El que se enoja pierde - secretaría de educación del estado del

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El que se enoja pierde
Lecturas escogidas
por estudiantes de secundaria
Volumen III
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El que se enoja pierde: Lecturas escogidas por estudiantes
de secundaria Volumen III
Primera edición 2004
Segunda edición 2014
D. R. © Secretaría de Educación del Estado de Tabasco
Calle Héroes del 47 s/n Col. El Águila,
Villahermosa, Tab.
Ilustraciones
© Mario M Ávila
Diseño de portada e interiores
Alejandro Breck
Queda prohibida la reproducción total o parcial por
cualquier medio de esta obra sin la autorización de los
editores.
Impreso en México/Printed in México 2014
Distribución gratuita, prohibida su venta.
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El que se enoja pierde
Lecturas escogidas
por estudiantes de secundaria
Volumen III
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Índice
Presentación11
Frida 15
El que se enoja pierde
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Arquímedes27
Qué tan aferrado estás a tu cuerda 32
Juan Soldado35
El cuervo y sus hijos 42
Estoy cansado de trabajar
y de ver a la misma gente 51
El lego sabio
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Di te amo a tiempo
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Las pesas y la escoba 68
A la deriva71
Fiera infancia y otros años
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El éxito en el estudio
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¿Qué me van a hacer, papá?
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Presentación
En el año 2004 la Secretaría de Educación del Estado de
Tabasco editó un conjunto de antologías bajo la denominación Lecturas escogidas por estudiantes de secundaria, que presentaron una selección de textos narrativos
con mayor aceptación entre los alumnos del nivel. De
modo que las antologías, al tiempo de ser material de
lectura, divulgaban resultados de las consultas anuales
que de 1995 a 2000 desarrolló un equipo de profesores
mediante el proyecto “Lectura para Todos”, a cargo del
entonces inspector, profesor Rodolfo Lara Lagunas.
Aun cuando los profesores, lectores o no, tienen el
imperativo de sembrar en las nuevas generaciones el
deseo de leer, dentro del entorno escolar mexicano el
de promover la lectura no es nada sencillo ni mucho
menos tarea de un solo individuo. El reto no se antoja
fácil si se consideran variables del orden social y económico y su correlación con la escolaridad.
De las seis necesidades básicas de las personas, la
educación ha tenido siempre una importancia indiscutible. Nadie duda que sea la base del progreso humano,
sobre todo ahora que la desigualdad social se ha profundizado, con alarmantes repercusiones a nivel individual. Las estadísticas y los estudios comparativos no
anuncian un problema nuevo: confirman la persisten-
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cia del mismo. No es novedoso. En 1996 Octavio Paz
enfatizó las contradicciones de México: figurar en una
lista de los diez países con mayor producción nacional,
pero en el lugar 50 del índice de desarrollo humano.
¿No debería el desarrollo económico de un país ir de la
mano con el desarrollo humano de sus habitantes? Octavio Paz asume que no todo el problema educativo tiene que ver con factores monetarios, los hay también de
índole instrumental, y pone el énfasis en la insuficiencia del modelo escolar tradicional, el que debería ceder
paso a uno enfocado al reforzamiento de las habilidades de “aprender a aprender”, y para ello, despertar la
capacidad de lectura es elemental. Lo que significaría
una revolución educativa y, a la vez, un regreso al proyecto vasconcelista: que los mexicanos lean.
Es así que algo tan sencillo como leer puede lograr
la transformación de un país entero. Aun cuando se
acepta que la escuela pública debe ser un espacio para
la lectura, diversos estudios la desnudan. Hoy en día
diversos proyectos institucionales y de la sociedad civil
se encaminan a superar esquemas tradicionales y hábitos enraizados en una cultura de la no lectura. Actualmente, se busca que los maestros de las diferentes asignaturas (español tiene un peso específico) hagan de la
lectura el motor de su actividad en el aula (si no lee no
se puede apasionar ni impresionar a nadie). Sensible,
desde hace poco más de tres décadas, como lector y su
oficio de docente, el compilador de las Lecturas escogidas de estudiantes de secundaria, inició compartiendo
entre sus alumnos libros de Rius y artículos divulgados
en suplementos periodísticos. Más tarde, para aprovechar las horas de ausentismo magisterial (problema al
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que la escuela secundaria ha estado sometida por décadas) propuso la edición de folletos como recurso para
que prefectos y maestros trabajaran con los grupos; con
ello, se convirtió la práctica de lectura en una actividad
recreativa y de aprendizaje.
Esta experiencia le planteó interrogantes de trascendental importancia por sus implicaciones democráticas, pues no solo atiende a un deseo de incluir otras
perspectivas sino que rompe con la prevalencia de un
criterio unipersonal: ¿qué lecturas son las de mayor
impacto entre los adolescentes?, ¿cómo saber la aceptación o rechazo de ciertas lecturas?, ¿puede hablarse
de que existen lecturas que realmente atrapen el interés
de los estudiantes?, si es así, ¿cómo medir el grado de
aceptación de estos textos entre los estudiantes de secundaria?
En el ciclo escolar 1995-1996 mediante el proyecto
“Lectura para Todos” investigó en las escuelas secundarias generales de la zona número uno de Tabasco las
preferencias lectoras de los estudiantes. En equipo con
directores, subdirectores y personal administrativo, se
seleccionaron textos narrativos que conformaron un
Banco de Lecturas, del que cada escuela eligió las que
serían presentadas a los alumnos, quienes las calificaban en: aburrida, poco interesante, buena, muy buena y
excelente. El procesamiento de la información proporcionó una jerarquía y, evidentemente, los textos que
más agradaron a los jóvenes estudiantes de secundaria.
Se encuestaron a un total de 574,500 alumnos, y se
sometieron a consulta 192 títulos de lectura. Trabajo
que fue reconocido con el primer lugar del III Premio
Nacional de Promoción de la Lectura 2000, promovido
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por la Asociación Mexicana de Promotores de Lectura,
A. C. y la Secretaría de Educación Pública.
El Programa Estatal de Lectura y Escritura de Tabasco reedita estos materiales en la convicción de que la difusión de material de lectura redunda en beneficio de la
comunidad escolar, de sus actores internos y externos.
La valoración de lecturas seleccionadas por cuatro generaciones de estudiantes contribuye a la “revolución
educativa”.
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Frida
Yolanda Reyes
Número de Lectores: 3,144
Opinaron Excelente: 1,725 (54.9%)
De regreso al estudio. Otra vez, primer día de colegio.
Faltan tres meses, veinte días y cinco horas para las
próximas vacaciones. El profesor no preparó clase. Parece que el nuevo curso lo toma de sorpresa. Para salir
del paso, ordena con una voz aprendida de memoria:
—Saquen el cuaderno y escriban con esfero azul y
buena letra, una composición sobre las vacaciones. Mínimo una hoja por lado y lado, sin saltar renglón. Ojo
con la ortografía y la puntuación. Tienen cuarenta y
cinco minutos. ¿Hay preguntas?
Nadie tiene preguntas. Ni respuestas. Sólo una
mano que no obedece órdenes porque viene de vacaciones. Y un cuaderno rayado de cien páginas, que hoy
se estrena con el viejo tema de todos los años: “¿Qué
hice en mis vacaciones?” “En mis vacaciones conocí a
una sueca. Se llama Frida y vino desde muy lejos a visitar a sus abuelos colombianos. Tiene el pelo más largo,
más liso y más blanco que he conocido. Las cejas y las
pestañas también son blancas. Los ojos son de color cielo y, cuando se ríe, se le arruga la nariz. Es un poco más
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alta que yo, y eso que es un año menor. Es lindísima.
Para venir desde Estocolmo, capital de Suecia, hasta Cartagena, ciudad de Colombia, tuvo que atravesar prácticamente la mitad del mundo. Pasó tres días
cambiando de aviones y de horarios. Me contó que en
un avión le sirvieron el desayuno a la hora del almuerzo y el almuerzo a la hora de la comida y que luego
apagaron las luces del avión para hacer dormir a los
pasajeros, porque en el cielo del país por donde volaban era de noche.
Así, de tan lejos, es ella y yo no puedo dejar de pensarla un solo minuto. Cierro los ojos para repasar todos
los momentos de estas vacaciones, para volver a pasar
la película de Frida por mi cabeza.
Cuando me concentro bien, puedo oír su voz y sus
palabras enredando el español. Yo le enseñé a decir
camarón con chipichipi, chévere, zapote y otras cosas
que no puedo repetir. Ella me enseñó a besar. Fuimos al
muelle y me preguntó si había besado a alguien, como
en las películas. Yo le dije que sí, para no quedar como
un inmaduro, pero no tenía ni idea y las piernas me
temblaban y me puse del color de este papel.
Ella tomó la iniciativa. Me besó. No fue tan difícil
como yo creía. Además fue tan rápido que no tuve
tiempo de pensar “qué hago”, como pasa en el cine, con
esos besos larguísimos. Pero fue suficiente para no olvidarla nunca. Nunca jamás, así me pasen muchas cosas
de ahora en adelante.
Casi no pudimos estar solos Frida y yo. Siempre estaban mis primas por ahí, con sus risitas y sus secretos,
molestando a “los novios”. Sólo el último día, para la
despedida, nos dejaron en paz. Tuvimos tiempo de co-
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Nadie tiene preguntas.
Ni respuestas. Sólo
una mano que no
obedece órdenes
porque viene de
vacaciones. Y un
cuaderno rayado de
cien páginas, que hoy
se estrena con el viejo
tema de todos los años
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mer raspados y de caminar a la orilla del mar, tomados
de la mano y sin decir ni una palabra, para que la voz
no nos temblara.
Un negrito pasó por la playa vendiendo anillos de
carey y compramos uno para cada uno. Alcanzamos
a hacer un trato: no quitarmos los anillos hasta el día
en que volvamos a encontrarnos. Después aparecieron
otra vez las primas y ya no se volvieron a ir. Nos tocó
decirnos adiós, como si apenas fuéramos conocidos,
para no ir a llorar ahí, delante de todo el mundo.
Ahora está muy lejos. En “esto es el colmo de lo lejos”, ¡en Suecia! y yo ni siquiera puedo imaginarla allá
porque no conozco ni su cuarto ni su casa ni su horario. Seguro está dormida mientras yo escribo aquí, esta
composición.
Para mí la vida se divide en dos: antes y después
de Frida. No sé cómo pude vivir estos once años de mi
vida sin ella. No sé cómo hacer para vivir de ahora en
adelante. No existe nadie mejor para mí. Paso revista,
una por una, a todas las niñas de mi clase (¿las habrá
besado alguien?)
