1 2 3 Pedro Rodríguez López Yehuda Grafein ediciones 4 No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Primera edición: marzo de 2007 Depósito legal: © Pedro Rodríguez López Asociación Cultural Grafein Apartado de correos 5169 08080 Barcelona Correo electrónico: [email protected] Impreso en España, CEE. 5 PRIMERO. Granada, tebet1 del año 5.0602, uno de enero de 1300 del calendario extranjero de los seguidores de Jesucristo. Aquél era un mundo viejo, un mundo que vivía de prestado, donde hombres y bestias compartían espacio y tiempo, pero no podían comprender lo que estaba sucediendo a su alrededor. El calendario decía: “en este mes aumenta la pituita. Es bueno comer ajos cada mañana y beber encima agua caliente. También es conveniente comer carne, grasa y pescado. Hay que precaverse en este mes de comer sesos y de beber leche fresca o coagulada. Se permite plantar desde el primer día hasta el completo de cuarenta días. En este mes se hace la cosecha de la caña de azúcar. Si en este mes ocurriese eclipse de luna, habrá hambre en Oriente y Occidente. Y Alá es más sabio. Si durante él hubiese truenos, no habrá bienes en el año. Si ocurriese algún terremoto, será un año en el que habrá gran mortandad. Y Alá es más sabio. En él harás la oración del zuhr cuando tu sombra mida diez pies y al 'asr, cuando tu sombra sea de diez y siete pies. En este mes el sol entra en el signo de Acuario. El día tiene siete 1 Mes del calendario judío entre diciembre y enero de nuestro calendario. 2 Puede calcularse el año judío correspondiente sumándole 3.760 al año cristiano. 6 horas y veintinueve minutos y la noche tiene catorce horas y treinta y un minutos”. El joven aspirante intuía que todo aquello era ridículo, pero aceptaba la creencia de las otras religiones, pues sabía que nada era tan pernicioso para la convivencia como la intolerancia. Eso también lo habían sabido, en otros tiempos, los gobernantes musulmanes de la ciudad, por ello la vida había sido apacible y clara en toda la zona. Ahora, un cierto temor se adueñaba de su raza, porque la intransigencia, de los propios sefardíes y de las otras religiones, provocaba no pocos problemas de integración. En un primer acercamiento, la religión musulmana resultaba, en extremo, sencilla. No tenía ni misterios, ni sacramentos, ni hombres intermediarios entre Dios y los fieles, gente que decidieran lo que estaba bien o lo que estaba mal. Tampoco tenían imágenes, altares u ornamentos. Dios, Alá, era invisible, sólo tenía cabida en el corazón de los hombres, y todo musulmán era el centro del universo religioso. Los que creían que Alá era el único Dios, y Mahoma su profeta, tenían como regla que el cuerpo del hombre estuviera completamente puro; por ello se instituyeron las abluciones legales, que consistían en lavarse tres veces seguidas las manos, la parte interior de la boca, la nariz, la cara, los brazos, la cabeza, concretamente detrás de las orejas, la nuca y los pies. Todo musulmán debía recitar la oración cinco veces al día, la primera al rayar la aurora3, la segunda, después del medio día4, la tercera en el momento que la 3 Essebàh. 4 Cuya oración se llama Ed-duhur. 7 sombra del gnomon iguala su longitud5, la siguiente se debe hacer en el momento mismo de la puesta del sol6, y la última en el último instante del crepúsculo de la noche7. Después de la creencia de la existencia de un solo Dios, todopoderoso, también se tenía muy presente la obligación de dar limosna, ley absolutamente obligatoria para todo musulmán que se halle en estado de cumplirla. Era una forma de ayudar a los hermanos que, en su sufrimiento, no podían encontrar una forma digna de vida. Aquel mandamiento resultaba porque el Profeta había comprendido que un mundo sin la cooperación de todos sus integrantes no podría subsistir durante mucho tiempo, y su pretensión era extender aquel mundo, según su visión, a todos los lugares de la tierra, como única forma de dar un destino común a su gente. El Ayuno en el mes de Ramadán era otro de los preceptos divinos instituidos por el Profeta. Consistía en no comer, ni beber, ni oler los aromas o frutas y observar perfecta continencia desde el momento del feger8, antes de salir el sol, hasta que se ponía, en la hora del mogareb, durante los veintinueve o treinta días del mes. Desde la puesta del sol hasta la hora de la oración de la mañana se podía comer, beber o divertirse cuanto se quiera durante la noche, aunque algunos se dedicaban a rezar. Como consecuencia de esta tradición se celebraba la fiesta de la ruptura del Ayuno resultaba una festividad importante y esplendorosa para los musulmanes, 5 Cuya oración se llama El-aàssar. 6 El-mogarèb. 7 El-àscha. 8 Crepúsculo. 8 que acaban con el padecimiento de no ingerir alimentos durante un mes. En los palacios del principal Señor se celebran recepciones solemnes, organizadas de forma perfecta y con brillante pompa y magnificencia. En el mundo musulmán de al-Andalus todo era refinamiento, porque habían bebido la cultura del la hermosa y mítica Bagdad. Dentro de este ambiente religioso, los musulmanes comenzaban a comprender que su mundo mer-maba frente al avance de los reinos cristianos del norte, y que la preservación de su identidad religiosa era un instrumento vital para la supervivencia de una forma de vida como la suya, ya que detrás de ellos no quedaba nada de lo que habían dejado cuando tomaron la península. La llegada de los almohades, su exceso de puritanismo y su política de intolerancia hacia la población no musulmana ya supuso un cambio importante para el pueblo del aspirante. Muchos de ellos decidieron abandonar las tierras que les habían pertenecido durante generaciones, que les habían visto nacer a ellos y a sus padres, y emigrar a territorio cristiano que, evidentemente, tampoco era excesivamente seguro, aunque los reyes de aquellas tierras habían impulsado la entrada de los sefardíes, teniendo en cuenta el nivel científico y económico de los exiliados. En la disminuida al-Andalus musulmana se oían ya palabras de desprecio por parte de los poderosos amos de la ciudad, desprecio por el diferente, el que no se ajusta a la realidad deseada por el señor del lugar. Los sefardíes buscaban el equilibrio entre la aceptación intrínseca del yugo que les era impuesto y la práctica de su religión, a escondidas, sin que nadie pudiera acusarlos de faltar a su palabra, llenos de miedo, pero, a la vez, llenos de valor. 9 Su mundo se había convertido en una lucha constante para mantener las tradiciones que habían sido un regalo de sus antepasados, personas que habían luchado, igualmente, para conseguir un pequeño espacio en el que sobrevivir con dignidad, en una especie de constante Masada. Todos los rabinos de los lugares donde los sefardíes intentaban encontrar una forma de vida eran plenamente conscientes de las implicaciones que suponía para ellos la eterna guerra entre musulmanes y cristianos. En el fondo la guerra entre religiones les perjudicaba absolutamente, dado que presuponía la necesidad de destruir a aquél que adoraba una imagen contraria o, al menos, alejada del Dios del vencedor. De forma irrebatible estaban viviendo en un equilibrio inestable, un equilibrio que les obligaba a perder su orgullo o convertirse en pequeñas sombras a las que nadie pudiera ver demasiado, so pena de llamar la atención en exceso y atraer las miradas de los envidiosos y de los fanáticos, pues ambos tipos de personas eran muy perniciosos para la subsistencia del que no podía utilizar la violencia al encontrarse en inferioridad. De niño, el aspirante preguntó a su padre el motivo de tanto odio y de tantas muertes. El padre, con lágrimas en los ojos, le dijo que si la generación era pecadora los justos son los primeros en ser castigados, sobre todo porque si permanecieran con los pecadores acabarían siendo corrompidos. Aquella era la respuesta del Zohar, la respuesta del Esplendor. Pero la realidad resultaba mucho más extraña y peligrosa. Los hombres no eran capaces de comprender que el amor era el único mensaje, el mensaje esencial para mantener la existencia de una forma digna. El ser humano, tan manchado de sangre que ya no podía parar, era un asesino de asesinos, un mortal depredador de sus hermanos. Tan lejos estaba el hombre de la bondad que apenas comprendía que algunos seres, excepcionales, 10 magníficos, se entregaran en el amor a los demás, ayudando a los desvalidos, comprendiendo y empujando hacia la vida a los abandonados, llegando a entregar su vida a los que tenían la muerte en la mirada. En la mano de los hombres sólo cabía la espada, una espada tremendamente afilada, si bien había acabado desgastada de tanto uso. El hombre siempre estaba dispuesto a desenvainar el arma y demostrar a los demás su valía, su valor, su poder, aunque para ello tuviera que arrancar la vida del cuerpo de su hermano, de su padre. Nada se escapaba del odio, del desprecio hacia la única verdad. Pocos sitios eran seguros para personas como ellos, siempre mirando a los dos lados del camino para ver si alguien se acercaba, siempre intentando pasar desapercibidos, aunque sus vestimentas eran el menor de sus estigmas y el mayor de sus orgullos. Siempre luchando por permanecer vivos, en esos instantes de su historia comenzaba a oscurecerse su destino, encontrándose cerca de aquello que tanto temían, la huida, la expulsión, el destierro. Algunos habían llegado a pensar en la proximidad del Apocalipsis, pues parecía como si se cumpliera la profecía de Isaías9, según la cual “cesó la alegría de los panderos, y se acabó el estrepitoso regocijo y el alegre sonar del arpa. Ya no beben el vino entre cantares, y las bebidas son amargas al que las bebe”. Hacía mucho tiempo que la alegría era esquiva para los sefardíes, que, no obstante, mantenían la sonrisa en el semblante, y la esperanza en el corazón, porque esperaban, como lo habían hecho sus abuelos, que su historia cambiara de forma radical, pues ellos siempre habían luchado y habían sobrevivido. Si algo habían aprendido en sus largos años de exilio de Israel era a esperar, a tener paciencia, a no pre9 Isaías 24,8-9. 11 cipitarse en sus decisiones. El camino del judío era la templanza, el contemplar la situación y aprovechar los buenos momentos de cosecha para recolectar lo que, en las largas temporadas de escasez, sería su sustento, su salvación, cuan hormigas laboriosamente preparadas para la subsistencia en momentos de crisis. No obstante, el miedo siempre se hallaba presente dentro del corazón de aquellos hombres, mujeres y niños. Era el temor a no sobrevivir en esa ocasión, a no estar a la altura de unas circunstancias como aquellas, tan difíciles de asumir, de comprender. Entre dos bandos enfrentados, ellos eran instrumentos escogidos de dominación y de rencor, y nada podían hacer al respecto. Los cristianos, acumulando poder, eran un peligro constante, pero su pueblo siempre había vivido en peligro, su pueblo siempre había sido perseguido, roto, perturbado por la violencia de los otros, de los extraños. Nunca había conocido una patria verdadera, sólo insólitos remedos de hogar, porque los que practicaban su religión no eran señores en ningún lugar. Siempre los judíos habían sido condenados sin permitir que se defendieran. El Talmud fue juzgado por herejía y blasfemia en París en el año cristiano de 1240, durante el reinado del rey Luis, el Santo. Dicho juicio terminó con la condena y la quema de veinticuatro carretadas de obras talmúdicas. Aquel episodio demostraba la imposibilidad de convivencia entre los amos cristianos y los siervos judíos, pues los cristianos siempre estaban buscando un chivo expiatorio al que cargar con todos los males, y los judíos, junto con los gitanos y otras minorías, eran los candidatos más idóneos para tan rastrero fin. Mucho antes, en el año cristiano de 1096, en mayo, muchos peregrinos armados que intentaban llegar a Tierra Santa se ensañaron con las comunidades hebreas en Europa. Así se causaron tremendos estragos, especialmente en Lorena, pues se consideraba que aquella era la mejor forma de comenzar la Cruzada, siendo ese el 12 fin que se merecían los enemigos de la fe cristiana, sin distinción. La matanza de hebreos fue, primero, obra de ciudadanos de Colonia que, al toparse con un grupo de judíos, hirieron de muerte a muchos de ellos. Luego fueron a sus casas y sinagogas, repartiéndose el botín, saqueando y matando. Teniendo en cuenta la crueldad de aquellos hombres, algunos hebreos aprovecharon la noche para escapar en barca a Neuss, pero fueron encontrados y masacrados. Luego los cruzados se dirigieron a Maguncia. Los hebreos, viendo que los cristianos no perdonaban ni la vida de los niños, y no tenían piedad de nadie, empezaron a matarse entre ellos, llegando las mismas madres a cortar el cuello a sus hijos lactantes o a ahogarlos, prefiriendo matarlos con sus propias manos que dejar que lo hicieran los incircuncisos, pues eso supondría una profanación de sus cadáveres, algo que podría impedir que acabaran en el reino de los Cielos. En Tréveris, si bien muchos se bautizaron, para evitar la muerte, algunos judíos tomaron a sus hijos y les hundieron un cuchillo en el vientre diciendo que debían enviarlos al seno de Abraham para que no se convirtieran en una pelota en manos de los cristianos; mientras, las mujeres se cargaron las mangas y corpiños de piedras y se echaron al río desde un puente, buscando su propia muerte. Ulteriormente, en otro momento de su historia, algo similar ocurrió en York, donde los judíos fueron sitiados en un palacio hasta que no tuvieron provisiones y acabaron con sus vidas después de que el rabino reconociera que debían perder la vida por defender su religión. El 17 de marzo de 1190 el rabino y la mayoría de los miembros de la comunidad se inmolaron. Los padres mataron a sus hijos y a sus mujeres. A la mañana siguiente el silencio fue lo único que encontraron los sitiadores. 13 Era el eterno reto del judío, del pueblo de Dios, que llenaba el mundo con su conocimiento y con su miedo, con sus caminos de infinita sabiduría, pero también con creencias llenas de rencor hacia todo aquello que pudiera resultar nuevo para la mentalidad del que vigilaba el cumplimiento de las enseñanzas, algo muy similar a lo que sucedía con el hombre que servía al supuesto Dios llamado Jesús. Incluso Ibn Ezra10 ya había dicho: “De los cielos ha caído la desgracia sobre Sefarad mis ojos, mis ojos derraman agua. Mis ojos lloran, como las fuentes por la ciudad de Lucena, donde vivió solitaria la inocente comunidad exiliada, sin ningún cambio durante mil setenta años. Pero su día le llegó, su gente huyó y viuda se quedó, sin Ley, sin Escrituras, ocultada la Misná, abandonado el Talmud, toda su gloria perdida. Criminales insaciables van de un lado a otro, la casa de oración y alabanza se ha convertido en mezquita. Por eso lloro y golpeo mis manos, mi boca llena de lamentos. No puedo quedarme en silencio y digo: ¡que mi cabeza se convierta en agua! 10 Abraham ben Meir ib Ezra, nacido en Tudela en 1089, uno de los intelectuales judíos más importantes. Incluso Maimónides escribió sobre él a su hijo: “Hijo mío, sé fiel a mí. Te animo a que leas y ocupes tu inteligencia solamente en los comentarios y escritos de Abraham ibn Ezra, porque son muy buenos y útiles para todo aquel que los lee con claro raciocinio, lúcido entendimiento y fina reflexión. No son como otros escritos, pues él es espiritualmente como Abraham, nuestro padre, que la luz esté con él. Todo lo que leas de sus palabras y las alusiones que hay en ellas, medítalo con buen razonamiento y piénsalo en profundidad con inteligencia aguda y análisis lógico”. 14 Me afeitaré la cabeza y gritaré amargamente por la comunidad de Sevilla, por sus nobles asesinados y sus hijos esclavizados, por sus refinadas hijas, convertidas a otra religión. Córdoba está abandonada, su desolación es como un inmenso mar. Allí sabios y hombres ilustres perecieron de hambre y sed. Ni un judío, ni uno, ha quedado en Jaén ni en Almería. Ni rastro queda en Mallorca ni en Málaga. Los judíos que escaparon fueron cruelmente golpeados. Por eso me lamento amargamente y aprenderé a entonar una elegía. De tanto dolor mis gemidos fluyen como el agua”. La Iglesia de los cristianos había multiplicado los decretos destinados a aislar a los judíos en la sociedad que dominaban, pues podían ser el origen de la muerte de la fe de la cristiandad. Así, la mayoría de los países cristianos habían regulado la relación con los judíos, que tenían vedado tener criados bautizados o servir de médicos a los cristianos, aunque dicho principio podía ser vulnerado ante la necesidad del poderoso. Además, prácticamente no podían comerciar con los productos de primera necesidad. Sólo se permitía que asumieran aquellos papeles que no encajaban en la obra de Dios tal como había sido reconstruida por los perversos mandatarios de una Iglesia cristiana, cruel y egoísta, que buscaba el dinero por encima de cualquier otra cosa, incluso por encima de la propia salvación del alma, pues para ellos el alma era una simple mercancía más que se podía comprar, vender o arrendar. Como cada persona cumplía un papel en la obra de Dios, parecía que los judíos debían cumplir el papel de víctima. En realidad, numerosos grupos e individuos habían sido excluidos, perseguidos y humillados, y vivían al borde del abismo, odiados y mantenidos en un esquema de insoportable crueldad. 15 Sí los mendigos, los extremadamente pobres, esto es, muchos de los siervos, los físicamente inválidos, los que padecían enfermedades contagiosas e incurables como la lepra, los esclavos, las prostitutas, los vagabundos o los criminales eran los marginados sociales y económicos, los judíos eran el centro de atención de los cristianos, dado que disponían de demasiado dinero para el gusto de unos hombres que querían el enriquecimiento sobre los demás. Los judíos eran apartados de los cristianos y marcados con representaciones generalizadoras peyorativas que se convirtieron en un uso común de los cristianos en todo el mundo. Se consideraba que los judíos tenían un olor concreto que les diferenciaba del resto de los mortales11, que eran avaros, promiscuos sexualmente, nigromantes, sodomitas, asesinos rituales de niños y, lo peor, los asesinos de Cristo; no habiendo querido conocer su mensaje, lo que demostraba, a todas luces, su ceguera espiritual. Mientras, los judíos, refiriéndose a los cristianos, considerándoles impíos, utilizaban las Sagradas Escrituras: Pero vosotros, ¡Venga gozo y alegría, a matar vacas y degollar ovejas, a comer carne y beber vino!12, o ¡Ay de quienes madrugan en busca de licores y de quienes trasnochan hasta que el vino les enciende!13. Era una guerra de conciencias, una guerra en la que los judíos no sabían que iban a perder, pues no eran conscientes del problema que suponía luchar contra el que poseía el poder, contra el más grande. 11 Tal vez por la utilización del aceite de oliva para cocinar. 12 Proverbios 11,22. 13 Isaías 22,13. 16 Lógicamente, es estúpido luchar contra el que podría matarnos sin que nosotros pudiéramos hacer nada, pero ellos tenían una extraña sensación de seguridad, un pensamiento infinitamente equivocado de impunidad mística, de impunidad religiosa, que les llevaba a arriesgar, a veces, más de la cuenta. El aspirante se llamaba Yehudá ibn Saprut, y era un enamorado de la vida, de la belleza y de la justicia, por encima de cualquier diferencia entre los hombres. Incluso consideraba a las mujeres como seres merecedores de igual consideración. En su hogar las enseñanzas eran comunes a ambos sexos, y la vida era considerada como un regalo que todo el mundo debía respetar. Aunque ni siquiera se lo planteaba, en su pensamiento la igualdad de todos los hombres, sin diferencia de religión, sexo o condición, era un hecho innegable, algo que se mantenía porque su sentido de la justicia estaba tan acusado que apenas podía aceptar que una simple diferencia de condición mereciera un trato tan diferente como el que se estaba produciendo en su sociedad. No concebía el odio, no concebía el ansia de sangre de muchos de los hombres que convivían en su ciudad, y en otras ciudades, musulmanas o cristianas. El respeto era una idea que siempre tenía presente. No quería, no podía pensar en el resto de los seres humanos como en enemigos, pues estimaba que todos teníamos en nuestras manos una parte del significado último de la vida, y no se podía renunciar a alcanzar esta comprensión por una simple disensión temporal. Su infancia se había desarrollado de una forma semejante a la de cualquier niño perteneciente a una familia adinerada y culta de al-Andalus. Recibió una educación completa, como sus antecesores, basada en el conocimiento religioso, jurídico y literario. 17 De pensamiento abierto, su familia le había enseñado que el conocimiento no era una forma de poder, una posibilidad de exclusión, sino un instrumento de integración, un mecanismo que permitía ayudar a los más necesitados sin que ello supusiera rebajar la dignidad del que poseía el saber. Los orígenes de su familia se remontaban a Hasdai ibn Saprut, médico en la corte del califa de Córdoba, cuando Córdoba era una floreciente ciudad musulmana de al-Andalus; cuando Córdoba era el símbolo máximo del refinamiento y de la plena integración del hombre en su entorno. Cuentan que Sancho I, rey de León, a quien apodaban el craso, debido a su sobrepeso, sufría un grave problema que le impedía, incluso, montar a caballo, algo esencial para un rey de aquella época. Por esta circunstancia los nobles se burlaban de él y prepararon una conspiración para derrocarle. Al final le derrocaron y echaron en el año cristiano 958, poniendo en su lugar a Ordoño IV. Sancho huyó a Pamplona, donde vivía su abuela la reina Toda de Navarra. Como no podían hacer otra cosa recurrieron a la ayuda militar del califa de Córdoba. Ahora bien, para solventar todos sus problemas también necesitaban el auxilio del médico ascendiente de Yehudá. El califa, que era una persona bastante prepotente había accedido a conceder la ayuda militar y prestar al insigne médico al rey destronado con una condición, que el rey de León y la reina de Navarra viajaran hasta su palacio en Córdoba y se arrodillaran ante él suplicando su ayuda. Cuando los dos reyes se personaron ante el califa y se arrodillaron ante él se permitió a Hasdai ibn Saprut actuar. Éste, por medio de unos brebajes a partir de hierbas medicinales y el ejercicio físico curó de su sobrepeso al rey leonés. Hasdai ibn Saprut ocupó altos cargos en la corte califal de Abderramán III, y, además, colaboró en la traducción del griego al árabe de la Materia médica de 18 Dioscórides, algo que proporcionó no pocos conocimientos y fama a la familia. Gracias a su labor se identificaron numerosos nombres de plantas útiles en medicina desconocidos hasta entonces. Fueron momentos felices aquellos días en los que la familia ibn Saprut era respetada y considerada en toda la península ibérica, pues su nombre llegó a todos los puntos conocidos de la misma. Era un sueño hecho realidad, porque el reconocimiento conllevó la riqueza y la tranquilidad, algo nada despreciable para una familia de sefardíes que vivía en un entorno de musulmanes. Luego vivieron momentos difíciles, porque su destino era existir con el miedo dominando todos los momentos de su existencia. No obstante, eran plenamente conscientes del poder que suponía el conocimiento, de la fuerza que suponía saber llegar a lugares donde el resto de los mortales jamás habían llegado, y a los que nunca llegarían fácilmente. Eran unos privilegiados en un lugar donde el privilegio suponía la diferencia entra la vida y la muerte. En su familia prácticamente todos los hombres habían sido médicos, en una enseñanza constante de padre a hijo. En el ambiente ciudadano muchos médicos eran judíos. Al menos ellos seguían las enseñanzas de sus preceptores y aprendían en las aulas. Esa profesión había sido un seguro de vida para toda la familia, que se convertiría, de este modo, en protegidos de la autoridad, dada la función que cumplían. En el ámbito rural la medicina era ejercida sobre todo por aficionados a los que se les atribuía una competencia tradicional y ciertas dotes particulares. Así el mundo de la medicina se llenaba de viejecillas y curanderos, conocedores de las virtudes de ciertas plantas, y de comadronas que habían adquirido experiencia desempeñando su oficio. Personas sin escrúpulos difundían creencias erróneas. Seres perversamente ignorantes convencían de sus conocimientos a la pobre gente que, desesperada, aceptaba cualquier remedio para salvar la 19 vida o la salud. Se había alcanzado tal degradación que la medicina era una profesión que debía luchar contra la enfermedad y contra el enfermo a la vez, pues éste prefería creer a los que consideraba personas más cercanas a él que al médico, que se encontraba rodeado de un halo de misterio que la gente temía. Obviamente, eso no era muy seguro para los pacientes, que acababan, en el mejor de los casos, engañados y curados por su propia fortaleza; o, en el peor de los supuestos, muertos como consecuencias de prácticas terriblemente brutales e innecesarias. No se sabía prácticamente nada de la mayoría de las enfermedades, verdaderos misterios que se encerraban más allá del mundo de la realidad para convertirse en castigos de una divinidad emocionada por poder controlar a los hombres a través de sus débiles cuerpos. Al final el lado místico de la enfermedad se encontraba tan marcado en la Medicina misma que nadie podía intentar separar Ciencia de Religión. El hombre era un simple muñeco en manos de una divinidad sin apenas conciencia de la piedad, porque sus mensajeros en la tierra no eran capaces de transmitir el menor respeto hacia la vida, lo que convertía al hombre en un ser tremendamente vulnerable, un ser que no importaba en absoluto en la creación. La pequeña evolución de conocimientos que habían supuesto los años de la sabiduría clásica se habían perdido hacía tanto tiempo que el mito y la realidad confundían el pensamiento racional, haciendo que creencias populares se tomaran como mandatos médicos, y mandatos médicos objetivos fueran desechados por el pensamiento lineal de hombres que no eran capaces de entender la naturaleza humana. Dios, siempre Dios, participaba en todas las facetas de la vida, incluso en la enfermedad, incluso en la curación, haciendo que el padecimiento fuera consecuencia misma del pecado que el enfermo había cometido, por lo que la no curación no era consecuencia de 20 la enfermedad o de la impericia del médico, sino del propio Dios, que no consentía la sanación en castigo por todos los pecados cometidos. La muerte era un lugar común en aquellos días. Morían dos niños de cada tres nacimientos, y los adultos acababan destrozados por la ingente tarea de sobrevivir en un ambiente absolutamente hostil. Apenas cabía la esperanza para una gran mayoría de hombres que sólo vivían como bestias, trabajando, comiendo, concibiendo y muriendo, en una huida a un futuro sin futuro que les entregaba a la amorosa Muerte. Era un ciclo constante, un camino imperecedero, imposible. Todo dirigía a la humanidad a la Muerte, a la hermosa Señora que a todos igualaba en su fuerza y en su poder, un poder absoluto, el único poder que los hombres respetaban más allá de cualquier creencia más o menos enraizada. Por todo ello la muerte se había convertido en una obsesión para todos, pero especialmente para los cristianos, que no paraban de reflejar su presencia en todos los eventos en los que pudieran juntarse más de tres personas. En iglesias, en conventos, en monasterios, en las propias casas, cuadros e imágenes varias demostraban al hombre la futilidad de su intento de mantener la vida. Al final todo se circunscribía a eso, el hombre debía creer porque no podía soportar que su vida no tuviera ningún sentido, que su existencia fuera un raro accidente sin finalidad ninguna. La esperanza en una vida después de la vida era, pues, el único sustento de todos los que pululaban por el infierno de la Tierra. La familia del aspirante acabó huyendo al reino nazarí de Granada, pues el mal de los cristianos se acercaba, y los poderes de Córdoba empezaron a descuidar a sus súbditos de otras religiones menos importantes. Sin embargo, aquella huida fue muy buena para ellos, dado que Granada fue una maravillosa ciudad a la que la familia había aprendido a amar. El Señor de Granada residía en bellísimos alcázares. Los lunes y los viernes por la mañana celebraba 21 audiencia para la gente, asistido por su familia y por otros personajes, en la Sala de Justicia, situada en la Sabïka. La sesión siempre comenzaba dando lectura a un diezmo del Alcorán14, y algunos hadices referentes al Profeta; posteriormente el Ministro que asistía al Señor tomaba las instancias que le presentaba la gente y las leía a aquél. Al final el Señor siempre acaba decidiendo lo más justo, o al menos eso era lo que creía la gente que acudía a aquellos lugares para conseguir algo de justicia. Las calles principales estaban empedradas y nacían en las puertas de la muralla. Las calles no tenían dirección fija, y de trecho en trecho eran más anchas o más estrechas, en función de cómo se habían construido las casas. De vez en cuando las calles se ensanchaban creando plazas naturales donde se comerciaba. Aunque tenían un lugar propio donde vivir, algunos hermanos convivían con los musulmanes, lo que causaba mil disgustos a los pobres desgraciados, porque excitaba con mayor frecuencia los lances desagradables, en los cuales, si no tenía razón el judío, el moro se tomaba la justicia por su mano, y si la tenía, debía callar, porque si acudía al juez éste se inclinaba siempre a favor del musulmán. Con el tiempo, esta desigualdad estaba comenzando a ser concienzuda y peligrosa. Si un muchacho musulmán insultaba o maltrataba a un judío cualquiera, sin tener en cuenta la edad o la condición de ese judío, el sefardí no tenía derecho a quejarse y mucho menos a defenderse. Así, los muchachos musulmanes se divertían maltratando a los judíos, que no tenían permitida defensa alguna. En ningún momento se pretendía llegar a la justicia, sólo se quería que las otras creencias fueran abandonadas, porque ese era el principio fundamental de toda religión, convertirse en la única religión, en la religión que 14 El Corán. 22 domina al resto, y eso se consigue mancillando al hombre, convirtiéndole en un muñeco que, a base de sufrimiento, ultrajes y humillaciones, dejaba de lado su verdadero yo para huir hacia delante, siempre hacia delante, buscando la salvación del cuerpo. Hasta su padre, un eminente médico que contaba con la protección de los Señores de Granada, había sufrido la persecución de jóvenes musulmanes incontrolados, que deseaban demostrar que Alá era el más grande, y que todo aquél que no se plegaba ante la voluntad de Alá, y de su Profeta, era peor que los animales que se devoraban entre ellos. Ciertamente, los jóvenes fueron amonestados, pero eso sólo sirvió para que un pobre sefardí, sin instrucción, campesino, uno de los pocos campesinos sefardíes que había, y su familia, acabaran perdiéndolo todo en un incendio que demostró, a las claras, quien mandaba en Granada. La masa controlaba el mundo, y los imanes controlaban a la masa. No importaba lo que pudiera pensar o decir la clase dirigente, lo importante era lo que en las mezquitas se comentaba. Así, se extendía como la pólvora el odio a todo lo diferente, y lo diferente, fuera de los poderosos cristianos que se acercaban cada vez más, eran los pocos y patéticos judíos sefardíes que permanecían incansables en aquel mundo musulmán. La humillación era moneda común para los judíos, por eso debían pensar en salir prontamente de la ciudad, porque el mundo que les rodeaba estaba convirtiéndose en un peligro para cualquiera que no creyera en el Dios del Señor de la zona, algo que, con menos fuerza, comenzaba a suceder en toda la península. Su abuelo siempre decía, yes mamón, yes 15 kabod . De pequeño le contaban el cuento del Castigo de Haim Pinto, que cuenta un milagro del rabino de ese 15 Hay dinero, hay honor. 23 nombre para hacer escarmentar a un funcionario musulmán que le había faltado al respeto. No obstante, la realidad nunca se parecía a los hermosos cuentos de sus padres o sus abuelos, pues el aspirante acabó comprendiendo que la vida era un cúmulo innegable de disgustos para los sefardíes. El aspirante adoraba los cuentos. Su familia se había especializado en mostrar una realidad diferente a través de la ilusión, y su abuelo era especialmente pródigo en ese tipo de relatos, que agradaban a grandes y pequeños. La voz grave de su abuelo daba verosimilitud a lo que contaba, convirtiendo todo un mundo de imaginación en un mundo paralelo, absolutamente real. Los cuentos de Yohá eran especialmente agradables para los niños, que se divertían con aquel hombre bobo y pícaro que acababa por desarmar a sus atónitos adversarios a pesar de su simplicidad y de su capacidad para ser engañado. La magia estaba siempre presente en los relatos de su familia, una magia blanca, sin mácula, perfectamente preparada para que el hombre de bien no cayera en manos del maligno, pero que pudiera utilizarla en bien de Dios, el único. Por ello la infancia del aspirante fue siempre un reducto de paz y de amor, un lugar donde acudir siempre que uno tenía problemas graves. De pequeño siempre iba a la escuela cantando una pequeña canción que había aprendido de su abuelo: La Torá, la Tora, mi fijico a la habrá16 con el pan y el quezo y el livrico al pecho. El aspirante era un buen estudiante, aunque no gustaba de ser sometido a las constantes preguntas sobre religión, pues sus intereses eran otros, mucho más importantes a sus ojos, porque siempre había querido ser 16 Especie de escuela para niños pequeños. 24 como su padre o como su abuelo, ya que llevaba la Medicina en la sangre. Un día su abuelo le mostró un maravilloso libro donde aparecía el mundo y todo el universo. Se quedó maravillado, todo estaba en un estado de perfección de tal magnitud que no podía dar crédito a lo que veía. Con la Tierra en el centro, las esferas celestes suponían un armonioso baile donde todos y todo podía ser posible. Su abuelo le contó que las esferas de Júpiter y Saturno estaban habitadas por las jerarquías de ángeles, y que le centro del Universo era la Tierra, formada por los tres continentes, Asia, África y Europa, divididos por el mar Mediterráneo, el Danubio, el mar Negro y el Nilo. No obstante, su abuelo le planteó una cuestión que le dejó dudando todo el día, puesto que el padre de su padre consideraba que era evidente que la tierra no podía tener forma plana, como se planteaba en el dibujo, pues el día y la noche no comenzaban al mismo tiempo en todos los lugares del mundo, no pudiendo ser cóncava porque el sol debería salir antes por el Oeste que por el Este, por todo ello él estimaba que la Tierra tenía forma esférica. El abuelo del aspirante era un gran estudioso de la Astronomía, y se consideraba seguidor de Sacrobosco17, autor de un manual que comenta el sistema de Ptolomeo y aportaba pruebas de la forma esférica de la Tierra y de las órbitas planetarias. La vida en la ciudad de Granada transcurría con una inquietante e inestable tranquilidad. Era como si el mundo se hubiera detenido por unos segundos para dejar que el aspirante pudiera tomar un poco de resuello antes 17 Que parece ser esconde a un monje inglés llamado John of Olywood. 25 de enfrentarse a un camino diferente, a un camino que le llevaría a lugares insospechados. Por la tarde una gran muchedumbre acudía a las plazas para oír las pujas anunciadas en voz alta por los agentes de almoneda, apiñándose en torno a los feriantes que se colocaban bajo un parasol. Los agricultores, las gentes del campo, acudían con prontitud a los mercados, donde eran engatusados por faranduleros, funámbulos y equilibristas que les mostraban un mundo diferente al duro trabajo al que estaban acostumbrados. Otras personas, menos honradas, eran los vendedores de amuletos, que utilizaban cabezas de aves para engañar a sus clientes, pobres gentes que pretendían cambiar su triste suerte. Astrólogos18 y echadores de buenaventura19 se instalaban en tiendas y recibían constantemente a los pobres crédulos que intentaban descubrir su futuro, y las posibles salidas que tenían de su triste situación. Algunos trazaban líneas sobre la arena, otros esparcían piedras pequeñas sobre el suelo, algunos utilizaban bolas de cristal que se suponían servían para ver el futuro. Especial mención debían tener, en este punto, los que leían las líneas de las manos. La tradición judía daba gran predicamento a la estructura de las líneas de las manos, sobre todo de la mano derecha, por lo que muchas gentes simples se dejaban embaucar por hombres que, cono simples conocimientos de la lectura de manos, se dedicaban a vivir de su supuesto poder. Bufones soeces y borrachos contaban sandeces al público, que disfrutaba con aquellos burdos comentarios. Existía una concepción muy lúdica de la existencia, algo que no gustaba a los líderes religiosos musulmanes, que pretendían convertir la ciudad en una especie de mezquita amurallada que sólo se permitiera el lujo de 18 Munaÿÿim. 19 Häsïb. 26 rezar y creer en Alá, donde la diversión se convirtiera en un pecado fruto de la mano del maligno. Los qäss20, de desbordante imaginación y fino ingenio, narraban historias donde el Profeta siempre aparecía, pues era una forma de acercar Alá a los hombres, algo que todos los líderes religiosos pretendían, al existir una especie de alejamiento del pueblo respecto de la religión que resultaba pernicioso para aquellos líderes. También disfrutaba la gente de las ejecuciones y de la exposición de los cadáveres ajusticiados en la horca. En todos los espectáculos fulleros profesionales intentaban ganar algo de dinero engañando a los transeúntes. Además, ladrones de hábiles manos cambiaban el dinero de los bolsillos ajenos para introducirlo en los propios. Comenzaban a proliferar hombres supuestamente santos del Islam, que se dedicaban a recibir dinero de todos los que pasaban junto a ellos. En Granada había un santo que era, o parecía, un imbécil, anunciando su presencia con un graznido semejante a un ánade. Vestido siempre de forma andrajosa y asquerosa, sus modales dejaban, también, mucho que desear. Asustaba a los niños, sobre todo si estos eran sefardíes, pues gozaba especialmente torturando a los de otras religiones, que, según su opinión, se merecían el sufrimiento que les infligía por negar la realidad del Profeta Mahoma. Ese hombre tenía la capacidad de devolver los alimentos ya ingeridos a voluntad, lo que convertía su paso por las calles en un desastroso evento. En la ciudad, la calle respondía a dos tipos fundamentales de funciones, según su ubicación, la Medina, y los barrios dedicados a la vivienda. La Medina constituía la parte destinada a todo tipo de actividades, administrativas, mercantiles o industriales; en Granada era un espacio dedicado a la comunicación, abierto a todo y a 20 Una especie de trovadores o cuentistas callejeros. 27 todos, lo que proporcionaba un caldo de cultivo delicado para la convivencia entre religiones. En cambio, las calles dedicadas a la vivienda, a moradas de personas que trabajaban fuertemente para subsistir, estaban concebidas únicamente para la circulación y no para la detención, por lo que eran estrechas y sinuosas, como una invitación al caminante a no demorarse e importunar a los habitantes de las casas. Era una forma de ciudad intimista, la apreciada intimidad en un mundo donde lo privado era importante hasta el punto de necesitar especial cuidado por parte de todos los que compartían espacios en común. El cristiano, apenas apegado a la privacidad, intentó acabar con la libertad de ser uno mismo del pueblo andalusí, algo que consiguió a base de ensanchar las calles y procurar un mayor espacio a la gente, que podía detenerse en las calles y entrar en el mundo de los hogares ajenos. Progresó el mundo ante las miradas de todos, compartiendo mesa y cama, hombres con mujeres, en un intolerable, al menos ese era el pensamiento del habitante musulmán de Granada, intento de convertir toda la convivencia en una comunidad de lecho, mesa y techo donde hermanos y amigos compartían, incluso, la misma cama con las esposas de los otros, en un aparentemente inocente intento de economizar. Muchas de las calles contaban con alcantarillado y fuentes públicas de agua potable. El agua era un bien de gran valor, que se cuidaba y se mimaba como en ningún sitio se hacía, pues para el musulmán el agua era fuente de la vida corporal y espiritual. Junto a la ciudad de los vivos estaba la ciudad de los muertos, que se encontraba fuera de la propia ciudad, al lado de los caminos que llevaban a las puertas principales de la cerca amurallada. Era un espacio abierto, con un servicio de vigilancia y de mantenimiento. Allí, a la vez que se frecuentaba a los que se habían ido, los hombres y las mujeres encontraban solaz y conversación 28 con otros desafortunados que habían perdido a un familiar, convirtiéndose en un lugar de sano esparcimiento. La fachada de la casa de la familia del aspirante era muy sencilla, con un amplio portón de dos batientes y provisto de una aldaba; y con pocas ventanas, cubiertas de celosías de madera, de manera que desde la calle no podía verse el interior, mientras que los habitantes de la casa podían ver la calle a través de ajimeces. La puerta conducía a un vestíbulo de entrada, seguido por un corto corredor que desembocaba en un patio interior, que era el centro de la vivienda, con una alberca y una fuente. Una escalera conducía al piso superior donde vivía la familia. Disponían de un hermoso jardín donde la familia pasaba las tardes disfrutando del fresco de las fuentes y del aroma del azahar, de la granada y del limón, con sus sabrosos frutos dando color a la vida. El jardín, que daba luz y aire a las habituaciones, encontrando en el mismo abrigo de miradas indiscretas las mujeres de la familia, se encontraba adornado con riyäd21 y marÿ22. Las salas de recibimiento y las habitaciones comunes acogían a toda la familia por la noche, que era cuando se comentaba el día entre todos los miembros, sin distinción de sexo. En dichas habitaciones se colgaban paños de lana fina y de seda para adornarlas, cu- 21 Arriates de flores. 22 Césped. 29 briendo el suelo con alfombras de lana de pelo largo23 y seda24 de vivos colores. En aquellos espacios, las alfombras y los tapices, magistralmente teñidos con productos vegetales, eran reyes en una casa real. Las alfombras suponían el abandono del espacio exterior, de la calle, e interiorizar el mundo en el que estaban viviendo, convirtiendo la casa en el refugio indiscutible de la familia, siempre unida, porque la unión hacía la fuerza, y ellos necesitaban esa fuerza. A lo largo de las paredes de las habitaciones se hallaban colocados largos divanes bajos. La comida se desarrollaba en mesas redondas, también bajas25. Era una casa de regocijo, de amor y de conocimiento, donde se compartía todo, donde todos sentían lo que los demás sufrían. En las grandes fechas, cuando los visitantes acudían a la casa, el padre, patriarca, recibía a los invitados sentado en su estrado, acomodado con cojines rellenos de lana y adornados con borlas. Todo era simbólico, todo suponía un paso más allá en la elegancia y en el reconocimiento del visitante. En el mes de nisán26, entre el 15 y el 22, la familia celebró el Pésah27, en conmemoración de la salida de los 23 Bisät, hanbal. 24 Qatïfa. 25 Tayfür. 26 Entre marzo y abril. 27 La Pascua judía. 30 judíos de Egipto, guiados por Moisés. Las dos primeras noches se comía en familia, celebrando el poder de Dios, el Señor de todas las cosas, que protegió a su pueblo elegido. Para el aspirante aquella fiesta era especial, sentía un espíritu de conmemoración que no alcanzaba a tener en otras fiestas. Quizá fuera la meticulosa realización de actuaciones para preparar el ritual, quizá la sensación de participación que tuvo desde pequeño, al realizar él, durante algunos años, las preguntas del Ma nistaná28. En su casa se comenzaba con una meticulosa limpieza de todo el hogar, incluyendo los utensilios y los vestidos. El objetivo principal de esa limpieza era eliminar cualquier resto de alimentos fermentados o que contuvieran levadura29, dado que, cuando los judíos salieron de Egipto, el pan no tuvo tiempo de fermentar, al salir precipitadamente, y por ello en el Pésah sólo se come pan ácimo y se evita cualquier tipo de alimento fermentado. Después su madre y sus tías escaldaban en agua hirviendo los utensilios de cocina, sacando la vajilla especial de esos días30. Era una tarea ardua, que a muchas familias les suponía un disgusto, pues las mujeres del dueño de la casa, del padre de la familia, se esforzaban por demostrar su pulcritud a los vecinos y familiares que compartían la cena, obligando a los suyos a vivir en condiciones infrahumanas durante los días de la limpieza, y ello conllevaba, incluso, que debieran comer fuera de casa, en la calle. 28 En qué se diferencia. 29 Hamés. 30 La loza de Pésah. 31 En la primera noche toda la familia se reunía en torno a la mesa para cumplir con el ritual. Dejando un sitio en la mesa al profeta Elías31, en una bandeja especial se colocaban los elementos preceptivos de la cena: los tres masot o panes ácimos envueltos en tela blanca; un hueso de cordero32; un huevo cocido; lechuga33; y el haróset34. Junto a esta bandeja se colocaba una jarra de agua salada y vinagre35, para mojar la lechuga. El aspirante odiaba esa parte, ya que no podía soportar el sabor del vinagre, pero su padre le había dicho que ese sacrificio era bien visto a los ojos de Dio, pues el que se esfuerza en superar sus repugnancias para adorar a su Señor acabará viviendo en el Paraíso celestial. Luego se bebían las cuatro copas de vino y se salmodiaba la Hagadá, el relato de la salida de los judíos de Egipto. Hasta que su hermano menor tuvo uso de razón, el aspirante se encargaba, tal como se ha dicho más arriba, de dirigir al cabeza de familia las preguntas del Ma nistaná, algo que hacía sentirse importante al joven. Cuando su hermano acabó por asumir el papel que él tenía en la fiesta, el aspirante desesperó por un tiempo, porque sentía que había sido desplazado de su posición de persona importante en el entorno familiar. Su 31 Eliyahu hanabí. 32 Representación del poder del brazo de Dios. 33 Utilizada como hierva amarga en representación de la esclavitud del pueblo judío en Egipto. 34 Pasta de frutos secos, canela y miel, en representación del barro que los judíos utilizaban para hacer adobes. 35 vesaron. Que representa el mar Rojo que los judíos atra- 32 padre, gran conocedor de su hijo, le explicó que ya no debía hacer las preguntas del Ma nistaná porque él ya era suficientemente mayor para conocer las respuestas, por lo que tenía obligación de instruir a su hermano, no debiendo dejarse guiar por la envidia. Al poco tiempo del Pésah, el padre del padre del aspirante murió. En Granada existía una hermandad llamada hebrá kadisá, cuyos miembros eran los encargados de lavar y amortajar el cadáver de acuerdo con la Ley. Todos los parientes, incluido el aspirante, fueron marcados con la queri´ á, la pequeña desgarradura en la ropa signo de luto. Amigos y familiares lejanos acompañaban a la familia del aspirante manifestando su dolor con gritos, llantos y sollozos. Aquello asustó un poco a los más pequeños, incluso al aspirante, pero tuvo que someter a su voluntad el miedo, intentando ayudar un poco a su padre en esos momentos de dolor, reconfortando a los que nada sabían de aquella extraña actuación para que no acabaran molestando a su progenitor, que apenas podía contener las lágrimas, tanto tiempo retenidas. En el cementerio, el padre del aspirante pronunció el cadís36 con lágrimas en los ojos, porque quería mucho a su padre, que había sido siempre un ejemplo y un mito para él. Durante la primera semana de abelut37, todos los parientes cercanos del difunto se abstuvieron de todo trabajo, comiendo en el suelo. Los amigos de la familia se encargaban en esos días de procurarles todas las provisiones necesarias, aunque proliferaban los huevos duros. 36 Oración fúnebre. 37 Luto. 33 También se ocupaban de visitarles para distraerlos de su dolor. Después, durante treinta días, hicieron vida normal, pero debieron evitar las fiestas y mantuvieron la queri´á en la ropa. El último sábado antes de acabar el mes de luto riguroso volvieron a comer en el suelo, circunscribiendo la ingesta de alimentos a pobre agua y a huevos duros. Pasado el mes de luto su padre siguió diciendo el cadís durante mucho tiempo, porque quería mucho a su padre. También el aspirante sentía mucha pena por la muerte de su abuelo, una persona a la que quería con locura, pues era amable con él, y siempre le tenía en cuenta, no despreciándole por su edad. Además sentía mucha pena por su padre, al que el dolor se le notaba en el rostro deformando su faz, habitualmente jovial y alegre. Cuando hubo transcurrido un año38 desde la muerte de su abuelo todos fueron a su tumba a colocar la lápida, pues aquella había permanecido con una cubierta provisional durante ese tiempo. Como ya sabemos, los judíos y los musulmanes compartían la ciudad, pero no el poder. Cuando en el día anterior moría un musulmán los judíos no podían salir a la calle ese día por respeto a la despedida de sus familiares. El entierro del musulmán era muy excepcional. Los familiares ponían al muerto en unas parihuelas, cubriendo el cuerpo con una mortaja, y lo conducían precipitadamente, sin orden ni concierto, a la puerta de la mezquita a la hora de la oración del medio día. 38 Cortadura del año. 34 Terminada la oración del medio día el Imán anunciaba que había un muerto en la puerta y todos los presentes oraban brevemente por el reposo del alma del fiel creyente. Todos iban corriendo porque el ángel de la muerte estaba esperando para hacer el interrogatorio y determinar donde acabaría el alma del hombre. Finalmente se dirigían al cementerio, donde el cadáver, después de una corta oración, era colocado en la tierra sin ataúd, mirando hacia la Meca, la mano derecha arrimada a la oreja por el mismo lado y como apoyada sobre ella. Después se cubría el cuerpo con tierra y se volvía a casa del difunto. Durante ese tiempo hay un acuerdo tácito entre musulmanes y judíos para no interferir en la procesión y en el entierro, no vaya a ser que el ángel de la muerte piense que el hombre era sefardí y le condene al fuego eterno sin posibilidad de redención. No obstante, los gritos de las mujeres durante los primeros ocho días de luto no dejan lugar a dudas sobre el evento acontecido, lo que supone una perturbación del a tensa paz entre ambos pueblos, que se acercan de forma inexorable a la ruptura absoluta de relaciones, a lo que no está contribuyendo la actitud de Yehudá. Ese primer día del resto de su vida, el 1 de enero del año 1300, tal como hemos dicho al principio, Yehudá había comido un plato de pichones de paloma. Su madre había tomado un pichón gordo, y después de limpiarlo cuidadosamente, lo puso en la olla añadiéndole un poco de sal, pimienta, cilantro seco y aceite; lo hirvió un poco y luego vertió sobre él agua hasta cubrirlo, posteriormente le echó un cuarto de libra de azúcar y dejó que se completara su cocción, hasta que estuvo hecho; después lo rebozó con cuatro huevos batidos con azafrán y clavo; le estrelló con yema de huevo y lo dejó en el rescoldo un 35 rato; finalmente lo vertió y lo espolvoreó con azúcar, espliego y clavo y lo sirvió. Aunque los alimentos que se servían en aquella época estaban muy condimentados, con sal, pimienta, ajo, vinagre, orégano, perejil, mostaza, canela azafrán clavo o jengibre, nadie era capaz de cocinar como su madre. Su madre era una mujer poderosa, fuerte, grande, capaz de cargar el mundo sobre sus espaldas, era el centro de la familia, el eje sobre el que se podía sustentar el universo entero. Todos los habitantes de su hogar adoraban a su madre. Hacía muy poco tiempo que había celebrado su bar misvá39. Que felices eran en aquel momento, despreocupados de los problemas que asolaban la tierra de sus antepasados, inmersos en el reconocimiento de la profesión de su padre. A partir de ese momento Yehudá pudo participar activamente en los actos religiosos como cualquier otro adulto, pudiendo formar parte del miniám40. Para Yehudá aquella ceremonia fue verdaderamente importante, pues a partir de ese instante se convertía en un alumno de pleno de su padre y de sus maestros para aprender, algo que ansiaba verdaderamente, que necesitaba como el aire o el agua, como los alimentos que ingería a desgana. Fue el momento de obtener sus primeros tefellim41. La emoción embargó a la familia, 39 Hijo del precepto, ceremonia de la mayoría de edad judía que los varones celebran a los trece años. 40 Grupo de diez hombres que constituye el mínimo imprescindible para realizar el culto público. 41 Pequeños estuches de cuero que contienen unos pergaminos plegados en los que están escritos diversos pasajes del Éxodo y del Deuteronomio y que se atan mediante correas a la frente y al brazo izquierdo durante la oración de la mañana, simbolizando como el judío ha de tener siempre presente la Ley de Dios, tanto en su pensamiento como en sus obras. 36 pues un nuevo médico se perfilaba en el hori-zonte. La vocación de Yehudá, nunca discutida, era el júbilo de su padre, el orgullo de su madre, y la garantía de vida en aquella ciudad que tanto amaban. Su padre le contaba que Dios creó al hombre con el propósito que no cambiara jamás, que no se sometiera a ninguna vicisitud, que fuera de humor constante y que no variara jamás gracias a su fe, por ello fue colocado al lado del Árbol de la Vida. En esos instantes el hombre era feliz, y arrastraba su felicidad por el mundo regalando, a cada instante, un poco de cariño. Pero el hombre no estaba hecho para la felicidad. Adán y su mujer fueron débiles y comieron la fruta del Árbol del Bien y del Mal, con lo que condenaron a toda la humanidad al sufrimiento, un sufrimiento que el médico debía paliar en la medida de lo posible, con los tristes medio que le proporcionaba el propio Dios, bendito sea. El joven aspirante, que no podía creer lo que estaba oyendo, comentó que no entendía por qué se condenaba a toda la humanidad, a toda la tierra, por el pecado de un solo hombre. Su padre sonrió, era un pensamiento recurrente en su familia, y le explicó que cuando Adán se levantó todas las criaturas le temieron y le imitaron, por ese motivo los actos de Adán provocaron la muerte en todo el mundo. En el fondo el mensaje era claro, todo lo que el hombre hace o debe hacer tiene que ser medido meticulosamente, comprendido y enviado al lugar que corresponde, porque el hombre no es más que un enorme pecador que condena a todo lo que se mezcla con él al abismo del infierno. La pasión, los bajos instintos, incluso la propia bondad, puede esconder en el hombre el camino de la perdición, por eso debía comprender Yehudá que el mundo era demasiado grande como para ser controlado adecuadamente. 37 Poco después de su bar misvá, los padres de Yehudá celebraron el compromiso de su hijo con la hija de un poderoso mercader sefardí que se asentaba en Toledo, la ciudad donde acabaría sus días la familia, dado el cariz que estaban tomando los acontecimientos. Era una boda muy buena para el joven, y suponía el lanzamiento de la familia fuera del la órbita musulmana. Todo el mundo pretendía escapar de la ciudad, pues la convivencia se estaba convirtiendo en algo demasiado complicado como para poder controlarlo. Las autoridades no eran capaces de parar a los creyentes que veían como una obligación destruir al sefardí en una muestra de amor a Alá. Por eso un compromiso con una familia de una ciudad como Toledo era muy importante en esos momentos. Los esponsales se celebraron con la solemnidad que requerían. La ceremonia se celebró en casa de la novia, como era de rigor en estos casos. Ese día se firmó el documento donde se contenía las condiciones del casamiento, para después jurar los dos jóvenes delante del haham42 las condiciones del casamiento. Era un verdadero acontecimiento que dos familias como aquellas se unieran convirtiéndose en los centros de atención de ambas comunidades, separadas por el miedo. Sobre todo la comunidad de Granada era un escaso grupo heterogéneo de judíos irremplazables para el gobierno y el mantenimiento del poder de los musulmanes, por lo que vivían en precario. 42 Rabino. Rabí viene del término rab, que significa señor o maestro, por lo que rabbi significa mi señor o mi maestro. 