filosofía, el que se necesite para el cultivo del espíritu, y no creo vergonzoso que un joven filosofe. Pero seguir filosofando en la edad viril, me parece ridículo, Sócrates. Los que se consagran a la filosofía me hacen la misma impresión que los niños que todavía no hablan bien y que no piensan más que en jugar [...] Un joven entregado a ella me complace y lo encuentro muy en su lugar, y juzgo que tiene nobleza de sentimientos; si la desdeña me parece un alma baja que jamás se creerá capaz de una bella y generosa acción. Mas cuando veo a un anciano filosofando todavía y que no ha renunciado a este estudio, le considero merecedor de ser castigado con el látigo198. Esto significa que para Callicles, la filosofía sólo puede admitirse como un adorno y un motivo de lucimiento para la juventud; pero no sólo es inútil para afrontar la realidad de la vida sino que corrompe a los mejor dotados y los incapacita para defenderse a sí mismos y para proteger a otros de las asechanzas del mundo; incluso los expone a verse desposeídos de todos sus bienes por sus enemigos y a arrastrar en su patria una vida sin honor. De ahí que inste a Sócrates a cambiar de modelo y de ideal; y a seguir a las personas que han conquistado fama y riquezas y que gozan de las otras ventajas de la vida. El sofista le propone al filósofo que cambie la filosofía por la habilidad; la sabiduría que consiste en el mejor ser del hombre y que nos lleva a vivir peligrosamente, por la habilidad del existir a gusto. Examinaremos la respuesta de Sócrates a tan solícita invitación. 198 Gorgias, 485 a b. LECCIÓN XX Callicles es capaz de osarlo todo; acaba de saltar el último cerco, acusando un desprecio sin límites por los límites convencionales de la ley y del pudor. Su largo discurso quiere probar tanto por su contenido como por el hecho de haberse pronunciado que la verdadera ley de la naturaleza, el derecho natural consiste en entregarse y en acrecentar las pasiones, en lugar de resistirlas y de encauzarlas razonablemente. Esto significa declarar la piedra libre de las pasiones y que la justicia de la ley brilla tanto más cuanto más lozanas y más fuertes se manifiesten, al margen de toda distinción entre buenas y malas, excluida la presencia admonitoria de los falaces escrúpulos de la conciencia. La distinción del bien y del mal, tanto como los escrúpulos, no serían más que recursos defensivos inventados por los débiles y los fracasados para impresionar y someter a los fuertes y poderosos. CALLICLES.- [...] Desde la juventud nos ganamos y nos llevamos a los mejores y más fuertes de entre nosotros; los formamos y los domamos como se doma a los cachorros de león, por medio de discursos llenos de encantos y prestigio, haciéndoles saber que es preciso subordinarse a la legalidad y que en esto consiste lo bello y lo justo199. Pero la verdad es, sostiene Callicles con cínico aplomo, que si surge un varón magníficamente dotado [CALLICLES][...] que sacudiendo y rompiendo todas esas trabas encontrara el medio de desembarazarse de ellas y que pisoteando vuestros escritos, vuestros prestigios, vuestros discursos y leyes antinaturales y aspirando a elevarse sobre todos, de esclavo se convirtiera en vuestro señor, entonces se vería brillar la justicia tal como es, manifestando sus derechos. Píndaro, me parece, apoya estos sentimientos en una oda que dice: la ley es reina de los mortales y de los inmortales; ella misma, añade, lleva consigo la fuerza poderosa que su mano convierte en legítima, juzgo de ello por los trabajos de Hércules, que sin haberlos comprado... Estas son, poco más o menos, las palabras de Píndaro, porque no sé de memoria la oda. Pero su sentido es que Hércules se llevó los bueyes de Gerión sin haberlos comprado y sin 199 Gorgias, 483 e. que se los hubiesen dado, dejando comprender que su acción era justa según la naturaleza y que los bueyes y todos los demás bienes de los débiles e insignificantes pertenecen de derecho al más fuerte y al mejor [...]200. Movido por estas poderosas razones y las que anteriormente expuso, Callicles quiere apartar a Sócrates de la filosofía, cuyo cultivo apenas se justifica en la dorada mocedad pero que considera pernicioso y funesto en la madurez de la vida ya que, en el fondo, es una escuela de debilidad, de impotencia y de humillación. El estudio continuado de la filosofía o sabiduría humana nos haría incapaces de defendernos y de defender a los próximos, de los agravios y de las ofensas recibidas. Se trata, repetimos una vez más, de elegir entre la sabiduría que nos entrega inermes a la rapacidad de los demás y la sofística que nos hace hábiles para existir a gusto y sacar el partido más ventajoso de cada situación. La sabiduría tiene el inconveniente de los principios inmutables y de las formas fijas que la hace poco apta para los acomodos circunstanciales y la priva de la necesaria flexibilidad para plegarse a las oportunidades que se presenten. La dialéctica de las apariencias que emplean los sofistas y los demagogos, tiene la ventaja de su extrema movilidad y de su fácil adaptación a las perspectivas cambiantes; puede pasar rápidamente del pro al contra desde que no está ceñida por la esencia, sino que se desplaza sobre los infinitamente multivariados y variables accidentes. Sócrates culpa a la ignorancia, su falta de visión y de acomodo con la realidad circundante; lo grave es que no termina de convencerse a pesar de la copiosa prueba de razones y de hechos con que lo abruman sus adversarios. Y por eso suplica a Callicles quiera indicarle lo que debe hacer; espera que tan hábil retórico, indiferente a cualesquiera escrúpulos y que discurre con toda libertad, franqueando todas las vallas, oriente sus pasos en la mudanza del alma. Tan sólo le queda una pequeña duda, aunque lo suficientemente inquietante como para no darle tregua; si Callicles consiguiera disipársela, quedaría convencido y acataría sin reservas sus condiciones. SÓCRATES.-¿Piensas en lo mismo cuando dices que uno es mejor y cuando dices que uno es más poderoso? Porque te confieso que no he podido comprender lo que querías decir, ni si por los más poderosos entendías los más fuertes y si es preciso que los más débiles estén sometidos a los más fuertes como parece lo insinuaste al decir que los grandes Estados atacan a los pequeños y más fuertes, lo que hace suponer que más fuerte, más poderosos y mejores son la misma cosa. ¿O se puede ser mejor y al propio tiempo más pequeño y más débil; más poderoso y también 200 Gorgias, 484 a b c peor? ¿O el mejor y el más poderoso están comprendidos en la misma definición? Hazme ver claramente si más poderoso, mejor y más fuerte expresan la misma idea o ideas diferentes201. Para Callicles, mejor y más poderoso tienen el mismo significado, siempre que no se entienda más poderoso, en el sentido de más fuerte físicamente. Dos o más esclavos de Callicles no son mejores ni más poderosos que su amo, aunque reunidos sean más fuertes. Los mejores, aclara Callicles, son los que más valen y, por lo tanto, serán los más sabios y los que poseen virtudes análogas. Sócrates se apresura a concluir, en vista de la premisa aceptada por su adversario, que si un sabio es mejor que diez mil que no lo son, a él le corresponde mandar y a los otros obedecer; y que, además, su preeminencia lo hace acreedor a tener más que sus subordinados. Pero el hecho de ser mejor, de valer más que los otros y de tener derecho a mandarlos, ¿comporta, por ejemplo, que tenga una parte mejor de alimentos? ¿No es más razonable concluir que siendo el encargado de su distribución y habida cuenta de la diversa complexión y temperamento de cada uno, aspirará a tener la proporción y calidad que le conviene, es decir, más que unos y menos que otros? Y todavía agrega Sócrates: [...] y si por casualidad fuera el más débil, menos que todos, Callicles, no obstante ser el mejor. ¿No te parece posible, mi buen amigo?202 De donde resulta que sea el mejor e incluso el que ejerza el poder y la autoridad sobre los otros, no exija poseer más que los otros; por ejemplo, ser los más fuertes físicamente o los más ricos no requiere tener una parte mejor en bienes materiales. Pero Callicles no acepta las analogías con el mundo de los cocineros y de los proveedores de los medios de subsistencia; insiste en que sólo se refiere a los más expertos en el gobierno y administración de la República, no sólo entendidos sino más valientes y capaces de ejecutar los proyectos que han concebido sin fatiga y que a ellos les corresponde tener más que los otros, puesto que son los que mandan y éstos los que obedecen. Sócrates le pregunta entonces si tales hombres de gobierno y de mando tienen imperio sobre sí mismos, es decir, si son temperantes, dueños de sí y capaces de dominar sus pasiones y apetitos. Callicles no puede menos que sonreír cínicamente al escuchar las candorosas apreciaciones sobre las almas temperantes que disimulan la impotencia para satisfacer sus apetitos y pasiones, haciendo ver que todo su 201 202 Gorgias, 488 c d. Gorgias, 490 c. empeño consiste en reprimirlas y en encuadrarlas dentro de la norma ética, predicando un falso ascetismo y coacción de sí mismos que pretenden erigirse en la verdadera fuerza y en el real poder del hombre, el imperio sobre sí mismo. En otros términos, se trata de una mentira necesaria para vivir y darle un aspecto elevado a la vida, en la que se hacen cómplices la gran mayoría de los mortales que suman todas las formas de la debilidad, de la cobardía y de la miseria humanas. La doctrina de las virtudes y las coacciones legales no son más que los medios de encadenar a los varones fuertes y bien nacidos, como ya se ha visto. El elogio de la temperancia, de la moderación y de la justicia, no es más que una pretendida sublimación de las pasiones y de los apetitos insatisfechos. Con su habitual desenfado y la libertad de expresión propia de los cínicos, nos repetirá Callicles que CALLICLES.- [...] para tener una vida feliz es preciso que las pasiones tomen todo el incremento posible y no se las reprima, satisfaciendo cada una a medida que nace203. He aquí el verdadero orden de la naturaleza, según la sofística y la demagogia de todas las épocas decadentes; el aparente estado de salud y de pujante vitalidad que resplandece con la liberación de los instintos primarios y el auge de la sensualidad. El ascetismo se presenta, entonces, como una violación contra natura y como una disciplina fingida de quienes no pueden vivir su vida y se retraen, pusilánimes, de sus íntimas apetencias. Ningún espectáculo más deplorable y más vergonzoso que ver a un hombre que dispone de un gran poder sobre otros hombres, mostrarse templado, ecuánime y generoso, es decir, privándose de disfrutar sin medida de todos los bienes de la vida, puesto que nadie podría impedírselo y sujetándose a las leyes, a los discursos y a las censuras de los abogados de los débiles e incapaces. Y Callicles concluye, una vez más: CALLICLES.- La molicie, la intemperancia, el desenfreno cuando nada les falta, son la virtud y la felicidad. Todas esas otras ideas, esas convenciones contrarias a la naturaleza, no son más que extravagancias humanas que no deben ser tenidas en cuenta en absoluto204. Sócrates reconoce que muchos piensan lo mismo que Callicles, pero no se atreven a expresarlo; pocos son los que se resistirán a abrazar ese género de vida, si pudieran hacerlo impunemente y no encontrasen trabas en el camino. A pesar de ello, estima que la felicidad tiene, más bien, la forma de un reposo y de 203 204 Gorgias, 491 e – 492 a. Gorgias, 492 c. una inmovilidad que la de una agitación y movilidad infinitas, como ocurre en el alma de los intemperantes, semejante a SÓCRATES.- [...] un tonel agujereado a causa de su insaciable avidez205. Resultaría así que la felicidad se alcanza con una vida ordenada que se satisface con lo que posee y procura contenerse en sus límites, dueña de sí y de sus actos. Por otra parte, resulta evidente que todo deseo es doloroso puesto que responde a alguna necesidad; satisfacerlo nos procura un placer que termina al consumarse, siempre que se trate de deseos sensuales. En este orden de apetitos ocurre que si se experimenta un placer es en función de dolor; de tal modo que estas dos sensaciones concurren juntas y se dan a un tiempo en la misma vivencia; por esto es que cuando estamos satisfechos, con la sed se apaga también el placer de beber. Más todavía, si seguimos bebiendo llegaremos a experimentar exclusivamente dolor hasta la náusea. Los placeres sensuales, aún dentro de sus límites inexorables de tiempo y de lugar, no se gozan sin su dosis correspondiente de dolor porque tienen la precariedad del momento propiamente dicho, es decir, del acto imperfecto que consiste en el devenir de una materia aunque su principio sea espiritual: la actualización se va cumpliendo a través de un padecer y se agota en el preciso momento que cesa el padecimiento. Por esto es, también, que los placeres y los dolores físicos tienen la individuación exclusiva y excluyente de la materia; se goza y se sufre en una soledad sin compañía, en un instante de máximo extrañamiento de toda comunidad y comunión en otras almas. De ahí que el hombre necesite rescatarse, por ejemplo, de la materialidad y de la soledad animal de sus comidas, restableciendo la comunión de las almas por medio del diálogo cordial o de la lectura elevada. La magia de la palabra comunicativa transfigura un goce puramente animal en uno de los actos más socialmente humanos y en el nobilísimo placer de la mesa tendida en la intimidad del hogar y de los amigos. Volviendo sobre la cuestión de los placeres y de los dolores, la argumentación de Sócrates demuestra que no es lícito identificar el bien con el placer y el mal con el dolor, puesto que hay placeres y dolores como los físicos que se experimentan y cesan de experimentarse al mismo tiempo; en cambio, no es posible que coincidan el bien y el mal y, más bien, cabe decir que se excluyen absolutamente. De donde resulta que una cosa es el bien y el mal y otra el placer y el dolor. Además, ocurre que los insensatos y los cuerdos, los cobardes y los valientes experimentan dolores y placeres. La verdad es, concluye Sócrates 205 Gorgias, 493 b. SÓCRATES.- [...] que el bueno y el malo experimentan de una manera igual el placer y el dolor y el malo quizás más206. La tesis de Callicles, según la cual, lo bueno y lo justo es acrecentar las pasiones sin discernir entre honestas y deshonestas, así como procurarse la mayor suma de placeres que su satisfacción procura, ha quedado totalmente destruida, refutada y anulada por el examen de la condición de los placeres y dolores inferiores y de su relación con el bien y el mal. Claro está que el placer en sí mismo considerado, es cosa buena, sea cual fuere el placer de que se trate; siempre es un síntoma del acto, de la plenitud del ser; pero el placer no es el bien mismo sino que el bien es su medida y su fin. SÓCRATES.- Porque, si te acuerdas, convinimos Polo y yo, que tenemos que obrar en vista del bien en todas las cosas. ¿Opinas también como nosotros que el bien es el objetivo de todas nuestras acciones y que todo lo demás debe referirse a él y no el bien a las otras cosas? [...] Entonces hay que hacer todo, hasta lo agradable y placentero con miras al bien y no el bien con miras a lo placentero y agradable207. Este orden se nos impone toda vez que distinguimos entre placeres buenos y placeres malos o entre placeres mejores y placeres peores. Preguntemos, otra vez, si aquellos que tienen la responsabilidad del gobierno y del mando, deben complacer a la multitud sin tener en cuenta su mejor ser o si la administración del placer y del dolor debe hacerse en vista del Bien Común. 