Anoche me dormí llorando y debí llorar en sueños
porque la almohada amaneció mojada. Esto de enamorarse es muy duro...”
Levanto la cabeza del cuaderno y me encuentro con
los ojos del profesor clavados en los míos.
—A ver, Santiago. Léanos en voz alta lo que escribió
tan concentrado.
Y yo empiezo a leer, con una voz automática, la misma composición de todos los años:
“En mis vacaciones no hice nada especial. No salí a
ninguna parte, me quedé en la casa, ordené el cuarto,
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jugué fútbol, leí muchos libros, monté en bicicleta, etcétera, etcétera”.
El profesor me mira con una mirada lejana, incrédula, distraída. ¿Será que él también se enamoró en estas
vacaciones?
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El que se enoja pierde
Cuento Maya
Número de Lectores: 3 144
Opinaron Excelente: 1 725 (54.9%)
Hace tiempo, vivían tres hermanos huérfanos con su
abuelita. Vivían pobres, torciendo hilo. El mayor quiso probar su suerte y salir.
—Voy a buscar trabajo, abuelita.
—Pero ¿a dónde vas a ir, hijo? Podemos vivir bien,
torciendo nuestro hilo.
El muchacho insistió y la viejita no pudo convencerlo; viendo que de cualquier manera se iría, le alistó
su bastimento de pozol. Y el muchacho se fue.
Caminando, caminando, llegó hasta la casa de un
rey. Preguntó si acaso tenían trabajo para él.
—Cómo no, hay varios: chapear el jardín (o sea,
arreglarlo), trabajar en el huerto o cuidar a un chamaquito.
—Escojo cuidar al chamaquito —dijo el muchacho.
Se le hizo lo más fácil—. Y ¿cuáles son las condiciones?
—El que se enoja, pierde.
—Bueno, está sencillo.
Comenzó a trabajar. En la mañana sacó al niño. A
la hora del almuerzo, al chamaquito se le antojó ir al
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patio y le ordenaron al muchacho —para eso lo estaba
cuidando— que lo sacara. Y así, se quedó en ayunas.
Se aguantó: “Al fin que al rato como”, pensó. Pero
a la hora de la comida, se le antojó al niño de nuevo
ir a otra parte y, por acompañarlo, volvió a quedarse
sin probar bocado. Tampoco en la noche lo dejó comer
el dichoso chamaquito. Y así, cada vez que estaba por
sentarse, se quedaba con las ganas. Puso mala cara. El
rey le preguntó:
—¡Qué!, ¿estás enojado?
—¡Cómo quieres que no esté enojado si hace dos
días que no como!
—Ah, pues ya perdiste.
Ordenó que lo apresaran, que le cortaran una nalga
y que lo echaran a un calabozo.
En la casa de la abuelita, el segundo hermano empezó con que también él quería salir. Salió y le sucedió
lo mismo que al mayor. En la cárcel se encontraron:
—¿Aquí estás?
—Sí.
—Pues ya somos dos.
El tercer hermano quiso probar fortuna.
—Tengo que ir a ganar dinero, como mis hermanos.
—Si no han regresado, menos tú, que eres más chico. ¿Vas a dejarme solita?
—Como sea, tengo que buscar mi destino.
Tanto insistió que la abuelita se resignó.
—Ni remedio, si te has de ir, vete —le dijo. Y le preparó sus provisiones como a los otros dos hermanos.
Caminando, caminando, llegó hasta el palacio del
rey; también a él le dijeron:
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—¿Quieres chapear el jardín, arreglar el huerto o
cuidar al chiquito?
—Cuidar al chiquito —dijo rápidamente.
Y le dijeron la condición:
—El que se enoja pierde.
—¿Parejo para todos?
—Parejo.
—Bueno.
Le entregaron al niño, para que se encargara de
atenderlo.
—Tienes que darle todo lo que quiera, llevarlo a
donde te pida. Que esté contento —le recomendaron.
Al otro día sirvieron el desayuno. No se acababa de
sentar cuando el chiquito quiso salir al patio.
—Joven, lleva al niño al patio.
—¡Cómo no!
Cargó la mesa con todo y comida, agarró al niño y
lo sacó al patio, arrastrándolo. Ya en el patio, lo aventó
en un rincón y se sentó, sin pena, a desayunar. Acabó,
dejó tirados los platos sobre la mesa y, jalando al niño
de la oreja, lo llevó de regreso a la casa.
Lo mismo sucedió a la hora de comer, y por la noche.
—Si sigue así nos va a matar al niño —protestó la
reina—. Regáñalo.
Mandó llamar al muchacho. Con voz calmada le
dijo:
—Mira, joven, el chiquito creció muy rápido; yo
creo que mejor te vas para la hacienda, allá tenemos
muchos peones.
—¿Qué, ya te enojaste, rey?
—No, no es eso. El chiquillo ya creció, te digo, y te
vas a ir para la hacienda.
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Al día siguiente se fue para la hacienda. Allí estaban trabajando todos los peones del rey. En la hacienda había miel, fruta, ganado.
Comenzó a preguntarles a los peones:
—Y a ustedes, ¿les dan miel para comer?
—No.
—Ah, pues traigan sus hachas y vamos a tirar los
panales: de ahora en adelante todos van a comer miel.
Los peones lo obedecieron. Tiraron todas las colmenas y acabaron con toda la cosecha.
Al otro día volvió a preguntarles el muchacho:
—¿Qué comen? ¿Les dan carne?
—No.
—Pues de ahora en adelante, todos van a comer
carne.
Y ordenó que mataran varias reses.
Al tercer día dijo:
—Si llegara a venir el rey, ni cuenta nos daríamos.
Vamos a tumbar unos cuantos árboles para poder ver
el camino.
El rey se asomó a la ventana, desde su casa, y sorprendidísimo se dio cuenta de que se podía ver el
rancho.
—¡Ave María!, ¡mira nada más lo que hizo ese loco!
—No te enojes porque pierdes —le recordó la reina.
Fue hasta el rancho y vio los destrozos que había
ordenado su capataz: ya no tenía miel, ni fruta, ni ganado.
—¿Estás enojado? —le preguntó el muchacho.
—No, eso no —dijo el rey disimulando su coraje—,
pero te vas a venir para la casa, tengo otro trabajo para ti.
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—Y ahora, ¿qué haremos? —le preguntó a la reina.
—Vamos a invitarlo a pasear al cenote, y cuando se
duerma, lo echamos al agua para deshacernos de él.
—¿Tú crees?
—Sí, hombre.
El rey mandó traer al muchacho y le ordenó:
—Mañana temprano ensillas tres caballos: uno
para la reina, otro para mí y otro para ti; vamos a ir a
pasear.
—Se me hace que ya te enojaste por lo del rancho
—le dijo el muchacho.
—No, no es eso.
—¡Menos mal!
Tempranito, al día siguiente el muchacho tuvo listos los caballos. Hizo todo al revés, no como le dijeron:
él agarró la mejor montura y el mejor animal; al rey y
a la reina les dejó unos pencos flacos.
—¡Éste no es mi caballo! —protestó el rey.
—Ya lo sé, pero el tuyo me gustó para montarlo yo.
¿No te enojas, verdad?
—No. ¡Vámonos!
Salieron. Adelante iban los caballos del rey y de la
reina; para que se apuraran a caminar el muchacho les
pegaba con su cuarta; de paso chicoteaba a los reyes.
—¡Muchacho, ten más cuidado!
—¡Qué!, ¿te estás enojando?
—No, pero a ver si tienes más respeto.
—Se me hace que te estás empezando a enojar.
—No...
—Pues apúrense entonces —y más les pegaba.
Llegaron al cenote al atardecer. El rey y la reina estaban molidos: todo el día habían cabalgado en malas
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—No te enojes porque
pierdes, le recordó la
reina.
Fue hasta el rancho
y vio los destrozos
que había ordenado
su capataz: ya no
tenía miel, ni fruta, ni
ganado.
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monturas y recibiendo golpes. Se acostaron. La reina
se durmió inmediatamente. Cuando empezó a roncar,
el muchacho la pasó a la hamaca que él ocupaba y se
cambió a la de la reina. Al rato oyó al rey:
—Despiértate, ya se durmió ese tonto.
—¿Ya? —dijo el maldoso fingiendo la voz.
—Ya.
Descolgaron la hamaca en la oscuridad y la balancearon: una, dos y tres... ¡Pram!, cayó al cenote. Se asomaron.
—Señor rey, ¿por qué tiraste a tu mujer al agua?
—¡Era la reina! ¡Muchacho diablo!
—Pues sí, era ella. ¿Ya te enojaste?
—¿Y cómo no me había de enojar? Por tu culpa mi
hijo casi se queda sin orejas, mi rancho se quedó sin
miel, sin fruta y sin reses; me golpeaste todo el día y,
para acabar, hiciste que tirara a la reina al cenote. ¡Y
quieres que no me enoje!
—¡Pues ya perdiste!
El rey dejó de ser rey; le dio su corona y todos sus
bienes al muchacho, porque le había ganado la apuesta. Cuando regresó al palacio rescató a sus hermanos.
—Ustedes no supieron hacer bien las cosas; pero
ahora, somos dueños de todo esto.
Mandaron traer a su abuelita, vivieron muy felices
y nunca más volvieron a torcer hilo.
Desde entonces supieron muy bien no enojarse, sobre todo los dos que nunca pudieron volver a sentarse
a gusto.
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Arquímides
Luis González de Alba
Número de Lectores: 6,185
Opinaron Excelente: 2,685 (43.4%)
Hace muchos, muchos años, en un país muy lejano,
hubo una vez un rey, llamado Yéronas. Su reino era
Siracusa, que está en Sicilia, esa isla junto a Italia, y
aunque era un reino muy pequeño, el rey deseaba
portar la más bella corona del mundo. Llamó pues a
un famoso orfebre, esto es, un artesano del oro, y le
dio diez kilos de oro puro.
—Coge esto —le dijo—, y me elaboras una corona
que sea la envidia de todo rey. Fíjate en emplear en
ella todo el oro y en no mezclarlo con otro metal —
previno el desconfiado y coqueto rey.
—Haré como ordenas —dijo el orfebre—. En noventa días te traeré a punto la corona y tendrá el mismo peso.
Luego de noventa días, fiel a su palabra, el orfebre
llevó la corona al rey. Era bella, delicada y trabajada
con gran arte. Todos cuantos la vieron dijeron que no
había nada igual en el mundo. Cuando el rey Yéronas
la puso en su cabeza, apretaba algo, pero no se quejó.