38 Obviamente, el amor no era necesario en aquellas circunstancias, ni siquiera se pretendía que los jóvenes se conocieran, para eso estaba el matrimonio y la sumisión de la esposa hacia su esposo, un común denominador de todas las religiones que pugnaban por sobrevivir en la península. Aquello suponía una celebración social, en un mundo en el que las celebraciones eran esenciales para mantener unida a la comunidad. Yehudá regaló una hermosa joya labrada en Córdoba a su futura esposa, una joven hermosa, pero absolutamente carente de interés para el aspirante. Para sus contemporáneos la mujer era un vientre. La mujer se casaba muy joven con un hombre que se acercaba a los treinta. La mujer, víctima de una gran fecundidad tiene que pasar la mitad de su vida embarazada. La mujer, cualquier mujer, sometida a sus deberes como esposa, a la fidelidad al marino y a la autoridad de éste, encontraba sólo compensaciones limitadas en el amor a sus hijos. Su padre, conocedor de la mente humana mejor que nadie, y la de su hijo sobre todo, le comentó una vez: “Rabino Yehudá dijo: El hombre está dirigido por tres guías, el razonamiento inspirado por el alma santa, la pasión inspirada por el malvado pecador y, por último, el instinto de conservación común a todos los hombres, llamado temperamento del cuerpo”. Obviamente su padre le quería hacer ver que el hombre, para ser santo, debe alejarse de la pasión y acercarse al razonamiento, dado que éste es el único camino para la salvación del alma, e incluso del cuerpo, porque es la cercanía de la razón la que aleja las pasiones que nos empujan a realizar actos contrarios a las normas de los pueblos, actos que, frecuentemente, suponen la desgracia para muchos. También aconsejó al aspirante que dedicara su tiempo a las plegarias, pues éstas eran 39 como una escalera cuyo pie se apoyaba sobre la tierra y su cabeza tocaba el cielo43. Quizá ese era el problema. En la mente del aspirante Jasmina ibn Tahir se había convertido en un verdadero suplicio, tan lejana, tan hermosa, tan imposible. Su percepción, afectada por la fiebre del amor, rememoraba las palabras de Ibn Zaydun: “Alejados uno de otro, mis costados están secos de pasión por ti, y en cambio no cesan mis lágrimas... Al perderte, mis días han cambiado y se han tornado negros, cuando contigo hasta mis noches eran blancas... Diríase que no hemos pasado juntos la noche, sin más tercero que nuestra propia unión, mientras nuestra buena estrella hacía bajar los ojos de nuestros censores. Éramos dos secretos en el corazón de las tinieblas, hasta que la lengua de la aurora estaba a punto de denunciarnos”. Ella olía a limón y a rosas, a ámbar gris y a violeta. Era una bella joven que dominaba todos los instrumentos de la seducción. No obstante resultaba, a la vez, sencilla y amable, agradable e inteligente. Tenía un algo especial, una luz distinta que enamoraba a todo el que la veía. Él la quería de verdad. Sentía que su alma se desgarraba cuando comprendía que su amada había muerto para él, que había desaparecido la menor esperanza de estar juntos. Todo había sido demasiado triste. Dos jóvenes se amaban, dos jóvenes querían compartir cuerpo y alma, pero la realidad se imponía, la realidad y el odio ancestral a los otros, a los diferentes. Lo extraño había sido conocerla. La mujer musulmana salía poco, consagrada al aseo personal y al cuidado de su belleza. La conoció en la visita de Jasmina a 43 El padre de Yehudá estaba parafraseando el Génesis, 18.12. 40 una dalläla44. Sólo podía verla cuando ella iba a ver a alguna amiga que estaba en el secreto; o en el paseo hacia al hammän45 que Jasmina hacía dos veces por semana, por la tarde, para poder estar con sus compañeras, aunque en su hogar existía una abzän46. Allí tomaba la merienda y se ponía en manos del personal femenino y de las maquilladoras que depilaban su cuerpo, le aplicaban alheña y le untaban el pelo con aceites perfumados. Los baños eran característicos de al-Andalus. Atravesando un vestíbulo estrecho se llegaba a una sala con cabinas donde se guardaba la ropa, luego se llegaba a la sala fría, que tenía una alberca, después se pasaba ala sala templada para acabar en la caliente, que era doble, en la primera habitación uno era enjabonado por los mozos y los masajistas en alcobas provistas de bancos; la segunda daba a la sala de calderas. Jasmina era una joven culta, que había recibido una esmerada educación. Conocía el arte de las buenas formas y de la cortesía. Siempre se quiere pensar que el amor rompe cualquier barrera social, pero las cosas no son tan simples, porque las reglas de aquella sociedad eran más rígidas de lo que se pensaba. Las mujeres mayores acusaban a las jóvenes de ser demasiado libertinas, y a los padres de ser demasiado permisivos, puesto que las jóvenes no respetaban la tradición del velo, lo que generaba no pocos equívocos entre hombres y mujeres. Por eso la situación de Jasmina y Yehudá fue muy comentada. Cuando fue consciente de la realidad el joven acabó demasiado afligido y dolorido como para poder 44 Vendedor de almoneda. 45 Baño público. 46 Bañera. 41 perdonar al hombre que había generado ese dolor, aunque sabía que nadie les habría ayudado, que nadie habría aceptado la nueva concepción del amor que ellos pretendían. En esos momentos, en ese lugar, el amor resultó lo menos importante, lo importante fue el poder, la fuerza, y un matrimonio en el que se mezclara la sangre era mal visto por todos. La raza y la religión suponía lo único que tenían las personas para ser respetadas, para sentirse dentro de una determinada comunidad, eso era tan importante que nadie podía vulnerar las normas sin sufrir un castigo. Su padre había comprendido la pasión, pero no había aceptado la mezcla, sobre todo porque Muhammad ibn Tahir, el poderoso hermano mayor de la joven nunca permitiría que un sefardí desposara a su hermosa hermana. La muerte era certera para el aspirante si no huía prontamente de su maravillosa ciudad, por eso la comida celebrada era una comida de despedida, de tristeza, de desesperación. Muhammad ibn Tahir nunca hubiera permitido que su hermana perdiera la religión de sus padres, y menos que se viera sometida a una conversión a otra religión, sobre todo cuando dicha religión era la del aspirante. Todos sabían que el ritual para realizar la conversión de una mujer al judaísmo conllevaba que tres rabinos la inspeccionasen desnuda en un baño de purificación, lo que hubiera sido una ofensa para el hermano. La regla de los fieles a Mahoma era clara, si bien un musulmán podía casarse con una judía o una cristiana, siempre y cuando los hijos de ese matrimonio sean musulmanes, un judío no puede casarse en ningún caso con una musulmana. Era la ley de los señores del Islam, y nada podía cambiar dicha ley, ni siquiera el amor. Los sefardíes, siempre acostumbrados a los obstáculos, también habían aprendido a soportar la discriminación, el odio, habían comprendido que nada conseguían luchando contra poderes tan importantes como 42 los señores de Granada o contra los nobles y reyes de los territorios cristianos, sólo podían esperar, rezando en su fuero interno. Yehudá hubiera renunciado a su fe, no demasiado arraigada, pero sabía que eso sería la muerte de su familia dentro de su entorno. Los judíos de la región, si bien tolerantes, no como los del norte, sentían la necesidad de defender la tradición, y la huida de un descendiente de una gran casa supondría un golpe demasiado fuerte para no resentir la frágil estabilidad de la zona. La cohesión en el grupo sefardí era lo único que podía conseguir que no desaparecieran. Por eso se debían sacrificar y aceptar el dolor que le embargaba de una forma tan brutal. Formaba parte de una sociedad, de un mundo, y ese mundo dependía de cada gesto que hacía, igual que él dependía de lo que el mundo decidiera sobre su persona y sobre su vida. No es otra cosa que la supervivencia del más fuerte. La lucha por la vida dentro de un mundo en constante lucha, una lucha fraticida y cruel, despiadadamente real. El aspirante era consciente de ese hecho, por eso tenía que huir, por eso su vida se acababa, porque, en aquellos momentos, el mundo era duro y peligroso, y sólo la pura supervivencia constituía de por sí una preocupación constante y un fatigoso empeño. La tierra era bañada constantemente por la sangre, y las luchas entre religiones no hacían sino poner más lágrimas en los ojos de las madres. Recordó a Yehudá Haleví, cuando decía: “Los exiliados de Sión que viven en España dispersados en medio de los árabes y por Idumea igual que niños privados de su madre, sus corazones se liberan y vuelan hacia el Templo. Han vertido sus oraciones, pero la Roca se esconde, Han escuchado las injurias, pero él permanece mudo. Soñaban con volver a Sión, Pero cuando despiertan no hay nadie que interprete sus sueños”. 43 La partida estaba próxima, demasiado próxima. La verdad de su existencia se reflejaba de forma oscura y gris en el agua de la jarra, en el emplomado cristal de la ventana, en los verdes ojos de sus hermanas, en las lágrimas, apenas contenidas, de su madre. Yehudá sabía que aquello sería lo único que contentaría al Sanedrín, la fuente de todo el pensamiento religioso judío, que esperaba de todos sus fieles que se comportaran de una forma adecuada, siguiendo una férrea tradición que, al menos, les había permitido permanecer vivos y unidos. La madre del aspirante fingía ser feliz mientras sus ojos se esforzaban por no perder ni una gota de agua. El dolor de sus hermanas era plenamente visible, desgarradas y llorosas abrazaban constantemente al joven, que había perdido la oportunidad de ser en aquella ciudad por una locura de amor. Su nombre, Yehudá, acompañado de suspiros y lágrimas, sonaba por todos los rincones de su hogar. Era una fuerza que descomponía la lánguida y plácida existencia de los suyos. El cambio, la llegada de lo nuevo, se cebaba en los que quería para que todos comprendieran que una nueva realidad se empezaba a vislumbrar a lo largo del túnel de su historia. El aspirante estaba, no obstante, perturbado. Por una parte sentía como si su alma hubiera sido lacerada por un cuchillo, pues no solo había perdido al ser que más amaba, sino que dejaba a los suyos a su suerte, pero el viaje le excitaba, iba a convertirse en lo que siempre había querido, y lo iba a hacer antes de lo previsto. Su Granada natal había alcanzado la decadencia hacía mucho tiempo, y el interés por las ciencias de los antiguos había decaído, siendo reemplazado por el interés por las ciencias religiosas, algo que perjudicaba grandemente a todo aquél que quería conocer la verdad. Si bien los estudios médicos tuvieron continuidad, siendo la ciencia que quedó mejor parada por el advenimiento de la intransigencia religiosa. 44 Se había transformado en un desterrado, un marginado. Era la exclusión de un hombre de su tierra. Ahora se le había excluido de su habitual ambiente de vida, le habían convertido en un exiliado. Cuando el sol asomara, se iniciaría el triste camino del exilio, de la pérdida de la infancia. Consciente del dolor humano, él había intentado siempre comprender el funcionamiento del cuerpo y de la mente para desentrañar el problema último del hombre, la muerte, la cercanía de la despiadada muerte que destruía a todos, ricos y pobres, nobles y plebeyos, siervos y amos. En la despedida trágica, dos días después, su padre le entregó varias cartas de presentación para las santas comunidades que iba a conocer, así como para el Rabino Sheshet, hombre sabio e inteligente, estudioso de la Torá, que sería su preceptor y director en el viaje espiritual que todo hombre como él debía hacer. Toda su familia, como una piña, se unió en aquellos momentos en los que un hijo perdía su legado y se alejaba del mundo que le era común, para acercarse a otros lugares, extraños, incomprensibles. Una de sus tías, una mujer que había sobrevivido a sus hijos y a sus dos maridos, convirtiéndose en una viuda rica, le entregó una bolsa con monedas, porque ese era el único legado que podía usar fuera de su casa, en el mundo de los otros, de los demás. Desconocía, en esos momentos, el camino que iba a seguir, pues sólo pensaba en vivir en una ciudad cristiana, Toledo; pero el mundo nunca es como nos lo imaginamos, ni siquiera es como debería ser. Yehudá sabía que aquella aventura le iba a llevar lejos, lo que no sabía era lo lejos que le iba a llevar. Lo peor para él era que no tenía ninguna confianza en la religión de sus 45 padres, por ello siempre había sido algo irreverente con las creencias de los demás, porque estimaba que la vida era demasiado corta como para dedicarla a idolatrar a un grupo de personas que se decían reveladores de la palabra de Dios. El aspirante era plenamente consciente que Dios era otra cosa, una imagen grabada en un inconsciente común, consecuencia de una idea superior que creaba y existía con independencia de las imágenes que sus discípulos pretendían extender con sus mentiras y sus medias verdades. Yehudá comenzaba, sin saberlo, uno de los caminos más difíciles e interesantes que una persona podría tomar, el camino del conocimiento, de la plena asimilación del yo y de la realidad que le subyace. En esos momentos era un adolescente, un joven que pretendía, solamente, curar a los enfermos, pero su destino iba mucho más allá, mucho más lejos, porque él debía recorrer el camino que muchos no han conseguido recorrer. El camino del conocimiento es un camino exigente, que te obliga a abandonar las creencias últimas e íntimas que tus padres te regalaron convenientemente aleccionados por la cúpula religiosa de cualquier religión. No obstante, dicho camino es un camino de alegría, de plenitud, aunque, la mayoría de las veces, también de soledad, porque es un camino que debe hacerse sin obstáculos, con la mente abierta, libre. Pocos hombres alcanzan ese estado especial, que supone la negación de todo lo conocido para aceptar los signos que nos regala el mundo, signos que demuestran la verdad, aunque muchos hombres se nieguen a verlos por el miedo a lo desconocido, a lo inexplicado, a lo que no pueden controlar. Era pues la fuerza de Yehudá lo que le hacía diferente. Pero no solo su fuerza, también su espíritu, criado libre en un mundo de esclavos, demostraba la esperanza de la humanidad. Quizá sea por eso que el 46 aspirante llegó al lugar donde muchos otros quisieron llegar pero ninguno lo consiguió. Se iba a encontrar con un mundo que no esperaba, el mundo cristiano, donde los sucesos ordinarios se registraban en relación con las fiestas religiosas y los santos del día, donde el año principiaba en el mes de marzo, si bien empezaba oficialmente el Pascua; donde las horas del día recibían los nombres de los rezos canónicos: maitines hacia medianoche, laudes alrededor de las tres de la madrugada; prima al orto solar o hacia las seis de la mañana, vísperas a las seis de la tarde y completas a la hora de acostarse. Quizá por eso el mundo se encontraba rodeado de una imprecisión extraña, una imprecisión que impedía a la gente conocer lo que les rodeaba de una forma adecuada, dado que todo lo que existía estaba construido por el mito y la leyenda. 47 SEGUNDO. El jueves ocho de Shawwal de 695, equivalente, de acuerdo con el calendario cristiano, al 3 de enero de 1300, el aspirante, el peregrino Yehudá, salió de Granada. Desde Granada hasta Toledo había tres jornadas de camino. Allí existía una santa comunidad y hombres sabios e inteligentes, grandes príncipes del saber, príncipes que poseían heredades que nadie les podía expropiar por la fuerza. Entre ellos se encontraba el Rabino Abrahán, jefe de la academia rabínica, ante el cual estudiaban muchos eruditos. En sus manos un pequeño pergamino tenía escrito el siguiente mensaje: “Vuestras iniquidades cavaron un abismo entre vosotros y vuestro Dios; vuestros pecados hacen que Él oculte su rostro para no oíros; porque vuestras manos están manchadas de sangre, y vuestros dedos de iniquidades; vuestros labios hablan mentira y vuestra lengua dice maldades”47. En el camino se encontró con un grupo de gitanos vagabundos que buscaban unos pocos maravedíes. Una gitana intentó leer las líneas de su mano; él era joven e 47 Isaías, 59, 2-3. 48 inexperto, y no supo decir que no. Cuando la mujer contempló aquella blanca e inmaculada mano las suyas comenzaron a temblar. Con los ojos llorosos y el alma destruida la mujer gitana se alejó de Yehudá sin mediar palabra. Aquello fue sorprendente para el joven, porque su madre le había dicho que las líneas de la mano encierran grandes misterios, al igual que las de los dedos. Intentó, en vano, perseguir a la mujer para que le explicase cual era el motivo de su huida, pero la gente que le acompañaba, de su misma raza, le hicieron desistir, amablemente, porque ellos sí habían entendido lo que la mujer había acabado por descubrir del hermoso joven que huía a Toledo. Perturbado por la escena, Yehudá no se encontraba en el mejor momento, pues su corazón estaba destrozado, y su mente estaba plagada de negros nubarrones y de un profundo miedo. Nunca se había alejado del manto protector de su familia. Su padre siempre había sido una amalgama, un refugio al que acudir cuando los problemas crecían alrededor, por eso en aquellos momentos en los que se encontraba verdaderamente solo, se encontraba absolutamente aterrado y desesperado, aunque pretendía ocultar ese sentimiento a todos los hermanos de la santa comunidad. Toledo era tal y como esperaba, oscura, gris, muy alejada de su ciudad natal, de su mundo. La comunidad judía le recibió con los brazos abiertos, amable, cariñosa, aunque demasiado condescendiente. Allí le llamaban mustarabim, un sefardí arabizado, alguien que no había sido capaz de conservar el regalo de los antepasados en todo su esplendor. Se sentía como un extraño en un mundo de extraños. Era un forastero perdido en aquella ciudad incomprensible y terrorífica, un extranjero que había perdido a 49 su padre y a su madre, los verdaderos referentes de su existencia, y que estaba temblando de puro miedo, miedo a lo desconocido, a lo diferente, pero también miedo a no ser capaz de enfrentarse al nuevo mundo que se avecinaba. En la ciudad convivían varias culturas en un ámbito muy limitado, lo que complicaba enormemente la existencia de los más débiles. La ciudad se emplazaba en un altozano rodeado por el Tajo, que casi la ceñía por completo, condicionando su expansión y obligando a sus habitantes a hacinarse en pequeños hogares donde se debía repartir el poco espacio posible. Allí donde miraba encontraba multitudes de personas conviviendo en espacios limitados, cristianos y judíos se hacinaban en pequeñas casas sin apenas luz, tristes lugares lóbregos donde el hombre sólo era una masa de carne que ocupaba un espacio, pero que no podía conseguir en ningún instante la intimidad. Tal vez ese fuera el principal problema que sentía en algunos momentos de flaqueza, la falta de intimidad que irradiaba toda la ciudad, pues no había un solo lugar en aquel extraño mundo que pudiera ser considerado privado. Todo se compartía, incluso la cama, incluso los lugares donde uno hacía sus necesidades. Procuró no tener en cuenta el oculto desprecio que sentían la mayoría de sus hermanos en la fe por todo aquello que no querían conocer, aunque sentía dolor cada vez que pensaba lo difícil que era compartir la vida con seres que sólo admitían una forma inmaculada de existencia, algo carente de sentido. Las calles tendían a ser malolientes y a estar sucias porque, habitualmente, los desperdicios se tiraban en la calzada y, a menudo, se vaciaban los orinales desde las ventanas de los pisos altos, a lo que hay que añadir los excrementos de las docenas de animales que pasaban por las mismas. Las calles habían acabado siendo cloacas a cielo abierto donde reposaba la inmundicia sin el menor pudor. 50 En ningún momento Yehudá tuvo la sensación de orden que sentía en su ciudad. En Toledo los cristianos hacían lo que deseaban y los judíos, contagiados por la desidia, tampoco ayudaban a convertir la ciudad en un lugar habitable. Su padre le había dicho que no criticara las condiciones de vida de sus hermanos, porque él estaba allí para aprender, pero era consciente del peligro que suponía vivir rodeado de inmundicia. Los desagües no eran adecuados, y el río estaba contaminado con los despojos de los carniceros, los desechos de los curtidores y los detritos, acumulados, de las multitudes. No todas las calles estaban pavimentadas, así, las calles más pequeñas y los callejones sólo estaban cubiertos de grava y arena. Que lejos estaba la ciudad del aspirante, su ciudad, limpia y llena de aire cálido y cercano. La Judería era una ciudad dentro de la ciudad, con su muralla, que se abría por la Puerta Assuica hacia la Puerta de los Judíos, Bab-al-Yahud, sus lugares de culto y sus baños. La zona comprendida entre el barrio de Zocodover y el de la Gran Judería, junto al barrio de los francos, reunía la Gran Mezquita, convertida en iglesia desde la conquista en el año cristiano de 1085 por parte de Alfonso VI, una sinagoga, una feria de animales, suqal-dawab48, y, sobre todo, la Gran Catedral. Sus calles estrechas y tortuosas bajaban hasta el río. En la plaza de Zocodover se realizaban transacciones de cereales, se vendían carnes, pescados y verduras, mientras curtidores, ceramistas, orfebres y sastres exponían sus mercancías y ofrecían sus servicios. Los monarcas tenían una actitud ambivalente respecto a su pueblo. Si bien se insistía en que los judíos venían del linaje de aquellos que crucificaron a Jesucristo, y se les imponía la obligación de vivir en lugar distinto y llevar una señal que les identificara en su ropa, 48 De donde viene el nombre de Zocodover. 51 al mismo tiempo se obliga a los cristianos a respetar la sinagoga, dado que en ella se loa el nombre de Dios. Aquí estaba muy presente el segundo concilio cristiano, donde se prohibía a los judíos el matrimonio con cristianos y el desempeño de cargos públicos; asimismo se prohibía la conversión al judaísmo y la circuncisión. La vida diaria ofrecía de continuo ilimitado espacio para un ardoroso apasionamiento y una fantasía pueril. El cristiano, temeroso de la vida, negaba la belleza y la dicha porque iban unidos a ellas dolores y tormentos, y celebraba su indignidad con flagelaciones y cánticos. Los arrepentidos se arrojaban al suelo delante de todos los presentes para confesar con lágrimas sus grandes pecados, demostrando su piedad y aceptando el castigo divino, convenientemente decidido por el representante del Dios cristiano en la tierra. El cristiano partía del mundo de los vivos de la misma forma que entraba en él, desnudo, aunque algunos podían permitirse llevarse una parte de su indumentaria. La muerte en Toledo era un espectáculo cotidiano. Los cristianos acababan en sus tumbas envueltos en sudarios, o cubiertos de madera, según el dinero de la familia. Aquellos rituales recordaban a Yehudá a sus señores de Granada, los fieles de Alá, que parecían más cercanos a los cristianos de lo que ellos querían pensar. Cientos de misas se celebraban en las iglesias de los todopoderosos cristianos para ayudar a los muertos a alcanzar el cielo, pues se pensaba que eso podía suponer la diferencia entre una condena o la salvación. Aquello, se mirase por donde se mirase, era una solemne tontería, sobre todo a los ojos de los pobres judíos que debían contemplar como la fe de uno de sus apostatas acababa siendo la guía de los que ostentaban el control de sus vidas en muchas tierras occidentales. Era inconcebible que las locuras se convirtieran en dogma, pero así sucedía con los cristianos, los musulmanes o los judíos. Las tres religiones del Libro se 52 habían empeñado en crear un mundo absolutamente disfuncional donde la realidad no tenía cabida, en ningún momento, en los espesos pensamientos de los dirigentes religiosos. Las manos del pueblo se manchaban de sangre mientras el iman, el sacerdote, o el rabino, controlaban el mundo a su antojo, dirigiendo una estúpida y peligrosa partida de ajedrez en la que los fieles eran piezas desdeñables, apenas útiles, que se manejaban con el mismo desprecio que se tenía a las otras religiones. Se odiaba a lo judío porque había sido un lugar común al que acudían los invasores para controlar la realidad. Era el mundo de las ideas sobre el mundo de las realidades, pero ellos habían perdido. El rencor se intentaba ocultar disimulándolo a base de extrañas teorías sobre el pensamiento instintivamente criminal de todos los judíos. Obviamente aquello era mezquino, pero lo era tanto como el propio pensamiento del pueblo de Yehudá respecto a los cristianos. Todo se centraba en la misma oscura causa, en la necesidad de tener un referente de diferencia para asumir la propia postura respecto al mundo, y ese referente debía ser odiado, porque el amor era algo demasiado caro, demasiado precioso, para desperdiciarlo con alguien a quien no se conocía, ni se quería conocer. El primer problema que se encontró Yehudá fue las rígidas costumbres de todos sus anfitriones. Acostumbrado a la laxitud de la plegaria en su mundo de origen la férrea disciplina talmúdica de aquellos hermanos residentes en Toledo le resultaba enormemente compleja y dura, pues la creencia se había convertido en un rito, repetitivo y cruel, donde no había espacio para el amor y la piedad. El placer era, en sí mismo, pecaminoso. 53 Si en su hogar la fe era algo esencial, algo que se aprendía desde niño, haciendo que la intención fuera lo más importante a la hora de relacionarse con Dios; allí lo importante era el ritual, aunque el mismo fuera desarrollado con completa desidia y absoluta falta de fe. El judío sefardí debía aceptar los mandatos de los Libros de una forma tajante, aunque la lógica le dijera que eran erróneos, porque la lógica, en el fondo, no era sino un instrumento del Diablo para confundir al hombre. Todo el mundo parecía conocer su historia con la NShGZ49. Le resultó enormemente complicado contenerse cuando conceptuaban a su amada de zonah, pero su obligación como invitado suponía aceptar los insultos, bienintencionados, de sus hermanos, que tanto bien le estaban haciendo. Se le consideraba, se le presuponía pecador, se le estigmatizaba, porque se creía que nadie podía pensar en meterse en el problema en que el aspirante se había metido sin la intervención del Señor de la Oscuridad. Esto conllevaba que el alma de Yehudá estaba en peligro, y que la obligación de sus hermanos era ayudarlo a salvarse, aún en contra del propio y verdadero deseo del joven, que no se consideraba, en ningún momento, condenado, pues veía el amor lo suficientemente hermoso como para no llegar a asociarlo al mal. Un Rabino, en su enseñanza de la doctrina, intentó explicarle la verdad desde la perspectiva de la tradición, utilizando el ejemplo de Lot y sus hijas. Así, el significado de las palabras, dijo la menor a la menor: nuestro padre es ya viejo démosle vino, embriaguémosle y acostémonos con él50, era claro, las hijas de Lot representaban las dos guías inferiores del hombre, la 49 Niddah, shifhah, goyah, zonah (algo así como esclava, gentil y prostituta). 50 Génesis 19,31. 54 pasión y el instinto, donde la pasión, desmedida, poseída por el mal, empuja al instinto hacia lugares en los que el instinto, por si mismo, nunca iría. Odiaba la actitud prepotente de sus hermanos, la incultura de muchos de los hombres a los que debía amar, que creían a pies juntillas en el mal de ojo, y que pensaban que su amada le había hechizado. El mal de ojo era una de las supersticiones más populares entre los sefardíes. Se tenía como un maleficio que una persona podía proyectar sobre otra con sólo mirarla. A veces se le atribuía el origen de algunas enfermedades desconocidas o difíciles de curar, algo que llegaba a enfermar a Yehudá. Contra el mal de ojo se ponían en práctica una serie de procedimientos rituales que contrarrestaban sus efectos malignos y que, en el fondo, sólo servían para estafar a los incautos que creían estar aquejados de tal mal, pues de nada servían las pantomimas que se realizaban ante los ojos atónitos del afectado. No obstante, su obligación era aceptar que era una oveja perdida en el mundo del diablo, pero su espíritu era demasiado libre para aceptar que todos aquellos hombres que tanto le criticaban pudieran tener razón, porque, en el interior de su propia fe, sabía que el amor era la única verdad duradera. Llegado el Ros hasaná51, el 1 y 2 del mes tisrí52, comenzó la época del arrepentimiento por los pecados cometidos y platearse buenos propósitos para el año siguiente. Todos sacudieron su ropa sobre los pozos para 51 Festividad del comienzo del año judío. 52 Septiembre-octubre. 55 arrojar los pecados al agua. Para el rabino que le dirigía espiritualmente aquel debería ser un momento de reflexión para él. Él era alguien que se había desviado del recto camino, por eso había acabado teniendo que huir de su mundo, por eso debería arrepentirse de todo lo que había hecho a su pueblo. Absolutamente agobiado, sus maestros intentaban obligarle a asumir su pecado en el mundo del pecado. No podían dejar de pensar en él como un hombre incompleto, porque había fallado una vez, lo que suponía, en sus mentes estrechas y grises, que siempre acabaría fallando a la comunidad. Para todos sus hermanos en Toledo el error cometido era un lastre que siempre llevaría consigo, algo que le impediría ser verdaderamente un hermano entre hermanos, porque estimaban que había traicionado a su pueblo con ese acercamiento imposible a una infiel prostituta y rastrera como su amada. El rabino que le dirigía hizo hincapié en esos días en el problema de la pasión, dominadora del hombre, que conducía irremediablemente al mal. Como estudiante de Medicina Yehudá conocía la teoría según la cual la circuncisión no era sino un sistema para eliminar parte del fuego que siempre corrompe al hombre. Es, pues, la lucha contra la pasión la que debe empujar al ser humano hacia la perfección, no dejándose engañar por falsas promesas de seres terribles como el diablo, que enseñaban un presente de placer a cambio de un futuro de condenación. Después, el 10 de tiskí se celebró el Yom Kipur53, la fecha más solemne del calendario judío, culminando los diez días de penitencia que comenzaron en el Ros hasaná. Yehudá debió abstenerse de comer, beber, calzarse zapatos de cuero y utilizar perfume, si bien él no utilizaba nunca perfume. 53 Día del Gran Perdón. 56 Aquella época le permitía concentrarse en sí mismo, en lo que el era y en lo que deseaba. Por eso siempre había gustado de celebrar el día del Perdón, porque era el momento en el que su mente se limpiaba de todos esos oscuros pensamientos que le envolvían constantemente, que le llevaban, en algunos momentos, a desear morir. Dedicó toda la jornada a la plegaria, pidiendo perdón por los pecados cometidos, con un consejo especial para arrepentirse de sus pensamientos impuros respecto a una extraña. En la sinagoga se oró el Kal nidré54, rogando a Dios el perdón por el incumplimiento de los votos y promesas durante todo el año. No podía creer la fuerza con la que se vivían los días del perdón en aquellas regiones, como si el mundo de los hombres no tuviera salvación. El pensamiento de sus hermanos en Toledo era completamente distinto al de sus hermanos en Granada, aunque parecía el mismo, aunque debería ser el mismo. En su tierra, donde sus padres le habían criado, la tolerancia hacia los hombres conllevaba que la lucha contra tu mal interior no era una lucha perdida, sino un camino que debía recorrerse paso a paso. Ahora no era capaz de entender nada de lo que pasaba a su alrededor, todo era demasiado complejo, demasiado gris. El amor era el enemigo, siempre era el enemigo, cuando la realidad era que la vida resultaba demasiado hermosa para odiar. Todo el mundo se creía con el poder de decidir lo que estaba bien y lo que estaba mal, incluso personas tan perversas que se permitían ordenar al resto que no ayudaran a otro ser humano porque no era judío, o porque lo era. En las enseñanzas de la Torá encontraba Yehudá, en esos momentos, mensajes tan terribles y contradictorios con su propio pensamiento que no podía, no quería 54 Todos los votos. 57 aceptar que para formar parte de la santa comunidad se debiera pensar siempre así, dejando de lado la verdad que él conocía dentro de su espíritu. Comenzó a estudiar con ahínco. Sus obligaciones como judío le obligaban a estudiar la Mishnah y la Gemarah, lo que le hacía perder tiempo de sus estudios de Medicina, pero estaba entre personas que no entenderían su pensamiento lejano a las tradiciones, y no podía fallar más a su pueblo. A pesar de lo inútil que para él resultaban aquellas enseñanzas, sus hermanos sentían que eran lo único que les quedaba de un pasado maravilloso, por lo que buscaban siempre tiempo para conservar las tradiciones de sus antepasados, aunque para ello tuvieran que perder alguna parte de su propia conciencia. Yehudá siempre soñaba un sueño recurrente. Caminaba por desiertos y montañas, luchaba con enormes tentaciones en una búsqueda sin sentido de algo que siempre le faltaba. Cuando llegaba al final, cuando el camino se acababa, una voz le preguntaba de forma dulce, aunque apenada: ¿Has vivido? En esos momentos se despertaba, porque se daba cuenta que no estaba viviendo la vida que deseaba. El miedo a perder su vida, su ilusión, en un eterno reestudiar las Escrituras estaba eliminando su miedo a estar sólo, porque la soledad no le resultaba tan negativa, tan mala, cuando comprendía que la única forma de alcanzar su felicidad era escapar de la férrea disciplina de sus hermanos. Él era un salto en la evolución de su especie, un hombre que necesitaba pensar por sí mismo para sobrevivir, para alcanzar la plenitud, y esa realidad no podía ser aceptada por hombres que, durante toda su vida, se habían convencido de la necesidad de acabar con los 58 cambios como única forma de mantener la tradición a salvo. Sus maestros en la Torá se volvieron enormemente exigentes, pues veían en su persona la imagen de la bestia. Querían que demostrara a cada instante una absoluta aceptación de unos pensamientos que no podían ser los suyos, tan lejanos y diferentes a los que aprendió en su hogar de Granada. Una vez, uno de sus maestros en la Torá le descubrió con un libro de Lógica. El aspirante no creía que aquello tuviera la menor importancia, pero su maestro se enfadó y se lo confiscó, dado que debía hacerse experto en ciencias religiosas para poder estudiar aquello que pretendía estudiar, porque debía estar preparado. El rabino criticó su actitud, buscando el conocimiento por encima de la verdad, y le dejó claro que los desdichados que huyen de la verdad de Dios acaban pereciendo. El rabino, obsesionado por la salvación del joven Yehudá, le hizo una tremenda descripción de lo que le sucede a un cuerpo cuando fallece, porque consideraba necesario que el miedo entrara en el cuerpo del discípulo. Así, para el rabino, en ese día espantoso en el que la muerte acoge al hombre, los enviados del Rigor acuden desde los cuatro puntos cardinales, y los cuatro elementos de los que se compone el cuerpo lucharán entre sí para separarse, y una voz proclamará la muerte del hombre, y esa voz se escuchará en los doscientos setenta mundos, que se regocijarán si el hombre es sabio y digno, pero si el hombre es pecador sentirán pena. Estaba claro que Yehudá era un pecador, y siempre lo sería, porque no era capaz de adaptarse a las enseñanzas. Algunos esperaban que el matrimonio amansase al toro bravo, pero otros no querían darle esa oportunidad, porque, en el fondo, sentían que dar una oportunidad a su pensamiento era dejar que entrase un pensamiento ajeno a la comunidad, algo que podía resultar muy peligroso. 59 El problema fundamental para aquellas personas era meridiano, uno de los hermanos no era capaz de comprender la situación en la que se encontraba la comunidad, y pretendía convertir el mundo en algo más arriesgado, cuando la existencia misma dependía del equilibrio que habían conseguido. Esas personas no se daban cuenta que el equilibrio en el que vivían no existía en realidad, que eran unos simples instrumentos de un poder político superior, un poder controlado por los cristianos, y que acabarían perdiéndolo todo cuando los cristianos no tuvieran ninguna necesidad de ellos. Yehudá sí veía a la comunidad como un juguete en manos de los cristianos, pero los rabinos no querían ver la realidad, pues el miedo hace que muchas personas pierdan la perspectiva correcta y asuman sus problemas de una forma adecuada. El mundo se estaba quedando pequeño para los sefardíes, pero ellos no querían verlo. Una tarde, en una acalorada discusión se planteó el tema de las relaciones sexuales con gentiles. Todos sabían a que se refería el comentario que se estaba realizando, pero no iba a dejar que le afectara. El rabino decía: –La Halakhah nos enseña que todos los gentiles son absolutamente promiscuos. Ezequiel 23,20 les aplica el siguiente versículo: “cuya carne es como carne de asno y cuya emisión es como emisión de caballo”. Además debemos tener en cuenta que “no hay matrimonio para un pagano”, por lo que todos los gentiles son hijos de una zonah. –Entonces –dijo un aventajado compañero en el estudio, cruelmente consciente de las implicaciones– no se cometería adulterio si uno de los nuestros yaciera con una gentil. 60 –No –dijo el rabino– pero el Talmud equipara la relación con una gentil con el pecado de bestialismo, dado que su carne es carne de asno. Aquél –siguió el kohen55 de forma grave– que tiene conocimiento carnal de la mujer de un gentil no es merecedor de la pena de muerte, pues está escrito que no desearás a “la mujer de tu prójimo”, no haciéndose referencia a la mujer del extraño, por lo que, aunque una mujer casada está prohibida a los gentiles, en cualquier caso un judío se halla exento. << Ahora bien, esto no implica que las relaciones sexuales entre un hombre judío y una mujer gentil estén permitidas, es todo lo contrario. Pero el castigo principal se le debe infligir a la mujer gentil, que deberá ser ejecutada. En este sentido dice Maimónides que “si un judío copula con una mujer gentil, ya sea ésta una niña de tres años o una adulta, esté casada o no, e incluso si él es un menor de sólo nueve años y un día, porque realizó con ella coito voluntario se la habrá de matar, como ocurre en el caso de una bestia, pues a través de ella un judío se vio envuelto en problemas”>>. <<No obstante el judío debe ser azotado, y si es un Kohen deberá recibir doble cantidad de azotes, ya que ha cometido una doble ofensa, puesto que un Kohen no puede mantener relaciones sexuales con una zonah, y todas las mujeres gentiles lo son, según el propio Maimónides>>. <<Asimismo, quien viola el precepto de la castidad, acostándose con una animal gentil, es tan culpable como quien mancilla la simiente concedida por Dios, bendito sea, tal como está escrito: han violado la ley del Señor, han engendrado bastardos56>>. Todo estaba muy claro, su amada no era su amada, era su enemiga, una gentil, una NShGZ, cualquier 55 Miembro de la tribu sacerdotal. 56 Oseas 5,7. 61 acercamiento a ella se supondría un pecado, y ella debería morir, aunque la unión estuviera bendecida por el amor, por el sentimiento mismo de la verdad. Ahora entendía el término que se utilizaba para muchacha gentil, sheqetz, cuyo significado se acercaba al de “mancha”. Él y su amada no eran más que unos ilusos pensando que podían cambiar algo. Cuando uno nacía en el seno de un pensamiento religioso era muy difícil romper con ese pensamiento, por eso sus hermanos no acababan de aceptarlo, porque sabían que él había estado a punto de dejar la luz por una mujer, que había intentado abandonar a su pueblo para poder tener relaciones sexuales con una hembra manchada. No se planteaban la posibilidad de que existiera amor entre ellos, porque el amor no cuenta cuando un pueblo esta buscando una salida a su difícil situación, y la ruptura de la unidad por uno solo de los eslabones podría suponer la ruptura de toda la cadena, algo que no querían ni siquiera plantearse. Luego el rabino continuó hablando de los gentiles. Ante la pregunta de un hombre casado que se planteaba la incidencia del baño ritual mensual de purificación para la mujer57. El rabino comentó que la mujer debía tener cuidado con no encontrarse con una de las cuatro criaturas satánicas (gentil, cerdo, perro o mono), pues en el caso de encontrarse con alguna de ellas debe volver a bañarse. Así, el desprecio hacia los otros no era único en los cristianos y en los musulmanes, también los hermanos sefardíes odiaban a todo aquél que era diferente. Todo era, pues, vano, el desprecio al diferente seguía vigente, incluso en la gente que se veía perseguida por su propia condición. El desprecio era una realidad constante en un mundo constante. Nadie iba a cambiar, nadie quería cam57 Tras el cual el coito con su marido es obligatorio. 62 biar, porque, para cambiar, se debía pensar que se estaba equivocado, y ninguno de aquellos hombres pensaba que se estaba equivocando, creían ciegamente que el error estaba en los demás, en los gentiles, en los paganos, en los que no creían en la religión verdadera, cualquiera que esa fuera. Creo que en esos momentos el sentido de pueblo de Yehudá murió. En su interior una voz estridente le convenció de lo absurdo del odio que profesaba su “supuesta” gente a todo lo externo. Él no podía admitir que su amada fuera una zonah, no podía admitir que aquellas personas gentiles que tan bien le habían tratado fueran el enemigo. El problema era que él había aprendido de una forma diferente a aquellos hombres, a sus hermanos. Cuando, en los escasos momentos en los que se dedicaba a la religión, su religión, él leía el Levítico58, “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, siempre consideraba como prójimo a toda la raza humana, tal como lo había hecho su padre antes que él, pero ellos sólo consideraban prójimo al judío, pues odiaban al resto de los hombres. Ese era el pensamiento, eso era lo que todos, judíos, cristianos o musulmanes, sentían respecto a las otras religiones, por eso él no pudo quedarse con su amada, por eso él era un paria en su patria, que no era su patria, pues no podía considerarse judío, ni castellano, ni nada, no tenía hogar, su hogar era el lugar común de los desesperados, de los que no tenían nada. Lo que más odiaba era no poder hacer nada durante el shabbat. El Talmud exigía que un judío no 58 Levítico 19.18. 63 hiciera ningún trabajo durante el mismo. La cuestión era el concepto mismo de trabajo, que comprendía exactamente 39 tipos de actuaciones. El criterio para ser incluido en esa lista no tenía nada que ver con lo ardua que puede ser una determinada tarea, era simplemente una cuestión dogmática. Uno de los tipos de trabajos prohibidos era escribir, y eso le hacía sentirse enormemente desgraciado, porque escribir se había convertido en su única salida. Había preguntado, en un momento de tristeza, la cantidad de caracteres que debía escribir para cometer el pecado de escritura durante el shabbat, y le habían respondido que dos. También había preguntado si era idéntico pecado escribir con la mano izquierda que con la derecha, y la respuesta había sido curiosa, no. No obstante, con objeto de prevenir contra el riesgo de caer en el pecado la prohibición primaria de escribir se reforzaba con el impedimento secundario de tocar cualquier instrumento de escritura durante el shabbat. Otro trabajo prohibido era moler grano durante el shabbat. De ahí se deducía, por analogía, que cualquier tipo de trituración, de cualquier cosa, estaba prohibida también. Esa prohibición se protege mediante el impedimento de la práctica de la medicina durante el shabbat, excepto, claro está, que corriera peligro una vida, una vida judía. La cosa se complicaba más, dado que el Talmud también prohibía explícitamente las medicinas líquidas y las bebidas reconstituyentes durante el shabbat. Todo ello significaba, analizado en su conjunto, que él no podía cumplir su obligación como médico durante el shabbat, a no ser que peligrase una vida judía, lo cual conllevaba que no podía atender a un no judío durante el shabbat. Había intentado razonar con sus maestros, había intentado comunicarse con ellos y demostrarles que aquello era una locura, pero ellos no comprendían. Argumentó utilizando las palabras del maestro Maimónides, que especificaba que: “cuando una persona sufre una 64 herida interna, es decir, desde los labios hacia adentro – en la boca, en el vientre, en el hígado, en el bazo o en cualquier otro órgano interno– se puede considerar que está gravemente enfermo y no necesita ningún análisis previo para determinar la gravedad de la enfermedad; por lo tanto, se puede violar la santidad del shabbat de manera inmediata, sin mayor inconveniente. Si una herida en el dorso de la mano o en una pierna se considera que es interna y no hace falta evaluar su gravedad, también se puede violar el shabbat para curarla. También se considera herida interna la fiebre acompañada de escalofríos. De la misma manera, en el caso de que cualquier enfermedad sobre la que digan los médicos que es peligrosa, aunque sólo afecte a la piel por fuera, se puede violar el precepto del shabbat basándose únicamente en el testimonio del médico”. Fue respondido inmediatamente por el rabino, que tenía claro que, tal como señalaba rabino Yehudá, del que había heredado el nombre: “los paganos, que no han santificado el sábado durante su vida sobre la Tierra, lo observan durante su estancia en el infierno, pues gozan de descanso durante ese día. Todos los viernes por la tarde, desde que empieza el sabbat, el castigo de los culpables se ve suspendido. Pero los israelitas que jamás observaron el sábado no encontrarán reposo ni siquiera ese día, dado que ellos han cometido el crimen de negar la existencia del Santo y han profanado el shabbat”59. Para él la cosa estaba clara, la vida humana era más importante que el precepto, pues el precepto estaba construido para salvaguardar el alma, y el recipiente del alma era el cuerpo. A pesar de todo, lo que había sido establecido permanece establecido para siempre, esa era la ley, esa era la regla, y, por absurdo que fuera, eso era lo que debía hacer. Para aquellos hombres la regla de Maimónides sólo se aplicaba al judío, por lo que el resto 59 Sefer ha-Zohar, o Libro del Esplendor. 65 de los hombres no tenían derecho a la vida, al apartarse de la religión verdadera. Las Sagradas Escrituras decían con toda claridad: “y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todos tus recursos”60, por lo que el respeto del shabbat no era sino una clara muestra del respeto a Dios. Estando escrito que “Israel guardará el shabbat”61. Había que consagrar ese día a las alabanzas, a la oración y el estudio de la Ley, no pudiéndose hablar de cosas banales, pues se estaría profanando el sabbat, y el que lo profanara quedaría excluido del pueblo de Israel. No podían o no querían entender que el maestro Maimónides, a pesar del valor que concedía a las leyes judías, consideraba que todas ellas deberían olvidarse cuando una vida humana, cualquier vida humana, se encontrase en peligro, porque la vida humana era el sustento esencial de la creación, obra y gracia de Dios, y si no se respetaba la misma se estaba insultando y renegando del mismo Dios que se parecía alabar sacrificando el cuerpo por una regla sin sentido. El joven sabía que el cuerpo del hombre era un símbolo maravilloso que debía ser conservado. El cerebro simbolizaba el agua y el corazón el fuego. Uno y otro también simbolizaban el Trono de la Clemencia y el Trono del Rigor. Cuando los pecados de los hombres son numerosos, Dios abandonaba el Trono del Rigor, que era el cerebro, y se sentaba en el Trono de la Clemencia, que era el corazón, sin el que el mundo no puede subsistir. De igual forma, un hombre cualquiera no puede dejar de lado la clemencia hacia sus semejantes, porque esos seres son seres creados por Dios, igual que los sefardíes, igual que todos los hijos del glorioso pueblo de 60 Deutoeronomio 6,4. 61 Exodo 31,16. 66 Israel, desperdigado por el mundo y aceptado en algunas partes por esos mismos hombres. Yehudá no entendía como se podía seguir pensando que el Creador de todas las cosas deseaba que su mundo fuera imperfecto y que el hombre muriera sin necesidad, sólo por una excesiva interpretación de una norma no muy bien entendida, sobre todo porque todo creador lo que intenta es mantener su creación. Era, pues, la ignorancia la que controlaba al hombre, convirtiéndole en un fantoche que no podía respetar su propia vida, y que no cuidaba de su hermano simplemente porque el día no era propicio. Yehudá no quería entender eso, por eso seguía luchando en su fuero interno por explicar a sus rabinos que el camino de la verdad y de la vida no puede ser interrumpido por reglas de inferior rango y calado. Por todo ello había acabado por tener fama de díscolo y respondón, algo que no gustaba a sus anfitriones, que lo veían como un insulto a su caridad al recoger al ofensor de la fe. Con paciencia, Yehudá debía esperar su oportunidad, desesperado ante tanta ignorancia y ante tanto odio. Acabó por callar su pensamiento, aunque le resultaba muy difícil asentir antes las bárbaras afirmaciones de algunos rabinos. No siempre conseguía permanecer callado, pero procuraba morderse la lengua cuando un pensamiento de los que aquellos hombres consideraban pecaminoso comenzaba a surgir de su mente y empezaba a dirigirse a sus cuerdas vocales para escapar de su cuerpo y ser transmitido. En ese punto era más partidario del pensamiento islámico de la vida, donde el ser humano se considera una criatura divina, que debe ser respetada y cuidada, incluso mejorada si es posible. Él sabía que la idea verdadera era la idea de la vida, de intentar mejorar en lo posible el mundo, no de estropearlo por ser un día determinado. 67 Lo absurdo del pensamiento religioso no era, no obstante, patrimonio único de los sefardíes españoles en particular, o de los judíos en general. Tertuliano, uno de los primeros padres de la Iglesia cristiana, llegó a escribir, aunque parezca mentira, en el pleno uso de sus facultades psíquicas: “creo porque es absurdo”. Ese era el principio fundamental en aquellos tiempos, creer porque no se podía hacer otra cosa, aceptar las reglas porque era más complicado pensar por uno mismo. En otro momento se planteó el debate sobre el alimento y la salvación. Su rabino, consciente de las relajadas costumbres del lugar donde había habitado su discípulo, tuvo que explicar con detenimiento las prohibiciones. “La comida elaborada de acuerdo con las prescripciones dietéticas de la Biblia, la comida kaser62 no solo depende de la condición del alimento en sí, sino de la forma de prepararlo; o, dicho de otro modo, una comida puede ser terefá63 o impura porque su consumo esté radicalmente prohibido por la religión o porque, estando permitido, no se haya elaborado de acuerdo con las normas prescritas. En la Biblia se establece una lista de alimentos taref y kaser; por ejemplo, está admitido el consumo de carne de mamíferos rumiantes que tengan la pezuña hendida, como indica Levítico 11,1-3 al decir: “y habló [Adonay] a Moseh y Aarón por dezir; a ellos: Hablad a hijos de Israel por dezir: esta es la animalia que comeredes de toda la qatropea que sobre la tierra: toda uñán 62 Apta o apropiada. 63 Comida degradada. 68 uña y hendién hendedura de uñas alçán rumio en la qatropea, a ella comeredes”. Asimismo, está permitido el consumo de los peces que tengan aletas y escamas, ya que en el Levítico 11,9-11 se señala que “a este comeredes de todo lo que en las aguas: todo lo que a él ala y escama en las aguas, en los mares y en los arroyos, a ellos comeredes; y todo lo que no a él ala y escama en los mares y en los arroyos, de todo romovible de las aguas y de toda alma la biva que en las aguas, abominación ellos a vos”. Asimismo, también se pueden comer todas las aves, excepto las que se indican en Levítico 11,13-19: “y a estos abominaredes de la ave, no sean comidos, abominación ellos: a la águila y al arçor y al esmerejón. Y al milano y al buytre a su manera. A todo cuervo a su manera. Y a hija del autillo y al mochuelo y a la cerceta y al gavilán a su manera. Y al halcón y a la gavia y a la lechuza. Y al calamón y al cernícalo y al pelícano. Y a la cigueña la ensañadera a su manera. Y al gallo montez y al morciégalo”. Además se prohíbe ingerir sangre, ya que, según Levítico 17,12: “Por tanto dixe a hijos de Israel: toda alma de vos no comerá sangre”. Pero ya hemos dicho que el carácter de kaser viene dado tanto por la condición del alimento en sí como por la forma de prepararlo. Especialmente importantes al respecto son las prescripciones sobre el modo de sacrificar los animales cuya carne se destina a la alimentación; el sohet64 debe procurar extraer siempre el nervio ciático y vaciar de sangre el animal”. Así continuó el rabino durante mucho tiempo, explicando cada alimento prohibido y cada acto contrario a la Ley. Yehudá era un hombre que no podía admitir las cosas así, de una forma tan radical, sin explicación aparente, por ello acudió a la Ciencia para comprender las prohibiciones. En algún momento encontró una explica64 Matarife oficial. 69 ción científica, como en el caso del nervio ciático, que según Ibn Ezra es un órgano débil y enfermo que, ingerido por el ser humano, puede producir debilidad al hombre. No obstante, el problema era que no resultaba fácil explicar tantas prohibiciones y la actitud tan negativa de sus hermanos en la fe de Dios. Yehudá, siempre preparado para la lucha dialéctica e intentando comprender mejor todo lo que le rodeaba, planteó la posibilidad de compartir con los cristianos los conocimientos que estaban adquiriendo, algo que escandalizó en gran medida a sus maestros. Uno de los rabinos le dijo con voz cortante: –El traidor revela los secretos, pero aquél cuyo corazón es fiel guarda para si la palabra que le ha sido confiada65. Otro gran defensor de la fe comentó: –Rabbí Simón dijo: “Yo no invito a los cielos a venir a escucharme, ni a la Tierra a oírme, al modo de Moisés66, pues nosotros somos quienes han de oír en este mundo ...Bienaventurados seáis, oh justos, a quienes el Misterio de los misterios ha sido revelado, cuando ni tan sólo lo ha sido a los Santos Supremos67. Era, pues, claro, que no había posibilidad alguna de comprensión entre cristianos y sefardíes. La situación se había puesto tan tensa que los cristianos habían cogido la costumbre de apedrear las casas de los judíos el viernes santo de su religión, con la plena aquiescencia 65 Proverbios 11,13. 66 Deuteronomio 32,1. 67 Sefer ha-Zohar, o Libro del Esplendor. 70 de la autoridad civil y con el respaldo de la autoridad religiosa cristiana, deseosa de exterminar a la plaga que tenían en casa y que, muchas veces, eran acreedores de la iglesia, que debía mucho dinero a los prestamistas judíos. Aquel mundo no subsistía sino por el secreto, por la ocultación, por la mentira, pues eso era lo que se pretendía en todo momento, utilizar la falsedad como moneda de cambio, dado que todas las religiones sentían un enorme desprecio por el resto, algo que, de por si, no decía nada bueno de sus dirigentes. Tampoco entendía demasiado a sus anfitriones cristianos. Con prontitud salían a la calle para representar escenas de su credo, extendiendo, o pretendiendo extender la historia a base de un enigmático realismo. En una representación del crimen de Nerón, al abrir el vientre materno para observar dónde había sido concebido, surgían entrañas sanguinolentas proporcionadas por el carnicero local, que se desparramaban de forma desagradable por el cuerpo de la víctima. Parecía como si sólo pudieran creer en aquello que veían, y eso les obligaba a mostrar las posibles imágenes de sus calenturientos pensamientos como modo de alcanzar una verdad de la que no se sentían demasiado seguros. El acercamiento a la fe de los cristianos resultaba, por tanto, bastante curioso, a la vez que muy aparatoso, sin la simplicidad del pensamiento de los musulmanes ni la privacidad de los sefardíes. Aquello era una curiosidad para Yehudá, que sentía muchos deseos de conocer todo lo que los cristianos de Toledo pensaban sobre su Dios. En este punto le resultaba curioso que llegaran, incluso, a representar a Dios, que en las piezas aparecía con túnica blanca y peluca, barba y rostro dorados, tan dorados o más que las alas de los ángeles que aquellos, 71 en opinión del pueblo del aspirante, idólatras se atrevían a mostrar tan impunemente. También eran capaces de representar a los diablos con máscaras espantosas, cuernos y colas bifurcadas, como si tuvieran un conocimiento especial de dichos seres. Ese era un mundo extraño y desconocido, un mundo que le estaba vedado, que se cerraba sobre si mismo igual que los suyos negaban cualquier esperanza a los demás. Era una locura, una absoluta y completa locura, pero todo parecía estar escrito y determinado, completamente prefijado para que las cosas no cambiasen en ningún momento. Yehudá contempla un día un auto de fe. Sus hermanos no se detenían ante esas ofensas a Dios, pero él deseaba comprender a sus vecinos. Se enjuiciaba a los herejes de una forma curiosa. La preparación del auto de fe se realizaba mucho antes de tener lugar el evento. Estos preparativos incluían la confección, o el arreglo, de los sambenitos68 y de las mitras69 que cubrían las cabezas de los condenados. En un cofre de terciopelo carmesí con un ribete de oro y una cerradura dorada se guardaban las sentencias de los infelices. Cargados con cruces verdes, los hombres y mujeres que eran juzgados debían caminar en procesión el día antes. Un dominico caminaba con la gran cruz verde de la inquisición, mientras que un oficial de la cofradía llevaba una cruz blanca. El fiscal tenía asignado su propio estandarte70, símbolo del matrimonio entre la iglesia y el estado. 