Literatura latinoamericana: Senderos que se bifurcan II

Anuncio
Literatura
latinoameri ca na:
Senderos que se
bifur can II
Lengua y
Literatura II
4º Año
Cód. 2403- 16
Jefa de Depto: Marisa Ponisio
Autoras: Virginia Savoini y Ma. Celeste Gascón
Colaboración: Gilda Di Crosta,
Dpto. de Idi omas
Eje: Literatura latinoamericana contemporánea (s. XX)
Unidad II: Narrativa latinoamericana: un recorte local

Distintas miradas sobre la narrativa latinoamericana: el juego con el lenguaje; la problemática político-social;
latransgresión de las fronteras de los géneros literarios tradicionales.

Rodolfo Walsh (Argentina): “Esa mujer” y “Nota al pie”

Angélica Gorodischer (Argentina): “El quiosco de la esquina”

César Aira (Argentina): “El perro”
Rodolfo Walsh (Argentina, 1927–1977)
“La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste de idiota de Rilke*: <Si
usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir.> (…) En 1964 decidí que de
todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía.”
Rodolfo Walsh: Nota autobiográfica (1965)
*Rainer María Rilke (escritor alemán 1875-1926): Cartas a un joven poeta.
Rodolfo Walsh nació en la ciudad de Choele-Choel, provincia de Río Negro. Uno de sus
primeros trabajos en Buenos Aires fue el de corrector de pruebas de la editorial Hachette,
cuando sólo tenía diecisiete años. Luego desempeñó otros trabajos también ligados al mundo
del libro: traductor, editor y compilador de antologías, además de autor de sus propios textos.
Por uno de ellos recibió en 1950 una mención en el Primer Premio de Cuentos Policiales
organizado por la editorial Emecé. Pocos años después, su libro de cuentos Variaciones en
rojo, que incluye tres relatos policiales de enigma, fue distinguido con el Premio Municipal de
Literatura. Desde entonces, sus relatos y notas periodísticas aparecieron con frecuencia en
revistas de actualidad
A partir de 1955, luego de la autodenominada Revolución Libertadora, sus escritos giraron
marcadamente hacia la literatura que incorpora investigación periodística. El primer libro de la
nueva modalidad fue Operación masacre (1957), novela que se convirtió en un clásico de la
literatura política argentina. Allí, mediante la imbricación de técnicas literarias y de testimonios
Wals inauguró un nuevo género literario: el relato de no ficción, conocido más tarde en inglés
como nonfiction novel. Con el mismo estilo, publicó luego otros dos títulos: El caso Satanovsky
(1959) y ¿Quién mató a Rosendo? (1966). A fines de la década del 50, viajó a Cuba para
POLITECNICO
1
Senderos que se bifurcan II
Lengua y Literatura
organizar la agencia de noticias Prensa Latina. En los casi veinte años venideros, su actividad
tuvo el sello de la literatura, la militancia y el compromiso intelectual.
A mediados de los 60’s se conocieron sus obras de teatro, dos sátiras al mundo militar, de
muy lograda comicidad: La granada y La batalla. Por esos años, publicó sus volúmenes de
cuentos: Los oficios terrestres y Un kilo de oro. Finalizando esa década, comenzó a trabajar en
la organización y redacción del periódico de la CGT. Catorce meses después, el semanario fue
prohibido, sin embargo siguió saliendo de forma clandestina. Paralelamente, Walsh retornaba
esporádicamente con sus artículos a las publicaciones en revistas de interés general.
En 1970 Rodolfo Walsh ingresó a las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) y en el ´73 se
incorporó a las filas de la organización armada peronista Montoneros, con funciones en el área
de Inteligencia. Además, se hizo cargo de la redacción del diario de la organización, titulado
Noticias. Un año después, Noticias fue clausurado por la presidencia de Isabel Perón. No
obstante eso, Walsh siguió cumpliendo sus tareas casi siempre desde la clandestinidad.
Después del golpe militar de 1976, siguió escribiendo para resistir a la dictadura. Gran parte de
su historia Rodolfo Walsh la jugó en un frente doble: militancia política y literatura. Y polemizó
consigo mismo sobre la posibilidad de coexistencia de ambas prácticas sin traicionar a ninguna.
El 25 de marzo de 1977, Walsh fue muerto en una emboscada de las Fuerzas Armadas, a
pocos minutos de haber despachado por correo cinco copias de su último texto, Carta abierta de
Rodolfo Walsh a la Junta Militar, donde denunciaba los delitos que el gobierno de facto estaba
cometiendo. Su cuerpo aún no fue encontrado y desde ese día permanece desaparecido.
Walsh, cuando piensa en la escritura así como cuando la ejecuta, no distingue ética de
estética: más bien postula un uso ético de los mecanismos estéticos del lenguaje. El orden de lo
literario es concebido como el de la verdadera subversión -de hecho, reniega de sus cuentos
policiales de enigma, por considerarlos asidos a los principios creadores de la literatura
burguesa-: “vos estás en realidad compitiendo con esos tipitos a ver quién hace mejor el dibujito
(…) hasta que te das cuenta de que tenés un arma: la máquina de escribir. Según cómo la
manejás es un abanico o es una pistola (…) y podés mover a la gente en grado incalculable”.
María Inés González: Grandes escritores latinoamericanos. Rodolfo Walsh.
Colegio Nacional Buenos Aires. Página 12.
2
POLITECNICO
“El relato policial, el panfleto, el ensayo, la historia, la denuncia, el testimonio político, la
autobiografía, el periodismo, la ficción: todos estos registros se unen sostenidos por una
escritura que sabe modular los ritmos y matices de la lengua nacional. Walsh era capaz de
escribir en todos los estilos y su prosa es uno de los grandes momentos de la literatura argentina
contemporánea.”
Ricardo Piglia: “Rodolfo Walsh y el lugar de la verdad”
“Esa mujer” explota el paroxismo de la fuerza mítico-simbólica del peronismo, encarnada en
la trayectoria del cadáver de Eva: primero, embalsamado; robado, después; vejado, mutilado,
ocultado, exiliado: un enigma macabro que contribuyó a la canonización. Es un relato basado en
la investigación del paradero del cuerpo, un hecho de violencia política organizado por el
gobierno de Aramburu para borrar de la realidad hasta el nombre y el recuerdo del “tirano”. En el
Prólogo, Walsh aclara que “la conversación que reproduce es, en lo esencial, verdadera”. El
punto de partida y la lógica reiteran los de sus novelas de denuncia: indagación, necesidad de
testimoniar los delitos del Sistema, uso de elementos no ficcionales. Walsh opta por convertir la
búsqueda en un cuento donde el investigador sugiere que va tras “una fantasía: la clase de
fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme”.
María Inés González. Grandes escritores latinoamericanos. Rodolfo Walsh.
Colegio Nacional Buenos Aires. Página 12.
POLITECNICO
3
Senderos que se bifurcan II
Lengua y Literatura
Esa mujer
Rodolfo Walsh
El coronel elogia mi puntualidad:
-Es puntual como los alemanes -dice.
-O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años
de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya
nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río.
Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma
concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase
de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré
tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio.
Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas
olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada
sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos
de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le
dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara
cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
-Esos papeles -dice.
Lo miro.
-Esa mujer, coronel.
Sonríe.
-Todo se encadena -filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está
rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
-La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos
roñosos.
4
POLITECNICO
-¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un carajo.
-Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años -dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
-Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda
flotando como una nubecita.
-La pobre quedó muy afectada -explica el coronel-. Pero a usted no le importa esto.
-¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna
desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
-La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que
repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
-Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace
veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg,
de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
-La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
-¿Qué más? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
-La confundió con un ladrón -sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
-Pero el capitán N...
-Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado
cuando se pone en pedo.
-¿Y usted, coronel?
-Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
-Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a
escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
-Me gustaría.
-Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos,
pero sí ante la historia, ¿comprende?
POLITECNICO
5
Senderos que se bifurcan II
Lengua y Literatura
-Ojalá dependa de mí, coronel.
-Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de
flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
-Derby -dice-. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en
la cara nocturna, dolorida.
-¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
-Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es
cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo
quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
-¿Qué querían hacer?
-Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido.
¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta
basura, pero estamos todos hasta el cogote.
-Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría
que romper todo.
-Y orinarle encima.
-Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo
levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a
ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El
coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
-Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había
vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una
ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
-Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el
gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se
pasa la mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en
su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos
ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio
6
POLITECNICO
cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores,
sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna
parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico,
irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa
despacio, arrastrando la metralleta.
-Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga
nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
-...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba
los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared. Está
todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
-No.
-Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
-Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el
monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
-Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le
demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me
demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese
como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre
gente.
-¿Pobre gente?
-Sí, pobre gente -el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-. Yo también soy argentino.
-Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
-Ah, bueno -dice.
-¿La vieron así?
-Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al
aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova
encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo
también me sirvo un whisky.
-Para mí no es nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi
vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta.
POLITECNICO
7
Senderos que se bifurcan II
Lengua y Literatura
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no
me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el
agua.
-A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
-¿Se impresionaron?
-Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés
que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me
agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila
inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".
-Beba -dice el coronel.
Bebo.
-¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
-¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
-Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
-Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
-Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
-¿Y?
-Era ella. Esa mujer era ella.
-¿Muy cambiada?
-No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que
todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
-¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del
coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
-¿Enciendo?
-No.
-Teléfono.
-Deciles que no estoy.
Desaparece.
8
POLITECNICO
-Es para putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las
cinco.
-Ganas de joder -digo alegremente.
-Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
-¿Qué le dicen?
-Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
-Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes.
Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen
sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y
plata.
-La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola,
protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en
mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el
transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez
ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en
la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
-Llueve día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las
rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
-¡Está parada! -grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo
baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
-No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
-¿Eh? -dice- ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
-¿La sacó usted?
-Sí.
-¿Cuántas personas saben?
POLITECNICO
9
Senderos que se bifurcan II
Lengua y Literatura
-DOS.
-¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
-¿Dónde?
No contesta.
-Hay que escribirlo, publicarlo.
-Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
-¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien
para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
-No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
-¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi
dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades,
complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un
mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.
10
POLITECNICO
Nota al pie
In Memoriam Alfredo de León
† circa 1954
Sin duda León ha querido que Otero viniera a verlo, desnudo y muerto bajo esa
sábana, y por eso escribió su nombre en el sobre y metió dentro del sobre la carta
que tal vez explica todo. Otero ha venido y mira en silencio el óvalo de la cara
tapada como una tonta adivinanza, pero aún no abre la carta porque quiere
imaginar la versión que el muerto le daría si pudiera sentarse frente a él, en su
escritorio, y hablar como hablaron tantas veces. Un sosiego de tristeza purifica la
cara del hombre alto y canoso que no quiere quedarse, no quiere irse, no quiere
admitir que se siente traicionado. Pero eso es exactamente lo que siente. Porque de
golpe le parece que no se hubieran conocido, que no hubiera hecho nada por León,
que no hubiera sido, como ambos admitieron tantas veces, una especie de padre,
para qué decir un amigo. De todas maneras ha venido, y es él, y no otro, el que dice:
–Quién iba a decir,
y escucha la voz de la señora Berta que lo mira con sus ojos celestes y secos en
la cara ancha sin sexo ni memoria ni impaciencia, murmurando que ya viene el
comisario, y por qué no abre la carta. Pero no la abre aunque imagina su tono
general de lúgubre disculpa, su primera frase de adiós y de lamento.*
*Lamento dejar interrumpida la traducción que la Casa me encargó. Encontrará usted
el original sobre la mesa, y las ciento treinta páginas ya traducidas.