Era claro que ningún otro rey tenía tan excelsa obra
27
La bañera estaba llena
de agua hasta arriba y
en cuanto Arquímides
se metió, se derramó
una cantidad de agua
sobre el piso. Lo
mismo había ocurrido
muchas veces antes,
sin embargo ésta fue
la primera vez que lo
notó Arquímides.
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de arte. Luego de admirarla por un lado y por el otro,
la pesó en la balanza: tenía exactamente el peso del
oro que había entregado.
—Te mereces un gran honor, dijo al orfebre. Hiciste
muy buen trabajo y no perdiste ni un gramo de mi
oro.
En el palacio del rey vivía entonces un hombre muy
sabio que se llamaba Arquímedes. Cuando lo convocaron a que admirase también él la corona del rey, la
volteó por aquí y por allá muchas veces y la examinó
cuidadosamente.
—Entonces, ¿qué idea tienes de esto? —preguntó
Yéronas.
—El trabajo es, verdaderamente, muy bueno —respondió Arquímedes—; pero… pero el oro…
—¡El oro está todo aquí! —gritó el rey—. Lo pesé
en mi propia balanza.
—Bueno —dijo Arquímedes—, pero no parece tener el mismo rico color rojo que tenía el oro en bruto.
No está por completo rojo, sino que tiene un vivaz color amarillo.
—La mayoría del oro es amarillo —dijo Yéronas—;
pero ahora que dices esto, recuerdo que, antes de trabajarlo, tenía un color más rojo.
—¿Y si el orfebre se guardó uno o dos kilos de oro
y completó el peso con plata o bronce? —preguntó Arquímedes.
—¡Oh! No podría haber hecho eso —dijo el rey—.
El oro cambió de color al ser trabajado.
Pero cuanto más reflexionaba sobre el asunto, menos feliz estaba con su corona. Al final dijo a Arquímedes:
29
—¿No existe ningún medio para descubrir si el tal
orfebre realmente me engañó, o si, hombre honrado,
me regresó mi oro?
—No conozco ningún medio —fue la respuesta.
Pero Arquímedes no era hombre que dijera que
alguna cosa fuera imposible. Se complacía mucho en
dedicarse a solucionar problemas difíciles, y cuando
un asunto le preocupaba, se empeñaba en analizarlo
hasta hallarse alguna solución.
Así pues, se puso a reflexionar muchos días para
encontrar con cuál medio, pues, podría comprobar el
oro sin dañar en nada la corona.
Un día tenía en la mente este asunto mientras se
preparaba a bañarse. La bañera estaba llena de agua
hasta arriba y en cuanto Arquímedes se metió, se derramó una cantidad de agua sobre el piso. Lo mismo
había ocurrido muchas veces antes, sin embargo ésta
fue la primera vez que lo notó Arquímedes.
“Tanta agua arrojo cuando entro en la bañera”, dijo
para sí. “Cualquiera puede ver que arrojé tanta agua,
cuando es mi cuarto. Un hombre que tuviera media
talla de la mía arrojaría la mitad del agua”.
“Ahora, si supusiéramos que, en vez de entrar yo
en la bañera, metiera la corona de Yéronas, arrojaría
tanto agua cuando es la corona. Ah, veamos… El oro
es más pesado que la plata. Diez kilos de oro puro tienen menos volumen que siete kilos de oro revueltos
con tres kilos de plata. Si la corona de Yéronas es de
oro puro, desplazará el mismo volumen de agua que
otros diez kilos de oro puro. Sin embargo, si está adulterado con plata, desplazará mayor volumen. ¡Al fin
lo encontré! ¡Lo encontré!” Esto es lo que Arquímedes
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había encontrado cuando gritó aquel “eureka” o más
bien “evrika”.
Olvidó todo y saltó del baño. Sin detenerse a vestirse, corrió por las calles hasta el palacio del rey gritando: “Evrika! ¡Evrika!...” ¡Lo hallé! ¡Lo hallé!
La corona fue comprobada. Se halló que desplazaba más agua de la que desplazaban diez kilos de
oro puro. El engaño del orfebre se probó sin ninguna
duda. Si fue castigado, o no, no sé ni nos interesa –concluye Dimitri Kondoyannis, autor de esta historia. El
sencillo descubrimiento que realizó Arquímedes en su
bañera vale mucho más para el mundo que la corona
de Yéronas, dice.
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Qué tan aferrado estás
a tu cuerda
Anónimo
Número de Lectores: 2,753
Opinaron Excelente: 1,562 (56.7%)
Cuentan que un alpinista, desesperado por conquistar
el Aconcagua, inicia su travesía después de años de
preparación, pero quería la Gloria para él solo, por lo
tanto subió sin compañeros.
Empezó a subir y se le fue haciendo tarde y más
tarde, y no se preparó para acampar, sino que decidió
seguir subiendo decidido llegar a la cima. Le oscureció, la noche cayó con gran pesadez; en la altura de la
montaña ya no se podía ver absolutamente nada.
Todo era negro, cero visibilidad, no había luna y las
estrellas eran cubiertas por las nubes. Subiendo por
un acantilado a sólo cien metros de la cima, se resbaló y se desplomó por los aires. Caía a una velocidad
vertiginosa, sólo podía ver veloces manchas cada vez
más oscuras, con la terrible sensación de ser succionado por la gravedad.
Seguía cayendo y, en esos angustiosos momentos,
pasaron por su mente todos sus gratos y no tan gratos momentos de la vida, pensaba que iba a morir, sin
embargo, de repente sintió un tirón tan fuerte que casi
32
Caía a una
velocidad
vertiginosa, sólo
podía ver veloces
manchas cada vez
más obscuras y la
terrible sensación
de ser succionado
por la gravedad.
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lo parte en dos. ¡Sí! Como todo alpinista experimentado, había clavado estacas de seguridad con candados
a una larguísima soga que lo amarraba de la cintura.
En esos momentos de quietud, suspendido por los
aires, no le quedó más que gritar:
—¡Ayúdame, Dios mío!...
De repente una voz grave y profunda de los cielos
le contestó.
—¿Qué quieres que haga por ti, hijo mío?
—¡Sálveme!
—¿Realmente crees que te pueda salvar?
—Por supuesto, Señor.
—Entonces, corta la cuerda que te sostiene.
Hubo un momento de silencio y quietud.
Cuenta el equipo de rescate que al día siguiente encontraron colgado a un alpinista congelado, muerto,
aferrado con toda su fuerza a una cuerda… a tan solo
dos metros del suelo nevado.
Y tú, ¿qué tan confiado estás de tu cuerda por lo
que no la sueltas?
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Juan soldado
Anónimo
Número de Lectores: 5,534
Opinaron Excelente: 2,751 (49.7%)
Juan era un muchacho que se había ido de soldado
desde muy chico, pero un día decidió irse a correr
mundo, pidiéndole a su general que le diera licencia
para dejar el ejército. Pero como al poco tiempo se le
acabó el sueldo que le habían pagado, se vio pobre y
desconsolado. Entonces se puso a pensar en voz alta:
—Sería capaz de venderle mi alma al diablo con tal
que me diera dinero.
Y el diablo, que no está sordo, se le apareció al momento vestido de terciopelo colorado, con capa y un
capuchón por donde se le asomaban los cuernos, y le
dijo:
—Yo puedo darte todo lo que deseas, pero antes
tengo que asegurarme de que eres valiente.
Juan soldado, como prueba, le enseñó las cicatrices
de las heridas que había recibido en el campo de batalla, pero el diablo no se dio por satisfecho.
Y que va viendo Juan Soldado un chango grandísimo como orangután que trató de darle de palos con
un garrote, pero Juan, ni tardo ni perezoso, le clavó la
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bayoneta de su fusil dejándolo muerto en el acto.
—Veo —le dijo el individuo rojo— que eres valiente, y desde hoy cuenta con que tendrás lo que quieras,
siempre que cumplas estas condiciones: te pondrás el
vestido que llevo puesto, y siempre que metas mano
al bolsillo lo hallarás lleno de dinero; te cubrirás con
la piel del mono que acabas de matar, y durante diez
años no te lavarás, ni peinarás, ni te cortarás el pelo
ni la barba. Si en esos diez años cometes una mala acción, tu alma será mía; y si eres bueno, al cabo de ese
tiempo serás completamente dichoso.
Aceptó Juan Soldado las condiciones del diablo con
tal de tener dinero. Sin perder tiempo se vistió de diablo y metiéndose las manos en los bolsillos los encontró repletos de relucientes monedas de oro. Después
desolló al chango, se puso la piel de abrigo y se alejó
muy contento mientras el diablo desaparecía dejando
un fuerte olor a azufre.
Con el tiempo Juan Soldado se dio cuenta que
siempre que sacaba dinero de los bolsillos se volvían
a llenar de monedas de oro, así que decidió hacer un
entierrito para cuando terminara su compromiso con
el diablo. Buscó en el campo un árbol cerca de una
peña que le sirviera de señal, y, haciendo un pozo, de
cuando en cuando, iba a echar allí dinero. Andaba feliz, pero no podía gozar bastante de su dinero pues
estaba tan feo que muchos le tenían miedo.
Un día, Juan Soldado estaba en el campo enterrando monedas y vio a un hombre de muy mala catadura
que con un puñal lo amenazó diciéndole:
—¡Manos arriba! A la buena o a la mala me tienes
que entregar todo el dinero que tienes enterrado.
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—Pues lo veremos, ya ves que no soy manco —le
contestó Juan Soldado.
Y diciendo y haciendo se le echó encima y los dos
se agarraron a golpes, por fin Juan Soldado logró sujetarlo por el cuello hasta que casi lo ahorca. Pero entonces el hombre, que no era otro sino el mismo diablo, le
arrojó llamas por los ojos, la nariz y la boca que prendieron en el abrigo de piel de chango que traía puesto
Juan, quien se soltó a la carrera, revolcándose luego en
la tierra para apagarse el fuego.
—He querido probar si de veras eres valiente y digno de mi protección y por poco me sale cara la prueba,
pues nada faltó para que me hubieras ahorcado. Cumples bien tu compromiso, pero para que tengas más
mérito, voy a aumentar el mal aspecto que ya tienes
y darte la apariencia más horrible. Si sales bien, tienes
asegurada mi protección; pero si no, tu alma será mía.
Hasta la vista —y desapareció convertido en una nube
de humo.
Juan Soldado quedó más feo que nunca, sucio, peludo y chamuscado. A pesar de tanto bien como hacía,
no por eso lo veían las gentes de mejor modo, y como
naturalmente su aspecto empeoraba cada día, resultaba que ya no podía acercarse a ninguna parte habitada, pues creyéndolo un monstruo de especie desconocida, estuvo varias veces a punto de ser asesinado a
pedradas, a palos, y aún llegó el caso de que se formó
una reunión de hombres armados con el exclusivo
objeto de perseguirle para matarlo. Viendo esto, Juan
Soldado se decidió a huir de aquellos sitios, internándose en los montes más espesos, con el riesgo de ser
devorado por alguna fiera.