68 Traje especial para estos eventos, era una túnica amarilla con aspas de color azafrán. 69 Sombreros cónicos en imitación al sombrero del obispo, pero a la inversa. 70 Una bandera de damasco rojo, con el blasón de armas real y cruz de la Inquisición. 72 En la plaza mayor se preparaban dos grandes escenarios, uno para los penitentes y otro reservado para la Inquisición. Las ventanas y balcones se llenaban de espectadores, que eran capaces de pagar grandes cantidades de dinero para obtener una imagen mejor. El auto empezaba temprano, con misas en la iglesia parroquial y en el mismo lugar de la celebración. Los herejes comparecían por orden de culpa jerárquicamente ascendente. La ruta que seguían los herejes en la procesión estaba completamente ocupada de espectadores deseosos de ver a los condenados. El final era lógico, algunos se arrepentían y se salvaban, otros morían. Sus obispos predicaban los diez mandamientos, como los rabinos judíos, cargando las tintas sobre los adivinos, agoreros y echadores de cartas, que se convertían en adoradores de otros dioses que no el Dios verdadero, por lo que incumplían de manera tajante el primer mandamiento, honrar a Dios sobre todas las cosas, al único Dios, al verdadero Dios. Lo curioso era que a los propios cristianos se les trataba injustamente a cada instante. Un zapatero se quejaba amargamente de los señores, que no querían dejarlos respirar, ni hablar, ni tener aspecto humano; pretendiendo que no se mezclasen con ellos en lugares públicos. Así las cosas, a los señores se les rendía homenaje forzoso y se les alimentaba con el tuétano de los huesos de los pobres, pues aquellos hombres no tenían más pensamiento que deslumbrar con oro y joyas, edificar soberbios palacios e inventar nuevos impuestos que abrumaban a todos los que estaban bajo su bota. Los gastos del vulgo disgustaban a los nobles porque beneficiaban a los burgueses antes que a ellos. Además la Iglesia se sentía robada por los mercaderes y los que prestaban dinero, porque estimaban que el flujo de riqueza acababa en seres innobles, sobre todo en judíos o moros, lo que le llenaba de odio. 73 En esos momentos no se comprendía que se pertenecía a la nobleza por nacimiento y linaje, pero había de confirmarse tal pertenencia viviendo noblemente, es decir, defendiendo a los necesitados y siendo justo en todo momento, porque esa era la misión del noble, defender al pueblo llano y convertir la vida en un lugar más agradable. Los cristianos eran crueles con otros cristianos. Un párroco apellidado Medrano fue torturado para que confesara ayuntamiento carnal con una beata a la que se pretendía condenar. Él gritaba que era inocente, pero a los torturadores no estaban para apiadarse de su víctima, la presa a la que había que devorar. Muchos miembros de la elite eclesiástica y los estadios menores vivían ostentosamente y desarrollaban conductas sexuales prohibidas. No importaba siempre y cuando el religioso se dedicara a sus asuntos y asumiera la necesidad de enriquecimiento de su Santa Madre Iglesia. Era un pacto de no agresión. Le encantaba estudiar Medicina. Adoraba las implicaciones de dicho oficio. En los momentos en que se dedicaba a ello se sentía plenamente feliz, lleno de una vida especial, de una fuerza que le alejaba del mundo que le había tocado vivir, de un mundo de odios y rencores mutuos, de incomprensión absoluta. Lógicamente, no podía realizar su aprendizaje en los studia de las órdenes mendicantes, pero tenía las aljamas de sus hermanos. Debemos tener presente en este caso que Toledo fue uno de los centros de mayor actividad científica de Europa en el siglo XIII, aunque en esos momentos empezaba a perderse el empuje, algo fundamental quedaba. La obtención del permiso para ejercer la Medicina requería una formación más larga que en otras ciencias, 74 consecuencia última de la incidencia en la vida y la salud de los seres humanos. Desde muy temprano se habían tomado medidas para evitar el intrusismo en la profesión de personas sin méritos y conocimientos suficientes. Los estudios se desarrollaban de una manera singular, mezcla de la antigua tradición y de un nuevo espíritu de superación. En al-Andalus, su origen, no existían madrazas donde se impartían las enseñanzas, por lo que la medicina se estudiaba en casa de los maestros, y consistían, la mayoría de las veces, en la lectura y memorización de diversas obras. Ese sistema, en Toledo se complementaba con una gran Biblioteca y la existencia de un fondo de “enseñantes” de medicina que reunían a sus discípulos para convertir su saber en conocimiento ajeno. Una vez adquiridos los conocimientos necesarios, el maestro otorgaba al discípulo un permiso de transmisión de lo aprendido que le autorizaba a enseñarlo o emplearlo en su profesión. Los estudios de Medicina se desarrollaban a través de tres sistemas o métodos de análisis: la lectio, la quaestio y la disputatio. Le lectio era la lectura de un texto básico de enseñanza, y era algo que disfrutaba Yehudá al principio de su aprendizaje, pero que comenzó a aborrecer cuando avanzó en su conocimiento. La quaestio, era el lugar donde Yehudá disfrutaba de verdad, dado que resolvían todos los problemas que se planteaba. Este sistema, copiado de la universidad cristiana, sedujo a la minoría científica sefardí, dado que era un sistema que se ajustaba plenamente al pensamiento rabínico que ellos defendían, suponiendo, constantemente, una reconsideración de todos los temas donde los especialistas destacaban. A disposición de los estudiantes había un número ingente de libros de medicina escritos en diversas lenguas. Por su procedencia y sus conocimientos de la lengua árabe estaba en mejor posición que el resto de sus compañeros, atados al latín. Por eso podía beber de las fuentes sin intermediarios. 75 Se sentía triste porque conocía el idioma de su amada y no podía estar junto a ella. Por las noches se levantaba excitado pues soñaba con ella, su tórrida imaginación cargaba sobre su vacío estómago y la imaginaba desnuda, entregada y libre, mientras él le acariciaba su dulce vientre y bajaba la mano hasta alcanzar el lugar prohibido. Quería estar en Granada, quería vivir su vida de nuevo, tan tierna, tan despreocupada, pero la realidad le golpeaba con una fuerza inusitada y le obligaba a aceptar las reglas de sus anfitriones aunque sabía que todo lo que le rodeaba era mentira, que no existía un verdadero amor en todo lo que contemplaba. Intentó racionalizar sus sentimientos, el deseo que tenía, estudió a Galeno y su De naturalibus facultatibus, donde se señalaba que la digestión, la nutrición y la generación de los distintos humores, así como las cualidades de las sustancias residuales son el resultado del calor innato. El aspirante no entendía muy bien el fin de todo aquello, pues nada práctico parecía derivarse de aquella lectura. Ibn Arabi de Murcia cuenta que, cuando Abu lWalid Muhammad ibn Ahmad ibn Rushd71 murió en Marraquech, cargaron el ataúd con su cuerpo en una acémila, y en el otro lado pusieron, a modo de contrapeso, los libros que había escrito. De esa forma realizó su último viaje a su Córdoba natal, donde sería enterrado. Ibn Arabi escribió después: “estaba yo allí parado y dije para mis adentros: a un lado va el maestro y al otro van sus libros. Mas dime: sus anhelos ¿viéronse al fin cumplidos?”. El aspirante entendía que si, que el maestro 71 Averroes. 76 había conseguido construir la realidad con su trabajo, que había llevado a los hombres a lugares que nunca habían soñado. Cuando Fernando III conquistó Córdoba, el cuerpo de Abu l-Walid Muhammad ibn Ahmad ibn Rushd ya había sido consumido por los gusanos, pero sus libros permanecían, estaban ahí, allá lejos, allá abajo, donde los hombres guardan el conocimiento, para que los anhelantes del saber cumplieran su destino a base de esfuerzo y dedicación, a base de amor hacia una profesión exigente y dura, llena de fracasos. Esos escritos se difundieron entre los sabios de todas las religiones, sin distinguir origen y condición, porque existían personas, como el aspirante, que deseaban seguir avanzando. La Medicina era su religión, su verdadera religión. El Tratado de los alimentos de Abu Marwan Abd al-Malik ibn Abi l-Ala Zuhr72 fue el primer libro que tradujo del árabe. Quedó sorprendido de lo que era capaz de aprender respecto al ser humano. Intentado olvidar a su amada, utilizó una receta de Avenzoar, el jarabe de lirio. Según Avenzoar tenía un agradable sabor, nada repugnante, y purificaba en gran medida el estómago y las venas, cortaba los humores flemáticos y producía una cierta apertura de las obstrucciones73. En la Medicina que Yehudá estudiaba se partía de la base que en el ser humano se determinaba la exis72 73 Avenzoar. Avenzoar señaló que “estos efectos se producen cuando se emplean hojas grandes, aunque las pequeñas son más eficaces. También limpia el pecho, el pulmón y las vísceras; sin embargo, debilita el estómago, pues no es astringente ni aromático. Sí al prepararlo se cuece con un poco de almástiga, resulta más efectiva y aún le resultará más útil a quien lo emplee asiduamente cada cuatro días. También es beneficioso contra las fiebres pútridas y prolongadas”. 77 tencia de cuatro humores: la sangre o humor rojo, la flema o humor blanco, la bilis amarilla o humor amarillo y la bilis negra o humor negro. Así se pensaba que la enfermedad y el dolor se producían cuando se perdía el equilibrio entre ellos y uno u otro aumentaba excesivamente, tanto en su poder como en su cantidad. El exceso o la escasez de cada humor también determinaba la constitución, el temperamento y el carácter de las personas74. Como la enfermedad se asociaba al desequilibrio, la terapia debe dirigirse a la restauración del equilibrio. La dieta y el ejercicio, lo que se llamaba régimen, estaba entre las terapias más comunes; purgar el cuerpo, mediante sangrías, eméticos, laxantes, diuréticos y enemas, era otro modo de reparar un equilibrio de los fluidos corporales. Bebía ávidamente de la fuente de sus profesores, gente que comprendía, o trataba de comprender, el funcionamiento del cuerpo humano como instrumento de Dios. Él, como alumno, escuchaba, extasiado, las explicaciones de aquellos hombres cargados de sabiduría y pensaba en convertirse en algo parecido, alejado de las luchas dialécticas de sus hermanos, que acababan dejando de lado la verdadera obligación del médico. Era, solamente, un hombre, pero se sabía diferente, porque comprendía lo que le estaban contando, porque entendía que era un ser distinto, un ser capaz de acercarse al enfermo con verdadero deseo de curar, no con un sucio instinto mercantilista, que era lo que pretendían muchos médicos de la época. Comenzaba a discrepar de las enseñanzas que recibía. Algunos médicos opinaban que era fundamental 74 Así, gran cantidad de humor negro originaba el carácter melancólico y depresivo, el dominio del humor amarillo generaba el temperamento colérico y la abundancia del humor blanco conllevaba el carácter flemático. 78 consultar la posición de los astros en el cielo a la hora de establecer el diagnóstico de las enfermedades o cuando tenían que realizar alguna intervención quirúrgica. Para Yehudá aquello no podía ser demostrado, y no podía entender que se retrasara una intervención necesaria para el paciente por motivos tan extraños. No obstante, debía aceptar ciertos hechos, dado que la influencia de los astros no era discutida por ningún maestro, incluso ibn Ezra decía: “Cuando nací las esferas y los planetas se desviaron de sus órbitas. Si vendiera velas, el Sol no se pondría hasta el día de mi muerte. De nada me sirve buscar el éxito porque se me han torcido los astros. Si vendiera mortajas, la gente no se moriría. Si pusiera mi mano en un horno, se apagaría y nadie lo podría volver a encender. Si fuera a buscar agua al mar se secaría, incluso aunque estuviera lloviendo. Si vendiera armas, los enemigos harían la paz y no habría guerra”. El problema era que desde Tácito se afirmaba que existía una relación entre los judíos y Saturno, planeta que, desde Tolomeo, estaba asociado a las características más negativas. Albumasar decía que los judíos están unidos a Saturno porque de esta manera se separan del resto de las religiones, lo mismo que este planeta se distancia de los demás porque es el que está más alejado de la tierra; y Abdalla de Granada75 afirmaba: “¿no dicen los judíos que son saturnianos? Esto es indudable pues, de hecho, ¿no hacen fiesta el sábado, que es el día de Saturno?, y ¿no está su carácter del todo acomodado a las cualidades de ese 75 Último rey zirí de Granada. 79 indicio Saturno, o sea, avaricia, sordidez, ruindad, engaño y traición?”. Yehudá no podía aceptar de plano todas esas teorías sobre su raza, su religión, y tampoco podía aceptar que los planetas influyeran de esa forma en los seres humanos, so pena de acabar siendo un proscrito para los hombres de bien por el simple hecho de haber nacido en el seno de una religión determinada. Era, pues, un problema de principio. Él conocía judíos buenos y judíos malos, igual que conocía personas buenas y malas de las obras religiones. Si esto era así, entonces los planetas no podían influir como se señalaba por todos. Así, aceptando que, tal vez, existiera alguna influencia, para Yehudá esta influencia sólo alcanzaría a la persona individual, y no podría ser tan fuerte como para marcar toda su vida. Todo aquello se solucionó cuando pudo leer a Maimónides, en su carta a los rabinos de Montpellier, donde decía: “sabed, señores, que todo lo que se relaciona con “lo que decretan las estrellas” –cuando dicen que algo ocurrirá así y no de otra manera, que el día del nacimiento de alguien le condiciona el carácter y determinadas cosas que le van a suceder– es absolutamente absurdo y falso. ...Sabed, señores, que la verdadera ciencia que se ocupa de las estrellas es la que nos permite conocer la forma de las esferas, su cómputo y dimensiones, el curso de su movimiento y el tiempo que emplea cada una de ellas, su inclinación hacia el norte o hacia el sur, su rotación hacia el este o el oeste, la órbita de cada estrella y como es su curso. Sobre todos estos temas y otros similares escribieron libros los sabios griegos, persas e indios, pues es una ciencia muy importante”. Con aquello Yehudá comprendió que su pensamiento tenía consistencia, que nadie se veía influido por los astros más allá de lo que se dejaba influir, y que cada persona era libre para hacer o para pensar por si misma, 80 sin acabar convirtiéndose en una triste marioneta de la conjunción planetaria. Supo, asimismo, que todo médico debía aplicar la totalidad de sus sentidos al conocimiento de la enfermedad, que se manifiesta en los diferentes fluidos del cuerpo y las diversas señales que el sanador debe interpretar de forma correcta. Aunque la mayoría de los médicos sólo entrenaban la vista y el tacto, el se comprometió con el resto de los sentidos, como la única foma de convertirse en el mejor médico posible. Él era una persona abierta, completamente centrada en su religión, la Medicina, por lo que no le importaba construir su conocimiento a través del trabajo diario, del aprendizaje, del esfuerzo, porque era plenamente consciente, tal vez por su origen, que todo lo que se deseaba conllevaba un esfuerzo. Escapar de la ignorancia era un camino duro, donde los obstáculos siempre son más poderosos que el caminante, pero la fuerza del deseo de conocimiento llega a ser tan grande que es capaz de mover montañas y alcanzar los objetivos. Ese era el pensamiento último de Yehudá, que confiaba en su mente para alcanzar el conocimiento. Algo diferente también comenzó a interesarle. Aprendiendo la mezcla de los elementos curativos un libro comenzó a llamarle la atención. Era un libro escrito en árabe, escondido detrás de varias obras poco consultadas. Se llamaba El museo hermético, y comenzaba con una frase que no lograba borrar de su cabeza: “ardua tarea es penetrar en las cualidades reales de cada cosa”. Buscaba perfeccionar todo lo creado a través de un agente perfeccionante. Era el contacto con una salida a las incomprensibles situaciones que vivían los hombres, encerrados en cuerpos imperfectos, en mundos imper- 81 fectos, cuan las sombras de la cueva del maestro griego, que siempre ocultaban una realidad mejor, superior. Comenzaba con la “Tabula smaragdina”, dictada por Thot-Hermes Trismegisto a un faraón egipcio que intentó compendiar la verdad en un solo pensamiento cierto: “Es verdadero, verdadero, sin duda y cierto: Lo de abajo se iguala a lo de arriba, y lo de arriba a lo de abajo, para consumación de los milagros del Uno. Y lo mismo que todos las cosas vienen del Uno, por la meditación sobre el Uno, así todas las cosas han nacido de esa cosa única, por modificación. Su padre es el sol, su madre la luna, el viento lo ha llevado en su vientre; la tierra es su nodriza. Es el padre de todas las maravillas del mundo entero. Su fuerza es orbicular, cuando se ha transformado en tierra. Separarás la tierra del fuego, lo sutil de lo grosero, suavemente y con gran entendimiento. Asciende de la tierra al cielo y vuelve a descender a la tierra, recogiendo la fuerza de las cosas superiores e inferiores. Tendrás toda la gloria del mundo, y las tinieblas se alejarán de ti. Esta es la fuerza de fuerzas, pues vencerá todo lo sutil y atravesará lo sólido. Así se creó el mundo. He aquí la fuente de las admirables transmutaciones y aplicaciones indicadas aquí. Por eso me llaman Hermes Trismegisto, porque poseo las tres partes de la sabiduría universal”. Era un texto difícil, sin sentido, pero en esas palabras existía un principio, un inicio, allí había algo importante. El aspirante supo que algo había cambiado en su interior. El primer conocimiento fundamental que descubrió en todo aquello fue la buena nueva de que el fondo del propio ser humano tiene naturaleza divina, dado que el alma aparece como un rayo de luz divina. 82 La mala noticia era el horror de la situación, dado que ese rayo de luz es prisionero de los poderes tenebrosos, está confinado en el exilio de la materia, encerrado en la mazmorra del cuerpo, los sentidos corporales lo engañan, los astros demoníacos lo mancillan y embrujan, para impedir su retorno a la patria divina. Al pleroma76 se opondría en la gnosis el kenoma77. La creación la asume Jehová, que se vuelve contra el Dios de la Luz y de la bondad, como un demiurgo o maestro de obras. Es el mundo real el que se debe mejorar por medio del arte, modificando la imagen de lo ya existente. El aspirante no podía creer que esos textos fueran tan claramente oscuros. Era la fuerza de una verdad intuitiva, una verdad que no escapaba a los hombres, pero que se pretendía ocultar para esclavizar a los no iniciados. Era consciente del frágil equilibrio en el que vivía. Su pueblo, el pueblo de Sefarad, apenas tenía derecho a nada. A muchos hombres de bien se les había acusado de comprar vírgenes y recurrir a la brujería, cohabitar de manera bestial, contra naturaleza, con el sexo opuesto, o con el propio sexo. Todo era válido para obtener un enriquecimiento que, en la mayoría de los casos, suponía la ruina de toda una familia; la huida. En esos momentos los estudios del joven eran, sobre todo, un peligro para su gente. Eso lo sabía el aspirante, pero no podía dejar escapar la oportunidad de saber más, mucho más, porque en su alma sólo existía el deseo de aprender, de conocer, de intentar descubrir el por qué de las cosas. Pronto comenzó a comprender la relación que existía entre aquel texto y la Cábala. Uno de los centros 76 La plenitud espiritual del mundo de luz divino. 77 La vida material del mundo de las apariencias. 83 de desarrollo de la obra era el árbol de los Sephiroth, el símbolo más influyente y complejo de la cábala. Los Sephiroth son las diez numeraciones que, combinadas con las veintidós letras del alfabeto hebreo, constituyen el plan de la creación de todas las cosas, tanto superiores como inferiores. Son los diez nombres o atributos de Jehová y forman el cuerpo del cosmos. Según el texto, se sustenta en los tres pilares, el de la gracia (derecha), el de la fuerza (izquierda), y el del equilibrio (el central). El pilar del medio forma la arteria principal, a través de la cual fluye el rocío divino en la matriz interior. En la creación se manifiestan solamente los siete Sephiroth inferiores, sin que los tres superiores sean conocidos por el hombre. Los nombres de los Sephiroth eran: 1.- Kether. La más alta corona, la voluntad inicial. 2.- Hochma. La sabiduría, simiente de todas las cosas. 3.- Binah. La inteligencia, matriz superior. 4.- Hesed. La gracia, el amor, la misericordia. 5.- Gehbura. El rigor, el poder condenatorio. 6.- Tiferet. La compasión, el esplendor, la belleza. 7.- Netzah. La perseverancia, la victoria. 8.- Hod. La grandeza, la majestad. 9.- Yesod. El fundamento de todas las fuerzas activas. 10.- Malcut. El reino, la morada de Dios en la creación. Junto a aquel libro tenía su conocimiento de las escrituras. Los Sephiroth inferiores, los nueve últimos, son accesibles a los hombres. Los rabinos expertos en la Cábala consideraban que, a pesar de ser nueve, en realidad son sólo uno, por ser su única esencia el Pensamiento y por estar vinculados únicamente a él. Están muy próximos al Pensamiento Supremo, pero jamás lo alcanzan, al ser éste tan sublime y oculto. La buena voluntad humana se eleva hacia esos nueve Palacios, la esencia de los cuales es igualmente la Voluntad, y son 84 los intermediarios entre lo conocido y lo desconocido, lo comprensible y lo incomprensible. Todos los misterios de la fe están encerrados en estos Palacios, formando un vínculo entre la voluntad del hombre y la Voluntad Suprema. Asimismo, las 22 letras de las Sagradas Escrituras están comprendidas en los 10 Sephiroth, que, asimismo, se encuentran comprendidos en las 22 letras de las Sagradas Escrituras. Lo cual significa que las Escrituras serían el camino último a la verdad, pero aquello se volvía demasiado cercano a la religión, algo que no encajaba en el espíritu del libro que estaba utilizando el aprendiz. Yehudá no acababa de entender como podía descubrir nada sólo a través de las palabras, por lo que intentó, en la medida de lo posible, destilar el lapis para alcanzar el verdadero poder de curación, el verdadero orden del mundo. Intentó seguir las complejas instrucciones del libro, pero combinaba símbolos con verdaderos pasos a seguir, por lo que el universo que pretendía montar en su retorta no era, especialmente, halagüeño. Al parecer el papel principal lo desempeñaba el mercurio, pero el mercurio filosofal, no el metal del mismo nombre, sino una substancia misteriosa de origen desconocido. De esa sustancia se extraería el espíritu material, el azogue, que en calidad de agente del opus, emprendería el vuelo en forma de paloma, no cesando de volar hasta obtener el lapis definitivo. El libro venía acompañado de rústicas y esquemáticas ilustraciones, que parecían contener en su interior la verdad de todo el proceso. El primer paso consiguió descubrirlo bastante pronto. Debía someter al oro ordinario a un doble proceso de purificación para liberarlo de sus impurezas; pero, a partir de ahí, las cosas no parecían demasiado claras. Otra dificultad añadida era la supuesta existencia de dos soles rodeando la tierra, porque era incapaz de 85 descubrir a que se refería el libro cuando hablaba del sol espiritual. Sus conocimientos sobre Heráclito le permitían vislumbrar que ese sol es el fuego vivificador que el autor llamaba artista, y que penetra en la materia para darla forma. Era a través de ese fuego como se conseguía la producción de vida, dado que la vida era producto del movimiento nacido de la tensión entre las dos fuerzas polares del amor y la disputa. Pero el punto más importante de todos era la unión de los principios masculino y femenino, entre el cielo y la tierra, dado que el producto de esa unión era el lapis, el hijo rojo del sol. Yehudá creía que se estaba volviendo loco, no podía entender nada, dado que se mezclaba de forma aparentemente indiscriminada el mundo externo con el mundo interior del hombre, con su alma. Lo que más claro le quedaba era el origen de los males del hombre. Al nacer, el alma, que está en la luz, desciende la escala de las siete esferas, siendo retenida en su bajada por los planetas, arcontes, y es en ese momento donde se envuelve de materia y se mancha con el fango. Cada uno de los planetas por donde pasa el alma le imprime una propiedad negativa que estropea su perfección; Venus le da la lujuria, Mercurio la avaricia, Marte la ira, hasta convertir el alma inmortal en un ser humano. La cuestión era como eliminar los siete pecados del alma para poder convertirse en un verdadero ser de luz, purificado y perfecto, que conllevaría el conocimiento de la verdad. Él sabía que el mal se encontraba en cada mortal; él mismo sentía odio, desprecio y deseo a cada instante, por lo que temía que no era la persona adecuada para seguir con la investigación que estaba desarrollando, pero, al mismo tiempo, sentía que quería ser diferente, que podía ser mejor, llegar más allá de donde se encontraba. Yehudá entendía que el problema se planteaba por la existencia de dos mundos dentro del mundo del hombre, uno visible y otro invisible, siendo lo visible el reflejo de lo invisible. Por eso las Escrituras comienzan: 86 Be-resit bara Elohim78, que tiene un claro significado, Beresit hizo nacer a Elohim, pues Elohim es el nombre sagrado visible, por ello Beresit está Arriba y Elohim es Su imagen en la tierra. Aquello se acercaba, como no podía ser de otro modo, a las ideas de Platón, y a la dificultad de conocer en la Tierra de abajo, dado que en ella sólo existen tímidos reflejos de la verdad. Obviamente, Yehudá necesitaba comprender como podía alcanzar la visión de lo invisible, pues esa visión era la única posibilidad de comprender lo que hasta ese momento le era vedado por el Conocimiento del hombre. Era plenamente consciente que el conocimiento era como una hermosa joven encerrada en un palacio, como Jasmina, la cual tenía un amante, él, pero nadie, excepto ella, conoce su existencia. Cuando él pasaba por delante del palacio para ver a su amada ella decide abrir una pequeña puerta en el muro. En el momento en que ella veía pasar a su amante acercaba el rostro a la abertura y lo retiraba inmediatamente. Todos los que pasaban delante del edificio no veían al a joven, sólo Yehudá la podía ver, puesto que sólo él dirigía su mirada, su corazón y su alma a su amada. Así el conocimiento debía buscarse con todo el alma, con todo el corazón, y él se sentía incapaz de entregarse de esa forma. Recordando lo que había aprendido, el libro que ahora tenía en su poder era un libro que hablaba con la palabra de la verdad, pero una cortina separaba al lector del autor conocedor de todo lo real del universo. Su obligación como estudioso era descubrir de una forma concreta y acertada el fin mismo del libro y su contenido. 78 Al principio creó Dios (Génesis 1,1). 87 TERCERO. Con el tiempo se convirtió en un magnífico médico, respetado y considerado por todos. Yehudá adquirió una casa y pudo, por primera vez en su vida, considerarse independiente. Su prestigio, ya que era sabio en sus conocimientos médicos, amable con el necesitado y atento con sus pacientes, resonaba por toda la región, lo que hacía que hasta los cristianos de la zona acudieran a él para solicitar consejo sobre sus enfermedades. Era, pues, un hombre integrado en una sociedad de difícil integración. Pero las cosas no son siempre como uno desea. Sus maestros sentían que habían hecho un buen trabajo. Habían conseguido convencer, incluso a los más recalcitrantes, que el hombre se había incorporado a la santa comunidad olvidando su pasado de pecador y centrando su vida en el beneficio de todos los hermanos que le necesitasen. Si bien sentía un cierto regusto amargo cada vez que pensaba en lo que se había convertido con el paso del tiempo, Yehudá se encontraba cómodo en su nueva posición, porque esta suponía un prestigio y un reconocimiento inusitado, sin que nadie se metiera en ningún momento con lo que hacía o dejaba de hacer, siempre y cuando cumpliera con el ritual de sus hermanos de una forma adecuada. La falta de creencia era, pues, el símbolo de su acercamiento al resto de la comunidad. Jovial con todo el mundo, cercano a los pacientes y respetuoso con los rabinos, en sus manos estaba el conocimiento de la 88 integración en la familia de los sefardíes toledanos, una enorme y bien avenida familia. Al mismo tiempo, las cartas de su padre desde Granada le confirmaban que las cosas no iban demasiado bien en la ciudad. Las prohibiciones eran cada vez más claras, los dirigentes musulmanes esperaban acabar con todas las religiones falsas y procuraban que los judíos no celebrasen sus ritos en público. De esta forma sólo en el hogar se admitía que un sefardí pudiera desarrollar su fe de una forma segura. Yehudá desesperaba pensando que no podía ayudar a los suyos como él hubiera querido, por eso había pensado en salir de Toledo y dirigirse a Granada para poder compartir la situación con su familia. Hasta ese momento su padre había actuado de forma tajante prohibiéndole el viaje a su hogar, todavía coleaban sus amoríos, y no era el momento oportuno para que un judío como él se pavonease antes los señores de la villa. Por ello, fue en aquellos momentos de su florecimiento como médico cuando surgió el tema del matrimonio. Él había dejado su compromiso en el limbo de la ignorancia, comportándose de manera cortés con la que debería ser su futura esposa, pero sin creerse demasiado que acabaría casándose con ella. En el fondo Yehudá no creía que tuviera que casarse con nadie, pues se encontraba muy feliz de estar como estaba, y no deseaba acabar con su libertad por algo como aquello, ya que no le parecía una forma de actuar ética contraer matrimonio de una forma tan contractual y poco romántica. No obstante, en aquellos instantes un hombre adulto tenía la obligación de contraer matrimonio y extender su semilla por el mundo, en una extraña forma de inmortalidad donde el origen perecía, pero la simiente seguía subsistiendo en los descendientes. Con unos esponsales concertados, su novia, ayudada por las mujeres de su familia, había comenzado a preparar el ajuar a partir del momento de la firma del 89 contrato. Yehudá había mantenido un contacto esporádico con la joven, pero en ningún momento se planteó el matrimonio como uno de sus fines. La realidad de golpeó con toda su crudeza cuando su padre, de improviso, le visitó en su consulta. Aquello era real, demasiado real. El padre de Yehudá fue franco y directo; había llegado el momento de cumplir las promesas dadas. Él era un joven médico que podía mantener una familia y la muchacha estaba preparada para el matrimonio, todo lo demás no importaba, era su deber el asumir sus obligaciones. Fue el momento de la verdad, Yehudá aceptó su deber. En el fondo, aunque seguía sintiendo que su amor era Jasmina, aquella mujer que llenaba su espíritu con el olor del limón y la granada, con el sabor de la alegría y de la esperanza; su futura esposa era una persona inteligente, agradable, que despertaba mucho cariño al aspirante, por lo que no fue de mala gana que se embarcó en el camino matrimonio, pues su sentido del deber era una parte de sus personalidad muy acusada. Varios días antes de la boda, a fin de que pudieran contemplarlo los familiares y amigos y tasarlo los preciadores para valorar si se atenía a las condiciones pactadas en el contrato matrimonial de esponsales, se expuso el ajuar, un conjunto de útiles para la casa y para la esposa, así como joyas y muebles. El día de la exposición del ajuar la novia celebró una fiesta con sus amigas y parientes del sexo femenino, que se reunían con ella para cantar, bailar, beber y comer dulces. Era el momento más importante de la vida de una mujer, el momento en el que adquiría carta de naturaleza su condición. Una mujer, cualquier mujer, era educada de forma concienzuda para alcanzar la condición de casada desde 90 que nacía. El destino de las jóvenes era claro desde el primer momento, por ello era tan importante preparar a la futura esposa para que se convirtiera en el dechado de virtudes que todo hombre buscaba o, al menos, debía buscar. Ella era, sin apenas saberlo, feliz. Desde el momento en que tuvo uso de razón y conoció físicamente a su futuro esposo Anna se convirtió en una mujer dominada por un deseo, llevar al gozo máximo a su amado. Sus conocimientos sobre la vida se ceñían a lo que su padre, hombre integro y poderoso, había decidido, algo que la convertía en una especie de sumisa esclava del señor de su hogar. No obstante ella, poderosamente hermosa e inteligente, escapaba de las férreas enseñanzas de su progenitor y llenaba su mente con pensamientos románticos respecto a su esposo, pensamientos que se encendieron cuando le vio convertido en un apuesto joven aspirante a doctor. El romanticismo estaba en toda la esencia de Anna, que deseaba ser amada por su esposo. Ella sabía que él había tenido una experiencia sentimental con una joven musulmana en su tierra, por eso deseaba con más fuerza estar con él, para convertirle en su esposo de verdad, acercarle a lo que ella deseaba y convencerle de su amor. Yehudá era, pues, para Anna, como un enorme reto que debía ser asumido con valentía, además de un destino agradable y un futuro prometedor, porque el hombre era respetado y conocido por toda la comunidad, con lo que el nombre de ella sería también asociado de forma irresoluble con el respeto que él generaba. El padre de la muchacha también sentía que había concertado una buena boda. Su hija acababa con un hombre que ya tenía muchos posibles, y que había alcanzado un prestigio dentro de los hermanos de la comunidad, suponiendo un experto médico y un buen consejero para los momentos de dificultad. 91 Todos parecían sentirse felices con el enlace, porque aquel matrimonio era un nuevo paso hacia la perpetuación de la raza, un nuevo eslabón que unía a los sefardíes y mantenía la fe intacta, después de muchos siglos de peregrinación por diferentes países a lo largo de todo el mundo. El día de la boda músicos de ambos sexos acompañaron a la novia al baño nupcial. La joven iba seguida de sus hermanas, su madre y sus tías, llevando los utensilios de aseo enviados la víspera por la familia del novio. La novia usaba para tal ocasión suntuosos vestidos y numerosas joyas. Ella sentía que toda su vida se concentraba en aquel instante, que su mundo se convertía en una existencia perfecta, porque ya podía completar su limitada vida con su esposo. Su vida se había construido para llegar al matrimonio, y, por fin, se cumplía su objetivo, su misión, su destino de vida. El camino fue amenizado con canciones acordes con la ocasión. La madre de la joven, acompañada de sus tías, comenzó: Aunque le di la mano la mano le di. Aunque le di la mano no me arrepentí. Aunque le di la mano, la mano al caballero, anillo de oro metió en mi dedo. Aunque le di la mano, la mano al hijodalgo, anillo de oro metió en mi mano. 92 Después, las jóvenes amigas de la novia, ya casadas, pusieron el toque picante en el camino: ¿Quién busca a la novia y viene desarmado? –Las mis armaduras con mí vo las traigo. Ella se metió en la cama, en la cama me metí yo. Que ni sé por qué, ni porqué no. Ella me entregó el tintero, la pluma le entregué yo. Aquellas canciones fueron reprendidas por las mujeres más mayores, aunque una sonrisa de complicidad se dibujaba, a la vez, en su rostro. La joven novia, en cambio, se sonrojó enormemente, porque sentía miedo de lo que iba a suceder esa noche, algo que su madre había intentado explicarle, aunque las palabras de la buena mujer no habían llegado a ser entendidas por su hija. Las relaciones sexuales con un hombre eran totalmente incomprensibles para Anna. Jamás había tenido la oportunidad de acercarse, ni siquiera un poco, a la sexualidad masculina, oculta por miles de tabúes y velos que no dejaban a jóvenes como ella comprender el funcionamiento del cuerpo del hombre, que ni siquiera dejaban comprender el funcionamiento de su propio cuerpo. Como cualquier acto más o menos sexual fuera del matrimonio era un horrible pecado, cuando ella tenía un pensamiento de deseo respecto a su prometido, sentía el fuego del infierno acercarse y temblaba de puro terror. Por eso nunca se atrevía a pensar en su prometido y futuro esposo como hombre, y sólo lo veía como un hermano doctor. El baño de la novia duró varias horas. La madre del novio entregaba la novia completamente desnuda a la bañera, mujer encargada de asistirla en el baño. Ésta, a continuación, entra con la novia en el baño y cuida de que el agua cubra por completo su cuerpo; asimismo 93 cuida de que no roce su cuerpo con los muros de la piscina y reza las oraciones de la purificación. La familia de Yehudá había regalado a la joven innumerables productos que venían de los reinos musulmanes de oriente, un lujo que muy pocos podían permitirse en aquella ciudad. Era un verdadero lujo, un regalo de nivel tan alto que el padre de la novia se vio obligado a aumentar la dote, con mucho gusto por su parte, porque sentía que aquella unión sería muy buena para su hija, a la que quería con locura. Después de haber hecho abundante uso de todos los objeto y de todos los ingredientes que contenía el paquete enviado por la familia de su novio, la futura esposa tenía que llevar a cabo la triple inmersión (tebilá) ordenada por las prescripciones rabínicas. Todo aquello era una un perfecto minué completamente preparado para que la gente, en un mundo donde ser judío podía ser un problema, supiera de la cohesión del grupo. Todos sentían que su papel era importante, y todos sabían que aquella unión suponía nueva vida para la judería, para su fe. Posteriormente, la madre del novio vistió la camisa a la novia, y las demás mujeres de la familia del desposado las demás prendas, que debían de ser blancas para que la vida que iba a comenzar fuera clara y alegre. Obviamente todo aquello no lo contempló Yehudá. Que estaba muy nervioso por el paso que iba a dar. Su padre trataba de llevar calma a su agitado corazón, pero conocía a su hijo y sabía que todo lo que pudiera decirle o hacerle era inútil, que lo único que debía conseguir es que llegara vivo a la ceremonia. La ceremonia de la boda, propiamente dicha, se celebró en la sinagoga, dado el número de invitados que asistieron a tan importante matrimonio. Bajo la hupá, o 94 palio nupcial, se colocó el tálamo en el que se han de sentar los novios y en el cual se encendieron dos velas. El rabino oficiante bendijo la copa de vino y la dio a beber a ambos contrayentes, simbolizando así su obligación de compartirlo todo. En ese momento Yehudá se sentía morir. Conocía a su futura esposa, que era una muchacha hermosa, agradable, la mejor mujer que un hombre sefardí puede esperar. Estaba maravillosa, radiante, cubierta de una luz que hacía muy difícil que un hombre no se enamorase de ella. No obstante el aspirante sentía que estaba traicionando a su corazón. Anna era estupenda, atractiva, verdaderamente hermosa. Yehudá sentía un verdadero deseo de poseer su cuerpo, pero temía que solo fuera ardor sexual lo que le atraía de la joven. Quería ser un buen marido, quería que su esposa se sintiera orgullosa de él y alcanzara la felicidad a su lado. Por eso tenía miedo, porque no confiaba en su capacidad para hacer feliz a la joven Anna. En el momento oportuno Yehudá colocó en la mano de su novia un anillo de oro pronunciando las palabras hebreas: Haré at mecudéet li betabá´at zot, kedat Mosé veYisrael79. Luego se leyó el texto arameo de la ketubá o contrato matrimonial, en el que se especificaban las obligaciones de los contrayentes y la dote de la novia. Al final se recitaron las seba´ berajot80, y Yehudá rompió con el pie un vaso, en recuerdo de la dolorosa destrucción del Templo de Jerusalén. Acabada la ceremonia, se condujo a la novia a la casa del nuevo marido con cantos y música. En el patio de la casa esperaban los invitados la consumación del matrimonio comiendo y bebiendo, porque era un día de 79 He aquí que tú estás consagrada a mí por este anillo, según la Ley de Moisés e Israel. 80 Las siete bendiciones. 95 celebración y de felicidad para todos. En la habitación los jóvenes no eran capaces de articular palabra, azorados y temblorosos esperaban que algo pasara, pero ninguno de los dos parecía estar dispuesto a hacer nada para que las cosas cambiaran. Finalmente Yehudá se acercó a ella y la besó, apasionadamente, mostrando todo su deseo contenido. Aquello fue la chispa que encendió la llama. Ambos jóvenes quedaron absolutamente desnudos, sus cuerpos se entrelazaron de forma perfecta y eficiente mientras el pene del hombre penetraba y desvirgaba a Anna, que sintió una pequeña punzada, seguida de un fuego abrasador que le recorrió todo el cuerpo. Instantes de maravilloso sexo vivieron los jóvenes por primera vez en aquel día. Ambos aprendieron el cuerpo de otro perfectamente, tan deseosos estaban de alcanzar la plenitud en su relación. El amor se desató en ese instante, torrente de sentimientos que anulaba los sentidos y convertía a los cuerpos de los amantes en una conjunción de simbiosis perfecta. Tras la consumación del matrimonio la fiesta continuó. La alegría de todos era patente, la joven tenía la cara teñida de felicidad, y Yehudá parecía menos ceñudo que de costumbre, como si el mundo, al final, se hubiera comportado con él de una forma adecuada, y hubiera comprendido su papel en el complejo sistema que le había tocado vivir. Padres y amigos bebían con alegría, intuyendo que el hombre se había integrado plenamente en la comunidad, la santa comunidad, y que la joven se había transformado en una mujer, una mujer plenamente consciente de lo que era y de lo que se esperaba de ella, preparada para cualquier cosa. 96 Aquellos jóvenes eran la esperanza de un pueblo, lo mejor que podían ofrecer al futuro, eso lo sabían los rabinos, que disfrutaban del momento, pues había sido muy duro convertir a un hombre como Yehudá en un verdadero judío integrado en una sociedad tan complicada como la que ellos tenían. El tiempo y el esfuerzo que habían dedicado al hombre habían valido la pena. Habían acabado por amar al joven Yehudá, habían alcanzado un sentimiento de cercanía con el pensamiento del hombre, alguien que luchaba por lo que consideraba justo aunque supiera que iba a perder. En la sinagoga se celebró el viernes por la noche el oficio festivo Por fin se congregaron, junto con todos los fieles. Los varones en la nave, tocados con la kipá81 y cubiertos con el talit82. Las mujeres en la galería, en el piso superior. El rabino se colocó en la tebá83, sacando del aron84 los rollos de la Torá85, para dirigir la oración. Todo era completamente predecible, completamente normal, todos se comportaban como se debían de comportar. Los rollos de pergamino de la Torá estaban hechos con materiales estrictamente elegidos y confeccio81 Solideo. 82 Manto blanco de oración. 83 Tarima donde se realiza la lectura pública. 84 Armario donde se guarda la Torá. 85 Pentateuco. 97 nados con estrictas prescripciones rituales86. En nin-gún momento el rabino tocaba directamente el rollo sagrado durante la liturgia, y se servía de un yad87 para seguir las líneas escritas. La verdadera fiesta la disfrutó Yehudá en su hogar. Su esposa, el ama de la casa, encendió al caer el sol las dos velas rituales y una lamparilla de aceite mientras rezaba una oración. Ellos dos, juntos, solos, emocionados, enamorados, quizá por primera vez desde que se conocieron, compartían su intimidad. Yehudá, también por primera vez, pronunció la bendición del quidús sobre la copa llena de vino. La mesa estaba preparada sobre un mantel blanco como la nieve, con dos bujías apuntadas con dos candelabros color del oro y posados uno de cada lado. El aspirante, feliz, bebió un sorbo del vino y lo pasó con alegría a su esposa. Comieron el alimento que había preparado la joven, y no hubo alimento mejor cocinado para Yehudá en toda su vida, pues era el amor el que vivía en aquella mesa. Después de comer el esposo leyó a la esposa la parasá88 de la semana, luego ambos cantaron ciertos pismonin como “Yoduja Rajiona, Omar l´adonai majsi” y, por último, “Pazare agora y vere la tierra santa de Tevaria”. Ese mismo viernes por la noche, Anna preparó un pastel relleno de carne picada y queso. El fuego se mantuvo hasta el día siguiente a mediodía. 86 Los encargados de escribirlos deben ser hombres piadosos que se purifican antes de emprender la tarea. 87 88 Puntero. Una de las cincuenta y cuatro partes en que se divide la Torá, una para cada día de la semana. 98 El sábado siguiente a la boda89 correspondió a Yehudá el honor de hacer la lectura pública sinagogal. Después, durante el sábado, continuó el descanso hasta que aparecieron en el cielo las tres primeras estrellas que anunciaban el final del día. En esos momentos Yehudá recitó sobre el vino y diversas especias olorosas la habdalá90. Los ocho días que seguían a la boda se llamaban la semana de la hupa. En estos ocho días el novio no trabajaba y debía quedarse al lado de su mujer. De las puertas y ventanas abiertas de las casas de los consuegros se oían cantos y se contemplaban bailes. Para aumentar el deseo sexual Yehudá y Anna fueron alimentados como requería la ocasión. Siguiendo a Maimónides, para aumentar el deseo sexual había que alimentar al cuerpo con todo aquello que contribuye a mejorar la calidad de la sangre y todo lo que hidrata e incrementa la humedad del cuerpo. Por ello fueron alimentados con carne de cordero y de paloma y una sopa formada por nabo, cebolla, guisantes, judías espárragos y menta. También para potenciar la erección se alimentó a Yehudá con leche, frutos secos y uvas. Yehudá, con esos mimbres, teniendo en cuenta la hermosura de Anna, no tuvo problema de erección la noche en que volvieron a consumar el matrimonio. 89 90 Sabbat del tálamo. Bendición que marca el final del sabbat y el comienzo de la semana. 99 El primer domingo después de la hupa Yehudá cantó una canción alusiva al principio de la semana. El no había sido nunca un hombre creyente, pero sentía que necesitaba demostrar su felicidad de alguna forma, y esa forma era cantando: Buena semana nos dé Dio alegres y sanos. A mis hijos bien decir que me los deje el Dio vivir. Buena semana. Para fadar y cercucir, para poner tefellín Buena semana. Seguidamente de aquello besó a su esposa, su nueva esposa, y abrazó su cuerpo como si fuera a perderla en cualquier momento. El aspirante había encontrado algo que siempre había buscado, y lo había encontrado de mano de la joven con la que se vio obligado a casarse. Ella era todo lo que él buscaba, sus ojos reflejaban la oscuridad de la noche, sus manos, blancas y afinadas, eran promesas de afecto. El amor, tanto tiempo olvidado, surgió del alma de Yehudá como una fiera que quisiera devorar a su amo. Aquello era todo lo que él deseaba, aquello era la luz en un lugar cargado de oscuridad. Podía sentir que su ser se completaba absolutamente. En esos momentos entendió las recomendaciones de Maimónides sobre la risa, la felicidad y descanso como beneficiosos para el sexo. Anna era bella, absolutamente bella. Su cuerpo, relativamente pequeño, era hermoso y perfecto. Su pelo negro, sus ojos oscuros, aunque algo aceitunados. En la vida una persona ha podido contemplar tanta belleza en aquellos lugares donde el cristianismo había vuelto a asumir su papel. Tierna, delicada, amable, cada gesto que hacía era una pequeña danza de amor hacia su esposo, lo que obligaba a Yehudá a contenerse, dado que no podía pensar obsesivamente en el sexo con ella, aunque en su 100 pensamiento siempre estaba presente su nueva y asombrosa esposa, un regalo del todo punto encantador. Era como una copa de vino, embriagadora y dulce, pero con un efecto poderoso en el interior del cuerpo. El amor rozaba claramente el alma de Yehudá, que no quería pensar en otra cosa que en pasar la vida entera con aquella mujer, tan sublime, tan perfecta, tan cercana a lo que él había deseado. Su espíritu, muy diferente al resto de su gente, le decía que ella era el amor de su vida, el verdadero cuerpo al que debía entregar su fe, sus sentidos, todo. Era tan cálida que Yehudá sentía que moría de calor en su fuego. Apenas podía respirar cuando estaba junto a ella, tan arrebatadoramente deseable. En uno de esos momentos maravillosos en los que estaba con ella, Anna, sintiéndose un poco avergonzada, le había preguntado si le hubiera gustado que su mujer tuviera más pecho. Yehudá, que en ningún momento se había planteado tal hecho, acarició con dulzura el suave pecho de su amada y le dijo, claramente, que nada ni nadie podía alcanzar a tener una mujer tan hermosa y atractiva como era ella. Su perfección era tan grande que apenas se podía uno concentrar en otra cosa que en su presencia cuando ella acudía a la habitación donde estaba Yehudá. Por ello la felicidad pareció entrar, por fin, en la vida del joven médico. En otro momento de sus intimidades ella sintió que estaba cometiendo pecado al desear unirse con su marido, porque Anna siempre había sido educada en la medida y en la moderación, y ella deseaba sentir a su esposo dentro de ella. Yehudá la tranquilizó recordando al rabino Simón, que consideraba que si Dios no hubiera creado el espíritu del bien ni el espíritu del mal el hombre no podría merecer o desmerecer, por lo que los deseos sexuales eran buenos o malos según el espíritu que les incitaba, pues estaba escrito, “mira: hoy pongo ante ti la 101 Vida y el Bien, la Muerte y el Mal”91, así la tierra no ha sido creada para que permanezca vacía, pues también está escrito, “el que la fundó no la creó para el vacío; para ser habitada la creó”92. Con estas palabras Yehudá tranquilizó a su joven esposa respecto al deseo sexual, y como ella estaba deseando darle un hijo y heredero, aquello fue un descanso para el atormentado cerebro de una persona que había sido educada en el más oscuro de los mundos, un mundo donde el pecado siempre estaba presente. Ella era una persona llena de vida, de deseo, de sabiduría interior, aunque nunca había sido educada en el camino del saber de los hombres. Yehudá estimaba cada comentario que salía de sus labios, porque eran los comentarios de un espíritu puro, pleno de un halo de misterio y bondad que acababan convirtiendo al hombre en un idólatra de su propia religión, creada para someterse a su señora Anna. Al poco tiempo Yehudá no podía dejar de pensar en lo que suponía tener a Anna a su lado, tan llena de amor, tan maravillosamente viva. Quería a Anna como no había querido a ningún otro ser en el universo, porque ella era su esperanza, su realidad, su corazón. Deseaba abrazarla, tenerla, poseer todo su cuerpo y su mente, porque ella era una verdad indefinible, magnífica. El amor, hasta ese momento esquivo, no era sino una luz que le alcanzaba a cada instante, tan obsesionado estaba. La quería tener siempre a su lado, hasta el punto de negar ciertas tradiciones de su pueblo, que siempre tenía muy claro lo que se podía hacer y no hacer con el hombre y la mujer juntos. 91 Deuteronomio 30,15. 92 Isaías 45,18. 102 Algún hermano bienintencionado le regaló por aquellas fechas un curioso cinturón, preparado especialmente para infligir castigo corporal. Conocedor de la naturaleza humana, sabía que era aceptado en todos los lugares donde imperaban las religiones del libro que el marido pudiera corregir a la mujer a través de castigos físicos93; e incluso los legisladores de las ciudades preveían la no intromisión de la justicia en los asuntos de riñas familiares, a no ser que se llegara al homicidio. No obstante no entendía como un hombre podía golpear a una mujer para demostrar su autoridad y hacerla más sumisa en su comportamiento, porque, para él, la mujer era una compañera con la que compartir todo. Yehudá no podía ser así. Incluso repudiaba la costumbre de comer separadamente hombre y mujer, como sí la mujer pudiera contagiar alguna enfermedad al marido, al hombre, algo totalmente ridículo. Él era un hombre de ciencias, un verdadero conocedor del cuerpo humano y de su funcionamiento, y no iba a aceptar tonterías y creencias sin sentido. Aceptada la felicidad, no podía admitir que la violencia fuera la solución a los problemas del hombre. No creía que la fuerza debiera utilizarse para solucionar las cuestiones que se pudieran plantear entre personas, porque él veía a Anna como un ser independiente y maravilloso, un ser que podía aportar tanto como él mismo. Quizá fue en esos momentos, o poco tiempo después, cuando entendió, verdaderamente, el mensaje del libro. 93 En la cristiandad, según Bernardino de Siena, un ineludible derecho y deber del hombre era el de instruir y si era necesario, en caso de error, corregir a la mujer, incluso recurriendo a sistemas drásticos, mientras que la mujer tenía la obligación de temer, servir y obedecer al marido. 103 Yehudá estaba en contra de la utilización que se estaba haciendo del shabbat. En una ocasión tuvo que asistir a un parto en el sagrado día y los rabinos, sin comprender la situación de necesidad que había surgido, le multaron y le denunciaron a los oficiales reales, que fueron bastante diligentes en cobrar la multa, de la que se llevaron nueve décimas partes. Tuvo que enfrentarse, de nuevo, con los dirigentes religiosos de su pueblo. En una discusión memorable demostró, sin ningún género de duda, que el cumplimiento del shabbat hubiera supuesto la muerte de la madre y del niño, por lo que se hubiera incumplido el mandamiento de la Ley de Moisés que prohíbe matar, puesto que la omisión del que sabe es como la acción del que no sabe. Finalmente, vencedor moral del debate, fue conminado por su suegro a dejar de luchar contra las tradiciones, aunque se le restituyó el dinero pagado. En ningún momento Yehudá pensaba en el dinero, que lo daba bien empleado por haber conseguido salvar al niño y a la madre, lo que pretendía era abrir las mentes de su gente ante la realidad de la vida, una realidad que exigía comprender la naturaleza humana y no establecer rígidas reglas que suponían, en la vida cotidiana, enormes problemas para los fieles. Ejemplos de ello los tenía constantemente. El lavado ritual era una especie de tortura sin sentido. No podía realizarse dejando las manos bajo un grifo; cada mano debía lavarse por separado con agua de una taza de un tamaño mínimo, también prescrito, sostenida por la otra mano94. Asimismo, cuando cualquier judío pretendía aliviarse en un espacio público no podía hacerlo en dirección norte-sur, porque el norte se asocia con Satán. 94 Esto era así aunque las manos estuvieran demasiado sucias lo que hacía imposible lavárselas de esa manera. 