¿Es la vida un valor? - Seminario de Antropología

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Colaboración extraordinaria visita 100.000 del Seminario de Antropología Gerardo González
http://antropologiadiwiki.org/
¿Es la vida un valor?
Aquilino Polaino-Lorente
Catedrático de Psicopatología de la Universidad Complutense
Razones y sinrazones en torno a la vida como valor
La cuestión con que se abre esta ponencia -¿es la vida un valor?- nos interpela a
todos. Es una pregunta que yo mismo me he hecho muchas veces y que les animaría a
que se la hagan: si la vida, su vida, la de cada uno, es un valor o no. En el caso de que la
respuesta fuese afirmativa, habría que preguntarse ¿por qué?
Es una pregunta de Perogrullo, pero en la actualidad es muy necesaria, por cuanto
que de la respuesta que demos a ella dependerá en buena parte el modo de conducirnos,
el estilo de vida por el que es preciso optar.
Para dilucidar esta cuestión conviene recordar qué es un valor. Pues, si no
sabemos muy bien lo que es la vida e ignoramos lo que es un valor, la formulación de
esta pregunta no tendría sentido, porque sería imposible responder a ella.
Consideremos que las personas tienen un cierto conocimiento de lo que sea la
vida o por lo menos de un cierto modo de vida humana, la suya, aunque sólo sea porque
disponen de la experiencia de haber mirado dentro de sí mismas. El autor de estas líneas
no está tan seguro respecto del conocimiento que algunas personas tengan acerca de lo
que sean los valores.
El término valor atraviesa en la actualidad por una situación relativamente
paradójica. De una parte, en el uso del lenguaje coloquial valor significa
fundamentalmente dinero, valor de intercambio, capacidad adquisitiva. En el fondo el
concepto de valor está afectado por el economicismo: hoy todo se compra, todo se
vende; tanto tienes, tanto vales.
Se ha llegado a afirmar que los únicos valores que hoy existen son los que cotizan
en bolsa y, como consecuencia de ello, la sociedad ha optado por el consumismo y el
hedonismo. En mi opinión, esto no es del todo cierto. Opino de esta forma no porque
desee que no sea cierto –que, desde luego, lo deseo-, sino porque el atenimiento al
conocimiento de la realidad de muchas personas me fuerza a pensar así.
Al mismo tiempo, es raro asistir a algún acto cultural o leer el periódico, sin que
se tropiece uno con la idea de que estamos en una crisis de valores. Basta con asomarse
a cualquier contexto educativo, por grande o pequeño que sea, para que los padres estén
de acuerdo y nos manifiesten una queja común: “la educación sin valores”.
Entonces, ¿en qué quedamos?, ¿los únicos valores que hoy cuentan son sólo los
materiales? Si fuera así, no se hablaría tanto de crisis de valores. Si se habla tanto de
ella es porque mucha gente culta se ha dado cuenta de que buena parte de los valores
que hoy cuentan son valores materiales y nada más que materiales. Pero, si hay alguna
conciencia crítica al respecto, entonces eso ya está haciendo crisis y, por tanto,
comienza a avizorarse un nuevo futuro, probablemente más esperanzador.
Si de otra parte, en el contexto educativo se habla de educación en valores y, a lo
que parece, esto preocupa mucho a los profesores y políticos, entonces es posible que
estemos saliendo de la crisis, y que las futuras generaciones estén siendo educadas en
valores que no son exclusivamente materialistas. Con independencia de cuál sea la
interpretación que se haga de estos hechos sociológicos la conclusión, por el momento,
parece clara: en la actualidad la mayor parte de los valores son materiales, se habla
mucho de educación en valores y parece que hay un acuerdo generalizado en que
estamos ante una crisis de valores.
Cuando hablamos de que las cosas valen, afirmamos que algo es muy válido o
decimos que “esto es muy valioso”, ¿qué estamos diciendo?. Si el jarrón de porcelana
de Sebres es muy valioso, ¿por qué es tan valioso y, en cambio, el botijo de barro no es
valioso? Tal vez por aquí podemos alcanzar algún significado cierto acerca de lo que es
un valor. Parece pertinente entonces formular la cuestión de ¿qué es un valor?, pues se
ofrece como una excelente pregunta, la pregunta ética por antonomasia.
Para lo que aquí importa, creo que podríamos partir de la siguiente definición de
valor: Un valor es lo que avala el valer que avalora a la persona en tanto que persona.
Hay en esta definición ciertas redundancias casi tautológicas, pero puede servirnos
para que se entienda. El valor es lo que avala. Avalar viene de avalorar, de dar valor.
Por eso cuando uno pide un crédito necesita un aval, necesita algo que ante la
correspondiente entidad crediticia haga valiosa su petición, pues de lo contrario el banco
no le concederá el crédito que ha solicitado. Por tanto, lo que avala es ya un principio
de garantía.