37
Aceptó Juan Soldado
las condiciones del
diablo con tal de tener
dinero. Sin perder
tiempo se vistió de
diablo y metiéndose
las manos en los
bolsillos los encontró
repletos de relucientes
monedas de oro
38
A mucho andar llegó a una floresta donde la tierra
era roja como regada con sangre, y los árboles negros
con formas de hombres, mujeres y niños, que se quejaban lastimosamente cuando el viento movía sus hojas, negras también. Caminó Juan Soldado otro poco
y encontró a un hombre de mediana edad que estaba
sembrando verduras, asustándose al verlo.
—No temas —le dijo Juan—, no te haré daño, pero
dime ¿qué haces en estas lejanías?
El hombre, que por sus modales se notaba que era
un gran señor, le contó que antes era el rey de aquel
lugar, que su castillo estaba cerca y abandonado porque un día había llegado un hombre con barbas de
plata, terrible encantador, a pedirle la mano de una
de sus hijas, y como no se la había querido dar, había
convertido a sus súbditos en árboles, a sus cuatro hijas
en fuentes de agua y a él en labrador al cuidado de su
bosque encantado.
—Bueno, dijo Juan Soldado—, ¿alguna manera
debe de haber para darle fin a este encantamiento?
—Es muy difícil —le contestó el rey—. Pues hay
que arrancarle un colmillo a Barbas de Plata y él tiene
la fuerza de mil hombres. Ya otros caminantes han tratado de ayudarme, pero lo único que han logrado es
que los convierta en animales.
Estaban en esa plática cuando se presentó Barbas
de Plata, un gigante que, al ver a Juan Soldado, se dirigió a él lanzando chispas de furor:
—¿Quién eres tú, que te has atrevido a traspasar
mis dominios?
Te convertiré en culebra por entrometido.
—Yo soy —contestó Juan— el hombre que te ha de
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vencer para liberar a tanto infeliz de tu tiranía.
Juan Soldado no esperó un momento más, se le
echó encima, lo tiró al suelo y le sacó el colmillo con el
azadón del rey.
En el mismo momento se oyó un trueno horrible y
se vio al gigante convertirse en una enorme lechuza
que voló por los aires pues no era otro sino el mismo
diablo. Poco a poco los encantados fueron recuperando du forma humana. Juan se encontró al lado del trono del rey, quien le dijo:
—El inmenso beneficio que me has hecho no puede
recompensarse con nada; sin embargo, te ofrezco todos mis tesoros y compartir conmigo mi trono.
—Gracias, señor —dijo Juan Soldado—, pero soy
mucho más rico que Vuestra Majestad y no podría gobernar un reino porque soy muy ignorante.
—Acepta entonces —le propuso el rey— la mano
de una de mis hijas.
Y diciendo esto, dejó a Juan Soldado, volviendo a
poco tiempo con sus tres hijas. La mayor y la segunda
al ver a Juan, huyeron dando gritos de terror, solo la
más pequeña, que era la más bonita, se acercó a Juan
y tendiéndole su preciosa manita, le dijo con dulzura:
—Mi padre nos ha contado tu noble acción y el
compromiso que ha contraído y yo con gusto cumpliré, si tú me recibes por esposa.
—Pues bien —le dijo Juan—, aquí tienes esta media medallita y si pasados tres años no he vuelto, será
porque he muerto; entonces rezarás por mí y estarás
libre del compromiso —y se alejó muy triste soñando
con el porvenir.
Pasados los tres años y el día que se cumplían, Juan
40
Soldado fue a buscar el dinero enterrado; y a poco vio
aparecer al diablo, quien le dijo:
—Has ganado, y es justo que alcances la felicidad
que bastante cara has comprado. Dame mi traje y
toma tu uniforme.
Inmediatamente se puso Juan su ropa y corriendo a
un río cercano se bañó perfectamente, se dirigió a una
peluquería donde lo rasuraron y cortaron el pelo, se
compró un elegante traje y transformado se presentó
en el palacio del Rey Desencantado. Tan riquísimo era
su traje, y tan bella y simpática su figura, que todos
lo tomaron por un gran príncipe. Solicitó al rey una
audiencia secreta que le fue concedida, y en ella se dio
a conocer con su futuro suegro, rogándole que lo presentara con sus hijas, sin decirles quién era. En cuanto
lo vieron las dos mayores, quedaron encantadas con
la apostura del mancebo y, cuando el rey les dijo que
aquel joven deseaba casarse, las dos se pusieron contentísimas, procurando cada una atraerse la atención
de Juan Soldado. Solo la más pequeña se mostró indiferente y ni siquiera se fijó en el joven, permaneció
triste y pensativa. Al despedirse regaló a las mayores
joyas cuajadas de diamantes y a la última una pequeña caja que al parecer no tenía ningún valor; pero obedeciendo a una natural curiosidad la abrió y cuál no
sería su alegre sorpresa al ver el pedazo de medallita
que se había llevado Juan Soldado, por lo cual se dispuso inmediatamente para casarse.
El acontecimiento fue celebrado con un banquete,
el pastel de bodas era tan alto como una torre y alcanzó ¡hasta para el diablo!
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El cuervo y sus hijos
León Tolstoi
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Un cuervo y una cuerva hicieron nido en una isla, y
cuando el cuervo quedó viudo, quiso transportar el
producto de su matrimonio al continente. Primero
tomó a uno de sus hijos para atravesar con él el mar
pero a la mitad del camino, se sintió fatigado, acortó
su vuelo y dijo:
—Ahora que soy fuerte y él es débil, puedo llevarle, pero cuando la vejez me debilite, ¿se acordará de
mis cuidados y me llevará de un lugar a otro?
Preguntó a su hijo:
—Cuando seas fuerte y yo débil, ¿me llevarás así?
¡Responde con franqueza!
El pequeño, temiendo que lo dejase caer al mar, le
contestó:
—¡Sí, te llevaré!
Pero el cuervo no creyó a su hijo y abrió las garras.
Como una bala, el hijo cayó en el agua y se ahogó.
El viejo volvió a la isla, tomó a otro pequeño y atravesó por segunda vez el mar. De nuevo fatigado, preguntó a su hijo:
42
—Cuando seas
viejo, yo seré
fuerte, tendré
un nido y acaso
mis hijos, a los
que habré de
transportar como
hoy lo haces tú
conmigo.
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—¿Me llevarás de sitio en sitio, como yo a ti, cuando sea viejo?
Con el mismo temor de su hermano, el cuervo hijo
respondió:
—Sí.
El padre no quiso creerle tampoco y lo soltó.
Cuando regresó a la isla, en el nido sólo había un
pequeño.
Tomó a su último hijo y dirigió su vuelo hacia el
mar. Otra vez fatigado, preguntó al pequeño:
—¿Me mantendrás en mi vejez y me transportarás
así cuando esté débil?
Y el joven cuervo respondió
—¡No!
—¿Por qué? —le preguntó el padre.
—Cuando seas viejo, yo seré fuerte, tendré un nido
y acaso mis hijos, a los que habré de transportar como
hoy lo haces tú conmigo.
Entonces pensó el viejo:
—Ha dicho la verdad. En recompensa quiero llevarlo hasta la orilla.
Y así lo hizo, dejando en tierra al joven pájaro.
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Parábola del trueque
Juan José Arreola
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Al grito de “¡Cambio esposas viejas por nuevas!” el
mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su
convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de
unos precios inexorablemente fijos. Los interesados
recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según
el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas
rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas
como candeleros.
Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer
cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era
tan rubia como ellas.
Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al
paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo
me miró deslumbrante, como desde un bloque de
45
El mercader lanzó por
último la turbadora
proclama: “¡Cambio
esposas viejas por
nuevas!”. Pero yo me
quedé con los pies clavados
en el suelo, cerrando los
oídos a la oportunidad
definitiva. Afuera, el pueblo
respiraba una atmósfera de
escándalo.
46
topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a
punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado,
me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a
Sofía.
Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo
mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto,
ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la
conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último
la turbadora proclama: “¡Cambio esposas viejas por
nuevas!” Pero yo me quedé con los pies clavados en el
suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva.
Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.
Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces
de cualquier comentario.
—¿Por qué no me cambiaste por otra? —me dijo al
fin, llevándose los platos.
No pude contestarle, y los dos caímos más hondo
en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el
día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas
amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los maridos
complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
47
Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí
los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo
de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose,
lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras.
Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por
sentirme como una especie de eunuco en aquel edén
placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa
y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para
evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor,
cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes
de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se
sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como
las otras. Se puso a pensar desde el primer momento
que su humilde semblante de todos los días era incapaz
de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la
cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada
hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo
agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
—¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
—¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La
pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de
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oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados
a primera vista, los hombres no pusieron realmente
atención en las mujeres. Ni les echaron una buena
mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de
ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios
cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un
baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la
prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el
desentendido, y el segundo también. Pero el tercero,
que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma
de su mujer la característica emanación del sulfato de
cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora
y puso el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de
todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia
de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros
las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto
con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco
a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que
había recibido una mujer falsificada.
El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó
en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto
dio muestras de extravío. Un día se puso a remover
con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el
cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una
verdadera momia.
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Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia
y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente
tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba
trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con
sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta,
Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado
con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.
Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos
engañados, que van en busca del mercader. Ha sido
verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres
levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las
mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso
recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel
hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, esa que él mismo acabó de estropear a base de
ácido sulfúrico.
Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una
Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto,
le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla
verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta
el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos
ponían, al decirlo, una cara de condenados.
Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la
lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos.
Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.
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Estoy cansado de trabajar
y de ver a la misma gente
Anónimo
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Estoy cansado de trabajar y de ver a la misma gente.
Camino a mi trabajo todos los días, llego a la casa y mi
esposa sirve lo mismo de la comida para cenar. Voy
a entrar al baño y mi hija de año y medio no me deja
porque quiere jugar conmigo, no entiende que estoy
cansado. Mi padre también me molesta algunas veces,
y entre clientes, esposa, hija y padre ¡me vuelven loco!
¡Quiero paz! Lo único bueno es el sueño. ¡Al cerrar los
ojos siento un gran alivio de olvidarme de todo y de
todos!
—¡Hola! ¡Vengo por ti!
—¿Quién eres tú? ¿Cómo entraste?
—Me manda Dios por ti. Dice que escuchó tus quejas y tienes razón: ¡es hora de descansar!
