Reseñas de libros ESCALANTE GONZALBO, Femando, Ciudadanos imaginarios. Me­ morial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la república mexicana. Tratado de moral pública, México, Colegio de México, 1993, 308 páginas. Cualquiera que tenga gusto por leer textos inteligentes, encontrará en Ciudadanos imaginarios un cúmulo de ideas y acontecimientos muy impresionantes que, en múltiples ocasiones, arrancan al lector expresio­ nes de justa admiración. Este libro es el producto de una tesis de doctorado en Ciencias Sociales en el El Colegio de México. En ella se refleja claramente la profunda imaginación del autor. Femando Escalante Gonzalbo aborda un problema inexplorado, difí­ cil y apasionante: la moral pública en el México del siglo XIX. En palabras del autor, se trata de “ reconstruir el mundo moral que vieron con la misma aprensión Mora y Alamán, Comonfort, Arriaga y Rabasa” (p. 18). Dicho esfuerzo se apoya en la descripción de “ las pautas de conducta en lo que toca a los asuntos públicos. Esas regulari­ dades del comportamiento donde se manifiestan los valores” (p. 41). El autor va hilando teorías y datos al tiempo que critica aspectos de las teorías utilizadas. No se conforma con apoyar sus argumentos con variadas informaciones de archivo y materiales bibliográficos; también recurre a obras literarias de la época que retratan sentimientos e ideolo­ gías. Paso a paso aparecen los principales actores sociales: campesinos, hacendados, militares, iglesia, comerciantes y empresarios. Según van emergiendo estos actores, el autor va ensayando interpretaciones sobre la moralidad pública de los mismos. El libro logra así dibujar una imagen clara de la estructura social en el México independiente. En el primer capítulo se presenta al estrato más numeroso de la época: los campesinos. Ellos muestran una actitud hostil hacia el Estado y guardan con recelo su autonomía. Los planteamientos de James Scott en tomo a la ética de subsistencia y la reciprocidad, sugieren al autor una hipótesis sobre la relación moral pública-orden político: “ [...] los campe­ sinos bus(can) y prefier(en) los vínculos personales con hacendados o caciques, con quienes pueden mantener relaciones de reciprocidad” , mientras que “ el Estado suele aparecer más como una amenaza que como garantía” (p. 61). Se trata de una “ lógica” que estructura a las acciones y que parece ser común a los campesinos no sólo de México, sino también de otras latitudes. Esa actitud de los campesinos frente al Estado generó no pocos dolores de cabeza a la élite política, cuyo objetivo era conformar un estado nacional. Con respecto a los hacendados, éstos poseen, según el autor, una “ moralidad señorial” . Este concepto le permite a Escalante Gonzalbo relativizar los planteamientos demasiado generales que ven en los gran­ des propietarios una clase totalmente uniforme con fines puramente materiales. Retomando a diversos autores, señala que en realidad los hacendados presentan características múltiples dependiendo de la región y hasta del carácter. Pese a todos los matices: Los hacendados pretendían ser “ señores” , y no tan sólo ricos. Creaban y defendían su espacio de dominio propio y particular, donde su autoridad personal no tuviese competencia. Como informal, su dominio podía ser arbitrario, pero también aspiraba a ser justo (dentro de cierta definición, nada moderna por supuesto); mantenía una estrecha e intensa reciprocidad con la comunidad sobre la que mandaba (p. 86). Es posible detectar un rasgo importante de la moral pública señorial que hermana en un aspecto a hacendados y campesinos: ese “ recelo permanente frente a la autoridad formal” . Sobre el ejército, el autor anota una serie de acontecimientos que bien pueden dejar perplejos a muchos de los lectores. Cuando menos para alguien no especializado en el siglo XIX, resulta revelador conocer las dificultades en la constitución de un ejército regular, elemento indispen­ sable para lograr el monopolio de la violencia legítima. La falta de recursos económicos aunado a la ausencia de un compromiso moral de los soldados para con el ejército, generaron no pocos problemas. Fueron múltiples las ocasiones en las que los soldados desertaron ante la falta de recursos y, asimismo, no fueron pocos los casos de soldados que asalta­ ron tiendas o ranchos para lograr sobrevivir. Hay otros aspectos sobre los que el autor llama la atención, también ligados al problema de la moralidad pública y el orden político: En el caso mexicano, lo primero que salta a la vista es que los militares no tenían una filiación ideológica clara. Entre los antiguos insurgentes, en los primeros tiempos, Bravo era escocés y Guerrero era Yorkino; entre los antiguos realistas, Santa Anna era liberal o conservador según hiciera falta, Arista era conservador frente a Gómez Farías y liberal frente a Almonte, todos ellos eran entre sí rivales por puntos de principios en ocasiones, y por ambiciones personales las más de las veces (p. 171). No era infrecuente que algún general cambiara de bando después de recibir una jugosa partida; la compra de lealtades se constituyó en un recurso político muy socorrido. Además, se generó un campo propicio para la corrupción, que es, por cierto, otro rasgo característico del ejército en aquel periodo. Todo esto ofrece una imagen más o menos clara de la