¿Y qué es lo que garantiza la acción de avalar? ¡El valer de la persona! Pero el
valer no es el valor. El valer de la persona emerge de su dignidad originaria e inicial, de
su incognoscibilidad y singularidad, de su unicidad e inabarcabilidad, de ser un fin en sí
misma, con independencia de cuáles sean los valores con los que haya llegado a este
mundo. Estos últimos son las peculiaridades y potencialidades que caracterizan a cada
persona. Pero lo que se avala es su valer y no sus valores, aunque también estos últimos
puedan ser avalados
Todas las personas tienen un valer, pero no un valer cualquiera, sino el valer
que les es constitutivo como tal persona. Dicho de otra forma más simple: Toda
persona vale por el hecho de ser persona.
¿Todo el valor de una persona queda reducido al mero valer de su identidad de
persona o a sólo el regalo (lo dado) de los valores iniciales con que llega a este mundo?
¡No!, eso ciertamente no. El valor de la vida humana que aquí interesa coincide con el
valor de la persona, en tanto que persona.
Ciertamente que también nos importa, y mucho, los otros valores con que esa
persona ha sido dotada, como el hecho de que los haya incrementado o no a lo largo de
su trayectoria vital. Pero es ésta, por el momento, una cuestión secundaria, porque el
valer de la persona ni siquiera depende ni se subordina a los valores que le fueron dados
ni a lo que haya hecho de ellos a lo largo de su vida.
Respecto de la dignidad en tanto que personas, todos valemos igual, porque todos
disponemos del mismo valer: el que nos es propio y autoconstitutivo de las personas
que somos.
No sucede lo mismo respecto de los otros valores, es decir, desde la
perspectiva de la libertad de la persona que hace su biografía y que crece o
disminuye en otros valores. No es lo mismo la persona que resuelve problemas o
que los incrementa en las vidas ajenas y en la entera sociedad; no es lo mismo la
persona que avalora y hace crecer en ciertos valores a los demás o que amengua,
disuelve y arruina los valores de quienes le rodean.
Desde esta perspectiva no todos valemos igual, sino que cada persona vale lo
que vale y no hay dos personas que valgan igual. Esto nada tiene que ver con la
dignidad ni con el valer de la persona. En este último sentido el acrecerse de los
propios valores, el avalorarse más según ellos, depende del esfuerzo y de la libertad
personal.
Pero con independencia de eso, la vida humana vale, la vida es un valor porque es
la condición necesaria de cualquier otro valor o crecimiento en valores. La vida de la
persona es la condición de posibilidad de cualquier otro valor. Por eso mismo, la vida
vale, es valiosa. Y ese necesario valer de la persona es independiente de los bienes o
valores que puedan alcanzarse a su través.
Tal vez por esta razón no me ha parecido muy exacto el contenido de aquella vieja
canción que decía: Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor. Se refería tan sólo
a los valores adicionales –de muy diverso contenido- que es posible alcanzar por la
persona, siempre que estén fundamentados en el valer de la vida, que es previo y los
hace posibles.
No es comparable el valer de la vida y el valor de la salud, el dinero y el
amor. El primero es constitutivo; los segundos son accidentales, yuxtapuestos, no
completamente necesarios y, además, llegan a ser lo que son sólo si el valer de la
vida los sostiene.
El hecho de que una persona no disponga de salud o esté enferma (y produzca y
rinda menos o no trabaje) en nada desmerece a su propio valer. Aún así puede crecer en
otros valores adicionales (la paciencia, el buen humor, el amor al propio sufrimiento, la
comprensión de los demás, etc.), que son tal vez más poderosamente valiosos que los
que social y convencionalmente se han fijado como criterio para saber si una persona es
valiosa o no, se ha realizado o no.
Algo parecido sucede respecto del dinero. El dinero no siempre avalora a las
personas, sino que en muchas ocasiones las empobrece, de manera que cuánto más
dinero tienen más pobres son. ¿Convertirse, por ejemplo, en un avaro es un valor o un
disvalor? Cuanto más dinero se tenga, mayores son las posibilidades de convertirse en
un avaro. Según esto, el segundo término de la cancioncilla, el dinero, con ser necesario
no hace que la vida humana sea más valiosa.
El amor se articula mejor con el valer de la persona, por lo que, en mi opinión,
constituye el primero de los tres valores adicionales a los que se aludió. El amor se
ensambla mejor con el valor fontal de la vida, porque la persona está hecha para amar,
hasta el punto de que su vida personal vale lo que valgan su amores. Pero todo depende
de qué se entienda por amar. En este punto habría mucho que hablar, dado que del amor
hay tantas interpretaciones incorrectas y es algo tan escasamente vivido, que no parece
que sea este el ámbito adecuado para tratar de él.
Pero con independencia de que la salud, el dinero y el amor sean valores o no, la
pregunta que hay que hacerse es: ¿valores para qué?, ¿para qué la salud?, ¿para qué el
dinero?, ¿para qué el amor? Además, en tanto que supuestos valores están sometidos a
una gran incertidumbre, porque todos ellos exigen implícitamente un valor que no se
menciona en la letrilla de la canción. Si no hay vida, no puede haber salud, el dinero no
sirve para nada y tampoco se puede amar y ser amado.
Esto pone de manifiesto que el valer fundamental, el fundamento de todos los
valores humanos y sociales posibles es la vida. Si la vida no vale por encima de
cualquier otro valor, ninguno de ellos será posible.