206 207 Gorgias, 499 a. Gorgias, 499 e – 500 a. SEXTA PARTE La justicia de los deberes y la igualdad de los derechos El fracaso aparente de Sócrates y la moral del éxito ¿Juzgas a Sócrates maltratado porque, no de otra manera que como medicamento para conseguir la inmortalidad, bebió con entereza y magnanimidad aquella bebida mezclada en público diputando de la muerte hasta la misma hora de la muerte, y porque apoderándose de él poco a poco el frío, se encogió el vigor de las venas? ¿Cuánta mayor razón hay para tener envidia a éste que no a aquéllos a quienes se da la bebida en preciosos vasos; y a quien un mancebo desgarbado, de cortada o ambigua virilidad, acostumbrado a sufrirle, deshace la nieve en vaso de oro? SÉNECA, De Providentia III LECCIÓN XXI SÓCRATES. – ¿Te parece bien que los oradores compongan siempre sus arengas en vista del mayor bien y se propongan hacer que sus conciudadanos se vuelvan más virtuosos, todo lo más posible en razón de sus discursos? ¿O bien que los mismos oradores buscando agradar a los ciudadanos y descuidando el interés público para no ocuparse más que del suyo personal, traten a los pueblos como a niños, esforzándose por complacerlos sin inquietarse de si se volverán mejores o peores?208 He aquí nuevamente las dos retóricas posibles, las dos políticas que no pueden confundirse ni mezclarse jamás. Se trata de examinar cuál de ellas es expresión del real y verdadero poder; la otra no es más que impotencia y debilidad. La solución del problema reside en saber si el hombre fuerte y poderoso es el que da vía libre a sus pasiones y se esfuerza por satisfacerlas o si es el que domina sus pasiones y se esfuerza por darles un contenido razonable y elevado, un contenido de justicia y de decoro. Se trata de saber si la solución consiste en un desarrollo espontáneo y progresivo de la vida que derriba todos los obstáculos y trabas que se oponen a su expansión; o si la tarea es de contención y de restitución de una integridad de ser que se ha perdido u olvidado. El dilema fundamental se puede expresar también en estos términos: seguir la corriente o remontar la corriente. ¿El poder tiene la forma de una energía expansiva que todo lo arrolla a su paso y la debilidad está en dejarse arrollar? ¿O tiene la forma de una energía reflexiva, de una disciplina que encuadra y fija la conducta dentro de un orden, y la debilidad está justamente en la disipación y en el desenfreno? Si Sócrates tiene razón y su posición es la verdadera, si el mayor de los males es cometer una injusticia y todavía peor quedar impune después de haberla cometido, cabe preguntarse: ¿qué clase de auxilio habremos de procurarnos y de procurar a otros para evitar un perjuicio tan grande? O también, ¿qué especie de poder o de autoridad será necesario poseer y usar para ayudarnos y ayudar a otros a no cometer injusticias y a querer el castigo en caso de haberlas cometido? Es obvio que no se trata de ninguna autoridad ni poder externos, fuerza material, riqueza, rango social, magistratura o favor del poderoso, a las cuales se refiere Callicles como los medios seguros e imprescindibles para prevenir agravios contra la propia persona o la de los seres queridos que debemos proteger contra la injusticia y el dolor. Sócrates se refiere a otra especie de autoridad y de poder; a un poder interior, moral, inmaterial que se hace fuerte en el alma y en ella impera, más 208 Gorgias, 502 e – 503 a. fuerte que el instinto, que el placer y el dolor, que el temor mismo de la muerte porque es una disciplina continuada y una preparación para el sufrimiento y la muerte: es el dominio de sí mismo. Un fidelísimo discípulo de Sócrates, el español Lucio Anneo Séneca, todavía en el tiempo pagano, nos explica magistralmente el sentido y la fuerza de ese poder: “En medio de la seguridad, prepárese el ánimo para los momentos difíciles; y en medio de los favores de la suerte vigorícese contra sus rigores [...] ¡Medita, pues, sobre la muerte! El que esto aprende, aprende a meditar la libertad. Quien aprende a morir desaprende a ser esclavo y se encuentra por encima de todo poder o por lo menos fuera del alcance de todo poder [...] La furia de las adversidades no conmueve el ánimo del varón fuerte, quien permanece inalterable y todo lo que acontece lo convierte en propia sustancia. Porque él es más poderoso que todas las cosas externas [...] todas las adversidades son ejercicios para él [...] Y no se piense que esta fuerza moral de incomparable belleza del alma se acompañe de un pesimismo sombrío y cobarde, de una apagada y vil tristeza, sino al contrario, por una hilaridad continua y una alegría profunda y que viene de lo alto [...] es el reposo y elevación del alma, puesta en lugar seguro, y el gozo grande e inconmovible que nace del conocimiento de lo verdadero209”. Claro está que sólo el Cristianismo permitirá comprender el significado último de este pesimismo intrépido y gozoso, de esta alegría profunda y radical que no adormece el ánimo en las horas triunfales y regalada por los favores de la suerte; pero que brilla fulgurante en medio del fracaso y de la derrota, tal como en la deslumbradora visión de la Cruz, “esa especie de andamiaje rudimentario, brutalmente elevado y atrincherado en todas direcciones, que se eleva sobre la montaña con la nitidez ofensiva de una afirmación.210” Nosotros, occidentales muy modernos y supercivilizados, apenas si entendemos ya este lenguaje ceñido, ajustado, realista, severo y dominador. Sólo estimamos una ciencia y una libertad para vivir a gusto; la clave de la democracia burguesa o proletaria, plutocrática o socialista, por la cual se desviven los pueblos de Occidente, está precisamente en eso, en la voluntad general de vivir a gusto. ¿Qué sentido pueden tener para nosotros las verdades que no son para usar sino para servir? O ¿qué valor podemos conceder a una libertad que se afirma doblegando al propio yo para emplearlo en una gran misión? Nosotros, los argentinos por ejemplo, nos venimos empeñando a fondo desde Caseros para asegurarnos un régimen que nos permita vivir a gusto; y no cabe duda de que hemos adelantado bastante en este esfuerzo civilizador y progresista. La consigna para esta empresa de generaciones la hemos recogido en las Bases de Alberdi: “Ha pasado la época de los héroes; entramos hoy en la edad del buen sentido.211” 209 Cf. LUCIO ANNEO SÉNECA, Cartas a Lucilio, Carta XXVI. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 210 Cf. PAUL CLAUDEL, Autodefensa de Judas y Pilatos. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 211 Cf. JUAN BAUTISTA ALBERDI, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina (1852), capítulo XV. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. Por cierto que no es frecuente el lenguaje de Callicles y, más bien, se procura disimular el propósito fundamental de la empresa, que es romper el vínculo del pueblo con su héroe. Nadie se atreve a repetir públicamente lo que Alberdi recomienda para la pedagogía nacional: “La vida de San Martín prueba dos cosas: que la revolución más grande y elevada que él, no es obra suya, sino de causas de un orden superior, que merecen señalarse al culto y al respeto de la juventud en la gestión de su vida política; y que la admiración y la imitación de San Martín no es el medio de elevar las generaciones jóvenes de la República Argentina a la inteligencia y aptitud de sus altos destinos de civilización y libertad americana.212” Nadie se atreve a repetir sus palabras, pero se consagra a Alberdi como una figura prócer, como un héroe civil y se pone en manos de la juventud que va a ser clase dirigente, su obra de estadista y de forjador de la conciencia civil de los argentinos. Acaso llegamos a admirar sinceramente la fortaleza del héroe afrontando la dura y prolongada adversidad; acaso nos parezca su principal hazaña, mayor todavía que la de su empresa libertadora; pero preferimos vivir a gusto y evitar todo lo que pueda llevarnos a enfrentar situaciones análogas. Pero el héroe está indisolublemente ligado a su pueblo; desplazado de las reales perspectivas de la juventud todavía se siente su presencia como una nostalgia y un remordimiento. Y para huir del hastío de una vida sin grandeza, la multitud se agolpa y se estruja alrededor de una pista donde un espectáculo de coraje y de audacia inteligente reivindica la humana normalidad. Un grupo de hombres animosos que enfrentan el peligro y triunfan, vuelta a vuelta, de la muerte en una justa deportiva, es ocasión para que los comunes recuerden que ni siquiera el más apocado y mínimo de los hombres aspira realmente a la seguridad, quiere verdaderamente una felicidad toda hecha de tranquilo disfrute de menudos placeres. Aunque se vuelva una y otra vez a la cotidianidad burguesa hasta la hora de la mala muerte, no se quiere ni se ama esa vida; no es eso lo que el último hombre había querido ser, ni es lo que su alma pudo soñar, despierta, de su futuro. Meditemos un instante acerca del espectáculo que ofrecen los pueblos y los hombres de nuestro Occidente de hoy, empeñados y afanados por el cuidado de la seguridad material de una existencia que se sabe necesariamente finita y precaria. ¿Puede haber, acaso, una escena más ridícula, más absurda y más lamentable como la que representan hombres empeñados en cuidar principalmente una vida que es de la muerte? No es razonable, ni siquiera práctico, gastar la vida en producir medios y recursos para conservar lo que se pierde, para acumular aquello que nos será quitado, para ostentar un poder que va a ser aniquilado y una riqueza que se convertirá en indigencia. ¡Y pensar que a esto le llaman visión realista y realismo político! 212 Cf. JUAN BAUTISTA ALBERDI, El crimen de la guerra (1870), XI, 4. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. En rigor, el hombre económico o el homo faber es una miseria real, una precariedad ontológica, una mera abstracción y una imagen remota de la vida. Nada más ficticio; nada más fantástico, como este hombre del éxito, ocupado en llenar un tonel notoriamente agujereado. ¿No es una extravagancia pueril y grotesca declarar con Alberdi que “un hombre laborioso es el catecismo más edificante213”? ¿No se puede ser, acaso, un ateo y un materialista empedernidos, al mismo tiempo, que un hábil y laborioso zapatero o un experto ingeniero electricista? El trabajo aplicado a una materia exterior para producir artefactos útiles permite desarrollar habilidades manuales o mecánicas, pero no mejora ni perfecciona de suyo las almas. No son las habilidades manuales o los conocimientos técnicos los que mejoran al alma; más bien son las virtudes propias del alma –la sabiduría, la justicia, la prudencia, la fortaleza– que dignifican y ennoblecen esas actividades y esos conocimientos, empleándolos para un fin elevado. En este mismo sentido, Sócrates condena toda retórica y toda política que no se propone principalmente el mejor ser de la multitud, es decir, que busca agradar sin mejorar al ciudadano SÓCRATES. - Del mismo modo procedes tu ahora, Callicles, exaltando a las personas que dieron bien de comer y de beber a los atenienses y satisficieron sus pasiones sirviéndoles cuanto apetecieron. Aquellos hicieron grande el Estado, dicen los atenienses; pero no ven que dicho engrandecimiento no es más que una hinchazón, un tumor lleno de podredumbre; porque de una manera descabellada estos antiguos políticos han llenado a la ciudad de puertos, arsenales, murallas, impuestos y otras fruslerías semejantes sin unir a estas obras la moderación y la justicia214. No es que Pericles, Milcíades o Temístocles obraran mal por haberse empeñado en la prosperidad y enriquecimiento de Atenas; lo malo estuvo en no haber hecho todo eso en vista del Bien Común que es indivisible del mejor ser de los ciudadanos, del imperio de las reales virtudes civiles. El fin de la política, la única empresa propia de un buen gobernante, sostiene Sócrates, es llevar a los ciudadanos, bien fuera por la persuasión y hasta por la violencia, hacia lo que puede hacerlos mejores y más virtuosos. No es posible imperar realmente sobre las otras almas si no se tiene imperio sobre la propia, por más aparatoso y exteriormente abrumador que pueda resultar el peso de una autoridad pública. 213 214 Cf. JUAN BAUTISTA ALBERDI, Bases y puntos de…, o. c., capítulo XV. Gorgias, 518 e – 519 a. La verdadera autoridad y real imperio político se afirma con el sometimiento del soberano al bien de los súbditos, con el renunciamiento al propio yo egoísta y la consagración a un gran deber, a una misión universal y trascendente, que despierte en las almas la vocación de la grandeza, la libre decisión de servir a la restauración o regeneración del hombre en la plenitud de su ser y de su decoro tal como aquella idea imperial de la política que declaró Carlos V ante la dieta de Worms, asumiendo toda la gravedad de la amenaza que para la unidad y la vida de la Cristiandad representaba Lutero, su propósito de “defender la cristiandad milenaria, empleando para ello, mis reinos, mis amigos; mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma”. Y este ideal restaurador se convirtió en la política entera de la España de Carlos V y de Felipe II, así como en la suprema justificación de la conquista de América. Y nunca se vio en lugar alguno de la tierra como en la España de los siglos XVI y XVII, un florecimiento de la libertad tan pródigo en las más ricas y geniales personalidades, desde las formas más puras de la vida contemplativa hasta las más hazañosas empresas de la espada. Parece evidente, pues, que sólo cuando en un pueblo llega a ser casi unánime el libre renunciamiento al exclusivo yo y a la idea de vivir a gusto, principalmente en los que mandan, se rehabilita la vida en su dimensión heroica y es la hora de la plena expansión de la individualidad y de la elevación del tipo humano a su más alta potencia. Así ocurrió en la hora primera de la Patria, en aquel tiempo sanmartiniano de la regeneración política de los pueblos hispánicos de América, cuando las legiones criollas asumían de nuevo el sentido de Cruzada, el carácter generoso de una empresa libertadora, siguiendo las banderas del caudillo. Entonces era la edad dorada de los héroes, de los caballeros de la Patria forjadores de una Argentina unida, poderosa, soberana y justa. Al Ejército de los Andes pueden dedicarse sin mengua los versos de Calderón a los Ejércitos Imperiales: Ese ejército que ves vago al hielo y al calor la República mejor y más política es del mundo, en que nadie espera que ser preferido pueda por la nobleza que hereda sino por la que él adquiera. LECCIÓN XXII La justicia, bien supremo de la conducta, es el fundamento mismo de la convivencia humana; tan cierto es que hasta quienes se asocian para delinquir, todavía tienen que ser justos entre ellos. Una banda de ladrones, por ejemplo, exige para mantenerse unida y llevar con eficiencia sus negocios ilícitos la instauración y el respeto de las reglas de la justicia en sus relaciones mutuas; tienen que ser justos en la distribución proporcional de los riesgos y de los beneficios. La obediencia estricta al jefe reconocido y acatado, la lealtad al camarada y la división de las tareas atendiendo a la competencia y méritos de cada uno, son otras tantas condiciones indispensables que debe llevar hasta una asociación para fines ilícitos. Es evidente que la injusticia provoca odios, rebeliones, traiciones y violencias infinitas; incluso entre criminales, haciendo imposible una tarea común o, al menos, comprometiendo su duración y eficacia. La justicia es un principio de orden y una fuerza de cohesión que mantiene en equilibrio un conjunto de partes bien distribuidas, cada una en su lugar y en la necesaria dependencia de las otras. Su imperio resalta en la adecuada concertación de las funciones particulares para el fin común y donde cada participante está en lo suyo y sin ajenas interferencias. Esto significa que la justicia es una especie de igualdad; pero la justicia que funda y sostiene la República no parece ser del tipo de la igualdad aritmética, como diez igual a diez; más bien, tiene el carácter de la igualdad proporcional que reconoce y confirma la diferencia y la jerarquía tanto como la obediencia y el mando. Antes de examinar qué especie de igualdad es la justicia, subrayemos esta nueva verificación de la tesis socrática con el testimonio irrecusable del homenaje a la justicia que le rinden inclusive los individuos asociados para cometer injusticias. No está demás repetir que hasta los mendaces e injustos prefieren la verdad y la justicia cuando de ellos se trata; así como el que vive engañando no desea ser engañado, tampoco el que obra injustamente quiere ser víctima de una injusticia. Tenemos necesidad de la justicia y la preferimos con toda el alma inteligente y libre, porque sólo en sociedad podemos existir como hombres, podemos satisfacer normalmente nuestras necesidades espirituales y materiales, es decir, alcanzamos la suficiencia de la vida. De ahí la necesidad de la justicia para la tarea de ser hombres que debemos hacer en común; para alcanzar una buena vida humana. No insistiremos nunca demasiado en el tiempo democrático que nos toca vivir, sobre la antigua verdad de que el hombre se basta a sí mismo en el Estado y que, por lo tanto, el Estado es antes que el individuo, como enseñan Platón y Aristóteles. De tal manera que el self made man no es Robinsón, sino el ciudadano de una República regida por buenas leyes o leyes justas; el estado de naturaleza en el hombre es su estado civil y su libertad real y verdadera es indivisible de la justicia. Así como el pensamiento sólo es libre en la verdad, la sola conducta libre es la conducta justa. El hombre libre es el varón justo y para vivir en la justicia tiene que tener imperio sobre su alma; lo mismo que la República libre es la que tiene imperio sobre sus actos. La soberanía de la República no es más que la reproducción externa, visible y ampliada de la soberanía que el alma del ciudadano tiene sobre sus pasiones e intereses individuales. Sócrates, el ciudadano ejemplar, sabe que la República se sostiene en el alma y que vive y muere de su vida y de su muerte en el alma del ciudadano. No es en la economía, ni en el trabajo, ni en la riqueza, ni en la población, ni en la civilización, ni en el progreso, ni en nada material donde la República tiene su punto de apoyo, sus cimientos y sus pilares principales; es el alma justa la que soporta todo el peso, toda la responsabilidad de la Patria Soberana. Por esto es que Sócrates condenado a muerte en nombre de la República, obliga a Critón a que reconozca como punto de partida de toda discusión política: SÓCRATES. – [...] no está permitido en ninguna circunstancia ser injusto ni devolver injusticia por injusticia, ni mal por mal215. No se trata solamente, como en el Gorgias, de que es preferible ser víctima de una injusticia antes que cometerla; sino que no es lícito en ningún caso responder a la injusticia con la injusticia ni al mal con el mal. Y Sócrates piensa en el trance de la condena inicua que le impone beber la cicuta, lo mismo que antes cuando se paseaba seguro y libre por las calles de Atenas y reanudaba cada día sus magistrales coloquios. SÓCRATES. – [...] Porque una desgracia me llega no puedo abandonar los principios que siempre he profesado. No me parecen haber cambiado con la situación y tengo por ellos, el mismo respeto y la misma veneración que antes; si no encontramos mejores, sabe que nada me conmoverá, aún cuando el pueblo para atemorizarme como a un niño, tuviera el poder de aniquilarme con mil cadenas, con mil muertes y con mil confiscaciones216. Lo más importante no es vivir sino vivir bien que es vivir según la justicia y la honestidad. Si hemos sellado consecuentemente, responsablemente, un compromiso justo debemos mantenerlo en cualesquiera circunstancias. La opinión de la multitud ignorante y apasionada no cuenta en absoluto en materia de justicia e injusticia, del bien y del mal, de lo bello y de lo feo. El único juez es la verdad y es a la luz de ella que Sócrates va a considerar la 215 216 Critón, 49 e. Critón, 46 c. proposición de huir de la cárcel y desterrarse de Atenas en lugar de cumplir con la injusta condena. Ha sido sentenciado a morir por el tribunal del