Es que no ganan con eso una ínfima parte de lo que ambos hubieran ganado
conversando, y tiene de pronto la oscura sensación de que todo viene dirigido
contra él, que la vida de León en los últimos tiempos tendía a convertirlo en testigo
perplejo de su muerte. ¿Por qué, León?
No es un placer estar ahí sentado, en esta pieza que no conocía, junto a la
ventana que filtra una luz ultrajada y polvorienta sobre la mesa de trabajo donde
reconoce la última novela de Ballard, el diccionario de Cuyas editado por Appleton,
la media hoja manuscrita en que una sílaba final tiembla y enloquece hasta estallar
en un manchón de tinta. Sin duda León ha creído que con eso ya cumplía, y
ciertamente el hombre canoso y triste que lo mira no viene a reprocharle el trabajo
interrumpido ni a pensar en quién ha de continuarlo. Vine, León, a aceptar la idea
de su muerte inesperada y a ponerlo en paz con mi conciencia.
De golpe el otro se ha vuelto misterioso para él, como él se ha vuelto
misterioso para el otro, y tiene su punta de ironía que ignore hasta la forma que
eligió para matarse.
–Veneno –responde la vieja, que sigue tan quieta en su asiento, envuelta en sus
lanas grises y negras.
Y cruza las manos y reza en voz baja, sin llorar ni siquiera sufrir, salvo de esa
manera general y abstracta en que tantas cosas la apenan: el paso del tiempo, la
humedad en las paredes, los agujeros en las sábanas y las superfluas costumbres que
hacen su vida.
Hay un rectángulo de sol y de ropa tendida en el patio, bajo la perspectiva de
pisos con barandas de chapas de fierro donde emerge como un chiste un plumero
moviéndose solo en una nubecita de polvo, un turbante sin dueña desfila, y un viejo
se asoma, y mira y escupe.
Otero ve todo esto en una instantánea, pero es otra la imagen que quiere
formarse en su mente: la elusiva cara, el carácter del hombre que durante más de
diez años trabajó para él y la Casa. Porque nadie puede vivir con los muertos, es
preciso matarlos adentro de uno, reducirlos a imagen inocua, para siempre segura
en la neutra memoria. Un resorte se mueve, una cortina se cierra, y ya hemos
pasado sobre ellos juicio y sentencia, y una suave untura de olvido y perdón.
La vieja parece que acuna el espacio vacío que miden sus manos.
–Siempre pagaba puntual,
El resto no ofrece dificultades y espero que la Casa encuentre quien lo haga.
Infortunadamente, he tenido que pasar por encima de sus últimas reconvenciones.
Ñusleter – http://niusleter.com.ar
y el recuerdo del muerto emerge en magras anécdotas: lo mal que comía y el
ruido que hacía de noche escribiendo, y cómo después se enfermó, se vino triste y
huraño, y ya no quiso salir de su pieza.
–Después se volvió loco.
Otero casi sonríe al oír la palabra. Resultaba fácil ahora decir que León acabó
en la locura, y el sumario tal vez lo diría. Pero nadie iba a saber contra qué
enloqueció, aunque sus rarezas estuvieran a la vista de todos.
Así, en los últimos meses, se empecinaba en escribir a mano arguyendo vagos
contratiempos con su máquina, y él se lo permitió a pesar de las protestas de la
imprenta, como dejó pasar otras cosas porque sentía que no iban dirigidas contra él,
que eran parte de la lucha del suicida con algo indescifrable.
En algún cajón de su escritorio ha de estar todavía esa carilla suelta que
apareció intercalada en el último trabajo de León. No tenía más que una palabra –
mierda– repetida desde el principio hasta el fin con letra de sonámbulo.
La mujer averigua quién va a pagar los gastos de entierro, y el hombre contesta:
–La Casa.
No pude rescatar la máquina de escribir y ese texto, como el anterior, le llegará manuscrito.
Hice la letra lo más clara posible, y espero que no se irrite demasiado conmigo, considerando las
circunstancias.
que debe de ser la empresa en que León trabajaba.
Ya con esto aclarado, se siente más libre y se lleva un pañuelo a los ojos y
enjuga un hilo escaso de llanto, en parte por León, que al fin era pobre y no
molestaba, y en parte por ella, por todas las cosas que en ella se han muerto, en
tantos años de soledad y de duro trabajo entre hombres mezquinos y ásperos.
La mirada de Otero vaga entre palmeras grises de un enorme oasis donde
beben los camellos. Pero es una sola palmera, repetida hasta el infinito en el
empapelado, un solo camello, un solo charquito, y el rostro del muerto se embosca
en los arcos del ramaje, lo mira con el ojo sediento del animal, se disuelve por fin
dejándole el resabio de un guiño, el resquemor de una burla. Otero sacude la cabeza
en su necesidad de no ser distraído, de recuperar la verdadera cara de León, su boca
enorme, sus ojos, ¿negros?, mientras oye en el hall la voz del oficial que llama por
teléfono y dice "Juzgado", y cuelga, y disca e inquiere, "¿Juzgado?", y cuelga, y se
pasea con las manos a la espalda, entre lúgubres percheros y macetas de bronce.
¿Recuerda usted la sinusitis que tuve hace dos meses? Parecía una cosa de nada, pero al final
los dolores no me dejaban dormir. Tuve que llamar al médico, y así se me fueron, entre remedios y
tratamientos, los pocos pesos que me quedaban.
2
Ñusleter – http://niusleter.com.ar
Tal vez el gesto de León quiso decir que su vida era dura, y no es fácil
desmentirlo viendo las paredes de su pieza sin un cuadro, el traje de franela de
invierno y verano colgado en el espejo del ropero, los hombres en camiseta que
esperan su turno en la puerta del baño.
Pero de quién no es dura la vida, y quién sino él eligió esa fealdad que nada
explicaba y que probablemente él no veía.
Quizá no sea el momento de pensar estas cosas, pero qué excusa se daría si en
presencia de la muerte no fuese tan sincero como siempre ha sido. ¿Lo fue el
suicida con él? Otero sospecha que no. Ya desde el principio detectó bajo su
apariencia de jovialidad esa veta de melancolía que apuntaba como el rasgo esencial
de su carácter. Hablaba mucho y se reía demasiado, pero era una risa agria, una
alegría echada a perder, y Otero a menudo se preguntó si muy subterráneamente,
inadvertido incluso para León, no había en todo eso un dejo de burla perversa, una
sutil complacencia en la desgracia.
–No tenía amigos –dice la vieja–. Eso cansa.
Por eso empeñé la máquina. Creo que ya se lo conté pero en los doce años que llevo
trabajando para la Casa a mutua satisfacción siempre traté de cumplir, con las salvedades que
haré más adelante. Este trabajo es el primero que dejo inconcluso, quiero decir inacabado. Lo
siento mucho pero ya no puedo más.
El visitante ya no la escucha. Se interna en caminos de antigua memoria,
buscando la imagen perdida de León. Y lo encuentra siempre encorvado, menudo,
con ese aire de pájaro, picoteando palabras en largas carillas, maldiciendo
correctores, refutando academias, inventando gramáticas. Pero es todavía una cara
sonriente, la cara del tiempo en que amaba su oficio.
Hacía falta alguna perspicacia para adivinar un potencial traductor en aquel
muchacho salido de una estación de servicio, ¿o era un taller mecánico?, con su
castellano pasable y su inglés empeñoso averiguado por carta. Descubrió poco a
poco que traducir era asunto distinto que conocer dos idiomas: un tercer dominio,
una instancia nueva. Y después el secreto más duro de todos, la verdadera cifra del
arte: borrar su personalidad, pasar inadvertido, escribir como otro y que nadie lo
note.
–No entres –dice la vieja.
Otero se para, recibe el pocillo que le tiende la chica, y se sienta, y toma el café.
–Ciento treinta carillas a cien pesos la carilla, son trece mil pesos. ¿Sería usted tan amable de
entregarlos a la Señora Berta? Diez mil pesos cubren mi pensión hasta fin de mes. Temo que el
resto no alcance para los gastos que han de originarse. Tal vez rescatando la máquina y
vendiéndola se consiga algo más. Es una muy buena máquina, yo la quería mucho.
3
Ñusleter – http://niusleter.com.ar
Otra ráfaga amable del tiempo pasado ilumina su cara: el gesto de asombro de
León aquella mañana en que vio la primera novela traducida por él. Al día siguiente
apareció con corbata nueva y le regaló un ejemplar dedicado: testimonio de cierta
innata lealtad. Otros pasaron por la Casa, aprendieron lo poco o lo mucho que
sabían y se fueron por unas monedas de diferencia. Pero León en algunos
momentos, acaso en muchos momentos, llegó a intuir la misión de la Casa, captó
oscuramente el sacrificio que implica editar libros, alimentar los sueños de la gente y
edificarles una cultura, incluso contra ellos mismos.
Sobre la mesa de luz el despertador se ha puesto a sonar trepidando en sus
patas de níquel, y a su lado tiembla una foto en su marco, la efigie impúdica y
plebeya de una muchacha sacudida de risa, y también baila el vestido floreado, las
anchas caderas.
–¿Mujeres?
–Ya no –y el reloj tiene otro acceso de alarma, la foto otro ataque de baile y de
risa.
Otero suspira, confiesa perdido en el tiempo el día en que León empezó a ser
otro; el punto de la Serie Escarlata, el tomo de la Colección Andrómeda (alineados
en el único estante como un calendario secreto) en que este hombre dijo que no,
olvidando incluso el orgullo infantil que le daban sus obras:
–¿A que no sabe cuántas fichas tengo en la Biblioteca Nacional? –la cabeza ya
casi calva hundida entre las solapas del traje.
–¿Cuántas, León?
–Sesenta. Más que Manuel Galvez.
–Qué maravilla.
–Psh. Falta la mitad.
O bien:
–Esta traducción es única. Mil palabras menos que el original.
– ¿Las contó? La risa burlona:
–Una por una.
El único defecto es el teclado de plástico, que se gasta, pero en general creo que ya no se
fabrican máquinas como la Remington 1954.
También dejo algunos libros, aunque no creo que se pueda sacar mucho por ellos. Hay otras
cosas, una radio, una estufa. Le suplico que arregle los detalles con la señora Berta. Como usted
sabe, no tengo parientes ni amigos, fuera de la Casa.
Me duele mucho abusar de usted en esta forma, venir a modificar a último momento una
relación tan cordial, tan fructífera en cierto sentido. Cuando el asunto de la máquina, por ejemplo,
pensé que si yo le pedía algún dinero adelantado, la Casa no se negaría. Pero en doce años no lo
había hecho, imaginé que tal vez usted me miraría de un modo particular, que algo cambiaría
entre nosotros, y por último no me decidí.
4
Ñusleter – http://niusleter.com.ar
Después –pero ¿cuándo?– un resorte escondido saltó. Es preciso admitir que
en los últimos tiempos no recibía a León con placer. Le llenaba la oficina de
problemas, de preguntas y lamentos que a veces ni siquiera tenían nada que ver con
él, sino con la generalidad de las cosas, los bombardeos en Vietnam o los negros del
Sur, temas sobre los que a él no le gustaba discutir, aunque tuviera ideas formadas.
Por supuesto León terminaba por mostrarse de acuerdo con ellas, pero en el fondo
era fácil advertir que disentía, y ese disimulo no se sobrellevaba sin mutuas
violencias. Cuando se iba daban ganas de barrer con una escoba toda esa escoria de
tristeza, de pretextos. ¿Qué le pasaba, León?