Ahora bien, el valer de la vida de las personas puede considerarse en su origen o a
lo largo de la trayectoria biográfica de la persona. Sin el primer momento, el del origen
de la vida como valor, no es posible estudiar el proceso del vivir humano que se
despliega en el tiempo en forma de trayectoria personal.
Aquí cabe distinguir el momento originario al inicio de la vida humana, el
momento entitativo radical y trascendente, y la prolongación y despliegue de ese
momento en el tiempo, es decir, la vida como proceso. Este último supone la
preexistencia del primero, por lo que parece más conveniente atenerse al momento
entitativo en lugar de dedicar la atención al dilatado momento del proceso vital y
biográfico.
El momento entitativo es previo y condición sine qua non de todo proceso, de
todo el proceso emergente, en que consiste la vida. Por lo general, hoy se le da mayor
importancia al proceso de la vida como tarea, que a su consideración entitativa. Para
muchas personas, por eso, la vida vale tanto como vale lo que allegamos materialmente
con ella. Pero es este un grosero error que, obviamente, no exige comentario alguno.
Para que haya proceso biográfico, para que haya proceso vital, tiene que haber
vida. Y por tanto, lo importante no es el proceso sino lo que funda el proceso, puesto
que esto es condición sine qua non de que haya proceso. En la vida humana importa
más lo entitativo que lo procesal. Muchos de los errores respecto de la vida humana, con
los que hoy convivimos, es porque se ha insistido solamente en lo procesal y se ha
hurtado la consideración entitativa de la vida.
En realidad, no son comparables los dos momentos. Cualquier hito de la historia
biográfica de una persona, por muy emblemático que sea, no es comparable con el
momento originario en el que definitivamente se afirmó como un nuevo ser. Sin ese
momento originario no habría vida; y, por tanto, tampoco habría un bien para todos. Si
no hay vida no hay nada ni tampoco nadie.
Desde esta perspectiva entitativa, se puede ahora responder a la pregunta inicial:
¿Es la vida un valor? Sí. La vida vale porque la vida es. La vida vale porque la vida es
una forma de ser, y todo lo que es, en tanto que es, vale. Porque lo contrario de “ser” es
el “no ser” y el “no ser” no vale. Porque la nada vale nada, es decir, no vale nada. La
vida vale porque el valor máximo y primero es el del “ser”.
Es necesario hacer aquí una apelación a la totalidad. En metafísica, en ontología
no se puede ser juez y parte. No se trata de negociar peor o mejor acerca del valor de la
vida humana. Aquí no se puede negociar, o se es o no se es; o todo o nada; o es un valor
o no lo es. Como tampoco se puede hablar o negociar acerca de “un fragmento de ser” o
de “un-medio-ser-humano”. Se podrá hablar de que un ser es humano o no, o que un ser
humano ha sido o fue. Pero en este último caso eso ya no es una persona, sino un
cadáver. En todo caso será el cuerpo humano no animado de las persona que fue, pero
no una persona, no un ser humano.
Si respetamos los cadáveres y damos culto a los muertos es porque sabemos lo
que vale la vida humana y el valor del cuerpo, antes animado, de la persona que ya no
es. Para ser persona el cuerpo tienen que estar animado, el cuerpo ha de estar vivo.
Llegados a este punto parece conveniente hacerse otra pregunta: ¿Si todas las
personas perecen y nada nos queda de ellas, por qué el ser y no la nada?, ¿por qué soy
yo, en lugar de no ser?, ¿por qué estamos aquí en lugar de no estar ni aquí ni en ningún
otro lugar? La pregunta tiene mucho sentido y es pertinente. La respuesta que considero
más acertada es la siguiente: Usted está aquí, porque usted vale. Usted es, porque
usted vale.
Pero entiéndase bien que al responder así estoy invirtiendo el orden de los
términos. Líneas atrás se sostuvo que todo lo que “es” “vale”; y ahora parece que estoy
yendo en la dirección contraria y apelando al valor como explicación del ser. En
general, estoy de acuerdo en que primero es el “ser” y después el “valor. Pero a la
última cuestión formulada, considero que se puede contestar invirtiendo los términos:
primero es el valor y luego es el ser. Si no valiéramos antes de ser, no seríamos. Pero,
¿cómo puede valer un ser que no es, antes de ser?
Por otra parte, nadie se ha dado la vida a si mismo. Si nos hubiéramos dado la
vida a nosotros mismos, cada uno sería un valor en sí mismo, antes de ser sí mismo, lo
cual es un absurdo. Pero como nadie se ha dado la vida a sí mismo, sino que se procede
de Otro, eso Otro –que por ser eterno en nada le afecta el antes y el después humanosha pensado en nosotros cuando no éramos y al pensarnos nos ha creado, y nos ha creado
valiosos. No es que nos haya conocido como seres valiosos, después de crearnos, sino
que nos creó con la hechura y valores de que disponemos: nos creó valiosos desde el
origen. Algo parecido sucede, aunque en un orden bien diferente, con esos otros,
nuestros padres, que también nos han dado el ser y que, ciertamente, antes de nacer ya
pensaron en nosotros y comenzaron a querernos, y por eso somos.
¿Qué es lo propio del ser? Lo más propio del “ser” es ser, ser él mismo, ser
idéntico a sí mismo, ser uno. Lo propio de cada ser es la unidad.