104 Satán, en este sentido, era muy tenido en cuenta por todos los hermanos de Yehudá, tal como hacían los mismos cristianos. Era como una obsesión. Se suponía que los setenta bueyes sacrificados durante los siete días de la fiesta de los Tabernáculos se ofrecían a Satán en tanto que señor de los gentiles con el fin de mantenerlo ocupado y que no interfiriera en el octavo día, cuando se le hace le sacrificio a Dios. Cuando era niño no le importaba, pero ahora consideraba una excentricidad de su pueblo que todos los aspectos de la vida, tanto individual como social, estuvieran contemplados, por lo general con demasiado detalle, en las Leyes y reglas del Talmud, lo que suponía un anquilosamiento que impedía al hombre ser el mismo. Un ejemplo, horrible del todo punto para Yehudá, era la prohibición de montar a caballo durante el shabbat. Como durante el shabbat está prohibido cosechar, esto se extrapola a otras actuaciones, tales como cortar la rama de un árbol. De ésta extrapolación se deriva la prohibición de montar a caballo, ya que de esta forma se protege contra la tentación de cortar una rama para azotar al animal. En ese sistema no importa que se diga que ya se cuenta con una fusta fabricada o que se tiene la intención de montar en una zona sin árboles; lo que ha sido prohibido permanece prohibido para siempre, aunque sea absurdo. Además de lo absurdo de la postura, siempre existía la heterim95. Así, una prohibición absoluta podía ser excluida, esto es, dispensada, cuando se acudía a subterfugios para evitar la prohibición, como en el caso del ordeñe durante el shabbat, que obligaba a utilizar a gentiles para evitar problemas a los animales. Aquello era absolutamente irritante. Se partía de una base errónea, y se trataba de engañar a la ley en lugar de cambiarla, como hubiera sido lo normal y lo lógico. 95 Dispensa. 105 Toda la vida de sus hermanos se circunscribía a engañar una ley que ellos mismos habían creado, a esquivar unos daños que ellos mismos se habían autoinfligido, porque el problema estaba en su corazón, en un corazón que no podía aceptar que la tradición estuviera equivocada, aunque el error siempre estuviera presente ante sus ojos, demasiado quemados por la lectura de las Escrituras y del Talmud como para levantar la vista a la realidad, a la vida real de la gente sefardí, con sus problemas y sus angustias. Su gente era incomprensible para él. Su suegro, reticente a las nuevas ideas, intentó hacerle comprender que el hombre debía seguir a la mayoría. Así, el Éxodo utilizaba las palabras “inclinándote a la mayoría para torcer la justicia”. Yehudá no lo podía creer, en una discusión que supuso un disgusto para todos, le hizo ver que el texto real decía, “no sigas a la multitud para hacer el mal, ni depongas en litigio inclinándote a la mayoría para torcer la justicia”96. Lo que suponía, según el tenor literal, lo contrario a lo que se pretendía demostrar. El problema era que, en la enseñanza talmúdica, el texto que su suegro utilizaba se concebía con la interpretación que el pobre hombre hacía, desviando la palabra de Dios para convertir unas palabras de justicia en una injusticia que pretendía someter a la voluntad de todos a los hombres justos. Yehudá intentaba integrarse en dos sociedades distintas, no excluyéndose de la sociedad cristiana, aunque sus hermanos lo intentaban, lo mismo que hacían los propios cristianos. Si los cristianos despreciaban a todo lo judío, y una gran mayoría consideraba que debían desaparecer; sus propios hermanos, sobre todo los más ortodoxos, interpretaban a su manera el versículo “amarás al prójimo como a ti mismo”97. Para muchos santos 96 Éxodo 23,22. 97 Levítico 19,18. 106 rabinos aquello significaba que debes amar a tu prójimo judío, pero no al que sigue cualquier otra religión, porque esa entidad no es un hombre sino un animal, una criatura satánica, como el cerdo, el perro o el mono. La casa de Yehudá era una típica y tópica casa de la época. Escasa de mobiliario98, colocado a lo largo de la pared para facilitar el paso, pues no existía pasillo; no obstante disponía de dos armarios donde guardaba sus instrumentos de trabajo, y una hermosa librería donde disponía del saber que tanto ansiaba. Varias hornacinas servían para colocar el ajuar de Anna, y en la habitación de los señores existía una específica donde ellos se podían asear, pues Yehudá estimaba que la limpieza y el aseo eran puntos esenciales para conservar la salud, algo que un buen médico siempre debía procurar. Su cocina, simple pero eficaz, disponía también de una hornacina con lavabo para lavar los platos. El agua para los lavabos la obtenían a través de tuberías, un lujo que asustó, en un primer momento, a la sirvienta que hacía las labores del hogar, que sólo lo había visto en las casas más señoriales. También había dispuesto Yehudá que las paredes de las habitaciones donde convivía con su esposa fueran recubiertas de hermosas y gruesas telas, con el fin de combatir el frío y la humedad, pues estimaba que ellos eran los generadores de muchas muertes a lo largo del gélido invierno. Toledo, para él, no era sino un lugar frío 98 Asientos (taburetes y bancos), diferentes tipos de arcas y arcones, mesas, casi todas desmontables, y la cama para ellos, mientras la sirvienta dormía en un saco de paja. 107 al que debía acostumbrarse, pero que suponía una fuente inagotable de enfermedades. Había conseguido que las ventanas de su casa estuvieran recubiertas de cristal, un enorme lujo que pretendía conservar, porque para Yehudá el mundo no era sino un lugar que debe ser adaptado a las necesidades humanas. Como había vivido en casas ajenas, sabía lo difícil que era dormir en lugares poco resguardados donde las ventanas estaban cubiertas de telas enceradas que apenas impedían el paso del aire. Siempre consciente de la necesidad de higiene en las casas como forma de evitar las enfermedades y obtener la salud, no seguía la costumbre de sus coetáneos, y no alfombraba el suelo de su hogar con hierbas fragantes en verano o con paja en las demás estaciones, pues esa práctica favorecía a las pulgas que cohabitaban las casas de una forma continua, dominando a los habitantes humanos y haciendo imposible la vida. Su sistema era mucho más simple y más efectivo, la limpieza, la diaria limpieza de suelos y elementos del hogar como forma de prevenir las enfermedades y salvaguardar la vida. Como médico era inflexible a la hora de enfrentarse a los problemas de higiene que suponía vivir en una ciudad, por eso era considerado muy maniático por sus pacientes y por la criada que les asistía, porque no comprendían que aquello era una forma de evitar la muerte a través de la limpieza. Su consulta, con un acceso especial en la parte trasera de su hogar, suponía el logro de muchos años de trabajo. Yehudá dedicaba su esfuerzo a sanar a la gente común, no buscando, en ningún momento, notoriedad. La calle que recibía la puerta de su consulta estuvo llena de sillas desde un principio, pues la fama de buen médico y buena persona se extendió como el agua derramada entre los lugareños, que casi nunca habían podido acceder a un verdadero médico sin tener que pagar enormes cantidades de dinero, que no poseían. Si al médico se le exigían una serie de virtudes morales, entre las que des- 108 tacaba la generosidad para con los pobres y necesitados, Yehudá era el mejor de los médicos, pues nunca exigía a nadie algo que no pudiera pagar sin ver comprometida la economía de la familia. Su máxima era que la bondad podía conducirnos a la felicidad, y que si una acción tuya lleva a la felicidad a un hombre, éste puede también llevar la felicidad a otras personas, por lo que tú eres la piedra que rompe el agua del río para que las hondas viajen al infinito. Con esa creencia Yehudá se alzaba de la cama todas las mañanas y se enfrentaba a su vida, sabiendo que muchos necesitaban de su ayuda. Estaba en desacuerdo con muchos rabinos que estimaban que el Espíritu Tentador, el Ángel de la Muerte, el Diablo, estaba donde reinaba la alegría. Ciertamente era lógico pensar que el vino y la vanidad eran pecados que llevaban a la perdición humana, pero no podía admitir que aquello conllevara que la alegría fuera un síntoma de pecado, de vicio, pues existían formas de alegría mucho más sanas. Se había pervertido la enseñanza de los antiguos, que lo único que pretendían era excluir los enormes vicios del hombre de su sistema de valores, y se había convertido la vida en un eterno sufrimiento, en un castigo por la propia existencia, por el propio sentido de la realidad, un castigo por sentir necesidad de alegría. La vida era un camino lleno de tristeza, de muerte, de desolación, eso lo sabía muy bien Yehudá, por ello se debía tender a buscar la felicidad como único bastión posible contra la pobreza de espíritu y la desgracia. Nada ni nadie podía pretender que el mundo siguiera su curso si se excluía la felicidad. Tampoco entendía, ni quería entender, a aquellos hermanos suyos que ponían el dinero por encima de todo. Tampoco entendía a aquellos que predicaban el odio. Para él el odio era el peor de los sentimientos, el peor de los pecados, porque obliga al hombre a comportarse como una fiera respecto a sus hermanos, algo 109 que lleva a la destrucción de todos, y a la pérdida de la humanidad de aquellos que se dejan guiar por el mismo. No obstante, como médico, era rígido en los planteamientos que seguía para curar a sus pacientes. Uno de ellos, un pobre borracho que no podía dejar la bebida, había sido repudiado por todos Rabinos, dado que las Sagradas Escrituras señalaban que el justo come hasta saciar su apetito, pero el vientre de los malvados conoce el hambre99, lo que conllevaba que el justo no se embriagaba jamás. Yehudá no podía dejar al hombre a su suerte, por lo que luchó, encerrándolo en un granero, hasta conseguir que el vino se escapara de su sangre, convirtiéndolo en un hombre nuevo. Yehudá investigaba incansablemente la ciencia del libro, intentando comprender el mismo a través de la Cábala. El Tetragrammaton, las cuatro letras que forman el nombre sagrado del que no se puede nombrar100, concentraría así toda la energía primera y la potencia de la que emanaría la creación. Si se analizaba la Cábala se podía descubrir que, en el fondo, no existía un solo Dios único, sino varias deidades sucesivas, que surgen de una sola fuente, la primera causa o el Dios Verdadero. Del la Causa Primera emanaron o nacieron, primero un dios masculino, la Sabiduría, y luego uno femenino, el Conocimiento. Del matrimonio de estos dos nacieron un par de dioses jóvenes, el Hijo, Sacrosanto, y la Hija, Shekhinah, Reina. Estos dos dioses son los que tienen que unirse, pero su unión se ve impedida por Satán. 99 Proverbios 13,25. 100 Jehová, JHVH. 110 Así, la creación no es sino una actuación de la Primera Causa para permitir que se unieran, pero lo que conllevó fue la desunión, llegando Satán a poseer al dios joven femenino. En ese punto la Cábala se alejaba de lo que Yehudá leía en el otro libro, dado que, en el fondo, era una justificación de la creación del pueblo judío como intento último para subsanar la ruptura entre Adán y Eva. Lo importante, no obstante, era el hecho de descender de un dios menor, pues el hombre era el fruto último de la unión entre dos de los tres dioses menores, El Hijo, la Hija o Satán. Por ello, siguiendo el esquema mismo pretendido, la divinidad estaba en cada uno de los que habitaban en el mundo, en mayor o menor medida, dominando el temperamento según la sangre que se mezclaba en sus venas. En ese sentido, el hombre no es más que una imagen de una realidad mejor, superior, que debe existir fuera del hombre, y que el hombre debe encontrar en su exterior, pero buscando en su interior, porque el poder de Dios se encontraría en el alma del hombre, un alma libre de todo deseo, de todo odio. Con el sistema del universo estructurado en escalones de imposible comunicación, la labor del hombre es localizar en su interior las puertas que le llevan al centro del universo, donde se encuentra el Ser Supremo de creación, el Ser que todo lo puede, que todo lo es, del que forma parte el hombre mismo. Así pues, los diez sobrenombres de Dios surgirían del Gran Nombre, haciendo referencia a los diversos aspectos de la divinidad, convirtiéndose en las diez cifras originales, los Sephiroh. En ese punto es donde Yehudá perdía el hilo de su investigación, porque el mundo se convertía en algo difícil de entender. No obstante empezaba a vislumbrar que las diez cualidades originales eran las que debía tener el alma del hombre para hablar con su dios interior, y ese dios interior, que formaba parte de toda la creación y de la esencia misma de Dios, hacía que el hombre se acercara 111 a la perfección de tal forma que podía convertirse en un instrumento del mismo Dios, un dios en la tierra, al menos esa era la teoría. Yehudá comenzaba a temer que la caída de Adán, como la de Lucifer, tenían que ver con el conocimiento mismo que él pretendía descubrir, y comenzaba a sentir un poco de miedo, porque el árbol del conocimiento comenzaba a tener sus frutos, los cuales, aunque verdes, eran una tentación para el que estudiaba todo aquello. Adán, como hombre creado en estado de perfección, se encontraba entre el mundo de Dios y el del Diablo, Satanás, el mundo sombrío del fuego y el mundo divino. Por ello era pretendido por tres entidades, Sophia101, que se encontraba sobre él, Satán, que está por debajo de él, y el Espíritu. Cada ser vivo toma su propia decisión, por eso cada persona tiene el libre albedrío para acabar sirviendo a un amo u a otro. La lógica del libro era aplastante, pero eso suponía negar el pecado original, algo que Yehudá tenía miedo de reconocer, como también tenía miedo de reconocer que el sistema que describía el libro conducía a la divinidad misma del hombre en cuanto descubre su propia identidad con Dios, lo que le convierte en un dios único dentro de un mundo único, compartido por otros dioses únicos en otros mundos únicos. El único problema de Adán fue que eligió el camino equivocado, pero ese camino no estaba vedado al resto de los mortales, igual que no estaba vedado dirigirse por la senda del poder hasta el dios que todos llevaban dentro. El análisis de la situación le hacía sentirse esperanzado y compungido, porque no entendía bien el camino que se debía seguir, dado que un error en el mismo supondría la condenación eterna, tal como reflejaban las Escrituras. 101 La Sabiduría. 112 No obstante, tal vez todo aquello no fuera nada más que una mentira, o, tal vez, la mentira fuera que el camino malo llevaba al infierno, porque, aunque sólo era una posibilidad, lo que al final se pretendía era evitar que el mundo se llenara de seres con el poder suficiente como para acabar con él o convertirlo en algo diferente. Demasiados pensamientos brotaban del atormentado cerebro de Yehudá, cargado de ánimo cansado, pero resuelto. El camino emprendido no podía ser desandado, y, aunque pudiera haber dejado de estudiar, Yehudá no quería olvidar lo que estaba aprendiendo, no quería dejar de lado la sabiduría. Todo lo que leía le llevaba a comprender que el mundo seguía siendo un caos, un caos organizado por unas manos poco escrupulosas, pero que podía ser reorganizado y convertido en un sistema más racional, mejor, pues los mimbres existían, y el poder estaba en todos los hombres, sólo debía aprenderse el modo de utilizar el caos para convertirlo en un cierto orden dentro del mismo caos. Todo hombre sería, pues libre y es como dios de sí mismo, tendría el poder de transformarse en ira o en luz en esta vida o en otra vida diferente. Tal vez por ello Adán acabó condenado, porque decidió ser ira en vez de luz, o tal vez Adán nunca supo que era lo que había descubierto en realidad. Un día su esposa, Anna, le preguntó, todavía avergonzada por la educación que había recibido y por la falta de confianza que aún tenía, sobre su tierra y su gente. Yehudá dijo: –Mi gente vive en casas blanqueadas, de forma regular. El sol está siempre presente en nuestra vida, convirtiendo la realidad en un mundo diferente. Allí he tenido amigos, más no muchos, empeñados todos en 113 seguir el recto consejo del rabino por encima de la verdad. Anna, asombrada de las palabras de su esposo, se atrevió a decir: –Pero el rabí se preocupa por todos nosotros, mi propio padre es maestro en las enseñanzas de nuestra gente. –Amor mío –dijo Yehudá con cara de preocupación–, que tu padre estudie las santas reglas no significa que siempre tenga razón, es más, a veces el error es creer que siempre se tiene razón. –Pero, en estos momentos, tú consideras que la razón es para ti– Anna intentaba no ofender a su marido, pero necesitaba comprender la mente del mismo, tan misteriosa e intrigante. –En eso tienes razón –comentó entonces Yehudá –, pero la diferencia está en que ahora tu puedes discrepar de lo que yo pienso y puedes tener razón, por lo que no intento imponer mi pensamiento a lo que tu consideras. Después de aquello Anna, que se marchó pensativa, comenzó a comprender la grandeza del alma de su marido, preparado para admitir que estaba equivocado y dejar que los demás pensaran cosas diferentes sin obligarles a someterse a su disciplina. Fue en esos momentos cuando Anna comenzó a pensar por sí misma sin miedo de lo que la gente pudiera opinar de su parecer. De esta forma surgió un nuevo ser a la vida de la razón, porque hasta esos momentos nada de lo que una mujer como Anna pudiera pensar sería considerado por nadie, tan lejos estaban ellas de poder enfrentarse a la supremacía de los hombres, aunque ya principiaban algunas mujeres a buscar su lugar en el mundo que les había tocado vivir, eminentemente masculino y violento. Enseguida Yehudá retomó el libro con más ahínco, pues la clave del poder de las páginas no era nada que estuviera fuera del hombre, sino que era en el interior donde todas las fuerzas de la creación se concentraban 114 para determinar un nuevo ser, más poderoso y fuerte, más cercano a Dios. Ahora comenzaba a entender las imágenes. Sus estudios le proporcionaron una inesperada ayuda. El ojo humano se componía de tres formas diferentes de condensación del fluido corporal. El fluido helado se encuentra en el centro del ojo. Por delante está la parte acuosa y por detrás la cristalina. Asimismo el ojo estaría recubierto de siete telas o membranas que corresponderían a las siete esferas planetarias del macrocosmos. De esta forma el ojo (con las tres partes fluidas y las siete membranas) sería análogo a las diez numeraciones del árbol de los Sephiroth, siendo el punto ciego de la retina el Sephiroth más alto, Kether. Así pues, toda la sabiduría del libro no se basaba en algo fuera del hombre, era dentro del hombre donde el poder de Jehová se desarrollaba, más aún, la naturaleza humana abarcaba a Dios y a todo el cosmos, porque dentro del hombre todo era posible. No era, pues, en los metales donde debía buscar la piedra filosofal, sino dentro del hombre, en su mente, en su poder infinito. Una vez que alcanzó la inteligencia (Binah) a través del rigor (Gehbura), que, a través de la perseverancia (Netzah) llegó al amor y a la misericordia (Hesed) y de allí a la sabiduría (Hochma), pudo alcanzar la voluntad inicial (Kether). Sus ojos, hasta ese momento ciegos, comenzaron a contemplar el mundo de una forma diferente. Fue un perro vagabundo, abandonado a su suerte, el que le descubrió el primer atisbo del poder que residía en el hombre. Mirando al perro con los nuevos ojos que había descubierto por la Gracia se dio cuenta que podía entender el pensamiento mismo del perro, lo que sentía, lo que quería expresar, porque todo su cuerpo era un mensaje, un conjunto de indicios que estaban allí en todo momento esperando ser descubiertos. Cualquier persona hubiera pensado que el perro tenía hambre, pero el hambre que verdaderamente acuciaba al animal era muy 115 diferente a la que se le suponía, era hambre de amor, de cariño. Yehudá, consciente de aquello, con un simple gesto transmitió al perro su comprensión y su afecto, y el perro intuyó el mensaje del antiguo aspirante, ahora maestro, y se desarrollo una conversación sin palabras entre el animal y el humano, una conversación en la que el hombre descubrió otro mundo diferente, un mundo en el que la verdad no se escondía. Podía hacer lo que quisiera con el perro, era, literalmente, suyo, porque la mente del animal se había entregado completamente al nuevo maestro. La fuerza que sentía crecer dentro de sí era de tal magnitud que apenas podía creer lo que le estaba sucediendo, tan cerca de la perfección se encontraba. La siguiente revelación que tuvo Yehudá fue en su consulta, cuando el primer paciente fue analizado por los nuevos ojos del hombre. Inmediatamente supo la dolencia que aquejaba a aquel pobre hombre, un labrador que había cargado demasiado peso sobre sus espaldas. Después de escuchar al hombre le obligó a tumbarse en el suelo, y con sus manos desnudas tocó la musculatura dolorida del campesino hasta que, en una comunicación constante con los músculos doloridos, eliminó el mal. Fue algo sorprendente, algo mágico. Sus manos, como sus ojos, como todo su cuerpo, sabían lo que tenían que hacer por encima de la comprensión de la inteligencia, porque cada parte de su cuerpo había alcanzado la inteligencia superior que necesitaba para crear, cada una a su manera. El campesino salió llorando de la consulta de Yehudá, porque había padecido durante demasiado tiempo el dolor, y ahora se veía privado de su triste carga. No obstante la alegría del hombre, aquél fue el primer acto 116 de la desgracia de nuestro nuevo maestro, pues para el resto de los hombres aquello era un milagro, un milagro que podía achacarse a la capacidad del médico para curar, o a un poder, benigno o maligno. Esto suponía que, los cristianos, o su propia gente, podrían acabar con su vida. Su profundo convencimiento en la obligación que había asumido de ayudar y sanar, en la medida de lo posible, a sus semejantes, obligación que había asumido incluso respecto de los que no eran de su pueblo, le obligaba a seguir adelante, siempre hacia delante, tratando de eliminar el dolor de la mejor forma que su conocimiento pudiera indicarle, incluso a riesgo de su vida y la de su familia. Llegó por esas fechas su primera Sukot102 de casado. En una enorme terraza que disponía la casa de Yehudá, éste comenzó a construir una suká o cabañuela en la que su familia se reuniría para comer durante los ocho días de celebración. Su esposa, Anna, maravillosa y reluciente, reflejando un amor que el maestro absorbía por todos sus poros llenándolo de felicidad, le contemplaba feliz. Yehudá comenzó haciendo una armadura de palo, después ató manojos de cañas unas con otras para hacer las paredes y el tejado, donde dejó varias aberturas para poder contemplar el cielo, tal como era la tradición. Cuando el feliz médico finalizó su labor su joven esposa se dedicó a amueblar el interior. Sobre las paredes colocó 102 Fiesta de los Tabernáculos o de las Cabañuelas que se celebra durante ocho días, del 15 al 22 de tisrí (a finales de septiembre y principios de octubre). Conmemora el tiempo en que el pueblo de Israel anduvo errante por el desierto tras su salida de Egipto. 117 sabanas blancas. Sobre esas paredes tapizadas de blanco Anna trazó hermosos diseños con flores de suká amarillas enganchadas con alfileres. La puerta de la cabaña era un tapiz colgado, que se levantaba para poder entrar. A los dos lados de la improvisada puerta Anna colocó dos tiestos de hinojo. Cada mañana Yehudá entraba en la suká y la bendecía llevando a los cuatro rincones un buketo hecho de ramas de tres plantas diferentes, un ramo de lulab (palmera), un ramo de araba (saule) y un ramo de hadase (mirto) a los cuales se unía un fruto, una manzana. Después, dentro de la suká, Yehudá y Anna comían y bebían felices, cantando canciones que ambos conocían, compartiendo miradas que eran mundos encerrados en un universo diferente, especial, pues Yehudá era consciente de la inmensa felicidad que le rodeaba, de la asombrosa suerte que suponía haber encontrado una mujer como aquella, tan llena de vida, tan cercana. El amor, parte esencial de la sabiduría, llenaba los poros del hombre. Su nuevo conocimiento, lleno de aplicaciones, suponía que él era capaz de compartir su amor de una forma plena con su esposa, y eso era lo que hacía durante todos los días de su vida, entregar a su amada parte del amor que ella le regalaba. Al final de Sukot, el 23 de tisrí celebraron la Simhat Torá103. Era un día de júbilo donde se arrojaban caramelos y peladillas a los que leían la Torá en el púlpito y se asperjaban los rollos de la Ley con agua de rosas. Ese día Yehudá fue el hatán Torá104, un honor que le hizo comprender al grado social que había alcanzado. Anna 103 La Alegría de la Ley; que se celebra cuando se acaba la lectura de la última de las 54 parasá de la Torá y se comienza de nuevo el libro. 104 Novio de la Ley, es decir, el varón miembro de la comunidad a quien le correspondía la lectura de la última parasá. 118 se sentía plenamente feliz de ser la esposa de un varón tan importante para la comunidad. Lejos estaban los primeros momentos de Yehudá, cuando sus amoríos con una morisca le habían obligado a huir, cuando los mismos que ahora sentían orgullo por tenerle allí le despreciaban por su debilidad. Era el camino del cambio, la adaptación, lo que había llevado al resto de sus hermanos a comprender que dentro del hombre había algo. Yehudá estaba, en esos momentos, asimilando todavía el poder que comenzaba a desarrollar, y le resultaba increíble contemplar a sus convecinos y hermanos con los nuevos ojos que Jehová le había otorgado. Era un hombre nuevo, nacido para la verdad, con el poder de la verdad. El mal y el bien, la luz y la oscuridad, todo se reflejaba en los rostros y los ademanes de la gente. Ellos eran libros en los que leer, fuentes inagotables de conocimientos que se podían obtener a base de perseverancia y respeto. Sabía lo que otros sabían porque ellos lo llevaban escrito en su alma, y él empezaba a poder leer en esa alma. Pero sus poderes se estaban desarrollando mucho más de lo que había podido creer, pues también era capaz de controlar pequeños gestos humanos, y toda la personalidad de animales inferiores, y podía engañar a los no iniciados con ilusiones perfectamente creíbles. Estaba más allá de la comprensión del hombre corriente; incluso sus maestros no creerían lo que él era capaz de conseguir con un gesto de su mano o con un pensamiento bien dirigido al lugar adecuado. Era otro mundo, otra forma de existencia, completamente diferente a lo que el resto de los mortales creían que era la vida. Intentó descubrir si el resto de los mortales eran capaces de alcanzar los niveles que él había descubierto. Para su desdicha su esposa Anna estaba vedada completamente al poder que la mente de Yehudá desarro- 119 llaba, pues no parecía capaz de comunicarse con el simple pensamiento. Yehudá notaba como si un tupido velo cubriera el cerebro mismo de su esposa, al igual que lo hacía en casi la totalidad de los hombres y mujeres que él había conocido, porque estaban cerrados al poder de una forma que él odiaba, pues empezó a sentirse solo, sin nadie que pudiera comunicarse de tu a tu con su persona. El 15 de sebat105, Yehudá invitó al Tu-bisbat106, a toda su familia “política”. Decoró con flores la suntuosa mesa, ilusionado y esperanzado por su nueva vida. En medio de la mesa presidían la sandía y el melón, conservados durante varios meses por Yehudá para esta celebración. La mesa contenía, expuestos de forma admirable, manzanas, peras, dátiles, higos secos, almendras, avellanas, castañas y toda clase de frutas. Tras la comida Yehudá pronunció las bendiciones propias de las frutas y del vino blanco y tinto, después las canciones dominaron el ambiente, totalmente distendido. No obstante, más le hubiera valido a Yehudá prestar más oído a los comentarios de algunos de los comensales más impertinentes, que empezaban a criticar la ostentación y el poder económico que demostraba, algo que consideraban inusual en un médico tan joven. Esos fueron los comienzos de la destrucción de la nueva vida de Yehudá, pues se comenzó a pensar que recibía ayuda poco recomendable, llegándose a insinuar que había he105 106 Mes entre enero y febrero del calendario cristiano. Se llama también Ros hasaná lailanot, o año nuevo de los árboles, y conmemora el resurgimiento de la naturaleza tras el invierno. 120 cho un pacto con el diablo para lograr alcanzar un poder de curación por encima de cualquier médico. A los ocho meses de su nueva vida como matrimonio Anna quedó embarazada. La enorme emoción de Yehudá se podía descubrir en cada simple gesto del hombre. La felicidad acompañaba cada instante del ya prestigioso médico, ensanchando la fuerza que le unía a su esposa, que era un ser absolutamente encantador, una persona que llenaba cada instante con la fuerza del amor. Su nueva fuerza le permitía contemplar a su mujer de una forma diferente, y veía en ella una luz que no podía contemplar en otros seres. Anna era una mujer completa, feliz de su condición y feliz con su mundo, con su vida. Había comprendido hacía mucho tiempo que la fuerza de vivir estaba en todo lo que contemplaba, y disfrutaba de cada instante de una forma completa. Yehudá hubiera deseado ser como ella, ella era perfecta, completa y absolutamente perfecta, la única preparada para seguir en un mundo como aquél. Su hijo nació sano, pero hubo dificultades en el parto. Aunque no era lo corriente, él mismo asistió a su esposa durante tan agónico esfuerzo. En el último momento el cuerpo de Anna decidió dejar de emitir señales de pujo, y el niño quedó atorado sin poder ir hacia atrás ni hacia delante. La matrona, que había atendido a todos los sefardíes durante muchos años, consideró que aquello era la muerte del niño y de la madre si no se rompía el cráneo del pequeño para sacarlo, pero Yehudá era de otra opinión. 121 Concentró todo su poder en el interior de Anna, tomando como referencia las nalgas del niño que podía percibir con su tacto, y él, sin otra ayuda que su mente, empujó perfectamente a su hijo, conduciéndolo hasta el nacimiento, aunque cometió el error de hacerlo delante de la matrona, que quedó asombrada de tal milagro. En esos momentos la mujer quedó callada, más por el miedo de lo que pudiera hacer la familia de la mujer si contaba lo que había visto que por respeto a un médico que había demostrado tener tanta pericia. No obstante quedó resentida cuando quiso cubrir al bebe de sal y Yehudá, recordando a Avenzoar107, le ordenó dejar esa práctica, pues Yehudá estaba de acuerdo con el insigne médico de al-Andalus. Anna se encontraba radiante, con el hermoso brillo que les queda a las mujeres recién paridas después de su esfuerzo, un brillo de lucha y de triunfo, de fuerza y de vida, algo que hizo sentir a Yehudá enormemente feliz. Era la culminación de una vida de lucha, y el ser que ahora tenía entre sus manos era la luz final de un camino demasiado oscuro, una luz que debía brillar con mucha más fuerza que la del padre. La vida de Yehudá dio un vuelco radical. El tener un hijo supuso para él una nueva perspectiva de vida, una nueva forma de comprender el mundo, pues los ojos de su hijo, extrañamente azules, suponían para el hombre la conciencia de la propia felicidad, tan claro era el mundo cuando el niño nació. 107 Tratado de los alimentos: “pienso que la sal los quema, les provoca un dolor áspero y agudo y puede que también les produzca insomnio. Por tanto, lo mismo que he dicho que el cuerpo de un niño se parece al queso fresco, también digo que no puede soportar dolores y, menos aún, el insomnio, pues se asemeja a la flor que se aja y se marchita al contacto con el más mínimo calor o sequedad. Así, tampoco el niño puede soportar ni los esfuerzos, ni los sufrimientos, ni el insomnio, que lo reseca y lo desgasta”. 122 Yehudá gustaba de tener el niño en sus brazos hasta que durmiera, sentir la mente de su hijo aprender el mundo a través de sus sentidos mientras que él veía un mundo nuevo a cada instante. Su hijo vivía cada momento como si fuera único, y él sentía aquello de una forma muy especial, pues la mente del bebe era tan blanca que apenas podía creer lo que estaba sintiendo. La noche anterior a la circuncisión los parientes velaron a la recién parida y a su hijo en la noche de semirá para evitar que le dañasen los espíritus malignos. En aquella maravillosa noche se tomaron dulces y se cantó, porque la alegría reinaba en la casa de Yehudá. Siguiendo la tradición el parido había contratado una orquesta. Al octavo día del nacimiento de su hijo108, Salomon, se celebró la ceremonia berit milá109. El mohel estaba preparado, y todos se sentían dichosos de tal evento. En la ceremonia, en la que impusieron el nombre al niño, estuvieron presentes, además del padre de la criatura, el padrino o sandac, la madre, los amigos y otros familiares dado que el acto era un motivo de júbilo para la comunidad. El padre de Anna comentó, “feliz suerte la de los israelitas, a quienes el Santo, bendito sea, ha distinguido entre los demás pueblos dándoles la señal de la circuncisión, pues el que se encuentre marcado por ese 108 Según el Génesis (17,9-14), todo varón judío debe ser circuncidado ocho días después del nacimiento, entrando a formar parte de la Alianza de Abraham. 109 Pacto de circuncisión. 123 signo no irá al infierno, siempre que cumpla con los preceptos de la Ley de Moisés”. A la ceremonia también estaba invitado el profeta Elías, al que se reservó un sillón preferente. Según la tradición, el profeta Elías baja a la Tierra en cuatro vuelos y llega al lugar de la circuncisión. Yehudá pronunció las palabras rituales, “esta silla está destinada al profeta Elías”, dado que si no las pronunciaba el profeta no se sentaría. El sandac sostuvo al niño en sus rodillas mientras se realizaba la operación. Tras la circuncisión los asistentes compartieron una copa de vino bendecido, una gota del cual también se colocó en los labios del recién nacido. Después del acto la tradición informaba que el profeta Elías subiría al cielo para dar testimonio de la circuncisión. La felicidad, no obstante, no parece que sea eterna, ni mucho menos. El odio del hombre alcanza tal nivel que la muerte no puede recoger todos los frutos del mismo. Yehudá se encontraba fuera, lejos de su hogar, visitando a un paciente importante, cuando la masa de sus “hermanos” decidieron convertir la dulce existencia de su familia en un infierno donde todos debían morir. Los problemas comenzaron cuando una de las pacientes de Yehudá, alguien que debía la vida al médico, decidió contar su mágica curación, tal vez por envidia, tal vez por simple ignorancia. Otro contó su historia, y a ese le siguió un tercero y un cuarto, hasta que la matrona, odiosa mujer que no sabía respetar la sabiduría, acabó diciendo que el médico era servidor del diablo, y que ella misma había visto con sus ojos como Yehudá se encomendó a su Señor del mal para salvar a su hijo de una muerte que debió ser segura. 124 Todos concluyeron que el diablo había salvado al niño porque era hijo suyo, y que Anna, la hermosa mujer de Yehudá, era la esposa del mal, por lo que decidieron, sin acudir a alguna persona que les llevara a un pensamiento más racional, o que permitiera a la familia defenderse, quemar el hogar de tan malignas personas con ellos dentro. Llegados al hogar de Yehudá no encontraron al hombre, por lo que acabaron concluyendo que el hombre era el mismo diablo, que había huido al saberse descubierto. Aquello envalentonó más a aquel grupo de insensatos, que rompiendo las piernas de Anna con un martillo para que no pudiera escapar, prendieron la casa con la familia y la criada dentro. Gritos de súplica y de dolor resonaban en el aire, pero nadie de los allí presentes quiso escuchar a las personas condenadas, no importaba su inocencia, sólo su muerte, porque lo que ellos deseaban era matar aquello que no entendían, lo que deseaban era acabar con la felicidad de otros, porque ellos no habían podido o no habían querido buscar su propia felicidad. En el último instante de agonía Anna pensó en Yehudá. Éste, ajeno hasta ese momento a lo que acontecía en su hogar, percibió con los ojos y con la mente de su desesperada esposa todo lo sucedido, y el dolor devoró su alma y comió sus huesos hasta la médula. Su mundo había muerto, no podía regresar, no quería regresar. Aunque pudiera probar su inocencia la gente le seguiría marcando, aunque eso no le importaba, lo que verdaderamente le importaba era que había perdido las dos razones para seguir existiendo, que le habían robado el calor del cuerpo, la sangre que circulaba por su interior, la fuerza vital. Despreciando a los asesinos de su familia les maldijo como sólo un poderoso puede maldecir. Si el resto de los mortales no son capaces de despertar las fuerzas del mal para hundir al enemigo, Yehudá era perfectamente 125 capaz de despertar el dolor y la oscuridad, y eso hizo, inconscientemente, cuando su corazón pronunció de verdad el deseo de venganza y el odio eterno a los asesinos. Aunque ellos nunca supieron del origen de sus desgracias, si bien algunos, como la matrona, pudieron intuirlo, todos los presentes en la masacre de su familia murieron de una forma extrañamente horrible, acompañados de un agónico dolor que les mantuvo atados a la vida hasta que su último suspiro supuso la última vuelta de tuerca de desesperación. La matrona, consciente de lo que había hecho, acabó confesando a sus allegados que había mentido para acabar con un médico que era capaz de salvar a niños mejor que ella misma, y que odiaba a Yehudá de tal forma que no pensó en las consecuencias de sus actos. No obstante aquello no importaba en absoluto. Yehudá nunca supo lo que la mujer confesó, nunca supo lo que aquella gente sufrió. Acabó huyendo, buscando un nuevo destino lejos de la gente que se suponía su pueblo, pero que le había condenado al sufrimiento y a la desesperación. 126 127 CUARTO. Otra vez Yehudá tuvo que escapar de su mundo, de sus sueños. Era el momento de la huida, porque nada ni nadie puede impedir que el destino de los hombres se cumpla. Había perdido todo, su mejor vida, su mejor mundo. Ella había desaparecido, su hijo había muerto, todo estaba perdido. Apenas creía lo que había sucedido. Todo lo que él podía hacer no servía de nada ante tan horrible destino. El odio entró en su alma, pero tuvo que dejarlo ir, porque no podía hacer nada, nadie podía hacer nada. La muerte de su familia era la experiencia más horrible que un hombre como él podría vivir. Él seguía teniendo su poder, cada vez más fuerte, cada vez con mayor capacidad. Sabía que aquello no iba a acabar nunca, que siempre sería diferente, pero no sentía rencor por su situación, él era lo que debía ser, era un hombre nuevo en un mundo demasiado arraigado en la mentira. Todos existen en un mundo de sombras y nadie quiere salir de la oscuridad. El privilegio del hombre que conoce su destino, su fuerza, no es nada, apenas existe esperanza. Ahora comprendía la religión, la base de la alienación del hombre, porque se creó para que aquellos que no pueden alcanzar la razón última dominen el mundo. 128 El maestro fue “contratado” por Don Fadrique de Ribera como médico y escribiente, por su condición de conocedor del árabe, para un viaje insensato a Tierra Santa. El nuevo dueño del médico vivía en Valladas, del reino de Valencia, donde disfrutaba de una vida de disipación y placer, consciente de su poder y riqueza. Yehudá cambió de nombre en esos momentos, optando por el nombre de Kepa Mexía de Cherinos. El voto que realizó Don Fadrique de Ribera, le obligaba a realizar una peregrinación a Jerusalén, tuvo su origen en una enfermedad grave de su esposa. Aunque en el momento de la curación el cumplimiento del voto podría parecer excesivamente oneroso, la palabra de Don Fadrique era ley, y le exigía el esfuerzo que suponía desplazarse a aquellos lugares tan peligrosos en aquellos momentos. Perdido San Juan de Acre, y desaparecido el reino cristina en 1291, el viaje que pretendía realizar el hidalgo caballero podría suponer una temeridad, pero la obligación del noble es demostrar que la palabra debe ser siempre cumplida. Don Fadrique era un hombre culto a su manera, como lo eran todos los cristianos en aquellos lugares, apenas conocedores de una verdad que se les escapaba, pero que deseaba impulsar a una persona como Yehudá, un hombre dedicado exclusivamente a la investigación del hombre y de la muerte, un hombre que había comenzado a conocer la verdad de la existencia por encima de cualquier otro sabio viviente, pues Yehudá, ahora Kepa, había adquirido fama como médico y como persona docta en multitud de conocimientos. Antes de iniciar la expedición se hicieron las compras más diversas: pieles, telas, tiendas de lona, pabellones de cuero, sacos para el pan, pellejos para el vino, ollas y loza, y algunas ballestas de calidad como armas defensivas. Iban a recorrer un mundo que, por desgracia, cada vez era más peligroso, lo que les obligaba a enfrentarse con grandes problemas y a luchar constante- 129 mente contra hombres que pretendían obtener todo de sus presas. En un mundo cruel aquel viaje podría ser el final de sus vidas. El lunes, día de Santa Lucía, salieron de Valladas para dirigirse a Mojén, donde pernoctaron en la casa de Don Pedro Maça. Allí la reunión fue animada y dis-tendida. No parecía que las religiones les pudiera separar, eran hombres compartiendo una vida de hombres, sin distinciones, sin dolores. Su señor era muy dado a zahorar110, algo que Yehudá intentaba quitarle de la cabeza, pero a él le gustaba comer desmedidamente, y no podía hacer otra cosa que cuidar su cuerpo lo mejor que pudiera. Cuando llegaban a un lugar determinado la búsqueda de un sitio donde dormir era esencial. No obstante, el señor en cuestión contaba con un despensero muy bueno. El descanso se hacía en habitaciones compartidas. Aquello no gustaba al señor Don Fadrique, pero no podía hacer nada por evitarlo. Se dormía desnudo, intentando apartar del cuerpo los piojos y las pulgas que convertían la vida en un infierno. El séquito de Don Fadrique de Ribera estaba formado por un nutrido grupo de hombres, entre los que se encontraban miembros muy distinguidos de la nobleza. El viaje lo iniciaron cuarenta personas, cincuenta y dos caballos y una carreta con pertrechos. Sabían que muchas de las cosas que portaban acabarían en el camino, porque la inteligencia no faltaba en ese grupo, y podían comprender perfectamente que los lugares que iban a 110 Zahorar es sobrecenar, volver a cenar un poco de tiempo después. En la Mancha actualmente se considera una comilona entre amigos. 130 tener que recorrer no eran del todo seguros, y que la naturaleza no es muy respetuosa con los hombres. A Yehudá no le importaba ya la comida trifá o kaser, ya había comprendido que el mundo no se fundamentaba en unas reglas insensatas creadas para controlar a un pueblo en concreto, sino que su base eran fuerzas que unían cada pedazo de cuerpo a otro pedazo, construyendo una realidad concreta. Era capaz de todo, era un dios en la tierra, pero nada de eso era importante en un mundo como aquél. Todos querían escuchar al nuevo maestro, amplio conocedor del poder de la nueva fuerza, de la verdad de la existencia. Él temeroso de decir algo que no debiera, construía verdades a través de noticias inconexas, historias ocultas y realidades bastante obvias. Todo el mundo pareció enormemente satisfecho de los descubrimientos del aspirante. Algunos cristianos sentían un especial deseo de conocer la sabiduría de otros pueblos, por eso se permitían el lujo de aceptar entre ellos a personas más o menos renegadas, o que suponían renegadas de religiones como la judía. Don Fadrique de Ribera era de un tipo de persona que pensaba que un hombre como Yehudá podía ser muy interesante y desvelar secretos que él deseaba conocer. En ningún momento se plantearon la religión de Yehudá, en esos momentos llamado Kepa, pero por su forma de ser, su forma de actuar, todos sabían que existía algo que ocultaba, y ese algo sólo podía ser algo malo, por lo que el misterio se convirtió en un instrumento de poder para Kepa-Yehudá. La actitud general de Kepa era, por supuesto, una de las causas de su carisma, porque se le veía preparado para casi cualquier cosa, con unos conocimientos enormes en varias lenguas, más sus conocimientos médicos y su capacidad para escribir con una hermosa y comprensible letra, lo que le hacía especialmente tentador para un 131 noble que apenas era consciente de sus propias limitaciones. El martes partieron a la Puebla de Nonsén Cortés y el miércoles llegaron a Almaçafas. En el camino, una víbora atacó a uno de los hombres de Don Fadrique, su despensero. Yehudá intervino inmediatamente utilizando una triaca que llevaba para esos casos, la variedad llamada faruq, que descubrió a través de la Materia médica de Dioscórides. Tuvieron que permanecer en Almaçafas una semana hasta que el despensero se recuperó. Durante esa semana Yehudá, conocedor de todas las plantas y sus propiedades, preparó a su paciente infusiones de la corteza del sauce llorón, lo que bajaba la fiebre del hombre, y atenuaba su dolor, haciendo mucho más llevadera la enfermedad que padecía. La habilidad de Yehudá asombró a todos los presentes, que, a partir de ese momento, tuvieron al médico una especial estima, sintiendo la seguridad que suponía compartir viaje con tan sabio compañero y camarada. Mientras transcurría el tiempo de convalecencia del hombre algo cambió en la partida. Un respeto que antes no se tenía cubrió la imagen que todos tenían del médico; no en vano había salvado una vida con su rápida intervención, lo que generaba una enorme confianza en todos los que formaban aquella comunidad. La vuelta al camino estaba pronta, pero aquellos seres deseaban tener verdadera conciencia de lo que acababan de ver. Existía algo mágico en la curación de una persona a manos de otra que, por su profesión, es capaz de cambiar el mal por bien. Aunque eran conscientes de la existencia de esa capacidad en muchos profesionales de la medicina de la época, la cercanía de uno de esos profesionales, así como la mera contemplación 132 de su capacidad de curar fue una especie de revelación cuasireligiosa. Hombres hasta ese momento respetuosos se transformaron es verdaderos creyentes del nuevo ser perfecto, un ser capaz de transformar la vida en muerte. En esos días Yehudá sentía en su interior que su poder crecía de una forma descontrolada, lo que le llevaba a “leer” literalmente los pensamientos de todos los que se cruzaban en su camino, y de poder controlar, con limitaciones, las acciones de muchos hombres de poca voluntad. Un verdadero miedo le nacía de la conciencia de su propio poder, porque hasta esos momentos sólo se había mostrado en una pequeña parte, algo perfectamente controlable. Ahora era un ser distinto, alguien que podía cambiar comportamientos, determinar intenciones, asumir decisiones. Ante el poder que surgía Kepa intentaba apartarse de sus compañeros de viaje todo lo que podía. No quería saber lo que pensaban aquellos hombres, no quería poder conocer sus intimidades, sus deseos, sus sentimientos. No quería, tampoco, poder controlar la mente de unos hombres que se habían comportado tan honradamente con él, si bien, de vez en cuando, no podía evitarlo. Pretendía ser fiel a la confianza que habían depositado en su persona. No quería acabar siendo un traidor. No obstante su don le permitía aprender muchas cosas, habilidades que antes no tenía y que adquiría por osmosis de sus acompañantes, convirtiéndose en un verdadero experto en miles de acciones que ni siquiera hubiera sabido realizar si no pudiera absorber todo lo que absorbía. Nada era tan aterrador como saber lo que todos desconocían. Cuando pasaban cerca de una persona mala, Yehudá sentía su mal de una forma muy especial, y comprendía su forma de ser, de pensar, se convertía, por así decirlo, en el mal. Eso le daba miedo, porque, a 133 veces, no era capaz de controlar todo lo que sentía, todo lo que su capacidad le enviaba para que acabara comprendiendo. Apenas era capaz de pensar, tanta información le estaba matando. Por eso tuvo que poner cortapisas a su poder, tuvo que cerrar el grifo para evitar la locura, dejando que el tiempo le permitiera controlar lo que era incontrolable. Al final sólo se abría a las mentes de los demás durante pocos instantes, cerrando la puerta con toda su voluntad durante el resto del tiempo, esperando que el control funcionase de forma habitual. El viaje continuó sin prisa. Después solo una sucesión de nombres, de lugares extraños para él, porque se sentía perdido. Catarroxa, Valencia, Villareal, Sazedella, Tortosa, donde permanecieron toda la Pascua de Navidad, y así, sin quererlo, recorrieron su camino. En Valencia, ciudad hermosa y bien construida, Yehudá contempló el juzgar del Tribunal de las Aguas, y supo que aquellos hombres honestos eran hombres de bien. Pasaron por Narbona, el día de Nuestra Señora de la Candelaria, donde tuvo que ver el cuerpo de San Pastor; y también por Montpellier. En ambos lugares había hermanos en su antigua fe, pero estaba cansado de esperar algo de los demás, por lo que huyó de los que antes fueron los suyos, dado que ahora era otro hombre, un hombre que creía, solamente, en sí mismo, sin fe, sin esperanza. Un miércoles legaron a Arles, una ciudad a orillas del río. Para llegar a la misma tuvieron que usar una barca, que utilizaba maromas como forma de impulsión, donde podían caber seis carros cargados y cien hombres. En todo momento Yehudá acompañaba a su señor a todos los lugares donde éste, en su ignorante fe, decidía ir. 134 Sistemáticamente acudían a todas las iglesias y catedrales de los lugares donde debían pasar la noche, y acababan contemplando las diversas reliquias que allí se guardaban, pues su señor era muy devoto, incluso había llegado a obsesionarse de tal forma con la muerte y su salvación que confesaba todas las noches que le era posible antes de acostarse, pues consideraba que ningún cristiano debía dormir en pecado. Yehudá había llegado a considerar enfermizo ese hecho, pero no podía hacer nada, y ya no se implicaba tanto con el resto de los mortales, aunque su señor era una buena persona. No obstante, las iglesias, en aquellos días, no eran el lugar más adecuado para buscar la salvación, pues se habían convertido en una feria de carne y dinero donde todo se podía comprar y vender, incluso el alma. Cabezas, manos, brazos, todo era troceado y conservado con el fin de obtener suculentos beneficios de los fieles que entregaban buena parte de sus ganancias para conseguir un trozo de cielo. Se había difundido universalmente la costumbre de cortar los cadáveres de las personas principales y cocerlos hasta que la carne se desprendía de los huesos, con el insano fin de guardar éstos en cofres y devocionarios, enterrando solo las entrañas, llegando, incluso, a engastar las reliquias con oro y piedras preciosas. Yehudá no podía entender esa práctica tan bárbara; además tenía conocimiento de que el papa Bonifacio VIII había prohibido esa práctica como un “detestandae feritatis abusus, quem ex quodam more horribili nonnulli fideles improvide prosequuntur”111. Era una de las muchas cosas que le alejaban de aquellos extraños seres que creían en un único Dios pero que acababan venerando trozos de hueso o de carne amojamada sin ningún valor. 111 “Abuso de detestable crueldad, una horrible costumbre que han practicado algunos fieles desconsideradamente. 135 Él sabía que lo macabro era el centro del pensamiento cristiano, pero no podía creer algunas noticias que había tenido. Así, era tan loco el placer por lo macabro de aquella gente que los monjes de Fossanova, donde había muerto Tomás de Aquino, ante el temor de que pudiesen desaparecer las santas reliquias, habían confitado el cadáver, le habían quitado la cabeza y lo habían cocido y preparado; llegaba a ser tan terrorífico el pensamiento cristiano que, durante el tiempo que permaneció corpore insepulto el cadáver de Isabel de Rutingia, los devotos cortaban y arrancaban, no sólo trozos de los paños en que se envolvía la mujer, sino también los pelos y las uñas, incluso trozos de piel, de las orejas y de los pezones. Él, más que nadie, era consciente de ese hecho. En pleno uso de un poder como el suyo, había buscado restos del alma o de algo de vida en los miserables trozos de seres vivos que guardaban aquellos locos, y sólo había encontrado silencio, un silencio sepulcral que le dolía más que su propia vida, porque era consciente de la pérdida del alma humana cuando uno acababa muriendo. No obstante, ¿qué se podía esperar de una religión que consideraba lícito la idolatría a la imagen a pesar del segundo mandamiento que ellos mismos se habían impuesto? En el fondo los santos vivían en el espíritu del pueblo como si fueran dioses. Lo curioso era que, incluso con la extraña devoción que sentían hacia los muertos, en el fondo, sentían miedo, un enorme terror hacia ese mundo desconocido del más allá. Por eso, quizá, estaban tan cerca de la religión, por eso confiaban su fe a unas personas que ni siquiera eran dignos de llamarse personas. El 20 de febrero, viernes, llegaron a Aviñón. Yehudá no entiende como se puede encontrar allí la sede 136 de la religión de los cristianos cuando antes existía otra sede en Roma. Procura no demostrar su ignorancia dado que ese hecho podría obligarle a descubrir sus orígenes a gente que no debían saberlo. El 27 de febrero, de nuevo viernes, llegaron a Marsella. Intentaron ver la cabeza de San Lázaro, que dicen se encontraba en la Iglesia Mayor, pero no consiguieron nada porque en aquella iglesia eran muy respetuosos con las reliquias; este hecho gustó a Yehudá, porque consideraba que no debían utilizarse los cuerpos de los muertos de esa forma. En este punto Yehudá sufría una curiosa contradicción en su alma. Si bien era consciente de la inexistencia del alma en el cuerpo caduco y de la necesidad de investigar los cuerpos muertos para sanar a los vivos, no podía dejar de pensar que el cuerpo del hombre no debía mancillarse por nada, algo que nacía de la base de sus creencias religiosas y que no había podido eliminar de su pensamiento por más que hubiera abandonado la religión judía. La opinión de Yehudá era que debían emprender el viaje por mar, desde Marsella, dado que el trayecto era más rápido y podían ahorrar mucho camino, pero su amo no deseaba embarcarse más de lo necesario. Parece ser que el hombre sentía gran temor por los animales marinos, dado que tenía pesadillas en las que era engullido por una ballena, como Jonás. Sus acompañantes hicieron todo lo posible para que el Señor entrara en razón. Le explicaron que en el mar que iban a utilizar para llegar a su destino no había peces tan grandes como para que fueran ingeridos unos hombres como ellos, que aquel mar no suponía un excesivo peligro para la navegación, y que todo el mundo intentaba seguir el camino por mar porque suponía una seguridad mayor para los peregrinos que afrontar los enormes peligros de un trayecto por la tierra. El temor de su Señor no cesaba, pues era un ser compungido, atemorizado por una enseñanza que obli- 137 gaba a creer en el dolor y en la muerte, en el terrorífico castigo final del alma apesadumbrada por los pecados. No podía hacerse otra cosa que intentar convencerle de que la historia de Jonás no era lo que él pensaba. Yehudá intentó hacer comprender a su Señor que la historia de Jonás y la ballena era una alegoría de lo que le ocurre al alma cuando ha descendido a un cuerpo, dado que el alma, cuando se asocia a un cuerpo, sufre un enorme perjuicio, y lo que Jonás representa es la necesidad de soportar el perjuicio con resignación, atravesando el océano de la vida admitiendo las limitaciones de un cuerpo que aprisiona el alma. Asimismo, el pez que tragó a Jonás es el símbolo de la tumba, y sus entrañas en símbolo del Se´ol, el mundo de ultratumba, morada de los muertos, porque el hombre que no tiene fe no es sino un muerto viviente. De nada sirvieron esas explicacio0nes, bienintencionadas, aunque agradaron al Señor, al final continuaron el viaje por tierra, exponiéndose a los peligros que suponía el cambio de gobernante y los continuos asedios de los salteadores de caminos que imperaban por aquellas tierras. Dejaron Marsella después de dos días de descanso y llegaron a Abreol, a cinco leguas de distancia, donde quedaron toda la noche. El martes fueron a comer a Balma, que se encontraba a tres leguas, donde se supone que la Magdalena hizo su vida más de treinta años, algo que dudaba Yehudá, pero no quería disgustar a su empleador con cuestiones que le podrían hacer mucho daño. Parece ser que San Lázaro y sus hermanas, Marta y María, pasados catorce años desde la muerte de Jesús, fueron expulsados de Jerusalén, puesto que eran gente principal y los patriarcas no quisieron matarlos aunque perseveraban en la fe del Cristo. Así, en un viaje inverosímil, en el que se embarcaron, junto con San 138 Lázaro y sus hermanas, San Maximino112, San Cidonio113, Santa Marsela y otras tantas santas personas, llegaron a Marsella donde, si bien fueron rechazados en un primer momento, acabaron convirtiendo a parte de la población. Tuvo que aguantar las historias increíbles del guía local que les acompañaba, referidas a la imagen de la Magdalena que se encuentra en un monasterio cercano, que fue realizada por San Maximino y de cómo los ángeles la subían siete veces al día sobre una peña muy alta. En otro monasterio guardaban, Yehudá no sabía muy bien porque motivo, los restos de San Maximino y de la Magdalena, aunque no consiguieron que tampoco mostraran los cuerpos, no así la supuesta cabeza de la Magdalena, engastada en oro, con un vidrio delante del rostro que nunca se quita. Esta cabeza tenía desde la media frente hasta la sien izquierda un pedazo de carde renegrida de dos dedos de ancho. Asimismo los frailes les dieron de comer, aunque cobraron cuantiosamente dicha “generosidad”. La comida fue amenizada por un relato asaz curioso, resulta que algunas gotas de la sangre de San Maximino se conservan secas en una redomilla y que el Viernes Santo, en la hora que Jesús expiró, la sangre se pone a hervir. A Yehudá le hubiera gustado comprobar tan extraño suceso, pero el viaje debía continuar y su señor no estaba por la labor de perder el tiempo y el dinero en dicha empresa, dado que consideraba que la palabra de los frailes era suficiente para creer en el milagro, por lo que no había necesidad de comprobación alguna. En el monasterio los monjes tenían muchos beneficios. Se les suministraba cuatro litros y medio de cerveza al día, comían carne, usaban joyas y vestidos 112 Uno de los setenta discípulos a quien San Pedro había encomendado a la Magdalena. 