–No sé –la voz sollozante–. Es que el mundo está lleno de injusticias.
La última vez, Otero lo hizo atender por la secretaria.
Desearía que usted se quedara con el Appleton. Es una edición algo vieja, y está bastante
manoseada, pero no tengo otra cosa con qué testimoniar mis sentimientos hacia usted. Se traba
una singular intimidad con los objetos de uso cotidiano. Creo que últimamente lo conocía casi de
memoria, aunque no por eso dejaba de consultarlo, sabiendo en cada caso lo que iba a encontrar, y
las palabras que de antemano es inútil buscar. Tal vez usted sonría si le confío que, literalmente,
yo hablaba con Mr. Appleton.
Es inútil de todas maneras recordar ese mínimo episodio, oponerlo al constante
interés que mostró por las cosas de León, aun por detalles triviales:
–Este mes tradujo dos libros. ¿Por qué no cambia de traje?
Era lo mismo que pedirle un cambio de piel, y Otero olvidó el proyecto secreto
de invitarlo algún día a comer, presentarle al gerente, ofrecerle un empleo estable en
la Casa. Se resignó a dejarlo en su abulia, sus vagos ensueños, las horas de ocio que
engendran ideas malsanas, llegando a envidiarlo porque podía levantarse a cualquier
hora, decretarse un día feriado, mientras él se desvelaba en los remotos planes de la
Casa. Tal vez su bondad estuvo mal colocada, quizá no debió permitir que León se
enfrentara solo con las fantasías de una inteligencia que –mejor admitirlo– no era
demasiado vigorosa.
Yo decía por ejemplo:
–Mr. Appleton, ¿qué significa prairie dog?
–Aranata.
–Ajá. ¿Y crayfísh?
–Lo mismo que crabfísh.
–Bueno, pero ¿qué quiere decir crabfish?
–Cabrajo.
–No le permito.
–Oh, no se ofenda. Puede traducirlo por bogavante de río.
–Ahora sí. Gracias.
5
Ñusleter – http://niusleter.com.ar
Pero es difícil fijar el límite de los propios deberes con el otro, invadir su
libertad para hacerle un bien. ¿Y qué pretexto invocar? Una o dos veces por mes,
León venía, entregaba su pila de carillas, cobraba, se iba. ¿Es que él podía pararlo,
decirle que su vida era errada? En ese caso, ¿no debería hacer lo mismo con el
medio centenar de empleados de la Casa?
Otero se levanta, camina, se asoma a la puerta del hall, la luz cegadora del patio,
escucha los ruidos que el muerto tal vez escuchaba: metales, canillas, escobas.
Como si nunca hubiera existido, porque nada se para. La sopa en la olla, el jilguero
en su jaula –ese canto impávido en un bosque de chapas- y la voz de la vieja
diciendo que ya son las once y ojalá el comisario esté por llegar.
Por un momento el visitante comparte ese deseo, porque muchas cosas lo
aguardan en la oficina, presupuestos a resolver y cartas que contestar, y hasta una
llamada de larga distancia, sin contar el almuerzo con Laura, su esposa, a quien
tendrá que explicar lo ocurrido. Pero antes debe saber cómo era León, y por qué se
ha matado: antes que llegue el comisario y destape la sábana y le pregunte si eso era
León.
Tal vez el misterio estuviera en su infancia, en viejos recuerdos de humillación
y pobreza. ¿Alguna vez le dijo que no conoció a sus padres? Quizá por eso se sintió
despojado y ya no pudo amar el orden del mundo. Pero salvo ese incidente fortuito,
que él sin duda exageraba, nadie lo había despojado.
¿Cómico, verdad? Uno llegaba a saber cómo se dice una cosa en dos idiomas, y aun de
distintos modos en cada idioma, pero no sabía qué era la cosa.
En los dominios de la zoología y la botánica han pasado por mis páginas rebaños enteros de
animales misteriosos, floras espectrales. ¿Qué será un bowfin?, me preguntaba antes de largarlo a
navegar por el río Missisipi y lo imaginaba provisto de grandes antenas con una luz en cada punta
deslizándose en la niebla subacuática. ¿Cómo cantará un chewink? y escuchaba las notas de
cristal subir incontenibles en el silencio de un bosque milenario.
No he olvidado nunca que todo ese mundo nuevo se lo debo a usted. La tarde en que bajé la
escalera de la Casa, apretando contra el pecho la primera novela que me encargó traducir, está
probablemente, perdida en su memoria. En la mía es siempre luminosa, rosada. Recuerdo, fíjese,
que temía extraviar el libro, lo aferraba con las dos manos, y el tranvía 48 que se internaba en el
crepúsculo por la calle Independencia se me antojaba más lento que nunca: quería penetrar cuanto
antes en la nueva materia de mi vida. Pero inclusive ese barrio de casas bajas y calles largas y
empedradas me parecía hermoso por primera vez.
6
Ñusleter – http://niusleter.com.ar
La Casa fue siempre justa con él, a veces generosa. Cuando dos años atrás, sin
obligación alguna, decidió conceder medio aguinaldo a uno solo entre sus diez
traductores, ese traductor era León.
Es verdad que en los últimos tiempos mostraba una curiosa aversión, una fobia,
por cierto tipo de obras –las que al principio más le gustaban– e inclusive un secreto
(y risible) deseo de influir en la política editorial de la Casa. Pero aun este último
capricho estaba por cumplirse: pasar de la ciencia-ficción a la Serie Jalones del Tiempo.
Un paso sin duda arriesgado para un hombre de una cultura mediana, hecha a los
tumbos, llena de lagunas y de prejuicios.
Nada bastó, era evidente. León no llegó a comprender su verdadero estatus
dentro de la Casa: el traductor policial mejor pagado, más considerado, al que
nunca se escatimó trabajo ni siquiera en los momentos más difíciles, cuando
algunos pensaron que toda la industria editorial se venía abajo.
Otero no ha visto llegar a los hombres de blanco que charlan afuera con dos
pensionistas, la camilla apoyada en la pared ocre del patio, chorreada de lluvias y
soles y ropa secada a tender. El oficial de las manos a la espalda mete la nariz en la
pieza y anuncia, como una confidencia en voz baja:
–Ya viene,
Subí corriendo a mi pieza, abrí el libro de tapas duras, con esas páginas de oloroso papel que en
los cantos se volvía como una pasta blanquísima, una crema sólida. ¿Recuerda ese libro? No, es
improbable, pero a mí se me quedó grabada para siempre la frase inicial: "Este, dijo Dan O'Hangit,
es un caso de un tipo que fue llevado a dar un paseo. Estaba en el asiento delantero de cualquier clase
de auto en que estuviera, alguien del asiento trasero le pegó un tiro en la nuca y lo empujaron a
Morningside Park...”
Sí, admito que hoy suena un poco idiota. La novela misma (ésa del actor de cine que mata a una
mujer que descubre su impotencia) parece bastante floja, a tantos años de distancia.
Lo cierto es que mi vida cambió desde entonces. Sin pensarlo más, dejé la gomería, quemé
todas las naves. El patrón, que me conocía desde chico, se negaba a creerlo. Les dije que me iba al
interior, resultaba difícil explicarles que yo dejaba de ser un obrero, de pegar rectángulos de goma
sobre pinceladas de flú.
Nunca, nunca les había hablado de las noches que pasaba en la Pitman, mes tras mes, año
tras año. ¿Por qué elegí inglés, y no taquigrafía, y no contabilidad? No sé, es el destino. Cuando
pienso todo lo que me costó aprender, concluyo que no tengo ninguna facilidad para los idiomas, y
eso me da una oscura satisfacción, quiero decir que todo me lo hice yo, con la ayuda de la Casa,
naturalmente.
7
Ñusleter – http://niusleter.com.ar
que es la forma verbal del comisario.
Confrontado con esa inminencia, Otero vio de golpe las cosas más claras. El
suicidio de León no era un acto de grandeza ni un arranque inconsciente. Era la
escapada de un mediocre, un símbolo del desorden de los tiempos. El
resentimiento, la falta de responsabilidad anidaban en todos; sólo un débil los
ejercía así. Los demás frenaban, rompían, atacaban el orden, ponían en duda los
valores. La destructividad que León volvió contra sí: ésa era la enfermedad
metafísica que corroía el país y a los hombres hechos para construir les resultaba
cada día más difícil enfrentarla.
No los vi más, nunca. Aún hoy, cuando paso por la calle Rioja, doy un rodeo para no
encontrarlos, como si tuviera que justificar aquella mentira. A veces lo siento por don Lautaro,
que hizo de verdadero padre para mí, lo que no quiere decir que me pagara bien, sino que me
quería y casi nunca me gritaba. Pero salir de allí fue un progreso en todo sentido.
¿Necesito hablar del fervor, del fanatismo casi con que traduje ese libro? Me levantaba
tempranísimo y no me interrumpía hasta que me llamaban a comer. Por la mañana trabajaba en
borrador, tranquilizándome a cada paso con la idea de que, si era necesario, podría hacer dos,
tres, diez borradores; de que ninguna palabra era definitiva. En los márgenes iba anotando
variantes posibles de cada pasaje dudoso. Por la tarde corregía y pasaba en limpio.
Es inútil que Otero siga buscando. No quiere encontrarse culpable de ninguna
omisión, desamor, negligencia. Y sin embargo es culpable, en los peores términos,
en los términos que siempre le reprocha Laura: demasiado bueno, demasiado
blando.
Atrapado por fin, se retuerce, defiende, responde. No es que sea bueno, es que
no tuvo que esperar a que se inventaran las relaciones humanas para dar el trato
que merece a la gente que trabaja, que es al fin la que hace lo que puede existir de
grandeza en el país, en la Casa.
Ya aquí empezó mi relación con el diccionario, que entonces era flamante y limpio en su
cubierta de papel madera:
–Mr. Appleton, ¿qué quiere decir scion?
–Vástago.
–¿Y cruor?
Fastidiado:
–¡Cruor quiere decir crúor!
Pero qué, si hasta las palabras más simples le consultaba, aunque estuviera seguro de su
significado. Tanto miedo tenía de cometer un error... Esa novela de Dorothy Pritchett, esa,
digámoslo francamente, pésima novelita que se vendía en los kioskos a cinco pesos, la traduje
palabra por palabra. Le aclaro que entonces no me parecía pésima, al contrario: a cada instante
encontraba en ella nuevas profundidades de sentido, mayores sutilezas de la acción.
8
Ñusleter – http://niusleter.com.ar
¿Pero con León falló, Otero? Sí, con León fallé, debí intervenir, reconvenirlo a
tiempo, no dejar que siguiera ese camino. La admisión estalla en un suspiro final, y
ya León va dejando de moverse en las palmeras de papel, las evidencias de su
oficio terrenal, los saturados circuitos de la memoria. Es la hora, en fin, de sentir
por él un poco de piedad, de recordar lo flaco que era y humilde de origen, y
entonces la vieja asombrada le oye decir:
–Demasiado.
Llegué a convencerme de que la señora Pritchett era una gran escritora, no tan grande como
Ellery Queen o Dickson Carr (porque yo ahora leía furiosamente la mejor literatura policial, que
usted me recomendaba) pero bueno, estaba en camino.
Cuando la traducción estuvo lista, volví a corregirla, y a pasarla en limpio por segunda vez.
Ese mecanismo explica cómo pude tardar cuarenta días, aunque trabajaba doce horas diarias, y
aun más, porque hasta dormido me despertaba a veces para sorprender a alguien que dentro de mi
cabeza ensayaba variaciones sobre un tiempo de verbo o una concordancia, fundía dos frases en
una, se deleitaba en burlonas cacofonías, aliteraciones, inversiones de sentido. Todas mis potencias
entraban en esa tarea, que era más que una simple traducción, era –la vi mucho después– el
cambio de un hombre por otro hombre.