—¡Eso no es posible!, para eso tendría que estar
muerto.
—¡Así es, sí lo estás! ¡Ya no te preocuparás por trabajar, por ver a la misma gente, de aguantar a tu esposa con sus guisos, ni a tu pequeña hija que te molesta,
ni escucharás los consejos de tu padre!
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Estoy cansado de
trabajar y de ver
a la misma gente.
Camino a mi trabajo
todos los días,
llego a la casa y
mi esposa sirve lo
mismo de la comida
para cenar.
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jo?
—Pero… ¿qué va a pasar con todo? ¿Con mi traba-
—¡No te preocupes! ¡En tu empresa ya contrataron
a otra persona para ocupar tu puesto y, por cierto, está
muy feliz porque no tenía trabajo!
—¿Y mi esposa? ¿Y mi bebé?
—¡A tu esposa le fue dado un buen hombre que la
quiere, respeta y admira por sus cualidades y acepta
con gusto sus guisos sin reclamar nada, y, además, se
preocupa por tu hija y la quiere como si fuera suya,
y, por muy cansado que siempre llegue del trabajo, le
dedica tiempo para jugar con ella, y son muy felices!
—¡No! ¡No Puedo estar muerto!
—¡Lo siento! ¡La decisión ya fue tomada!
—Pero… ¿eso significa que jamás volveré a besar la
mejilla de mi bebé?, ¿ni decirle a mi esposa “Te amo”,
ni darle un abrazo a mi padre? ¡No! ¡no quiero morir!
¡Quiero vivir, envejecer junto a mi esposa! ¡No quiero
morir todavía!
—¡Pero es lo que querías: descansa! ¡Ahora ya tienes tu descanso eterno! ¡Duerme para siempre!
—¡No, no quiero ¡ ¡Por favor, Dios…!
—¿Qué te pasa, mi amor? ¿Tienes pesadilla? —preguntó mi esposa despertándome.
—¡No, no fue pesadilla: fue otra oportunidad para
disfrutar de ti, de mi bebé, de mi familia, de mi trabajo,
de todo lo que Dios creó! ¿Sabes? ¡Estando muerto ya
nada puedes hacer, y estando vivo puedes disfrutarlo
todo! ¡Qué bello es vivir! ¡Qué hermosa es la vida!
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El lego sabio
Anónimo
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El Padre Guardián de un convento predicó una tarde
un sermón en contra del rey de aquella monarquía,
diciendo, entre otros improperios, que era un facineroso y un ladrón de los pobres. Súpolo su Sacrarreal,
y lo hizo llamar en el acto. El Padre Guardián presentóse temblando de pavor, pues ya sabía la causa del
llamamiento.
—¡Hipócrita Guardián! —díjole el rey—. ¡Conque
has dicho en el púlpito que soy un ladrón, un facineroso y otros insultos más? ¿Qué contestas? Nada,
¿verdad? Bien, pues mira: no te mando quemar vivo
en el acto, aunque bien lo mereces, pero sí vas a contestarme en el término preciso de veinticuatro horas
tres preguntas a satisfacción mía y de toda mi familia
y nobles de mi reino. Si no te presentas o contestas mal
a estas preguntas, en el acto serás decapitado. Toma
asiento y escribe.
El Padre Guardián con timidez y temblorosa mano
cogió la pluma y se puso a obedecer.
—Primera pregunta: ¿Cuánto vale el rey?
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—Segunda pregunta: ¿Hasta dónde llega el poder
del rey?
—Tercera pregunta: ¿En qué está pensando el rey?
Después de que el Padre Guardián escribió las tres,
le dijo el rey:
—Retírate y ten presente la pena que tienes impuesta si no cumples con tu consigna.
Poco faltó al padre para caer privado de sentido;
dobló el papel, saludó y se fue.
Llegó al convento. Registró todos sus libros, para
ver si podían darle alguna luz para contestar aquellas
frases. Pensó muchísimo, todo en vano. En la noche
no rezó, no cenó ni durmió por sólo pensar de qué
manera contestaría aquellas preguntas tan sumamente difíciles de resolver.
Amaneció el día, y el temor y agitación del Padre
Guardián crecieron doblemente. A las doce de la mañana se cumplía el término fijado para contestar las
preguntas y por consiguiente para que diera fin su
vida, pues no tenía que responder.
Como a las nueve oyó tocar a su puerta. ¡Un salto
le dio el corazón! Pero serenóse luego al oír la voz del
leguito que le servía, diciendo:
—Su Reverencia, ábrame la puerta, yo soy. Le traigo un chocolatito.
—Qué chocolate ni qué nada contestó. Vete.
—Pero su Reverencia…
Por fin, tanto suplicó el Lego que el Guardián le
abrió la puerta para que no le importunase más.
—Vaya, entra —le ordenó.
—Tome su chocolatito.
—¿Eres un tonto, o te gozas en desesperarme?
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—Pero, ¿por qué, su Reverencia?
—¿Por qué? ¿Por qué…? ¡Anda vete!
El Lego dijo entre sí:
—Desde ayer está así. ¡No cabe duda, se ha vuelto
loco! —Y puso a llorar.
—¡Que te vayas! —exclamó el Guardián.
—Pero su Reverencia, tome antes su chocolatito;
desde ayer no come nada.
—¿Y qué te importa?
—¿Pero, dígame qué le sucede?
—Bien, te lo diré para que me dejes. Te acordarás
que prediqué hace dos días en contra del rey.
—¡Ave María Purísima! Si me acuerdo, y el rey lo
supo y…
—Sí, y me van a decapitar dentro de pocos segundos; a las doce, si no le contesto unas preguntas.
—¡Ay Dios mío! ¿Y qué presuntas son?
—Para qué quieres saber, tú no me has de salvar.
—Quién sabe, su Reverencia, quién sabe si…
—¡Quita allá, iluso!
—Enséñeme las preguntas.
—Eres necio como pocos; ahí están.
Y le dio el malhadado papel. El Lego leyó las preguntas, arqueó las cejas, pensó tres o cuatro segundos
y terminó por soltar la carcajada.
—¿Acaso estás loco?
—¡No, su Reverencia, qué loco! ¡Deme sus hábitos!
—¿Qué vas hacer?
—A contestar por su Reverencia.
—¡Eres un zoquete! ¿Tú vas a contestar las preguntas?
—Deme sus hábitos.
—Bien, tómelos.
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Y se despojó el Guardián, vistiéndose el Lego.
—¿Y si te reconocen?
—No importa; si acaso por desgracia, que no lo
creo, me va mal, yo doy con gusto la vida por su Reverencia. Pero no, no; voy a salir triunfante. ¡Ya verá su
Reverencia!
—Adiós, su Reverencia.
—¡Anda, bendito de Dios!
El Lego llegó al Palacio y al cruzar por los corredores, arrancó una florecita de una de las macetas que
había allí y se la ocultó en la manga. Al penetrar en el
salón donde se hallaba el rey, no lo conocieron, porque
llevaba puesto el capuchón. En aquel suntuoso salón
estaba el rey con toda su corte, consejeros, dignatarios,
académicos, grandes nobles, distinguidas familias de
la aristocracia, todos los invitados por su Sacrarreal
Majestad, para escuchar las dificilísimas respuestas
que tenía impuestas el Guardián. A la mitad del salón,
estaba una tribuna; allí había de subir el Guardián.
Cerca de la tribuna se miraba la mesa del juez: éste y
su secretario dispuesto a firmar la sentencia de muerte.
La situación del Lego era más difícil. Temblaba de miedo, pero hizo un esfuerzo inaudito y se repuso algo.
—Buenos días, su Sacrarreal Majestad —dijo respetuosamente.
—¡A la tribuna! —contestó el rey.
El Lego obedeció con resignada humildad.
—Comienza con las preguntas —dijo—, ya sabes
que si no contestas ninguna de ellas se te dará muerte
en el acto.
Tocan la campanilla y se escucha una voz imperiosa:
—¿Cuánto vale el rey?
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—Quince reales nada más —contestó el Lego con
seguridad.
—¡Quince reales! ¡Infame! ¡La sentencia!
—Permítame su Sacrarreal: voy a demostrarlo y os
convenceréis.
—Bien —contestó el Rey—, y si no lo haces así ya
sabes que obrará la justicia.
—Sí, su Sacrarreal. Cristo nuestro Dios, ¿no es cierto que era el rey del Cielo y de la Tierra? ¿Y en cuánto
fue estimado? ¿Verdad que en treinta reales lo vendió
Judas? Pues sacad la cuenta: Dios era rey del Cielo y
de la Tierra; vos, no lo sois más que de una nación, ni
siquiera de todas. Así pues, os hago un favor, y valéis
quince reales que es la mitad de treinta. ¿Estáis?
Un murmullo de aprobación se levantó de todos
los asientos.
—Me has fundido —exclamó el rey.
Suena la campanilla para la segunda pregunta:
—¿Hasta dónde llega el poder del rey?
—Hasta… ¡nada! —respondió el Lego.
—¿Con que no tengo poder? Basta ya de insultos a
mi real persona —protestó el rey, y ordenó al juez—:
Firma la sentencia.
—Un momento su Sacrarreal. Voy a demostrarlo
también.
El Rey hizo una señal al juez para que esperase.
Bajó el Lego de la tribuna, sacó la florecita que cortó
de la maceta de los corredores, y acercóse al rey, dándosela:
—Si poderoso es su Sacrarreal, imíteme esta florecita en el acto.
Tomóla el rey y se fue pasando de mano en mano.
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El Lego llegó al Palacio
y al cruzar por los
corredores, arrancó
una florecita de una de
las macetas que había
allí y se la ocultó en la
manga. Al penetrar en
el salón done se hallaba
el Rey, no lo conocieron,
porque llevaba puesto el
capuchón
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Todos hacían indicios de satisfacción y no pudiendo
contenerse, aplaudieron estrepitosamente al Lego. El
rey desesperado se mesaba los rizos de su cabellera y
exclamaba:
—Ah, maloso fraile: ¡Tienes talento, no hay duda!
Pero en esta última sí no escapas, prepárate a morir y
contesta: ¿En qué está pensando el rey en este momento?
—¿En qué ha de estar pensando? ¡En el Guardián
que ha salido victorioso!
—¡Abajo, debajo de la tribuna! Has triunfado por
completo, cabalmente en eso estaba pensando: ¡En tu
talento! ¡Vete pronto de mi presencia!
Una salva nutridísima de aplausos y exclamaciones resonó en la sala. El Lego salió loco de júbilo.
¿Cómo quedaría el Rey? Ocurriósele luego no dejar
libre al dizque Guardián saliéndose con la suya, como
dicen, y tratando de vengarse, lo mandó llamar inmediatamente.