113 Que fue el ciego a quien Jesucristo sano. 139 recubiertos de pieles; incluso empleaban criados, que habían llegado a superar el número de monjes. Era absolutamente desagradable, porque no suponía un ejemplo de religiosidad. Acabaron durmiendo en San Maximino, a tres leguas del monasterio. Después recorrieron un camino de pocas leguas que pasaba por Ays, Peyrola y Pertus, donde llegaron el domingo. El lunes Yehudá tuvo que soportar otra escatológica experiencia en Zate, donde les mostraron la cabeza de Santa Ana, acompañada de otra extraña e inverosímil historia donde se señalaba que el cuerpo lo trajeron de Jerusalén sus hijas María Jacobé y María Salomé. Entre los pasatiempos de los aldeanos Yehudá contempló como un grupo de ellos, con las manos atadas en la espalda, competían en matar a cabezazos un gato sujeto a un poste, con riesgo de que les desgarrase las mejillas o les saltase los ojos. El martes primero de marzo consiguieron avanzar un poco más y llegaron a Monascar, a seis leguas de Zate. El miércoles llegaron a Pernes114, y el jueves a Aquilán, un pequeño villorrio con cuatro casas en el campo. Allí comenzaba el Delfinado. El viernes alcanzaron a Talarte115 donde comieron para pernoctar en Sorges116. El sábado pasaron por Ambrun117 y pernoctaron el Sant Crespín, donde permanecieron todo el domingo, a consecuencia de la nieve. El 114 A seis leguas. 115 A cuatro leguas. 116 A dos leguas. 117 Allí tuvieron su nueva sesión de cristianismo pues en la puerta de su iglesia una imagen de la Virgen hacía milagros, y cuando intentaron meterla dentro de la iglesia ella amanecía fuera. 140 lunes de Carnestolendas118 llegaron a Briançon donde permanecieron el martes, partiendo el miércoles de ceniza, después de la misa. Ese miércoles, primero de Cuaresma, llegaron a comer a Monginebra y cenaron en Susaña. Fue una experiencia increíble para Yehudá, que se enfrentaba por primera vez a las inclemencias del tiempo de los Alpes y la peligrosidad de los pasos alpinos. Su señor tuvo que pasar el puerto en carretilla, por la mucha nieve que había, medio muerto de frío y con los ojos vendados para que no viera los peligros del cruce. El paso era infernal. Un buey, al extremo de una cuerda muy larga, tira de un remolque, porque sólo el buey corre peligro si el camino falla. Los montañeses que les acompañan procuran hacer el suficiente ruido antes de pasar para que con el estruendo, si debía de caer la nieve, ésta cayera. Durante el paso todo el mundo guarda un silencio sepulcral, porque les va la vida en ello. Los guías les cuentan, tal vez para incrementar el precio convenido, que en el paso muchos viajeros y animales acaban enfermos, y que en algunos grupos hay miembros que, después de recibir atención médica, acaban falleciendo; y que, en primavera, los guías recogían los cadáveres de las personas sorprendidas por una tempestad o que no habían llegado al hospicio antes del anochecer. El jueves comieron en Aures y cenaron en Susa, ya en el Piamonte, llegando el sábado a Turín. En un camino de ciudades interminables llegaron el miércoles a Tercar para alcanzar, el jueves 23 de marzo, víspera de Nuestra Señora de marzo, Minascar y acabar, llegada la noche, en Milán. A Yehudá le gustó mucho Milán, una ciudad con las calles largas y muy anchas, con casas medianas pintadas por fuera. Era una ciudad grande, donde el co118 Lunes de carnaval. 141 mercio dominaba el ambiente de una forma increíble. Se notaba que allí había muchas personas de renta. Todos trataban mercadería. El agua era el elemento vital de la economía milanesa. La ciudad dependía del desarrollo agrario que se producía alrededor del Po, en una zona dominada por bosques y pantanos el hombre, luchando contra la naturaleza, había creado cultivos. Los molinos de agua habían controlado la fuerza del río. Milán contaba con una red de canales, construidos para cumplir la doble misión de la defensa y de la irrigación. Estos canales119 se comunicaban unos con otros, y estaban en contacto con los grandes ríos, lo que facilitaba, además, la llegada y la salida de mercancías. La ciudad era rica y espléndida, con más de seis mil fuentes de agua potable, trescientos hornos públicos, cuarenta copistas o diez mil monjes de todas las órdenes, junto con más de cien fabricantes de las famosas armaduras milanesas. Para el viajero era sorprendente contemplar una ciudad como aquélla. Yehudá descubrió en tan hermosa ciudad organizaciones de barrio llamadas vicinie, que tenían la finalidad de evitar los conflictos entre sus miembros y mantener la paz. Ser miembro de una de estas organizaciones era una tarea ardua, si bien muchos querían pertenecer a las mismas porque suponía un refuerzo contra los abusos. Los responsables de las vicinie eran elegidos por asambleas que se reunían cada seis meses, y tenían un terrible poder que debían administrar con justicia. También Milán fue agradable por las implicaciones que se deducían de la existencia de una veintena de hospitales para los aproximadamente cien mil habitantes de la ciudad. Parecía un mundo pensado para procurar 119 Nirone, Sevesotto, Acqualonga, Naviglietto di Porta Tosa, Vettabia Naviglio Grande, Olona. 142 una vida agradable al hombre, y aquello era algo distinto de lo que había vivido el maestro. Las mujeres milanesas, amables y hermosas, vestían con trajes de amplios escotes, enseñando los pechos de forma elegante y descarada a la vez, algo que escandalizaba a muchos extranjeros, pero que agradó a Yehudá, que pensaba siempre que la libertad de elección correspondía a ambos sexos. Su señor se sorprendió de los vestidos de las damas lugareñas, pues denotaban un gasto enorme. En aquella tierra dominaban los Visconti, cuyo castillo de Porta Giovia era signo de poder en la región. Había gente que no sentía especial amor por su gobernante, pero éste, poderoso, parecía ignorar a sus súbditos, como lo hacían la mayoría de los señores de aquella época, dedicados a otros menesteres. Partieron de la ciudad el viernes 8 de abril y acabaron comiendo en Caçan120, durmiendo en Martiniega. Ese día su señor decidió visitar su ciudad santa. De nada sirvieron las protestas de nuestros guías, que indicaban que aquello les desviaba de su destino. Lo importante para Don Fadrique de Ribera era obtener una visión de conjunto de su fe, y esa fe pasaba por la ciudad de Roma. Se desviaron entonces hacia Verona, pasaron por Bolonia, Siena, San Giminiano y Florencia, recorriendo caminos que les alejaban de su destino hasta llegar a Roma, esa ciudad a la que los cristianos tenían especial cariño. Un manjar de aquellos lugares donde visitaban era un alimento que se cocinaba a base de harina de grano duro y agua, que se trataba hasta convertirlo en finas capas de un plato llamado lasaña o se tornaba filiforme para obtener un producto que, cocido y acompañado de diferentes ingredientes (carne, verdura o 120 A dieciséis millas. 143 pescado), era apreciado por todo el mundo y considerado esencial en el yantar de los hombres, e incluso lo consumían los navegantes. Yehudá se maravilló de encontrarse en Bolonia, la primera ciudad con Universidad de Europa. Bolonia era una curiosa ciudad donde, consecuencia del escaso terreno intramuros, se construía en muchas alturas, por lo que se construían torres para aprovechar el escaso suelo; incluso se llegaba a habitar los sótanos, lugares oscuros y húmedos, poco adecuados para el hombre. Al final el desarrollo urbanístico obligó a la construcción de edificaciones extramuros para poder dar cabida a todos los habitantes de la ciudad y a los visitantes, cada vez más numerosos, que eran atraídos por la Universidad. Al final los dirigentes de la ciudad tuvieron que asumir su crecimiento y debieron construir una nueva muralla, y luego una tercera. Verdaderamente fascinante era el canal de Sàvena, un canal de cinco kilómetros de longitud que traía el agua del río Sàvena a la ciudad de Bolonia. Los hombres que dirigían la ciudad121 habían comprado el derecho a utilizar el agua del río Sàvena a los ramisanos, lo que les permitió alimentar el canal Navile, que se construyó para unir Bolonia al Po, y, desde allí, al mar, lo que hizo posible un servicio regular de transporte fluvial entre Bolonia y Venecia. Siena se encontraba recorrida por tortuosas calles, tan estrechas que un caballero a caballo puede tocar con la punta de sus zapatos a los transeúntes que intentan dejarlo pasar al pegarse contra el muro. Además, las escaleras exteriores eran otro impedimento que oscurecía las calles convirtiéndolas, sobre todo por la noche, en perfectos lugares para delincuentes de todo tipo que pretendían adquirir la propiedad, y a veces la vida, de los hombres de bien. Así, las calles son tan estrechas que en 121 El Comune. 144 algunos lugares, cuando los frailes pasaban para ir a enterrar a un muerto, debían bajar la cruz procesional y la gente no lograba pasar. Asimismo las casas se extienden sobre la vía pública por medio de balcones, algo enormemente peligroso cuando se produce un incendio. Tanto el mercado diario como el semanal se encontraban en el Campo, espacio creado en la parte de la ciudad de mayor actividad mercantil, donde se edificó la casa consistorial. Las únicas estructuras consentidas en el mercado eran las móviles. Las estructuras mayores eran las tiendas, conocidas con el nombre de barracas o pabellones; éstas eran un espacio de tela basta, al abrigo de la lluvia y del sol, sujeta por palos hundidos en la tierra. No obstante, la mayoría de los puestos de venta del mercado estaban ocupados por bancos de varias dimensiones, en los que se exponían las mercaderías. Muchos de los vendedores que acudían al mercado de Siena no se servían de un puesto para la venta, pues muchos eran ocasionales y se limitaban a dejar los productos en el suelo o en cestas. Asimismo estaban los barateros, que tienen licencia para hacer uso de los juegos de azar. Muchos ladrones, amantes de las bolsas ajenas, pululaban intentando cambiar la propiedad del dinero de los pobres ingenuos. A su señor le pretendieron robar la bolsa, pero Yehudá era una persona muy avispada y consiguió demostrar al ladrón que el robo no tenía interés. La limpieza de la ciudad, que se encontraba realmente sucia, la realizaban los cerdos, que devoraban todos los deshechos que el lugar generaba. Era algo completamente asqueroso, pero la gente se había acostumbrado a ver recorrer las calles por piaras de estos animales que buscaban alimento, e, incluso, se había establecido una especie de derechos preferentes para utilizar los deshechos con el fin de alimentar a los cerdos. 145 De las casas sobresalían una especie de palcos, adecuadamente equipados con sus asientos, desde los cuales los habitantes de la casa defecaban sobre un canal relleno de cenizas, convirtiendo aquellos lugares en un foco de olores y sensaciones absolutamente desagradables. En Siena los hornos de ladrillo se encontraban ubicados dentro de la propia ciudad, aumentando el peligro de incendio, pero no parecía importar dicho hecho. Como no tenían nada que hacer Yehudá se quedó contemplando como se hacían y secaban los ladrillos. La arcilla se colocaba dentro de moldes de madera122; una vez que ha sido prensada, la arcilla excedente se cortaba mediante un hijo tensado con un arco. El ladrillo se separaba luego del molde con un golpe seco, y se limpiaba el molde rascando su interior, para que no se alterasen las dimensiones. Posteriormente los ladrillos se dejaban secar durante un tiempo123, para acabar en el horno donde son convenientemente cocidos. En Florencia encontró una asociación similar a la vicinie, que por aquellos lugares se denominaba consorterie, unas agrupaciones de clientelas cuyos miembros debían prestar juramento de socorro mutuo, y que creaban cajas de solidaridad para proveer a los miembros en caso de necesidad. Aquello fue una agradable sorpresa para Yehudá, que entendía la convivencia como auxilio al necesitado sin reparar en gastos. Florencia tenía manzanas de casas alineadas, con un pequeño huerto en el centro, que se construían en serie por iniciativa de grandes propietarios, a menudos cofradías y compañías religiosas, que posteriormente eran arrendados a operarios y artesanos. Este tipo de casas se edificaban según un modelo repetido. Las casas des122 Que pueden ser con fondo o sin fondo. 123 Entre una semana y un mes. 146 tinadas a los artesanos hacían función de tiendas, y por ello se asomaban a la calle. Los pisos superiores se solían dedicar a la vivienda, contando cada casa, en la parte de atrás, con un huerto privado, mientras que el pozo servía a varias familias. Finalmente llegaron a Roma. Yehudá no podía creer que aquella fuera una ciudad santa, dado el triste estado en el que se encontraba. Animales salvajes vivían en cuevas dentro de la ciudad, y la gente se abandonaba a una especie de sueño de infinita miseria. Parecía una ciudad fantasma, un cuerpo amortajado que, si bien conservaba parte de su antigua belleza, no era sino una triste imagen de algo ya caduco, de algo que desapareció hacía tanto tiempo que apenas se recordaba. El Imperio había muerto, la República había pasado, todo era una mentira. Después de contemplar la magnificencia de otras ciudades de aquellas regiones, contemplar Roma no fue sino una decepción absoluta, un triste recuerdo de lo que el paso del tiempo puede hacer con las creaciones del hombre, y con el hombre mismo. La visita de Roma era un descubrimiento constante de la propia naturaleza humana, un viaje de descubrimiento de la propia futilidad, de la cercanía de la muerte, pues esa era la imagen que desprendía la ciudad y muchos de sus ciudadanos. Era el claro ejemplo de la danza macabra que proliferaba en muchas pinturas de aquella época. Yehudá veía desolación, tristeza. Ninguna magia quedaba en la ciudad, toda había sido devorada por hombres sin sentimientos que esperaban, en todo momento, conseguir una vida mejor vendiendo a sus familiares y amigos, vendiendo su propia alma, porque, para ellos, aquella alma no tenía ningún valor. 147 Lágrimas de lluvia recorrían sus semblantes cuando llegaron. El final de una ilusión supone el nacimiento de una verdad. Las creencias humanas mueren con demasiada rapidez, no dejando nada más que un seco sentimiento de estulticia en el hombre que pretende llegar a conocer a su Dios. Aunque para la mayoría era preferible encender una pequeña luz que vivir maldiciendo la oscuridad, lo cierto era que allí todos concebían la vida como un mercado sin fin, un mercado donde todo y todos podían ser comprados y vendidos, dado que era el dinero el único dios que habitaba en su alma, que controlaba aquella existencia oscura y patética. Ya no había hermanos, todos eran clientes. No había parientes, todos eran vendedores de ilusiones, compradores de esperanza. La Iglesia católica, los cristianos, demostraban en aquel lugar su falta de fe a cada instante, pues nunca pensaban en las ideas de su Salvador, sino en la posibilidad de enriquecerse de forma infinita con un poco de suerte de su parte. Cansados por el excesivo viaje que estaban soportando tuvieron que pasar una semana en dicha ciudad, lo que era enormemente desagradable, dado que estaba llena de rufianes que pretendían obtener el dinero de las pobres almas que se atrevían a acercarse a sus calles, puesto que no había ley ni orden, sólo rencor y desesperación. Aquello era una especie de Sodoma moderna, un lugar donde todo se podía conseguir, incluso el cuerpo de bellas mujeres, la propia salvación. El dinero era el rey, el sacerdote era el mediador, y la muerte, siempre presente, el único fin que no podía ser comerciado, la única verdad que escapaba de los mercaderes. Existía una clara sensación de necesidad en toda la ciudad, una sensación que pretendían cubrir a base de comerciar con muchos de los productos que los pocos peregrinos que en aquellos tiempos se atrevían a ir a Roma llevaban consigo. Antes muchos cristianos se diri- 148 gían a la Ciudad Santa, pero el temor a los saltea-dores, las continuas guerras y la falta de seguridad hacía que la mayoría se quedara en sus ciudades y realizara peregrinaciones mucho más seguras, como ocurría con Santiago de Compostela. Muchos romanos se habían convertido en codiciosos posaderos de temporada, sobre todo los que vivían cerca de la basílica de San Pedro. Suelen salir a la calle en busca de peregrinos, forzarlos a entrar en sus casas y cobrarles después precios abusivos. Todo aquello era enormemente desagradable, porque se abusaba de la necesidad del creyente convirtiendo la religión en un negocio. El señor dinero imperaba en todos los lugares donde miraban. Comercios grandes, medianos y pequeños demostraban que todo se podía comprar, hasta niños, siempre y cuando el precio fuera el adecuado. Aquel gran bazar de los hombres de Dios suponía pingües beneficios para la Iglesia, por lo que dejaba que las migajas acabaran en manos de los habitantes de la ciudad de Roma. La seguridad era otro de los grandes problemas de la ciudad. Ladrones profesionales campaban por toda la villa. Además de los hábiles hurtadores de bolsas ajenas, y los inteligentes estafadores de todo calado, estaban los muy peligrosos y violentos bandidos, que dedicaban sus esfuerzos a convertir la vida de sus víctimas en una mercancía más. Si te alcanzaba uno de estos verdaderos asesinos la mayoría de los hombres estarían muertos si la bolsa que portaran no era de la conveniencia del ladrón. Aquella ciudad atraía a la mala gente como el queso a los gusanos. En su camino hacia los lugares importantes para los cristianos Yehudá pudo contar tres muertos por arma blanca, y dos heridos graves, algo que demostraba sin ningún género de dudas que la vida valía realmente poco en aquellos lugares olvidados de la justicia. 149 Yehudá tuvo que actuar varias veces para salvar a su señor de las agresiones de gentes sin escrúpulos. Con sus poderes Yehudá era capaz de controlar esas situaciones con presteza, pudiendo atacar en los puntos flacos del rival con una velocidad de vértigo, lo que le granjeo cierta fama entre los violentos salteadores, que decidieron evitar enfrentarse con tan formidable enemigo y buscar presas mucho más sencillas. También pudieron contemplar la humillación de un hombre, abandonado por su mujer, que lloraba amargamente pidiendo permiso, en la puerta del tribunal eclesiástico, para poder tener otra mujer a su lado, dado que la suya, “de ningún modo había querido volver a su lado”. Todos sabían que aquello que el hombre pedía hubiera sido posible si él tuviera el suficiente dinero, pero era un pobre, lo que conllevaba que debía asumir su condición y aceptar que era un cornudo y un desgraciado sin esperar nada a cambio. No había nada más vergonzoso que el deshonor sexual. El matrimonio era un sacramento cristiano que lavaba el pecado de la concupiscencia, aunque la mujer debía estar siempre sometida al hombre, porque los maridos sometidos a sus esposas eran ridiculizados y escarnecidos, porque la crueldad siempre estaba presente cuando un grupo de hombres se reunía a beber y hablar de sus pequeñas historias. Yehudá, sin entender muy bien por qué, tuvo entonces un recuerdo horrible. En su niñez el rabino que les enseñaba la Torá y el Talmut les contó como el Emperador Adriano torturó a los rabinos. Al rabino Chamina ben Teradion, que tuvo que comparecer ante un tribunal de sangre por haber dado conferencias clandestinas sobre la Escritura, a la pregunta de por qué había transgredido las órdenes del emperador, contestó: "Porque el Señor así me lo ha mandado". Fue envuelto en un rollo de la Torá y quemado lentamente sobre un montón de madera tierna de mimbre. Su hija Beruria fue llevada a un burdel, donde padeció los abusos de innu- 150 merables hombres hasta que acabó matándose totalmente destrozada por la infamia cometida con su cuerpo. Al doctor de la ley Rabino Chuzpit, intérprete en el Sanedrín de Jabne, le fue cortada la lengua. La leyenda reseñaba como último mártir al rabino Judas ben Baba. Temiendo que con la muerte de los doctores más eminentes la tradición oral desaparecería por completo, había consagrado a los últimos seis discípulos de Akiba. Para no complicar a ninguna ciudad se había marchado con los seis a un valle desierto de Galilea. Allí les impuso las manos. Los esbirros romanos los descubrieron allí. Los discípulos huyeron y pudieron salvarse. Judas ben Baba fue muerto a golpes de lanza y agujereado como un colador. Así murieron hasta diez mártires, que han pasado a la posteridad como representantes de todo el pueblo de Yehudá, pues estas matanzas seguían llorándose en su época en el Día de la Expiación124 y en el Día de la conmemoración de la destrucción de Jerusalén125. Sólo después de la muerte de Adriano terminó el tiempo espantoso de las persecuciones y martirios por la causa de la fe. Todavía en Roma, el domingo pudieron asistir a un sermo generalis126. Los acusados de herejía fueron situados en una plataforma elevada, para que todos pudieran verlos. Todo comenzaba cuando el inquisidor predicaba su sermón, dirigido, fundamentalmente a los 124 Jom Kippur. 125 Tischa beaw. 126 Juicio contra herejes, que atraían a grandes multitudes. 151 sospechosos de herejía, pero también a la audiencia que se congregaba en una gran multitud. El día del sermón, la multitud, enfervorizada, interrumpía al orador constantemente con vítores y gritos, pues eso era lo que se pretendía. Acabado el sermón el inquisidor otorgó indulgencias al público e impuso la sentencia a los acusados. Muchos de los considerados culpables se arrodillaron y arrepintieron públicamente de sus herejías, reales o ficticias, lo que propició que fueran absueltos y pudieran reintegrarse en su vida. Decepcionados por la imagen de la ciudad los viajeros volvieron a retomar su camino en Verona. Esta ciudad también tenía, como Milán, buenas y amplias calles. Al día siguiente llegaron a Mantua, que también tenía amplias calles, incluso más anchas que las de Milán. Después de tal viaje, pasaron por Padua y llegaron a Venecia el 30 de mayo. Venecia era su punto de partida a lo desconocido, hacia el infinito. Todo el mundo partía desde esa ciudad porque era el camino más seguro. Los gobernantes venecianos habían considerado conveniente legislar las condiciones del tráfico de peregrinos porque era básico para la reputación comercial de la Serenísima contar con clientes moderadamente satisfechos. Por todo ello el Dogo y su Consejo insistían en el buen estado de los barcos, su equipamiento, el número requerido de marineros y el cumplimiento de los contratos, lo que hacía que el viaje, en otro tiempo enormemente peligroso, se convirtiera en una incomodidad más, aunque minimizada. Formada por multitud de islas, Venecia se encontraba defendida por un arrecife, llamado Lido, entre el mar y el agua. Todas las casas principales tenían puertas al agua y a las calles; éstas, unidas por hermosos puentes, algunos de madera, otros de piedra, permitían el pa- 152 seo del viandante, si bien en algunos barrios era peligroso caminar según a que horas. El Palacio de la Señoría era inmenso, y en él habitaba el Duque. Allí van a juzgar los jueces de la ciudad. El Palacio tiene un corredor muy grande que sale sobre la plaza donde se encuentran dos mármoles, que es donde ahorcan a los gentilhombres que controlan la ciudad con su dinero. Junto al mar se encuentran otros dos mármoles donde se ahorca al pueblo llano, y junto a la iglesia hay otro mármol donde se ahorca a los duques. Yehudá no pudo contener su corazón cuando pisó la Plaza de San Marcos, la Piazza127, pensada para asombrar a los visitantes con sus dimensiones y su magnificencia, con su aroma a tierras extrañas y poder, porque para eso había sido creada, para generar en los que acudían a ella una sensación de vértigo y humildad necesaria para poder mantener la hegemonía de la ciudad. En esa plaza se encontraba la Iglesia de San Marcos. Yehudá comenzó a comprender, por fin, la grandeza del cristianismo al contemplar tan majestuoso palacio de oración. Si bien era pequeña a comparación con otras iglesias y catedrales, asimismo era rica y espectacular, recubierta toda de mosaico. No obstante, también comprendió que aquel templo no reflejaba el esplendor y el poder de la iglesia de los cristianos, sino el poder de la ciudad. Cuentan que las reliquias de San Marcos, llevadas a Alejandría en el año cristiano 828, fueron escondidas en trozos de carne de cerdo, con el fin de evitar la curiosidad de los musulmanes, y transportadas por un barco veneciano a los reinos cristianos. El citado barco es salvado de la tempestad por las reliquias que portaba, por lo que los venecianos instalaron las reliquias en la capilla 127 En Venecia sólo hay una plaza que los venecianos consideran como tal, la plaza de San Marcos. 153 del Dogo, llevando así a la Serenísima al lugar que le corresponde desde el inicio de los tiempos. Era mitología pura lo que podía contemplar en cada calle de la ciudad. Era la magia de lo diferente, de lo desconocido. En algún momento, durante la creación del mundo, alguien debió pensar en aquella ciudad y planificar todo lo que en ella existía. Tal vez por eso Yehudá sentía que aquél era su mundo, un mundo lleno de contrastes, de pensamientos alegres y dichosos, de amor hacia la vida. En Venecia, Yehudá, se enamoró de la mágica ciudad que acogía a los extranjeros con tanto amor y tanto cuidado. Ciudad preparada para el huésped, todo en ella giraba en torno al viajero, lo que permitía al hombre cansado y alejado de su hogar, de sus comodidades, disfrutar de instantes de tranquilidad y placer. Quizá el brillo de la ciudad, la atracción de su libertad, de su poder, contenido en cada piedra, en cada roca, en cada canal, quizá el mismo pensamiento veneciano de permisividad hizo que Yehudá decidiera quedarse en aquél lugar y abandonar la peregrinación de sus compañeros, al menos por un tiempo. Venecia ocupaba el primer lugar entre las ciudades comerciantes y como ciudad del conocimiento, como puerto de embarque y como centro de atracción cultural, con San Marcos, sus múltiples iglesias y sus centros de producción artística. La reputación de la marina veneciana contaba mucho en esto; al igual que un gobierno que tendía siempre a colaborar y hacer más confortable y segura la estancia de los peregrinos de paso por la ciudad. Los magistrados especialistas se ocupaban de los alojamientos y de las condiciones de embarque, los convoyes se sometían a diversos reglamentos para proteger el transporte naval de la piratería y del peligro turco. El espacio portuario de la ciudad no tenía parangón, y no se limitaba a la línea de contacto con el mar. Era tan vasto como para permitir las operaciones de 154 transferencia entre el mar y la tierra; pudiendo circular los convoyes de mulos y carros sin ninguna dificultad. Depósitos, tiendas, puestos de control128 tenían su lugar, como no podía ser de otro modo. La vigilancia129 recorría el puerto día y noche, generando una extraña seguridad que no se tenía en otros lugares, aunque aquella zona era especialmente peligrosa. Asimismo era una ciudad llena de contrastes, de vida, de oportunidades continuas. Cada callejón suponía una aventura para una persona que escapaba de su pasado y no quería enfrentarse a su futuro, porque el futuro era lo que más temía Yehudá, dado que el poder genera una enorme responsabilidad, responsabilidad que el “maestro” debía, pero no quería, asumir. Su primera noche en la ciudad, en un oscuro puente que acababa en un callejón, fue asaltado por tres indeseables que, por desgracia, se equivocaron de víctima. El simple poder de sugestión hizo que aquellos estúpidos arremetieran unos contra otros, acabando con sus vidas en unos instantes. Aquello no disgustó a Yehudá, que estaba cansado de esperar el bien de la gente cuando ésta era incapaz de concebir dicho bien. No obstante, teniendo en cuenta la propia naturaleza de la ciudad, Yehudá comprendió al poco tiempo que no era a la noche a la que debía temer, sino al día, pues era en el día el momento en el que se producían los peores crímenes, algo que era incapaz de asimilar un hombre que había vivido en una cultura como la suya. Yehudá llegó a contemplar una situación curiosa, dos barqueros tienen un pequeño encontronazo, algo normal en aquellos lugares, pero los hombres ponen en 128 Puestos donde se pesan y se miden las mercancías y se cobraban los derechos y peajes. 129 En Venecia los oficiales hacen rondas de vigilancia permanente alrededor de los depósitos y del arsenal. 155 entredicho la reputación de sus mujeres y la legitimidad de sus nacimientos, llegando incluso a escupirse. Un tercero, bienintencionado, terció inmediatamente, acabando la querella en una reconciliación en la taberna vecina. Yehudá adoraba el barrio de Castelloto, sus baños turcos y sus lugares de prostitución. No es que en esos momentos Yehudá frecuentara prostitutas, no tenía esa necesidad, pero se sentía cómodo rodeado de aquella gente, expulsados, como él, de una sociedad que no comprendía a su propia gente. Los domingos, dies dominica130, estaba prohibido trabajar en la ciudad; siendo obligatoria la misa para los cristianos, bajo amenaza de excomunión. Yehudá, aunque no era realmente cristiano, participaba de los rituales de sus conciudadanos, pues, en el fondo, no le importaba nada el pensamiento religioso mismo. Aunque muchos hombres consideraban que, simplemente mirando la misa se obtenían gracias especiales; las misas a las que asistía Yehudá eran muy curiosas, Todos los hombres se despreocupaban del rito en sí mismo y se dedicaban a contemplar a las mujeres que, vestidas con sus más hermosas galas, eran una fuente de perfecto deleite para el ojo. Ese hecho, lejos de constituir un problema, era la verdadera base del ritual; siempre y cuando se asista a la ceremonia sin molestar, obviamente. La misa se celebraba por la mañana, después de la hora tercera131. El enérgico sonar de las campanas convocaba a todos los fieles que, apenas despiertos, esperaban el final de la misa para poder disfrutar de su día libre. Que Yehudá asistiera a una misa cristiana no le parecía demasiado horrible, pues había comprendido que 130 Días del Señor. 131 A las 8 en verano y a las 9 en invierno. 156 todo aquello no era más que una pantomima de control de los fieles, como sucedía en su religión de origen. Terminada la misa, los pobres y acomodados se dispersaban fuera de la iglesia, las mujeres a preparar la comida y los hombres a conversar y tomar vino en compañía de otros hombres, que, de esta forma, se quitaban el yugo que les apretaba la vida durante toda la semana, haciendo más soportable una existencia anodina, casi sin sentido. Las clases pudientes rivalizaban en esos momentos en cortesía. El de categoría inferior siempre intentaba dejar a la derecha a los superiores, o les cedía el paso a la hora de cruzar una calle. Cuando se llegaba a una casa era obligado invitar a todos los acompañantes a entrar en ella y beber algo; obviamente la cortesía exigía que los invitados rechazasen tal oferta, lo que hacía que el dueño del hogar acompañara al resto un poco más. Con ello se convertía el día del domingo cristiano en una especie de peregrinación de buenas intenciones y pocos sentimientos para los que tenían el poder. Muchas veces, el vino, y el juego, calentaban los ánimos de los hombres, embrutecidos por el trabajo y la vida misma, lo que generaba altercados y riñas donde armas insospechadas eran utilizadas de forma diestra por gente de lo más variopinto. Obviamente, el vino infunde coraje a aquellos que de común no lo tienen, algo enormemente peligroso desde el punto de vista de la conservación de la propia vida. Yehudá disfrutaba de esos momentos porque, sin saberlo los otros, aprendía sus pensamientos y se ejercitaba en el control de la muchedumbre, algo que le resultaba demasiado complicado. Todavía tenía en mente la muerte de su mujer y de su hijo, en sueños, casi cada noche, los recordaba, los sentía a su lado, amables y hermosos, siempre hermosos. Nunca pensó en sentir eso por alguien, pero todo era inútil, le habían robado el alma y le habían dejado rencor, odio. 157 Tal vez por esa misma naturaleza de la ciudad Yehudá decidió que era el mejor lugar para perderse, para olvidar lo que había sido alguna vez y convertirse en otro ser distinto, en un hombre nuevo, un hombre que había nacido el mismo día en que la vida del médico judío afincado en la ciudad de Toledo desapareció. En este caso nadie podía recriminar que el hombre, destrozado por la desgracia y por el odio que todos sentían hacia personas como él, escapase de sus obligaciones últimas y asumiera una forma de vida más mundana, mucho más prosaica, que le proporcionara alguno de los placeres que otros hombres disfrutaban constantemente. Kepa Mexía de Cherinos se convirtió, por arte del poder que tenía Yehudá sobre todos los elementos, una vez que sus compañeros de viaje reiniciaron su peregrinación a Jerusalén, en un hombre de grandes y diversos recursos, que adquirió, para asombro de todos los habitantes de la Serenísima, uno de las más suntuosas mansiones que había en Venecia, abandonada por sus habitantes, que huyeron de un golpe de mala fortuna encomendando la administración de los escasos bienes que dejaron en la ciudad a un avispado abogado que sacó tajada de la oportunidad. Yehudá no quería discutir el precio, porque disponía de riquezas inimaginables, lo que le favoreció a la hora de asentarse como comerciante, aunque él nunca vendía al público, siempre lo hacía a otros mercaderes que se ocupaban, cobrando una “pequeña” comisión, de distribuir los bienes que Yehudá obtenía. Conocedor de la naturaleza humana, Yehudá se ocupaba no sólo de distribuir vestidos, tejidos de lujo, vajillas de valor, joyas, especias y otras riquezas y rarezas de todo tipo, sino que también dejó un especio para las mercancías comunes, pues a través de la venta de éstas, especialmente del grano y de telas para manufacturar, podía controlar cosas que las riquezas no dejaban controlar. 158 Asimismo, decidió controlar los viajes a Tierra Santa, puesto que eran una considerable fuente de ingresos, por lo que decidió refinanciar a los guías especiales que el gobierno veneciano nombraba y colocaba en la Piazza o en el puente de Rialto para ayudar a los peregrinos a cambiar su dinero por ducados venecianos132, y adquirir las necesarias provisiones y ropa de cama. El tráfico de personas era un negocio próspero, que permitió a Yehudá controlar cinco grandes embarcaciones que hacían constantemente la ruta a Tierra Santa, con lo que se podía abastecer de productos constantemente, algo que hacía crecer su negocio de forma absolutamente fulgurante. La fe de las personas, o su supuesta fe, era siempre una mercancía que generaba pingues beneficios si se sabía explotar, algo que sabían muy claramente los dirigentes de todas las religiones que imperaban en el mundo, sobre todo la cristiana, que había convertido en negocio cualquier acercamiento a su Dios. El comercio traspasaba las supuestas fronteras que el hombre se imponía a sí mismo. Ni la Iglesia ni el Estado hubieran sido capaces de controlarlo, lo que hacía que los hombres que se dedicaban al comercio comenzaran a tener un poder cada vez mayor, algo que se hacía notar especialmente en la Serenísima República de Venecia. El ducado veneciano se convirtió en su moneda de cambio, y el poder en su objetivo, un poder que le permitiera olvidar lo que había perdido, lo que le habían robado los ignorantes que no entendían que el hombre era algo más que una masa de carne destinada a servir, que era un mundo maravilloso que debía ser respetado y cuidado, un mundo que, en si mismo, suponía un templo para Dios. 132 Prácticamente aceptados por todo el Mediterráneo. 159 Sus poderes estaban creciendo, todavía más, y no podía hacer nada por evitarlo, sólo utilizarlos de la manera menos dañina posible para su persona y para aquellas personas que verdaderamente merecían su amor y su respeto. Era un ser único, pero eso no significaba para Yehudá que podía colocarse por encima de todos los demás. El palacio que había adquirido era una joya arquitectónica que le permitió disfrutar de muchos momentos de soledad sin que ni tan siquiera los sirvientes le molestaran; ese hecho le llevó a avanzar mucho más hacia el mundo de la creación, lo que le permitió conocer las pequeñas formas de vida a su antojo, llegando a ser un experto en la fuerza de la naturaleza. Cubrió las paredes de su hogar de hermosas alfombras de estética oriental. La alfombra se había convertido para Yehudá en un recuerdo de su tierra, y en un mobiliario más de su casa, así como un signo de lujo y ostentación, hasta tal punto había alcanzado una posición de riqueza aquel hombre. Sus techos cubiertos de hermosas maderas talladas, nogal, ciprés, ébano, suponían una joya indiscutible de aquellos lugares, y ponían en su sitio a aquellos que, pretendiendo ser lo que no eran, acababan maravillados del lujo y esplendor del que se rodeaba el mercader y poderoso naviero. Yehudá se encontraba feliz de vivir en una ciudad tan regularizada. Ni siquiera la noche escapaba del control ejercido por los poderes públicos, así, las campanas de San Marcos, la Marangona, y de San Giovanni Elemonisario, la Rialtina, señalaban la extinción de los fuegos, lo que conllevaba la necesidad de apagar las velas. La Marangona matinum señalaba la hora de vuelta al trabajo. Con ello la eficiencia en el trabajo se hacía ley. Aunque Yehudá no temía nada, lo cierto es que apreciaba la seguridad que se procuraba imponer en Venecia, que llevaba, incluso, a disponer de una magistratura especializada, los domini de nocte, asignados a 160 cada sestiere, los guardias se ocupaban de vigilar la circulación de canales y canalones. Con el tiempo comenzó a controlar los comercios del puente de Rialto y la Lonja de los Mercaderes. Eso le llevó a poder participar como acaudalado prócer de la ciudad en el día de la Ascensión. Ese día el Duque, los principales del gobierno y los gentilhombres más importantes salieron en una galera con dos suelos, uno donde van los remeros, y el otro donde va la flor y nata de la ciudad. En otra embarcación salió el Patriarca de la ciudad. Ambas se encontraron en alta mar, donde el Patriarca bendice el agua a la que tanto debe Venecia. Después el Duque, diciendo que se desposa con el mar, arroja un anillo de gran valor, financiado en esa ocasión por Yehudá. Alrededor de la galera se encuentran muchos hombres nadando, que se lanzan desesperadamente a conseguir el anillo. Después, como muestra del poder acumulado en la ciudad, se exponen en el altar de la iglesia de San Marcos todas las riquezas que hay en el tesoro. Pronto se corrió la voz de la generosidad de Yehudá, al que todas las madres con hijas casaderas invitaban a fiestas llenas de ostentación. Las mujeres en aquella ciudad eran muy liberales, vestían mostrando generosamente sus escotes, dejando que la vista de los hombres se regocijara ante la belleza del nacimiento de los senos al descubierto, con los hombros al aire, marcando la ligera curva que les unía al cuello. Yehudá, o mejor, el señor Kepa Mexía de Cherinos, se convirtió en el centro de todas las conversaciones, porque era capaz de transformar cualquier empresa en la que se embarcaba en un auténtico éxito, llegando a amasar la mayor fortuna de una ciudad donde la mayoría de los gentilhombres eran grandes fortunas. En ese sentido, como el provecho superior al mínimo imprescindible para mantener al comerciante se convertía en avaricia, obtener dinero con dinero en el co- 161 bro de intereses era considerado usura133, y comprar mercancías a granel y venderlas sin modificarlas con un precio superior era inmoral, Yehudá era un hombre que vivía en pecado mortal134. Como se partía del pensamiento de que la profesión debía proporcionar el simple sustento al individuo y beneficio a todos, los precios debían mantener un nivel justo, que sólo deberían incluir el valor de la mano de obra y de la materia prima, sin exceso de beneficio, algo que no encajaba en la mentalidad de un comerciante que buscaba le máximo beneficio al arriesgar sus bienes al máximo. Todas las jóvenes, deseaban un hombre como él, misterioso y con enorme poder y riqueza, lleno de un aura que atraía de una forma muy diferente a la que tenían el resto de los hombres. Yehudá lo sabía, pero él no quería embarcarse de nuevo en una historia de amor, por lo que, de forma galante y con delicadeza, rechazaba las ligeras, y no tan ligeras, insinuaciones de todas aquellas que intentaban encontrar un rayo de esperanza en su pueril vida. Con pena, Yehudá no quería sentirse atado a nada y a nadie. Sus necesidades sexuales las curaba en dos prostíbulos que había adquirido para poder controlar a los hombres. Cuando llegaba una nueva remesa de chicas nuevas, él se reservaba tres, siempre tres, que acababan en su palacio, en un ala escondida, proporcionándole todos los placeres que necesitaba su cuerpo. Cuando alguna de esas mujeres había convivido con Yehudá durante seis meses y se cansaba, podía irse, 133 Si bien, en la práctica, sólo se consideraba usura percibir cantidades superiores a las decorosas. 134 Decía San Jerónimo: “Homo mercator vix aut nunqueam potest Deo placere” (el comerciante pocas veces o jamás puede complacer a Dios). 162 colmada de riquezas. Todas las muchachas que acudían a aquel establecimiento para prostituirse tenían la secreta esperanza de alcanzar una vida de lujos con aquel hombre. En el ámbito amistoso, Yehudá comenzó a frecuentar un círculo de pensadores independientes, de diferente condición social y económica, pero unidos por un mismo destino, el conocimiento. A veces de forma callada, otras demostrando plenamente su saber, Yehudá fue entrando en un círculo mágico de seres que buscaban respuestas allí donde no había nada más que preguntas. Especialmente grato le era hablar con Jacomo Caboto, hijo de una familia adinerada que necesitaba comprender el mundo para poder vivir en él. Con tendencia a engordar, Yehudá llegó a recomendarle el ejercicio físico como ayuda para eliminar las muchas toxinas del cuerpo, aunque le pidió que lo practicase con cuidado, preferentemente al amanecer o al atardecer, y después de hacer las necesidades. Además le dio otro pequeño consejo, “quien guarda su boca y su lengua guarda su alma de la angustia”135. En sus reuniones se trataban todos los temas, sin distinción, y se hablaba, a veces en broma, a veces en serio, de lo divino y de lo humano. Un grupo especialmente amplio buscaba consejos de índole médico, dado que en el grupo, por desgracia, no había ninguno –al menos declarado. En esas ocasiones Yehudá disfrutaba mostrando sus amplios conocimientos médicos, dejando entrever que se trataba de un médico que había abandonado su profesión, creando, por tanto, un nuevo halo de misterio a su alrededor. Asimismo, cuando no se dedicaba a sus negocios o se reunía con su grupo de conocidos Yehudá consumía su tiempo de ocio jugando al ajedrez o a los dados, 135 Proverbios 21,23. 163 juegos en los que se había convertido en un verdadero maestro, y asistía a los diversos espectáculos públicos que la Señoría preparaba, y a los privados donde siempre era invitado, dado su alto nivel de ingresos, que atraía siempre a la gente que deseaba disponer de ciertos beneficios. El privilegio de ser un privilegiado convertía su existencia en un placer infinito, en una constante búsqueda de nuevas emociones, de situaciones límite, aunque él sabía, porque tenía el poder, que nada podía hacerle verdadero daño, pues en él estaba la fuerza suprema de la creación del mundo. Asentado como mercader, alguien recomienda a Yehudá que suscriba un contrato de convivencia con alguna mujer joven y bella. Allí es común que señores tengan una relación contractual con jóvenes que, durante un periodo determinado de tiempo y por un precio cierto, realizarán las tareas domésticas del hombre y estarán disponibles sexualmente para aquél. Así, la mujer se comprometía a conservar y cuidar al señor y sus bienes sin engaño y el hombre a darle comida y vestido conveniente. Tras seis años, si uno de los dos quería romper la relación, la mujer cobraría una cantidad determinada, que dependía de la riqueza del hombre. Obviamente Yehudá no estaba interesado en tener una sirviente sexual en su casa, por lo que desecho la idea nada más sopesarla, pero le pareció curiosa la actitud francamente abierta de la ciudad, donde se podía obtener cualquier cosa por un “módico” precio, ya que sólo eso parecía importar. Las mujeres de la ciudad cuidaban su cutis y su cuerpo como ninguna otra mujer en occidente. Mascarillas de leche de harina de guisantes, habas, avena, almendras peladas y semillas de rábano en cantidades similares, eran comunes para las mujeres que querían mantener la belleza. Los anaqueles de las mujeres estaban repletos de peines, espejos, de polveras, limas y tijeras para las 164 uñas, de pinzas para depilar cejas, de algodón y de plumas para maquillaje de los labios, de goma adragante y de azúcar de cebada fundido. En Venecia la mujer ideal era rubia136, con mucho volumen137, abundante y larguísimo; pálida, de piel suave138, con las mejillas de color rojo vivo, los labios de color rojo139, las cejas arqueadas y negras, pero el cuerpo totalmente carente de vello. También deben tener los dientes perfectos, debiendo poseer un candor inmaculado140, para los que se utilizan pastas y remedio dentífricos a base de sepia, coral o conchas. Los cosméticos eran pastosos y con mal olor, que llegan a parecer quesos blancos, que se realizan a través de grasa blanca de perro y bilis o sebo de carnero y grasa de cerdo. Las máscaras de noche se hacen con harina de habas, para las cremas depilatorias se utiliza pez griega o sulfuro de arsénico, ceniza y cal hervida en aceite. El albayalde de Venecia141 aseguraba el color cándido. Para la Iglesia maquillarse era pecado, emparentado con la lujuria y el orgullo. Además los clérigos se escandalizaban ante los tormentos, dignos de los mártires, a los que las mujeres se sometían para obtener la belleza, además de ser un verdadero agujero para la 136 Que se conseguía a base de azafrán. 137 Con caña de azúcar cocida con lejía. 138 Con aceite de almendras y miel. 139 Que se consigue con fuco, un género de algas. 140 Por ello se creaban falsos dientes de hueso de vaca, marfil, mármol o perlas. 141 Mezcla de albayalde y goma adragante. 165 economía familiar, sobre todo porque una mujer honesta no debería sufrir para ser bella. Siguiendo el consejo de ciertos mercaderes con más mundo que él, cuando Yehudá vio que el resultado de sus negocios había hecho aumentar su riqueza de una forma abundante y notable, retiró de los negocios dos tercios del capital, para emplearlos en una sólida posesión agrícola. Asimismo desarrolló un sistema de producción y distribución de sal que revolucionó el mercado, en un tiempo en que la salazón era una de las formas más seguras de conservación de los alimentos. Su conocimiento de la naturaleza, enraizado con su poder y su capacidad de observación, le permitían saber cosas que los demás sólo intuían, y emprender actuaciones donde los demás vacilaban. Comprendiendo la naturaleza física de la sal y de composición misma del agua marina, su método optimizaba los hasta entonces utilizados, duplicando la producción y reduciendo el precio de explotación a la mitad, con lo que sus precios de venta eran tan ajustados que nadie podía competir con tan poderosa fuente. Al final consiguió obtener un porcentaje tan amplio del mercado que nadie podía disponer de una cantidad grande de sal sin haber contado con el beneplácito de Yehudá, que, en el fondo, ni necesitaba ni quería el poder económico que estaba obteniendo de sus movimientos. En el fondo Yehudá sólo estaba desarrollando una forma de comprender el mundo que se escapaba a la mayoría de los hombres de su generación, donde todo lo que se había convertido en una forma de vida, las costumbres y los usos más corrientes, se consideraban como institución divina, lo que anquilosaba las prácticas 166 económicas y sociales y favorecía a aquellos que sabían donde saltarse la regla para no verse atrapados. Con el tiempo Yehudá comenzó a aburrirse de su mundo perfecto. No había ningún riesgo en su posición, no había ninguna ilusión en su mente, pues todo lo que hacía era disfrutar de su riqueza y de la adulación. Su espíritu viajero le llevó, por tanto, a una decisión trascendental, decidió emprender de nuevo el viaje que había dejado de lado y disfrutar del mundo que todavía no conocía, pues esa era la única forma de cambiar que podía vislumbrar 167 QUINTO. Yehudá salió de Venecia junto con un concurrido grupo de peregrinos. Su imagen, imponente, dominadora, llamaba la atención, sobre todo a aquellos hombres temblorosos que se embarcaban en un viaje cuyas pruebas no podrían soportar. Él, como dueño y armador del buque, era respetado por todos los que en el barco navegaban, siendo el centro de todas las miradas. El dinero, siempre el dinero, reluciente y perverso, era lo que todos los hombres deseban, y era lo que Yehudá significaba para la gran mayoría de los que allí se reunían. Marineros, comerciantes, peregrinos, todos veían en el dueño del barco una referencia de algo que deseaban tener. No quería colocarse en una posición de poder excesivo, pero se sentía agradado de tanta adulación, de tanta dedicación a su persona. No habían llegado los tiempos del descubrimiento de la verdad de la vida, lo que le hacía disfrutar de esos pequeños placeres de una forma absoluta. Controlar la vida y la muerte de los hombres era muy interesante, sobre todo porque su poder no venía sólo de su dinero. Muchas personas habían decidido poner sus vidas en manos del rico hombre de negocios, lo que le proporcionaba un capital humano importante para realizar todos sus deseos. Como Yehudá había sido, en sus inicios, médico, decidió que debía contemplar los lugares en los que había vivido y sanado Hipócrates, por lo que el viaje en cuestión se dedicó a recorrer las islas griegas, lo que le 168 permitió disfrutar del especial ambiente de sabiduría que todavía impregnaba aquellos hermosos lugares. Antes de alcanzar Jerusalén el viaje se desviaba hasta Bizancio, dado que existían poderosas razones económicas para transportar a ciertos pasajeros a ese lugar. Además, Yehudá era consciente de la necesidad que tenía de viajar y conocer después de haberse enriquecido en Venecia. Cuando Yehudá, como próspero mercader de telas, piedras preciosas, peregrinos y especias, llegó a Constantinopla, llamada Bizancio, su fama le precedía. Extremadamente considerado por sus clientes y por su competencia, su palabra era ley en muchas ciudades. Su llegada a la ciudad produjo una pequeña revolución. Todo hombre de la ciudad había llegado a conocer y admirar el nombre de Kepa, que se asociaba a las enormes riquezas y a la honradez, algo muy complicado de asociar en aquellos tiempo donde el hombre no era más que una barata mercancía que podía despreciarse de plano, pues existían una gran cantidad de pedazos de carne con ojos para realizar las diferentes misiones que los poderosos deseaban encomendar a sus intranscendentes siervos. Así las cosas, la existencia de un hombre como Kepa, misteriosamente rico, absolutamente honrado, era como una especie de referencia metafísica que permitía a los mortales reconocer la posible realidad de una vida diferente, suponiendo, asimismo, un reclamo para luchar por alcanzar una vida mejor en la difícil tierra de los vivos, allí donde habían sido abandonados a su suerte los hijos de Adán. Después de la llegada de Kepa-Yehudá, del descubrimiento del hombre, los pobres y menesterosos de Constantinopla comenzaron a pensar en la posibilidad de 169 la redención, y los mercaderes menores decidieron planificar su vida de tal forma que pudieran alcanzar la riqueza como su ídolo en el mundo. La singularidad de la ciudad de Constantinopla comienza por su ubicación, enlace entre Asia y Europa, rodeada en gran parte por el mar142, y abierta completamente a él, siendo la sede de una gran flota de embarcaciones de todo tipo y tamaño. Constantinopla era una ciudad hermosa, bien defendida por fuertes y poderosas murallas, algo lógico teniendo en cuenta su localización y los enormes problemas de seguridad de la zona. La ciudad formaba un triángulo sobre un brazo de mar, que rodea la ciudad por ambos lados, que llaman Helesponto, aunque algunos le llamaban Brazo de San Jorge. Constantinopla contaba con uno de los puertos más grandes del mundo, siendo considerado, a la vez, de los mejores. El conjunto portuario ocupaba un vasto sector a lo largo del litoral, vistiendo a la ciudad con el aroma del mar y de la vida. Así, el Liménès o Néoria forma una línea continua desde la Propóntica hasta el Cuerno de Oro; mientras que otro conjunto portuario, el Exartysis143 se coloca cerca del citado Cuerno de Oro. Grandes astilleros, superiores en espacio a los venecianos, convierten a la ciudad en un enorme instrumento de dominación naval. Cuentan que Constantino había decidido fundar una sede para su imperio en Cilicia, y que los canteros con las herramientas y los obreros para construirla fueron transportados en una noche al Bósforo por obra de Dios, que había escogido ese lugar como el más idóneo para sus fines. 142 Mármara, Bósforo y Cuerno de Oro. 143 Eski-Tarsena. 