pueblo pero en nombre de las Leyes de la Ciudad, en nombre de la justicia y de la República; sus jueces absolutamente incompetentes y sometidos al arbitrio de las pasiones del momento, han abusado de las Leyes para hacerlo morir, han rasgado sus vestiduras sagradas y han manchado sus Sitiales, pero son los jueces de la República y las Leyes hablan en sus palabras y mandan en sus dictámenes. De ahí que Sócrates se disponga a examinar si es justo o injusto huir de la cárcel a fin de salvar su vida, tal como le acaba de proponer su discípulo Critón. Si resulta justo no tendrá inconveniente en intentarlo; en caso contrario, sabrá esperar la muerte y sufrir todo lo que sea menester, antes que incurrir en una injusticia. ¿Fugarse no sería infligir un daño a la República? ¿Rehuir el cumplimiento de la sentencia no sería atentar en contra de las leyes que presiden la vida de la Ciudad? Claro está que Sócrates no ha participado en la sanción de las leyes que rigen la Ciudad desde generaciones; pero las ha reconocido siempre y ha aceptado su cuidado y amparo desde que tiene uso de razón. Más todavía, ha sellado un compromiso de obediencia y ahora, después de haber expuesto su vida en defensa de la República, ¿no tendría reparo alguno en herirla de muerte en su alma, despreciando sus sentencias y desacatando sus fallos? Las leyes de Atenas resumen la historia esencial de la Ciudad; son la tradición y sus antiguas costumbres; la Patria misma, su identidad a través del tiempo y de las circunstancias siempre diversas; su unidad en la multiplicidad de los egoísmos, de las pasiones y de los intereses particulares; el patrimonio común de la tarea sustancial realizada en común por las generaciones. Esas antiguas leyes son leyes justas, cuya legitimidad confirma una devoción secular y cuya justicia obra la comunidad de los vivos y de los muertos en la continuidad de la misma responsabilidad histórica y nacional. El reconocimiento y el respeto de las mismas leyes iguala a los individuos y a las generaciones que se someten lúcidamente a su imperio, pero no nivelan ni socializan, ni fijan una estatura media para todos; por el contrario, esa común devoción por la ley tradicional iguala manteniendo y confirmando la proporción de cada uno, desde el héroe hasta el más insignificante y oscuro de los individuos. La ley que preside realmente la vida de la República es un pensamiento antiguo, aunque haya surgido en este día de hoy porque una vez logrado es como si hubiera valido desde siempre, lo mismo que una ley física; sólo que las leyes morales pueden ser transgredidas por ignorancia, por debilidad o por voluntad perversa, en tanto que las leyes físicas se cumplen inexorablemente en las circunstancias requeridas. Claro está que son muchos los hombres de ciencia o los reformadores científicos –tipo Franklin o tipo Marx-, cuya opinión firme y decidida es que si el pueblo fuera colocado en las condiciones más favorables para su desarrollo y subsistencia, es decir en las circunstancias más propicias para vivir, quedaríamos deslumbrados por el resplandor de la justicia, de las disposiciones benévolas y fraternas así como de la ternura y simpatía que veríamos brillar en las almas y en su comportamiento recíproco. Quiere decir, pues, que también en el mundo social y político, se cumpliría necesariamente la ley en las circunstancias requeridas. La verdad, por fortuna, es otra; la ley moral supone una libre obediencia y en las mejores condiciones puede ser transgredida tanto como ser acatada en las peores y más difíciles. La verdadera Ley de la República y de la Patria es, repetimos, un pensamiento antiguo, una razón de ser y de existir válida, objetiva, históricamente trascendente en la vida de un país. Obedeciendo esa ley instituida por un antepasado libre, lo acatamos y reverenciamos a él mismo en virtud de esa idea, de esa razón sin pasión que compromete la obediencia de generaciones. Es que la ley de la ciudad antigua –cuyo sentido hemos perdido nosotros modernos-, es una razón vital, una verdad histórica, un principio político que se impone con evidencia análoga a la de los axiomas, con un peso objetivo semejante a un juicio matemático. “La ley, la verdadera ley, es la expresión de una voluntad tradicional, muy antigua, muy lejana, remota en el tiempo; es la obra, casi siempre, de un legislador que fue muy sabio y que tenía, sobre todo, el mérito de estar absolutamente libre de las pasiones de los hombres que vivieron cincuenta años después de él; y, además, ella ha sido respetada, después de su muerte, por quince generaciones sucesivas. Obedeciendo al legislador no se obedece más que a la ley y un pueblo es libre, por la simple razón de que no obedece a nadie, ni a un príncipe, ni a una aristocracia, ni a una mayoría, ni a sí mismo; sino simplemente a la sabiduría y a la tradición y a la inteligencia sin mezcla de pasiones [...].217 ” Son leyes de esta naturaleza las que detienen a Sócrates, las que le recuerdan su deber de ciudadano, de hombre libre. La libertad es indivisible de la justicia y no podemos ser libres fuera o en contra de la justicia; eludir la muerte no sería reivindicar, en este caso, el derecho a la vida; sería destruir en su alma y en los demás en la medida de su influencia, a la República y a la Patria, sería violar un compromiso sagrado, una promesa de fidelidad inquebrantable; sería anonadar su libertad un una servidumbre irremediable, al temor de morir y a las pasiones instintivas. ¿Pero el derecho a la vida no es el primero y principal de los Derechos del Hombre? Y teniendo en cuenta que ha sido condenado injustamente ¿no sería un acto de justicia huir y conservar su vida en el extranjero? O en otros términos, ¿no sería justo de su parte evitar que la República y las leyes consumen una injusticia? Sócrates sabe que lo primero y principal no es vivir sino vivir bien, que el hombre no puede reivindicar como una libertad y un derecho, el arbitrio de vivir de cualquier modo, por ejemplo, en la degradación y en el abandono, aunque no interfiera ni moleste a un tercero. Sabe, en consecuencia, que la peor de las muertes sería hollar la justicia en su alma. 217 ÉMILE FAGUET, Rousseau penseur, París, 1910, capítulo VIII, p. 354. Y con esta disposición de ánimo se apresta a escuchar la prosopopeya de las leyes de la República. LECCIÓN XXIII Critón acaba de proponerle a Sócrates que huya de la cárcel y se refugie en el extranjero para salvar su preciosa vida de una sentencia inicua, cuya ejecución es inminente. La tentación es casi irresistible; la oportunidad de seguir viviendo y, a la vez, la conjura de un mal y de una injusticia irreparables. Pero Sócrates no piensa como nosotros los modernos; no aceptaría jamás que la ley principal del hombre es “velar por la propia conservación; sus primeros cuidados son los que debe a su persona. Llegado a la edad de la razón, siendo el único juez de los medios adecuados para conservarse, conviértese en consecuencia en dueño de sí mismo.218” En rigor, consagrar la vida a la conservación de la propia vida, a la seguridad, bienestar y prolongación material de la existencia, repugna a quien tiene el sentido y la preocupación de lo eterno. Aparte del absurdo que importa empeño semejante, es un espectáculo extremadamente ridículo, el que ofrecen hombres solícitos y afanosos por retener lo que les será quitado necesariamente; por guardar para sí una vida que deben entregar sin remedio; por rodear de seguridad aquello que en nosotros es radicalmente inseguro y está condenado a ser destruido de un modo o de otro. Es notorio que, incluso, es poco práctico y un pésimo negocio, empeñarse demasiado para que viva lo que es de la muerte y perdure lo que es de suyo perecedero y corruptible. Con respecto a este punto, Sócrates tiene una solución mucho más razonable, más realista y más práctica; recordemos la insistencia de sus amonestaciones al incurable sofista Callicles, discípulo del célebre Gorgias de Leoncio: SÓCRATES. – [...] un hombre verdadero no debe desear vivir tanto tiempo como se supone, ni demostrar demasiado apego a la vida, sino dejar a Dios el cuidado de todo esto219. No se trata, pues, de que la vida sea breve o larga, sino del empleo que hacemos de ella. El fin no es la producción de bienes para atesorar, sino el consumo empezando por la vida misma; por esto es que lo más importante es saber en qué gastar la vida. Se comprende que todo planteo de destino, sea personal o nacional, debe referirse a un objeto trascendente a la misma vida, por el cual se debe y se quiere morir. Es obvio que tiene que ser trascendente y no confundirse ni agotarse con nuestra precaria existencia individual, material, animal, por cuanto nos morimos y es una necedad, repetimos, pretender que lo que muere 218 Cf. J. J. ROUSSEAU, El contrato social, Libro I, capítulo 2. Citado según la versión española de Colección Amauta, Ediciones Ercilla, Santiago de Chile, 1943, página 13. 219 Gorgias, 512 e. sea principio de la vida perdurable. La razón por la cual morir es la única razón para vivir y para servir. Sócrates habría juzgado una lamentable aberración que un educador, un pedagogo de decisiva influencia en la República durante más de medio siglo, como D. Pablo A. Pizurno en nuestra Patria, pudiera fijar la orientación de la escuela argentina en estos términos: “Morir por la patria: ¡qué dulce morir!, dijo el poeta. Pero los tiempos han cambiado, sobre todo, para los pueblos americanos que no tienen rencores acumulados, ni desquites en perspectiva que les obliguen a estar con el arma al brazo. Nuestro lema ha de ser, en adelante, no morir, sino vivir para la Patria. Vivir mucho y bien; sanos y fuertes, física y moralmente, para contribuir con nuestro saber, nuestras obras y nuestra conducta digna, al progreso mayor, a la honra mayor, a la mayor felicidad de la Patria, con hechos y constantemente.220” “Hay que vivir mucho y bien...” pero Sócrates debe morir en tiempo de paz porque así lo dispone una sentencia pronunciada en nombre de la República, de las leyes de la Patria; y no será el dulce morir del que cae abrazado a su bandera en el campo de batalla, más bien una muerte oscura, silenciosa, sin gloria y sin brillo ningunos. Es la muerte de un reo, culpable de los más graves delitos en contra de la Patria, según sus acusadores y el tribunal de los atenienses que lo ha juzgado y condenado. A pesar de todo, Sócrates sabe que también en la paz, incluso en una larga paz, el primer deber del ciudadano es estar preparado para morir; es estar dispuesto a morir por la Patria. La escuela que forma al ciudadano, en todos sus grados, prepara antes para morir que para luchar con éxito en la vida, porque la Patria vive y se hace fuerte en el alma del ciudadano en la medida en que éste sabe y quiere morir para que ella viva. Moltke, un viejo soldado de raza, ha dado una respuesta viril y la verdadera si se la despoja de su forma dialéctica (heredada del idealismo hegeliano), a la retórica cursi y “sentimentosa” de los empresarios de la paz perpetua: “La paz perpetua es un sueño y ni siquiera es un sueño hermoso. La guerra forma parte del orden universal creado por Dios y en ella se desarrollan las más nobles virtudes del hombre: el coraje, el espíritu de sacrificio, la lealtad y la ofrenda de la propia vida. Sin la guerra el mundo se hundiría en el fango del materialismo221.” El error de Moltke está en convertir la negación en un término de igual significación y valor que la afirmación; no es que la guerra sea buena y deseable por ella misma; pero en la heredada propensión a degradarse y envilecerse que acusa el hombre histórico, la guerra lo pone en presencia de la nulidad de las cosas y de los bienes materiales y lo obliga a vivir desde el alma inmaterial y a desarrollar las virtudes superiores que señala el gran soldado alemán. La guerra llega inexorablemente como un castigo ejemplar y una dura prueba para los pueblos y los hombres que han abusado de su libertad para hacerse semejantes a los seres más inferiores de la naturaleza y borrar de su 220 Conferencia radiofónica pronunciada el 25 de mayo de 1930. Alude al Mariscal de Campo prusiano Hellmuth von Moltke (1800 -1891) gran estratego de la Guerra de 1870. 221 memoria el recuerdo de Dios y de la espiritualidad del alma, hasta que el alma se desconoce y se niega a sí misma y se considera como una sombra del cuerpo y un reflejo de sus necesidades materiales. Y entonces llega la guerra como el antídoto necesario de esa lastimosa disminución del tipo hombre; obra los mismos beneficios, aunque aumentados, que la persecución para volver las cosas a su lugar propio y restaurar el orden subvertido. Sócrates sabe que su deber es morir y que el peor de los males, en este caso, sería rehuir el cumplimiento de la sentencia; sabe que si cediera a la tentación y resolviera fugarse, no tendría sosiego en su alma y se vería constantemente abrumado por la requisitoria de la República y de las leyes. SÓCRATES. – [...] Sócrates, ¿qué vas a hacer? ¿La acción que preparas tiende a otra cosa que a destruirnos a nosotras y la República, en la medida de tu posibilidad? ¿O te parece posible que un Estado subsista cuando sus juicios y sentencias no tienen fuerza alguna y son pisoteados por los particulares?222 Claro está que Sócrates cometería la más grave de las injusticias desacatando las Leyes de su patria, quebrantando su compromiso de obediencia y de fidelidad en todas las circunstancias; más todavía, su fuga probaría que la majestad secular de las leyes que presiden la vida del Estado puede ser burlada por un ciudadano en el momento que deja de convenirle su acatamiento y su respeto. Acaso se observe que Sócrates ha sido condenado injustamente en contra de las leyes y que está en su derecho responder con la injusticia a la injusticia. ¿La justicia no es una especie de igualdad?; ¿y la libertad no es indivisible de la justicia y por lo tanto, de la igualdad? Pero la igualdad que se identifica con la justicia y con la libertad de los hombres, no es la igualdad aritmética, según la cual diez es igual a diez o diez igual a cinco más cinco. Hemos comentado ya que esta ecuación es verdadera en el plano abstracto de la cantidad pura; no así en el plano moral, real y concreto de la vida y de las relaciones entre los hombres: diez pesos en el bolsillo de un millonario no son iguales a diez pesos en el bolsillo de un pobre, a menos que se haga abstracción de la realidad social y económica de cada uno de ellos y atendamos únicamente al valor de los billetes. Lo mismo ocurre con la injusticia de la República para con Sócrates y la que este último piensa cometer huyendo de la cárcel; injusticia por injusticia como quien dijera, ojo por ojo y diente por diente. Conviene preguntarse si esta igualdad que hace abstracción de los términos reales y de su valor relativo, se puede llamar una igualdad justa, la noble igualdad. Las leyes prosiguen su requisitoria con un argumento decisivo: 222 Critón, 50 b. SÓCRATES. – [...] Y puesto que nos debes tu existencia y tu educación, ¿podrás negar que eres nuestro hijo y nuestro servidor, tú y tus antepasados? Y si es así, ¿piensas tener los mismos derechos que nosotras y que está permitido retribuirnos el mal que podríamos hacerte sufrir? Si te encuentras en dependencia de tu padre o de tu maestro no tienes derechos iguales a los suyos y no puedes devolverle injuria por injuria, ni golpe por golpe, ni nada semejante, ¿y tendrías ese derecho hacia las Leyes y la República? ¿Y porque hemos decretado tu muerte, creyéndola justa, provocarías nuestra ruina en tanto puedes hacerlo? Dirás que haces bien obrando de ese modo, ¡tú que has consagrado la vida a la virtud223! Esto significa que no hay equivalencia entre los términos reales en juego; no es igual el daño que puede cometer la Patria con nosotros que el daño que podemos hacerle nosotros a ella; no es lo mismo un abuso en su nombre en contra de nosotros que un abuso nuestro para con ella. La justicia, en consecuencia, no es la igualdad aritmética, abstracta, de los unos indiferentes y vacíos. La libertad que no puede existir real y verdaderamente sin la justicia, no puede consistir tampoco en esa igualdad niveladora, indeterminada, indefinida, de comunes denominadores. La igualdad que realiza la justicia de los hombres y de los pueblos libres es la que defendió Platón en Las Leyes con precisión insuperable: ATENIENSE.