Por la escalera iba el Lego, cuando le salió al paso
un vasallo:
—Llama a su Sacrarreal el rey.
El Lego subió otra vez:
—¿Qué manda, su Sacrarreal?
—Ya tú me diste las contestaciones a mis preguntas
y el auditorio quedó satisfecho, ahora vas a dárselas a
mi retrato que está en la pieza contigua, y con lo que él
te diga vienes a darnos razón: en la inteligencia de que
si cuentas una mentira, tienes pena de la vida.
El Lego frunció el entrecejo como para querer condensar su pensamiento o tal vez para demostrar lo difícil de su situación. Comprendió que aquello bien podría ser una trampa. Y era de suponerse. El marco del
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retrato por sí solo no respondería, pero podría estar
combinado con alguna entubación acústica, y entonces de lo que se trataba era de poner a prueba su valor,
desde el momento en que tenía que hablar con una
materia inanimada. Además, el había derrotado al rey
y éste trataba de vengarse. En consecuencia, aquello
era un ardid por el que tenía que caer irremediablemente en las garras el vencido.
Su situación era angustiosa, sumamente angustiosa
De todo el auditorio se cruzaban miradas y sonrisas al ver al pobre Lego que acongojado y triste permanecía en silencio, inmóvil como estatua y sin saber
que contestar.
El rey, impaciente ya de su silencio, con tono severo
le dijo:
—Os espera el patíbulo si no obedecéis. ¡Cumplid
con lo que mando!
—Voy, Señor, con vuestro permiso.
Como era muy sabidillo, se le ocurrió un ardid muy
ingenioso. Regresó a la sala del juicio muy silencioso
aparentando tristeza y dijo:
—Gran rey, tu retrato no me contestó palabra alguna, como tampoco le contestó el caballo Bayardo al
Conde Orlando cuando le preguntó por el paradero
de su amo: “Ay, buen caballo, ¿dónde está Reinaldo?
Dime, ¿dónde está? No me lo estés callando”, así el
Conde al caballo preguntaba. Y no le respondió porque no hablaba.
—¿Me estás diciendo animal? —le preguntó el rey
muy indignado.
—Pues a buen entendedor, pocas palabras replicó
el Lego.
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—Gran bestia —le dijo el Rey—. ¿Acaso los animales hablan?
—¡Gran rey! Y qué… ¿Los retratos hablan?
Una nutrida salva de aplausos se dejó escuchar de
todo el auditorio. El rey quedó bastante avergonzado,
pero para no demostrarlo, tomó un tono afable y con
gran entusiasmo le dijo al Lego:
—¡Un abrazo! ¡Un abrazo! ¡No hay otra inteligencia
como la tuya! Dejadle, señores. Te nombro mi secretario particular.
En este momento el Lego descubrióse el rostro, y
dio las gracias al rey diciéndole:
—Ya veis que no soy el Guardián. Yo he venido por
él, porque está enfermo, de modo que haced de cuenta
que él he sido yo.
—¿Y tú quién eres?
—Soy su Lego, su criado y lo amo como a mi padre
—Bien —repuso el rey— ,tu Guardián está a salvo,
puesto que tú lo has desempeñado con ingeniosa viveza.
—Gracias, su Sacrarreal. Permitidme ahora que
avise a mi pobre Guardián porque ha de estar afligido,
creyendo tal vez que he salido mal en las preguntas.
—Bueno, vuelve, para darte tu despacho de secretario.
Y se fue el Lego loco de dicha a dar parte a su Guardián de todo lo acontecido.
Al día siguiente el Lego recibió su despacho y pasó
a ocupar su cargo en la corte del rey, donde espera las
órdenes del amable lector para recitarle otro cuentecito.
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Di te amo a tiempo
Anónimo
Número de Lectores: 6,819
Opinaron Excelente: 3,910 (57.3%)
Un muchacho de 17 años de edad tenía un cáncer incurable y en cualquier momento iba a fallecer. Siempre estaba en su casa, bajo el cuidado de su madre; a
veces se enfadaba de estar siempre dentro de su casa
y un día decidió salir a pasear.
Le pidió permiso a su madre y ella aceptó; caminado por el vecindario vio muchas tiendas; al pasar por
una de música y ver el aparador notó algo que lo hizo
olvidarse de que el mundo existía, era una muchacha
de su edad muy hermosa; al verla le parecía un ángel bajado del cielo; abrió la puerta y entró sin mirar
nada que no fuera ella; acercándose poco a poco llegó
al mostrador donde se encontraba ella, la chica lo miró
y le dijo sonriente: “Te puedo ayudar en algo?; el chico pensaba que era la sonrisa más hermosa que había
visto en toda su vida y sintió el deseo de abrazarla, de
declarársele en ese mismo instante; tartamudeando le
dijo:
“Sí, eeehh, uuuhhh, me gustaría comprar un CD”.
Y sin esperar tomó el primero que vio y le dio el di-
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Durante varios días el
chico no se atrevió a
llegar a la tienda para
recibir la respuesta; a
unos metros de la tienda
se regresaba a su casa.
Su madre volvió animarlo
y luego de dos semanas
por fin llegó a la tienda
pero no vio a la chica
hermosa
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nero. La chica le entregó el disco con una amigable
sonrisa. El joven enamorado no dejó de pensar en ella
durante toda la tarde, ni siquiera escuchó el disco. Al
día siguiente quiso volver a verla y fue a la tienda: al
estar frente a esa hermosa sonrisa no supo qué decir
y volvió a pedir un CD; “¿Quieres que te lo envuelva?”, preguntó la muchacha sonriendo de nuevo; él
respondió que sí, moviendo la cabeza, pues ante ella
se quedaba mudo.
La muchacha fue atrás del almacén para volver con
el paquete envuelto y entregárselo; él lo tomó y salió
de la tienda; se fue a su casa sintiendo que caminaba entre las nubes, ni siquiera desenvolvió el disco; lo
metió en su closet y se puso a mirar su jardín y pensar
en la hermosa flor que estaba en la tienda. En adelante, visitaba la tienda todos los días para comprar un
CD, ella siempre se los envolvía y él se los llevaba a
su casa y los metía en el closet. El era muy tímido para
invitarla a salir, y aunque trataba no podía.
Su mamá se enteró de esto e intentó animarlo, así
que el siguiente día se armó de valor y se dirigió a la
tienda; y como todos los días compró otra vez un CD
y como siempre ella se fue atrás para envolverlo; él
tomó el CD y mientras ella no lo estaba viendo, rápidamente dejó una nota en el mostrador y salió corriendo de la tienda. La nota era una declaración.
Durante varios días el chico no se atrevió a llegar
a la tienda para recibir la respuesta; a unos metros de
la tienda se regresaba a su casa. Su madre volvió animarlo y luego de dos semanas por fin llegó a la tienda
pero no vio a la chica hermosa; al preguntar por ella
se enteró con tristeza que se había ido a otra ciudad a
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estudiar y ya no trabajaba ahí.
Mucho lamentó no haber ido antes por la respuesta
y muy triste guardó los discos en un lugar donde no
los viera tanto, con la esperanza de no pensar más en
la muchacha. En el verano, el chico fue a la tienda con
la esperanza de que por las vacaciones la chica hubiera regresado y pudiera encontrarla; pero al no encontrarla regresó a su casa desilusionado.
Al siguiente verano, volvió a ir para no encontrarla
de nuevo. Para el joven no hubo verano siguiente, a la
edad de 20 años el chico falleció de cáncer.
Un día su madre entró en el cuarto de su difunto
hijo para arreglarlo, así que abrió su closet y para su
sorpresa se topó con muchos CD’s envueltos; ninguno
estaba abierto; llena de curiosidad tomó algunos y se
sentó sobre la cama para verlos, al desenvolver el primero encontró una nota que su hijo nunca leyó y decía:
“¡Hola!, veo que te gusta la música tanto como a mí”.
“Me invitan a una fiesta el viernes y no tengo con
quien ir, ¿te gustaría ir conmigo? Sofía”. De tanta emoción la madre abrió otro y otro para descubrir que eran
saludos de la chica. Uno de los últimos decía: “¡Hola!,
me siento triste de que nunca haces caso a mis notas
pero me devuelves la alegría al volver diariamente. La
semana que viene salgo fuera de la ciudad a estudiar
y ya no voy a trabajar aquí, pero vendré casi todos los
fines de semana y si mi cliente favorito quiere que lo
siga atendiendo, podrá visitarme en mi casa. Sofía”, al
final venía un número telefónico, una dirección y un
pequeño mapa.
No esperes demasiado para demostrar tu amor a
ese alguien especial, díselo hoy. Mañana puede ser
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muy tarde. No solamente a tu pareja sino a todos tus
próximos: tus padres, hermanos, amigos, hijos, etc.
Demuestra tu amor a los demás ahora que puedes hacerlo, que están presentes, que físicamente es posible.
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Las pesas y la escoba
(a los que quieren educar)
Ricardo Bulmez
Número de Lectores: 774
Opinaron Excelente: 401 (51.8%)
Tengo un amigo que tiene un hijo como de unos veinte años, el muchacho es un fanático de levantar pesas y ha desarrollado músculos que impresionan a
cualquiera. El papá con mucho sacrificio le paga un
gimnasio sumamente caro; ya ha recibido varias felicitaciones del entrenador porque su hijo ya levanta
pesas que pasan de los cien kilos. No hay duda de
que el joven tiene un cuerpo atlético y mucha fuerza para levantar pesas, pero cuando su mamá le pide
que le ayude en los quehaceres de la casa no es capaz
de elevar algo del suelo ni siquiera una escoba, y los
músculos le “duelen” para fregar los platos donde él
mismo ha comido.
Quien solamente levanta pesas y no es capaz de alzar un trapo para limpiar, simplemente desarrolla “el
físico” pero no el espíritu.
El ser humano no se distingue por la fuerza corporal que desarrolle sino por la capacidad de servir a los
demás. Si alguien quiere buscar fuerza física que no
busque a un hombre sino a un burro, porque un ani-
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mal de éstos tiene más fuerza que un hombre.
Coger una escoba para barrer educa más que levantar pesas para únicamente exhibirse, ya que el
efecto de aquella dura para toda la vida y la musculatura se va con los años. Mejor dicho, la única forma de que las pesas eduquen es levantar también un
estropajo para limpiar, una escoba para barrer y una
brocha para pintar.
La verdadera educación comienza en la casa no en
ningún gimnasio, porque los ejercicios físicos desarrollan el cuerpo; en cambio, los quehaceres del hogar
desarrollan el sentido de colaboración con los demás
y hacen crecer el corazón.