170 Posteriormente, como siempre suele suceder, la crueldad vence. En el verano de 1014, el emperador de Bizancio Basilio II, tras vencer a las milicias macedonias cerca de Struma, hizo sacar los ojos a catorce mil prisioneros y ordenó dejar un tuerto por cada cien ciegos a fin de guiar al resto ante su caudillo, el zar Samuel. La crueldad humana sustentando una ciudad tan hermosa. La paradoja no debía dejar indiferente a los mortales, pero parecían sordos a la curiosidad, ciegos a la verdadera luz. A nadie le importaba la vida o la muerte de miles de hombres de otras regiones, ni siquiera importaba la vida o la muerte del vecino, del amigo, del propio hermano, menos aún del forastero, del desconocido. Siempre que un mercader llega a Constantinopla pasa a ser “propiedad” del primer judío con que entabla conversación; pasa a ser, entonces, su mercader y así continuará hasta que parta, sin que ningún otro judío trate de hacer negocios con él; así, si el mercader, en este caso Yehudá, desea algo, tiene que pedírselo a su judío. Yehudá se sonreía pensando en lo que supondría descubrir a todos su origen judío, pero ya había abandonado completamente sus pensamientos religiosos. Yehudá no creía en nada, ni siquiera en él mismo. Se dedicaba a vivir holgadamente, sintiendo las caricias de placeres infinitos, de todos los placeres que un hombre rico se podía permitir en la corta vida que el ser humano puede permanecer en la tierra, sin importarle la verdadera trascendencia de lo que hacía; sin importante, ni siquiera, el posible final a su aventura de placer. Es obvio decir que Yehudá ya tenía un representante en el lugar; pero quería tener a alguien que le consiguiera ciertas cosas y, sobre todo, información, sin viciar, especialmente, sus contactos más serios con las rutas de las riquezas. Era, pues, necesario un hombre 171 excepcional que controlara cada movimiento que se producía en Constantinopla, lo que le permitiría saber todo lo necesario para extender su poder más allá de su propia ciudad. Lógicamente, Yehudá eligió al mejor hombre para los menesteres que le llevaban a aquél lugar, ni demasiado bueno ni demasiado malo, con el corazón dominado por el ansia de riqueza, algo que el “maestro” podía proporcionar sin problemas, tantas como quisiera cualquier hombre, y muchas más. Era tal su fama, que en los primeros momentos de contacto con el “proveedor”, estuvo a punto de producirse una reyerta, dado que muchos comerciantes judíos de la zona querían contar con Yehudá, conocido en le oriente por todos como Thothermes, hasta tal punto llegaba su mitológica historia. Al final su buena disposición y su capacidad para controlar a los hombres sirvió para que todos acabaran contentos con los contratos que, a partir de esos momentos, unían a los litigantes con el poderoso veneciano. Las casas de la ciudad se construían con un entramado de madera que contribuía sobremanera a la propagación de los incendios, disponiendo de dos niveles diferentes de pisos, manteniendo la distinción clara entre lo privado y lo público, dedicando el piso alto a lo privado y el bajo a las relaciones sociales. Por ello Yehudá buscó un alojamiento más seguro, un alojamiento que no pudiera ser incendiado con facilidad, y que tuviera las suficientes salidas como para escapar de cualquier ataque, incluso del ataque del fuego. Después de su experiencia en Toledo no iba a permitir que cualquier loco o fanático acabara con su vida por una tontería de religión que ni siquiera era creída por sus líderes más recalcitrantes. Según la mayoría de los cristianos que viajaban con Yehudá, en la ciudad se encontraba la iglesia más 172 bella del mundo, que fue edificada en honor a Santa Sofía144. En los primeros días Yehudá tuvo a bien conocer la ciudad junto con sus compañeros de viaje, que viajarían junto a él a Jerusalén. La catedral era un edificio magnífico, con una inmensa cúpula rebajada, rodeada de semicúpulas, lo que causaba un gran efecto. Sus paredes están revestidas de mármol. Era hermosa y enigmática, tan cercana a la fe cristiana como a la musulmana o a la judía, pues suponía la conjunción de oriente y occidente en un inmaculado marco de realidad. Yehudá, después de todo aquel viaje, sentía una especial amistad respecto a Jehan de Mandeville, un caballero inglés, nacido en St. Albans, que buscaba descubrir lo que a nuestros ojos se ocultaba, y para ello decidió buscar fuera de sí mismo, un error que Yehudá nunca iba a corregir, pues había aprendido que el camino debía aprenderse desde el error. Aunque Yehudá no mostraba ninguna inclinación religiosa, todos le seguían tomando por cristiano, dado que no cumplía ya ninguna de las reglas de la religión judía, y provenía de la Serenísima, donde era considerado uno de los mercaderes más importantes de la ciudad, con un poder enorme entre los que dirigían los destinos de los habitantes de la misma. Su condición religiosa no era considerada importante por el maestro, por lo que nunca dejó de mantener una carcasa de fidelidad cristiana, sobre todo porque le llamaba la atención la forma de desarrollarse los ritos de esa religión. Durante su vida había vivido en un mundo cerrado, pero los cristianos servían a su Dios sólo cuando les interesaba, cumpliendo de forma mecánica unos mandamientos que ni siquiera entendían. Tampoco tenían especial apego a sus dirigentes religiosos, y sus costumbres no eran demasiado difíciles 144 Que luego se convertiría en una mezquita, Aya Sofía. 173 de seguir, una vez que uno se había adaptado al cambio que suponía respetar ciertas cosas y hacer otras distintas. En cuanto a la comida, el cerdo le parecía a Yehudá un animal bastante sabroso, por lo que no tuvo ningún inconveniente en comer su carne cuando le apetecía. Siendo así, en ningún momento se negó a visitar la cruz de Cristo, y la túnica inconsutilis145. Junto a aquellas reliquias Mandeville le comentó que se encontraban la esponja y la caña con la que dieron de beber el vinagre y la hiel a Jesús, así como uno de los clavos que sirvieron para sujetar su cuerpo en la Vera Cruz. Jehan, verdadero experto en reliquias cristianas, le contó que, gracias al verso evangélico: In cruce sunt Palma, Cedrus, Cypressus, Oliva, se sabía que la cruz se hizo con cuatro maderos de cuatro árboles distintos. Mandeville conocía, incluso, como se distribuía la madera, la pieza que salía de tierra y subía derecho hasta la cabeza era de ciprés; de palmera era el travesaño que la cruzaba, donde le clavaron las manos; debajo del madero de ciprés, hincado en tierra, había otro de cedro; y encima de la cabeza clavaron una tabla de un pie y medio, hecha de olivo, que llevaba las inscripciones en lengua hebraica, en griego y en latín. En un momento dado incluso les permitieron ver la famosa corona de espinas, que, según Jehan, estaba hecha de juncos marinos. El pobre hombre, ciego de fe, llegó a asegurar que la corona que existía en París y la de Constantinopla eran dos partes de la misma corona, con el fin de no estropear sus creencias más íntimas. Los hombres que cuidaban de la corona, viendo la enorme fe del amigo de Yehudá, decidieron concederle el don de coger la corona, de la que cayeron varias astillas, que le fueron regaladas. 145 Llamada así porque no tenía costura alguna. 174 Jehan de Mandeville se sentía feliz por disponer de tal posesión. Cuando salieron del lugar donde se guardaba el relicario Jehan temblaba como si hubiera estado junto al mismo Cristo, tanto era el amor y la fe que sentía el pobre hombre, convencido de que todo lo que le sucedía era un regalo del cielo. Obviamente, Yehudá pagó convenientemente, bajo cuerda, a los “escrupulosos” guardianes de la reliquia, porque era el dinero, y no la fe, la que movía a aquellas personas; en el fondo lo que quería el maestro era hacer feliz a un pobre hombre, que sólo vivía para su pequeño mundo de fantasía. Le caía bien Jehan, era un tipo de persona rara de ver, y mucho menos de conocer. Se había entregado a un mundo particular donde la vida de Cristo era el centro de todo su universo, y nada ni nadie le haría cambiar de parecer. En su mundo, todo existía relacionado con el Creador y con su Hijo. De esta forma podía soportar el pasar de los días y la tristeza del camino, porque consideraba que todo se debía dar por bien empleado si el Señor lo había ordenado así. Era, pues, la amabilidad de la existencia de Dios la que le permitía mantener su pose de eterno convencido de la propia eternidad. Amaba todo lo que viniera de Dios, y no se planteaba que, tal vez, la fuente no fuera demasiado fiable, y que podía suponer algo contradictorio con los propios mandamientos. No obstante, era simpático, afable, muy agradable de trato, aunque demasiado simple en lo que se refería a Dios y a sus ministros, pues siempre pensaba que jamás le engañarían, lo que le había ocasionado más de un problema cuando intentó conseguir ciertas indulgencias para poder visitar algunos lugares no permitidos. Visitaron también la iglesia de Pantocrátor, fundada por la emperatriz Irene, esposa de Juan II Comneno, que se dedicaba a la beneficencia; la de San Sergio y San Baco, llamada la Pequeña Santa Sofía; y la de San Juan de Studius. 175 Ningún interés tenía Yehudá en todo aquello, pero estimaba a su compañero, que sentía verdadera devoción por lo que suponía reliquias de su Dios, Yehudá, ya versado en ver dentro de las personas, era consciente de la bondad y la candidez del hombre, por lo que decidió dejarse llevar en el viaje, pues el pasar desapercibido se había convertido en una forma de sobrevivir. Tal vez por eso Yehudá acompañó al hombre a sus visitas a los sepulcros de Santa Ana146, de San Juan Crisóstomo y de San Lucas Evangelista147. Su nuevo compañero se escandalizaba de las costumbres, para él impías, de los habitantes de aquellos lugares, puesto que aquellos hombres celebraban el sacramento del altar con pan de levadura, afirmando que los cristianos occidentales no debían hacerlo sin levadura, ya que Jesucristo celebró la Eucaristía con pan levado el Jueves de la Cena. Además no hacen más que una unción, la del bautismo, porque a los enfermos no les dan la extremaunción, no rezando por los difuntos, por cuanto que aquellos no tienen ni gloria ni pena hasta el Juicio Final. Además Jehan se sintió perturbado por las dudas que le hacían surgir en su férrea fe, tales como acusarle de encontrarse en pecado mortal por seguir la costumbre de afeitarse las barbas, cuando las barbas eran don de Dios y signo de virilidad; o por comer animales prohibidos en la Biblia, tales como cerdos o liebre, que no rumiaban el alimento que comían. Aquello hacía mucha gracia a Yehudá, dado que, en el fondo, estaban aplicando las antiguas creencias de su pueblo. No obstante, lo más grave para Jehan era la permisividad que se detectaba en todas partes respecto a 146 Que, cuentan, fue traído desde Jerusalén por orden de Santa Elena. 147 Cuyo cuerpo, también cuentan, fue traído desde Betania. 176 la fornicación, algo que para aquel hombre debería ser pecado mortal, y que era tomado en aquellos lugares como una cosa natural. El sexo, y todo su tráfico legal e ilegal, era algo natural en Constantinopla, convirtiendo el lugar, a los ojos de su amigo, en una pequeña Sodoma. Otra cosa que desagradaba a Jehan era el comercio monetario que se producía en aquel lugar, muy por encima de lo que sucedía en los países civilizados, al menos eso creía él, aunque Yehudá, como empresario floreciente, era consciente de las cantidades que se prestaban en ciudades como Venecia, que no tenían nada que envidiar a aquella ciudad. Quizá lo que peor llevaba Jehan no era el comercio monetario en si mismo, sino la afirmación de los habitantes de aquella ciudad de que la usura no era un pecado mortal y que se comerciara con los beneficios de la Iglesia. El pobre hombre no era quería ver que en su propia Iglesia pasaba lo mismo, que la Iglesia que tanto amaba se había convertido en un traficante de indulgencias y de riqueza, un usurero que negociaba con las almas de sus fieles para que estos no tuvieran más remedio que entregar todo lo que poseían con el fin de alcanzar un supuesto lugar en un dudoso paraíso. Asimismo pretendía convertir a todo musulmán o judío que se encontraba, dado que su visita no era sólo una peregrinación sino un acto pastoral. Por desgracia para él los hombres que habitaban aquellos lugares tenían claro su sentir interno, y los musulmanes siempre respondían, “no hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta”, por lo que Jean no pudo convertir a nadie, con gran disgusta par su causa. Tristemente, Yehudá no se sentía capaz de discutir con su amigo de esos problemas, por lo que decidió dejarlo vivir en su ignorancia, porque era la única forma de mantenerle feliz, pensando que, en el fondo, la religión era la solución, cuando, simplemente, era su solución, y una solución, a juicio de Yehudá, poco acertada. 177 Yehudá partió de Constantinopla con pesar, pero decidió volver a esa ciudad cuando acabara su periplo. Aunque existía un camino por tierra, ciertamente más peligroso, pero más directo, decidieron continuar utilizando su flamante embarcación, con la que recorrieron el mar Egeo, haciendo parada en una gran cantidad de islas, lo que hizo la felicidad de sus acompañantes, que deseaban conocer nuevos mundos. Patmos, Lesbos, Chios, Samos, hasta llegar a Rodas, para luego hacer escala en Chipre. En Chipre, sus guías, todos ellos bien pagados, contaron a Yehudá y a su amigo Jehan una historia curiosa relativa a una ciudad llamada Satalia, que quedó destruida por la locura de un joven que amaba a una hermosa dama; cuando ésta murió de forma repentina y fue colocada en su mausoleo de mármol el joven, movido por el amor que sentía hacia la dama, profanó la tumba e hizo el amor con el cadáver y se marchó de la ciudad. A los nueve meses volvió a Satalia y una voz le dijo: “vete hasta la tumba de esa mujer, ábrela y mira lo que tú has engendrado en ella. ¿No te niegues a ir porque, si no vas, has de sufrir mucho!”. Cuando el joven abrió la tumba salió una cabeza deformada y monstruosa que miró a la ciudad que, de forma fulminante quedó destruida y se hundió en el abismo. Yehudá disfrutaba de la vida que estaba llevando, siempre contemplando cosas nuevas, escuchando a la gente de los lugares por donde viajaba sin tener que creer nada de lo que le contaban. Era su mundo ideal, un mundo en el que no existía otro destino que vivir el momento. Desde Chipre se dirigieron a San Juan de Acre, el lugar donde desembarcarían e iniciarían el camino verdaderamente duro, porque dejaban la comodidad del barco que, convenientemente preparado para una persona como Yehudá, era un lujoso medio de transporte en aquella época. 178 Si bien hasta la pérdida de San Juan de Acre y la desaparición del reino cristiano, por el año 1291 del calendario occidental, el objetivo fundamental era la cruzada148, tras la derrota, los conquistadores musulmanes advirtieron muy pronto las ventajas económicas de permitir el tráfico religioso de los cristianos. Perdida Jerusalén en el año cristiano de 1187, en el año 1238 un grupo de frailes franciscanos fue autorizado por las autoridades islámicas a entrar en la ciudad, convirtiéndose en custodios del Santo Sepulcro. Así, los gobernantes árabes dieron su beneplácito para que pudieran reiniciarse las peregrinaciones, si bien deberían estar organizadas, en grupos reducidos, y desarmados. Todos se beneficiaban de los crédulos, de aquellos que se veían impulsados por su fe a buscar respuestas que su alma no encontraba, y de aquellos cuya creencia era tan clara que no dudaban en ningún momento de la necesidad de embarcarse en tan peligroso trayecto para demostrar a su Dios que ellos siempre estarían presentes. En la vida de todos los hombres de aquella época la creencia religiosa era lo más importante que había, porque, para muchos, era lo único a lo que les dejaban aferrarse cuando todo lo demás, la esperanza, la libertad, la propia vida de tus hijos y de ti mismo, se había perdido, regalado por señores que consideraban la carne de sus siervos como abono para sus campos. Yehudá se sorprendía sobremanera de la capacidad que tenía Jehan para fantasear con la simbología cristiana. En todo momento, en todo lugar veía símbolos y signos de la existencia de su Dios y de la verdad de la Biblia, aunque el maestro sólo veía trampas para viajeros supersticiosos y poco inteligentes. Cada ciudad, cada ruina, era un lugar de pensamiento y de peregrinación, y 148 Considerada como una peregrinación militar para reforzar el poderío cristiano en Palestina. 179 Yehudá se veía obligado a retener a su amigo para que no cayera en manos de los estafadores. Con mucha paciencia, al final, consiguieron seguir el camino recto, pasando por Jaffa, hasta llegar a la ciudad de Jerusalén, el centro de la religión del mundo. Cuando Yehudá entró en Jerusalén sintió, por primera vez, la fuerza de la religión en toda su expresión. Allí se respiraba fervor religioso, aunque muchos de los habitantes no sentían de verdad la fe. Era un lugar donde confluía el olor a santidad cristiano y la Torá judía, quizá porque todos buscaban lo mismo. En esos momentos Yehudá recordó a Ibn Ezra, que consideraba que aquella Ciudad Santa era el lugar indicado para alcanzar la sabiduría, porque se encontraba a 33 grados de latitud norte, es decir, en el centro del mundo habitado, y según él solamente las tres partes centrales son adecuadas para que la naturaleza del ser humano se desarrolle con rectitud y capacidad de conocimiento, dado que en las demás hace demasiado calor o demasiado frío para que eso se produzca. La ciudad de Jerusalén, asentada entre dos montañas, necesitaba el agua del valle de Hebrón para subsistir, pero eso no desluce su belleza y su misticismo. En la obsesión que tenía Jehan de Mandeville por explicar todo hecho y todo concepto, Yehudá tuvo que soportar la farragosa explicación del origen del nombre de la ciudad. Según aquel hombrecillo Jerusalén, en un principio, se llamaba Jebus, luego la llamaron Salem, hasta que en tiempos del rey David acabó llamándose Jebusalén. Después el rey Salomón la llamó Hierosalomia y acabó llamándose Jerusalén. Jerusalén es la ciudad más santa de todas las ciudades santas del mundo, pues todas las religiones del libro se asientan en aquel lugar, que es el centro del mundo para todo aquél que crea en la existencia de Dios. Todos los pueblos del libro eran conscientes de la importancia estratégica del lugar, algo que no se escapaba a muchos de los líderes religiosos de aquellas re- 180 ligiones, que se habían empeñado en convertir la ciudad en el centro de su fe, de su mundo, en un peligroso juego de poder en el que los musulmanes, por su posición estratégica, tenían todas las de ganar. Yehudá aún recordaba la trágica historia de Aristóbulo, que, en época de las conquistas de Roma, pretendió engañar a Pompeyo. El romano, que había adivinado las intenciones de Aristóbulo, le hizo prisionero a la entrada de Jerusalén, aunque en el templo los fieles seguidores de Aristóbulo se habían atrincherado para evitar el dominio romano. Aunque los demás habitantes habían abierto las puertas de la ciudad, pues odiaban a su monarca, que les había obligado a apartarse de sus sanas creencias, el Templo era inexpugnable. Pompeyo tuvo que prepararse para un asedio largo, tardando tres meses en derrumbar el muro con las catapultas traídas desde Tiro. Sus hermanos cuentan que los sacerdotes, sin preocuparse de los romanos que entraban en el Templo, continuaron atendiendo al culto mientras eran asesinados sin ofrecer resistencia. Al final, Pompeyo, entró en el Sancta Sanctorum donde nadie, salvo el sumo sacerdote, podía entrar, y acabó diciendo, con un gesto de desprecio, “¡éste era, pues, el lugar sobre el que los no judíos explicaban tantas cosas misteriosas!”. Después de contemplar todo, ordenó que se limpiara la cámara para que se reanudara el servicio divino, lo que todos interpretaron como miedo hacia el Dios de los judíos, aunque Yehudá pensó siempre que fue un gesto para evitar ulteriores problemas con todos los habitantes. No obstante, aquello fue el principio del fin, porque Pompeyo procedió sin piedad contra los partidarios de Aristóbulo, y puso a aquel pueblo de Dios al servicio de roma, al declarar su protectorado, con lo que sólo permitió autonomía interna a aquellos orgullosos hermanos de Yehudá, que supieron, desde entonces, lo que era huir de su hogar. 181 La destrucción final se produjo años más tarde, en otro levantamiento de sus insignes hermanos, que acabaron destruidos, dejando a una Jerusalén destrozada por el propio rencor de su pueblo y por el odio de un Emperador romano. Según la tradición, cuando el Santuario fue destruido e Israel exilado a causa de sus pecados, el Señor, Yavé, se retiró al más alto de los cielos y no dirigió más su mirada ni al Templo en ruinas ni al pueblo de Israel. Y los ángeles lloraron la destrucción del Templo, tal como está escrito: “Sus heraldos gritan por las calles, los ángeles de la paz lloran amargamente”149. Aquello le llevó a Yehudá a pensar en Masada, la fortaleza de su pueblo, el único reducto de dignidad, donde hombres mujeres y niños se inmolaron para no sufrir las vejaciones que el Emperador de aquella Roma desaparecida tenía preparadas para ellos. Aunque no se sentía muy cerca de sus hermanos en esos momentos aquellos pensamientos le llenaron de orgullo y de un extraño deseo de recuperar sus raíces. Las calles de Jerusalén eran bastante regulares y rectas, aunque algunas resultaban demasiado angostas e inclinadas. Los mercados y las tiendas se hallaban en las calles, puesto que no se disponían de grandes plazas para colocarlos. Llegados a la ciudad propiamente dicha, sin posibilidad de acudir a un hospedaje decente, Jehan decidió que debían visitar primeramente la iglesia del Santo Sepulcro, una iglesia redonda con una apertura en la cúpula, con cinco naves. De la iglesia se alza una alta torre de la que colgaban las campanas. En aquel lugar se suponía que estaba el sepulcro de Jesús de Nazaret, aun149 Isaías 33.7. 182 que todo lo que se llegaba a ver era un tabernáculo de indefinible función. Después de tal visita tuvieron que ir al Monte Calvario, que era una roca blanca con mezcla de rojo llamada Gólgota. A dicho monte se ascendía por unos peldaños, una escalera de 16 escalones. De nuevo Jehan descubrió una nueva anécdota, pues cuentan que en aquel mismo lugar encontraron la cabeza de Adán después del diluvio para demostrar que el mundo sería redimido en aquel mismo sitio. Santa Elena, madre de Constantino el Magno, viajó a Jerusalén en busca del Santo Sepulcro, logrando en sus investigaciones en el monte Calvario descubrir la Cruz y el Sepulcro, situados cerca del Gólgota. La Santa, entonces, mandó edificar en aquel lugar un templo, en honor de la Resurrección de Jesucristo, construido alrededor de la piedra del Gólgota y del sepulcro de Cristo. A ciento sesenta pasos de la iglesia del Santo Sepulcro estaba el Templo de Nuestro Señor, rodeado por una gran plaza pavimentada de mármol blanco. Se suponía que en aquellos lugares no podían acceder los hombres, pero aquello solo rezaba para los pobres y desdichados, no para alguien con los contactos en todos los países que se dedicaban al comercio con occidente. Muchas historias inverosímiles contaban los dos guías que habían contratado con el capital del castellano Kepa Mexía de Cherinos, el sefardí Yehudá, que controlaba ingentes cantidades de dinero y de poder, pues todo el mundo estaba dispuesto a perder un poco de su tiempo para conocer a tan insigne y acaudalado señor. Historias que hacían las delicias de Jehan de Mandeville, pero que comenzaban a cansar al maestro, que apenas podía contener los bostezos ante tanta palabrería. Yehudá sabía que por allí también estaba la Masjd al-Aqsa150, que coronaba el monte Moriá151, desde donde 150 La Noble Mezquita. 183 Mahoma ascendió al Paraíso152. Sabía que no podría visitarlo, pero le gustaba pensar en su existencia. Como entendido de los ritos musulmanes conocía que dentro de ella existía una roca mística que, para el judaísmo, su religión perdida, era la Piedra Fundamental sobre la que fue creado el mundo, y, también, el escenario donde Isaac estuvo a punto de ser sacrificado por su padre. También se encontraba en Jerusalén el Haram, un grupo de mezquitas que se convierte en una sola mezquita. Sólo este templo, junto con el de la Meca, es reconocido por los musulmanes como tal, dado que sólo en esos templos está reconocida la presencia de la divinidad. En ambos está prohibida la entrada a cristianos, judíos, y todo aquél que no sea musulmán. La parte principal del templo consta de dos magníficos cuerpos que forman un todo simétrico, el Aksa y el Sâhhara. Al lado oriental del gran patio del templo y arrimado a la muralla de la ciudad, que le sirve de pared, hay un salón cuyo fondo adornan varias telas de diversos colores, donde se cree que estaba el trono de Salomón. Cerca de allí se encuentra el sitio donde se halla 153 el Sirat , tan cortante como una hoja de sable, sobre el que pasarán los fieles creyentes con la rapidez del rayo para entrar en el paraíso. Cuando se intenta pasarlo los que no lo merecen caen al abismo del infierno. Demasiadas iglesias, demasiadas palabras, demasiados ritos, todos ellos cargados de una mentira inne151 Donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac, y donde, mil años antes de Cristo, Salomón edificó el primer templo. 152 En dicha roca inician los judíos y los cristianos el Armagedón; considerando los musulmanes que allí se reunirán Jesús y el Mesías para emprender la destrucción del mal., y la conversión de los judíos y cristianos al Islam. 153 Puente invisible. 184 gable, una mentira que Yehudá debía aceptar porque formaba parte de un engranaje que no podía detenerse. Yehudá sabía que el conocimiento de la realidad, de la verdadera visión y del verdadero mundo debía estar vedado a la mayoría, pero se sentía sólo, porque el conocimiento que no se comparte es una pesada carga que hunde la espalda del que lo sufre. Quizá ese fue el momento en que Yehudá decidió abandonar a su compañero circunstancial. Sabía que aquel hombre, cargado de una fe sin medida que no se cuestionaba nada, no tendría ningún problema, de eso se encargó específicamente él cuando le proporcionó varios salvoconductos de gran poder entre todos los pueblos de las zonas donde su iluso amigo quería ir. No creo que podamos decir que Yehudá se alegrara de abandonar la compañía de Jehan de Mandeville, pero sabía que su camino debía seguir en otra dirección, porque el hombre que le acompañaba hasta esos momentos no era sino un visionario que buscaba justificar su fe, y él era sólo un vividor al que le habían robado varias veces la alegría de vivir y el amor. Yehudá decide emprender su camino acompañando una caravana que se dirige a la Meca, pues necesitaba conocer la última Ciudad Santa de las religiones del libro para poder comprender mejor a esos seres que compartían el mundo con él, y que morían y mataban por creencias que él había perdido. Estimaba que el mundo estaría mejor sin religión, pero le fascinaba el movimiento que provocaban las creencias de los hombres, el poder que adquirían algunos seres simplemente al colocarse en posición de interpretar la verdad del Dios de turno, un Dios que se podía volver cruel o amoroso, según las necesidades políticas y eco- 185 nómicas de los dirigentes de las distintas iglesias, y de sus estados sustentadores. El maestro tenía una visión muy limitada del camino que iba a emprender. Había oído noticias estremecedoras del proceloso piélago que era el desierto. En su ciudad natal las historias del desierto africano eran terribles, y se afirmaba que el de los árabes era, si cabe, aún peor. Para los hombres de bien aquello sería como el infierno. Todo hombre que se encontrara en la soledad del desierto podía ser considerado como enemigo. En algunas caravanas, según un relato que había conocido de primera mano, el camino conllevaba que hombres y bestias acabaran por no comer ni beber. La caravana seguía caminando, a paso tirado desde las nueve de la noche. Así uno y otro día. Al final, en el penúltimo y fatídico día, cuando ya no quedaba una gota de agua, tanto las gentes como sus cabalgaduras comenzaban a ceder a la fatiga. A cada instante caían las mulas con sus cargas, y era preciso irlas levantando continuamente, sosteniendo el peso de la carga que llevaban. Tan penoso ejercicio acabó de agotar las pocas fuerzas de los que quedaban. Al día siguiente, extenuado de sed y de fatiga, cayó un hombre en el suelo, yerto como un cadáver. Los miembros de la caravana se pararon a socorrerle, logrando introducirle en la boca algunas gotas de agua, pero tan débil socorro produjo muy poco efecto. El que contaba el relato empezaba ya a sentir una debilidad, que acrecentándose de un modo espantoso, le anunciaba que también a él le iban a abandonar las fuerzas. Dejaron, pues, a aquel desgraciado y huyeron de la muerte. Desde aquel instante fueron cayendo sucesivamente al suelo gente de la caravana, y quedaron abandonados a su suerte fatal, pues la caravana marchaba huyendo de su destino. Finalmente un pequeño grupo alcanzó la salvación, pero murieron muchos, cientos de personas, ago- 186 tados en una peregrinación hacia la muerte, hacia la destrucción. Tan sobrecogedores relatos eran comunes en las tierras musulmanas, y el respecto al desierto había alcanzado a todos los habitantes de al-Andalus, pero Yehudá no era un hombre temeroso, antes al contrario, el riesgo le había permitido seguir existiendo cuando nada ni nadie le podría haber protegido, por eso decidió que su camino era el desierto, porque aquellas gentes parecían no tenerle miedo. Quizá aquella decisión fue la más importante de su vida, pues descubrió un mundo de vivencias que, en la realidad de cualquier persona que vivía la cotidianidad de aquella época, nunca hubiera disfrutado; comprendiendo el lenguaje del desierto mejor que cualquier otro hombre sobre la tierra. En otro mundo, tal vez hubiera sido un aventurero, pero en aquel instante lo único que podía hacer era disfrutar de la palabra del Creador, cualquiera que fuera, a través de su obra, y la mayor obra del Creador era ese mar de arena cálida y mortal, maravillosamente construida para convertir al hombre en creyente y al creyente en mito; pues sólo a través de la fe el hombre sería capaz de entender la magnificencia de aquellos lugares. El camino de la caravana les llevó a Gaza, una ciudad bastante grande, bien situada, rodeada de un gran número de jardines. En calles angostas se multiplican las casas sin apenas ventanas. Allí se preparaba una ceremonia de circuncisión, a la que fue invitado yehudá. Ésta se practica en una capilla a las afueras de la ciudad. Para ir al lugar donde se realizará el sacrificio se reúne a cierto número de muchachos, cargados de banderas de color blanco. Detrás de aquel grupo vienen los músicos, varios instrumentos de viento y tambores, to- 187 cando música completamente distinta a la que acostumbraba a oír Yehudá en su tierra. A los músicos les siguen el padre con los invitados, que rodean al niño montado en un caballo, cuya silla iba cubierta por una mantilla encarnada. El niño, demasiado pequeño para ir sólo en el caballo, va cubierto con un manto de tela blanca, y sobre este otro de color rojo adornado con cintas. Su joven cabeza se cubre con una faja de seda. A cada lado del caballo un hombre ahuyenta las moscas con un pañuelo de seda. Cierran la marcha las mujeres, siempre relegadas al último plano. En la capilla, un hombre, sin más traje que una camisa remangada hasta los hombros y unos calzones. El padre del neófito se dirige al ministro que va a circuncidar a su hijo y le besa la cabeza, para, después, presentar al niño. Desnudan al pobre niño y le colocan sobre una fría piedra, el ministro coge el prepucio del niño y sin miramientos, sin ceremonias, corta el mismo de un sordo tajo. El niño, obviamente, comienza a llorar, desesperado. En esos momentos se le echa polvos astringentes, y se envuelve el miembro dolorido con una venda. Después el niño es entregado al padre que, orgulloso, lo alza sobre sus hombros. Al final el niño fue puesto en la espalda de una mujer que lo llevó a casa. Aquellas escenas trajeron enormes recuerdos a Yehudá, que tuvo que abandonar el lugar porque las lágrimas amenazaban con escaparse de sus secos ojos. Era el momento de la reconciliación con el mundo, pero él no estaba preparado, y, tal vez, nunca alcanzara la capacidad para estarlo. En el camino encontró Yehudá muchos escorpiones, terribles animales con la capacidad de destruir una vida con su picadura mortal. 188 Las caravanas seguían las wadi, sendas que se encontraban en los lechos de antiquísimos ríos, ya desaparecidos. Esto permitía que los hombres viajaran con la certeza de no perderse en el inmenso mar de arena que les rodeaba. La wadi que seguía el grupo de Yehudá era el Wadi ´I-Qurà, que unía la región de Hijaz con la península del Sinaí y con Siria. El desierto no era sino un mar de montañas de arena movediza, sin el menor indicio de plantas ni de animales, pero cargado de una extraña vida que sólo pocas personas podían percibir, porque era un verdadero vergel que se construía sobre la muerte del resto de la creación. En otras épocas aquello había tenido vida, había existido de una forma diferente, pero una fuerza desconocida, llámala Dios, llámala naturaleza, llámala fatalidad, había contribuido a la destrucción de todos aquellos lugares llenos de vida convirtiéndolos en un lugar desolado donde la destrucción era la ley. Muchos hombres pensaban que aquellos sitios no eran sin antiguas ciudades exterminadas por la ira de Dios, Sodoma, Gomorra, y otras muchas, pecadoras ellas, destructoras de la integridad religiosa, de la fe. Era, pues, el símbolo mismo de la obediencia a Dios, un Dios vengativo, destructor, que exigía a los suyos que se comportaran de forma adecuada. El viaje era un cúmulo de sensaciones que le hacían sentirse libre. Su poder se acentuaba en compañía de tantos hombres buscando seguridad, era una sensación absolutamente increíble. Además estaba el desierto, el hermoso y mágico desierto, con sus trampas de arena y sus peligrosos vientos. La conciencia de ser diferente ya no pesaba, allí todo era diferente, allí todo era mágico, irreal, pero también peligroso y distante. La vida se convirtió en un hermoso y trepidante juego en el que sólo ganaban los que, al día siguiente, eran capaces de levantarse y andar. 189 El sol, siempre presente, era una promesa de muerte y una invitación a la vida. Yehudá lo contemplaba todas las mañanas sabiendo que podía ser el último sol de su vida, y absorbía cada rayo luminoso como si fuera su energía la que dependiera de ello. En esos instantes todo podía pararse, todo se perdonaba. Creía haber encontrado el lugar donde el hombre podía ser libre; sentía que el mundo existía para mantener aquel pedazo de tierra en su más absoluta magnificencia, y deseaba acabar con sus huesos en aquellas hondonadas de fina arena que formaban mares de brillante nada. Era emocionante conocerse a uno mismo en aquellos momentos, en aquellos caminos cargados de nítidos silencios y de recuerdos casi olvidados de vida y de muerte. Allí podía sentir, de nuevo, el corazón de su Anna latir a su lado, siempre firme, siempre fuerte, siempre presente. Era como revivir la existencia con ella y con su hijo, porque en ese lugar siempre estarían vivos. Ante la primera señal, aparecían de todos los puntos del horizonte largas hileras de camellos, que salían de cada campamento para reunirse en el gran grupo, perfectamente organizado. La caravana emprendía la marcha todas las mañanas a la hora en que el jefe ordenada tres redobles al tambor principal. Sin mediar palabra todo el mundo se alineaba y se preparaba para partir, de tal forma que diez occidentales hacían mucho más ruido que toda la caravana junta. Antes de la llamada, al alba, el almuédano llama a la oración a los musulmanes, que, previamente, hacen sus abluciones. Casi todos vestían de igual forma. Se ponían encima de la piel la qamïs154, acompañadas de 154 Camisa de lino o de algodón. 190 unos saräwïl155 que se ajustaban con el tikka156. Algunos completaban su vestimenta con una pelliza enguatada o un chaquetón de piel de oveja. Algunos vestían con túnicas de seda cruda. Los hombres iban tocados con turbantes y calzaban botas de cuero. Las mujeres se envolvían con el burd o mitraf157, que cubría la parte superior del cuerpo, o se envolvían en un amplio trozo de tela cuyas puntas se ataban a la cabeza. El medio natural de transporte era el camello158, dada su capacidad para portar grandes pesos y para viajar por durante varios días sin agua en tiempo caluroso. Además existían camellos especialmente criados para correr que proporcionaban una red de comunicaciones rápidas muy adecuada teniendo en cuenta el terreno donde discurría. Pronto, gracias a los conocimientos de árabe de Yehudá, entabla amistad con Baraq, el encargado de protegerlos en la caravana, y con Mohamed, un mameluco que les guía por toda aquella zona. Para Yehudá era refrescante encontrar personas como Baraq, más sincero y leal que cualquier judío o cristiano que él hubiera conocido, descontando a su hermosa y brillantemente limpia Anna. Baraq había adoptado la siguiente profesión de fe: No hay otro Dios que Dios solo. No hay compañeros con él. A él pertenece la dominación a el la alabanza, la vida y la muerte. 155 Unos calzones largos. 156 Cordón. 157 Manto. 158 Verdaderamente el dromedario. 191 Y él es sobre todas las cosas el Poderoso159. Yehudá conversaba muchas veces con Baraq, hombre inteligente y comedido, que sentía apego por personas como nuestro viajero. En un momento de conversación Baraq preguntó a Yehudá sobre su tierra y su gente. Quizá fue en ese instante cuando Yehudá comprendió lo lejos que estaba de todo lo que había querido, y lo difícil que le era recordar sus orígenes. Con lágrimas en los ojos Yehudá contestó a su compañero: –Mi tierra es más parecida a la tierra de los griegos que a estos lugares. Es blanca y limpia. En ella la luz del Sol crea la vida y no la destruye. Verdes campos y jardines perfumados, adornados por hermosas fuentes, convierten mi ciudad en una de las ciudades más bellas del Universo. Ni Venecia tiene parangón con mi casa, mi hogar –en esos momentos Yehudá no pudo seguir. Baraq, consciente de los sentimientos de aquel hombre atormentado, lo dejó sólo, sabiendo que buscaba algo imposible, volver a un pasado que jamás se podría repetir. El mismo Baraq buscaba un lugar en el mundo, y esto le obligaba a viajar constantemente en caravanas como aquélla, aunque corriera su vida peligro, aunque la muerte rondara a todos los que viajaban por el desierto. En la caravana, junto con ellos, viajaba un grupo de cristianos poco recomendables. Hacían ruido constantemente y devoraban los alimentos que transportaban como si fueran animales. Yehudá, sintiendo vergüenza de 159 La ialha ila Allah uahadahu; La scharíka le hu; Lohal mulku, loha alhando, ua uahía, ua yamita; Ua hua ala kolli schaínn Kadìrun. 192 lo que veía, parafraseando a Avenzoar, les llegó a decir una noche, “ciertamente Dios, honrado y ensalzado sea, no le dio al hombre –al tiempo que le hizo partícipe de la astucia, del poder y del empleo del hierro– los dientes para que mordiese con ellos de la misma manera que las bestias y las fieras voraces más que en caso de necesidad apremiante. Al crearlo decidió que su finalidad, en el lugar en que se encuentran, fuera ante todo: servir de apoyo a la lengua para que, con ayuda de ellos, la pronunciación resultara perfecta”. Por ello, queridos compañeros, no estropeéis la creación de Dios con vuestra bestial actitud. Aquél comentario le podría haber costado muy caro a Yehudá, pero su mirada denotaba peligro, y comenzaba a generar un respeto en todos los miembros de la caravana que hizo que aquellos maleducados cristianos se tragasen sus insultos y acabaran intentando comportarse de una forma más adecuada. Con ello Yehudá acabó siendo un centro de equilibrio imprescindible entre aquellos hombres, y le obligó a asumir ciertas responsabilidades que, quizá, nunca quiso, pero que estaban dentro de su temperamento, llevándolo a hacer cosas para las que los demás no estaban preparados. Del cuerpo del maestro emanaba una luz extraña, una luz distinta, que le convertía en el centro de cualquier pensamiento de salvación, que le hacía ser visto como un hombre perfecto, un hombre en el que se podía, en el que se debía confiar. Todos los hombres de la caravana, tal vez con exclusión de los cristianos, se hubieran cortado una mano si Yehudá se lo hubiese exigido, tan alta era su consideración. El maestro sentía, no obstante, que no merecía ser el centro de atención. El sólo quería ser diferente, acercarse a una razón para seguir viviendo, no quería tener en sus manos las vidas de muchos de los hombres y mujeres que recorrían el desierto en su compañía, él no había pedido esa misión, ni quería aceptar esa carga. 193 Ciertamente sentía la obligación moral de ayudar a todo el mundo que se lo pidiera, porque, en el fondo, no podía soportar dejar a nadie de lado, abandonado a su suerte, pero no quería ser el salvador de nadie, no estaba preparado, no quería estar preparado en ningún momento. Los cristianos reprendidos por Yehudá no alcanzaban a darse cuenta de su delicada situación, por lo que, su continua provocación a las mujeres que viajaban en la caravana y las molestias a los jóvenes que intentaba defenderlas les supuso un castigo para el que, por desgracia, no estaban preparados. A primera hora de la mañana de un día cualquiera, pues en el desierto todos los días parecían iguales, un joven con un rasguño en la cara se quejó al jefe de la caravana, que llamó a los cristianos para identificar al agresor. Una vez determinado el hombre que había agredido al joven, aquél fue tendido en la ardiente arena, descalzaron sus pies y le pasaron un lazo corredizo por los mismos. Mientras dos soldados le sujetaban en el suelo, un tercero, con una fuerte vara de madera dolorosamente resistente, le asestó treinta y un golpes en la planta de los pies. Sus compañeros cristianos intentaron socorrerlo, pero había muchos hombres armados para impedir que se intentara evitar la justicia de la caravana. Aquel pobre loco, que había pretendido estar por encima de los demás viajeros, acabó con los pies destrozados, sin poder calzar sus botas de estúpido occidental, y, ni siquiera aguantó dos días con vida, pues la gangrena conquistó en un tiempo récord todo su cuerpo. Al final él y sus compañeros fueron abandonados a su suerte en el desierto, por lo que Yehudá imaginó que acabarían formando parte de la arena y de las piedras del mismo, en una muestra más de justicia en su estado puro, sin la intervención del hombre. 194 En el desierto solo encuentras a beduinos, que viven en tiendas fabricadas por pieles de diverso tipo, aunque predomina la piel de camello160, verdadero centro económico de aquellos lugares. Estos beduinos nómadas ofrecían la carne y la leche de los camellos a todos los hombres con los que se encuentran, en un gesto de buena voluntad que les honraba, y que conmovió a Yehudá. Para la dura ley del desierto, el clan familiar lo era todo; había que estar unidos cuando se comerciaba y cuando se luchaba, todavía más durante la razzia, la ghazwa, que ayudaba a sobrevivir a costa de beduinos más ricos o sedentarios. Estos hombres iban de un oasis a otro en busca de dátiles, de pastos para las cabras y los dromedarios, y de la ghazwa razzias, durante la cual había que evitar el asesinato, pues de otro modo la venganza, tha´r, envolvía la vida de los clanes enfrentados en un conflicto que solo acababa con el exterminio de uno de ellos. En un momento dado un grupo de bandidos decide que las riquezas de la caravana deben acabar en sus arcas y atacan sin piedad al grupo donde Yehudá viaja. Craso error. En aquella caravana hombres valientes se habían comprometido en el viaje, hombres que, como Yehudá, no tenían miedo a la muerte. Dichos hombres, al grito de ¡Alla ak bar!, ¡Alá es Grande!, lucharon sin piedad y sin tregua contra los confundidos bandidos. El mismo Yehudá, poseído de un deseo de venganza y de un odio por él desconocidos hasta ese momento, arrebató la vida a más de veinte bandidos, que acabaron huyendo apabullados por la 160 Tal como hemos dicho, verdaderamente un dromedario. 195 enorme ferocidad de su presa, que se había convertido en una serpiente del desierto. Todos los que contemplaron la acción temblaron de miedo y de orgullo viendo como el maestro había acabado con tantos enemigos de una forma tan magnífica. Era una máquina de matar engrasada, convertida en un instrumento de muerte por tantos contactos mentales con verdaderos asesinos y guerreros, hombres que le habían enseñado el poder de la espada y la fuerza de la astucia. Su hazaña, tal como se contó en el futuro, fue la inspiración de miles de historias y mitos, pues él se había convertido en el verdadero león del desierto, en la fuerza sobrehumana que acababa con los enemigos de los pacíficos, de los que querían la libertad y la paz. Su nombre se convirtió en leyenda a partir de ese momento, y miles de personas se encomendaban a él como palabra de muerte en momentos como aquél. Prontamente llegaron a la Meca. Su fama le había precedido. Todos querían conocer al cristiano que había convertido el viaje en una leyenda, que había evitado que un grupo muy superior de hombres acabara con la vida de todos los viajeros de la caravana para obtener sus riquezas. Cuentan que en el año 570 del calendario cristiano el rey Abraha161, también cristiano, llegó a las puertas de la ciudad de la Meca a lomos de un elefante con la intención de tomar la ciudad, pero tuvo que desistir al propagarse una epidemia162. Ese mismo año nació en 161 162 Del reino himayrita del sur de Arabia. La leyenda dice que el elefante, al llegar a las puertas de la ciudad, se arrodilló y se negó a continuar. 196 dicha ciudad Mahoma163, el mensajero de Alá. Antes de Mahoma los árabes vivían en una época de ignorancia, adorando a piedras, a árboles o al Sol. Mahoma nació en la tribu de los Quraishíes, entre los que se encontraba el clan Hashim, del que formaba parte el Profeta. La madre de Mahoma, Amina, no tuvo molestias durante la gestación, y oyó voces misteriosas que le hablaban de la naturaleza excepcional de la criatura que llevaba en sus entrañas; por ello se cubrió de cadenas y de amuletos de hierro que se rompieron solos milagrosamente. Amina parió sin perder la virginidad, y al nacer el profeta una gran luz iluminó el mundo desde Oriente a Occidente, permitiendo ver a Amina los castillos de Damasco y los camellos de Bosra, mientras el fuego sagrado de Zoroastro se apagaba. Como era costumbre, el Profeta fue entregado por su madre a una beduina del clan de los Saad, para que le sirviera de nodriza. Habiendo perdido a sus padres siendo todavía de tierna edad, quedó a cargo de un tío suyo. De buen talante y amable, entró al servicio de una rica viuda llamada Jadisha, que prendada del hombre no tardó en hacerlo su esposo. Al principio se dedicó a los negocios, lo que le permitió conocer las diferentes naciones que rodeaban su país. Al cumplir cuarenta años un ángel del Señor, Alá, le dictó el primer capítulo del kur´ann o alcorán164, que se llama El Fat-ha165. El profeta comenzó a predicar públi- 163 Hijo de Abd Allah, hijo de Abd al-Muttalib, hijo de Hashim. 164 165 El Corán. Alabanza sea dada a Dios! Señor de los mundos, clementísimo, misericordisísimo, rey del día del juicio final, adorámoste, e imploramos tu asistencia; dirígenos por el camino recto, 197 camente la nueva creencia y no tardó en adquirir un gran número de fieles. Los líderes religiosos de la Meca, los Quaraishíes, decidieron acabar con él, lo que le obligó a huir de su patria la noche misma en que iba a ser asesinado, a la edad de cincuenta y tres años. Esa misma noche comienza la era de los musulmanes, la Hégira166. El profeta acabó en Medina, donde su doctrina había sido aceptada con entusiasmo, y comenzó la guerra santa por extender el Islam. Después de infinidad de combates puso a la Meca bajo su dominación absoluta, haciendo entrada en ella con diez mil hombres, el viernes 20 del Ramadán del año 8 de la Hégira167. Destruyó los ídolos de la Kaaba y la restituyó a su función primitiva, la adoración de un solo Dios, Alá. Mahoma que era un hombre orgulloso, una vez comentó: “Alá me ha hecho nacer en la mejor de las dos mitades de la Tierra, y en el mejor tercio de esta mitad, entre los mejores hombres de este tercio, los árabes, los quraysíes, Hashim y Abd-al-Muttalib”. Todo buen musulmán cree que después de la muerte y el entierro del Profeta su alma y su cuerpo se reunieron subiendo al cielo en la cabalgadura del ángel Gabriel, de nombre el Borak, lo que significaría que ascendió al cielo en cuerpo y alma. Yehudá podía recordar todavía a Álvaro de Córdoba, y su actitud respecto al Profeta de los musulmanes. El cristiano identificaba a Mahoma con el Anticristo, considerando que no hubo nunca un hombre tan perdido de lascivia y tan lleno del hedor y las heces de un el camino de aquellos a quienes has colmado de tus beneficios, de los que son sin corrupción, y no del número de los extraviados. 166 El-hógera. 167 22 de enero de 639. 198 estercolero como éste rufián empapado de pestilencias, que gozó como un alcahuete de las mujeres de los demás ocultando con el falso mandato angélico la suciedad de sus porquerías. Ahora que Yehudá conocía la enseñanza del profeta, y su obra toda, así como sus avances para conseguir que su pueblo dejase de ser esclavo de otros pueblos, no compartía en absoluto la opinión del cristiano, cargado enteramente de prejuicios y de odio por algo que no era capaz de entender, que nunca sería capaz de entender, porque sólo era un fantoche con una pluma. Cinco veces al día, millones de musulmanes, allí donde estén, realizan sus oraciones mirando hacia la Meca, ciudad que debe ser visitada por todo musulmán al menos una vez en la vida. Una obligación fundamental del Islam es la häÿÿ168 a los lugares Santos de Arabia. Esta häÿÿ, comporta un complejo ceremonial de varios días de duración, siempre en el duodécimo mes del calendario musulmán169. Para ingresar en el territorio de la Meca hay que pasar previamente una Miqat170. Éstas son cinco, Zil-Hulaifa, a unos 9 kilómetros de Medina y 250 de la Meca; Juhfah, a unos 180 kilómetros al oeste de la Meca; Qarn al-Manazil, a 50 kilómetros al este de la Meca; Zat Irq, a unos 80 kilómetros al noroeste; y Yalamlam, a 60 al sudeste. La Santa ciudad, capital del mundo musulmán, es una ciudad de casas sólidamente construidas. La Meca está construida en torno a la gran Mezquita. Los mercados públicos se celebran a lo largo de las calles principales, donde los vendedores se sitúan en barracas 168 Peregrinación. 169 Calendario lunar. 170 Estación. 199 construidas con palos y esteras, aunque algunos tienen una especie de quitasol grande sostenido por tres palos que se reúnen en el centro. Asombrado Yehudá contemplaba la ciudad, plena de hombres que adoraban a Dios con una fe sobrehumana. Un gentío enorme y aparentemente desorganizado se aglomeraba en torno al haram, alrededor de una construcción cúbica, enfundada en una enorme cortina negra de seda con versos coránicos bordados en oro171, que decían había sido construida por orden de Adán y reconstruida por Abraham y su hijo Ismael, los hombres realizaban el tawaf172. Dentro del edificio se encontraba la Piedra Negra que fue donada por el arcángel Gabriel173 y colocada en el ángulo sudeste de la Kaaba de Abraham. Se creé que la Piedra Negra es un jacinto transparente traído del cielo por el citado arcángel como una prenda a la divinidad y que al ser tocado por una mujer impura se volvió negra y opaca. La Kaaba es una torre en forma de enorme cubo, cuyos lados y ángulos son desiguales, de modo que su planta tiene forma de trapecio. Dicho cubo está construido con rocas sillares cuadradas, de materiales sacados de las montañas vecinas. El zócalo que rodea los pies de la Kaaba es de mármol, y en el mismo se han colocado un gran número de anillas de bronce donde se ata la tela negra que cubre el edificio. 171 Denominada tob el Kaaba o camisa de la Kaaba. 172 Circunvalaciones rituales al edificio cúbico. 173 También se dice que la piedra era en un inicio blanca, y que fue entregada a Adán para que absorbiera sus pecados, pero fueron tantos los pecados de la humanidad que acabó negra. 200 En la Meca se encontraba la Masjid al-Haram174, el gran templo, cuyo núcleo era la Kaaba. También se encuentra la Maquam Ibranhim175, que atesoraba en un receptáculo metálico y de cristal una roca santificada que llevaba impresas las huellas del profeta; ésta forma una especie de cenador paralelogramo frente a la puerta de la Kaaba, mirando a la misma por su cara más estrecha. Sostienen el techo seis columnas o pilastras. La mitad de la Maquam Ibranhim se encuentra permanentemente cerrada por una magnífica reja de bronce cuya puerta cierra una gran cadena de plata. El Beb-es-Selem176 es un arco aislado en forma de arco del triunfo, situado a diecisiete pies de la Maquam Ibranhim, casi en frente de la misma, al lado opuesto de la Kaaba. La tradición señalaba que daba buena suerte pasar por debajo de dicho arco la primera vez que se llega a dar las siete vueltas a la Kaaba. Al lado del Maquam Ibranhim está el Monbar177, de hermoso mármol blanco construido en forma de escalera que termina en un cuadrado, sobre el que se alza una cúpula octogonal sostenida por cuatro columnas unidas por pequeños arcos. El imam nunca subía al final de la tribuna para la prédica, sino que se queda de pie en el penúltimo escalón, vuelto la espalda hacia la Kaaba. El imam viste de forma excepcional, con un gran kaftán de tela ligera de lana blanca y un chal ligero cubriendo su cabeza. 174 La Santa Mezquita. 175 Estación de Abraham. 176 Puerta del Saludo. 177 Tribuna del predicador. 201 También existía el Bir Zemzem178. Dicho pozo lo abrió milagrosamente el ángel del Señor a favor de Agar, en el momento que iba a morir de sed en el desierto con su hijo Ismail. Para sacar el agua era preciso subir el brocal, de hermosísimo mármol blanco, en cuya parte interior hay un pretil de hierro con una planta de cobre para apoyar el pie. Tres poleas de bronce con cuerdas de cáñamo, y pozales de cuero a la extremidad de las cuerdas sirven para sacar el agua. El cargo de siqaya, el que da de beber a los peregrinos el agua del Zemzem, era de enorme importancia, tanto Abd-al-Muttalib desempeñó este cargo. Frente a la puerta del Bir Zemzem, a muy poca distancia, se puede ver El Cobbatain179. Se trata de dos capillas contiguas cuyo punto de contacto presenta un ángulo diagonal, y que se rematan con dos cúpulas de hermosa factura., sirviendo de almacén para los cántaros del Zemzem. El ritual de los musulmanes consistía en dar siete vueltas alrededor de la Kaaba. Cada vuelta comienza desde la piedra negra, siguiendo el frente principal de la Kaaba, donde se halla la puerta, y desde allí, volviendo hacia el Oeste y al sur, se llega a una piedra de mármol común, donde los hombres pasan la mano, teniendo buena cuenta con que la parte inferior de su vestido no toque el zócalo cubierto. Luego el fiel pasa su mano por su cara y dice: En nombre de Dios: Dios muy grande, alabanza sea dada a Dios. Luego se continúa hacia el nordeste diciendo: ¡Oh gran Dios! Sed conmigo: dadme el bien en este mundo, y dadme el bien en el otro. Posteriormente se vuelve donde la verdadera piedra negra, y se elevan las manos exclamando: En el nombre de Dios, 178 Pozo de Zemzem. 179 Las dos cobbas. 202 Dios muy grande, alabanza sea dada a Dios. Al final se besa la piedra negra y se comienza la siguiente vuelta. El paso de los creyentes era apresurado en la séptima vuelta, pues la tradición era aquélla. Yehudá, apenas sorprendido de tan curioso ritual, intentaba pasar inadvertido, porque él no debía estar en aquel lugar. Las calles de la Meca rebosaban de vendedores y de una vida distendida, olvidada hace tiempo por el maestro, donde el ser humano se encontraba en el lugar que le correspondía, en un estadio de tendencia hacia la felicidad. Sin que él lo sepa Baraq, mientras Yehudá hacía la visita a la ciudad, ha hablado con el señor de la villa para proporcionarle un trato como el que según Baraq se merece. Es alojado, con gran pompa, pues Baraq le identifica como un gran señor de occidente, en una casa de uno de los consejeros del Señor de la ciudad, que se encuentra ausente. Como todos los hogares en aquella zona la fachada es blanca. Cuando Yehudá entra en la casa descubre que habían blanqueado, durante el día, las paredes, y cubierto el suelo con una capa de yeso de varios centímetros que no había secado todavía. Era una cuestión de dignidad proporcionar al invitado. También se habían comprado muebles nuevos para su uso personal, así como alfombras, tapices, almohadas, colchones y esteras para que pudiera disponer de un lugar confortable para vivir mientras permaneciera en la Meca. Como le aconteció en Roma, en la Meca, varios particulares disputaban el hospedaje de los peregrinos, buscando siempre el que aparentase más posibles para obtener una buena recompensa. Como siempre los alojamientos se habían convertido en un instrumento de especulación y riqueza. En las afueras de la ciudad, a dos horas de distancia en camello, se encontraba la montaña Djebel 203 Nor180, donde, según los musulmanes, el ángel Gabriel entregó el primer capítulo del Corán. Yehudá, deseoso de conocer a aquella extraña gente que controlaba medio mundo no pudo hacer otra cosa que visitarla. Asimismo se dirigió al monte Aarafat, pues era un lugar de peregrinación para todos los musulmanes. Allí descubrió la fuerza del Islam. Millares de hombres provenientes de la mayoría de los lugares del planeta, hombres que habían soportado privaciones y fatigas, que habían superado innumerables peligros, se unían en aquél lugar para adorar al mismo Dios, Alá. Yehudá permaneció durante algún tiempo en la Meca. Gracias a su amigo y compañero fue ´udül181 en un contrato matrimonial. Aquello se parecía mucho a su propia historia con Anna. La jitba182 se iniciaba con una discusión acerca de la dote que el novio se compromete a pagar a su futura esposa. Asimismo se determinó el ajuar de la novia, que fue especialmente generoso. Todos consideraban un honor contar con Yehudá como invitado, pues allí era muy estimado y considerado sabio, aunque no había hecho nada para demostrar aquel hecho. No obstante Baraq se encargaba constantemente de extender la fama del viajero con su ágil lengua árabe. Los festejos de la boda se desarrollaron durante una semana. Unas cincuenta mujeres se pasaron tres noches cantando con acompañamiento de timbales hasta las doce. El baño, en casa de la novia, fue un festejo similar al baño de Anna en su boda. El día de la boda, elegido por el astrólogo, la novia es conducida en pro- 180 La montaña de la Luz. 181 Testigo instrumental. 