moralidad pública de los militares de la época: no existía el compromiso de contribuir a la constitución de la nación. A diferencia de campesinos y hacendados, quienes compartían la aversión a la autoridad formal, los altos mandos militares veían en el Estado un instrumento adecuado para lograr beneficios particulares. Entre los empresarios y comerciantes se descubre también una postu­ ra similar. Si bien su participación en la política fue esporádica y no pareció constituirse en una práctica más o menos común sino hasta el porfiriato, el Estado representaba para este grupo un instrumento útil para lograr beneficios privados. Con estrategias diversas, algunos de ellos aprovecharon los conflictos políticos para enriquecerse. En este cuadro de actores no podía faltar la élite política. Aquí las sorpresas aparecen una vez más. Parecería que la fórmula paretiana de circulación de élites políticas no se adecúa a la historia mexicana. Siempre fueron pocos los políticos de alguna importancia. Se les ve turnarse los puestos, pasar de un ministerio a otro, o repetir en el mismo hasta una docena de ocasiones. Ni siquiera hacia el final del siglo pasaban de cien los que contaban en la política nacional. Pero incluso sumado a los muchos políticos ocasionales y de segundo orden, se trató en todo tiempo de una élite bastante reducida: propietarios, clérigos, oficiales, letrados y profesionistas urbanos (pp. 259-260). Las disputas entre liberales y conservadores más que una lucha entre élites, da la apariencia de ser una lucha entre facciones reclutadas de la clase media. Fuera de los tiempos de mayor beligerancia de la Reforma, liberales y conservadores, licenciados y militares, compartían un mundo social, com­ partían cultura, ambiciones, incluso muchos más prejuicios y principios políticos de los que pudieran haber visto ellos [...] No sólo eso, que podría parecer inevitable, sino que, enemigos y todo, mantenían buenas relacio­ nes personales (p. 261). Ahora bien, hay un capítulo especialmente relevante y que hasta ahora no he comentado: “ El poder de los intermediarios” . En él aparece el problema de la constitución del Estado en un contexto social caracteri­ zado por la existencia de múltiples poderes locales y autónomos. Estric­ tamente no hay Estado, sino una especie de confederación de caudillos: “ una maquinaria de intermediación” . La sociedad independiente seguía siendo una reunión de mundos diferen­ tes, de cuerpos con pretensiones particularistas, de autoridades en compe­ tencia. Lo que no hubo más fue una concertación política de esos segmen­ tos, ni hubo un principio de autoridad que ordenase formalmente sus conflictos. Los mecanismos de intermediación surgieron de manera espontáneá y se reprodujeron al margen del orden jurídico (p. 110). Otro aspecto que resulta interesante se refiere a la relación orden político-intermediación-parentesco: Por fuerza, comunidades y pueblos, regiones enteras buscaron la protec­ ción de “ hombres fuertes” , ya fuese grandes hacendados, jefes militares, antiguos insurgentes, caciques o intermediarios de todo tipo. Los hacenda­ dos, los comerciantes, todos los “ notables” locales, desarrollaron redes familiares muy sólidas, que trenzaban al comercio con la minería, con el poder militar, con la propiedad de la tierra [...] De hecho, las familias sustituyeron a caso todas las otras instituciones sociales que habían sido desmanteladas (p. 101). Quizás esta sea una de las contribuciones más significativas de Ciudadanos imaginarios. Retomando a Weber y su idea de la domina­ ción patrimonial, Femando Escalante Gonzalvo escribe: “ El poder de los hacendados, el de los caciques locales y aun el de los caudillos, en rasgos importantes se organiza como una extensión del poder domésti­ co” (p. 107). En efecto, las lealtades políticas se entrecruzan con los lazos familiares. Sin embargo, aquí aparece un tema no resuelto. Aun cuando la intuición es muy relevante y el lector espera algunos ejemplos de tal entrecruzamiento, ellos no aparecen. Es probable que con un mayor desarrollo sobre la problemática se hubiesen eliminado ciertas dudas que saltan en la lectura. Ello da pie a otro aspecto que me parece inconcluso y que se relaciona con el anterior. El tema de la intermediación política ha sido tratado ampliamente por antropólogos. Incluso el mismo autor recurre a Eric Wolf cuando hace referencia a las características de la comuni­ dad campesina. Pues bien, es precisamente Wolf quien estimula y pro­ sigue la discusión sobre el tema. Seguramente, si el autor hubiera retomado las contribuciones de Wolf y otros —Steward, Adams o de la Peña, por ejemplo— , ello hubiera enriquecido muchas de sus reflexiones. No obstante, es absurdo exigir que todos los problemas planteados se resuelvan en un solo texto. Probablemente, lo reseñado hasta aquí no haga justicia a la riqueza de la investigación publicada y, además, esquematice demasiado los planteamientos centrales. También faltaría detenerse en temas como la corrupción, la Iglesia o el “ sistema de reciprocidad” . Por eso quisiera terminar recomendado la lectura de Ciudadanos imaginarios no sólo a sociólogos, historiadores o antropólogos, sino también al público no especializado que disfrute de la lectura de textos que despierten la imaginación. Marco A. Calderón Mólgora El Colegio de Michoaccm