¿Quieres que tu hijo no valga nada como persona?
Si tú quieres que tu hijo sea una piltrafa humana, si
tú quieres tener a un hijo caído en la vida, entonces a
todos sus gustos y planteamientos dile siempre “sí”,
nunca le digas “no”. Si tu hijo recibe de ti un “sí”, para
todas sus exigencias, no va a servir para nada. Sí, sí,
sí… sí; estará caído para siempre.
“Sí, hijo, llega a la hora que tú quieras”, “sí”, “sí”,
“hijo, será como tú lo decidas”, “sí”, “sí grita”, “sí”, “sí
pégame”, “sí”, “sí drogas”, “sí”, “sí, te compro eso”,
“sí”, “sí deja de estudiar”. Sí, sí, sí… de esta forma te
aseguro, tendrás a un hijo inválido por dentro independientemente de que logre muchas metas de prestigio, de poder y de saber. Yo he conocido a muchos
“doctores” que como personas no valen nada.
Pero al revés también lo hundes. ¿Quieres que tu
hijo tampoco valga nada como persona, que sea un
desecho humano? Entonces dile a todo que “no”, nunca le digas “si”. Si tu hijo recibe de siempre un “no”
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tendrás un hijo caído por dentro para toda su vida, no
va a poder volar por propia cuenta. No, no, no… no se
levantará nunca.
“No, eso no se hace”, “eso no se toca”, “¡no pienses
así porque esa no es mi forma de actuar”, “no me gusta
esa muchacha, no te conviene”, “no estudies eso”, “no
seas libre”, “no salgas”, “no te amo”, “no le hables a
fulano”. No, no, no, también de esta forma, te aseguro,
tendrás un hijo inválido interiormente, logre o no muchas cosas que consideramos importante en la vida.
Educar es mezclar la exigencia con la complacencia.
Es tener una mano a punto de estrecharla.
Y la otra para indicar firmemente un camino.
Es mostrar las lágrimas y también la risa.
Es señalar la abundancia junto con la escasez.
Es proteger y dejar hacer.
Es enseñar cómo vivir y partir de este mundo para
siempre.
Si quieres tener un hijo que sea espectacular, en el
sentido más profundo de la palabra, para que haga el
bien y luche, busca la forma de educarlo para el amor.
Amar es el arte de combinar el sí con el no.
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A la deriva
Horacio Quiroga
Número de Lectores: 2,251
Opinaron Excelente: 909 (40.4%)
El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la
mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con
un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre
sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde
dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y
sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su
espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole
las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las
gotitas de sangre, y durante un instante contempló.
Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y
comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se
ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada
hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos
o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos,
habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la
71
pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante,
le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la
rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero.
La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa.
Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco
arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—.
¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre
sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo—.
¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer, espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero
no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces,
mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos
relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz
sequedad de garganta que el aliento parecía caldear
más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
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Pero el hombre no quería morir, y descendiendo
hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y
comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la
corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a
Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras
un nuevo vómito —de sangre esta vez— dirigió una
mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un
bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El
hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes
manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre
pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves,
aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la
costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar.
Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los
veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó
oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —
clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el
silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la
deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa
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hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan
fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de
negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro
también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna
muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado
se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de
muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría
y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío.
Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la
cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la
sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta
inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover
la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse
del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú—Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia
llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna
ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en
Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón míster Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el
monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular,
en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una
pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio
hacia el Paraguay.
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Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba
velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el
borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella
se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el
tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón
Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años
y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí,
seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración...
Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un
viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.
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Fiera infancia y otros años
Ricardo Garibay
Número de Lectores: 1,598
Opinaron Excelente: 659 (41.2%)
—Que ya va a llegar mi papá, que te metas.
Esa era la maldición. En el mejor momento, justo
cuando los juegos empezaban a hacerse encarnizados
y apuntaban seguras dos o tres peleas, se presentaba
mi hermana mayor con la estúpida embajada. Eran tardes de vacaciones, cortas y frías, noviembre oscurecía
temprano. Rojo aún y chorreando sudor me pegaba a
los vidrios de la ventana. De punta a punta la avenida
de los Pinos era un mar de muchachos al galope; a los
cielos subían las griterías, las oía caer como aguacero
feliz en todo el mundo, y jamás después fueron los cielos tan altos, tan hondos, tan puramente azules. Entre
encontronazos y carreras pasaban carritos de elotes,
los carritos de tamales, los dulceros, los canastones de
pan. En el zaguán retumbaba el portazo de mi padre.
—Que vayas a lavarte, que ya viene subiendo mi
papá las escaleras.
Cómo anhelaba, a partir de aquel retumbo, la calle. Si la gritería se enmarañaba era que ya estaban peleando. Seguro se daba Sánchez, Gustavo o Jorge el
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Teco pero, ¿contra quién?, ¿alguno de las Lomas de
Becerra?, ¿alguno de los lavaderos? Gustavo era zurdo, tranquilo letal; el Teco se reía peleando y le encantaba tragarse la sangre de su nariz en plenos golpazos.
Mi padre estaba comiendo, y todos debíamos acompañarlo. Masticaba lentamente, sus muelas sonaban
con golpecitos secos, apretados. Comía mirando la
tarde en el corredor que se iba haciendo morada. Al
llegar el café encendía un cigarro y hablaba de cosas
del gobierno, del precio de la madera. Del precio de
la madera porque invariablemente andaba metido en
ahorros para comprar un par de tablones o un polín,
porque invariablemente estaba haciendo en sus ratos
libres un librero, una pequeña cómoda, una reja para
las gallinas. Y cuando preguntaba aquel gesto severo,
aquella espesa sombra de los ojos clavándosenos uno
a uno—: “Y éstos ¿qué han hecho en todo el día?”, empezaban a explotar las griterías gruesas mucho más
salvajes que las enmarañadas; eran los grandes, los de
doce y catorce años, peleaban. Mañana me contarán.
Ya era de noche. Muchos cantaban. Se oía “Doña blanca”. Se oía el “Matarili”. Se oía “A las estatuas de marfil” y “Qué quieres coyotito”. El día se había perdido
sin remedio.
—Así que nada, nada en todo el día— qué odiosa
voz ronca y dura ha de tener un charco en la garganta,
un sapo, charcos de lodo.
—Dejó tirados los cuadernos, el libro de la doctrina
no aparece por ningún lado, se fue retobando un montón de groserías, ni para hacer un mandado siquiera.
En la calle desde que te fuiste. Entró corriendo para
plantarse en la ventana cuando vio que ibas a llegar—
77
¿cómo puede mi madre ser tan cruel? ¿no está viendo
que me ahogo? Uno de los grandes es Arias, porque
gritaban ¡Arias, Arias!, ha de haber sido con el Gambusino, le sonaron el Gambusino.
—¿Qué?
—¿Mande usted?
—¿Mande usted?, no ¿qué?
—¡Que busque el libro de la doctrina y se ponga a
leer! ¡Dentro de poco será como uno de tantos vagos
de allá afuera!
Allá afuera no acababa la alegría, no acabó nunca;
por siempre, los muchachos estuvieron encendiendo los focos de las esquinas y jugaron a la ronda, por
siempre seguirán estrellándose en el alféizar de las
ventanas, y gritarán ¡encantado, encantado!, siguen
arrebatándose a patadas la pelota hacha de trapos y
pedazos de hule; cantarán “Voy a luchar con Sandino
allá en Nicaragua, que quieren libertad” encaramados
en los montones de tierra de las zanjas del drenaje, llega temblando en la oscuridad el ángelus de San Vicente en casa, de hinojos, luz de velas, estaremos rezando
el rosario y la avenida de los Pinos flota transparente,
su calle de tierra, su polvo, sus álamos, sus niños inmortales y descalzos, navegante avenida desde 1930
hasta la eternidad.
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El éxito en el estudio
José Luis Díaz Vega
Número de Lectores: 5,754
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Para lograr tus objetivos como estudiante necesitas tener una filosofía de la vida que te libre de plantearte
metas vanas, y la mejor manera de hacerlos es proporcionarle un significado práctico a tu conducta. Es
evidente que muy pocas personas se plantean propósitos por cumplir, la mayoría yerra sin que sus pasos
tengan ningún destino en senderos iluminados por
una esperanza, viven sin descanso, sin satisfacciones:
realmente es lamentable observar su desorientación y
frustración.
Muchas personas fracasan y pocas triunfan en la
vida, la diferencia estriba básicamente en el hecho de
que unos trabajan para hacer y otros no trabajan para
no ser, así cada quien está en la situación precisa que le
corresponde de acuerdo con sus pensamientos y actos.
La vida en la actualidad es difícil, algunos la consideran como una lucha tenaz y permanente, en la actualidad solamente los más capaces sobresalen. Pero,
¿por qué destacan determinados individuos? Porque
sus conceptos de la vida no son derrotistas y siempre
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afrontan los problemas con madurez, decisión y astucia. Unos de los primeros postulados de la filosofía
del éxito es que siempre se debe ser constante y nunca ser derrotista; esto es, siempre tenemos que estar
convencidos de que es imposible fracasar en cualquier
empresa que empecemos.
Los hombres que triunfan tienden a seguir triunfando y aquellos que fracasan seguirán fracasando,
todo es cuestión de metas. Aquel que cuenta con una
meta es el que triunfa, ya que sabe a dónde llegar. Actualmente, nadie tiene un porvenir tan brillante como
los buenos estudiantes, porque la sociedad necesita de
destacados profesionistas.
¡Nada puede oponerse a que un joven decidido
triunfe!, tal persona “arrasa” todos los obstáculos. Jamás se deja “aplastar” por contrariedades y problemas, sino que los encara y vence; prosigue hacia delante, sin desánimo ni desmayo.
Por lo antes mencionado se puede afirmar que no
es posible alcanzar el éxito si no uno se deja llevar por
las circunstancias. Los jóvenes anhelan abrirse paso y
triunfar en la vida pero no hacen nada para lograrlo y
la verdad es que ninguna conquista, ninguna victoria
significativa se logra sin esfuerzo y lucha tenaz.
Al personaje de la novela de Robert Arthur, Jabez
O´Brien, se le concedió un solo deseo y eran tantas sus
inquietudes, problemas y expectativas que después
de haberlo meditado, afirmó: “Yo solamente quiero
ser un hombre rico, sabio, famoso y feliz”, y así toda
su vida posterior fue lo que cualquier hombre de este
planeta hubiese deseado.
Lo antes expuesto únicamente sucede en los cuen-
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tos fantásticos, ya que en la realidad no existen evidencias de genios, duendecillos, hadas o magos merlineces.