182 Petición de matrimonio. 204 cesión solemne183 a casa del novio, acompañada de armoniosa música. La novia fue conducida a casa del esposo sobre los hombros de varios hombres, en una especie de cestón cilíndrico, cubierto por fuera con una tela blanca y rematado en una cubierta de forma cónica pintada de diferentes colores. El novio recibe el cestón y levanta la cubierta, y es cuando veía por primera vez a su prometida. Yehudá disfrutó enormemente del walima184 recordando su boda con aquella hermosa sefardí que fue asesinada por ser su esposa. El maestro, simple en sus gustos, gozó especialmente del humus185, un manjar que comía ya en su hogar, tan lejano. Todo el mundo estaba feliz, los entrantes abundaban de tal forma que para probar de todos ellos se tenía que pasar el día comiendo, y eso que faltaban los platos principales, entre los que se encontraba el kuskusu186, las tortas con croquetas de pollo, el hojaldre relleno de carne picada de pichón mezclada con pasta de almendra o las biläÿa187. Todo el mundo come con los dedos de la mano derecha, sin utilizar nunca la izquierda, dado que le profeta lo hacía así. No obstante, aunque utilizan las manos, son mucho más limpios que los cristianos, pues las abluciones legales que hace un musulmán a lo largo del día mantienen sus manos limpias. 183 Zifäf al-´arüs. 184 Convite de boda. 185 Crema de garbanzos y tahina (que a su vez es una crema de sésamo molido). 186 Cuscús. 187 Pastel de ave o de caza. 205 Los postres fueron también abundantes y deliciosos, ka´k188 rellenas de miel, almendras montadas, adornadas con dátiles deshuesados; pasteles de pasta de almendra fritos en aceite, espolvoreados con azúcar y perfumados con almizcle; tortas de piñones, nueces picadas y pistachos; o el zabäzïn189. El Iman o jefe de la mezquita, un viejo venerable y tranquilo, conocedor del mundo y de las tentaciones humanas, quiso conocer al extranjero que tanto alboroto había generado en la ciudad. Una mañana muy temprano Yehudá, vestido al estilo de los hombres del desierto, pero perfectamente aseado, sin la engorrosa arena que aquellos hombres sufren en sus carnes y en sus ropas, se personó en la morada del viejo. El fakih Majarrasch le recibió de una forma amable y sincera. Cuando ambos se encontraron hubo una luz, un destello de comprensión, pues ambos eran poseedores del poder, hermanos que se habían reconocido al instante, cercanos en el pensamiento y en el sentido, aunque lejanos en la distancia. Sus palabras brotaban en la mente del otro sin necesidad de traducción ni de mover los labios, el fakih reconoció el enorme poder de Yehudá, muy superior al suyo, y le pidió, que fuera a las naciones hindúes, donde hermanos de la misma sangre que Yehudá, y no simples servidores como él, podrían enseñarle a ser lo que era. La despedida fue enigmática e interesante, porque el iman se inclinó ante Yehudá, juntando las palmas de 188 Galletas. 189 Pastel de pasta de avellanas y de miel. 206 las manos y llevándolas a la frente, y le pidió que le concediera el don de la luz, pues sus ojos se habían apagado hacía tiempo. Yehudá, agradecido, le tocó los ojos con las manos e, inmediatamente, la fuerza vital se apoderó de ellos, pudiendo volver a contemplar la realidad. Aunque aquella imagen no la vio nadie, pronto se extendió por la Meca el milagro de la recuperación del iman, y multitud de enfermos buscaron infructuosamente al hombre milagroso que había recuperado a su líder espiritual. Ante aquel hecho, Yehudá, en compañía de Baraq, que había decidido acompañar al viajero durante un tiempo, decidieron volver sobre sus pasos buscando un sentido a aquel viaje. Como Yehudá no sabía muy bien cual sería su destino, porque dudaba entre volver a Venecia a través de Constantinopla o realizar el viaje del viejo Marco, o, quizá, dirigirse a los países brahmánicos, tal como le había pedido el iman, decidió dirigirse al reino de Trevisonda, donde, con suerte, podría decidir el camino a seguir. La arena del desierto era tan fina y grácil que formaba en el terreno olas semejantes a las del mar, un mar de muerte y destrucción, una laguna de inmensa masa y terrible reflejo, creado por Dios para convertir a los niños en hombres y a los cobardes en cadáveres, pues nada puede sobrevivir al poder del desierto. El viento barre, sin cesar, las colinas arenosas en lontananza, cambiando perfiles de una forma sutilmente arrebatadora, hasta olvidar la forma original de aquellos lugares, que, tal vez, antes estaban plenos de vida, pero que fueron castigados con el castigo del olvido, el peor castigo que puede soportar el hombre y su entorno. La fuerza del viento en el desierto tiene tanta intensidad que los hombres deben caminar algunas veces 207 a ciegas, confiados en los animales que les portan y se convierten en guías improvisados de la salvación de todo una caravana. Es el poder de la naturaleza, al que el hombre, el beduino, al final, se entrega, pues nada puede esperar de sus sentidos mortales en lugares donde los dioses habitan. Es, pues, el dromedario, el camello, el rey. Sus ojos están guarnecidos por párpados carnosos, que siempre están medio cerrados, fuertemente armados de pelos; su caminar casi no deja huella en la arena, a consecuencia de sus almohadilladas pezuñas, y su resistencia, legendaria, le permite caminar por donde nadie ha caminado, siendo los que acaban alcanzando los objetivos marcados cuando los hombres han fallecido hace ya mucho tiempo comidos por el poder del viento y la arena. Yehudá volvió a San Juan de Acre, para continuar con un viaje por Antioquía, hasta llegar al mar Negro, donde decidiría el camino a seguir. Consiguió sitio en una caravana que se dirigía a Sinope. Era una aventura excitante para Yehudá, que, a cada instante, descubría nuevas sensaciones, todas diferentes, todas maravillosas, todas cargadas de un aroma y de una vitalidad que no había conocido en sus orígenes peninsulares, cuando, ciego de su poder, se dejó llevar por el mal del hombre. Pasó cerca del monte Tabor, celebre por el milagro de la transfiguración de Cristo, que dejó a la derecha. Era un mundo árido, lleno de sueños de historias pasadas, de pesadillas contadas a los niños en los caminos del tiempo. Él se sentía feliz de poder conocer de primera mano los lugares donde la historia se había construido, no en vano se sentía muy cercano a la realidad de la fe, aunque de una forma diferente, una forma que comenzaba a sentir en su cuerpo y en su mente. 208 El camino de la caravana le llevó a Damasco, que se encontraba a cinco jornadas de Jerusalén. Cuentan que, preguntado Mahoma por qué no iba a Damasco, el profeta contestó que no se podía visitar el paraíso dos veces. Situada junto al oasis Ghuta, los minaretes de las mezquitas competían en hermosura con las palmeras del oasis, atrayendo a todos los hombres que contemplaban tan hermoso espectáculo. El río Baradak190 y sus hermosos canales proporcionan abundante agua en una zona como aquella, completamente seca, lo que convierte a la ciudad en una hermosa sucesión de jardines. La venta de comestibles y demás productos se verificaba en bazares muy bien surtidos. La seda es un producto excepcional en aquel lugar, y abunda en todas las tiendas, almacenándose en depósitos inmensos. Una gran multitud llena los bazares, algo que contrasta con la tranquilidad del resto de la ciudad. Los bazares comprenden, asimismo, baños de magnífica apariencia. Célebres son los sables y espadas que allí se crean por maestros armeros preparados para convertir el metal en filigrana, pero filigrana ponzoñosa, mortal. Yehudá fue obsequiado con uno de esos sables, que llevó cerca de su cuerpo durante mucho tiempo, hasta que decidió dejar de lado la violencia de los simples hombres mortales. En algunas tiendas se venden licores hechos con azúcar, pasas, albérchigos y otras frutas. Eran deliciosamente dulces, lo que proporcionaba al cuerpo el sustento necesario para alcanzar la felicidad, aunque no se debía abusar de tales licores, porque alcanzaban la razón con mucha rapidez. Más de uno de los compañeros de viajes de Yehudá había perdido mucho dinero y mucho orgullo como consecuencia de la ingesta de tales bebidas alcohólicas. 190 Barada. 209 También existe un gran mercado donde se venden mujeres blancas y negras. Era un gran patio rodeado de tablados de tres o cuatro pies de alto, donde se exponían las esclavas, y unos aposentos donde el comprador hace entrar a la mujer que le conviene, para examinarla más particularmente. Hermosas mujeres eran expuestas como ganado en aquel mercado terrorífico. Yehudá estuvo a punto de explotar cuando comprendió lo que aquello significaba para las mujeres, pero no podía hacer nada, simplemente adquirir alguna y regalarle su libertad, algo que hizo de buena gana. Sus acompañantes, consejeros del patrimonio ajeno, le reprendieron cuando comprendieron lo que pretendía, pero Yehudá era demasiado fuerte como para enfrentarse a él de alguna de las formas posibles. No obstante, una de las mujeres que adquirió no quiso la libertad, por lo que Yehudá tuvo que enviarla a San Juan de Acre con un representante suyo, para embarcarla hacia Venecia, donde viviría en su casa como doncella. Esa actitud hacia la libertad de la mujer hizo pensar a Yehudá en la realidad de la vida. Ella había sido criada para ser esclava, para constituirse en un instrumento de placer y gozo de su amo, y cualquier otro pensamiento no cabría en su simple mundo. Aquello obligó a Yehudá a replantearse su actitud hacia los demás y hacia sus costumbres, y prometió dedicarse a no entrometerse en realidades que, tal vez, no pudiera entender. En esos instantes fue consciente del concepto de esclavitud. El esclavo no era aquél que no tenía libertad para vivir su vida, esclavo era aquél que ni siquiera sabía que no tenía libertad, aquél al que el miedo le imponía una forma de vida que le alejaba de la plena realización como ser humano. En aquellos días se celebraba una circuncisión del hijo de uno de los dignatarios más importantes, algo que transcurrió entre suntuosos festines. Siguiendo la costumbre, se celebró la circuncisión de cierto número de jóvenes de la misma edad, corriendo el gran dignatario 210 con todos los gastos convidando a todos a una i´där191, a la que también fue invitado Yehudá. Para asistir al evento Yehudá se aseó en los baños públicos, un lugar maravillosamente preparado, cargado de elegancia y de confort. El primer salón es espacioso y con luz de grandes ventanas que daban a la calle. Aquel edificio estaba rematado por una hermosa cúpula de madera adornada con arabescos. Alrededor del salón corre una galería elevada, donde se encuentran dispuestos varios colchones sobre los que pueden descansar los que salían del baño. En medio del salón había una fuente de mármol, y a cierta altura hay tendidas algunas cuerdas para poner las toallas a secar. En el baño había barberos, lo que facilitó a Yehudá ade-centar su cara y su pelo para poder asistir con propiedad al convite. La ciudad no siempre había sido tan limpia y hermosa. Los baños y letrinas polucionaban de una forma clamorosa el río, fuente de la vida de la zona; por ello, consultados los más insignes juristas, dichos baños y letrinas fueron destruidos y sustituidos por hermosas casas y por tiendas, que mejoraron la calidad de vida del lugar y solucionaron el problema de la contaminación del agua. El interés público era muy tenido en cuenta. A orilla del Banyas fueron expropiadas varias propiedades con el fin de construir el gran hipódromo, convirtiendo la ciudad en un lugar mejor para vivir. Yehudá estaba contento, sentía suya la capacidad de los musulmanes para construir un mundo hermoso en aquel lugar, un universo muy distinto al universo cristiano en el que se había visto obligado a vivir en contra de su voluntad. Allí los cristianos sienten un enorme dolor, porque ven como la Catedral que construyeron para su Dios ha sido sustituida por la Gran Mezquita, que conservaba aún 191 Comida de circuncisión. 211 la planta de su anterior destino. No obstante los cristianos no se quejan, dado que recibieron una cuantiosa indemnización por perder uno de sus lugares de fe. Consciente Yehudá de la aberración que supone la venta de un lugar de congregación, cada vez estaba más contento de olvidarse de los cristianos durante su viaje, pues era gente desconsiderada, prepotente, y cargada de odio, que sólo buscaban obtener dinero a toda costa, incluso por encima de su Creador. El camino siguió, como sigue la vida. Posteriormente pasaron por un peligroso desfiladero, una garganta dominada por alturas, donde hay diversos montones de piedra a modo de parapetos. Fue una trayecto comprometido, donde la voluntad de los hombres valientes se puso a prueba. Pasaron por una montaña redonda, con pendiente suave por la parte este, y desde allí pudieron contemplar el horizonte de aquella tierra desierta. Mas tarde llegaron a Homs. Aquélla era una ciudad grande, considerable. Era un lugar de comercio, donde el Caisseria192 contaba con buenas piezas de seda, algo que apuntó mentalmente Yehudá para continuar su negocio veneciano. Las casas ofrecían un tono lúgubre, dado que el material con el que estaban construidas era de piedra de color negro, tal vez basalto. Las calles, no obstante, estaban bien empedradas. La siguiente escala fue la ciudad de Hama, que se sitúa al pie de una colina de cuesta suave. El río Orontes pasa por medio de la ciudad, y corre encajonado entre casas y jardines maravillosos, dándole ese halo característico de ciudad ribereña. Las calles de la ciudad son 192 Mercado. 212 estrechas e irregulares, si buen las principales sirven de bazares, dado que son rectas y anchas y, a menudo, cubiertas. También allí había una Caisseria donde se vendían buenas telas de seda. El calor en aquellos lugares era asfixiante, lo que obligaba a los moradores a dormir al raso. Por ello hombres y mujeres no sentían vergüenza de estar a la vista de los viajeros que frecuentaban la ciudad, e incluso las mujeres, fieles a la enseñanza de Mahoma, atendían a su aseo y tocador como si estuvieran dentro de su casa. La siguiente escala fue Hhaleb193, una hermosa ciudad frecuentada por miles de personas de todas las religiones y creencias. Esta plagada de bazares cubiertos de bóveda con lumbreras. En aquel lugar Yehudá tuvo que atender al comerciante Alí Bey, que se indispuso e hizo detener la caravana. Aquél hombre era exigente y arrogante, algo que se permitía por viajar con un ingente número de criados. Yehudá ya conocía el nombre de aquel comerciante, dado que había tenido relaciones de negocio con él en los tiempos en que no era un peregrino en tierra extraña. En Iskander194 se encuentran con un campamento de turcomanos que comparten la comida con su grupo. En aquellos lugares Yehudá encuentra la camaradería que tanto había buscado entre su gente. Aquellos hombres, que se enfrentan a la muerte a cada instante, existía la verdad, sabían que todo lo que necesitaban estaba en el hombre, al lado del hombre, y compartían sin prejuicios. 193 Alepo. 194 Alejandreta, al norte de Antioquia. 213 Entre las provisiones que ofrecieron a Yehudá y a sus acompañantes había queso, uvas y gran cantidad de leche cuajada, algo que ellos llaman yogur, que se comía con un pan muy fino que se doblaba formando un cono. En esos momentos todos los que allí estaban eran hermanos, hermanos en el peregrinaje, hermanos en la necesidad de compañía. La luz del atardecer rompía la quietud de aquellas tierras dominando el alma de los hombres, que acaba entregando la amistad al primer golpe de vista. Yehudá estaba radiante, pues su poder le decía, con toda claridad, que en aquellos hombres no había doblez, que dentro de aquella gente el pensamiento salía a borbotones por sus bocas al igual que por sus ojos, sin engaños, sin pretender ser lo que verdaderamente no eran. Finalmente, llegó a Sinope una tarde en que la luna había asomado pronta en el cielo. Al fondo el Gran Mar, el mar Negro dominaba todo el horizonte que no era roto por la silueta de la ciudad. Esa visión le obligó a detener su paso y absorber la realidad de su vida. Él era un caminante, debía seguir buscando, y esa búsqueda debía ir hacia el oriente, hacia el extremo oriente, de donde venía la seda y de donde tantas historias mágicas se contaban. 214 215 SEXTO. Otra vez en el camino, otra vez buscando algo, aunque no sabía que es lo que buscaba. Era el eterno caminante, el eterno peregrino, pero el peregrino sabe donde se dirige, en cambio Yehudá, Kepa, Thothermes, sólo tenía una ligera idea, y la idea le obligaba a huir del lugar donde había puesto sus pies, con independencia de la felicidad o la tristeza que hubiera obtenido en el mismo. El camino se había convertido en la verdadera razón de su existencia, en el centro de su verdad, desplazando el destino por el propio sendero, el objetivo por el modo. No podía, no quería llegar a ningún sitio concreto, necesitaba avanzar por pasos elevados, recorrer ciudades olvidadas, con el fin último de acercarse a su propio sentido, a la razón de su existencia como ser cada vez más poderoso. En el fondo sentía miedo de lo que le estaba sucediendo. Sus conocimientos habían traspasado los límites mortales. Era capaz de realizar cosas insospechadas, incluso había podido resucitar a un animal que había fallecido hacía poco tiempo. Movía fuerzas que era incapaz de comprender, llegando a convertir los elementos, a su antojo, en agua o en alimento, o en piedras preciosas. En sus manos se encontraba el principio y el fin, porque el era el principio y el fin, el alfa y la omega, y aquél que deseara la abundancia debía acudir a él, porque él le llevaría a las fuentes de la vida. El fin último del hombre era la trascendencia, pero él no quería tras- 216 cender, el quería saber el motivo de su poder, de su inmenso poder. Podía ver en la oscuridad, contemplar el alma de los hombres y mujeres que se le acercaban, hablar con ellos en sueños, convertir su mundo en el mundo de los demás, comprender los deseos de los otros y realizarlos, si lo consideraba preciso, porque él era tan poderoso que no tenía límite. Nadie podrá nunca entender la sensación del hombre que alcanza la perfección del alma y del cuerpo, del que consigue llegar allí donde, aparentemente, no había llegado nadie, porque Yehudá desconocía al resto de hermanos que habían alcanzado su estado, estaba, en esos momentos, sólo. De nuevo se une a una caravana, pues su intención es recorrer el mundo conocido y explorar el interior de los hombres y de las bestias, reconstruir la historia de la humanidad y decidir si su vida tiene sentido o, en cambio, lo que no tiene sentido es mantener la vida de todos los seres humanos. En un mundo donde los milagros estaban a la orden del día, él era un verdadero milagro, una luz entre tanta tiniebla. Sabía que podía hacer aquello que se le antojara, pero no sabía lo que debía hacer con ese poder, ni tan siquiera sabía lo que quería hacer con el poder, tan lejos estaba de comprender cual era su destino. El camino le lleva a conocer Trebisonda y la capital Tamerlán, atravesando Armenia y Azerbaiyán para llegar a Tabriz. Tabriz es una ciudad muy rica, de un gran tamaño, con una ingente cantidad de baños y de mezquitas. Luego se une a otra caravana que le lleva a Sultaniyeh para acabar en Teherán. En Teherán descubrió la desgracia de su antiguo pueblo, que está esclavizado por los habitantes de la 217 ciudad, que odian desaforadamente a los judíos. Si un judío encontraba a un musulmán de elevado rango, debía desviarse precipitadamente a cierta distancia, siempre a la izquierda de la dirección del musulmán, dejar en tierra sus sandalias y ponerse en postura humilde, con el cuerpo inclinado hacia delante. Si no se sometían a esa humillación eran severamente castigados. Asimismo, tal como ocurría en su ciudad, el gobierno obligaba a vestir a los judíos con un traje particular, para poder reconocerlos a la legua, y cuando pasaban por una mezquita estaban obligados a quitarse las sandalias y hacer una reverencia en honor del profeta. Cada vez Yehudá veía más odio, más horror, más desprecio. Ni siquiera el dinero que obtenían del comercio debía compensar aquella humillación, pero ellos eran sumisos, habían aprendido, después de tantos años, que luchar contra fuerzas mucho mayores que ellos era un suicidio, por lo que no podían hacer otra cosa que someter su cuerpo, que no su espíritu, a las decisiones del poderoso. Para lo que sí se utilizaba constantemente a los judíos, del sexo femenino, era para convertirlas en concubinas de los grandes señores, pues las judías de aquella zona eran bastante hermosas, con la tez completamente blanca, como estatuas, pues nunca han podido salir a la calle sin estar cubiertas. Llegado Yehudá a Bagdad recuerda sus conocimientos de tiempos pasados, mejores para aquella ciudad, y considera con nostalgia la pasada grandeza de la urbe bajo los Abasidas, aunque todo había desaparecido en esos momentos y sólo se conservaba el nombre famoso. Colmado de la belleza del paisaje, Yehudá se emocionó al contemplar el río Tigris a su paso 218 por la ciudad, que era como un colgante de perlas entre los pechos de una mujer. También sintió Yehudá, por primera vez en mucho tiempo, atracción por los encantos de las mujeres del lugar, cuya belleza ya conocía por su fama, pero no pudo más que comprobar que los relatos que se contaban sobre la misma eran ciertos. En Bagdad contempla como los mozos entregaban a los pisos odres de agua, del agua que provenía del río y que era conducida a la ciudad por millares de camellos. Ese servicio, necesario en lugares como aquél, gustó mucho a Yehudá, que asumió como una nueva empresa a la que dedicarse cuando acabara su viaje. Dos puentes suspendidos sobre barcas juntas y atadas unas a otras entre ambas orillas del río, bordeado a cada lado por una poderosa cadena de hierro, habilitan el paso entre ambas márgenes del río, siendo atravesados día y noche por multitud de usuarios que lo convierten en una constante fiesta de color. Allí, el 10 del mes dü l-hiÿÿa, celebró la fiesta de los Sacrificios. Él mismo contribuyó a ayudar a la compra del cordero para el sacrificio ritual. El sacrificio debe realizarlo todo musulmán acomodado, padre de familia o cabeza de la casa. Después de matar el animal por su propia mano, entre la salida del sol y el mediodía, come una parte de él asada y da a los pobres lo restante, que ha de ser más de un tercio del animal. La piel de la víctima servirá para el uso personal del dueño o se da a los indigentes. Era una fiesta alegre, completa, donde todos disfrutaban del amor a Alá, y recordaba a Mahoma, su profeta. En ese día no sólo se comía cordero, sino también toda una serie de platos especiales para rememorar ciertos eventos. Así, por ejemplo, se consumía trigo con leche en recuerdo del primer alimento tomado por Amïna, la madre del Profeta, tras el nacimiento de Mahoma. Sus anfitriones, como estimaban que un hombre sin mujeres no era bien mirado, le presentaron a una 219 esclava negra, joven y voluptuosa. Aquella mujer fue reconocida como la concubina, fue bañada, purificada y se la entregaron, sin miramientos, ella sería suya todo el tiempo que él deseara. De allí pasa a Isfahan y luego a Kerman. Después recorre las ardientes llanuras de Jurasán, hasta llegar a las orillas del Oxus195. Luego se dirige a Samarcanda, donde llega un caluroso día de septiembre. La hermosa ciudad de Samarcanda, con la calle del mercado cubierta por un tejado abovedado, se abre a los ojos de Yehudá en todo su esplendor, salpicada de hermosas fuentes, jardines y viñas, plena de casas nobles. Se siente atraído por aquél lugar, tan mítico, tan magnífico, tan lleno de esa extraña sensación de plenitud que no había encontrado nada más que en Venecia y en Constantinopla. Piensa quedarse un tiempo el aquella ciudad, pues siente que su mundo está en lugares tan bellos como aquél, pero un impulso sobrehumano le obliga a seguir su camino, siempre hacia delante, siempre avanzando, sin mirar atrás. Posteriormente Yehudá cambia de dirección. Ha oído hablar de un mundo distinto, donde el respeto por la vida, cualquier vida, es ley. Si bien ha recibido informaciones contradictorias, la atracción por conocer los reinos de los hindúes le obliga a cambiar su itinerario por un tiempo, el suficiente para conocer aquella forma de vida. A pesar del tiempo transcurrido desde su nacimiento, Yehudá se conservaba joven, dado que uno de los poderes de su condición era controlar su cuerpo y mantenerlo en adecuado estado mucho más tiempo que 195 Amu Daria. 220 el resto de los hombres. A ello había contribuido su cuidada alimentación, su actitud positiva y el ejercicio físico. Por ello, a pesar de pasar ampliamente de los sesenta años, su aspecto y vitalidad era la de un hombre de unos cuarenta años, todavía atractivo, todavía saludable. Cada día irradiaba una luz más poderosa, algo que algunas personas eran capaces de ver, lo que le convertía en el centro de las miradas de grandes hombres santos, que veían en él un ser pleno de poder y de orgullo, un ser que podía acabar con el mundo con un ges-to de su mano, y no sabían que cerca estaban de la verdad. Aquello es otra consecuencia de su poder, de lo que lleva dentro, de lo que siempre ha llevado dentro en potencia, pero que está convirtiendo en acto a cada paso que da, a cada instante que se acerca al nuevo mundo que supone las tierras de Oriente, con su misterio, con su misticismo, con su lejanía. Agra se abre ante él. A la hora de su llegada sale un cortejo nupcial. Un novio de apenas dieciséis años, aterrado por su nueva situación, vestido de terciopelo rojo y oro, sobre un caballo blanco, demasiado grande para poder ser controlado por alguien de su edad, se dirige a su destino, tal como le sucedió a él ya hace mucho tiempo. La novia, conducida en un palanquín cubierto, no es visible para el ojo mortal, aunque sí para Yehudá, que contempla extasiado la belleza de la joven, casi una niña. Tentado de intervenir, les deja marchar, maravillado de la resignación de la joven y de su hermosura, aunque la concede un don, el don de la felicidad, porque ella se merece en todo momento ser feliz. Además le entregó parte de su simiente, por lo que cada hijo que tuvieran ambos no sería del marido, sino de Yehudá. Era un 221 regalo y una carga, pero necesitaba que su existencia se perpetuase. Había descubierto hacía mucho tiempo que él podía hacer ciertas cosas como aquella, pero nunca se había atrevido. En aquellos lugares, envenenado de poder y de la extraña sensación de estar en su hogar, ha tenido el valor de revelarse y convertirse en lo que era de verdad desde hacía mucho tiempo. Comenzaba su ordalía, su nuevo descubrimiento de existencia extrema y verdadera. Nada ni nadie podría impedir que Yehudá se acercase a la divinidad, porque Yehudá era un Dios, un verdadero Dios que, sin saberlo, iba a modificar el destino de los hombres y de las bestias, de los creyentes y de los ateos. Sus manos, grandes como el universo, podían tocar todo lo que se le antojara. Sus ojos, tan profundos como el mar, podían penetrar en lugares donde el hombre no había accedido nunca, donde jamás había llegado el alma humana. Su fuerza, tan inmensa como el sol, podía convertir el mundo en muerte y destrucción. Más allá de las casas, más allá de los palacios, los templos brahmánicos, con sus grandes pirámides, rompen el horizonte. Ha llegado a Benarés. Es una ciudad sembrada de pirámides rojas y doradas. Siguien-do la silueta del Ganges, amorosamente construida, la ciudad se vuelca hacia el río. Hermosas escaleras de granito forman un camino hacia la bondad del río, desde la zona donde moran los hombres hasta el lugar donde el río acaricia al creyente. Ese año se puede ver casi el fondo del río, tan seco y penoso baja. Es una señal, un signo que avisa sobre el hambre, sobre la muerte que recorrerá aquellos lugares. Ajenos a todo aquello innumerables vendedores de frutas, guirnaldas y gavillas intentan subsistir. Las 222 ventas de guirnaldas para arrojarlas al río ha bajado tanto que muchos han dejado de venir, ya casi no consiguen comer con lo que venden. La muerte comienza a recorrer el paisaje. A lo largo de la orilla innumerables piras, con escasa madera, se preparan para incinerar los cuerpos. Son piras de pobres, dice un hindú que camina junto a Yehudá, con la cara sonriente, ya que acaba de entablar conversación con un extraño de otras tierras, un ser casi mitológico para ellos. Muchos seres de aquellos lugares eran capaces de ver a Yehudá tal como era, por eso su destino estaba en aquellas tierras, en aquellos mundos extraños donde cada dios tenía su lugar, por encima del miedo, cerca de la fe. Yehudá comenzaba a comprender el motivo de su viaje, la vuelta de su destino, porque sólo en aquellos sitios mágicos, enigmáticos, podía convertirse en lo que realmente era. Nota que sus manos sudan constantemente. No tiene calor, no necesita tenerlo, el es un dios, pero teme ser un dios, por eso sus manos no dejan de sudar, aunque desea fuertemente que aquello no suceda. Es el poder revelándose ante el miedo, y el miedo del hombre reaccionando ante tanto poder. A la tarde la vida vuelve al río, es la hora de Brahma. Por todas las escaleras descienden los brahmanes tocados con sus velos. Llegan al río en busca del agua santa para las abluciones y el resto de los ritos. El baño sagrado se convierte en lo único que les queda a la mayoría de los hombres de aquellos lugares, pues el hambre está asomando por las puertas de la ciudad. Todos temen enfrentarse a la verdad. Fuera está el padecimiento, pero mientras exista una posibilidad de seguir la existencia propia, mientras el mal sólo afecta a los otros, las cosas no irán tan mal para la gente. Los hombres no pueden, no quieren contemplar la realidad del mundo, una realidad que les dice que las cosechas 223 están muriendo, que el alimento que ellos toman, tal vez, pueda ser el último. Alcanza Gwalior, una bella ciudad donde la piedra labrada domina todos los rincones. Siendo una ciudad de Brahma, los musulmanes controlan el poder, desde Aláed-Din196. Es una ciudad viva, donde circulan constantemente cortejos nupciales que marchan a paso lento, con el futuro marido a caballo cubierto por un inmenso parasol. También encuentra Yehudá cortejos mortuorios, que van muy rápido, como si la muerte les persiguiera. Los olores son excepcionales, pues en los mercados no se vende nada que haya vivido, puesto que la gente se alimenta de arroz, cereales, vegetales y frutas, intentando estar en sintonía con Brahma. El sacrificio de seres vivos, tal como se conoce en occidente, es concebido como una aberración por los hindúes, pues confían en la reencarnación y puede que alguien de su propia familia sea uno de los animales a los que se está sacrificando. Por todo ello las vacas, sagradas todas ellas, pueden pasearse por las ciudades sin que ningún hombre las mate, aunque el hambre aprieta en esos días tristes. Los palacios funerarios de los reyes de Gwalior ocupan, al otro lado de la ciudad, forman todo un barrio, cargado de misterio y de poder indómito. El mármol y los jardines demuestran la grandeza de los señores de aquellas tierras, nunca olvidados. 196 Aladino. 224 Yehudá vuelve a Benarés. Necesita encontrar respuestas a sus preguntas, a sus deseos inconfesados de convertirse en dios. Allí escucha a monjes predicar contra la práctica religiosa. Según ellos, el hombre nace solo, vive solo, muere solo; la justicia sola le sigue, pero no hay nadie para escuchar sus plegarias. El maestro opina que, tal vez, tengan razón, porque en todo su camino no ha encontrado jamás muestras de la Divinidad que todos los hombres parecen adorar en sus diferentes formas. En Benarés Yehudá encontró gente con poderes muchos mas limitados que los suyos, pero con posibilidades de videncia y de comunicación parcial mediante el poder mental. No obstante, parecía que un velo cubría los ojos del alma de todos aquellos hombres, que no habían sido capaces de alcanzar la meta que tan cerca habían tenido. Aún así se sentía reconfortado, no estaba sólo, había hermanos dispersos esperando ser recuperados. Él mismo estaba perdido, siempre lo había estado. Comenzaba a pensar en el Profeta de los musulmanes y sentía que él era otro hermano perdido, un nuevo hermano al que nunca conocería. En la puerta de una antigua ciudad Yehudá encuentra grupos de momias todavía con vida. Andrajosamente vestidos, familias enteras piden a la entrada de la villa. Los huesos se notan claramente allí donde se les mire. Las piernas y los brazos son puro material óseo, llegando a ser más ancha la pantorrilla que el muslo, como consecuencia del doble hueso de aquélla. Comer, esas pobres gentes querían comer, por eso habían acudido a la ciudad. Esperaban que los habitantes de la urbe tuvieran piedad de ellos, que no les dejarían morir, que sintieran el compañerismo del ne- 225 cesitado, pues sabían que allí se acopiaba harina y granos para resistir los sitios. Aquello era cierto, carros de bueyes y reatas de camellos iban, constantemente, entrando en la ciudad cargados de sacos de arroz y de cebada, que eran apilados en grandes, inmensos graneros de insolidaridad, pero todos esos productos no son gratuitos, se venden, como todo en el mundo, y cuestan la vida de las personas, la desesperación de las familias, de los padres, angustiados y destruidos por la imagen de sus hijos que se extinguen ante sus ojos de forma rauda y terrible. Son demasiados los campesinos que buscan refugio, que intentan encontrar algo de alimento para sus familias y para ellos mismos; no habría bastante, por ello, el señor del lugar, consciente de la crueldad del mundo, mira hacia otro lado, olvidándose de parte de sus súbditos para poder salvar a algunos, pues, de otra forma, perecerían todos. La carestía se sumaba a la muchedumbre de hambrientos; la muerte de las cosechas a la supervivencia de los hombres. Al final nada se puede hacer para evitar la catástrofe. Demasiadas bocas para alimentarse de algo que escasea cada vez más, demasiada poca cosecha para cubrir las necesidades. Es la ley inexorable de las matemáticas aplicada a los hombres. La muerte de algunos, siempre que suponga la salvación de otros muchos, es aceptable en términos generales, en términos de poder, de riqueza, porque el que decide, afortunadamente para él, no pasa, en ningún momento, hambre. La agonía de aquella gente llena de dolor el alma del caminante, pero en todas partes sucede lo mismo, el hambre ha entrado por las puertas de los reinos perdidos y no queda otra cosa que hacer que morir, esperando que el sufrimiento sea lo menor posible. Dentro de la ciudad, en cambio, parece que la vida sigue su curso. Miles de vendedores de telas, armas o alimentos, eso sí, escasos, obstruyen los dos lados de las 226 calles, intentando huir hacia delante, alejarse de la muerte que acecha en el exterior de los muros de la ciudad, una muerte siempre presente, siempre pretendiendo alcanzar su lugar. Al final la imagen de la muerte acaba entrando, por necesidad, en la ciudad. Por eso acaban apareciendo muertos vivientes escapados de su tumba, que intentan, sin conseguirlo, alcanzar el bienestar que otros tienen en abundancia. Apenas se reconocen sus rostros, hundidos en un mar de telas muertas, pero en sus manos aparece el símbolo último de la desesperación, y sus cuerpos son infinitos gritos de rencor contra un mundo que se permite el lujo de destruir a parte de su población. Entre los vendedores, si uno se fija bien, montones de andrajos y de piel seca demuestra que el hambre y la pobreza ha entrado en la ciudad, aunque los comerciantes intenten ignorar su presencia, aunque los compradores pasen con los ojos perdidos para no ver lo que el día de mañana les puede suceder a ellos. Un tendero, muy preocupado por los ojos de tres esqueletos infantiles completamente desnudos que se dedican a contemplar sus jugosas frutas, tiene que apartar de allí a los pobres niños, hijos de la ignorancia y de la muerte, del dolor y de la desesperación, que no conseguirán sobrevivir en ningún momento. Eso lo sabe Yehudá, es plenamente consciente de esa realidad, aunque no necesita el “poder” para saberlo. El más pequeño de los tres parece ser el más próximo a la muerte, esa dulce muerte que acaba con todos los tormentos, que lleva el cuerpo a su lugar ideal y libera el alma del tormento de seguir existiendo. Las moscas, sabias y predadoras, se acumulan en las comisuras de sus ojos y de sus labios, buscando algo de alimento y agua, porque aquel líquido no iba a ser necesario ya para su propietario. Los huesos marcaban sus cuerpos como un tatuaje, mostrando la fisonomía del hombre y del hambre, enseñando hasta donde puede alcanzar la ignominia de 227 los poderosos, que dejan pasar la oportunidad de mantener la vida de seres como aquellos, seres que no han pedido vivir, pero que tampoco han cometido ningún pecado para acabar muriendo de inanición, tal como les estaba sucediendo. Cuando ni el espacio les pertenece, cuando son expulsados de la visión de los que algo tienen, ellos, comprensivos y moribundos, se alejan con los ojos perdidos en una distancia de hambre y dolor. El mayor toma en brazos al chiquitín de forma tierna, sabe que se está muriendo y que su cuerpo ya no le pertenece, pues pertenece al odio y al rencor de los hombres que acaparan alimentos. La mayoría contempla las escenas con indiferencia, han aprendido a vivir con la muerte tan cercana y tan presente que el hambre no es sino una decoración más de sus ciudades, una muestra del espantoso olvido que puede tener la humanidad. En el fondo todos tienen miedo, porque la muerte del vecino puede llegar a ser la tuya propia, porque no hay seguridad en ese mundo tan gris. Aquellos hombres, masa ingente de piel y huesos, han ido perdiendo su humanidad día a día, siguiendo el espeluznante plan de una muerte gozosa de poder besar a sus hijos más queridos, los pobres. Porque son los pobres los que más adoran a la muerte. El destino, la fatalidad, coloca a cada persona en su sitio, y los pobres deben estar bajo los pies de los ricos, de los poderosos. El miedo al hambre, el miedo a la muerte, hace que los pobres no tengan esperanza, dado que ellos son, en el fondo, sólo un espejo en el que, tristemente, se miran sus contemporáneos para saber cual es el destino final de tanto sufrimiento. Al no existir esperanza, tampoco existe la caridad, porque la caridad sin esperanza no puede vivir. Los ganados, hace mucho tiempo muertos, son un recuerdo que apenas consuela a hombres que han luchado hasta el último suspiro por conseguir mantenerse con vida, pero es imposible, la tierra ha fallecido a con- 228 secuencia de la extrema sequía, por lo que nada ni nadie puede subsistir. En un tenderete donde un mercader comercia con brazaletes mientras se alimenta de tortas jugosas y calientes se detiene una pobre mujer portadora de un esqueleto de bebe aún con un hálito de vida. Ruega, suplica, se arrastra, pero el hombre no piensa ayudarla, no necesita tener una carga como aquella. Ella, que en su momento pudo ser bonita, ahora es un amasijo de huesos y pieles mal colocados. Sabe que su hijo va a morir, en su pensamiento surge el odio y la perdición, pretende acabar con todo y con todos. La mujer, casi una niña, apenas tiene dieciséis años, pero sabe que nadie tendrá piedad de ella, que está condenada, y que su hijo morirá en sus manos sin que pueda hacer nada. Yehudá no puede más, los acoge bajo su mente y les cura de sus heridas con el poder que preserva, con su propia fuerza. Luego, sin mostrar su pobre identidad, la entrega joyas y dinero suficiente como para que pueda vivir holgadamente con su hijo el resto de su vida. El maestro sabe que su regalo se lo merecen todos los muertos de hambre de aquellos lugares, porque todos son seres que no merecen vivir de esa forma, pero en él nacen impulsos que le obligan a beneficiar a ciertas personas, perdidas como aquella joven. Al pasar a su lado ella le mira. Aunque no han intercambiado palabras sabe que ha sido él, pues un halo de luz celestial le cubre. Se arrodilla ante su salvador, le entrega su hijo, algo que Yehudá rechaza sonriendo a medias. A partir de ese momento ella es suya, siempre lo será, no importa que no la tome, y es bella, no importa que no vuelva a verla, ella se reservará para su Dios, que ha venido a salvarla. Yehudá pretende seguir su camino, pero la mujer le sigue esperanzada, pues su hijo está en esos momentos sano, sonriendo, sus pechos vuelven a tener la leche de antaño, y su cuerpo es tan joven que apetece po- 229 seerlo. Ella le ama, pero no como una mujer puede amar a un hombre, sino como una fiel adora a su Dios. Al final Yehudá se detiene y la ordena seguir con su vida, respetando su imagen, algo que tiene que hacer para que ella acepte la orden de quedarse en su hogar. La impone las manos, ella entonces se carga de energía, de vida. En un último gesto de complacencia hacia su esposa sacerdotisa, la fecunda con su espíritu. Un niño nacerá de aquel contacto sin sexualidad, un hermoso niño llamado a mover el mundo. Ella nota aquello y se aleja, triste pero feliz, porque lleva en su vientre el hijo de su amo. Yehudá atraviesa desiertos seguidos de otros desiertos. Demasiado sol, demasiada muerte, pero él no tiene miedo, porque es capaz de vivir del propio aire, convertido en alimento por su pensamiento. Las imágenes que recorren su retina son desolación y horror. Nada ni nadie puede mantener la vida en aquellos lugares inhóspitos. Antes aquellas tierras eran verdaderos vergeles, lugares donde muchos podían alimentarse de los frutos de la tierra sin necesidad de trabajar demasiado, pero la tierra se ha cansado de regalar el alimento, ahora a los hombres les toca seguir la vida en otra parte. Cabalga Yehudá en un caballo apenas famélico, pero mantenido en vida por el poder del maestro, lo que hace que el caballo sea feliz. Pasa junto a muchos campesinos que huyen del hambre en el campo, pues dicen que en la ciudad todavía se come. Algunos no pueden alcanzar su objetivo y acaban pereciendo bajo el sol abrasador. Nadie se ocupa de ellos, salvo los buitres, animales completamente adaptados al medio en que se desarrolla la actual vida de aquellos seres humanos. 230 Algunos esqueletos, blanqueados por la arena y el sol, muestran el camino que deben seguir los peregrinos que se dirigen a una incierta realidad, a un mundo que no les pertenece, porque ellos son lo que su tierra es, y si su tierra está muerta, no produce, ellos son muertos vivientes. Templos en ruinas jalonan el camino, plagado de mausoleos sin utilidad. Edificios que servían para la cremación de los príncipes difuntos han sido abandonados a su suerte, porque ya no había manos para poder cuidar todo aquello. Yehudá llega a una ciudad. En la puerta de la misma muchos mendigos intentan conseguir su sustento diario, pues es en la puerta de las ciudades donde aquella gente tiene alguna posibilidad de obtener algo de dinero con el que enfrentarse al hambre día a día. Es la ciudad de Chitor, que hacía algunos años había sido saqueada por Allaudin. Los templos brahmánicos siguen presentes. Uno de los templos más venerados se dedica al Dios ChriJanat-Raijie. El Dios pretende hablar con Yehudá, pero el peregrino huye ante la invasión de su mente por pensamientos extraños, todavía no está preparado para poder convivir con sus semejantes. No obstante si habla con dos brahmanes gemelos, descendientes de una antigua generación de seres casi perfectos, servidores de los dioses. Ellos no han comido nunca nada que hubiera tenido algún atisbo de vida, nunca han hecho la guerra ni han levantado la mano, pues esa es su función, su destino, ser ejemplos inalcanzables de perfección para los simples mortales. Ellos le ruegan que no se cierre a la voz de los dioses, pues ellos están complacidos de contar con un hermano como él. Yehudá no entiende bien sus palabras, atado en la lectura de pensamientos demasiado livianos y no en la férrea atadura de la lengua, que no entiende, pues Yehudá no comprende las palabras vocalizadas, sólo los reflejos de pensamiento de los hombres, que le 231 proporcionan un mayor conocimiento de lo que le hombre dice realmente, y de lo que quiere decir. Allí mismo Yehudá tiene la primera visión, una visión de destrucción, de abandono. Aquella ciudad acabaría arrasada y abandonada, completamente destruida, a manos de un terrible hombre amante de la destrucción. Se apena por aquellos brahmanes, guardianes de un saber milenario, pues ellos también perderán el saber y quedarán solo los ritos, juegos de palabras y gestos sin sentido en sí mismos. Lágrimas de amor brotan de sus ojos. Los brahmanes gemelos, que sienten lo que él siente, también se ponen a llorar y se abrazan a Yehudá, intentando que la pena pase, que no domine su corazón, porque ellos saben que su pensamiento se perderá, que ellos morirán, pero que los dioses seguirán allí. Yehudá se despide triste, por una parte, pero feliz por otra. Aquellos hombres le demuestran que el mal y el bien conviven en el mundo, y que él debe decidir de que lado está, aunque siempre ha tendido a defender el bien. En un bosque cercano encuentra a varios fakires, parcamente vestidos, sentados en el duro suelo con las piernas cruzadas al modo de Buda, inmóviles, concentrados en pensamientos que Yehudá no quiere descubrir, por el respeto que aquellos buenos hombres le generan. Él, sin quererlo, es uno de ellos, pero sigue otro camino diferente, sigue el camino del poder, de su poder. Ellos buscan salir de su cuerpo e integrarse en la naturaleza, en el mundo; él no necesita nada de eso, él es la propia naturaleza, el propio mundo, él ha creado la verdad y la vida. Algunos tienen apenas una veintena de años, con el pelo todavía negro, muy largo, y frondosas cejas. Los ayunos y las mortificaciones han alterado a algunos sus 232 primitivas formas, dando una imagen esperpéntica, pero los más jóvenes aún conservar el halo de viveza que caracteriza a los hindúes. Marcados con la marca de Siva, miran a Yehudá con respeto. Tras ellos, bajo un frágil cobijo, relucen limpios y ordenados los utensilios de cobre que emplean en sus abluciones todas las mañanas y para preparar su frugal comida. Al unísono, todos, hablan a Yehudá de la necesidad de ponerse en contacto con sus hermanos los dioses, que están esperando pacientemente su venida, tanto tiempo anunciada. Él debe seguir hasta que la verdad se descubra, pero no debe tener temor, porque sus hermanos le protegen. Yehudá no puede creer lo que le dicen, pues es un simple mortal. Entonces le hablan de Rama, el héroe que acabó siendo Dios, padre de la raza solar, que incluso tuvo dos hijos, el mayor fundó Lahora, y el menor tuvo innumerable descendencia que extendió su dominio por los pueblos radjputas. Alcanza una aldea, pequeña y apartada, casi desierta. Entra en una casa donde le ofrecen un plato de comida por algo de dinero. Él acepta encantado, tiene hambre y desea ayudar a esa pobre gente. En la mesa se encuentran dos hindúes de casta superior. Aquel hogar parece pertenecer a esa casta, aunque la necesidad ha obligado a los moradores de la casa a ofrecer su mesa como única forma de mantener la vida. En eso Yehudá tiene ventaja respecto al resto de los hindúes. Como extranjero, a él no le afectaría la separación en castas, por lo que, en principio, y solo en principio, aquella familia puede permitirse el lujo de darle de comer en su hogar sin deshonrarse demasiado. Cuando Yehudá se dirige a sentarse en la mesa los gritos y los pensamientos furibundos le detienen. Aquellos seres despreciables preferirían morir de hambre 233 antes que comer con un ser inmundo como él, ni siquiera aceptarían de su mano un vaso de agua. Incluso el hecho de comer en presencia de Yehudá sería para ellos una deshonra de la que no se lavarían jamás. El peregrino, comprensivo, acaba comiendo fuera, bajo el calor abrasador, pero no siente odio, sólo pena, porque ambos hombres tienen en su interior el germen de la muerte, él lo supo al instante, por lo que todo su orgullo no les servirá para nada. En algunos lugares, donde el hambre controla todo, sólo hay algunos campos de mijo amarillento, condenado, sin esperanza, enormes plantaciones que no pueden producir lo suficiente, se alternan con tierras abrasadas por el calor y el frío simultáneo, eterno de aquellas regiones. Los hombres van cubiertos de telas blancas, envolviendo su cabeza con turbantes, tal vez por la influencia de otras razas y religiones. La sequedad aumenta de hora en hora. Los arrozales están destruidos como por el fuego, como si el deseo de aquellos hombres fuera la destrucción por la destrucción. Ratas y pájaros devoran todo lo que encuentran, lo que obliga a los hombres a vigilar constantemente su sustento, porque nada tienen sino es el alimento que la pobre tierra les quiera conceder. Yehudá se siente apenado por aquellas gentes, pero no desea inmiscuirse en los problemas ajenos, no está preparado para ello. En aquellos momentos los ríos de aquellas tierras no están lejos de secarse, formando mínimos riachuelos donde antes existían grandes caudales generadores de todo tipo de vida, y aquello destruye a los hombres del lugar, apenas preparados para soportar la pertinaz sequía, la peor de la historia. 234 Yehudá alcanza una ciudad muerta, otra de tantas ciudades abandonadas por sus habitantes hace mucho tiempo. Nadie la sabe decir el motivo, pero parecía una ciudad grandiosa, ciclópea. Murallas olvidadas demuestran al hombre lo fútil de su intento de construir un mundo a su imagen y semejanza. Dioses de cabeza de mico habitan la ciudad esperando que su culto se retome, creyéndose vivos todavía. En grandes grutas encuentra imágenes de los Dioses aún vivos, imágenes de las que sobresale la de Siva, el Dios de la muerte. Una extraña sensación invade al peregrino cuando contempla las imágenes, dado que ellas pretenden hablarle, aunque no puede ser, aunque jamás podría ser. Cercanas al mar, grutas excavadas por el hombre surgen a cada instante para regocijo de Yehudá, que siente que en aquellos lugares se encuentra su hogar, tristemente perdido. En el templo de Siva descubre Yehudá un guijarro negro197, de un brillo de mármol pulido, en forma de huevo alargado, que se mantiene en pie sobre un zócalo que ostenta grabados en cada uno de sus lados los símbolos del Dios. Ahora comprende algunas cosas que ha visto, y también comprende su viaje, su iniciación hacia un mundo que nada tiene que temer, porque él es diferente, es un ser que acaba comprendiendo la verdad del mundo sin tener que morir para ello, al menos eso es lo que piensa mientras deja aquellos santos lugares. Yehudá contempla a niños horriblemente esqueléticos pedir para comer en la entrada de muchos pueblos y ciudades. Prácticamente desnudos, con los ojos rotos 197 Es el Lingam. 