Cuando llegó el comisario, no fue siquiera preciso que mirara las cosas del
cuarto. Las cosas parecieron mirarlo a él en esa fracción de segundo en que todo
estuvo abarcado, catalogado, comprendido. Tampoco necesitó presentarse, el
sobretodo azul, el sombrero gris, la ancha cara y el ancho bigote. Simplemente
abrió la mano a la altura de la cadera, y Otero tendió la suya.
– ¿Esperó mucho?
¿Qué tiene de extraño que ese trabajo resultara finalmente defectuoso, pedante, esclerosado
por la pretensión de llevar la exactitud al seno mismo de cada palabra? Yo no podía verlo, estaba
encantado y hasta me sabía párrafos de memoria.
Temblaba y sudaba el día en que fui a llevarle el manuscrito. Mi destino estaba en sus
manos. Si usted rechazaba el trabajo, me esperaba la gomería. En mi desmesura, fantaseaba que
usted leería ahí mismo la novela, mientras yo esperaba el tiempo que fuera necesario. Pero apenas
le echó un vistazo y la guardó en el interior del escritorio.
–Venga dentro de una semana –dijo.
¡Qué semana atroz! Pasaba sin tregua de la esperanza más enloquecida a la más completa
abyección del ánimo.
-Mr. Appleton, ¿qué significa utter dejection?
-Significa melancolía, significa abatimiento, significa congoja.
9
Ñusleter – http://niusleter.com.ar
–No –dijo Otero.
El comisario estaba recién afeitado y, tal vez, recién levantado. Bajo la piel
oscura se transparentaba un rosado de salud, y aunque los tres pasos que dio en
dirección a la cama y el muerto fueron rápidos y precisos, en el respirado aire de la
pieza quedó una estela de cansancio, de tedio, de cosa ya vista y sabida.
La mano del comisario tomó una punta de la sábana y dio un tirón
descubriendo el cuerpo pequeño, azulado y desnudo. La señora Berta no desvió los
ojos, quizá porque ya lo había visto así al acudir a despertarlo en días de verano,
quizá porque en su mundo sin esperanzas y sin sexo estaba más allá de pequeños
pudores.
Volví. Usted hojeaba pausadamente el manuscrito en su escritorio. Espié con un sobresalto
las nutridas correcciones en tinta verde. Usted no hablaba. Debí estar pálido porque de pronto,
sonrió.
–No se asuste –dijo tendiéndome la pila de carillas nuevamente ordenadas–. Ahí tiene una
mesa. Estudie las correcciones.
Eran casi todas justas, algunas indiferentes, unas pocas me hubiera gustado discutirlas. Con
un golpe de sangre en la cara, aprendí que actual no quiere decir, actual, sino verdadero. (Sorry,
Mr. Appleton.) Pero lo que me llenó de bochorno fue la implacable tachadura del medio centenar
de notas al pie con que mi ansiedad había acribillado el texto. Ahí renuncié para siempre a ese
recurso abominable.
Todo dicho, usted vio en mí posibilidades que nadie habría adivinado. Por eso acaté sin
resentimiento aquella admonición final que, en otras circunstancias, me habría hecho llorar:
–Tiene que trabajar más.
Usted firmó la orden de pago: 220 carillas a dos pesos. Menos de lo que sacaba por cuarenta
días de trabajo en la gomería pero era el primer fruto de una labor intelectual, el símbolo de mi
transformación. Al salir llevaba bajo el brazo mi segundo libro.
–¿Unspeakable joy, Mr. Appleton?
–Esa alegría que usted siente.
Trescientos pesos se me fueron en el mes de pensión. Cien, en la segunda cuota de la
Remington. Me sumergí con encarnizamiento en Forty Whacks, esa historia de la vieja que
matan a hachazos en la playa, ¿recuerda? Me sentí feliz cuando en la página 60 adiviné el
asesino. Nunca leí con anticipación el libro que traducía: así participaba en la tensión que se iba
creando, asumía una parte del autor y mi trabajo podía tener un mínimo de, digamos,
inspiración. Tardé cinco días menos y usted debió admitir que había asimilado sus lecciones.
Desde luego el oficio sólo se hace en años y años, años de trabajo cotidiano. Se progresa
insensiblemente, como si fuera un crecimiento, del cotiledón al Árbol de Navidad.
10
Ñusleter – http://niusleter.com.ar
Otero se encontraba al fin con lo que había estado esperando, y trató de
aguantarse firme. Cuando quiso mirar a otra parte, tropezó con la cara del
comisario.
— ¿Lo conoció?
Otero tragó saliva.
Comparando una carilla de hoy con otra de hace un mes, no se nota la diferencia, pero si uno
se mide con el de hace un año, exclama con asombro: ¡Ese camino lo hice yo!
Claro que había cambios más importantes. Mis manos por ejemplo perdieron su dureza, se
hicieron más chicas, más limpias. Quiero decir que era más fácil lavarlas, no había que luchar
contra ese resabio de ácidos y costras y huellas de herramientas. Siempre he sido menudo, pero me
volví más fino, delicado.
Con mi quinto libro (El misal sangriento), renuncié al segundo borrador y gané otros
cinco días. Usted empezaba a estar contento conmigo, aunque lo disimulaba por esa especie de
pudor que nace de la mejor amistad, delicadeza que siempre le admiré. Por mi parte, todavía no
igualaba el sueldo de la gomería, pero me iba acercando.
Entretanto, ocurrió ese hecho extraordinario. Una mañana usted me esperaba con una
sonrisa especial y la claridad que entraba por la ventana lo nimbaba, le daba una aureola
paterna.
–Tengo algo –dijo– para usted.
–Sí –dijo.
El comisario tapó el cadáver y el camino quedó abierto para frases de
compromiso que nadie ensayó, consolaciones que ya estaban pronunciadas, gestos
de superflua memoria.
Ya supe lo que era, fingiendo la misma excitación que sentía, que iba a sentir, mientras
usted metía la mano en el cajón del escritorio y con tres movimientos que parecían ensayados ponía
ante mis ojos la reluciente tapa bermeja y cartoné de Luna mortal, mi primera obra, quiero decir
mi primera traducción. La tomé como se recibe algo consagrado.
—Mire adentro —dijo.
—Adentro, ese relámpago.
Versión castellana
de L. D. S.
que era yo, resumido y en cuerpo 6, pero yo, León de Sanctis, por quien la linotipo había
estampado una vez y la impresora repetido diez mil veces como diez mil veces tañen las campanas
un día de fasto y amplitud, yo, yo... Bajé al salón de ventas. Cinco ejemplares me costaron 15
pesos con el descuento: tenía necesidad de mostrar, regalar, dedicar. Uno fue para usted. Esa
noche compré una botella de cubana y por primera vez en mi vida me emborraché leyéndome en
voz alta los pasajes más dramáticos de Luna mortal. A la mañana siguiente no pude recordar
en qué momento había dedicado un ejemplar "a mi mamá".
11
Ñusleter – http://niusleter.com.ar
León había dejado de moverse. El resorte se había disparado, la cortina estaba
cerrada, la imagen lista para el archivo. Era una imagen triste, pero tenía una
serenidad de la que careció en vida.
Otero saludó para irse. A último momento recordó el sobre en su bolsillo.
–Hay una carta –dijo–. A lo mejor usted…
Mi situación mejoró de a poco. De una pieza de tres, pasé a una de dos. Pero no faltaban
dificultades. A los demás les molestaba el ruido de la máquina, sobre todo de noche. Eran y son,
como tal vez compruebe usted, obreros en su mayoría. Nunca trabé amistad con ellos: me
recordaban mi pasado y supongo que me miraban con envidia.
En mayo de 1956 conseguí traducir en quince días una novela de 300 páginas. El precio
había subido a seis pesos por carilla. Desgraciadamente, la pensión también se había triplicado.
Las buenas intenciones de la Casa siempre fueron anuladas por la inflación, la demagogia, las
revoluciones.
Pero yo era joven y estaba aún lleno de entusiasmo. Todos los meses aparecía uno de mis
libros y mi nombre de traductor figuraba ahora completo. Cuando salí por primera vez en una
gacetilla de La Prensa, mi alegría se colmó. Conservo ese recorte y los muchos que siguieron.
Según esos testimonios mis versiones han sido correctas, buenas, fieles, excelentes y, en una
oportunidad, magnífica. También es cierto que otras veces no se acordaron de mí, o me tildaron de
irregular, desparejo y licencioso, según los vaivenes temperamentales de la crítica.
¿Confesaré que entré en el juego de la vanidad? Me comparaba con otros traductores, los leía
con ojo insomne, averiguaba sus edades, número de obras. Recuerdo sus nombres: Mario Calé, M.
Aliñan, Aurora Bernárdez. Si eran peores que yo, los desestimaba para siempre. A los otros me
prometía superarlos, con tiempo, paciencia. A veces mi fantasía me llevaba lejos: soñaba con
emular a Ricardo Baeza, aunque cultivábamos géneros distintos y al fin me resigné a dejarlo solo
en su vieja gloria. Empezaba a leer otras cosas. Descubrí a Colerídge, Keats, Shakespeare. Tal
vez nunca los entendí del todo pero algunas líneas se me quedaron grabadas para siempre:
The blood is hot that must be cooled for this.
O bien.
The very music of the name has gone.
Cuando le pedí que me probara en otras colecciones de la Casa, usted se negó: es más difícil
traducir novelan policiales que obras científicas o históricas, aunque se pague menos. El elogio
implícito en esa reflexión me consoló por un tiempo. El cambio producido en esos cuatro años era
ya espectacular, definitivo. Unos tenaces dolores de cabeza me llevaron al oculista. Al verme con
anteojos, pensé con insistencia en el taller de don Lautaro.
12
Ñusleter – http://niusleter.com.ar
Pero al comisario le bastaba la que el difunto León de Sanctis escribió y firmó
para el juez.
La transformación más grande era interna, sin embargo. Una dejadez, un desgano me
invadían insidiosamente. Ni yo mismo podía notarlo de un día para otro pausado como el tedio
de la arena cayendo en esos antiguos relojes. ¿No es uno un pavoroso reloj que sufre con el
tiempo? A mi alrededor nadie pudo comprender la naturaleza verdadera de mi trabajo. Había
conseguido ya esa habilidad que me permitía traducir cinco carillas por hora, me bastaban cuatro
horas diarias para subsistir. Me creían cómodo, privilegiado, ellos que manejan guinches,
amasadoras, tomos. Ignoraban lo que es sentirse habitado por otro, que es a menudo un imbécil:
recién ahora me atrevo a pensar esa palabra; prestar la cabeza a un extraño, y recuperarla
cuando está gastada, vacía, sin una idea, inútil para el resto del día. Ellos prestaban sus manos,
yo alquilaba el alma. Los chinos tienen una expresión curiosa para designar a un sirviente. Lo
llaman Yung-jen, hombre usado. ¿Me quejo? No. Usted siempre me favoreció con su ayuda, la
Casa nunca cometió la menor injusticia conmigo.
La culpa debía de estar en mí, en esa morbosa tendencia a la soledad que tengo desde que
era chico, favorecida quizá por el hecho de que no conocí a mis padres, por mi fealdad, por mi
timidez. Aquí toco un punto doloroso, el de mi relación con las mujeres.
–Esa es suya –dijo.