- […] Es imposible que haya unión verdadera de una parte entre dueños y esclavos; y de otra, entre hombres de mérito y hombres nulos elevados a los mismos honores. En efecto, no hay igualdad entre cosas desiguales sino en cuanto se guarde la debida proporción y lo que provoca en los Estados, las decisiones son los dos extremos de la igualdad y la desigualdad224. La justicia es, pues, una igualdad de proporción que no sólo mantiene sino que garantiza el valor distinto de cada una de las partes en el juego de las relaciones humanas. Y por esto es que las leyes de la tradición que son la Patria misma, sostienen su preeminencia sobre el simple ciudadano. SÓCRATES. – [...] O ignoras que la Patria es, a los ojos de Dios y de los hombres sensatos, un objeto más precioso, más augusto, más respetable y más sagrado que una madre, que un padre y que todos los 223 224 Critón, 52 b, c, d. Leyes VI, 757 a antepasados; y que es necesario tener hacia la Patria irritada más respeto, más sumisión y más consideración que hacia un padre; que es necesario hacerla desistir por la persuasión u obedecer sus órdenes y sufrir sin murmurar todo lo que nos manda sufrir, sea que nos haga azotar y cargar cadenas, sea que nos envíe a la guerra para ser heridos o para morir; nuestro deber es obedecer [...] Y si es una impiedad hacer violencia al padre o a la madre, es una impiedad mucho mayor hacer violencia a la Patria225. Sócrates no hace más que confirmarse en su resolución de cumplir la sentencia; se abusó de las leyes para condenarlo pero ellas constituyen la justicia real y verdadera de la Ciudad. Su fidelidad en la muerte será su contribución más eficaz y decisiva para fortalecer en las almas de sus conciudadanos, la autoridad y el respeto a las leyes, la devoción por la Patria. Su fuga, por el contrario, no haría más que aumentar el descrédito y la falta de autoridad que ya cunde como un síntoma alarmante en la vida de Atenas; y Sócrates es el defensor y el restaurador de la majestad de las leyes y de su autoridad varias veces secular en la Patria tan amada. SÓCRATES. - He aceptado las leyes y costumbres de Atenas más formalmente que nadie [...] y ellas me dirían que tienen las mejores pruebas de esta complacencia [...] Tal era la predilección hacia nosotras y tanto consentías en nuestro gobierno que has tenido hijos en nuestra ciudad [...] En fin, durante tu proceso hubieras podido condenarte al destierro si lo hubieses querido y obrar con nuestro consentimiento lo que ahora emprendes a pesar de nosotras. Pero entonces afectabas no temer a la muerte; la preferías al destierro. Y ahora sin cuidarte de esas bellas palabras, sin respeto hacia nosotras que somos las leyes, meditas nuestra ruina, vas a hacer lo que haría el esclavo más vil, vas a fugarte en el desprecio de los pactos y de los compromisos que has aceptado de dejarte gobernar por nosotras [...] Pues, ve un poco, si eres infiel a tu promesa, si cumples tu proyecto criminal, ¿qué bien te reportaría a ti y a tus amigos? [...] Si te retiras a alguna ciudad vecina, a Tebas o a Megara, como son muy pulcras y decorosas, serás recibido como un enemigo; todo buen ciudadano te mirará con desconfianza; tomándote por un corruptor de las leyes [...] ¿Y qué 225 Critón, 51 b c. discursos pronunciarías, Sócrates? ¿Dirás, como lo hacías aquí que el hombre debe preferir la virtud, la justicia, las costumbres, las leyes, sobre todas las cosas? ¿Y no piensas que la conducta de Sócrates les parecerá vergonzosa226? La verdad es que el ciudadano, el hombre libre, ha sellado un pacto conscientemente, responsablemente; ha cerrado un compromiso sagrado con esa plena lucidez y voluntad que documentan innumerables actos de su vida, desde que tuvo uso de razón; pero no es un pacto con su igual en valor; no es un compromiso en igualdad de condiciones por ambas partes. Se trata, más bien, de un pacto entre instancias desiguales en valor y en significación moral; de un contrato entre voluntades de muy diferente poder y jerarquía política. Por un lado, están las leyes que expresan la voluntad tradicional y las antiguas costumbres, es decir, los pensamientos más previsores y venerables, las preferencias superiores y definitivas de los fundadores de la Patria, de los que vivieron recordando la grandeza futura, el héroe que conquistó con su espada, la altura de la soberanía política; y el legislador que fue capaz de un pensamiento dominador para todo el tiempo de la vida soberana. Esas leyes, esos pensamientos, esos juicios normativos, son la tradición, la sustancia misma de la Patria que mantiene su identidad en el tiempo histórico, en la continuidad solidaria de las generaciones, en la responsabilidad heredada con el espíritu y la sangre de los mayores. Por otro lado, está el ciudadano que pertenece a la actual generación, que nació, se crió y se educó en esta tierra histórica, cultivada por esa tradición del espíritu y de la sangre que informa las leyes; no sería quien es, reconocido y respetado en su decoro de ser, ni estaría revestido de dignidad fuera de estas leyes que se ha comprometido, implícita o explícitamente, obedecer en todas las circunstancias, favorables o desfavorables, fáciles o difíciles. Tal como enseña Aristóteles: “La naturaleza mueve, pues, instintivamente a todos los hombres a la asociación política. El primero que la instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre cuando ha alcanzado toda la perfección de su ser es el primero de los animales; y es la peor de las bestias cuando vive sin leyes y sin justicia.227” Las partes no son, pues, iguales en valor ni en condición. La verdad es que el ciudadano, una voluntad individual, un hombre libre, compromete su obediencia a una voluntad y a un pensamiento que han sido acatados y reverenciados por innumerables generaciones solidarias, desde el tiempo de la fundación; es el pensamiento y la voluntad de los héroes y de los grandes constructores de la nacionalidad. Y ese compromiso sellado con la Patria y con las leyes es un acto eminentemente aristocrático; la aristocracia suma que consiste en acatar y reverenciar el pensamiento y la voluntad de los muertos ilustres que continúan 226 227 Critón, 52 b c d. Política I, 1, 1253 a. enseñando y mandando a los vivos. No es, por cierto, una mera convención, un contrato celebrado por voluntades externas, abstractas, niveladas por una común indiferencia; así como la ley no es aquí expresión de la democrática Voluntad General que se concreta en la despótica voluntad de una mayoría accidental, consagrada por el sufragio en este día de hoy y que mañana será revocada por otra mayoría accidental, igualmente arbitraria e incompetente. En tal caso, no sería una ley en sentido propio, sino un simple decreto, según la distinción profunda de Aristóteles que retoma agudamente Emilio Faguet en El Culto de la Incompetencia y en otros libros228. No existe, no puede existir equivalencia entre partes desiguales; los deberes recíprocos no son los mismos entre el inferior y el superior ligados por un vínculo personal, tal como se verifica en la lúcida y libre aceptación por parte del individuo, del imperio de las leyes, es decir, del pensamiento y de la voluntad de los antepasados que tienen la autoridad y el prestigio de la obediencia secular, de un antiguo respeto y devoción de generaciones. Es que esas leyes son los juicios y sentencias de artífices que obraron conforme a un modelo divino y que supieron interpretar la voluntad de Dios, la Soberanía realísima y absoluta. He aquí la razón que hace monstruoso e inicuo aplicar a la Patria la reciprocidad de diez igual a diez, la reciprocidad del Talión. El ciudadano no debe responder, en ningún caso, con la injusticia a la injusticia de que ha sido víctima en nombre de las leyes de la República; no puede tener jamás inspiraciones en contra de la libertad y de la dignidad de su Patria, sean cuales fueren los agravios recibidos. SÓCRATES. – [...] Sufriendo tu condena, mueres víctima de la injusticia, no de las leyes sino de los hombres229, es decir, que no son los fundadores ni los constructores de la Patria quienes lo dañan y buscan su destrucción, sino hombres indignos de la magistratura que invisten; malos ciudadanos, demagogos y sofistas, que abusan de las leyes para vengarse de una insoportable superioridad y no vacilan en socavar los fundamentos mismos de la Patria. Sócrates sabe que no se debe ser injusto jamás y en esta hora de la prueba decisiva de su verdad, sería cometer la mayor de las injusticias, el crimen más horrendo contra la Patria, la más vil de las traiciones a sus héroes y todos los que fueron capaces de sufrir y morir para que la Patria viviera, si quebrantara el vínculo sagrado y pisoteara la majestad de las leyes. SÓCRATES. – [...] si huyes, no tienes vergüenza de devolver injusticia por injusticia, y mal por mal; violas los tratados y los compromisos que te unen a 228 Cf. ÉMILE FAGUET, Le culte de l’incompétence, París, 1912; Et l’horreur des responabilités: [suite au culte de l’incompetence], París, 1911. 229 Critón, 54 c. nosotras, si haces mal a quienes menos deben recibirlo, a ti mismo, a tus amigos, a tu Patria y a nosotras. Y te perseguiremos con nuestra hostilidad durante tu vida; y después de tu muerte, nuestras hermanas las leyes de los Infiernos, no te harán una acogida favorable, sabiendo que has hecho lo posible por destruirnos230. La libertad del hombre, repetimos, es indivisible de la justicia, o sea, de la igualdad que guarda la debida proporción, la medida de cada ser. Sócrates, fugado de la cárcel y conservando su vida y su libertad en el extranjero, no sería un hombre libre sino un vil esclavo y la vida lo abrumaría infinitamente más que la más horrible muerte. La voz de las leyes, de la tradición, de la Patria, que es un eco de la divina voz, resuena en el alma de Sócrates como la palabra de la sabiduría y de la vida verdadera: SÓCRATES. – [...] creo oírlas como los corybantes creen oír las flautas; resuena de tal modo en mi alma que me hace insensible a todo otro discurso [...] Dejemos, pues, Critón, esta discusión, y sigamos la ruta que Dios nos traza231. 230 231 Critón, 54 c d. Critón, 54 d. LECCIÓN XXIV Antes de volver sobre la cuestión de la inmortalidad del alma, a través del diálogo Fedón, donde se evoca el último día que Sócrates pasó entre sus discípulos y que también fue el último de su vida, insistiremos en el examen de la Justicia, esclareciendo el verdadero significado moral de la gran trilogía democrática, Libertad, Igualdad, Fraternidad. Esta investigación nos permitirá ahondar en la naturaleza del alma, por medio del análisis de sus elementos constitutivos y de su estructuración interna. Acaso resulte extraño este enfoque de la Psicología desde la Política y no cabe duda de que para nosotros, modernos, es un verdadero atentado, pero no deja de ser uno de los magistrales aciertos de Platón, una genial conquista científica y el método más ajustado y eficiente para el estudio objetivo del alma. Uno de los testimonios más seguros de que el espíritu de las tinieblas preside los pasos de la inteligencia en todo lo que concierne al orden esencial y sustantivo, es haber sustituido el punto de vista de Platón por el punto de vista de Descartes en el estudio del alma; así en lugar de una psicología enfocada desde la Política, tenemos una psicología o ciencia experimental al modo de la Física-matemática. Reparemos en que para Platón, la Política es una ciencia principalmente teológica y metafísica; por esto es que el ateniense nos recuerda en Las Leyes: ATENIENSE. - Después de Dios, el alma es lo más divino que el hombre tiene, y lo que le toca de más cerca. Hay en nosotros dos partes: la una más poderosa y mejor, está destinada a mandar; a la otra, inferior y menos buena, le toca obedecer. Y así, tengo razón en ordenar que nuestra alma ocupe el primer lugar en nuestra estimación, después de los dioses y de los seres que le siguen en dignidad. Se cree hacer al alma todo el honor que se merece, pero en realidad casi nadie lo hace; porque el honor es un bien divino y nada malo es digno de ser honrado. Por tanto, el que cree ensalzar su alma por medio de los conocimientos, las riquezas, el poder, y no trabaja por hacerla mejor, se imagina que la honra, pero no hay nada de eso232. Las fundadas razones de Platón para justificar el estudio del hombre interior, para reconocer la intimidad del alma en el examen de las instituciones sociales y políticas, residen en que el alma es el principio próximo y el inmediato sostén de la República; es decir, que el alma es el fundamento ontológico de la Sociedad y del Estado; el interior invisible del alma se proyecta y se refleja ampliado en el exterior visible de las costumbres y de las leyes, de 232 Las Leyes V, 726 a –727 a. los arquetipos humanos reconocidos y del estado de vida dominante, de las jerarquías sociales y de la forma de autoridad política en vigencia. En el orden o en el desorden que reina en la Ciudad se contempla el orden o el desorden existentes en el alma del ciudadano, principalmente del ciudadano representativo y rector. El alma del individuo no es una resultante social ni política; más bien la sociedad y el Estado son lo que el alma individual es. Hemos repetido muchas veces que la República reside en el alma, crece y se hace fuerte en ella; y que también se debilita y se destruye en el alma. Aristóteles siguiendo a Platón, enseña en la Política que el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre cada individuo porque el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una vez destruido el todo, ya no hay partes; no hay pues, manos, a no ser que por una pura analogía de palabras se diga una mano de piedra, porque la mano separada del cuerpo no es ya una mano real.233” Cuando Aristóteles se expresa de esta manera tan categórica, no quiere significar que el individuo sea realmente una parte material del Estado como la mano lo es del cuerpo; sino que el alma individual, el alma del ciudadano puede subsistir normalmente fuera de la Sociedad y del Estado, porque ella es lo que tiene que ser, existe conforme a las exigencias de su naturaleza dentro de la Sociedad y del Estado. Claro está que el alma si bien forma parte con su ser mismo de la Sociedad y del Estado, no está absorbida, no debe estarlo, con todas las potencias de su ser. Tan peligroso para el alma es el absolutismo del individuo como el absolutismo del Estado. Pero la verdad es que el alma se mira a sí misma en las instituciones sociales y políticas vigentes; y nada más lógico y ajustado a la naturaleza de la cosa como perfilar el rostro de las almas en el régimen de la vida pública. Tal es el criterio objetivo, seguro y científico de Platón. Nos parece, en cambio, absurdo, un verdadero contrasentido y una necedad infinita, estudiar las manifestaciones del alma en los procesos corporales de los cuales se ha hecho abstracción previa del principio que los vivifica y anima, tal como resulta de la objetivación propia de las ciencias exactas y experimentales del mundo físico. Sobre el supuesto de la concepción mecánica o energética del universo que preside el enfoque de las ciencias exactas y experimentales, es un espectáculo grosero y grotesco ver a los denodados hombres de ciencia perseguir lo que ellos mismo han colocado fuera de foco. Buscar en la exterioridad pura, el interior del alma; buscar en la mecánica ciega y dirigida, la actividad lúcida y dirigente, buscar en lo que se pesa y se mide cuantitativamente, lo que no tiene peso y se mide por calidades; he aquí el criterio “científico” que informa casi toda la producción psicológica moderna y contemporánea. Mucho que ver tiene, si bien se mira, este tipo de psicología sin alma con esa política de masas que tiende a prevalecer en el mundo de hoy con pavorosa exclusividad. 233 Cf. Política I, 1, 1253 a. Tiempo es de volver sobre las sagradas palabras del ideal democrático de la existencia política: Libertad, Igualdad y Fraternidad. Es notorio que los modernos resumen en esta trilogía, su idea de la justicia, supremo valor ético y la virtud entera del hombre, tema central de los Diálogos que hemos comentado hasta aquí: Alcibíades, Protágoras, Menón, Gorgias y Critón. Al pronto, los iluministas de los siglos XVII y XVIII, empresarios de la democracia liberal y socialista, parecen retomar los lineamientos de la antigua sabiduría. Así Rousseau, por ejemplo, en su Contrato Social, “el manual de las democracias modernas234” (Faguet), sostiene que la libertad es indivisible de la igualdad y que de la igualdad nace la fraternidad. Y en el Discurso de la Academia de Dijon sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, insiste en demostrar que todos los odios y rencores en que se debaten los hombres nacen de la desigualdad artificial que la sociedad ha ido acrecentando a lo largo del tiempo: “El primero que, habiendo cercado un terreno, descubrió la manera de decir: esto me pertenece, y halló gentes bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la Sociedad Civil. Qué de crímenes, de guerras, de asesinatos, de miserias y de horrores no hubiese ahorrado al género humano, el que arrancando las estacas o llenando la zanja, hubiera gritado a sus semejantes: «Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos pertenecen a todos y que la tierra no es de nadie» [...] Considerando la sociedad humana con mirada tranquila y desinteresada, me parece que no se descubre en ella otra cosa que la violencia de los poderosos y la opresión de los débiles [...] He aquí las funestas pruebas de que la mayor parte de nuestros males son nuestra propia obra y de que los habríamos casi todos evitado conservando la manera de vivir sencilla, uniforme y solitaria que nos estaba prescripta por la naturaleza235.” En consecuencia, la revolución necesaria, la revolución imprescindible y cada vez más perentoria es desandar los caminos de la civilización y arrojar todo el lastre de convencionalismos, prejuicios y falsos escrúpulos que la vida de relación ha ido acumulando en las costumbres y en las leyes; es volver a esos supuestos orígenes de vida ingenua, espontánea y libre, sin malicia ni deliberación, porque “el hombre que medita es un animal depravado236”. Se trata, pues, de acortar distancias, levantar barreras, abrir las clausuras, suprimir todo lo que divide, para que un viento de libertad sople en todas las direcciones y asegure una nivelación general, una igualdad casi completa de todos los hombres que “por ley natural son tan iguales entre sí, como lo eran los animales de cada especie antes que diversas causas físicas hubiesen introducido en algunos de ellos las variedades que hoy notamos237”. Y por estos caminos transitados dialécticamente primero y después en los hechos sucesivos de la gran revolución todavía en curso, se completa la sagrada trilogía democrática: la libertad suprime todas las dependencias individuales, 234 Cf. ÉMILE FAGUET, Rousseau…, o. c. Cf. J. J. ROUSSEAU, Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. Discurso presentado ante la Academia de Dijón en 1755. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 236 Ibidem. 237 Ibidem. 