Lo propio del ser es también la verdad. Porque si un ser no es verdadero no sería
un “ser”, sería un cuasi-ser, un ser adulterado, un ser simulado, un ser mentiroso o un
ser corrupto. Pero en ese caso, ya se advierte que es necesario emplear un adjetivo que
matice y restringa lo que es el “ser”. Pero el “ser” en cuanto que es, es verdadero. La
verdad atañe al ser tanto como la unidad.
Lo propio del ser es también la bondad. todo ser, en cuanto que es, es bueno.
¿Qué es mas valioso ser o no ser? Ser. ¿Qué es más bueno el ser o la nada? El ser.
Y por eso la vida es un valor. Valor y bueno aquí se identifican. Lo que es bueno
es un valor, lo que es malo es un disvalor. Lo que las personas quieren es un valor.
Cuando las personas contemplan un cierto bien, de ordinario, corren tras de él. Por el
contrario, cuando perciben un cierto mal, huyen de él, se apartan de él, evitan el mal
(Cardona, 1987). Es éste un principio de la acción humana, que hasta en la conducta de
un niño pequeño puede comprobarse.
La vida, en efecto, es un valor sobre el que descansan y se vertebran los restantes
valores a los que hace posibles. La vida, cualquier vida humana es un bien para todos,
porque cada persona es el novum por antonomasia, lo definitivamente original y único
que hay en el mundo, lo que con la verdad y la bondad de su ser manifiesta la dignidad
de un ser participado que es relativamente absoluto.
La cuestión acerca del origen
Hay hechos obvios, en que acaso por su propia evidencia, apenas si se reflexiona
sobre ellos, como sería de desear. Uno de estos, qué duda cabe, es la cuestión acerca del
origen.
Es un hecho evidente que nadie se ha hecho a sí mismo, que ninguna persona es el
origen de ella misma, que cualquier persona, que toda persona procede de otras
personas.
Esta cuestión acerca de la procedencia y el origen del ser humano está radicada
sustantivamente en el matrimonio -especialmente en la maternidad y la paternidad-,
que constituye la oukia natural y fundamental de la que procede el ser de los hijos.
A pesar de su obviedad o precisamente por ella, resulta lógico que desde la orilla
misma de esta cuestión del origen cada persona se sienta interpelada. De hecho, resulta
imposible contestar, en la práctica, a la pregunta más elemental acerca de uno mismo ¿quién soy yo?-, sin que simultáneamente comparezcan otras personas (los padres),
como los seres preexistentes de los que se procede, a través del acto fundacional de la
persona que cada uno es.
Nada de particular tiene que esta cuestión acerca del origen atraviese de
forma ininterrumpida, al modo de un eje vertebrador de la propia existencia, el
devenir, el proyecto biográfico de cada persona y su realidad personal. Por eso, la
pregunta acerca de uno mismo, la pregunta acerca del propio yo remite siempre a
la pregunta acerca de los padres, de la procedencia en el origen.
La vinculación entre el ser del hijo y el ser de los padres, con independencia de
que aquél se olvide o no de éstos y éstos de aquél, es tan natural y obligada que no
parece que sea renunciable. Es ésta, pues, una vinculación radical por estar en la base y
el inicio del ser que cada persona es.
Hay numerosos indicios, empíricamente verificables, de esta vinculación radical
y a la vez radicada en el propio ser. En cierto modo, resulta impensable, que desde el
hondón de la intimidad humana pueda hablarse con total independencia acerca de los
padres o que se descontextualice el propio ser, desvinculándolo de su origen, y se omita
ese sentido de procedencia y pertenencia respecto de ellos.
La psicología y la psiquiatría han confirmado este hecho, a través de las mil y
una manifestaciones y consecuencias en que, más tarde, cuando adulto, tal intento de
arrogancia independentista se desvela en el hijo.
No obstante, la pregunta acerca del origen queda casi siempre insatisfecha por
las respuestas que a ella se dan en una primera e inmediata respuesta. Cualquiera que
fuere la respuesta que de forma inmediata se dé a ella (la vinculación entre el ser
personal y el de los padres), emerge un cierto prurito e insatisfacción que conduce
enseguida a formular nuevas cuestiones y a realizar más indagaciones.
Esto es, por ejemplo, lo que motiva la investigación, no siempre fácil, del árbol
genealógico del que procede cada persona. Se diría que el anhelo de saber acerca de sí
se torna persistente en su búsqueda, a través del modo de esclarecer el encadenamiento
de unas a otras generaciones, de las que se procede.
Esto desvela que la cuestión acerca de sí -lo que, sin duda alguna, más interesa a
cada quien-, no se limita a la mera corporalidad sino que, yendo mas allá de ella, se
postula de forma inquisidora respecto del origen del propio ser.
El término origen, procede del sustantivo origo, y éste del verbo latino orior, que
significa nacer, aparecer, levantarse. Como fundamento o causa, el término origen
designa el principio real del cual algo o alguien procede con una relativa dependencia en
el ser.