Creo que me ven horrible y temo su rechazo. No las abordo y así transcurren los meses,
años, de abstinencia, de desearlas y aborrecerlas. Soy capaz de seguir a una muchacha cuadras y
cuadras juntando coraje para decirle algo, pero cuando llego a su lado paso de largo agachando la
cabeza. Una vez me decidí, estaba desesperado. Ella se volvió (no olvido su cara) y me dijo
simplemente "Idiota". Ni siquiera era linda, no era nadie, pero podía decirme idiota. Hace tres
años conocí a Celia. Le lluvia nos juntó una noche en un zaguán. Fue ella la que habló. Es
tonto, pero en cinco minutos me enamoré. Cuando paró la lluvia la traje a mi pieza y al día
siguien arreglé para que se quedara. Una semana todo anduvo bien. Después se aburrió, me
engañaba con cualquiera en la misma casa. Un día se fue sin decirme nada. Eso es lo más
parecido al amor que puedo recordar.
A menudo discutí con usted si fue la caída del peronismo lo que acabó con el fervor por las
novelas policiales. ¡Tantas buenas colecciones! Rastros, Evasión Naranja: arrasadas por la
ciencia-ficción. La Casa como siempre previsora al crear la Serie Andrómeda. Nuestros dioses se
llamaban ahora Sturgeon, Clark, Bradbury. Al principio mi interés se reanimó. Después, fue lo
mismo. Paseando por los paisajes de Ganimedes sintonizando la Mancha Roja de Júpiter, veía el
espectro sin colores de mi pieza.
No sé en qué momento empecé a distraerme, a saltear palabras, luego frases. Resolvía
cualquier dificultad omitiéndola. Un día extravié medio pliego de una novela de Asimov. ¿Sabe
lo que hice? Lo inventé de pies a cabeza. Nadie se dio cuenta. A raíz de eso fantaseé que yo
mismo podía escribir. Usted me disuadió, con razón. Saqué la cuenta de lo que tardaría en
escribir una novela y lo que cobraría por ella: estaba mejor como traductor. Después hice trampas
deliberadas, mis carillas tenían cada vez más blancos, menos líneas, ya no me tomaba la molestia
de corregirlas. Mr. Appleton me miraba tristemente desde un rincón. Ahora no lo consultaba casi
nunca.
–What is the metre of the dictionary?
–Esa no es una pregunta.
Aquí tal vez usted espere una revelación espectacular, una explicación para lo que voy a
hacer cuando termine esta carta. Y bien, eso es todo. Estoy solo, estoy cansado, no le sirvo a nadie
y lo que hago tampoco sirve. He vivido perpetuando en castellano el linaje esencial de los imbéciles,
el cromosoma específico de la estupidez. En más de un sentido estoy peor que cuando empecé.
Tengo un traje y un par de zapatos como entonces y doce años más. En ese tiempo he traducido
para la Casa ciento treinta libros de 80.000 palabras a seis letras por palabra. Son sesenta
millones de golpes en las teclas. Ahora comprendo que el teclado esté gastado, cada tecla hundida,
cada letra borrada. Sesenta millones de golpes son demasiados, aun para una buena Remington.
Me miro los dedos con asombro.
Rodolfo Walsh (1927-1977)
13
Senderos que se bifurcan II
Lengua y Literatura
Angélica Gorodischer (Argentina, 1928)
“Escribir entonces, hacer literatura, implica un doble trabajo de identificación y de
colectivización: el trabajo de la igualdad en la diferencia, la tarea rampante de remontar la
letra hasta la cima de su difusión como lengua de cultura; la que nos dé la ilusión, el propósito
de llegar a encontrar una palabra secreta y única, primera y última, que nos abra la
comprensión de la Torre en la que, a pesar de prejuicios, dictaduras, pestes, hambrunas y
guerras, seguimos obstinadamente viviendo. Escritura literaria: La vera historia”.
Angélica Gorodischer
Angélica Arcal nació en Buenos Aires y desde su infancia ha vivido en Rosario. En 1948
contrajo matrimonio con el arquitecto Sujer Gorodischer, eligiendo su apellido de casada como
seudónimo. Hizo sus estudios en Rosario, la Escuela Normal Nº 2 de Profesoras.
En 1964 ganó un concurso de la revista Vea y Lea con el cuento policíaco “En verano, a la
siesta y con Martina”. En 1988 le fue concedida una beca Fulbright, gracias a la cual participó en
el International Writing Program de la Universidad de Iowa, Estados Unidos. En 1991 también
enseñó en la University of Northern Colorado. Desde 1967 ha sido miembro de jurados de
distintos premios literarios en Argentina y en otros países. En Rosario organizó tres simposios
sobre creación femenina: el primero bajo el título “Encuentro Internacional de Escritoras” en
1998, el segundo en 2000 y el tercero en 2002. Ha dado más de 350 conferencias,
principalmente sobre literatura fantástica y sobre escritura femenina. En 2007 fue declarada
ciudadana ilustre de Rosario. Desde aquí proyectó una carrera que la llevó a ser considerada
una de las voces femeninas más destacadas de la ciencia ficción en Hispanoamérica.
Aunque ha publicado libros muy diversos, es especialmente reconocida por su obra de
ciencia ficción. Tanto sus relatos como sus novelas, entre las que se encuentra "Kalpa Imperial"
(un ciclo de dos volúmenes publicados en 1984), le han ganado la admiración de los lectores. En
2003 se publicó la traducción al inglés de "Kalpa Imperial", realizada por Úrsula Le Guin, una de
las principales figuras femeninas de la ciencia ficción anglosajona.
Otras de sus obras reconocidas son los libros de cuentos Trafalgar (1979); Mala noche y parir
hembra (1983); Menta (2000) y Las nenas (2016) que incluye el cuento seleccionado para esta
antología.
24
POLITECNICO
La lectura de la obra de Angélica Gorodischer significa emprender un recorrido por mundos
imaginarios poblados de mujeres que salen al cruce de marginaciones, misterios, prejuicios y
limitaciones. Mujeres que aman, odian, sufren y sobre todo tienen el coraje de ir más allá de sus
miedos. Decididamente feminista, sus textos constituyen una toma de posición frente al lugar de
la mujer en la sociedad y una indagación sobre su identidad. Su literatura es una manera de
desentrañar la realidad y hacer explícitas diferentes facetas de la mujer. Escribe para cambiar,
para modificar lo que la rodea en la medida de lo posible, porque lo único permanente es el
cambio.
Las mujeres en la obra de Gorodischer rompen con los estereotipos femeninos, son
aventureras, locas lindas, brujas, soñadoras, pero nunca "mujeres prácticas y cumplidoras".
Quizás estas mujeres persiguen su propio nombre, la identidad femenina largamente negada
a través de los siglos. Pero también apropiarse de la palabra, del poder de nombrar el mundo
con voz de mujer y dejar de usar un lenguaje ajeno. Para Gorodischer, la mujer ha dejado de
hablar para gustar y para ser aceptada, ha dejado de callar y de respetar. (…) Gorodischer
escribe para descubrir los confines del universo en la puerta de su casa. Acuerda con Susan
Sontag en que prefiere inquietar al lector, antes que tranquilizarlo. Afirma que toda la literatura
es fantástica, porque la realidad es una cosa maravillosa, increíble y milagrosa.
Graciela Aletta de Sylvas:
Ser mujer en la escritura de Angélica Gorodischer. Argentina, UNR.
-¿Existe una escritura femenina?
-Es un tema bastante resbaloso, no hay muchos límites; bueno en la literatura no hay
límites. Pero digo, hay textos escritos por mujeres y hay textos escritos por mujeres que podrían
haber sido escritos por un varón y hay textos escritos por mujeres que tienen conciencia de
género. Eso es lo que yo llamo literatura femenina, que no significa que sea literatura
ideologizante. La literatura ideologizante me rompe los ovarios, para decirlo suavemente. Pero
creo que muchas de nosotras escribimos con conciencia de que somos mujeres y que estamos
escribiendo desde el ser mujer. Y en eso yo recurro siempre a lo que dijo Virginia Woolf, que
tenía un poco más de autoridad que yo para hablar de esto: 'no es que los varones escriban
POLITECNICO
25
Senderos que se bifurcan II
Lengua y Literatura
sobre la guerra y las mujeres escribamos sobre los bebés, es que cada género escribe sobre sí
mismo'. ¡Y tiene razón! Escribís a través de tu género, no hay otra, eso es maravilloso.
-¿Para qué sirve escribir?
-A mí para vivir. Yo no puedo concebir la vida sin escritura. Yo necesito escribir. Mirá, yo no
tengo talleres porque no creo mucho en la técnica del taller, pero tengo una cosa que me inventé
yo misma que se llama 'Grupo de reflexión sobre la escritura'. Tengo dos grupos, vienen sobre
todo mujeres, no es que yo haya pedido eso. Los varones llaman, pero no vuelven a llamar.
Entonces, ahí me encuentro con chicas que escriben bastante bien, y algunas muy bien, pero
hay dos que son escritoras. ¿Por qué? Porque tienen la necesidad absoluta de escribir. Para las
otras es una parte de su vida. Para las que te digo que son escritoras, es su vida. A mí me pasó
lo mismo, yo tenía que escribir. Era como decir que a las seis de la mañana sale el sol. Había
que hacerlo.
Entrevista de Silvia Santoro a Angélica Gorosdicher
El kiosco de la esquina
Angélica Gorodischer
-¡Tarada! -gritó Marcelo.
-¡Mirá quién habla! -grité yo.
-¡Estúpida!
-¡Ignorante, bestia, analfabeto! -si era por gritar yo no me iba a quedar atrás-. ¡Bruto, animal! ¡Lo único
que sabés es darle a la pelota y mirar televisión!
-¡Traga! -gritó él.
-¡Prefiero ser traga y no burra!
-Basta chicos -dijo mi mamá-.
Mucha mala sangre no se hace mi mamá. Dice que si a todo lo que ve en el estudio y en los tribunales
le va a agregar las peleas de sus hijos, está frita. Mi mamá es abogada.
Mi papá es violinista de la Sinfónica, primer violín. Se conocieron en un concierto. Si mi papá nos ve
peleando, nos sienta a cada uno en un sillón y dice:
-Escuchen esto atentamente -y pone Bach.
También pone Mozart o Brahms pero a mí me gusta Vivaldi. Una vez puso Debussy... un plomo.
Cuando termina la música dice:
-A ver, háblenme de lo que oyeron.
26
POLITECNICO
Santo remedio.
Pero no porque no nos guste la música. Nos gusta. Lo que pasa es que cuando termina Bach o el que
sea, una ya no puede pensar en otra cosa: piensa en la música.
-Me voy al estudio -dijo mi mamá-. Marcelo salí conmigo y te vas al club que va a ser la hora de judo. Y
vos, hacé los deberes. Si necesitan algo, me llaman, pero no me llamen porque sí.
Todos los días más o menos lo mismo. A veces yo tengo inglés o Marcelo dentista, o hay que comprar
algo en el súper.
Marcelo agarró el bolso, mi mamá me dio un beso y se fueron. Chau. Fui y calqué el mapa económico
de América del Sur. Listo.
Momento, no ¿cómo listo? Carpeta de lengua. Descripción: observación, planteo, guía, desarrollo,
autocorrección.
Descripción: “El patio de mi casa”. No, esa ya la había hecho el año pasado. Descripción: “Mi hermano
menor”. Y lo describo con colmillos llenos de sangre como Drácula, y tartamudo, bizco, gordo, sucio,
idiota, no, eso no es una “descripción”, eso es un “retrato”, como “Mi compañera de banco” ¿Qué puedo
describir? No se me ocurre nada. ¿A ver si tengo plata? Voy al kiosco y compro chicles y pienso. ¡Ya sé!