235 todas las formas de servidumbre personal y de explotación del hombre por el hombre, puesto que ella “no puede subsistir sin la igualdad238” como nos asegura Rousseau en el capítulo II del Contrato; y ambas, la libertad y la igualdad, engendran la humana simpatía, desbordan ternura los corazones liberados y nivelados porque han desaparecido todos los motivos de odio, de envidia y de rencor y la fraternidad reina entre los hombres. Decíamos que esta ideología de la moderna democracia liberal y socialista parece coincidir con el pensamiento político de los clásicos, puesto que Platón concluye en el libro VI de Las Leyes, ATENIENSE. – [...] Nada es más conforme con la recta razón, con el buen orden y con la verdad, como la antigua máxima que dice: la igualdad engendra la amistad239. Y claro está que este apotegma parece corresponderse perfectamente con este otro que señala el punto de partida de los doctrinarios y reformadores modernos: diferencia engendra odio. Incluso los devaneos comunistas de Platón en La República, aunque referidos tan sólo a la clase dirigente, se prestan a la confusión de las posiciones más encontradas, más contradictorias entre sí, que puedan concebirse: la suma aristocracia y la democracia extrema. Por lo pronto no existe real correspondencia entre la máxima antigua que hace suya Platón, con la explicación decisiva que la acompaña, y la máxima de la moderna democracia, más bien debiéramos decir demagogia, que es hija del resentimiento puro, de una radical subversión en el alma que se proyecta en la República. Recordemos el texto de Platón que hemos citado al comenzar esta clase: existen dos partes en el alma, una superior y dirigente que se integra con la inteligencia y la voluntad; otra inferior y dirigida que son la pasión y los apetitos sensuales. El orden y la armonía de la vida interior resultan de que cada parte conserve su lugar, de que mande el superior y obedezca el inferior; de lo contrario se precipita en el desorden y en el caos. La República es el espejo donde se refleja con sus rasgos muy acentuados y amplificados, el alma del ciudadano; por eso es que Platón recoge la vieja sentencia sobre la igualdad con una explicación que le es imprescindible e indivisible. ATENIENSE. – [...] es imposible que haya unión verdadera, de una parte, entre dueños y esclavos y, de otra, entre hombres de mérito y hombres nulos elevados a los mismos honores. En efecto, no hay igualdad entre cosas desiguales, sino en cuanto se guarde la debida proporción, y lo que provoca en los 238 239 Cf. J. J. ROUSSEAU, El contrato social…, o. c., Libro II, capítulo 1, página 33. Las Leyes, VI, 757 b. Estados las sediciones son los dos extremos de la igualdad y de la desigualdad240. Es la explicación del mismo principio de Justicia que Aristóteles retoma en La Política: “Entre criaturas semejantes no hay equidad, no hay justicia más que en la reciprocidad, porque es la que constituye la semejanza y la igualdad. La desigualdad entre iguales y la igualdad entre desiguales son hechos contrarios a la naturaleza, y nada contrario a la naturaleza puede ser bueno.241” Quiere decir que la igualdad es justa entre los pares e injusta entre los dispares; y es esta noble igualdad que mantiene y confirma las reales jerarquías, la que engendra la amistad, es decir, la armonía social y política, como un reflejo del equilibrio y armonía de las partes bien concertadas del alma. Para Platón y Aristóteles, esta justicia que reconoce las diferencias y se realiza dando a cada uno lo que merece y le corresponde, es conforme a la ley natural; en cambio, una pretendida justicia que intentara cortar todas las espigas al mismo nivel y tratar a todos por igual, es contraria a la naturaleza y una verdadera iniquidad, fuente inagotable de odios y de violencias. Resulta notorio que se trata de una posición diametralmente opuesta a la de Rosseau y demás corifeos democráticos. Las supremas consignas de la democracia liberal y socialista: Libertad, Igualdad y Fraternidad, son expresión más o menos disimulada de la pasión que devora el alma de los resentidos, la pasión de la igualdad, pero de una igualdad real, de una igualdad extrema, absoluta, total, cuya meta final, quiérase reconocer o no, es un régimen de personas y de bienes socializados, la democracia socialista pura, el comunismo. Y esta política refleja la subversión del alma, las pasiones multitudinarias se rebelan contra la disciplina de la inteligencia y de la voluntad, se desbordan y lo arrasan todo hasta el caos de la indeterminación y del desenfreno absoluto. Diferencia engendra odio es la máxima del resentimiento igualitario, burgués, socialista, comunista, bolchevique; no importa el nombre que adopte, ni los propósitos limitados o extremos de su programa político. Lo que importa subrayar es su principio común, su raíz común en el alma subvertida y confundida; el odio invencible a todo lo que es superior, el horror a la jerarquía y a la responsabilidad, la negación expresa o disimulada del alma y de Dios. “Ulises al gran Agamenón: Cuando la distinción de las categorías está enmascarada, la más indigna puede parecer noble bajo la máscara... ¡Oh! Una empresa padece bastante cuando se quebranta la jerarquía, escala de todos los nobles designios.”242 240 Las Leyes, VI, 757 a. Política VII, 3, 1325 b. 242 W. SHAKESPEARE, Troilo y Cressida, Acto I, Escena III. 241 SÉPTIMA PARTE Los fundamentos del realismo político que expone el Fedón: la inmaterialidad del alma y la inmortalidad personal. Clasicismo y bolcheviquismo. La oposición entre la jerarquía social y la masa urbana, entre la tradición y el bolcheviquismo, entre las condiciones superiores de unos pocos y el trabajo manual inferior de la masa o como quiera llamársele, es lo único presente. No hay en absoluto tercer término. OSWALD SPENGLER LECCIÓN XXV Enseña Santo Tomás, siguiendo a Platón y a Aristóteles, que el hombre participa con su misma esencia de la comunidad política, aunque no quede comprometido con todas las potencias de su ser; más estrictamente, el alma no debe comprometerse jamás hasta el extremo de quedar absorbida como si todo el horizonte de sus posibilidades estuviera ceñido por el Estado. La vida de la inteligencia culmina en la Verdad trascendente al mundo y al siglo pero válida para todos los mundos y para todos los siglos. Platón nos sugiere en imágenes maravillosas el cielo radiante, inmóvil e incorruptible de las Ideas, la tierra de origen, la verdadera Patria de todos los seres y de todos los nombres que son antes en la mente divina que en las criaturas existentes. Pero es con su alma y su cuerpo que el hombre forma parte de la República y la virtud política le es inherente a su normal existencia de persona. El alma –la subjetividad de la conciencia y la disposición del ánimo- se exterioriza y objetiva en el mundo ético de la Sociedad y del Estado. La gran filosofía idealista –Fichte y Hegel-, a pesar del error fundamental que importa su incurable inmanentismo, retoma la tradición del pensamiento político que inicia Platón en La República y en Las Leyes. Hegel reconoce en la propiedad, el contrato, la familia, el estatuto corporativo, el Estado y la Historia Universal, las formas de la existencia real, concreta y objetiva de la voluntad; la manifestación externa del espíritu que se sabe a sí mismo y quiere lo que sabe de sí: “es el concepto de la libertad que ha llegado a ser mundo existente y esencia del espíritu que se sabe a sí mismo...” El Estado es la realidad de la idea ética, el espíritu ético en cuanto voluntad manifiesta, evidente a sí misma, sustancial, que se piensa y se conoce; y cumple lo que sabe en cuanto lo sabe.243” Se trata fundamentalmente de la idea de Platón que hemos expuesto en clases anteriores y que Jaeger nos precisa en un pasaje de Paideia: “Toda disquisición sobre el Estado perfecto, incluyendo la vasta investigación sobre las formas de degeneración del Estado, no son realmente como el mismo Platón lo proclama, más que un medio para poner de relieve la estructura moral del alma y la cooperación entre sus partes, proyectándolas sobre el espejo de la ampliación del Estado244.” Nos hemos referido, con marcada insistencia, a este enfoque social y político de los problemas del alma, por lo mismo que la Política es principalmente una cuestión del alma; una cuestión del alma antes que del cuerpo, de sus necesidades espirituales antes que de las necesidades materiales, de teología antes que de zoología, de educación antes que de economía. De ahí que las cualidades y perfecciones del alma que se denominan virtudes, también se proyectan en las costumbres y en las instituciones del Derecho. Lo mismo 243 Cf. GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL, Grundlimien der Philosophie..., o. c., Tercera Parte, n. 142 y 257. 244 Cf. WERNER JAEGER, Paideia. Los ideales…, o. c., Tomo II, Libro III, IX, página 243. corresponde decir de los defectos y corrupciones del alma, las cuales se reconocen tanto en el carácter vicioso de los individuos como en el desorden de la República. La preeminencia que nuestra época le concede, en forma cada vez más exclusiva, a los problemas económico-sociales y a la preparación científica y técnica del ciudadano, en detrimento progresivo de los problemas espirituales y de la educación filosófica, señala una declinación aberrante hacia la zoología, o mejor, hacia el zoologismo en política. Incluso cuando se invoca a Dios y a la Fe de la tradición, no se consigue disimular la falta de convicción y la fingida unción. La hoz y el martillo son más convincentes que la Cruz y la Espada; hasta allí donde se intenta restaurar el principio teológico y humanista, se recae inevitablemente en el culto de las manualidades y de las artes útiles, encomiándose su alto valor educativo y su eficacia como “mejoradores” del alma, a la par de la Religión, de la lengua y de la historia. La vida contemplativa se retira, cada vez más, de los pueblos occidentales y es notorio el menosprecio público por las formas más elevadas y más puras de la inteligencia y de la devoción: la teoría y la plegaria. Un activismo frenético y arrollador lo invade todo; la vida sólo se reconoce como tal, en el cambio, en el acrecentamiento y en la expansión continuos. Vivir es producir y acumular sin descanso; reservarse enteramente para sí y rehusarse a toda donación, a todo servicio abnegado, a todo sacrificio de la tranquilidad burguesa que se apetece universalmente en este Occidente de las grandes y heroicas milicias. Aristóteles enseña justamente que la vida es lo contrario de lo que creemos nosotros, modernos empedernidos: “La vida es el uso y no la producción de las cosas.245” La hoz y el martillo son los símbolos altamente representativos de la época, más todavía en las grandes democracias occidentales que en la propia Rusia. Su significado es claro, preciso e inequívoco: se debe vivir para producir y preservar; para la subsistencia material, fácil y cómoda, de todos los hombres; para la seguridad universal de la existencia. No hay otro sentido de la redención, de la restauración del hombre; quieras que no, la Cruz y la Espada son desplazadas y rechazadas a menos que se pongan al servicio de ese ideal de seguridad. La Cruz y la Espada son los símbolos propios del hombre y de los pueblos de la Tradición; se refieren al empleo y al gasto de la vida; significan, ante todo, razones para morir, para consagrar la vida generosamente. La pedagogía contemporánea reclama una escuela que prepare para la vida; la pedagogía clásica exige que la escuela que forma al ciudadano, al hombre libre, prepare principalmente para saber morir. La mejor y más adecuada habilitación para los oficios, las artes manuales y el dominio de la técnica de producción que reclama la economía de la República, es absolutamente extraña a la educación del hombre, al cuidado de su alma espiritual y libre. 245 Política I, 2, 1254 a. La Cruz y la Espada tienen que ver con la muerte; hablan de querer perderlo todo para ganar realmente, de querer morir para alcanzar la vida sin muerte o la inmortalidad de la gloria. Le recuerdan al hombre que tiene que morir y que no es de hombres buscar expedientes para olvidar el “memento” primero y principal de la vida reflexiva. Sus buenas razones tuvo el democrático Rousseau, para insistir en su famosísimo Discurso sobre la desigualdad de los hombres: “[...] que la mayor parte de nuestros males son nuestra propia obra y que los habríamos evitado casi todos, conservando la manera de vivir sencilla, uniforme y solitaria que nos estaba prescripta por la naturaleza. Si ésta nos ha destinado a vivir sanos; me atrevo casi a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra natura y que el hombre que medita es un animal depravado246.” He aquí una verdadera confesión del espíritu burgués-plutocrático o proletario-; la gran mayoría de los afines no se atreve declararlo pero piensa como Rousseau. La primera meditación de la vida es necesariamente su muerte inevitable y con esto queda estropeado el programa de vivir a gusto; apenas si se tolera la meditación acerca del partido que se puede sacar de todas las cosas. La meditación esencial, la reflexión sobre el fin último, la especulación teórica pura, son intolerables y aborrecibles; manifestaciones típicas del “animal depravado”. La Cruz y la Espada no se avienen con la retórica de Rousseau, que la gran Revolución Francesa expandió e impuso al mundo entero. La hoz y el martillo, en cambio, son los nuevos símbolos consagrados y se avienen a la perfección, con ese lenguaje que no habla ni quiere hablar más que de la vida y que no tiene más calificación para medir las almas y los pueblos que divertido o aburrido. La hoz y el martillo tienen que ver con la vida; hablan de vivir cómodos y seguros, algo así como el ambiente victoriano que se respira en las novelas de Dickens, donde todos los contrastes y negaciones se atenúan casi hasta desaparecer; para que todos los hombres disfruten por igual, sin odiosas exclusiones y en una paz perpetua. Se trata, en definitiva, de producir valores de uso hasta no poder más, hasta quedar asegurado el abastecimiento y la abundancia para todo el género humano; disfrutar esos bienes hasta morirse un buen día, en la cama, con la tranquilidad de dejar a los hijos en un mundo de animales satisfechos y divertidos. Acabamos de exponer el programa político de la democracia socialista, cuyas etapas de desarrollo venimos cumpliendo inexorablemente en nuestras almas y en las cosas; es el legado del siglo XIX, de su profusión de redentores y legisladores, burgueses o proletarios, liberales o conservadores, monárquicos o republicanos; pero todos irremediablemente socialistas, marxistas, bolcheviques. Y hoy como entonces, hasta los que más se espantan ante el triunfo posible de esa democracia socialista que es el nombre atenuado del comunismo, contribuyen a su advenimiento como si fuese verdad la hipótesis marxista, según la cual es un resultado necesario de la dialéctica histórica. 246 Cf. J. J. ROUSSEAU, Discurso sobre el origen de la desigualdad…, o. c. Ha llegado el momento de preguntarnos: ¿cuál es la razón última que nos permite comprender esta sobreestimación de la hoz y del martillo, frente a la progresiva desestimación de la Cruz y de la Espada? ¿Cuál es la verdadera causa que nos precipita, aún a pesar nuestro, por la pendiente del bolcheviquismo, de la socialización de las personas y de los bienes, de la servidumbre irremediable? La respuesta adecuada no la encontraríamos nunca fuera de nosotros; sería una necedad buscarla en las condiciones de vida, en el escenario donde se representan los conflictos sociales y políticos, así como en las soluciones momentáneas que se van produciendo. La raíz de las cuestiones políticas y sociales está en el alma antes que en las circunstancias; es en la tensión de las partes constitutivas del alma individual donde se juega realmente el destino de la República. Si el régimen moral del alma está subvertido, si la parte sensual y pasional no está contenida y dirigida por la parte reflexiva y capaz de querer, entonces es el caos interior y la pasión determina el juicio y arrastra a la voluntad. Ya no hay preferencias ni exclusiones, mejor ni peor, superior ni inferior, bueno ni malo, justo ni injusto, verdadero ni falso; cada una de las pasiones que prevalece y domina arbitraria y momentáneamente a las demás, reclama la justificación de la razón y ser satisfecha con exclusividad. Esta subversión del alma, esta reivindicación de derechos, de todos los derechos por parte de los inferiores, se nutre en un gran resentimiento, en la pasión nihilista que satura el alma de “esa casta de animales fracasados, incapaces del sí e incapaces del no (Claudel)247” y cuya máxima ya conocemos: diferencia engendra odio. Los que son incapaces de ser señores de sí mismos y no se resignan a obedecer a los que saben mandar porque se mandan a sí mismos, se rebelan contra los verdaderos señores, contra todo lo que es superior y está destinado al mando. Acaso disimulan su íntima disposición de ánimo, haciendo ver que su odio se dirige tan sólo a los privilegios de sangre, de casta, de fortuna o de poderío exterior; y hasta son capaces de acompañar su abstracta, genérica y vacía Declaración de los Derechos del Hombre, con una aclaración sobre la sagrada igualdad que diga: “no habrá otros motivos de preferencia fuera del talento y de la virtud”. Pero, en verdad, las almas resentidas soportan menos las desigualdades naturales que las desigualdades sociales; entre todas las diferencias la que más indignación y furor provoca, es la superior inteligencia. La mediocridad ensoberbecida clama al cielo ante la presencia del real talento o de la inteligencia genial; igualmente insoportable le resulta el caudillo de raza, un verdadero conductor y hombre de mando. Se comprende que así sea, puesto que las desigualdades heredadas socialmente o adquiridas en orden a bienes exteriores, pueden ser abolidas, siempre queda la esperanza, al menos, de que serán suprimidas alguna vez; pero los mentores democráticos, igualitarios y socialistas, saben que la superioridad o el privilegio del talento y del carácter subsiste indeleble como la naturaleza de las cosas y que ninguna reforma 247 Cf. PAUL CLAUDEL, Écoute, ma fille, París, Gallimard, 1934, página 14. Ver, además, PAUL CLAUDEL, Oeuvre póetique, París, 1967, página 383. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. política podrá impedir, por más arbitrariedad y violencia que pretenda instaurar en contra de lo que es, que Dios siga teniendo sus preferencias y mantenga una aristocrática distribución de dones y de talentos, a fin de proveer las más adecuadas condiciones para el imperio del orden y de la justicia entre los hombres y los pueblos. El socialismo en cualquiera de sus programas de democratización mínima, moderada o extrema, está invariablemente animado por el propósito de corregir a Dios, poniendo coto a sus inclinaciones aristocráticas y tratando de nivelar, uniformar y “estandardizar” todo lo que Dios ha dispuesto que sea jerárquico, distinto, calificado. La pasión que nos entrega, quieras que no, al bolcheviquismo triunfante, es nuestro resentimiento igualitario que nos incita a cortar todas las espigas al nivel de la más pequeña, ya que no es posible hacer que las menores alcancen el nivel de las más altas. Nos devora la pasión de la igualdad real, absoluta, total, entre todos los seres; por esto es que la diferencia engendra odio en nuestras almas y todos nuestros esfuerzos están dirigidos a democratizar y a socializar la política. LECCIÓN XXVI Platón culmina en el Fedón, el conocimiento que el alma es capaz de alcanzar sobre sí misma, sobre su propia esencia; nos revela, además, a través de la muerte heroica de Sócrates, la perfecta coincidencia entre la idea y la vida que debe realizar un verdadero destino de hombre. A los que pretenden disimular su odio a la inteligencia, confundiéndola expresa o implícitamente con sus formas viciosas, o mejor, con sus deformaciones intelectualistas o verbalistas, les sería muy saludable remedio leer y volver a leer las páginas inmortales de este Diálogo, a fin de aliviar el alma del resentimiento que la agobia y restituirle a la capacidad de admiración comprensiva y de entusiasmo lúcido hacia lo que es superior y más excelente en cada cosa. La promoción y dirección hacia lo mejor, la intencionalidad hacia lo que distingue y constituye la dignidad propia de cada ser, es la vida natural de la inteligencia. El alma manifiesta lo mejor de sí misma en la manifestación de lo mejor de las otras cosas; sus cualidades distintivas se perfilan con nitidez en la reflexión sobre la esencia de lo que existe fuera de ella. Buscando lo mejor, aquello que distingue y jerarquiza a los otros seres, el alma inteligente trasparece a sí misma en su mejor ser, en su distinción yen su lugar propio. La tendencia radical del alma es el saber; en la medida en que la actividad de la inteligencia racional se desprende de las necesidades inmediatas, de las impresiones sensibles y de las pasiones corporales; en la medida que llega a identificarse con su fin especulativo y opera en el elemento puro del pensamiento hasta alcanzar la objetividad, la universalidad y la necesidad del concepto, el alma se revela a sí misma su naturaleza inmaterial, simple, inmutable, personal e intransferible. Saber, es decir ser en la verdad; llevar en el alma que comprende – transparencia dirigida-, lo que es, la realidad palpitante de las cosas que existen fuera de nosotros; devenir idealmente, intencionalmente, mentalmente, todas las cosas en tanto que son otras, en esto consiste el mejor ser del alma, la conformidad con su esencia, la identidad consigo misma. La verdad es la real perfección del alma racional y el síntoma claro e inconfundible de su inmaterialidad: estar en la verdad es llevar en el alma el ser mismo de las cosas conocidas; nada material tolera que lo otro se encuentre en uno y, más bien, cada uno está inexorablemente fuera del otro y fuera de sí. La materia, se dice, es impenetrable y donde está una cosa no puede estar otra al mismo tiempo; la individuación material es exclusiva y excluyente, rechaza de sí y de su límite exterior, todo lo demás. El alma, en cambio, si de veras conoce, y en la medida que posee la verdad de los otros seres, llega a ser todos ellos y es más ella misma; su individualidad crece y se dilata, se universaliza y llega a ser idealmente el universo existente. El saber y la verdad son cualidades inmateriales del alma, por cuanto si el sujeto del conocimiento como tal, estuviera ceñido por la materia, no podría universalizar al individuo, no podría sacarlo de su estricta clausura y exterior limitación. Una soledad desolada, un total y absoluto abandono es el carácter de la materialidad. El alma, por el contrario, hasta en soledad está acompañada por ella misma, porque se sabe y se posee interiormente; todavía está consigo misma cuando se siente en el extremo abandono y padece la angustia de la nada. El saber y la verdad, cualidades del alma inteligente, constituyen el principio de toda real coincidencia y solidaridad reflexiva entre las almas, el fundamento de toda comunidad y comunión entre hombres. Por esto es que hemos insistido tanto en que la República se levanta y se sostiene principalmente en el alma. La política es el espejo del alma, el reflejo exterior y objetivo de su estructura moral. La fuerza irresistible y la vitalidad perenne de los argumentos que expone Sócrates, en favor de la inmortalidad personal, radican en la validez del principio demostrativo: la esencia inmaterial del alma que manifiesta su actividad cognoscitiva. Si el acto de pensar y de imaginar, de recordar y de esperar; si el acto de entender no trascendiera la vida animal del hombre y estuviera enteramente determinado por sus necesidades materiales, no tendría sentido alguno meditar sobre la muerte ni aprender a morir, ni preocuparse por una buena o mala muerte. Lo único sensato, razonable y práctico sería que toda actividad, incluso el conocimiento, se ocupara de necesidades e intereses materiales, de preparar para vivir a gusto, para que cada uno pueda vivir su vida sin restricciones que la malogren o le hagan perder un tiempo precioso e irrevocable. Pensar y trabajar para la vida, en lugar de la estéril y ridícula preocupación de Sócrates por la filosofía que es una meditación constante sobre la muerte para aprender a vivir y -cuando llega la hora, que no puede adelantarse ni postergarse-, saber morir. Para quienes sólo piensan y trabajan en función de la biología, la especulación metafísica, el espíritu teórico, la contemplación filosófica, es una fábrica de sueños y de ficciones inútiles. Buscar lo que es sustancial en las cosas, es decir, la esencia y el fin último, es extender la curiosidad más allá de su faz exterior, material y aprovechable; salirse de una “correcta” apreciación para la vida y entrar en relaciones con la eternidad. Quiere decir, pues, que si el alma desea naturalmente conocer la sustancia de las cosas; si su intención primera y principal está dirigida a las esencias de los seres existentes en procura de aquella que es su misma existencia, es que opera desligada de los sentidos y necesidades corporales y funciona como “un principio separado e impasible”, según la expresión de Aristóteles en el Tratado del Alma248. Hasta el propio Kant, que limita el valor objetivo y científico de la razón teórica al plano de la experiencia sensible, reconoce esa tendencia metafísica de la razón que la lleva al planteo necesario del problema de Dios, de la inmortalidad del alma y de la libertad. Acaso nos sea posible comprender ahora que la ocupación más razonable, más sensata y hasta más práctica de la vida, sea prepararse para saber morir; y 248 De anima III, 430 a, 17-18. mucho mejor hemos de comprender las palabras de Sócrates en el trance de su muerte envidiable. [...] No creo que exista ocupación más oportuna para un hombre que muy pronto va a partir de este mundo, que la de examinar bien y procurar conocer a fondo el itinerario del viaje que emprenderá. ¿Qué otra cosa mejor podríamos hacer mientras esperamos la puesta del sol?249 Cabe preguntarse cómo puede discernirse, con algún fundamento, cual sea el término de un viaje que nadie nos ha referido jamás. Nadie ha regresado para informarnos y, sin embargo, Sócrates nos habla con seguridad, con serena e imperturbable confianza, con íntima certidumbre, tal como puede hacerlo un testigo directo y fidelísimo, acerca del camino a recorrer y de la suerte que le espera. Por lo pronto, sabe que el alma no viene de sí misma; ni hemos sido consultados para ser lo que somos y menos para ser puestos en la existencia. Tampoco es discreto opinar que venimos del acaso, puesto que un ser destinado a la vida razonable y que necesita justificarse no puede tener su origen en la sinrazón ni en el injustificado azar. Sócrates pone de manifiesto, una vez más, su discreción y su aquilatado juicio, comentando a sus discípulos que si bien puede sorprender y hasta parecer irracional que incluso aquellos para quienes la muerte es preferible a la vida, no deben procurarse a sí mismos este bien y están obligados a esperar otro libertador. Claro está que el hombre, buscador de la razón en todo, tiene que encontrar la razón por la cual está en la existencia y según enseña la antigua máxima [...] Estamos en este mundo como los centinelas en su puesto y nos está prohibido abandonarlo sin contraorden250. Mejor todavía diremos, continúa Sócrates, [...] que los dioses tienen cuidado de nosotros, y que los hombres pertenecen a los dioses [...] No hay razón para suicidarse, y es preciso que Dios nos envié una orden formal para morir, como la que me envía a mí en este día251. 249 Fedón, 61 e. Fedón, 62 b c. 251 Ibidem. 250 Salir de la vida, tanto como entrar en ella, no es competencia de nuestra voluntad sino de la voluntad de Dios. Y no es esto negar la libertad, por la razón que dice Lucio Anneo Séneca, “todo lo que por ley universal se debe sufrir, se ha de recibir con gallardía del ánimo; pues al asentarnos en esta milicia, fue para sufrir todo lo mortal, sin que nos turbe aquello que el evitarlo no pende de nuestra voluntad. En reino nacimos, y el obedecer a Dios es libertad.252” Y Dios que ha puesto en el alma la apetencia de lo eterno, la curiosidad de lo eterno y esta conciencia profunda de que debemos esperar sus órdenes, no ha de tener seguramente el propósito de engañarnos y de burlarse de nosotros, tal como nos dice Descartes. Sócrates, que sabe que Dios no hace fraude, tiene las mejores razones para morir en la plenitud de la confianza. Dejadme que diga, repuso Sócrates; ya es tiempo de que explique delante de vosotros, que sois mis jueces, las razones que tengo para probar que un hombre, que ha consagrado toda su vida a la filosofía, debe morir con mucho valor, y con la firme esperanza de que gozará después de la muerte bienes infinitos. Voy a daros las pruebas [...] Los hombres ignoran que los verdaderos filósofos no trabajan durante su vida sino para prepararse a la muerte; y siendo esto así, sería ridículo que después de haber perseguido sin tregua este único fin, recelasen y temiesen, cuando se les presenta la muerte253. La filosofía es una preparación para la muerte, por cuanto es un conocimiento puro, una demostración de lo que es y del fin de la existencia, una actividad del alma inteligente que opera separada del cuerpo y que es propia y exclusiva del alma misma. [...] todos los cuidados de un filósofo no tienen por objeto el cuerpo y, por el contrario, no trabaja más que para prescindir de éste todo lo posible a fin de no ocuparse más que de su alma254. Esto no quiere decir que se desentienda del cuerpo y de sus apremiantes necesidades; sería una extravagancia impropia del más razonable y realista de los hombres; pero el alma que se lleva a la vida del pensamiento puro, de la especulación filosófica, opera como si no existiera en un cuerpo al que está sustancialmente unida; en otros términos, opera como un alma separada y sin comercio alguno con el cuerpo. 252 LUCIO ANNEO SÉNECA, De la vida bienaventurada, XV. Fedón, 63 e – 64 a. 254 Fedón, 64 e – 65 a. 253 [...] es evidente que lo propio y peculiar del filósofo es trabajar más particularmente que los otros hombres en desprender su alma del comercio del cuerpo255. La adquisición de la sabiduría y de la verdad no la realiza el alma con el cuerpo, aunque sea por medio del cuerpo que entra en contacto inmediato con las demás cosas y con ella misma; ligada al cuerpo en toda su actividad quedaría sujeta a sus mudables impresiones y a sus necesidades relativas y, por lo tanto, aprisionada en una subjetividad irremediable. Es por medio del razonamiento que el alma descubre la verdad, y Sócrates pregunta: ¿No razona mejor que nunca cuando no se ve turbada por la vista, ni por el oído, ni por el dolor, ni por el placer; y cuando, encerrada en sí misma, abandona el cuerpo, sin mantener con él relación alguna, en cuanto esto es posible, fijándose en el objeto de sus indagaciones para conocerlo256? Como decíamos al comienzo de esta clase, es en la vida del pensamiento filosófico, en la demostración pura y en la abstracción conceptual, que el alma trasparece a sí misma en la inmaterialidad de su ser, en su naturaleza espiritual. 255 256 Fedón, 65 a. Fedón, 65 c. LECCIÓN XXVII El alma está unida sustancialmente al cuerpo, es decir, está unida con el cuerpo en un mismo, único e indivisible ser. De ahí que hasta la actividad más propia y más pura del alma -el acto de comprender- mantenga una conexión íntima y una solidaridad funcional con las actividades del compuesto, tales como sentir o impulsar. Esto significa que a pesar de ser una forma inmaterial, el alma no puede actuar sin que el cuerpo participe de algún modo en su operación; así, por ejemplo, el más riguroso acto de pensar cuyo contenido sea el objeto más abstracto y universal, lleva el lastre de alguna pasividad material que impide la transparencia lúcida y plena del alma ante sí misma. El alma racional por ser necesariamente alma de un cuerpo, no alcanza la visión nítida y precisa, la intuición de su misma esencia en el acto de conocer, pero asume conciencia de ella en la medida que actualiza su potencia intelectual, su capacidad teórica y contemplativa. La natural tendencia del alma hacia la identidad con su propio ser, se verifica en la conquista del saber y de la verdad, en la vida de la sabiduría. En otros términos, el alma se comprende a sí misma; tiene conciencia de sí y entra en posesión de su propio ser, tanto como es capaz de comprender y de poseer idealmente a los otros seres. Si no hubiera otras operaciones fuera de las que emanan del compuesto como tal, entonces el alma estaría ceñida por el cuerpo, en dependencia completa de sus necesidades materiales, y enteramente absorbida por las circunstancias externas, lo mismo que el resto de los animales. Sería una “monada sin ventanas hacia afuera”, aprisionada en una subjetividad radical, completa, irremediable, tal como se revela toda vez que degrada hacia el materialismo y se encierra en un sórdido egoísmo que dice: “beba yo mi taza de té y que se hunda el mundo”; o de esta otra manera más disimulada que se refugia en los sagrados Derechos del Hombre y en la augusta libertad individual, comentada por nuestro Dogma Socialista: “La libertad es el derecho que cada hombre tiene de emplear sin traba alguna sus facultades en el conseguimiento de su bienestar y para escoger los medios que puedan servirle a este objeto257.” Pero la verdad es que el alma humana encierra un poder que sobrepasa la pasión corporal y los fuertes instintos animales; un poder que le permite trascender la subjetividad de la sensación y del impulso egoísta hasta alcanzar la objetividad del pensamiento y de la voluntad. Ese poder es la abstracción. El alma se libera del cuerpo por medio de la abstracción y en virtud de esta realísima operación intelectual entra en posesión de su intimidad y puede actuar desde sí misma. El alma se refleja sobre su propio interior, se abstrae de lo sensible y de lo instintivo y se objetiva en un pensamiento libre y en una libertad pensada: yo pienso, yo quiero, importa comenzar a ser en sí mismo y 257 ESTEBAN ECHEVERRÍA, El Dogma socialista, III. Fue redactado en Buenos Aires, en agosto de 1837 y publicado por primera vez en Montevideo en 1838. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. desde sí mismo; ser dueño de su propio acto; estar uno mismo en su pensamiento y en su decisión. El cuerpo es ahora mi cuerpo o tu cuerpo; las cosas exteriores son mis bienes o tus bienes; y el alma es mi alma o tu alma. Decir yo es, como se ve, mucho decir; y ocurre que su más fuerte y rotunda afirmación está en ser verdadero, que consiste en declarar al otro en tanto que es otro; y en ser justo, que es ser para otro: Dios, la Patria, el prójimo. Este ser en sí y desde sí mismo tiene lugar por este poder inmaterial de la abstracción que es propio de la inteligencia racional y de la preferencia reflexiva del alma. Nos toca vivir en una época tan diminuida, que marcha tan a contramano de los reales caminos del hombre, que estas nobilísimas palabras, abstracción, abstracto, abstraer, resuenan en nuestros oídos demasiado prácticos, como si fueran cosas huecas, vacías, sin valor ni vitalidad ningunas; como signos de una tierra yerma o de un esfuerzo vano y estéril. Se ha apoderado de nosotros el frenesí de lo concreto, de lo tangible, de lo manuable; tan sólo aquello que podemos representar gráficamente sobre un papel y hacer con las manos, nos convence; otra cosa es perder lamentablemente el tiempo. Por esto es que Marx ha conquistado el mundo con su repugnante sentencia pedagógica: “los gérmenes de la educación en el futuro han de buscarse en el sistema de las fábricas258.” Pero la vida de la inteligencia en la abstracción y en el discurso es la vida propia del alma, el acto de su misma esencia, la real manifestación de su inmaterialidad, de su ser personal, interior e intransferible. La inteligencia que comprende opera por medio de abstracciones y en un mundo abstraído de lo material, sensible y exterior; habitado por las ideas, nociones generales o conceptos. Así como los seres existentes -este libro o este árbol, esta casa o este hombre- son individuales, concretos, espaciales y temporales, las ideas o conceptos de estos mismos seres, son universales, abstractos, sin espacio y sin tiempo, en su existencia mental. Pensar es manejar ideas; analizar, recomponer y ordenar objetos inmateriales pero que significan a todas las cosas existentes, sean materiales o espirituales; pero manejar ideas es tarea radicalmente distinta que manejar piedras. Operar con abstracciones ideales de los seres reales no es lo mismo que hacerlo con las realidades concretas, tangibles y manuables, aunque se ha llegado a confundir lamentablemente la clasificación lógica de los pensamientos, con la clasificación económica de las hojas o de los insectos. No cabe duda de que la Escolástica medieval llegó a excederse en su ocupación con las ideas hasta caer en un formalismo vacío e inoperante, pero fue la decadencia de una auténtica grandeza intelectual que había culminado en el siglo XIII. Este vicio fue utilizado por los modernos, principalmente desde Descartes y Bacon, para condenar a la virtud y durante tres siglos hemos asistido al menoscabo y rechazo de la llamada Lógica formal; y en nuestros planes de estudio es todavía hoy un agregado insustancial y pesado que se soporta como preliminar de la única Lógica respetable para una mentalidad de 258 CARLOS MARX, El Capital, Libro I, Sección Cuarta, Capítulo XIII, 1. la época: la metodología científica y, especialmente, de las ciencias exactas y experimentales. La consecuencia de este abandono progresivo de la analítica del pensamiento y la correlativa profusión de los laboratorios de análisis físico, químico, biológico, psíquico, económico, profesional, etc., ha sido que el concepto, el fruto de la abstracción pura, está desapareciendo en el discurso de los sabios y de los estadistas, de los académicos y de los políticos, de los pedagogos y de los editorialistas. La más extrema y pavorosa ausencia de conceptos, es decir el vacío de la esencia y de la sustancia, caracteriza la retórica dominante, tanto en la más solemne reunión académica como en la plaza pública. Y esta decadencia de las palabras; esta pérdida del significado noble, esencial, eterno y este olvido de los nombres que nombran siempre lo mismo, señala la crisis de la abstracción, el abandono del punto de vista de la teoría y del concepto. La inteligencia vuelve las espaldas a todo lo que es sustantivo y esencial en las cosas y en ella misma; y se vuelca entera en el accidente y en las circunstancias; no tiene otro sentido del ser que su apariencia exterior y momentánea, ni otro criterio de verdad que el éxito. Declina, pues, hacia el lado de la materia y del cambio infinito. El alma racional se ha desterrado de sus orígenes y ha perdido de vista a su verdadera patria: el mundo abstracto y universal e inmóvil de las ideas o esencias. Ya no se reconoce a sí misma, fuera del cálculo, del experimento y de su acción combinada con la mano. Y entonces cree que toda su potencia intelectual está para servir a la mano y que toda otra preocupación es estéril y perniciosa. Así llega el alma a la “adoración” de la mano, el órgano de los órganos, el instrumento de los instrumentos, y dice con Carlos Bell: “la mano es un don de Dios y el que más distingue al hombre de los otros animales259.” Antes hemos citado a Marx, cuyas previsiones pedagógicas se verifican en el entusiasmo renovado y expansivo hacia el trabajo manual educativo que “está destinado a producir una verdadera revolución pedagógica por la vía nueva que abre a la educación de la infancia.260” El alma queda prisionera del cuerpo; es un esclavo en abyecta servidumbre de la manualidad y de la mecánica, instrumentos corporales. Poco importa que prolongue sus ocios y reivindique su derecho a la pereza, puesto que se ignora a sí misma, ignora que es alma y que está en la tierra para mirar al cielo, más bien que para cuidar el cuerpo y evitar que pueda caer en un pozo del camino. ¿Acaso no caemos finalmente por más empeño que pongamos en evitarlo? Encararlo todo -conocimiento y acción- desde la materia es una manera efectiva de disminuir a las cosas y a la propia alma hasta la indigencia ontológica de la materia, hasta la condición de lo que no es ni puede existir por 259 Alude a SIR CARLOS BELL, médico cirujano y anatomista inglés que vivió entre los siglos XVIII y XIX, autor, entre otras obras, de un tratado sobre la mano. Sin datos respecto de la versión consultada por el autor. 260 CARLOS MARX, ibidem. sí mismo, de lo que está privado de luz interior, de verdad, de dignidad y de lo que no puede ser término de nada. La vida del alma inteligente y libre, pero alma de un cuerpo, es la abstracción. Sólo en virtud de la abstracción recupera su propio ser y el ser de las otras cosas; retorna a su patria ideal de la verdad y llega a ser libre en su cuerpo y en el espacio de su vida. Y el alma que se conoce a sí misma y posee el acto de su esencia inmaterial en el concepto, sabe que su destino no está asido a la precariedad material de su cuerpo. He aquí la insuperable lección de Sócrates en el Fedón, cuyo comentario hemos iniciado en la clase anterior. Sigamos atentamente el último diálogo con sus jóvenes discípulos. – ¿Qué diremos ahora de ciertas cosas, Simmias, como la Justicia, por ejemplo? ¿Diremos que es algo, o que no es nada? –Diremos que es alguna cosa, seguramente. – ¿Y no podremos decir otro tanto del bien y de lo bello? –Sin duda. – ¿Pero has visto tú estos objetos con tus ojos? –Nunca. –¿Existe algún otro sentido corporal, por el que hayas percibido alguna vez estos objetos, de que estamos hablando, como la magnitud, la salud, la fuerza; en una palabra, la esencia de todas las cosas, es decir aquello que son en sí mismas? ¿Es por medio del cuerpo que se conoce la realidad de estas cosas? ¿O es cierto que cualquiera de nosotros, que quiera examinar con el pensamiento lo más profundamente que sea posible lo que intente saber, sin mediación del cuerpo, se aproximará más al objeto y llegará a conocerlo mejor261? Y ese examen reflexivo del pensamiento; esa consideración del objeto, fuera del plano material y sensible, singular y concreto, en el elemento puro del pensamiento, sólo puede hacerse por obra de la abstracción. La inteligencia abstrae el ser hombre de Juan, de Pedro y de Carlos, y discurre acerca de la idea o del cuerpo del hombre que existe en el individuo Juan, en el individuo Pedro y en el individuo Carlos. En el mismo sentido discurre acerca de la Justicia que existe en este o en aquel comportamiento que estimamos justo. El concepto de hombre y el concepto de justicia, declaran la esencia de todo lo que en la existencia real y concreta decimos que es un hombre o un acto justo respectivamente. Abstraer es el poder de separarse mentalmente de la materialidad de las cosas y del propio cuerpo, para pensar y discurrir sobre la esencia de lo que 261 Fedón, 65 d e. existe fuera del alma, en el interior del alma misma, sin la interferencia del cuerpo y de sus mudanzas continuas de estado y de humor. La razón no tiene más que un camino en sus indagaciones; mientras tengamos nuestro cuerpo y nuestra alma esté sumida en esta corrupción, jamás poseeremos el objeto de nuestros deseos, es decir, la verdad. En efecto, el cuerpo nos opone mil obstáculos por la necesidad en que estamos de alimentarle, y con esto y las enfermedades que sobrevienen, se turban nuestras indagaciones. Por otra parte, nos llena de apetencias, de deseos, de temores, de mil quimeras y de toda clase de necesidades; de manera que nada hay más cierto que lo que se dice ordinariamente: que el cuerpo no conduce a la sabiduría [...] Está demostrado que si queremos saber verdaderamente alguna cosa, es preciso que abandonemos el cuerpo, y que el alma sola examine los objetos que quiere conocer. Sólo entonces gozamos de la sabiduría, de que nos mostramos tan celosos; es decir, después de la muerte y no durante la vida. La razón misma lo dicta; porque si es imposible conocer nada en su pureza mientras que vivimos con el cuerpo, es preciso que suceda una de dos cosas: o que no se conozca nunca la verdad, o que se la conozca después de la muerte, porque entonces el alma, libre de esta carga, se pertenecerá a sí misma, pero mientras estemos en esta vida, no nos aproximaremos a la verdad, sino en razón de nuestro alejamiento del cuerpo, renunciando a todo comercio con él, y cediendo sólo a la necesidad, no permitiendo que nos inficione con su corrupción natural y conservándonos puros de todas estas manchas, hasta que Dios mismo venga a libertarnos262. Se trata, pues, de una purificación del alma en el sentido de abstraerla del cuerpo, de sus sensaciones y de sus pasiones, a fin de que se acostumbre a replegarse y a recogerse en la intimidad de su ser para ver las cosas y verse a sí misma con una mirada separada e impasible, con real y verdadera objetividad. Esto quiere decir que comienza a ser libre, porque es dueña de un pensamiento objetivo, verdadero, eterno; porque habla con palabras definidas y definitivas. 262 Fedón, 66 b – 67 a. LECCIÓN XXVIII Sócrates fue el más sabio y el más justo de los hombres porque alcanzó el más profundo conocimiento de sí mismo y una perfecta adecuación en su conducta. El precepto délfico fue la inspiración de su vida y de su destino: conócete a ti mismo. La divina Voz se escucha en ese llamado perentorio, puesto que tan sólo con la restauración del hombre interior, la inteligencia perdida entre las cosas exteriores y la propia exterioridad material, vuelve a encontrar los reales caminos de la esencia y de la sustancia que llevan a Dios. Claro está que ese conocimiento del alma no puede consistir en la descripción minuciosa de particularidades, un conjunto de datos empíricos acerca del temperamento o de la idiosincrasia individuales. Reducido a tan menguadas proporciones no sería una sabiduría sino una opinión intrascendente y banal, sin ningún valor de ciencia ni de vida. Más bien se trata de un conocimiento demostrado, universal, necesario y objetivo, acerca de lo que el hombre es, de la esencia que lo define hombre y que lo confirma en su identidad real y verdadera: el principio lógico de su alma y el poder de conformar la conducta a sus exigencias. Sócrates demostró, el primero en la historia del pensamiento científico, que la unión tan estrecha del alma con el cuerpo hasta constituir un solo y único ser, no compromete la espiritualidad del alma, ni le impide sobrepasar la vida del cuerpo, como agua que desborda el vaso, para volcarse en una actividad propia y sólo suya, desprendida y libre de la mediación de los sentidos y de las pasiones corporales; una actividad que se contiene en su propio cuenco interior, reflejando sobre sí misma como sobre el agua quieta, transparente y luminosa de un lago, el ser de las otras cosas: el acto de pensar lo que es en el cielo abstracto y universal de las ideas; y también el acto de preferir lo mejor, el ideal que debemos realizar. Y la existencia del cielo platónico de las ideas y de los ideales es un testimonio irrecusable de la inmaterialidad del alma. Operatio sequitur esse: si el alma es capaz de actuar según un modo inmaterial referido a objetos inmateriales (las ideas abstractas y universales); y es capaz de encontrar en su propio ser de qué subsistir sin necesidad del cuerpo, quiere decir que posee una naturaleza inmaterial y conserva todo su significado de espíritu a pesar de la unión sustancial con el cuerpo. El alma humana es necesariamente una forma inmaterial, por cuanto no es absorbida por la vida del cuerpo ni agota sus posibilidades en el mantenimiento de la especie en la sucesión temporal de los individuos. Por esto es que resulta tan grosera y tan grotesca una perspectiva histórica configurada en el progreso de la humanidad en general, en la infinita perfectibilidad humana o en la conquista de un superhombre; de tal modo que cada hombre, cada alma individual, no sería más que un accidente y un instrumento circunstancial del Gran Ser, como decía Comte refiriéndose a la especie humana sustantivada y convertida en la meta ideal de cada pueblo y de cada hombre263. Una cosa es que el hombre necesite de los otros hombres, principalmente de sus próximos, para vivir como un hombre; y otra muy distinta es que no sea ni valga de suyo más que una gota de agua en el mar. El alma individual necesita de la comunidad y de la comunión con otras almas; necesita compartir una vida y un destino común para bastarse a sí misma y por esto es que refleja su ser y su estructura moral en las instituciones políticas y sociales. Pero ni la humanidad ni el Estado, menos todavía la primera que el último, agotan las potencias del alma cuya vida mejor, el acto de su inteligencia, trasciende el espacio y el tiempo, así como todo fin relativo y particular, para proyectarse sobre la eternidad y sobre lo absoluto. El alma racional y libre tiene que emplear su cuerpo y el mundo exterior para la vida de la razón y de la libertad que es la vida del conocimiento y de la obediencia a Dios; tiene que convertir su voz, su rostro y sus manos, la tierra y el agua, el aire y el fuego, en signos y en símbolos de la espiritualidad que se sabe a sí misma y quiere existir como tal en la materia exterior y sensible. Y por sobre todo, el alma tiene que ser dueña de sí misma, lo que quiere decir dueña de un pensamiento libre que contenga la verdad del universo y de su universal dependencia de una Causa primera; y dueña de una libre voluntad consagrada, por entero, a edificar la Ciudad de los hombres en conformidad con ese modelo divino. Corresponde que anticipemos aquí un maravilloso texto de La República de Platón, fundamento de toda política realista, segura y verdaderamente eficiente: En efecto, mi querido Adimanto, aquel cuyo pensamiento se ocupa realmente en la contemplación del ser [...] con la mirada siempre fija sobre objetos que guardan entre sí el mismo orden y la misma relación y que, sin perturbarse nunca unos a otros, se mantienen todos bajo la ley de la razón y del orden, se consagra a imitar y a interpretar en sí mismo, hasta donde ello es posible, la belleza de su armonía. ¿Crees tú que pueda uno acercarse sin cesar a un objeto, con admiración y con amor, sin esforzarse por imitarlo? [...] De suerte que el filósofo, por el trato que tiene con lo que es divino y está sujeto a ley del orden, se torna él mismo divino y sumiso a la ley del orden, hasta donde ello es compatible con la humanidad; porque siempre hay mucho que modificar en el hombre [...] Por tanto, si algún motivo poderoso lo llevase a procurar que el orden que contempla en las elevadas regiones de su pensamiento pase a las costumbres 263 Esta idea de la Humanidad como el Gran Ser que sustituye a Dios, la expone Augusto Comte en su obra Catéchisme positiviste, ou Sommaire exposition de la religion universelle, en onze entretiens systématiques entre une femme et un prêtre de l'humanité (1852). públicas y privadas de sus semejantes, en vez de limitarse a formar su carácter personal […] empezará por considerar al Estado y al alma de cada ciudadano, como una tela a la que es preciso despojar de toda mancha, lo que no es fácil [...] Después trabajará sobre esa tela, lanzando la mirada ya sobre la esencia de la justicia, de la belleza, de la temperancia y de las demás virtudes; ya sobre lo que en el hombre es compatible con este ideal; y mediante la mezcla y combinación de estos dos elementos, formará al hombre tal cual es, de acuerdo con aquel ideal que Homero llama divino y semejante a los dioses, cuando lo encuentra en un hombre264. De donde resulta, como ya se ha establecido en clases anteriores, que el estudio científico del alma humana -su esencia, sus potencias y sus actividadesdebe hacerse desde la política en todo lo que respecta a la vida del compuesto y a la actuación del alma en el mundo exterior; pero subordinando esta indagación al examen teológico y metafísico de aquellas actividades del alma que se realizan en modo inmaterial y que están ordenadas al mundo inmaterial de las ideas y de los ideales, el acto de la inteligencia y el acto de la voluntad. No hay otra alternativa posible: o se estudia al hombre desde Dios; o se lo estudia desde el mono. Y adviértase que toda mezcla y confusión de estos criterios extremos e incompatibles siempre se produce en desmedro del superior. El punto de vista de Dios, término y medida de todo cuanto existe, comporta una forma rigurosamente demostrativa en el discurso cuyo principio es la esencia misma de la cosa (en este caso, la espiritualidad del alma); y cuyo desarrollo responde a una necesidad interior que va diferenciando sus partes constitutivas y sus cualidades propias sin salir de ella misma. Esto no quiere decir que el punto de partida de dicho examen no sea estrictamente empírico y experimental. No podría ser de otro modo puesto que la inteligencia racional, abstractiva y generalizadora, no tiene otra vía inmediata de acceso a la existencia que los sentidos y las afecciones corporales: el alma siente los otros seres existentes y su propio ser, antes de poder pensar sobre sí misma y sobre los otros. De ahí que la psicología racional, especulativa, demostrada, se inicie con la posición de un hecho bien determinado, comprobado y comprobable por la observación y el experimento, cual es la existencia del saber y de la verdad. El hecho de la ciencia es mucho más positivo, concreto e indiscutible que la presencia de esta mesa, aquí y ahora, porque existe en el hombre desde mucho antes que comenzara a existir esta mesa y continuará existiendo después de su desaparición. Pensar que dos o más dos es igual a cuatro, es como haberlo pensado antes y como volverlo a pensar después; es como pensarlo siempre; es el mismo saber 264 La República VI, 499 e – 501 b. y la misma verdad fuera del espacio y del tiempo, que se reitera toda vez que pensamos lo mismo. Este juicio verdadero es un hecho más estable, más sólido, más consistente que el metal más fijo, más duro y más inalterable. Tiene validez universal y es universalmente comunicable; posee una inmutable objetividad. Lo mismo ocurre con