No obstante lo anterior, muchos estudiantes no
descartan la idea de llegar a encontrar alguna lamparita mágica para no tener que estudiar. Estos alumnos
pretenden alcanzar el éxito en sus actividades académicas mediante acontecimientos milagrosos que nunca llegan. Por eso, los estudiantes deberían recurrir
con mayor frecuencia a los pensamientos de William
Shakespeare: “los recursos que pedimos al cielo se hallan muchas veces en nuestras manos”.
Publio Siro dijo: “nadie sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta”. En efecto, la fuerza de los hombres
reside en sus pensamientos, todo aquel que desea ser
alguien puede llegar a serlo si así lo ha decidido. Si
estás seguro y actúas con determinación y fe, tarde o
temprano alcanzarás cualquier cosa que anheles, tal es
el caso del hombre que quiso elevarse por encima de
todas las cosas y lo logró.
Los alumnos que no tienen confianza de sí mismo
deforman a tal grado su personalidad que están convencidos de que no pueden lograr resultados académicos positivos, están derrotados antes de enfrentarse
a cualquier empresa.
La desgracia de estos educandos surge del hecho
de que en muchas ocasiones ni siquiera saben lo que
desean, esto es, no se han propuesto una meta específica para lograr. Según Schopenhauer “no hay ningún
viento favorable para el que no sabe a qué puerto se
dirige”, por ello, es indispensable que definas en términos personales cuál es tu meta académica, ¿Qué es
81
en este sentido el éxito para ti? Para tal efecto encontrarás un lugar en el que de la manera más clara deberás definir tu meta académica por realizar al término
del presente período escolar (el éxito lo medirás en
función del grado en que hallas cumplido con dicha
meta).
Si no has descrito tu meta, no sigas adelante porque
no tiene sentido. Ningún barco sin rumbo arriba a un
puerto. Si, por el contrario, ya lo hiciste, te felicitamos
y te invitamos a que pienses positivamente y actúes
con forma congruente.
Sin lugar a duda cada estudiante es el resultado de
distintos factores que han incidido sobre su conducta.
Algunos están más motivados que los demás y otros
que lo están y que dan grandes cambios pero no los
realizan.
El estudio, de igual manera que cualquier labor valiosa, requiere de trabajos. Trabajo arduo. Hace cerca
de 2,500 años, Euclides, el gran pedagogo, escribió
que no existe “camino real” alguno para la geometría,
jamás ha encontrado camino real alguno que conduzca al dominio de la ciencia matemática o de cualquier
otra rama del conocimiento.
Existen millones de personas que piensan que el estudio es agradable, satisfactorio e incluso emocionante, pero nadie lo encuentra “fácil”.
Con frecuencia dices, “pero yo realmente deseo
aprender”. ¡Bien! No obstante debes recordar que no
es lo mismo desear que hacer algo. Cualquier persona quiere aprender, pero querer es solo una forma
de deseo o anhelo. La única forma de volver realidad
nuestros deseos es emprendiendo la tarea propuesta.
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Si quieres lograr un mayor éxito al aprender, debes conocer los errores en tu manera de estudiar y decidirte
a corregirlos. Hace aproximadamente un siglo, Elbert
Hubbard, un actor estadounidense, escribió:
Los jóvenes no necesitan aprender de los libros, ni instruirse sobre esto o lo otro, sino un estirón en las vertebras que… los haga actuar con rapidez, concentrar sus
energías y hacer algo.
Es indispensable tener interés en lo que se emprende para triunfar en ello. El interés no se hereda, ni es
producto de una fórmula mágica. Los maestros no
pueden despertarlos al menos que tú así lo quieras.
Si crees que la voluntad es un don que solo tienen
las personas privilegiadas, estás equivocado. La voluntad se construye con el interés y la disciplina de
quienes muestran carácter y deseos verdaderos de llegar a ser alguien en la vida.
Nadie puede lograr cambios construidos mediante
el simple hecho de desearlo o soñar con ellos. Debe
usted querer cambiar y anhelarlo con tal vehemencia que nada pueda impedir que lo haga. La clave del
asunto consiste en tener confianza en sí mismo y en
lo que está haciendo o esté a punto de hacer. Cuando esté usted convencido de que su razonamiento es
válido y que los cambios son para su bien, no tendrá
nada que temer.
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¿Qué me van a hacer, papá?
Vicente Leñero
Número de Lectores: 4,463
Opinaron Excelente: 2,125 (47.6%)
—Pícale, García… pícale.
El automóvil iba por la avenida Insurgentes y al
llegar al monumento Cuauhtémoc dobló a Reforma.
Las llantas rechinaron y el “Güero” se golpeó contra
la ventanilla izquierda. García estaba pálido. Un mechón de pelo —el mechón de siempre— le caía sobre
la frente. Se mordía los labios y apretaba con fuerza el
volante. Felipe volvió a decir:
—¡Pícale… pícale!
Felipe era el mayor de los cuatro: acababa de cumplir veintitrés años.
—¿Nos siguen? —preguntó García.
—¡Qué nos van a seguir!…
En la glorieta de la Independencia volvieron a rechinar las llantas; en la Diana Cazadora alcanzaron la
preventiva y nadie volvió a hablar hasta que llegaron
a la fuente de petróleos.
García había disminuido la velocidad. Felipe se
echó a reír. A sus amigos no les gustaba cómo se reía,
pero nunca le decían nada.
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—Un cigarro…
Manuel sacó la cajetilla de Raleigh y repartió los
cigarros. Era lo único que sabía hacer, repartir cigarros. Él casi no fumaba, pero todos los días compraba
una cajetilla para poder servirles de algo a los cuates.
Paga con eso el derecho de pertenecer al grupo. Su vocabulario se reducía a unas cuantas frases: “¿Quieres
uno?” “¿No fumas?” “¿Un cigarrito?…” y los cuates
se avorazaban sobre la cajetilla hasta convertirla en
una bolita de papel que caía en cualquier parte.
Iban más despacio cuando Felipe ordenó:
—Pícale, García… pícale.
El “Güero” dijo:
—Está bueno el carrito.
—A toda máquina… y gratis… Si yo les digo…
pero ustedes son re sangrones y re chiviados. Ya ven…
mucho más fácil de lo que pensaban.
—Todavía no cantes victoria, Felipe…
—¿A poco todavía tienes miedo, tú?
El “Güero siempre había tenido miedo.
—Eres un marica, “Güero”… mi primo arregla el
número de motor, las placas, la pintura; no lo reconocería ni el dueño…
Las llantas seguían rechinando en cada curva.
—Pásatelo…
—Es una curva muy cerrada —dijo el “Güero”.
García se pasó al camión con la mano pegada en el
claxon.
La voz de Felipe era la única que se escuchaba.
Repleto de palabras, desbocaba su imaginación para
aturdir a sus cuates. Para él todo era fácil. Hacía creer
que su misma vida era fácil; que el destino dependía
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de él; que todos —parientes, amigas y amigos— eran
títeres que se movían a su antojo. La vida no era más
que un automóvil robado; una camisa a cuadros; un
chiste obsceno; una niña a todo dar; una aventura
arriesgada.
—Pícale, García, que ya quiero llegar…
Delante de Lerma, una recta se extendía como una
regla de acero.
—Ahora que me acuerdo no te he contado lo de
Amparo.
—Que…
—Una historia a todo dar… ¿Sabes por qué te cortó?
—Ni me importa.
—No te hagas, no te hagas… ¿Te acuerdas del medicucho aquel? Pues me los encontré el lunes… Yo ya
me lo sospechaba, te dije, pero había que ver qué romance. Estaban en el cine…
—A mí se me hace que lo que pasó fue que… “Amparo…”
—¡Cuidado!
Felipe recordaría siempre aquel camión de redilas
con su letrerito abajo: “Me río de la muerte”. Recordaría la carretera girando sobre su cabeza y los árboles
cayendo del cielo en un aguacero verde. Recordaría la
sangre del “Güero” sobre el asiento de atrás y los ojos
saltados de Manuel. Recordaría los últimos gestos de
García: sus manos apretadas para siempre en el volante; su mechón de pelo —el mechón de siempre—, sobre las arrugas ensangrentadas de su cara. El cuerpo
de “Güero”, horizontal, cruzó delante de él. Luego el
de Manuel y el de García.
Felipe tenía vendada la pierna y desde su ventana
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miraba pasar los automóviles. Se apretó los ojos con
las yemas de los dedos y se mordió los labios. Alguien
había encendido el radio y una canción romántica llegaba hasta sus ojos.
Oyó cuando la puerta se abría y las pisadas inconfundibles de su padre le subieron por la frente.
—¿Estás listo?
—Sí, papá.
Hacía mucho que no le decía a su padre “papá”.
—¿Qué me van a hacer, papá?
La pregunta le devolvía su infancia. Era la misma
pregunta de hace diez años cuando su padre lo llevó a
casa del vecino para que dijera porqué había descalabrado a aquel niño. Pero ahora su voz era gruesa.
—Nada.
Su padre volvió a mentir.
—Dime qué me van a hacer, papá…
—Va a costar mucho dinero pero no te van a hacer
nada, Felipe.
—¿Nada?
—Nada, hijo… todo se arreglará. Fue un accidente.
Era lo mismo de hace diez años. “Fue un accidente, no tiró la piedra con intención de descalabrar a su
hijo…”
—¿Pero qué me van a hacer ellos, papá.
—¿Ellos?… Nada, hijo.
—¿Qué me van a hacer el “Güero” y García y Manuel?… Qué me van a hacer su sangre, sus huesos rotos, saltados. Cómo les devolveré lo que ellos tenían;
su timidez a Manuel, su miedo al “Güero”, su cariño
a García; cómo podré volver a llenarlos a ellos, papá;
volverlos a ver platicando y preguntando y dudan-
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do… ¿Tú me vas a ayudar a eso también?… Dímelo,
dime que sí, que todo lo puedes, que no hay ninguna
dificultad. Cúmpleme este capricho, papá. Este no es
como los otros que me has cumplido siempre. Haz que
todo sea mentira. Hazlo, papá. Hazlo ahora mismo.
Felipe sintió la mano de su padre sobre su hombro;
le temblaba. Su padre también era un chiquillo que no
podía hacer nada. Caminaron lentamente por el cuarto, de espaldas a la ventana. Y cuando salieron, Felipe
sintió que entraba a la vida, solo y abandonado.
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El que se enoja pierde. Lecturas escogidas
por estudiantes de secundaria, se terminó de imprimir
en diciembre de 2014 en los talleres de
Se imprimieron 5,000 ejemplares
más sobrantes para reposición.
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