Descripción: “El kiosco de la esquina de mi casa”.
-¿Tiene chicles, doña Lita?
-Tengo. ¿De cuáles querés?
-No, mejor deme pastillas de menta. Esas.
- Menos mal. Los chicles son una porquería. Tomá. A ver, esperá que te doy el vuelto. Ahi está.
-Gracias.
Doña Lita siguió leyendo su revista. Al rato me miró:
-¿Qué hacés ahí?
-Hago la “observación”.
-¿La qué?
-Tengo que hacer una descripción y como al patio de mi casa ya lo describí y a mi hermano no quiero
porque eso es “retrato” -aunque me hubiera gustado, con colmillos chorreando sangre-, entonces voy a
describir su kiosco.
-Mirá vos. Así que “Descripción: El kiosco de Doña Lita”, ¿eh?
-No. “El kiosco de la esquina de mi casa”.
-Pero no está en la esquina.
-¿Cómo que no?
-No.
Me asusté. Miré para todos lados. No, no estaba en la esquina.
-Pero yo creí... -dije.
-Bueno, bueno -dijo Doña Lita-, no tiene importancia – y siguió leyendo la revista.
POLITECNICO
27
Senderos que se bifurcan II
Lengua y Literatura
Me puse a observarla, a ella y a su kiosco, con una cosa acá en la frente como preocupación y una
cosa acá en el estómago como miedo. Me comí una pastilla de menta.
Doña Lita no es flaca como mi mamá que come ensalada y toma agua mineral y el café sin azúcar
pero tampoco es gorda como mi abuela Lala que es la mamá de mi papá y hace tortas de chocolate y
alfajores. Es rubia y usa collares de plástico de colores y vestidos floreados. O blusas, no sé. Porque a lo
mejor tiene puesta una pollera. O un pantalón. Y chancletas. O sandalias o mocasines o botas o chinelas
de raso o nada. Qué sé yo, nunca la vi fuera del kiosco a Doña Lita. Me comí otra pastilla de menta.
Mejor describía otra cosa. El estudio de mi mamá por ejemplo. O un atardecer en el campo que a las
profesoras siempre les gusta. Otra cosa, cualquier otra cosa pero el kiosco mejor que no.
¿Nunca había estado en la esquina?
- Oiga, Doña Lita, ¿nunca estuvo en la esquina el kiosco?
-¡Y dale! -siguió leyendo.
¿Qué leería Doña Lita? La musique dans le monde seguro que no. La ley tampoco. ¿Para Ti? No tenía
cara de leer Para Ti. Me comí otra pastilla de menta.
-¿Qué está leyendo, Doña Lita?
-Una revista.
-Ya sé, pero qué revista.
-Mirá que estás curiosa hoy.
Levantó la revista y me mostró una tapa de todos colores preciosa, preciosísima, con letras doradas:
“La Ilustración Moderna”.
-Ah -dije-, no la conozco.
- No me extraña -dijo ella y siguió leyendo.
Me metí en la boca dos pastillas de menta: tenía la lengua anestesiada de tanta menta. La menta se
parece a la colonia que usa mi mamá, al hielo, al vidrio esmerilado, al mármol y a la nieve pero yo nunca
vi nieve porque acá no nieva nunca y nunca fui a Suiza ni a Alaska ni a Bariloche. Cuando terminé la
primaria fui a las Cataratas con el curso y la de geografía y la de educación física y tres madres, y Marcelo
me dijo “ojalá te caigas”. Lindo kiosco el de Doña Lita, tiene de todo. Yo, lo que tenía era un poco de
susto, meta pastillas de menta. Si una necesita una escuadra va y le pregunta y ella tiene. Una lupa
también, de las con luz. Gaseosas, chocolatines, caramelos, todo eso, claro, y caretas en carnaval,
biromes, hebillas para el pelo, mi mamá una vez le compró un quitacutícula que no conseguía en ninguna
parte y mi papá una pipa. Marcelo dice que tiene cassettes de The Police. Agujas, hilo, alfileres de
gancho, curitas, aspirina. Grageas, sonajeros, almanaques, tijeras, latas de té con un chino con kimono en
la tapa, jeringas descartables como cuando hubo que ponerle el refuerzo de la antitetánica a Marcelo,
cinta scotch, pañales descartables, papel carbónico, cubitos de caldo, cables, sobrecitos de azúcar,
cueritos para las canillas, algodón, pomada para los zapatos, cepillos de dientes. No sé qué no tiene. Una
le dice:
-Doña Lita, ¿tiene tal cosa?
28
POLITECNICO
Y ella contesta:
-Me parece que por aquí...
Se agacha y saca tal cosa.
-Doña Lita, ¿tiene colas embalsamadas de canguros australianos?
-Me parece que por... -y se largó a reir-. ¡Qué mocosa tan pilla!
-Su kiosco es muy raro, ¿sabe?
-Mejor, así hacés una buena descripción y la profesora te pone un diez.
-Muy raro -le dije-, a veces está acá, a veces está más allá, tiene de todo aunque parece tan chiquito
como todos los kioscos, usted está siempre metida ahí y nunca sale ni entra ni se va ni llega. Muy raro.
Me comí otra pastilla de menta.
-Puede ser- dijo ella-. En el mundo hay cosas bastante raras. Solamente hay que saber mirar.
-¿Me va a dar consejos como mi tía Esther?
-No -dijo Doña Lita.
Me animé:
-¿Me deja entrar a su kiosco?
-Bueno -dijo ella.
-¿Por dónde paso?
Se asomó un poco por sobre los chocolatines y los caramelos.
-Ahí... ahí donde está ese cartel colorado que dice “Reina de corazones, la mejor elección”, ahí,
empujá.
Empujé y se abrió como una puertita. Yo soy flaca y pasé bien, pero ella ¿cómo hacía?
-¿Usted entra por ahí también?
-Pero no -dijo ella riéndose.
Miré el kiosco por dentro pensando en la Observación y me caí sentada.
-¿Te gusta? -preguntó Doña Lita.
Le contesté con otra pregunta, cosa que mi mamá dice que es “mala educación” y mi papá dice
“dejalos no es para tanto y mejor que pregunten”.
-¿Eso que suena es Bach?
Sonaban otras cosas: cornetes, batallas, pájaros, cataratas, lloros, trineos, gárgaras, cantos, chispas,
pero Bach por encima de todo.
-Sí -dijo ella-, ¿te gusta Bach?
-Ajá.
-Es una buena persona -dijo ella-, un poco tímido y retraído y con sus ataques de rabia, pero si querés
ir a verlo andá que te va a recibir muy bien.
Apoyé las manos en la alfombra y me levanté:
-Dígame, Doña Lita, ¿qué es esto?
-Esto es mi kiosco.
POLITECNICO
29
Senderos que se bifurcan II
Lengua y Literatura
-No, en serio.
En vez de ponerse seria se rió más todavía.
-Vos sabés que hay cosas que no se pueden explicar. Preguntale a tu profesora de matemáticas lo que
es el cero. Preguntale a tu papá qué es el silencio. Preguntame a mí qué es mi kiosco. Todo lo mismo: lo
que está demasiado lleno es como lo que está demasiado vacío. No se puede explicar. Pero es lindo
¿no?
Qué le podía decir. Me comí la última pastilla de menta.
-Tu profesora de matemáticas va a poder, a lo sumo, dar vueltas alrededor del cero y tu papá del
silencio. Yo también, si vos querés, doy unas cuantas vueltas. Te puedo contar que hubo un señor que se
llamaba Jorge Luis Borges.
-¡Yo sé quién es!
-¿Ah sí?
-Sí, se murió hace poco y mi mamá dijo “no hay derecho” y mi papá dijo “no se murió, no se va a morir
nunca” y trajo un libro y nos leyó una cosa de una rosa que me gustó muchísimo pero muchísimo.
-Ese mismo. Y él escribó la historia de un hombre que en vez de poner un kiosco, espió por la rendija
de una escalera.
-¿Y qué vio?
-¿Qué querés ver vos?
Ajá, ¿así que Doña Lita también contestaba una pregunta con otra pregunta? Me tenía que acordar de
decírselo a mi mamá cuando saliera otra vez a relucir la mala educación.
-¿Qué quiero ver yo?
Otra pregunta, tomá. Lo que se me había terminado eran las pastillas de menta.
-Pensalo bien -dijo Doña Lita.
Como en los cuentos, pedí tres deseos, dijo el genio, y los idiotas siempre piden cosas idiotas o que se
gastan o se terminan. Yo, si a mí me dicen que pida tres deseos, pido conseguir siempre todo lo que
quiero y listo. Me quedan dos deseos de vuelto.
-Quiero ver todo -dije.
-¡Eh! -siempre riéndose-. No se puede.
-Por qué no se puede.
No cabe en los ojos ni en la cabeza. Leé el cuento del señor Borges y vas a ver. Pero podés elegir.
-¿Tres cosas?
-Una.
-¿Una sola?
Quiero ir a ver al señor Bach tocando el clave, pensé. No, quiero ir a ver a mi mamá cuando era chica
como yo. No, tampoco. Quiero ir a ver a los hombres de las cavernas peleando con los tigres dientes de
sable. No, a ver si me muerden. Quiero ir a mi casa. No, mentira, quiero quedarme.
30
POLITECNICO
Miré de nuevo el kiosco. Por dentro era mucho más grande que por fuera. Desde donde estábamos ni
se veía la calle ni se oían los ruidos de los autos. Claro que había otros ruidos y mi calle es bastante
tranquila, si no mi papá no seguiría viviendo ahí porque le hace falta silencio, para darle vueltas alrededor,
supongo. Quiero ver el silencio. No, qué pavada. ¿Qué quiero? Los pisos estaban alfombrados y las
escaleras eran de mármol con barandas de bronce que parecían de oro de tan lustradas y los techos
tenían adornos y pinturas. Doña Lita tenía puesto un vestido largo de terciopelo negro y zapatos negros
de tacos altísimos y medias de encaje negro y un collar que no era de plástico y brillaba y las manos
blancas y las uñas manicuradas y no leía una revista sino un libro muy viejo y muy grande que estaba
puesto en un atril.
-Pensalo bien.
Lo estaba pensando. Había una puerta que decía Arriba. Otra, Abajo, Cuántas puertas: Adelante,
Atrás, Antes, Después, Pasadomañana, Negro, Blanco, Poco Mucho, Fuego, Madera, Mejor, Peor, Pavor,
Favor, Secante, Mordiente, Agua, Tierra, Creciente, Menguante, Agua, Coral, Lápiz, Trece, Cañón,
Croquetita de maíz, Reloj, Constantinopla, ufa. No quería pasar por ninguna de esas puertas.
-¡Ya sé! -dije.
-¿Lo pensaste bien?
-Sí, sí.
-Bueno, qué querés ver.
Se lo dije.
-Excelente -dijo-. Por aquí.
Subimos una escalera, caminamos por un pasillo, llegamos a una puerta encristalada que no tenía
ningún cartel. Doña Lita la abrió: adentro estaba oscuro.
-La luz a tu derecha -me dijo.
Entré.
Muuuuucho tiempo después volví a salir por la misma puerta, bajé la escalera y Doña Lita leía siempre
el mismo libro viejo inclinada sobre el atril, con unos impertinentes de mango de plata ante los ojos.
-¿Ya está?
Hice que sí con la cabeza.
-¿Contenta?
Otra vez que sí con la cabeza. Pero conseguí hablar porque mi mamá dice que contestar con gestos
también es mala educación.
-Muy contenta.