Los conceptos de “dependencia” y “dependencia en el ser”, exigen una aclaración
previa. El término origen enfatiza más la “procedencia” que la “dependencia”, respecto
de lo originado. En este sentido, el término origen, denota algo activo y ontológico, el
fundamento o causa de un comienzo. Esto es especialmente significativo en lo que se
refiere a la paternidad humana.
En la paternidad humana, los padres son el origen del hijo y en cierto modo causa
de él, sin que se agoten en ellos mismos la pluralidad de las causas que pueden
distinguirse a propósito de la generación del hijo. En la paternidad humana, el término
origen no se refiere a todas las causas que se concitan en el origen del hijo, sino sólo a
las causas material y eficiente, pero no a la final ni a la formal.
De aquí que, en el caso de la paternidad humana, los padres constituyan el
principio real e ineludible del que procede el hijo, pero como no son ni su causa formal
ni final, no ha lugar para que se establezca, de suyo, la dependencia (causal) del hijo,
respecto de sus padres.
Es cierto que los hijos dependen en muchas cosas de sus progenitores,
especialmente durante las primeras etapas de la vida. Este es el caso, por ejemplo, de su
dependencia en lo que atañe a la alimentación, cuidados, prácticas de crianza, salud,
crecimiento y desarrollo, afectividad, etc.
Pero a medida que el hijo crece y va emergiendo en él la autonomía necesaria para
valerse por sí mismo –lo que comporta mayores grados de libertad-, ni siquiera en los
aspectos a que antes se ha aludido puede sostenerse que el hijo continúe siendo
dependiente de sus padres.
El hecho de que los padres no sean la causa final y formal de sus hijos, pone de
manifiesto la sana y natural independencia de éstos respecto de aquellos. Precisamente,
cuando por las razones que fuere, se mantiene un fuerte grado de dependencia entre
hijos y padres –lo que acontece cuando no se educa a los hijos en la libertad-, entonces
se les hace un flaco servicio, se tergiversa su naturaleza, se distorsiona el desarrollo de
su personalidad hasta un extremo enfermizo y, en definitiva, no se respeta el ser que
cada uno es.
Muchos trastornos psicopatológicos en el adulto, que hoy se engloban en el
lenguaje coloquial bajo el término de “inmadurez de la personalidad” –y que a pesar de
no estar bien definidos tienen su equivalencia en algunos de los diagnósticos tipificados
como “trastornos de la personalidad”; confrontar el DSM-IV (1995)-, están
relativamente condicionados en su inicio por una dependencia patológica de los hijos
respecto de los padres (cfr., Vargas y Polaino-Lorente, 1996).
Obsérvese la relevancia psicológica y psiquiátrica al considerar esta cuestión
etiológica acerca del origen de la persona. A las personas les va en ello su misma
libertad. De aquí, que la dependencia de los hijos respecto de los padres debiera
manifestarse siempre como una dependencia menor, relativa y transitoria. De hecho,
nadie puede vivir su vida al dictado o por encargo de lo que otras personas decidan por
él. Cada persona ha de alcanzar su propio destino y para ello precisa de la libertad, que,
en modo alguno es delegable y/o renunciable. Pues, como decía Agustín de Hipona,
“Dios que te ha hecho sin ti, no te salvará sin ti”.
Nada tan cierto como el olvido del ser en la vida cotidiana de los
hombres (Cardona, 1997). Y, sin embargo, nada tan obvio como el ser, aunque nada
como él tan misterioso. Es este un hecho tozudo, cuya verificación resulta demasiado
fácil.
Hasta cierto punto, es “comprensible” este olvido del ser, toda vez que la
andadura humana se ha tornado azacanada y desfondada en el activismo del mero
“hacer”. Ni siquiera la relación del hombre con las cosas –una vez que se ha prescindido
en ellas del ser que les es propio-, constituye una condición más o menos favorable a la
emergencia de la pregunta acerca del ser.
Parece lógico que sea así, una vez que de las cosas apenas si interesa conocer su
esencia; lo que tan sólo interesa de ellas es conocerlas para dominarlas. Es precisamente
este tipo de conocimiento, subordinado al dominio y a la utilidad, lo que impide el
conocimiento de su ser, que queda siempre relegado y sumergido en la indiferencia que
alimenta su olvido.
No tiene nada de particular que la persona, extraviada como está en su relación
con las cosas mismas y familiarizada en exceso sólo con ese tipo de relaciones –tal y
como antes se ha apuntado-, se haya olvidado también de su propio ser.
En la actualidad, la principal amnesia de la persona es el olvido de la “casa del
ser”, que es el propio hombre. Y eso a pesar de la nostalgia subyacente –una nostalgia
inoperante, a pesar de lo que tiene de vuelta a su primera inocencia-, que palpita casi
siempre en las cuestiones penúltimas del modo de pensar humano contemporáneo.
El olvido del ser, el olvido de este necesario fundamento ha impactado muy
gravemente en la paternidad humana. Si la persona está amnésica respecto de su
origen, es porque desconoce su gratuita participación en el ser. El olvido del ser -como
señala Cardona (1997)-, a quién hasta aquí hemos seguido, supone también el olvido de
la opción intelectual por la que aquél se olvidó, la extinción del recuerdo del propio
origen así como del sentido, dirección y destino de la propia vida.
