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Rebelión del güisqui

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Mi reino por una botella: la rebelión del güisqui
Fernando Jiménez Colorado
Mi reino por una botella: la rebelión del güisqui
En la breve historia de los Estados Unidos de América pueden encontrarse numerosas
anécdotas curiosas, pero quizás una de las menos conocidas y más sorprendentes es la del
levantamiento de los destiladores de güisqui en la última década del siglo XVIII.
Pongámonos en contexto. En 1790, el Secretario del Tesoro Alexander Hamilton concierta el
llamado Pacto de Asunción de Deuda, en virtud del cual el gobierno federal de los EE.UU.
asumía toda la deuda contraída por los estados federados durante la Guerra de Independencia
contra Inglaterra (1775-1783). Para financiar esta deuda, el hábil Hamilton, arquitecto de las
primeras estructuras estatales de la Federación de EE.UU., decide crear un nuevo impuesto,
puesto que hasta ese momento sólo quedaban sometidas a gravamen las importaciones
inglesas (y ninguno de los productos locales). Mientras le da vueltas a qué productos gravar,
llega a sus oídos que los colonos de la frontera de Pensilvania destilan güisqui casero con los
restos de la cosecha de maíz, que usan como moneda de cambio en operaciones de trueque y
para aliviar las penurias de la guerra constante contra los nativos americanos, especialmente
dura en ese rincón del joven país.
El nuevo impuesto queda aprobado en 1791, pero es ignorado parsimoniosamente por los
colonos de Pensilvania, quienes argumentan que no se hizo la guerra contra el inglés para que
ahora el nuevo gobierno pretenda imponerles impuestos sin representación (motivo principal
de la Guerra de Independencia). Los colonos se organizan en la Mingo Creek Association y tras
proclamar que se niegan a pagar el impuesto sobre el güisqui, se dotan de una milicia propia
para hacer frente a una hipotética intervención militar del gobierno federal. Al poco tiempo, se
hacen conocer por el nombre de un personaje ficticio, Tom the Thinker, que encarnará sus
pretensiones durante toda la contienda. El malestar de los colonos ante las crecientes
presiones y amenazas del gobierno federal llega a tal punto que ese mismo año, la multitud
disfrazada de mujer, de indio o de negro (para simbolizar que el gobierno, al imponerles un
impuesto sin representación, les había convertido en ciudadanos de segunda sin derechos de
participación política) unta de brea y cubre de plumas de gallina al recaudador de impuestos
y le expulsa a patadas de Pensilvania.
En reacción a esta provocación abierta, Hamilton logra que el Congreso apruebe la Ley de la
Milicia (Milita Act) en 1792, instrumento legislativo que otorgaba al Presidente (George
Washington por entonces) el mando supremo de las milicias estatales (dado que la
Federación no contaba por entonces con un ejército permanente) en caso de rebelión, sin la
necesidad de consultar ni recabar la aprobación del Congreso y con el único y liviano trámite
de que un magistrado del Tribunal Supremo certificase la realidad de dicha rebelión. No fueron
pocas las críticas que se alzaron contra Hamilton en esos días, acusándole de estar detrás de
la rebelión para justificar la creación de un ejército federal permanente, paso previo a
proclamarse Rey. Estas acusaciones ya venían persiguiendo a Hamilton a lo largo de su carrera
a causa de su marcado federalismo, que chocaba con la postura estatalista predominante
entonces.
En este punto, debe señalarse que sorprende a la razón cómo un individuo tan inteligente,
genial financiero y hábil gobernante como Hamilton, fue incapaz de encontrar una solución
distinta a la represión armada. El Presidente Washington, conocedor del ardor guerrero de su
Secretario del Tesoro, logró refrenar sus ansias por marchar con las milicias estatales y reprimir
la revuelta a golpe de bayoneta. Así, no es hasta 1794 cuando se precipitan los
acontecimientos y Hamilton marcha sobre Pensilvania. Ese año se produce un
enfrentamiento armado entre el general Neville, inspector de tributos de Pensilvania, y la
milicia de la Mingo Creek Association, y durante el cual los rebeldes incendian la casa del
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general, aunque este logra escapar. Tom the Thinker, agitado por el abogado local Braford,
admirador de Roberpierre, levanta un ejército de 7.000 hombres para marchar sobre
Pittsburgh y demostrar por los hechos al gobierno federal que los rebeldes están dispuestos a
defender la bondad de sus derechos con la fuerza de sus armas. Sus habitantes evitan el
desastre maniobrando hábilmente, recibiendo a los rebeldes con buenas palabras sobre lo
elevado de su causa contra la opresión gubernamental y ofreciéndoles güisqui gratis (y libre de
impuestos, gracias a Dios), con lo que les mandan de vuelta a casa sin mayores incidencias. Sin
embargo, este gesto constituye la excusa perfecta para Hamilton para esgrimir la Ley de la
Milicia; y tras la renuncia del Secretario de Guerra Knox a aceptar el encargo de batirse el
cobre contra sus conciudadanos, Hamilton convence a Washington para que le nombre
Secretario de Guerra provisional.