-¿Te gustó?
-Ay, sí.
-Me alegro. Ahora agachate, empujá ahí la pared y salí.
Me agaché, empujé, salí. Estaba en la calle. Me di vuelta. Doña Lita leía detrás de los caramelos.
-Doña Lita -llamé.
POLITECNICO
31
Senderos que se bifurcan II
Lengua y Literatura
-¿Sí?
-¿Su kiosco es mágico?
-Sí.
Volví a casa y pensé y pensé. Llegó mi mamá y preguntó:
-¿Alguna novedad?
-No -dije-, ninguna.
Llegó Marcelo y me gritó:
-Ché tarada, ¿vos sacaste la birome negra de mi mesa?
-No -le dije-, pero si querés te presto una.
Llegó mi papá y dijo:
-Hola, hola, ¿qué anduvo haciendo hoy esta preciosa chica?
-Papá -dije-, ¿y si ponemos Bach?
-Estás creciendo, Alicia -dijo mi papá.
Me largué a llorar.
César Aira (Argentina, 1949)
No me gusta lo convencional. Quiero que la sinuosidad de los acontecimientos sea la
textura de mis novelas. Que sorprendan página a página. Creo que improvisar, saber
adaptarse y responder al instante es la clave de la felicidad.
César Aira
César Aira nació en Coronel Pringles, Argentina, en 1949. Desde 1967 reside en Buenos
Aires. Ha dictado cursos en la Universidad de Buenos Aires y en la de Rosario, y ha traducido y
editado en Francia, Inglaterra, Italia, Brasil, España, México y Venezuela.
En 1996 recibió una beca Guggenheim. Veinte años después, en agosto de 2016 ganó la 5ª
edición del Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas otorgado por el Ministerio de
Cultura de Chile. En esa ocasión, el jurado destacó que: “La asombrosa variedad de su obra, así
como la calidad de las novelas y relatos que Aira ha publicado a lo largo de ya varias décadas
de incansable labor literaria, lo hacen merecedor del premio”.
Este escritor que se define a sí mismo como “un francotirador que practica un oficio íntimo,
secreto y clandestino”, es uno de los autores más prolíficos del país. Su labor literaria la ha
realizado en prácticamente todos los campos, de modo que ha trabajado como traductor,
32
POLITECNICO
novelista, dramaturgo, periodista y ensayista. Su obra está marcada por la originalidad, la
subversión y la capacidad de sorpresa. Sus textos narran historias cortas en las que la realidad
se ve atravesada por la presencia de lo insólito, historias en las que, casi sin notarse, lo
sorprendente llega a convivir con lo habitual. Cada una de sus novelad se plantea como un
espacio para la experimentación, para lanzarse sin red a un nuevo precipicio, aun considerando
la posibilidad del porrazo final.
Algunos de sus innumerables títulos son: Moreira (1975); La liebre (1991; Cómo me hice
monja (1993); La fuente (1995); Un episodio en la vida del pintor viajero (2000); Cumpleaños
(2001); La pastilla de hormona (2002).
"En la literatura argentina, Aira goza del raro privilegio de crear belleza, a la manera de Oscar
Wilde o de Fellini. Fabricar objetos exóticos, que una vez en el aire se tornan necesarios e
inevitables."
Leonardo Moledo
“En la literatura de Aira hay, sin duda, mucho del arte primigenio de la narración, de esa
capacidad, cada vez más difícil de encontrar, de saber contar bien una historia (que es también,
dice Benjamin, el arte de saber seguir contándolas). Por esto mismo, y adoptando
abstractamente la forma y la escena de la fábula, se conecta con ese don, propio del narrador,
para comunicar una experiencia, enseñar una lección. También, con esa capacidad para retener
o, mejor, para desviar, para transfigurar en continua mutación, la potencia de su sentido. Las
múltiples y variadísimas maneras del relato, lo inextricable, a veces, de su forma o de su historia,
lo incomprensible o lo extraño de sus estrategias y ritmos de aparición, son en realidad los
modos -las vueltas- que Aira ha encontrado para decir que tiene algo que comunicar, el modo en
que su literatura ha sabido recuperar -en alguna novela más que en otra, seguramente en su
increíble sucesión- esa pregunta elemental que surge ante el acto mismo del relato: ¿qué es lo
que quiere decirme el escritor con esta historia?, ¿de qué quiere hablarme exactamente?” (...)
Sandra Contreras: Las vueltas de César Aira.
Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2002.
POLITECNICO
33
Senderos que se bifurcan II
Lengua y Literatura
El perro
César Aira
16 de marzo de 2008
Yo iba en el colectivo, sentado junto a la ventanilla, mirando la calle. De pronto un perro empezó a
ladrar muy fuerte, cerca de donde pasábamos. Lo busqué con la vista. Otros pasajeros hicieron lo mismo.
El colectivo no iba muy lleno: todos los asientos ocupados, y unos pocos de pie; estos últimos eran los
que más posibilidades tenían de verlo, por tener una perspectiva más alta y poder mirar por los dos lados.
Aun sentado como iba yo, en el colectivo se dispone de una visión alta, la perspective cavalière, lo que
veían nuestros ancestros montados a caballo; es por eso que prefiero el colectivo al auto, en el que uno
va hundido pegado al piso. Los ladridos venían de mi lado, el lado de la vereda, lo que era lógico. Aun así,
no lo vi, y como íbamos rápido me hice a la idea de no verlo; ya habría quedado atrás. La módica
curiosidad que había despertado era la que despertaba siempre la ocasión de un incidente o accidente,
pero en este caso, salvo el volumen de los ladridos, no había grandes posibilidades de que hubiera
pasado nada: los perros que la gente saca a pasear en la ciudad rara vez le ladran a nada que no sea otro
perro. Así que la atención general dentro del colectivo ya se dispersaba… cuando volvió a encenderse,
porque los ladridos seguían a más y mejor. Entonces lo vi. El perro corría por la vereda y le ladraba a
nuestro colectivo, lo seguía, aceleraba para no quedarse atrás. Eso sí era rarísimo. Antes, en los pueblos,
en las afueras de la ciudad, los perros corrían a los autos ladrándoles a las ruedas, yo lo recordaba bien
de mi infancia en Pringles. Pero eso había quedado atrás, se diría que los perros habían evolucionado, se
habían habituado a la presencia de los autos. Además, este perro no les ladraba a las ruedas del colectivo
sino al vehículo entero, levantaba la cabeza hacia las ventanillas. Arriba, todos miraban. ¿Acaso el dueño
había subido al colectivo, olvidándose a su perro o dejándolo abandonado? ¿O habría subido alguien que
había robado o agredido al dueño del perro? No. No había habido una parada reciente. El vehículo venía
avanzando sin detenciones por la avenida Directorio desde hacía unas cuantas cuadras, y sólo en la que
estábamos recorriendo el perro había iniciado la persecución. Hipótesis más barrocas, como que el
colectivo hubiera atropellado a su dueño o dueña, o a un congénere, podíamos descartarlas porque nada
de eso había pasado. Las calles despejadas de un domingo a la tarde no habrían hecho pasar
desapercibido un accidente.
Era un perro bastante grande, gris oscuro, hocico en punta, a medio camino entre perro de raza y perro
de la calle, aunque hoy día ya no hay perros de la calle en Buenos Aires, por lo menos en los barrios por
los que transitábamos. No era tan grande como para meter miedo de entrada, pero sí lo bastante como
para resultar amenazante si se enojaba. Y éste parecía enojado, o más bien, quizás por el momento,
desesperado, urgente. No era el impulso de agresión el que lo movía (por el momento, quizás) sino el
apuro por alcanzar al colectivo, por hacerlo detener, o quién sabe qué.
34
POLITECNICO
La carrera seguía, junto con los ladridos. El colectivo, que en la esquina anterior había tenido que
esperar un semáforo en rojo, aceleraba. Iba cerca de la vereda, por la que corría el perro; pero lo dejaba
atrás. Ya estábamos casi en la otra bocacalle, y parecía inminente que la persecución cesara. Sin
embargo, para nuestra sorpresa, al llegar a la esquina el perro cruzó y siguió por la vereda de la cuadra
siguiente, acelerando él también, sin dejar de ladrar. No había mucha gente en la vereda, de otro modo el
animal los habría llevado por delante, tan ciego iba, la mirada fija en las ventanillas del colectivo, los
ladridos más y más fuertes, ensordecedores, cubrían el ruido del motor del colectivo, llenaban el mundo.
Se hacía evidente algo que debería haber sido evidente desde el primer momento: el perro había visto (u
olido) a alguien que viajaba en el colectivo, y era tras él que corría. Un pasajero, uno de nosotros… No
sólo a mí se me había ocurrido esa explicación, porque los demás empezaron a mirarse, a dirigirse gestos
de interrogación. ¿Alguno lo conocía? ¿Alguien sabía de qué se trataba? Un antiguo dueño, un ex
conocido… Yo también miraba a mi alrededor, yo también me lo preguntaba. ¿Quién sería? En esos
casos, en el último en que uno piensa es en uno mismo. Yo tardé bastante en caer. Fue indirecto. De
pronto, llevado por un presentimiento todavía sin forma, miré adelante, por el parabrisas. Vi que la ruta
estaba despejada: delante de nosotros se extendía casi hasta el horizonte una fila de luces verdes que
prometían una marcha rápida sin interrupciones. Pero recordé, con una alarma que empezaba a
encenderse, que no estaba en un taxi: el colectivo tenía paradas fijas cada cuatro o cinco cuadras; es
cierto que si no había nadie en la parada, o nadie tocaba el timbre para bajar, no se detenía. Nadie se
había acercado a la puerta trasera, por ahora. Y con suerte no habría nadie en la próxima parada. Todas
estas reflexiones las hacía simultáneamente. La alarma dentro de mí seguía creciendo; ya estaba a punto
de encontrar sus palabras y revelarse. La demoraba la urgencia misma de la situación. ¿El azar nos
permitiría seguir sin detenernos hasta que el perro hubiera renunciado a su persecución? Volví a mirarlo;
había apartado la vista de él apenas por una fracción de segundo. Seguía corriendo a la par, seguía
ladrando como un poseído… y él también me miraba. Ahora yo lo sabía: era a mí al que le ladraba, a mí al
que corría. El terror de las catástrofes más impensadas se apoderó de mí. Ese perro me había reconocido
y venía por mí. Y aunque, en la presión del instante, ya me estaba jurando a mí mismo negarlo, negar
todo, no admitir nada, en el fondo de mi conciencia sabía que él tenía razón y yo no. Porque una vez, en
el pasado, yo me había portado mal con ese perro, lo había hecho objeto de una infamia realmente
incalificable. Debo reconocer que nunca tuve principios morales muy sólidos. No voy a justificarme, pero
hay alguna explicación en el combate incesante que debí librar para sobrevivir, desde mi más tierna edad.