Un olvido éste que, en su radicalidad, ha olvidado hasta la primera e inmediata
consecuencia de aquel olvido inicial: el remordimiento. Es lógico que el hombre
amnésico de nuestro tiempo no haga pié en su propia existencia y perciba amenazada su
identidad personal.
En tales circunstancias, se comprende que se haya quedado sin fundamento en el
que poder asentar su paternidad. El olvido del ser, que conlleva esta particular amnesia,
ha conducido al hombre contemporáneo, entre otras cosas, a la renuncia a la
paternidad.
Hoy es urgente recuperar esa facultad que es la memoria. “La memoria –escribe
Giussani (1996)- es la continuidad de la experiencia de algo presente, la continuidad de
la experiencia de una persona presente, de una presencia que no tiene ya las cualidades
y la inmediatez de cuando uno agarra la nariz de otro y tira de ella (...) La memoria es la
conciencia de una Presencia” (el subrayado es nuestro).
Repensar una secuencia natural y necesaria: Physis, Bios,
Telos, Logos y Ethos
La vida, que es de lo que aquí se trata, no es un concepto abstracto que esté como
flotando en el ámbito puro de las estrictas cogniciones humanas. La vida humana, la
vida personal se nos ofrece como algo cercano, acaso demasiado cercano, por cuanto
que cuado nos planteamos la cuestión acerca de su valor o no, de forma inevitable
estamos apelando, de algún modo, a nuestra propia persona.
Pero la persona es un ser singular y concreto, con independencia de que por
mucho que nos adentremos en su conocimiento nunca toquemos fondo. De aquí que la
propia vida sea una realidad lejana y cercana, demasiado lejana como para entenderla y
abarcarla en su totalidad y demasiado próxima como para no tener una experiencia
vivida de ella.
La persona humana como realidad, es un ser espiritual, un espíritu encarnado, una
carne que está animada por ese mismo espíritu. Constituiría una imprudencia temeraria
tomar cualquier determinación acerca de la propia vida o ajena, sin tratar de penetrar
previamente en lo que es su naturaleza.
Muchas de las cuestiones que banalizan en la actualidad el valor de la vida
humana hunden sus raíces, en mi opinión, en el olvido de cuál sea su naturaleza, de cuál
es la naturaleza de la vida personal. No deja de ser curioso que para hablar de vida
humana forzosamente haya de apelarse a un subjectum, a una persona que es
precisamente el ser que está vivo o el ser al que se le atribuye, con toda propiedad la
vida.
En opinión de quien esto escribe, hay una secuencia natural en ciertas categorías
de la filosofía griega, que probablemente han caído en el olvido en la actual cultura
occidental. El propósito de las líneas que siguen es precisamente el evocar, recordar,
hacer presente y repensar esas categorías que se han olvidado, así como el hilo
conductor que las atraviesa y enlaza. Las categorías a las que se hará referencia aquí son
las siguientes: Physis, Bios, Telos, Logos y Ethos.
Comencemos por la primera: la Physis. Este concepto, muy empleado por los
filósofos presocráticos, pasó al latín como natura con el significado de producir,
engendrar, formarse, hacer crecer, etc. El término Physis designa algo que tiene en sí
mismo la fuerza del movimiento por el cual llega a ser lo que es en el curso de un
crecimiento o desarrollo.
La Physis es la misma realidad básica, la sustancia fundamental de que está hecho
lo que hay, pero al mismo tiempo, designa también el proceso que surge del mismo ser,
en su movimiento de nacer o emerger. Por eso se ha dicho, con razón, que la Physis es
el hontanar del ser, la fuente del ser (en cuanto que llega a ser).
Lo propio de ella es tanto ser la realidad fundante como el emerger y hacerse
presente de esa realidad. Desde esta perspectiva, la Physis de la persona ha de
entenderse como la realidad en cuanto que la persona emerge de sí misma hasta hacerse
presente lo que con anterioridad estaba oculto y pasaba inadvertido a la mirada de los
observadores.
Esa Physis de la persona que se está ahora recordando y repensando se refiere al
embrión humano, desde su mismo origen, es decir, desde que se produjo la fecundación
del óvulo por el espermatozoide. Como tal embrión, una vez que se ha llevado a cabo la
fecundación, que es su origen, se forma y crece desde sí mismo, aunque precise para
ello de otra persona, la madre, en la que asienta como sujeto nutricio y vicario en que se
acuna su propio ser.
La madre y el padre son los que han engendrado a ese embrión, pero de momento
sólo eso, meros generadores, con toda la importancia que ello tiene. La misma voz
natura deriva del verbo nascor, que significa nacer.
Es al embrión al que le es propio nacer, una vez que ha sido engendrado. Y quien
se desarrolla es el embrión, y es él quien crece y quien se forma, a partir de sí mismo,
asentado en el cuerpo de la madre. Por eso, aunque sea la madre la que hace que
comparezca, la que le alumbra, si el embrión no se hubiera desarrollado a partir de sí no
podría ser alumbrado ni nacer.
Physis, naturaleza y embrión, son términos que están entre sí poderosa y
fuertemente vinculados. Estas vinculación no es meramente nominalista o terminológica
sino que hace referencia a la propia naturaleza y sustancia de la persona humana.