el hecho de la voluntad; preferir reflexivamente lo mejor es como haberlo preferido ya, desde siempre y para siempre. La decisión verdaderamente libre no tiene extensión ni duración limitadas; es la reiteración continua de la misma promesa, de la misma devoción, de la misma fidelidad; es el mismo sí y el mismo no en todas las circunstancias. La voluntad real y verdadera, tiene, pues, la universalidad, la inmutabilidad y la objetividad del saber fundado. Se trata, pues, de explicar esos hechos incuestionables por sus causas; es decir, de buscar el principio en virtud del cual el hecho del saber y el hecho de la libertad pertenecen al sujeto hombre. Hemos referido ya como Sócrates descarta que ese principio pueda ser el cuerpo y le hemos visto insistir en su interferencia perturbadora para la búsqueda del saber y de la Verdad. De ahí que el alma deba purificarse antes de emprender sus reales caminos. Y bien; purificar el alma, ¿no es, como antes decíamos, separarla del cuerpo y acostumbrarla a encerrarse y recogerse en sí misma, renunciando al comercio con aquél cuanto sea posible, y viviendo, sea en esta vida, sea en la otra, sola y desprendida del cuerpo, como quien se desprende de una cadena265? Esto significa que el alma está encadenada al cuerpo cuando pierde su valor de espíritu y en lugar de manifestarse libre y soberana en el cuerpo, se encuentra sometida y humillada a sus pasiones sensuales. Si los filósofos, tal como nos enseña Sócrates, son los que verdaderamente trabajan en esa separación y en esa liberación del alma, es que todo su empeño consiste en llegar a ser señores de un pensamiento libre y en ser capaces de decir sí y de decir no hasta en la hora de la muerte; sobre todo, en la hora de la muerte. No depende de nuestra conciencia ni de nuestra voluntad, experimentar o dejar de experimentar temor ante el peligro; es cosa que nos sobreviene quieras que no. Pero sí depende de nuestra decisión no consentir que nos arrastre y permanecer enteros en medio del trance, como si fuéramos invulnerables al temor y al sufrimiento. Se comprende, pues, que Sócrates recuerde, una vez más, a sus discípulos: ¿No sería una cosa ridícula, como dije al principio, que después de haber gastado un hombre toda su vida en prepararse para la muerte, se 265 Fedón, 67 c d. indignase y se aterrase al ver que la muerte llega? ¿No sería verdaderamente ridículo266? Un hombre habituado a vivir desde el alma, que se sabe espiritual y libre, capaz de subsistir por sí misma e incorruptible de suyo; es decir, un hombre habituado a vivir desde lo eterno de sí mismo y de los otros seres, no puede ser presa de la angustia de la nada, del horror del anonadamiento, en presencia de la muerte. Más bien, la acogerá con serena confianza y estará persuadido como Sócrates de que [...] en ninguna parte fuera del Hades, encontrará esa sabiduría pura que busca. Siendo esto así, ¿no sería una extravagancia, como dije antes, que un hombre de estas condiciones temiera la muerte267? De donde se infiere también que [...] si un hombre se estremece y retrocede cuando está a punto de morir, es una prueba segura de que no ama la sabiduría, sino su cuerpo, y en el cuerpo los honores y riquezas, o ambas cosas a la vez268. La sabiduría es el sentido de lo que es eterno y de lo que es efímero en todo cuanto existe. No hay otra educación del hombre; no hay otra pedagogía nacional fuera de aquella que cultiva en las almas ese sentido de la medida y de la justa proporción. He aquí el único humanismo legítimo y su sentido insuperable: el realismo de la Verdad. . 266 Fedón, 67 e. Fedón, 68 b. 268 Fedón, 68 b c 267 LECCIÓN XXIX La Sabiduría o filosofía primera es el principio de toda virtud moral. La sobriedad, la fortaleza, la prudencia y la justicia son, ante todo, especies de constancia en el juicio de la razón, por las cuales se gobiernan y se miden las pasiones. Una constancia en el juicio quiere decir una conclusión demostrada de la inteligencia racional que opera como un principio separado e impasible; una negación o una afirmación esenciales, universales y necesarias que le permiten al hombre anular la subjetividad y la arbitrariedad de las pasiones corporales, penetrándolas de razón y de verdad. De este modo, nuestros deseos y aversiones, nuestras esperanzas y desesperanzas, nuestros temores y audacias, así como el impulso agresivo se disciplinan y objetivan en nuestro propio ser y constituyen una segunda naturaleza de hábitos, las virtudes éticas. La constancia en el juicio es también una conducta constante en todas las circunstancias, en las más extremas variaciones de la fortuna. Fuera de la razón y de la verdad no puede haber más que sombras y apariencias de la virtud; la mentira de las ideas y de los gestos elevados. Nosotros, modernos y progresistas, hemos perdido el sentido del ser y la capacidad para la verdad hasta el punto de acusar una indiferencia absoluta hacia lo que es, hacia todo lo que es esencial y sustantivo; no reconocemos validez nada más que a las ilusiones y a los simulacros ideológicos donde se reflejan las pasiones y los intereses dominantes en cada momento. Así nos hemos puesto a construir la Ciudad de los hombres sobre bases de artificios y convenciones arbitrarias que sólo remedan exteriormente a los antiguos e inconmovibles fundamentos; y con una materia envilecida, contrahecha y lamentable. Esta ciudad demasiado humana, que pretendemos construir enteramente solos, aunque pongamos en el frontispicio de la Constitución que Dios es fuente de toda razón y justicia, se va agrietando y desmoronando sin que pueda terminarse su edificación en las almas; se cae y se vuelve a caer apenas se ha conseguido apuntalar sus muros como si su lógica fuera la contradicción misma, como si llevara la revolución infinita es sus entrañas, como si se problematizara íntegramente a cada instante. Por esto es que desde fines del siglo XVIII, vienen proliferando escandalosamente, como la más horrible plaga, los revolucionarios, reformadores y proyectistas políticos. Hasta Jorge Sand no puede ocultar su indignación ante la nueva profesión del siglo; y eso que escribía en la mitad primera del XIX: “¿Cuántos Cristos crees tú, que pueden nacer en un siglo? ¿No te espanta e indigna como a mí, el número exorbitante de redentores y legisladores que aspiran al trono del mundo moral269?” 269 GEORGE SAND, pseudónimo de la escritora francesa AMANDINE AURORA DUPIN, BARONESA DUDEVANT (1804-1876). La obra Cartas de un viajero, de la que está extraído el texto citado, recoge las experiencias de un viaje a Italia y fue publicada, por primera vez, en español, en Barcelona, en 1838. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. Ninguna constancia en el juicio de la razón, ninguna sabiduría preside la vida del alma ni la vida de la Ciudad. Más aún, toda constancia, toda inmovilidad e inmutabilidad han sido desterradas de las almas y de la plaza pública, como un síntoma peligroso de intolerancia, de fanatismo y de reacción; como una profanación de las cuatro libertades sagradas. Es sobre la parte inferior, pasional y móvil del alma que se pretenden edificar las virtudes éticas y la Ciudad de los hombres. De ahí que lo único permanente sea el estado de revolución, de negación de todo lo que llega a la existencia, por aquella sin razón que dice Engels: “todo lo que existe merece perecer270.” Y en verdad, no hay consigna que tenga tantos adeptos, incluso entre quienes menos lo sospechan. Las pasiones gobiernan en lugar de la razón y sólo confiamos en suscitar virtudes calculando sobre las pasiones; así, por ejemplo, se pretende movilizar a los pueblos occidentales contra el Comunismo y el imperialismo soviético, por medio de una propagando sobre el temor, sobre los goces y los sufrimientos animales del hombre. Si se consigue convencer a las gentes que bajo el régimen comunista se come y se duerma mal, se goza menos de la vida y, en cambio, se sufre mucho más; si se consigue convencer, repetimos, que nos amenaza un mundo de animales insatisfechos y sin diversiones, entonces las gentes sacarán fuerzas de flaquezas, se harán virtuosos por vicio y resolverán luchar, padecer y morir hasta conjurar la insoportable amenaza. En su última lección, Sócrates explicó a sus discípulos esta aparente paradoja de que la virtud se pueda presentar como una resultante del juego de las pasiones y, por lo tanto, del vicio. – Así, pues, lo que se llama fortaleza, ¿no conviene particularmente a los filósofos? Y la templanza, que sólo en el nombre es conocida por los más de los hombres; esta virtud que consiste en no ser esclavo de sus deseos, sino en hacerse superior a ellos, y en vivir con moderación, ¿no conviene particularmente a los que desprecian el cuerpo y viven entregados a la filosofía? – Necesariamente. – Porque si quieres examinar la fortaleza y la templanza de los demás, encontrarás que son muy ridículas. – ¿Cómo, Sócrates? – Sabes que todos los demás hombres creen que la muerte es uno de los mayores males […] 270 Cf. FRIEDRICH ENGELS, Ludwig Feuerbach y…, o. c. I. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. - Así que cuando estos hombres, que se llaman fuertes, sufren la muerte con algún valor, no la sufren sino por temor a un mal mayor. – Es preciso convenir en ello. – Por consiguiente, los hombres son fuertes a causa del miedo, excepto los filósofos. ¿Y no es cosa ridícula que un hombre sea valiente por timidez? – Tienes razón, Sócrates. - Y entre esos mismos hombres que se dicen moderados y templados, lo son por intemperancia, y aunque parezca esto imposible a primera vista, es el resultado de esta templanza loca y ridícula; porque renuncian a un placer por el temor de verse privados de otros placeres que desean y a los que están sometidos. Llaman, en verdad, intemperancia al ser dominado por las pasiones; pero al mismo tiempo ellos no vencen ciertos placeres sino en interés de otras pasiones a que están sometidos y que los subyugan; y esto se parece a lo que decía antes, que son templados y moderados por intemperancia271. En rigor, cuando la virtud no es una disciplina racional y habitual de las pasiones; es decir, cuando se subvierte el orden jerárquico de las partes del alma y son las pasiones que mandan y la razón se degrada hasta no ser más que un instrumento ideológico de aquéllas, entonces no queda de la virtud más que el nombre y el consumo retórico que de ella se hace para cubrir las apariencias. En esta radical subversión del alma, se oculta la esencia de toda traición, puesto que no puede haber firmeza ninguna en un coraje nacido del miedo a un mal mayor, ni en una prudencia basada en el horror a la responsabilidad, ni en una justicia que se funda en la conveniencia recíproca de las partes. Una cosa es que la voluntad, movida lúcida e intensamente hacia un fin determinado, arrebate y arrastre en su movimiento a la pasión entera del alma; y otra muy diversa es que sean las pasiones las que regulen y determinen la vida de la razón y de la voluntad. - Mi querido Simmias, no hay que equivocarse; no se camina hacia la virtud cambiando placeres por placeres, tristezas por tristezas, temores por temores, y haciendo lo mismo que los que cambian una moneda en menudo. La sabiduría es la única moneda de buena ley, y por ella es preciso cambiar todas las demás cosas. Con ella se adquiere todo y se tiene todo: fortaleza, templanza, justicia; en una palabra, la virtud no es verdadera sino con la sabiduría, independientemente de los placeres, de los 271 Fedón, 68 c – 69 a. sufrimientos, de los temores y de las demás pasiones. Mientras que, sin la sabiduría, todas las demás virtudes que resultan de una transacción de unas no son más que sombras de virtud; virtud esclava del vicio que nada tiene de verdadero ni de sano. La verdadera virtud es una forma de purificación de toda especie de pasiones272. Quiere decir, pues, que sólo en la medida en que el alma se purifica, o lo que es lo mismo, se rescata de las pasiones corporales con la vida de la inteligencia pura, del saber y de la verdad, se eleva y perfecciona en la virtud del carácter. No puede haber constancia ni firmeza en la conducta sin juicios de la razón de valor firme y constante, aunque pueda haber inconstancia en los hechos a pesar de la evidencia y de la fuerza del juicio de la razón, sea por flaqueza o por perversión de la voluntad. Sobrecoge de pavor advertir la ceguera y la irresponsabilidad que se empeñan en la propaganda y en la lucha contra el Comunismo. No se trata de destruir la ideología en las almas demostrando su falsedad y su iniquidad, debajo de su máscara de verdad científica y de justicia social, como tarea primordial para conseguir anular su eficacia política y arrancarlo de la existencia histórica. Por el contrario, se discurre torpemente que como idea no constituye ninguna amenaza y ningún peligro, porque cada uno puede opinar a gusto y tener ganas de lo que le parece bien y tiene, además, la libertad de expresión y de prensa para difundir a todos los vientos su idea y su afán, según establece el principio intangible de las cuatro libertades democráticas. Esto significa que la Sabiduría y la Verdad quedan excluidas de la lucha contra el Comunismo; aparte del abominable crimen contra el espíritu democrático que importa todo dogmatismo, la afirmación de una Sabiduría verdadera y de una Verdad definida e inmutable, ¿quién puede osar decir que posee la Verdad y tener la pasión de la Verdad, sin que los tribunales populares lo juzguen y castiguen ejemplarmente? Nada, pues, de Sabiduría ni de Verdad; el recurso práctico, eficiente, y exclusivo es apelar a la fuerza de los placeres, de los dolores y de los temores como ya hemos referido. Asegurad una felicidad burguesa de potrero verde y el Comunismo será rechazado y repudiado infaliblemente. Mostrad a los animales satisfechos que un gran poder en auge creciente les arrebatará su pequeña felicidad egoísta en caso de triunfar y los veréis levantarse airados y feroces para destruirlo en los campos de batalla. Es un tremendo error y la mejor colaboración que puede prestársele al adversario para apresurar y asegurar su triunfo. Las pasiones duran un instante y se cambian enseguida por sus contrarias, modificando el juicio y la decisión. La Verdad es definida, inagotable e inmutable como el Ser, cuyo testimonio es. Desgraciadamente los comunistas conocen el peso y la fuerza de la Verdad imponderable e inmaterial; saben que su atracción es irresistible cuando se la 272 Fedón, 69 a c. muestra en la luz de un mediodía; por eso es que han recurrido desde Marx y Engels, al recurso diabólico de presentar su utopía en la forma de la teoría rigurosa, de la ciencia objetiva, universal y necesaria; y como se trataba del siglo XIX, revistieron su programa político con la apariencia del saber exacto y experimental; desarrollaron sus supuestos ideológicos con un simulacro metodológico calcado sobre la ciencia físico-matemática, el único legítimo y válido para la mentalidad dominante. Y apenas un siglo después de la publicación del Manifiesto Comunista y ochenta años después de la aparición de El Capital de Marx, el Socialismo Científico parece haberse transformado en una fuerza arrolladora de las almas y de las instituciones en el mundo entero. La presentación del régimen comunista como un desenlace necesario conforme a las leyes que rigen el curso de la historia, tan rigurosamente demostrado en la apariencia dialéctica, como la caída de un cuerpo o el movimiento de los astros, nos descubre el secreto de su penetración y difusión en las almas, principalmente de los llamados intelectuales, que son sus reales predicadores y propagandistas. Y también comprendemos, a través del testimonio de este simulacro de la sabiduría, de esta ficción sutilísima de la ciencia reconocida y acatada, cuál es la fuerza y el poder de la inteligencia y de la palabra. Hasta la voluntad que quiere aniquilar la vida espiritual y borrar todo rastro de Dios en la memoria del hombre, se vale todavía del espíritu, de una falaz y engañosa imitación de la Sabiduría y de la Verdad para llegar a la consumación de su iniquidad si ello fuera posible. Y tan sólo la Sabiduría y la Verdad prevalecerán contra la mistificación de la Verdad y de la Sabiduría. BIBLIOGRAFÍA AGUSTÍN DE HIPONA, SAN, Confesiones Sermones ALBERDI, JUAN BAUTISTA, El crimen de la guerra. En Juan Bautista Alberdi, Obras selectas. Nueva edición ordenada, revisada y precedida de una introducción por el Dr. Joaquín V. González, Buenos Aires, Librería “La Facultad” de Juan Roldán, 1920, t. XVI. Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina. Edición crítica, con una noticia preliminar, la reconstrucción de los textos originales y sus variantes, las fuentes y notas ilustrativas [por] Jorge M. Mayer, Editorial Sudamericana, 1969. 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ÍNDICE Nota preliminar a la segunda edición Carta de Coriolano Alberini dirigida al autor con motivo de la primera edición Prefacio PRIMERA PARTE Nuestra mentalidad de modernos Lección I Lección II Lección III Lección IV SEGUNDA PARTE El magisterio socrático y el problema de Alcibíades Lección V Lección VI Lección VII TERCERA PARTE El conocimiento de sí mismo y la conquista de un pensamiento libre Lección VIII Lección IX Lección X Lección XI CUARTA PARTE La naturaleza intelectual de la virtud y el poder formativo del saber Lección XII Lección XIII Lección XIV Lección XV QUINTA PARTE La sabiduría y la habilidad: retórica de mando y adulación demagógica Lección XVI Lección XVII Lección XVIII Lección XIX Lección XX SEXTA PARTE La justicia de los deberes y la igualdad de los derechos. El fracaso aparente de Sócrates y la moral del éxito Lección XXI Lección XXII Lección XXIII Lección XXIV SÉPTIMA PARTE Los fundamentos del realismo político que expone el Fedón: la inmaterialidad del alma y la inmortalidad personal. Clasicismo y bolcheviquismo Lección XXV Lección XXVI Lección XXVII Lección XXVIII Lección XXIX BIBLIOGRAFÍA ÍNDICE DE NOMBRES Y DE TEMAS