Esa lucha fue embotando los escrúpulos. Me he permitido acciones que no se permitiría ningún hombre
decente. O quizás sí. Todos tienen sus secretos. Además, lo mío nunca fue tan grave. Nunca llegué al
crimen. Y en realidad no olvidaba lo hecho, como haría un canalla auténtico. Vagamente, me prometía
pagar de algún modo, nunca me había puesto a pensar cómo. Este reconocimiento del que yo era objeto,
tan bizarro, este regreso de un pasado si no olvidado lo bastante sumergido como para parecerlo, era lo
que menos había esperado. Había contado, me daba cuenta, con una cierta impunidad. Había dado por
sentado, y quizás en mi lugar todos lo habrían hecho, que un perro tenía poco de individuo y casi todo de
POLITECNICO
35
Senderos que se bifurcan II
Lengua y Literatura
especie, y a ella se reintegraría por entero, hasta desaparecer. Y con esa desaparición se desvanecía mi
culpa. La execrable traición que había ejercido sobre él lo había individualizado por un momento, sólo por
un momento. Que ese momento persistiera, después de tantos años, me parecía sobrenatural y me
espantaba. Al pensar en el tiempo que había pasado, asomó una esperanza, a la que me aferré: era
demasiado. Un perro no vive tanto. Había que multiplicar por siete… Los pensamientos se agolpaban en
mi cabeza, entrechocándose con los ladridos sordos que seguían y seguían creciendo. No, el tiempo
transcurrido no era demasiado, no valía la pena que hiciera la cuenta y siguiera engañándome. Cualquier
esperanza sólo podía venir de esa típica reacción psíquica de negación ante algo que nos afecta
demasiado: «No puede ser, no puede estar pasando, lo estoy soñando, me equivoqué en la interpretación
de los datos». Esta vez no era la reacción psíquica: era la realidad. Tanto, que ahora evitaba mirarlo; le
temía a su expresividad. Pero estaba demasiado nervioso para hacerme el indiferente. Miré hacia delante;
debí de ser el único en hacerlo, porque todos los demás pasajeros iban pendientes de la carrera del perro.
Hasta el chofer, que volvía la cabeza para mirar, o miraba por el espejo, y hacía un comentario risueño
con los pasajeros de delante; lo odié, porque con esas distracciones aminoraba la velocidad; de otro modo
no podía explicarse que el perro siguiera a la par, ya llegando a la segunda bocacalle. Pero ¿qué
importaba que siguiera a la par? ¿Qué podía hacer, más que ladrar? No iba a subirse al colectivo.
Después del primer shock, yo empezaba a evaluar la situación más racionalmente. Ya había decidido
negar que conocía a ese perro, y seguía firme en la decisión. Un ataque, que creía improbable («Perro
que ladra no muerde»), me pondría en el papel de víctima y merecería la intervención de los testigos en
mi favor, de la fuerza pública si era necesario. Pero, por supuesto, no le daría la ocasión. No pensaba
bajar del colectivo hasta que no se hubiera perdido de vista, cosa que tendría que suceder tarde o
temprano. El 126 va lejos, hasta Retiro, por un camino que al salir de la avenida San Juan se hace
sinuoso, y era impensable que un perro pudiera seguir todo el trayecto. Me atreví a mirarlo, pero aparté la
vista de inmediato. Nuestras miradas se habían cruzado, y en la de él no vi la furia que esperaba sino una
angustia sin límite, un dolor que no era humano, porque un hombre no lo soportaría. ¿Tan grave era lo
que yo le había hecho? No era momento de entrar en análisis. Y no valía la pena porque la conclusión
siempre sería la misma. El colectivo seguía acelerando, cruzábamos la segunda bocacalle, y el perro, que
se había retrasado, cruzaba también, pasando frente a un auto detenido por el semáforo; si ese auto
hubiera venido en marcha habría cruzado igual, tan enceguecido iba. Me avergüenza decirlo, pero le
deseé la muerte. No sería algo sin antecedentes; había una escena en una película en la que un judío en
Nueva York reconocía, cuarenta años después, a un kapo de un campo de concentración, salía
persiguiéndolo por la calle y lo mataba un auto. El recuerdo, al revés del efecto de alivio que suelen
producir los antecedentes, me deprimió, porque aquello era una ficción, y hacía resaltar por contraste la
calidad de real de lo mío. No quería volver a mirarlo, pero el sonido de los ladridos me indicó que se
estaba quedando atrás. El colectivero, seguramente harto de la broma, estaba apretando a fondo el
acelerador. Me atreví a volver la cabeza y mirar; no iba a llamar la atención porque todos en el colectivo
estaban mirando; al contrario, si yo era el único en no mirar podía hacerme sospechoso. Además, pensé,
36
POLITECNICO
quizás era mi última oportunidad de verlo; semejante casualidad no podía darse dos veces. Sí, se
quedaba atrás, decididamente. Me pareció más pequeño, más patético, casi ridículo. Los otros pasajeros
empezaron a reírse. Era un perro viejo, gastado, quizás al borde de la muerte. Los años de rencor y
amargura que este estallido dejaba adivinar habían dejado su huella. La carrera debía de estar matándolo.
Pero no podía evitarlo, si había pasado tanto tiempo esperando el momento. Y efectivamente, no aflojaba.
Aun sabiendo perdida la partida seguía adelante, corriendo y ladrando, ladrando y corriendo. Quizás,
cuando perdiera de vista a lo lejos al colectivo, seguiría corriendo y ladrando, porque ya no podría hacer
otra cosa, para siempre. Tuve una visión fugaz de su figura, en un paisaje abstracto (el infinito) y sentí
pena, pero una pena tranquila, casi estética, como si la pena me viera a mí desde tan lejos como yo creía
estar viendo al perro. ¿Por qué dirán que el pasado no vuelve? Todo había sucedido tan rápido que no me
había dado tiempo a pensar. Yo siempre había vivido en el presente porque apenas si me daban las
energías del cuerpo y la mente para asimilarlo y reaccionar, sólo me alcanzaba para lo inmediato, y
apenas. Siempre sentí que estaban sucediendo demasiadas cosas todas juntas, que precisaba un
esfuerzo sobrehumano, más fuerzas de las que tenía, para hacerme cargo del instante. De ahí que no me
anduviera con remilgos éticos cuando debía sacarme algo de encima, así fuera por las malas. Debía
desalojar lo que no fuera estrictamente necesario para mi supervivencia, conseguir algo de espacio, o de
paz, a cualquier precio. Las heridas que eso pudiera provocar en otros no me preocupaban, porque sus
consecuencias quedaban fuera del presente, es decir, de mi vista. Ahora, una vez más, el presente se
desembarazaba de un invitado molesto. El incidente me dejaba un sabor agridulce en la boca, por un lado
el alivio de haber escapado por tan poco, por otro una comprensible amargura. Qué triste era ser un perro.
Vivir con la muerte tan cerca, tan inexorable. Y más triste todavía ser este perro, que había salido de la
resignada fatalidad del destino de la especie sólo para mostrar que la herida que había recibido una vez
seguía sangrando. Su figura recortada en la luz del domingo porteño, agitándose sin cesar en su carrera y
sus ladridos, había hecho el papel del fantasma, volviendo de la muerte, o más bien del dolor de la vida,
para reclamar… ¿qué? ¿Una reparación? ¿Una disculpa? ¿Una caricia? ¿Qué otra cosa podía pretender?
No podía querer vengarse, pues la experiencia debía de haberle enseñado de sobra que no podía nada
contra el inexpugnable mundo humano. Sólo podía expresarse; lo había hecho, y no le había servido de
nada, como no fuera extenuar su viejo corazón cansado. Lo había derrotado la expresión muda, metálica,
de un colectivo en marcha alejándose, y una cara que lo miraba desde el otro lado del vidrio de una
ventanilla. ¿Cómo me había reconocido? Porque yo también debía de haber cambiado mucho. Por lo visto
me tenía muy presente, quizás mi imagen no se había borrado de su mente un solo instante todos esos
años. Nadie sabe en realidad cómo opera el psiquismo de un perro. No había que descartar que hubiera
sido el olor, en ese rubro se cuentan cosas increíbles de los animales. Por ejemplo una mariposa macho
que huele a la hembra a kilómetros de distancia, atravesando los miles de olores que hay entre él y ella.
Me dejaba ir a consideraciones ya desinteresadas, intelectuales. Los ladridos eran un eco, que modulaba,
más alto, más bajo, como si viniera de otra dimensión. De pronto me sacó de mis pensamientos una
intuición que sentí en todo el cuerpo. Me di cuenta de que me había apurado a cantar victoria. La
POLITECNICO
37
Senderos que se bifurcan II
Lengua y Literatura
acelerada del colectivo, que acababa de cesar, era la que daban siempre los choferes cuando tenían en
vista una parada en la que debían detenerse. Aceleraban, calculando la distancia, y después levantaban
el pie y dejaban que por inercia el colectivo llegara a la parada. Y en efecto, ya la velocidad disminuía,
acercándose a la vereda. Me enderecé para mirar. En la parada había una señora mayor con un niño. El
volumen de los ladridos volvía a crecer. ¿Era posible que el perro siguiera corriendo, que no hubiera
renunciado? No miré, pero debía de estar muy cerca. Nosotros ya estábamos detenidos. El niño subió de
un salto, pero la señora se tomaba su tiempo; el estribo alto de los colectivos les causaba problemas a las
damas de su edad. Yo gritaba interiormente: ¡Apurate, vieja de mierda!, y seguía su maniobra con
ansiedad. No era mi estilo de hablar ni de pensar; me salía así por la nerviosidad, pero me corregí de
inmediato. En realidad, no tenía por qué preocuparme. Todo lo que podía pasar era que el perro
recuperara terreno, para después volver a perderlo. Lo peor que yo podía temer era que se pusiera a
ladrar frente a mi ventanilla de un modo muy ostensible, y los otros pasajeros vieran que era a mí al que
perseguía. Pero yo no tenía más que negar todo conocimiento de ese animal, y nadie me desmentiría.
Bendije a las palabras, y a su superioridad sobre los ladridos. La vieja estaba subiendo el segundo pie al
estribo, ya casi estaba arriba. Un vendaval de ladridos me aturdió. Miré al costado. Llegaba, veloz como el
rayo, desmelenado, siempre sonoro. Era increíble su resistencia. A su edad, ¿era posible que no tuviera
artrosis, como todos los perros viejos? Quizás estaba quemando sus últimos cartuchos; no debía de tener
nada que ahorrar; encontrarme a mí, después de tantos años, expresarme su resentimiento, cerraba el
círculo de su destino. Al principio (todo esto sucedía en una fragmentación loca de segundos) no entendí
lo que pasaba, sólo capté una extrañeza. La localicé enseguida: no se había detenido frente a mi
ventanilla, había seguido de largo. ¿Qué se proponía…? ¿Era posible que...? Ya había llegado a la altura
de la puerta delantera y con la agilidad de una anguila giraba, saltaba, se escurría… ¡Estaba subiendo al
colectivo! O mejor dicho, ya había subido, y sin necesidad de voltear a la vieja, que apenas había sentido
un roce en las piernas, ya volvía a girar y casi sin disminuir la velocidad ni dejar de ladrar enfilaba por el
pasillo… Ni el chofer ni los pasajeros habían tenido tiempo de reaccionar, los gritos ya se formaban en sus
gargantas pero todavía no salían. Yo habría tenido que decirles: No se asusten, no es con ustedes la
cosa, es conmigo… Pero yo tampoco había tenido tiempo de reaccionar, salvo para paralizarme y
endurecerme en el espanto. Sí tuve tiempo para verlo, precipitándose hacia mí, y ya no pude ver otra
cosa. De cerca, y de frente, su aspecto había cambiado. Era como si antes, desde la ventanilla, lo hubiera
visto a través del recuerdo o de la idea que me hacía del daño que le había causado, mientras que allí
dentro del colectivo, ya al alcance de la mano, veía su realidad. Lo veía joven, vigoroso, elástico, más
joven que yo, más vital (en mí la vida había ido desagotándose todos estos años, como el agua de una
bañadera), sus ladridos retumbaban en el interior con una fuerza intacta, los dientes blanquísimos en las
fauces que ya se cerraban sobre mi carne, los ojos brillantes que no habían dejado por un instante de
estar fijos en los míos.
38
POLITECNICO
Descargar