Si el embrión no tuviera una naturaleza o Physis, por mucho que la madre quisiera
albergarlo en su seno o hacerlo nacer sería imposible. El embrión no es la madre, ni el
embrión se desarrolla a sí mismo a partir de la madre; otra cosa es que precise para su
crecimiento biológico del alimento y el ámbito psicobiológico que le ofrece la madre y
donde el embrión necesariamente se asienta y de la cual depende.
Pero como la Physis de la persona es una carne animada o un espíritu encarnado
parece conveniente la apelación al Bios. Bios es una parte de la Physis, de esa naturaleza
compuesta que es la persona y que como tal tiene un estatuto ontológico, que es preciso
repensar. De ello se han ocupado algunos filósofos al plantearse el estatuto ontológico
de lo orgánico. El Bios es precisamente el coprincipio orgánico, lo orgánico de ese
cuerpo animado que es la persona.
Lo que se ha afirmado líneas atrás a propósito de la necesaria e importante
función de la madre para que el nuevo ser se desarrolle a sí mismo es pertinente
precisamente por este Bios del que ahora se está tratando. Repensar esta categoría puede
contribuir a que la filosofía proporcione a la medicina –especialmente a la embriología,
ginecología y ciencias de la reproducción humana- los fundamentos epistemológicos,
ontológicos y metafísicos necesarios de que aquellas ciencias carecen.
Ninguna ciencia biomédica puede darse a sí misma estos fundamentos, por la
sencilla razón de que están fuera de su alcance y no tienen cabida ni en el objeto
material ni en el objeto formal que como tales disciplinas las constituyen en lo que son.
Las ciencias biomédicas, a pesar de su poderío tecnológico en la actualidad, han de
reconocer su completa impotencia ante estas cuestiones, a pesar de que sean cuestiones
últimas, o si se prefiere primeras, en que aquellas se fundamentan. De aquí también que
la filosofía deba ir en su ayuda, pues sin ella las ciencias biomédicas carecerían del más
importante de sus fundamentos.
Ahora bien, esa Physis de la persona ha de tener algún fin, algún propósito, algún
sentido. En este punto es donde hay que recuperar la categoría del Telos y de la
teleología como ciencia que explica los fines de las cosas. Todo lo que es tiene un
propósito, un fin. Ese propósito o fin no es ni puede ser indiferente a su Physis; de aquí
que sea forzosamente atendible incluso para poder llegar a la explicación científica de
su naturaleza. Recuperar el Telos de la Physis humana o al menos repensarlo es, en mi
opinión, un modo de satisfacer cualquier explicación que se dé, a fin de que sea rigurosa
y científicamente respetable.
No se trata aquí de entender el Telos de la persona humana como una mera
explicación mecanicista, sino más bien como esa finalidad última y no penúltima,
resistente al mero encadenamiento causal que nos aproxima a una explicación de lo que
sea la vida humana.
Prescindir de explicaciones teleológicas es tanto como hacer incomprensible la
vida misma y la propia conducta de las personas. La apelación al Telos no tiene un valor
puramente metodológico o heurístico, sino más bien vital cuando, precisamente, se está
atendiendo a la cuestión de si la vida es o no un valor.
La naturaleza también tiene sus propósitos, con independencia de que haya a la
vez un encadenamiento indefinido y multivariado de causas que mantengan vivas a las
personas. Pero la vida como fenómeno vital, permite atisbar en ellas ciertas finalidades.
Estas finalidades son irrenunciables en el ámbito de la misma psicología y antropología.
Estas finalidades son convergentes, por ejemplo, respecto del esclarecimiento de la
eclosión del sentido de la vida. Y, a lo que parece, el sentido de la vida es una de las
cuestiones a las que, en la práctica, siquiera sea de un modo muy borroso y opaco,
ninguna persona renuncia.
Adentrase, profundizar y repensar el Telos de la persona no sólo satisface o
pudiera satisfacer el sentido de la vida sino que va más allá de él. La teleología de la
persona debiera entenderse también, como se manifestó en Aristóteles, como una teoría
de los procesos, es decir, como la perspectiva científica desde la que se puede responder
al para qué del vivir humano, que pertenece también a la esencia de la persona.
Pero el Telos no puede darse contestación a sí mismo. Necesita del Logos, otra
categoría que hay que tratar de recuperar y de repensar desde la perspectiva actual de las
ciencias biomédicas.
El Logos se traduce como palabra, expresión, pensamiento, verbo, discurso, etc.
Sin el Logos no se puede alcanzar el significado de la vida. Es función de él la de
presentar, poner ante, manifestar el principio inteligible del decir y el hablar acerca de
algo. Sin duda alguna, el Logos de los cristianos no siempre coincide con el Logos de
los filósofos, habiéndose suscitado entre ellos históricamente tensiones y hasta
crispaciones.
Pero dejando a un lado la historia de las ideas, hay que afirmar que el Logos del
que se sirve el Telos para esclarecer la Physis de la persona se ensambla muy bien con
el Verbum o Logos cristiano. El Verbum no es un mero principio de actividad
inmanente ni un mero atributo de Dios, sino que es Dios mismo en virtud de la esencial
unidad trinitaria. El Verbo es el Hijo de Dios, consustancial con el Padre, una realidad
personal, concreta, creadora, trascendente y comunicativa.