El prudente Washington, que a diferencia del joven e impetuoso Hamilton sí que había
luchado en una guerra de verdad, intenta una última solución amistosa. Envía una comisión
presidencial a los rebeldes, intimándoles a rendirse y prometiéndoles el perdón por sus actos.
Éstos votan y por mayoría acuerdan aceptar la propuesta del Presidente; pero Hamilton, al
conocer que no todos habían votado a favor, se mantiene en sus trece y exige sumisión total,
continuando la marcha al frente de sus 13.000 hombres. Para más inri, desobedece la orden
del Presidente de castigar el saqueo con pena de vida, y da carta blanca a sus milicianos para
sustentarse de la tierra y así avanzar más rápido, sin la carga de carros de bastimentos que
ralentizarían la marcha.
Arribado al oeste de las montañas Allegheny, Hamilton no encuentra ni un alma donde se
supone que deberían estar los rebeldes, que se han desvanecido en la bruma. No halla los
alzamientos armados, las revueltas campesinas ni el terror revolucionario a la francesa con los
que había azuzado a Washington para autorizar el uso de la fuerza. Rien de rien. A pesar de
ello, Hamilton permite que continúen los saqueos y desencadena una ola de arrestos
indiscriminados producto de su paranoia, pues pretende celebrar un juicio espectáculo a la
vuelta a Filadelfia para justificar el ardor de su empresa y sus crecientes costes. Sin embargo,
entre unas cosas y otras sólo son finalmente procesados 20 arrestados, de los cuales sólo dos
fueron finalmente declarados culpables e inmediatamente indultados por Washington. La
mayoría de los rebeldes se escabullen del ejército de Hamilton y se adentran más y más en la
frontera, asentándose en lugares recónditos fuera del control del gobierno para seguir
destilando güisqui a sus anchas y libre de impuestos. Entre otros, muchos de estos colonos se
asentaron en Kentucky, que desde entonces se ha ganado la fama de centro de la producción
de güisqui estadounidense (bourbon).
Haciendo balance de la Rebelión del Güisqui, cuando esta terminó en 1794 sólo podían
contarse cuatro rebeldes y un miliciano muertos en escaramuzas, así como 12 milicianos
muertos por causa de accidentes o enfermedades durante las marchas. La efectividad del
impuesto creado por Hamilton fue muy reducida, en la medida en que la mayoría de los
rebeldes escaparon a la represión del gobierno y continuaron destilando su güisqui felizmente
y libres de todo impuesto en las zonas más alejadas del país, donde escapaban a toda
posibilidad de control gubernamental. Además, en 1801 Thomas Jefferson, enemigo jurado de
Hamilton, fue elegido Presidente y abolió el impuesto sobre el güisqui.
Sin embargo, lo que sí es importante resaltar de este curioso episodio es que se trató de uno
de los primeros enfrentamientos en los que la Federación vencía a las pretensiones
estatalistas que rehusaban obedecer a un poder central fuerte, dialéctica que se mantendría
durante todo el siglo XIX y buena parte del siglo XX. En efecto, una parte importante de la
historia de los EE.UU. tras su independencia de Inglaterra es la de la lucha tenaz, progresiva y
sigilosa entre los dos modelos políticos de la federación (abogando por un poder central
fuerte, dotado de recursos propios y capaz de imponer su autoridad a los estados federados en
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última instancia) y de la confederación (abogando por un espíritu de libertad de los estados
federados, que delegarían en la Federación sólo unas funciones mínimas como la defensa, las
relaciones exteriores o la moneda). De todos es conocido que esta pugna alcanzaría su clímax
durante la Guerra de Secesión (1861-1865).
A modo de conclusión, sirva la reflexión final de Edward Strosser, cuya crónica hemos
empleado para hacer esta humilde relación de hechos, sobre estos acontecimientos:
« La represión de la rebelión por parte del ejército federal había funcionado. El imperio de la ley
ya no sería desacatado abiertamente nunca más, al menos en Pittsburgh. Los impuestos y las
rentas se pagarían. El valor de la tierra aumentaría. Los terratenientes ausentes ya no tenían
nada que temer. Habían hecho restallar el látigo. El gobierno federal estaba allí para
quedarse.»
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