En este contexto, es preciso admitir una fuerte y poderosa relación entre el Logos
humano y el Verbo Divino, entre la persona del embrión y el Hijo de Dios, entre la
criatura y el Redentor de la persona.
Si se admite el supuesto anterior se ilumina el comportamiento humano, es decir,
la persona puede llegar a saber a qué atenerse para conducirse a sí misma, libremente, a
donde quiere.
Llegados a este punto es preciso recuperar y repensar otra categoría más: la del
Ethos. El Ethos es la ciencia que ayuda a la persona a alcanzar la felicidad. Sin ética no
es posible que la persona conquiste su felicidad. La ética no es una mera agregación de
normas extrínsecas a la naturaleza de la persona, que han ido de forma intrusiva
invadiendo la intimidad humana hasta alcanzar la conciencia, para desde ella explanar
un conjunto de prohibiciones que sofocan y asfixian el vivir humano.
Repensar el Ethos es repensar al secuencia de las categorías a las que se ha
aludido y el encadenamiento inteligible que hay entre ellas. El Ethos también remite a la
Physis humana, sin cuya presencia la misma ética no sería viable.
Acaso por eso la ética es siempre respetuosa con la naturaleza humana a la que no
puede ni contradecir ni oponerse. La ética no es la negación de la naturaleza humana. El
Ethos lo que ente todo afirma es la Physis humana, a la que naturalmente ha de
adecuarse. En cierto modo se podría afirmar que el Ethos constituye una explicitación,
una formulación del Telos de la Phycis.
La ética no es una ciencia que atente contra la libertad humana o que la restrinja o
limite. La ética es la más sólida y mejor fundada afirmación de la libertad humana, y por
la misma razón asume la Physis humana, que es su punto de partida. Acaso por eso la
ética no es una ciencia para tontos, es decir, para personas en las que su inteligencia está
limitada y, como consecuencia de ello, pueden someter mejor su comportamiento a un
código normativo que les es ajeno. La ética es una ciencia para personas muy
inteligentes.
Pero quizás esta expresión haya que corregirla y matizarla. Lo que se acaba de
afirmar se ha expresado en términos un tanto grotescos y muy poco verdaderos, si del
anterior modo de expresión se infiriera que la ética es una ciencia sólo para un cuerpo
de élite, para personas muy selectas de la comunidad humana. Lo grotesco y falaz de la
expresión antes mencionada hay que tomarlo como una mera licencia literaria del autor,
un tanto fatigado ya de oír que “sólo los tontos son buenos”.
La ética no hace acepción de personas, sean estas inteligentes o no y, además, no
puede hacerlo. La razón es bien sencilla: cada persona, cualquier persona, todas las
personas coinciden, tienen en común la Physis que es propia de ellas. Y siendo la ética
cuidadora y defensora de la Physis humana, resulta imposible admitir que discrimine a
unas de otras personas, sólo en función de su capacidad intelectual. De otra parte, sería
injusto que, siendo la ciencia que ayuda a la persona a ser feliz ayudara mucho a unas
persona y poco o nada a otras, en función sólo de la capacidad intelectual de que
disponen unas y otras.
Repensar las cinco categorías de la filosofía clásica, a las que aquí se han aludido,
conlleva también estudiar atentamente cómo se enlazan entre sí. El autor de estas líneas
piensa que la secuencia de las categorías aquí mencionadas es natural y necesaria.
Es natural, porque ha sido menester remontarse hasta la Physis para iluminar el
Ethos. El autor entiende que el proceso seguido es un mero discurso natural del
pensamiento humano, especialmente cuando para juzgar acerca del supuesto valor o no
de la vida humana es preciso remontarse a su mismo origen.
Es necesaria esta secuencia porque si no se piensa en ella es muy difícil en la
actualidad la justificación del Ethos. Pero si la ética se deslegitima –y en la actualidad
está un tanto desnaturalizada, sea por olvido de algunos o sea por la desorientación
sociocultural de otros-, entonces se convertirá en una ciencia inexistente, por obsoleta y
olvidadiza.
Mas si la ética desparece, ¿dónde encontrará la persona el marco de referencias
preciso para conducirse bien en la vida?, ¿será posible juzgar el valor de la vida
humana, cuando ni siquiera se es capaz de conducir a su destino la propia vida
personal?, ¿podrá decidirse qué vida humana es menos valiosa, porque todavía no ha
nacido y por tanto eliminarse?, ¿podrán ser felices las personas si no hay ética?, ¿es
posible concebir la felicidad sin la ética?
A mi parecer, la secuencia natural y necesaria de las anteriores categorías tal vez
pueda contribuir a poner de manifiesto -un vez más, aunque el concepto esté erizado de
dificultades-, el estatuto ontológico del embrión humano.
Bibliografía
Cardona, C. (1987). Metafísica del bien y del mal. Eunsa. Pamplona
Cardona, C. (1997): Olvido y memoria del ser. Eunsa. Pamplona.
Giussani, L. (1996): ¿Se puede vivir así? Encuentro. Madrid.
Enviado a Gerardo González el 29. 12. 08
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