235 de llorar y de sufrir, asombrados de la capacidad que tiene el mundo de generar dolor, frotándose el abombado vientre buscando un poco de alimento. Tienden su mano para conseguir algo, y solo se llevan un golpe, un insulto, porque la muerte ha anidado en los corazones de los hombres, de todos los hombres, incluso en aquellos lugares que deberían ser diferentes. En aquellas regiones parece que todo está muerto, hasta los propios supervivientes. No obstante, los pobres, siempre los pobres, ayudan con lo que tienen, y entregan a los niños restos de tortas de arroz, frutas o monedas de cobre, algo con lo que los más necesitados puedan subsistir una noche más, unos segundos más, aunque dicha subsistencia sea horrorosa, terrible. Después contempla a mujeres destruidas, agotadas de vivir, esqueletos sin alma andantes, con los pechos colgantes sobre jirones de tela blanca, cargadas por encima de sus propias posibilidades con enormes fardos de pieles malolientes, la piel de las vacas que han muerto de enfermedad, de hambre, o de propia desesperación. Aquella imagen era terrible, porque Yehudá era consciente de lo inútil de la acción de aquellas mujeres, dado que nada o casi nada recibirían de aquella sucia mercancía. El maestro, en esos momentos, hubiera deseado ayudarles, convertir el sol en panes y peces, pero no podía intervenir, no quería intervenir, porque su poder había causado mucho daño a su vida y ahora estaba relegado de tal forma que fuera lo menos utilizado posible, pues él consideraba que era fuente de todo el mal que le había sucedido. Uno de los niños más pequeños, de tres o cuatro años, consigue una moneda, algo que puede suponer la supervivencia de su familia, pero la vida es dura en aquellos lugares, uno de los niños mayores le arranca la limosna que el pobre niño encerraba en su crispado puño. En esos momentos el niño se pone a llorar, des- 236 consolado, consciente de la muerte que le espera, muerte sin salida. Yehudá no puede más. Con un simple gesto arrebata al niño del grupo y lo traslada a su hogar, cargado de joyas y de alimentos, todo lo que una familia necesita para salir adelante. Nadie se ha dado cuenta de lo que ha hecho, al menos nadie humano, aunque algunos Dioses comienzan a entender la visita de su hermano. Al final acaba viajando como un vagabundo. Descubre la verdadera tierra de los hindúes. Los caminos son largos y monótonos. Cuando va acercándose al sur los caminos se vuelven rojos, flanqueados por grandes árboles poderosos, contemplativos. Algunos campos de arroz y de algodón rompen la monotonía del camino. Cuando duerme en algunos albergues de una planta, siente cerca de él el olor de la muerte y del hambre de los tigres que buscan su alimento allí donde más abunda. Un día, hacia el final de la primera noche en aquellas tierras, sintió sobre el tejado un terrible estrépito, carreras seguidas de peleas, bufidos y ronquidos de felinos de gran tamaño. Los tigres dormían durante el día y se lanzaban a cazar por la noche invadiendo el dominio de los hombres. El despertar de una noche es curiosamente desagradable y triste a la vez. Desde su humilde lecho escucha un clamor humano, que se eleva antes del amanecer, y que asciende de forma fiera e imposible de detener hasta las primeras claridades del día, cuando el alba despierta los sentidos. Procedía del recinto sagrado de Brahma, donde miles de hombres se unen para celebrar a su Dios. En la lejanía un sonido menos aparatoso se escucha, son los templos menores de la selva, que res- 237 ponden la llamada de los fieles en una conversación inexplicable y perversa, donde el hombre abandona la humanidad para entregarse a la esencia del Señor que todo lo puede en aquellas tierras. Los cíndalos y las conchas sagradas suenan entonces para rememorar que aquél lugar sigue existiendo. Hindúes de ambos sexos, vestidos con telas escarlatas, con el torso moreno y cobrizo al aire, descalzos, pasan sin producir el menor ruido, porque ellos son como la vida en aquellas tierras, indiferente, etérea, presta a aceptar la muerte como única salida a una existencia oscura y gris. En aquel lugar donde pasó la primera noche la vida comenzaba por la tarde, después que el calor huyera y dejara espacio al hombre. En la calle de la ciudad, la única calle verdaderamente calle, los comerciantes intentan vender a los pobres transeúntes parte de su mercancía. La pobreza es el denominador común de aquellas gentes que, no obstante, parecen alegres y dichosas, cargadas de una felicidad que Yehudá intentaba entender, aunque se le antojaba demasiado lejana para poder llegar a ella. La calle de los comerciantes concentra todo el movimiento y todo el ruido de la ciudad, silenciosa en el resto de sus calles. Esa calle conduce a la puerta del recinto sagrado, vedado para los extranjeros como él, en un nuevo guiño del destino, que le quiere dejar claro que aquél no es su sitio, aunque sienta algo especial por toda aquella gente. Caminando se cruza con brahmanes, hombres que desdeñan los vestidos y los tocados, apenas cubiertos por un paño de tela de un blanco neutro y cruzado en bandolera sobre su pecho desnudo nada más que el cordón de lino, signo exterior de su casta, que fue anudado por el sacerdote en el momento de nacer, y que no se quita jamás. Entre sus ojos, sobre la frente, donde debería estar el tercer ojo, el símbolo del dios al que adoran, un disco rojo con tres rayas blancas para los 238 sectarios de Siva; un tridente blanco y rojo para los de Vichnú. Yehudá era consciente del símbolo, de lo que significaba, pero sabía, porque los había leído, que la inmensa mayoría de aquellos hombres no tenían el poder. El mismo sentía su tercer ojo palpitar, pero no dejaba que su conocimiento le descubriera, debía estar oculto, guardado en lo más profundo de su sabiduría, porque los hombres no estaban preparados para conocer a los verdaderos hombres. Nada pueden hacer las abluciones, ni las plegarias, porque el verdadero yo solo se despierta en el hombre con todos sus ojos abiertos, y hacía tiempo que Yehudá era consciente de la enorme limitación de la mayoría de los mortales para comprender lo que el mundo les ofrecía. Estudiando al hombre había descubierto que un grueso velo de ignorancia crecía en la mayoría de las mentes estropeando la verdadera luz que el ser humano tenía, y ese velo no podía romperse, cuando existía, sino a través del desgarrador dolor de la cercana muerte. Invitado por un gran señor a permanecer en uno de sus palacios, Yehudá descubre el sabor de la vida del todopoderoso en aquella tierra. El señor de todo y de todos en aquellos parajes le envía por algunas horas la orquesta de su palacio, en señal de respeto y aprecio, algo que no pasa inadvertido a los criados. Todos los músicos, con andar delicado, entran, sin hacer apenas ruido, con los pies desnudos, en el lugar donde Yehudá reposa sobre un extraño diván. Todos se inclinan ante aquel extraño señor y se sientan en la alfombra, sobre el suelo. Todos van vestidos de forma similar, con un breve turbante dorado y una pieza de seda, salpicada de oro, cubriendo su cuerpo pero, a la 239 vez, dejando libres un lado del pecho y del brazo, que se encuentra adornado con aros de metal. Llevan grandes instrumentos de cuerda, pintados de forma hermosa y con incrustaciones de marfil que los convierten en verdaderas joyas. Aquellos músicos tañen con auténtica maestría, porque han sido instruidos para hacer aquello, y solo aquello, convirtiéndose en instrumentos vivientes en un mundo donde el hombre se realiza intentando llegar a la perfección de su obra. A los músicos les acompañan niños cantores vestidos con trajes extremadamente lujosos, cuyas voces convertían las canciones en verdaderos arrullos celestiales, tan grandemente estaban enseñados los pequeños. La riqueza contrasta con el hambre. No obstante no puede reprochar nada a su anfitrión, él es lo que su mundo ha querido que sea, no puede ser otra cosa, no debe ser otra cosa; de lo contrario, sería expulsado sumariamente de un mundo demasiado lleno de malas intenciones y de peores deseos. El camino sigue, Yehudá no piensa en nada. En el viaje descubre el hasïs, un narcótico a base de cáñamo que nubla el pensamiento para hacerlo más cercano al ser interior. Los ojos de las hermosas mujeres eran, en esos momentos, fuegos negros como la muerte, pero llenos de humano amor, y los tintineos de su joyas eran música celestial para un hombre acostumbrado a sufrir. Jóvenes fastuosas y terribles danzan a sus pies para conseguir su gracia, tal es el halo que rodea al peregrino. Una de ellas es especialmente atractiva, con el rostro pintado, los ojos enormes, bailaba entregada a aquel hombre que no parecía un hombre, avanzando y retrocediendo, sensual, apetecible. Sus manos dibujan imágenes fantásticas en el aire mientras que sus piernas seducen al maestro, su cuerpo, apenas cubierto por gasas de seda, deja entrever el nacimiento de sus senos, 240 grandes, voluptuosos. Decorada con diamantes la mujer entrega su cuerpo al hombre, dejando que la simiente de Yehudá fecunde el fértil cuerpo. Ella, entregada al culto de Siva, no desea otra cosa que tener un hijo de aquel hombre, aunque no sabe muy bien porqué. Es una fuerza interior que la empele a destruir su mundo, estructurado en miles de pequeñas joyas, y convertirse en un ser portador de una luz que nadie entiende. Yehudá se entrega al placer como nunca lo había hecho. Su cuerpo, su mente, con el poder creciente, con la fuerza creciente, es una fuente inagotable que deslumbra y acaba con cualquier resistencia, nada se puede resistir a su atractivo, a su magnetismo, y las jóvenes no sienten otra cosa que deseo, que necesidad de entrega. Yehudá descubre a uno de esos brahmanes haciendo música, completamente absorto. Sentando en tierra, con las piernas cruzadas, coloca sobre su pecho desnudo una olla ordinaria con guijarros dentro. El sonido que produce cambia según deja la olla abierta o obture su abertura con su propia carne. El joven músico no mira a ninguna parte, sólo regala su música al resto de los mortales, con sus admirables ojos abiertos, como un regalo hacia los viajeros. Aquel joven sí tiene el tercer ojo, pero el miedo no le deja mirar a su través. Yehudá, feliz de encontrar a un hermano, le habla, comparte con él sus sentimientos, abre su mente a la verdad dejando que el otro entre donde él ha estado ya. Son minutos de comunión, de poder. Para los hombres que están compartiendo todo aquel tiempo es infinito, pues infinita era la fuerza que les embargaba. Por eso no necesitaron hablar con palabras sonoras, no necesitaron decirse más, compartieron el poder 241 y vivieron miles de vidas juntos, con el dolor y la alegría del conocimiento. Nadie supo nunca lo que allí había sucedido, pero ambos se convirtieron en hermanos, unidos por el vínculo de la verdadera vida, sabiendo que, por mucho tiempo que transcurriera, el otro estaría siempre presente dentro, como una fuerza benigna, una puerta de escape que les permitiría seguir. Es recibido por una Maharani. El recinto sagrado donde habita es diferente al que contempló con el otro señor. Obviamente también tenía las santas piscinas en las que, todas las mañanas, indefectiblemente, los brahmanes, medio sumergidos, practican sus abluciones y rezos en busca de la perfección. No obstante, en aquella ciudad no hay solamente habitaciones para príncipes, sino que existen verdaderas calles terrosas, cuyo polvo no se atreve a despertar a los moradores de las casas que las flanqueas, humildemente construidas, pero habitadas por las castas altas, algo que se demuestra en la altivez de los residentes. Las criadas, a esas horas de la madrugada, cumplen sus obligaciones con prestancia, haciendo la limpieza de aquellos hogares. Los ojos de las mujeres hindúes inquietan y atraen a Yehudá, que se enamora de cada mirada, de cada gesto, porque en esos ojos hay una comprensión del mundo como nunca había visto, y contienen una ternura y un amor que él hubiera querido tener en su interior. Allí tienen la costumbre de hacer dibujos en el suelo con un polvo blanco semejante a la cal. Figuras geométricas de diverso calado y dificultad inundan todas las mañanas las callecitas, en una muestra de efímero amor a los demás, porque el mundo acaba pasando 242 sobre los dibujos y destruyendo lo que con tanto amor se ha realizado. El esposo de la Maharani, completamente pertrechado, recibió a Yehudá con esa amabilidad que sólo en aquellos lugares nuestro sabio había conocido. Aquel hombre iba vestido con túnica verde y turbante de seda blanca, adornado con un enorme diamante, símbolo de un poder que Yehudá sentía a cada instante. Le pidieron que hablara de su mundo, y Yehudá contó historias maravillosas, algunas ciertas, otras falsas, excitando la imaginación de los presentes, provocando sueños extraños en los que huyen de su mundo y buscan esas regiones extrañas y lejanas que el viajero describía. Yehudá, afligido por la sensación que ha generado, la borra inmediatamente y genera un estado de bienestar absoluto en el interior de aquellas personas tan amables, intentando que su deseo sea, solamente, permanecer en un lugar tan maravilloso como aquél. Fue una reunión alegre, aunque la tristeza asomaba a veces en los ojos de la Maharani. Yehudá indagó en su interior y descubrió el motivo. Ella no había podido tener hijas, por lo que su estirpe, que se heredaba a través de la mujer, se extinguiría sin remedio. Yehudá no podía, no quería permitir eso, por lo tanto le hizo el mejor regalo que podía hacer, la hizo florecer una niña de su interior, mezclando dos partes de la misma mujer, convirtiendo a la niña en una réplica de su madre. Durante cientos de años, después de la partida de Yehudá, todo el pueblo comentó como la llegada de un extranjero supuso la bendición de la Maharani, llegando a pensar que se trataba de un Dios disfrazado, que buscaba ayudar a sus hijos más queridos. Tal vez aquella explicación fuera, realmente cierta, pues Yehudá, evolucionando constantemente, había alcanzado el poder máximo que un hombre podía alcanzar, algo que tenía mucho que ver con la comunión que había tenido con el brahman. 243 Yehudá siempre queda maravillado de los mercados que inundan las ciudades con su alegría. Abarrotados de hombres con torsos desnudos y mujeres de largos cabellos negros, todos ellos con penetrantes ojos de un negro profundo, que asustaba, todo era posible en aquellos lugares. Los ídolos estampados en telas, las imágenes brahmánicas, las lámparas coronadas por dioses, la vida fluía incansable en aquellos lugares, haciendo sentir a Yehudá viejo, aunque su cuerpo lo negara. En otra ciudad, una ciudad cualquiera, Yehudá descubre una agitación mayor de la normal. Se interesa enormemente por aquellas idas y venidas para descubrir, al final, que desde el día anterior se estaban preparando en honor de Vichnú una enorme cantidad de guirnaldas de flores amarillas. Las jóvenes, hermosas, ligeras, magníficas, vestidas con trajes de fiesta, se agolpan en las fuentes para llenar los cántaros de cobre. Sus brazos se encuentran decorados con hermosos brazaletes, mientras que sus orejas se ven cargadas con pendientes de bella factura, en la nariz pequeños puntos de oro añaden color a una cara ya de por sí perfecta. Los animales de tiro también han sido preparados convenientemente, pintando el cuerpo de los cebúes y cargando a los animales con colleras y campanillas. Las mujeres, en su morada, se apresuran a trazar ante la puerta de sus casas las figuras geométricas oportunas con aquél polvo blanco. Aquella ciudad, cargada de templos, criptas y cuevas dedicadas a los dioses hindúes, es la personificación de la religión, del poder de la fe de un pueblo. Yehudá queda asombrado, abrumado, porque nada puede detener a aquél que controle aquella fuerza, a todos esos 244 hombres dirigidos, cuan gotas en el mar, a romper el muro de la incredulidad ajena. Es un momento mágico, verdaderamente revelador, porque nadie había asumido el terrorífico poder de aquellos hindúes hasta ese momento. En una de las innumerables salas los niños, pequeños brahmanes, son educados por un anciano cubierto de pelos blancos a través de la lectura de los santos libros. Todo se parece demasiado a lo que había dejado atrás, pero aquellos hombres tenían el bien en el interior, al menos la mayor parte de ellos. Abajo, siempre abajo, los elefantes sagrados se agolpan demostrando el poder que tienen en sus patas, enormes y contundentes. Son cargados con oro y joyas y puestos a disposición del Dios, como siempre lo han estado, aunque la verdadera realidad podría ser otra muy distinta si adquiriesen conciencia. Yehudá se siente tentado de despertar a los durmientes con su poder, pero no merece la pena, ellos son felices. Al final, en el último confín, Ghanesa, adorado en un pequeño kiosco en la cumbre de todos aquellos templos superpuestos en la montaña. Rodeado de grandes rejas de hierro, el dios oscuro, el dios negro, espera constreñido en el pequeño espacio que le dejan los hombres a poder convertirse en el Dios por excelencia, pues en él está el mal. Yehudá tiene una extraña sensación, de terrorífico reconocimiento, dado que en aquel ser encerrado hay algo más que poder, hay maldad, pero también verdadera comunión interior con el maestro. Ya le había pasado con el brahmán, pero aquello era distinto, más intenso, si bien también era mucho más desagradable. Lo peor de todo era que ese ser monstruoso era tan hermano suyo como el brahmán que había conocido, incluso más, porque sentía más cercano los verdaderos sentimientos de Ghanesa, por fin desterradas las hipócritas visiones de bondad que se había obligado a aceptar para poder sentirse un ser humano. 245 Se aterrorizó a sí mismo pensando en la destrucción del mundo. Quiso quitarse de la cabeza tal pensamiento, pero siempre estaba presente, siempre lo había estado, y siempre o estaría. El mal estaba en su interior, él era el mal, pero no podía admitirlo, no quería admitirlo, en su mano estaba la vida y la muerte, pero no sentía necesidad de utilizar tal poder. La estatua parecía sonreír mientras un pensamiento de recriminación por su cobardía surgía, indefectiblemente unido a aquel extraño Dios. El poder exigía su utilización, y, hasta ese momento, Yehudá sólo había contemplado el mundo desde su caparazón, sin actuar, sin demostrar lo que era. Tantos pensamientos encontrados, tanto miedo acumulado, le obligó a huir de aquél lugar, aunque en su mente siempre quedaría un resquicio por donde Ghanesa entrara y corrompiera el yo intacto del sabio. El camino se hace más complejo, más oscuro. Un brahmán le descubre ente la multitud y se inclina ante él, besando sus pies cubiertos por unas viejas botas de viaje. Hasta ese momento no pensaba que su poder pudiera suponer aquello, pero debe asumir que él es uno de los únicos, de los elegidos. El brahmán le conduce a un templo de Sundarechvar198 (Siva), donde no quieren acogerle, pero el hombre les explica todo, con miradas, con gestos, con palabras, entonces todos se apartan, todos dejan pasar al hermano del Dios, porque esa visita es muy importante para su Señor, dado que hacía tiempo que no se habían visto ambos dioses. Yehudá no puede escapar, entra en el templo y entra, también, en comunión con Siva, que le introduce 198 El bendito. 246 en un sueño sin sueño del que no despierta sino en trece días. Los brahmanes allí congregados procuran no molestar la conversación de los dioses, porque saben que el final de los días puede estar en aquella reunión. El maestro, aturdido, no recuerda lo que ha sucedido, pero tiene un extraño sueño que domina su alma. Aunque sólo quiere ser un simple hombre, un humano sin responsabilidad, sus hermanos le piden que inicie la pequeña destrucción del mundo de la que él debe ser instrumento; para eso ha venido a la tierra, para eso debe luchar contra su yo humano, triste y lamentable, que lo ha convertido en un esclavo del hombre. Yehudá se va, nadie le sigue, nadie le para, Siva ya ha dicho lo que tenía que decir, y el hombre se está alejando de su humanidad, porque el sueño de la muerte está demasiado presente en su alma. No obstante, el camino, el eterno camino hacia ninguna parte, le trae de nuevo a la realidad, o quizá no. Un nuevo sobresalto le embarga, un gran templo le exige su presencia, ningún brahmán le detiene, saben quien es, cada vez lo tienen más claro. Vichnú le recoge. Yehudá se sienta ante una estatua de oro puro del Dios, acostado sobre la serpiente de cinco cabezas. Otros trece días pasa Yehudá, el antiguo Kepa, conversando con el hermano Dios. Luego acaba huyendo, siempre huyendo, pero el su mente hay algo más. Cuando Yehudá contempla a las mujeres parias que circulan, como él, por los caminos, comprende, no obstante, la dureza de su vida. Casi todas, incluso las más jóvenes, tienen el pecho prematuramente deformado 247 como consecuencia del pesado trabajo y de la falta de vestiduras adecuadas. Llevan un pendiente pasado por cada una de las aletas de la nariz, lo que las convierte en algo esperpéntico, sobre todo a las más mayores, dado que las aletas de la nariz se ven deformadas por el peso de los aretes. Además van absolutamente cargadas, como si la vida no fuera lo suficientemente dura de por sí. Las ciudades, los pueblos, son absolutamente fascinantes. Pequeños templos a lo largo de los caminos facilitan el acercamiento de aquellos hombres a sus dioses. El maestro está tentado de creer aquella religión como la verdadera, tan afables y blancos aparecen ante sus ojos aquellos nuevos hombres. Las casas, que de día parecen blancas, adquieren un tono grisáceo cuando la noche domina aquella parte del mundo. Por encima de las galerías que todas disponen, las casas cuentan con un piso, con minúsculas ventanas en las paredes. En la puerta de la calle, flanqueándola, hornacinas de diversos tamaños, excavadas en la pared, contienen lamparas que iluminan la noche para ahuyentar a los malos espíritus. Los animales domésticos pululan libremente, aunque buscan habitualmente el refugio de las casas de los humanos. En las casas donde descansa, estatuas de Ghanesa199 adornadas por una mano piadosa con un collar de clavelinas de la India enhebradas con rosas es el símbolo mismo de la comprensión de la naturaleza que aquella gente ha adquirido a base de aceptar las desgracias y comprender sus caminos. Al final se asienta en Vijayanagar, un reino hindú en un país originariamente hindú. Le resulta refrescante la mentalidad hinduista, que le llena de una sensación de esperanza que no había tenido en mucho tiempo. No obstante, no entiende como se puede respetar cualquier 199 Dios con cabeza de elefante. 248 tipo de vida como concepto y admitir la separación entre castas de forma tan tajante. Es el mundo irracional del que ha huido, pero parece perseguirle allí donde él se asienta. Odia tener que luchar contra los convencionalismos, intentar que comprendan los poderosos que, para él, todos los hombres son iguales, algo que deben aceptar si desean saber, de verdad, lo que es el mundo. Pronto Yehudá vuelve a convertirse en un gran mercader y comerciante, algo que se acrece cuando entra de nuevo en contacto con su imperio de Occidente y con sus negocios en Constantinopla. Ahora domina el comercio del mundo, siendo la persona más rica del planeta, aunque no lo demuestra a las claras. El maestro entabló amistad con un joven hindú de familia acomodada, un hombre que desea conocer todo lo que a sus ojos se esconde. Alejado de las culturas occidentales, se empeña en aprender de Yehudá lo que Yehudá no puede enseñarle. No obstante, la amistad va creciendo entre los dos hombres, porque Yehudá ve en su amigo su propia imagen antes de salir de su Granada natal, cuando el odio entre religiones le arrebató la posibilidad de ser feliz por primera vez. Yehudá fue invitado a la boda de la hermana de su amigo. Elegantemente vestido, al estilo europeo, porque aquel estilo era un verdadero regalo para su amigo, Yehudá parte al lugar de la ceremonia. En el camino se encuentra con una multitud, se oían címbalos y tambores, así como un coro de voces humanas. Se trata del cortejo de boda. Iluminados por las antorchas, veinte jóvenes con el torso desnudo portan el palanquín donde el novio, 249 convenientemente vestido como un dios200, se dirige a la ceremonia. La sonrisa de Yehudá se descompone cuando contempla al novio que habían elegido para la hermana de su amigo. Conocedor de las taras humanas, era consciente de que aquél hombre era un retrasado mental, aunque lo habían intentado disimular con toda clase de artimañas de tal forma que no pudiera descubrirse a simple vista. Yehudá, como buen invitado, se vio en la obligación de comentarlo con su amigo. Aquello fue el caos. La familia no podía permitirse el lujo de casar a su hija con un retrasado, sería la perdición de la mujer. Obviamente la tara del joven anulaba el contrato celebrado entre las partes. Pero el problema fundamental estaba en la tradición de aquellos lugares. Su amigo le comentó a Yehudá que si una mujer no contrae matrimonio en el día de su boda jamás podrá contraerlo, por lo que será una carga para la familia durante toda su vida, además de convertirse en un ser desgraciado y desprestigiado a los ojos del resto de la sociedad. Yehudá, poderoso e inteligente por igual, sabe perfectamente donde quiere llegar su amigo, no obstante calló. Al final su nuevo amigo tuvo que pedirle que se casara con su hermana, pues era la única forma de evitar la destrucción de la pobre joven. La novia, en esos momentos, tenía dieciséis años, y era hermosa y vergonzosa a la vez, pero estaba completamente cargada de un halo de bondad que Yehudá sólo recordaba de Anna. Decidió ayudar a la familia de su amigo y contrajo matrimonio con la joven, no sin antes advertir a su amigo de la enorme diferencia de edad que les separaba. No importaba que el europeo pudiera tener una religión diferente, nadie sabía cual era y no parecía de200 Una túnica dorada, muy larga, coronada de oro. 250 mostrar mucho interés en ella, lo único que importaba era que la tradición condenaba al ostracismo a aquella mujer si no contraía matrimonio ese mismo día, y la familia prefería un matrimonio como aquél a un matrimonio con un retrasado o la falta de matrimonio. La religión, siempre la religión, entrando en la vida del Yehudá y convirtiendo la existencia de los mortales en un falso dibujo esperpéntico. El maestro no podía entender como todavía se aceptaban reglas tan estúpidas como aquella, pero la verdad era la verdad, y el pensamiento humano era insondable y oscuro. Nada se podía hacer sino seguir adelante, siempre hacia delante, buscando un hueco donde los hombres no violentasen mucho la existencia pacífica del héroe que no quiere ser héroe. Demasiado complicado como para ser cierto. Celebrada rápidamente la ceremonia, dejaron a los recién casados en la habitación nupcial, donde debía consumarse la entrega. La joven, de nombre Nayer Apsara, era hermosa de verdad, con el perfil recto, los rasgos puros, con unos grandes y magníficos ojos llenos de una vida eterna, con negros cabellos de azabache, largos y recogidos, por lo que no le costó nada a Yehudá consumar la unión. Ya finalizado el primer acto carnal, el maestro comenzó a indagar dentro de la mente de la muchacha, dado que notaba una extraña sensación y quería determinar cual era la causa de la misma. Yehudá quedó maravillado. En aquella joven estaba el germen del poder que él poseía, escondido, poco desarrollado, eso sí, pero estaba allí mismo, tan fuerte como el suyo, quizás más. Aquello fue una revelación, una luz en un mar de tinieblas. La pena que Yehudá llevaba escondida en el alma huyó despavorida ante el descubrimiento, porque aquello suponía que él no era el único ser capaz de desarrollar las facultades que le venían atormentando a la par que ayudando durante gran parte de su vida. 251 Yehudá comenzó a entrenar a su nueva esposa en las artes de la mente. Ella, deseosa de agradar a su marido, y feliz de ser entendida por alguien, dado que siempre había sido un espécimen raro a la vista de toda su familia por su peculiar forma de ser y de pensar, que no encajaba en lo que se esperaba de una mujer. El año 3828 de la Creación, 3168 de la Tribulación y 8 de los cristianos, diez mil judíos huyeron a Malabar después de la destrucción del segundo templo de Jerusalén, estableciéndose en Mahodraptna, que posteriormente se llamo Cranganore. Yehudá, con un poco de nostalgia de su vida anterior, aunque en ningún momento se arrepentía de sus decisiones, decidió visitar a sus hermanos, perdidos hacía mucho tiempo en aquel extraño mundo. Fueron acogidos con tolerancia, tal como suelen hacer los hindúes con casi todos los hombres, y habían permanecido aislados del resto del mundo y de las comunidades hermanas durante todo aquel tiempo. Yehudá llegó a Matancheri, la ciudad que debía atravesar para alcanzar la ciudad de los judíos blancos, un viernes por la tarde, por lo que decidió pasar la noche en aquel lugar. La ciudad de Matancheri era un enorme mercado, toda ella construida de madera, donde el maestro disfrutó de unos instantes de paz. Se sentía nervioso, intranquilo, porque hacía mucho tiempo que había decidido no creer en nada y no acababa de entender su impulso de conocer a aquellos hermanos que ya no eran sus hermanos, de alcanzar a aquella gente que, en el fondo, eran los mismos que habían matado su ilusión cuando acabaron con Anna y con su hijo. Temprano, muy temprano, porque no había podido dormir, Yehudá cogió el camino hacia la ciudad de 252 los judíos. Acostumbrado a las construcciones y a la forma de vida de los hindúes la primera visión de aquel lugar le sobresaltó. A media legua de Matancheri, después de una revuelta del camino, se encontró con una acumulación de altas casas de piedra, apretadas unas contra otras. Rostros de sus hermanos, demasiado blancos como para haberse adaptado a la vida en aquel lugar, se asomaban por ventanas y puertas, desencajando todo aquello en el decorado general de la tierra en la que habían hecho su asentamiento. Tanto tiempo en aquella tierra y no habían cambiado en nada, ni siquiera se habían curtido sus caras. Yehudá, moreno y fibroso, completamente adaptado a su nueva vida, sintió pena por toda aquella gente que, para su desgracia, odiaban el cambio, cualquier cambio. Habían huido pero se habían llevado la esclavitud con ellos, no habían aprendido nada, porque no consideraban que había nada que aprender de la gente del lugar. Era, tristemente, el sino de aquellos pobres hombres que, sin quererlo, estaban languideciendo en un país que ni siquiera les pedía ser iguales a los demás. El maestro, que se había mezclado con otros judíos, incluso sefardíes, en otros lugares del globo, comprendió que aquellos a los que ahora se acercaba no habían sabido adaptarse, aunque la tozudez de su pueblo les permitía seguir vivos, si bien el tiempo comenzaba a ganar la carrera por la supervivencia, pues sólo quedaban unos mil hermanos. No obstante, todos parecían corteses y hospitalarios, deseosos de conocer a un extranjero, porque, aunque su cuerpo se había adaptado, sus rasgos de origen le delataban allí donde iba. Se dirige directamente a la sinagoga, que se encuentra al extremo de la calle. Yehudá entra en el templo y contempla a aquellos que todavía guardan la oración. Un rabino, que parece tener cien años, se acerca a él, cuando Yehudá se identifica, el 253 rabino llora de emoción, pues pocas veces visitan aquel lugar hermanos de otras tierras. El rabino le muestra toda la sinagoga, le lleva a un pequeño altillo desde donde se contempla un templo dedicado a Brahma, como símbolo último del poder del Dios sobre todas las cosas de esa tierra, incluso sobre aquellos pobres judíos huidos de la destrucción para acabar en el infierno. Le conducen hacia una sala donde un grupo de veinte jóvenes estudian el Levítico. Sobre la pizarra otro rabino más joven que su anfitrión escribe los versículos en hebreo para que los jóvenes sigan teniendo la lengua de sus antepasados en la mente, quizá como única forma de mantener la unión en ese pueblo desgajado. Allí se discute sobre la regla que obliga al Sumo Sacerdote del Templo de Salomón a casarse siempre con una virgen. Se está discutiendo si una mujer que tiene roto el himen por accidente debe considerarse virgen a los efectos de poder contraer matrimonio con el Sumo Sacerdote. Yehudá se apena mucho cuando ve esto, pues ya hace mucho tiempo que no existía el Templo ni había un Sumo Sacerdote, por lo que la discusión era, del todo punto, inútil. Durante todo el día Yehudá cuenta su viaje por el mundo, la historia de su tierra y de su gente, ante unos hermanos extasiados, ansiosos de conocer lo que les oculta su asentamiento en aquel lejano país. Todo parece diferente ahora, Yehudá es el centro, una especie de salvador, pero él no se hace ilusiones, sabe que su mundo es otro, el mundo de los vivos, y aquella gente sólo está esperando la muerte sin saberlo. Yehudá se despide de todos que, apenados por su marcha, le invitan a quedarse durante unos días para poder compartir sus conocimientos y alegrar el espíritu de su pueblo, acongojado por los pesares de esa tierra en la que habían elegido vivir. El sabio Yehudá, que no tiene nada que hacer, y que ha dicho a su joven esposa que tardaría en llegar, accede a quedarse durante unos días, 254 lo que provoca regocijo en toda la población, pero, sobre todo, en las pocas jóvenes casaderas. Duerme en casa del rabino, y, una a una, todas las jóvenes del lugar visitan el hogar del hombre para poder tener un primer contacto con el extranjero, deseosas de poder escapar de aquel lugar, sintiendo que Yehudá es su última oportunidad de vivir una vida distinta a la que les obliga a vivir la tradición. Todas ellas visten sus mejores galas, muestran los encantos que tienen hasta donde el pudor y la tradición les dejan. Se nota que están nerviosas, ansiosas, cansadas de luchar con una tierra que no se deja dominar en ningún momento, que siempre toma lo que es suyo, sin perdón, sin detenerse ante nada. Escudriñando sus mentes Yehudá vislumbra el deseo, el eterno deseo de ser poseídas por un hombre que les aleje de las vivencias pesarosas que estaban padeciendo. Para todas aquellas mujeres Yehudá era una puerta que les llevaba a un mundo de ensueño que ni siquiera habían pensado en alcanzar. La noche transcurrió en una amena conversación con el rabino, que se sorprendía de la erudición de Yehudá, quien era capaz de comentar cada frase del viejo como si de un maestro se tratase. Ese hecho le hizo ganar mucho prestigio ante el rabino, que comenzó a sopesar muy seriamente ampliar su congregación. Yehudá fue preguntado por la posible existencia de esposa. Él, halagado por todo lo que estaba sucediendo, obvió su reciente matrimonio, y señaló que era viudo, que su mujer, Anna, había muerto en Toledo hacía ya demasiado tiempo como para querer recordarlo. El alma de Yehudá estaba, en esos momentos, ansiosa de estar con los que consideraba suyos, aunque su mente descartaba esa posibilidad, pues sabía, tristemente, que él no pertenecía a ningún grupo identificado. 255 A la mañana siguiente Yehudá da un paseo por la ciudad de los judíos hasta llegar a un lugar donde las casas son de peor calidad, si cabe, que las de sus anfitriones. En aquella calle el color de los hombres no llega a ser blanco como el de los pudientes, eran los convertidos, los mezclados, que no habían sido admitidos en la congregación, y habían sido relegados a aquel lugar más mísero, incluso, que el que tenían los judíos blancos. El maestro acaba desagradado, pues no pensaba que sus compatriotas allí, en ese lugar donde eran minoría, se atrevieran a excluir a sus hermanos por el hecho de tener otro color diferente de piel. En esos instantes Yehudá decide irse de aquel lugar sin mirar atrás, olvidando todo lo que había vivido, todo lo que había sentido, porque ese no era su hogar, su hogar estaba con Apsara, esa mujer maravillosa que era capaz de convertir sus negros pensamientos en días de sol radiante y cálido. No obstante, para no agraviar a sus anfitriones, decide quedarse a las honras fúnebres del contenido de la guenizá201. Todos los que podían moverse formaron un cortejo, encabezado, a paso lento, por los dos bedeles de la sinagoga, llevando los sacos que contenían la guenizá estaba el rabino de la Comunidad y los miembros del consejo comunal. Después fueron enterrados en el cementerio, como si de personas se tratase. En el camino de vuelta a su hogar se encuentra con una joven, hermosa, enigmática, llamada Balamoni. Cargada de diamantes en todo su cuerpo, desde las muñecas hasta los hombros; vestía un calzón amarillo 201 La guenizá es un lugar cerrado de la sinagoga donde se almacenan de forma transitoria los textos sagrados estropeados. 256 recamado de oro y una especie de corsé, muy corto, de seda lila, que mostraba la parte inferior de sus pechos, perfectos y sensuales, absolutamente exquisitos. Sus hombros, prácticamente desnudos, atraen la mirada de Yehudá, cuyo deseo no puede ocultarse. Al final, en un lugar oculto, hacen el amor apasionadamente. El cuerpo de ella encaja perfectamente con el de Yehudá, que siente un enorme deseo y una fuerza que no había sentido hacía mucho tiempo por una mujer, ni siquiera por Apsara. Después de una unión de infinito placer entablan una alegre conversación con la mente, algo que asusta y agrada a Yehudá. Al final la joven dice ser la encarnación de Parvati, la diosa Minakchi202, y que su esposo, Siva, quiere que le transmita un mensaje de condolencia. Antes de darse cuenta la joven ha desaparecido, dejando a Yehudá sólo, con una desagradable sensación de vacío, y con un miedo que comienza a tomar forma en su mente, que escudriña el espacio y el tiempo hasta descubrir lo que ha sucedido en su hogar, el centro de su vida en aquel lugar, del cual no debió ausentarse. No obstante, consciente de la inutilidad de su regreso, pues todo se ha consumado, se dirige al templo de Parvati, porque necesita saber más, conocer más. Los sacerdotes le esperan, sabe que va a venir, un nuevo Dios, amante de la Diosa, maestro de los asesinos, aunque, tal vez, él no lo sepa todavía. Aquellos hombres, servidores de un ser tan hermoso como terrible, abren la enorme y pesada puerta de cobre que da acceso a la parte secreta del templo, el lugar donde la Diosa descansa. Allí hay una piscina, otra piscina sagrada, con graderías de granito alrededor para descansar en ellas. Al final accede al lugar donde ningún occidental ha accedido en toda la historia de la humanidad, pero eso no importa, él no es un mortal, el es un 202 La diosa de los ojos de pez. 257 Dios, y todos los brahmanes le temen, pues en sus ojos centellea la locura. Hace poco tiempo que ha dejado de ser humano, pero no puede disimular sus sentimientos, porque odia, porque siente que le han robado algo que era suyo, y porque han matado a su esposa, su nueva esposa, otra Diosa que todavía no había descubierto su poder. Le dejan solo con Parvati, que asume el aspecto de Balamoni, aunque en los ojos de Yehudá ya no hay deseo, solo odio, un odio infinito que no puede controlar, que no quiere controlar. Balamoni-Parvati le abraza, se comunica en sueños de eternidad incuestionable. Durante trece días Yehudá es consolado por la Diosa mientras su deseo de muerte se apacigua, mientras alcanza el control de su instinto asesino, para no acabar con la Humanidad, para no dejar que el mal se desboque. Cuando deja el templo, y a su amante, Yehudá se ha comprometido a no destruir el mundo hasta que no tenga la plena seguridad de que lo merece, no obstante, tiene manos libres para acabar con los asesinos de la protodiosa, y en ello puede empeñar toda la crueldad que desee. La familia del primer novio de Apsara no estaba demasiado feliz con el desaire que había sufrido, por ello decidieron convertir el viaje de Yehudá en una venganza sin precedentes en aquellas tierras. Apsara es invitada a una ceremonia de concordia en casa de aquellos seres vengativos. Ella, inocente, accede a personarse en el lugar sin ninguna escolta, sin ayuda, sin que su familia o sus criados puedan convencerla de lo contrario. Al principio es recibida con amabilidad, y es conducida al interior de aquella funesta mansión, donde se le ofrece alimento y bebida. Sin mediar palabra un grupo desordenado de hombres se abalanza sobre ella y la 258 arrancan toda la ropa hasta dejarla desnuda, luego abusan de su cuerpo mientras ella, indefensa, llora con las lágrimas del dolor. La siguiente escena es terrible, el antiguo novio, perdido en su mente enferma, también la posee, de forma sucia, asquerosa. Luego es destrozada por infinidad de cuchillos y puñales, no dejando de su cuerpo nada que sea reconocible a los familiares y, finalmente, es abandonado en la selva, para que algún tigre lo devore. No obstante, aquel día no les iba a ser tan sencillo deshacerse del cadáver, ya que los familiares de ella, preocupados, lo descubren antes de que las fieras y los carroñeros pudieran acceder a la otrora hermosa carne de Apsara. Prudentemente esperan a Yehudá, porque la familia del loco es muy poderosa, y ellos no pueden hacer nada contra tales gentes. Saben que Yehudá tiene el dinero y el poder suficiente como para acabar con la afrenta que han sufrido. Aún así, mandan mensajeros a lo largo de los caminos que podría tomar Yehudá en su regreso para conseguir que regrese lo antes posible. Yehudá ya sabía lo que había sucedido antes de que los mensajeros se lo contaran. Estaba poseído por el dolor y por la sed de venganza. Sus ojos brillaban con una fría luz blanca, increíblemente destructora, a la que nadie se atrevía a mirar fijamente. Sus hermanos se lo habían dicho, pero él no podía creerlo, los dioses no podían mezclarse con los mortales, dado que si no lo descubren a tiempo pueden ser destruidos, como le había pasado a Apsara, que encarnó demasiado tarde. No necesitó a nadie para alcanzar su venganza. Entró en el hogar, fuertemente defendido, de los asesinos él solo, con el pecho desnudo, marcado con el signo de la muerte en el corazón. En aquel lugar todos murieron mil 259 veces, de mil muertes diferentes, tanto era el poder y el odio de aquel hombre. Gritos inimaginables se extendieron por la infinita tranquilidad de aquellas tierras, mostrando la agonía del que pretendía robar lo que era de un Dios. Durante mas de veinte horas los sufrimientos no pararon en aquel lugar, a partir de esos momentos maldito para toda la eternidad. Cuando los gritos se acallaron los pocos que se atrevieron a ir a ver lo que pasaba volvieron con la tez pálida y el pelo blanco, pues el techo y el suelo estaba cubierto de la piel y la carne de los habitantes de aquel lugar, que habían perdido la humanidad y se habían convertido en fieras irreconocibles. Se produjo una hierofanía, se conoció el carácter sagrado de Yehudá, que se convirtió en un Dios entre aquellos hombres que supieron que el hombre no era tal hombre, pues era la muerte, la verdad, la venganza, la enorme venganza del que puede acabar con todo y con todos con un solo gesto, con una sola señal a sus asuras, sus pequeños diablos de poder. Lo que la gente no supo es que todos aquellos asesinos no estaban muertos, permanecían, condenados eternamente al sufrimiento más horrible, presos de los muros de la casa, donde el Dios les había confinado reiniciando hasta el infinito el dolor que les había infligido, un dolor que no podría describirse con palabras humanas. Yehudá, por supuesto, había desaparecido, nadie volvió a ver a aquel Dios de terror en aquellos parajes, pero su fama se extendió por todas las tierras brahmánicas, convirtiendo el mundo en un lugar más temible. 260 261 SEPTIMO. Abandonó aquellos lugares apenado, otra vez destruido por la insensatez humana. Al fin había asumido su poder, al fin era consciente de su propio ser, de su naturaleza. Hasta esos momentos había sido un simple mortal, pero ya no lo era, aunque, a veces, siguiera comportándose como tal en ese camino que había emprendido. En sus manos estaba el destino del hombre, era un instrumento de destrucción o de vida, pero debía decidir, de una vez, el lugar que le correspondía en la creación, porque un Dios sin objetivos no era admitido por la mayoría de los hombres, ni siquiera podía ser admitido por los otros Dioses. Su alma mortal había muerto hacía mucho tiempo, sustituida, convertida en poder por pensamientos esquivos, casi infinitos. Él no podía concebir la existencia fuera de su propia razón, porque él había equilibrado la razón del mundo a través de su fuerza interior, de esa fuerza que le preservaba de todo mal. Reconoció a un brahmán. El hombre, que comprendía el dolor del Dios, se acercó con reverencia. Acabo diciéndole: –Somos gusanos en el queso, nuestro origen es la nada, el caos, pero debemos convertir el caos en armonía. 262 Yehudá invadido por el dolor absoluto, le contestó: –Mortal, yo soy el queso, el caos, pero el hombre se niega a aceptar la realidad. Tal vez el hombre debe pagar por su osadía. El cielo se volvió rojo, porque el poder estaba en el hombre, y el hombre era muerte. Yehudá caminaba con la mirada perdida, reconvirtiendo el dolor en amor y el amor en dolor, porque él era la resurrección y la vida, porque él era el Señor que todo lo podía, pero que no se atrevía a volver sobre sus pasos y reconstruir su mundo. Se encontró con otro brahmán que le dijo: –Tú eres la leche de la que se hace el queso, nosotros los gusanos. Alimenta mi alma con tu poder. Yehudá contestó: –Pobre mortal, mi palabra es muerte, porque odio a la humanidad traicionera. Yo ofrecía la resurrección y la vida, pero nadie creyó en mí, ahora mi esposa me espera en la tierra de los muertos. El brahmán lloró desconsolado mientras Yehudá se alejaba. El mundo parecía condenado por la voz del Señor de la Condenación. Nada podía detener el reloj de la muerte, tan cercano al hombre que podía oler el olor del final. El ser humano había tenido una nueva oportunidad de redención y la había desaprovechado. Yehudá descanso en una ciudad cualquiera. Casas viejas y altas se extendían en galerías y miradores. En la puerta de la calle los hombres vendían miles de cosas brillantes. En los pisos superiores hermosas mujeres, esclavas de su cuerpo, ofrecían placer a cambio de dinero. 263 Era agradable contemplar a mujeres que no pretendían ser algo diferente a lo que eran en realidad. En su papel de prostitutas, de mujeres que entregaban su cuerpo por dinero, suponían la imagen más real que había visto Yehudá desde hacía mucho tiempo, demasiado tiempo como para poder recordarlo. Las manos expertas de las jóvenes habían tocado cientos de cuerpos, habían sido poseídas infinidad de veces, y todo aquello lo aceptaban como aceptaban el amanecer o el anochecer, con una voluntad de hierro, con un verdadero coraje que el Dios no había encontrado en ningún otro sitio. Asimismo, aceptan las enfermedades del sexo, transmitidas todas ellas por sus clientes, con estoicismo, con verdadera resignación, porque ellas se sienten concebidas para recibir el mal del mundo; tanto tiempo ha pasado desde que dejaron la niñez que apenas recuerdan lo que era ser unas niñas. El Dios se acercó y convivió con ellas durante un tiempo. Disfrutaba de sus cuerpos, perfectos y cálidos, de sus movimientos, aprendidos después de miles de actos diferentes, de su entrega. Ellas se sentían seguras con él, sentían que tenía algo que no tenían los otros clientes, por eso intentaban siempre ser suyas. Ojos negros, pelo negro, hermosos y profundos silencios. Ellas ofrecían una paz distinta, una paz de placer, de gozo máximo, una paz sin condiciones, porque sólo necesitaban el dinero para seguir existiendo. El conocía los anhelos de sus amantes, de sus esposas improvisadas, por lo que siempre procuraba regalarles una don cuando veía que no podían seguir como estaban, un don que les proporcionara la posibilidad de vivir la vida que ellas hubieran querido vivir. El Dios gusta de contemplar a la gente pasear por las calles. Le parece curiosa la actitud moralista y prepotente de algunos musulmanes. Siempre en grupo, pasan presurosos por el barrio donde las mujeres ejercen su oficio, despreciando con la mirada a las jóvenes y 264 hermosas prostitutas, y a los clientes y habitantes que, como él, viven en aquellos lugares. Corren como si una enfermedad se transmitiera por permanecer en aquellos lugares, con aire torvo. Son piadosos hombres que se dirigen a la oración. Devotamente se dirigen a la mezquita, que espera a sus fieles como una hermosa matrona reposando sobre un mullido colchón. Cuando pasan las horas del calor la vida reverdece, los hombres vuelven a buscar un cuerpo en el que depositar su simiente, con el que disfrutar de unos instantes de solaz dentro de una vida de absoluta desidia. El placer es el centro de ese universo paralelo al dolor, un universo que se niega a convivir con la tristeza, que se llena de sensaciones largamente deseadas. El hombre desea los cuerpos de esas jóvenes condenadas desde su nacimiento a la entrega, a la facilidad. Ninguna de ellas ha tenido elección, compradas o criadas para el sexo, para la satisfacción del que tiene el dinero, del que tiene la fuerza, sólo pueden ser un poco más felices si encuentran amabilidad en sus amantes, pero el sexo forzado está siempre presente, como una condena sobre sus lindas testas. Yehudá ama de verdad a todas esas mujeres, que pierden su juventud cuando apenas han llegado al inicio de la verdadera vida, y pierden la adolescencia cuando apenas han dejado de ser unas niñas. Son cuerpos sin sentimientos, porque los han perdido a base de dejarse penetrar por hombres bruscos y sucios. Amantes explotadas por gentes que se consideraban honrados, el Dios se mezcla con ellas como si fueran sus iguales, porque solo con ellas siente, de verdad, que el mundo tiene una posibilidad de existir entre tanta miseria. Al final, como siempre, toma bajo su protección a un grupo cada vez más grande de jóvenes. Tiene preferencia por las que están cercanas a la niñez, apenas adolescentes, pero no le mueve un fin concupiscente, 265 simplemente desea apartarlas del dolor de su profesión lo antes posible. El hecho de la entrega que ellas entienden implícito en la compra no es más que un error de concepto, un error que ellas mismas no quieren cambiar, porque sólo a través del sexo se sienten realizadas como mujeres, tan lejos les ha llevado la esclavitud. El Dios pretende enseñarlas otra forma de vida. Mima sus cuerpos y sus mentes, enseña lo que pueden y no pueden hacer, intenta que comprendan que sus deseos también son importantes. Cuando alguna alcanza la plena comprensión la deja salir de la casa que él mismo ha comprado para su harén, y la proporciona todo lo necesario para una vida digna y desahogada. Pronto el sueño de todas las prostitutas de la ciudad es acabar en el harén del extraño occidental que tiene tanto dinero como para comprar la ciudad entera. Es un mito, una leyenda, que pasa de boca en boca. Cuando le ven aparecer todas ellas se entregan de verdad al arte de la seducción, porque él es su única salida. Él las ama a todas, pero sabe que esta eliminando un servicio para los hombres de aquellos lugares, un servicio que, si no se proporciona por las ya condenadas, será prestado por otras nuevas niñas, demasiado jóvenes para comprender el infierno en el que pueden acabar. Por eso se mantiene en unos justos límites, porque el hombre no ceja en su empeño de sojuzgar a otros, y el debe dejar el suficiente número de cortesanas para que los proxenetas no tengan que comprar mar carne de la necesaria. Así las cosas, en su harén la vida transcurre feliz. Todas pueden vivir cómodamente, proporcionando un placer nunca pedido a un solo hombre, sin necesidad de corromper su cuerpo y su mente en tratos degradantes con infinidad de seres de todo pelaje y condición. Muchas nunca querrán abandonar la casa, pues es el único hogar que han conocido, ni siquiera cuando Yehudá se vaya. El Dios, no obstante, se da cuenta que vuelve a intentar solucionar los problemas de los hombres con soluciones de los hombres. No quiere utilizar su poder 266 más de lo necesario, aunque su poder es tan grande que puede detener el tiempo, apagar el Sol o viajar fuera de la Tierra a voluntad. De la unión con sus mujeres nacen fuertes descendientes de ambos sexos, jóvenes que, impregnados de la esencia del Dios, tienen poderes más allá de todo poder. Se crea una escuela donde ellos aprenden, en condición de igualdad. Niños y niñas comparten la fuerza que les une, excluyen a todos los que son diferentes a ellos, a los simples mortales, y se entregan al conocimiento de su propia naturaleza, de su alma incansable y poderosa. La gnosis, la verdad, todo acaba sabiéndose en el lugar donde se juntan los jóvenes y el Padre. Yehudá sabe que les debe enviar lejos, que pronto deberá dejarlos a su suerte, una legión de poder inconmensurable. El viaje debe continuar, siempre tiene que continuar, porque no siente que aquél sea su sitio. Un día, oscuro para la mayoría de las mujeres que pierden a su esposo, a su amante, a su compañero, él se despide con un largo beso. Sus hijos, se quedarán un tiempo, protegidos por un grupo incondicionales de fieles, brahmanes y sacerdotes de una nueva religión, una religión que nace de su propio pensamiento. Pronto los niños serán hombres o mujeres, entonces caminarán sobre la Tierra y conocerán la obra de su Padre. El deja la ciudad apenado. Sale por la misma calle que antes era su hogar. Ve a los nuevos cuerpos exhibirse donde antes lo hacían sus amantes. Nada ha cambiado, la vida sigue su discurrir de una forma simple pero efectiva, sin que la incidencia del Dios, como hombre, sirva para nada más que para variar de posición un simple grano de arena. 267 Encontró a grandes hombre, adoradores del Señor Oscuro, que sabían invocar a los demonios y realizar encantamientos. Un occidental, un cristiano deseaba formar parte de los elegidos, por ello le obligaron a renegar de su fe. Yehudá contempló la imagen sorprendido, porque, en el fondo, él mismo ya había renegado de la suya. Yehudá acabó hablando con el hombre, después de la ceremonia de renuncia de su antigua religión, y quiso saber el motivo de su huida. El hombre, trastornado por todo lo que había acontecido, le dijo: –Desconocido viajero, en mi condición de sacerdote he visto cosas que no pueden ser descritas sin causar rubor. Mis queridos compañeros en la fe han destruido la misma, han violado, asesinado, robado, han cometido miles de tropelías en nombre de la religión, acabando con todo lo que hay bueno en el mundo. –Pero eso lo ha podido contemplar todo el mundo –contestó Yehudá– y muy pocos han escogido el camino de la huida. –Yo no huyo, –dijo el hombre excitado– me revelo. Obligo al artesano de supercherías, al bandido de homenajes, ladrón de afecto, a escuchar, a ver como ha incumplido todas sus promesas desde que salió de las complacientes entrañas de una Virgen. El hombre no puede más, por eso huyo de su palabra, pues su palabra es símbolo de muerte. <<Él debería haber redimido a los hombres, pero no ha rescatado nada. Ha dejado que sus representantes de comercio se hicieran con el poder y dejaran de escuchar los lamentos de los tímidos atormentados por el hambre; que dejaran de ver a las mujeres desventradas por un poco de pan>>. <<Todo es una mentira, ¿cómo hemos podido creer que cualquier hombre estaba condenado por un pecado original que ni siquiera había cometido? El castigo que soportamos es demasiado duro, sobre todo porque no hemos hecho nada para merecerlo, sólo escuchar 268 a un grupo de asesinos y cobardes que han asumido la función de guías>>. Yehudá sentía algo parecido a lo que ese hombre estaba diciendo, pero él también tenía una extraña sensación de poder, cada vez más fuerte, cada vez más intensa. Él era una divinidad, alguien que podía alcanzarlo todo en la tierra de los vivos con simplemente desearlo. El problema era que no deseaba nada, no podía desear nada, porque todo lo que deseaba se convertía en una pequeña mentira. Apenado, muy apenado, dejó a aquél hombre que se había convertido en seguidor del mal, deseando que no sufriera demasiado en sus descubrimientos, porque tanto el bien como el mal son parte integrante del hombre, y el hombre es un traidor a si mismo y a su prójimo, dado que nadie puede confiar en otro hombre. Yehudá soñaba sueños extraños. En sueños, el Rey Serpiente se le aparecía cada noche, indicándole un camino que él, pobre dios sin condiciones para serlo, no quería o no podía seguir. En esos momentos se siente como un Eón, como si hubiera existido durante todo el tiempo pasado, y pudiera existir durante toda la eternidad. Se trata de una sensación extraña, casi enloquecedora, porque el mundo se une a su vida de tal forma que su muerte supondría la destrucción del mundo tal como es conocido. Tiene miedo de huir de su cuerpo, pero también desea pasear por ese nuevo espacio cósmico que descubre a cada paso. Desea tener relaciones sexuales, pero no conoce a nadie, no existe nadie que pueda soportar su poder en su interior. Es la destrucción en la destrucción, el odio en el odio, por ello debe soportar su celibato, su abstinencia, 269 porque nada ni nadie se puede permitir ser su receptáculo. Es la noche, como Madre Primordial, la que se entrega a su nuevo amante, siendo poseída repetidas veces pro Yehudá, que no puede parar de empujar, dejando su simiente divina en la Señora de la Oscuridad. Está enamorado de nuevo, siente amor por su nueva esposa, que, generosa le ofrece una nueva descendencia, las Furias y las Parcas, que prometen a su Padre venganza por todo el sufrimiento que ha padecido. Después de la primera unión la Noche le entrega dos hijos varones, Hipnos y Eros, creados del amor mismo de la Noche al Dios. En esos instantes Yehudá se siente complacido. Al fin existe un nuevo tipo de existencia que le permite ser lo que siempre ha sido, además de suponer una revelación respecto a su anterior vida. Sus hijas son adorablemente complacientes con él, pues le aman de una forma real y tangible. En un momento dado Madre e Hijas se entregan al Padre, que concibe en todas ellas un solo ser, poderoso, terrorífico, la Muerte, hija de la noche y del incesto con las poderosas Furias y Parcas, descendiente última del odio de Yehudá, un ser tan perfectamente concebido que nada ni nadie puede detenerlo. La Noche, orgullosa, envía a su hija menor a la comunión del Dios. La besa en la boca y la entrega el amor del Dios para que lo reparta entre todos los mortales, pues ese gesto de magnificencia supone que el Dios les ha perdonado todos los pecados que han cometido respecto a su persona y la persona de sus posesiones terrestres. Un ángel oscuro se persona entonces frente a su Dios, arrodillándose con verdadero respeto, ofreciendo a la Legión para cumplir la voluntad del nuevo Rey, el verdadero Rey que había sido deseado, esperado, necesitado por el mundo y que se había perdido en una extraña e inútil peregrinación. 270 El ángel, con orgullo, dice: –Tú eres la verdad y la vida, aquél que crea en ti, tendrá siempre, en abundancia, agua de la fuente de la vida. El Dios se mira al espejo, reconoce la cara de Yehudá, pero ya no es Yehudá, es el soplo de cambio que el mundo necesitaba para convertirse otra vez en un lugar diferente, en un lugar donde el hombre supiera su verdadera posición en la creación, su verdadero destino en un universo de cambio. Lucifer habla de nuevo: –Dinos tu nombre para que podamos adorarte. –Mi nombre es Caos –dice el Dios con una sonrisa de satisfactorio odio en sus labios, azulados, crueles. Al pronunciar el nombre, el Se´ol203 se abre dejando salir a todos los dolientes seres que lo habitan con le único y loable fin de adorar al nuevo Señor de la Oscuridad, a aquél que traerá la perdición a los hombres que dejaron de lado a su Dios. En esos momentos Yehudá despierta entre aterrado y complacido, contento y triste, porque el camino que su mente le dibuja es un camino de destrucción, un camino que llevará al mundo al caos que, por otra parte, parece estar buscando con inusitada y dañina insistencia. Tras salvar el nudo de Pamir, al que rodeó por el altiplano para eludir el monte Himalaya, Llegó a Xinjiang, atravesó el desierto del Gobi, siguiendo los pasos de Marco Polo, cuyo Libro de las Maravillas había disfrutado con regocijo. Luego Mongolia, hasta llegar a Shangdu. En aquellos lugares comprobó la veracidad de las historias de su amigo Marco. Vio con sus propios ojos los 203 Reino de las Sombras. 271 hospitales y los hospicios, donde se cuidaban enfermos y huérfanos, no se dejaban morir de hambre y enfermedad. También utilizó el papel moneda, un invento de gran importancia para la economía que Yehudá apreció en todo su valor. Shangdu era enorme, monumental, pero Khanabalik204 era la ciudad fortificada más prodigiosa que cualquier occidental pudo contemplar. Jardines como nunca se habían contemplado205; oro en todos los lugares; agua corriente y calefacción. Todas las comodidades existían en aquel mundo donde miles de personas rodeaban al su amo para que este tuviera la mejor vida que un hombre pudo imaginar jamás; disponiendo de cuatro esposas y cientos de concubinas para distraer sus días de asueto, mientras que un pequeño ejército de diez mil hombres guardaba su vida con una fiereza que acabó sorprendiendo a Yehudá, pues no había visto nunca tanta fidelidad en unos hombres. Después llegó a T´ai-Shan, una montaña sagrada que se alza sobre la llanura aluvial del río Amarillo. Al pie de la montaña se hallaba el Templo de la Cumbre206, dedicado al Dios de la montaña207, que iniciaba un ca- 204 Pekín. 205 Presididos por el Monte verde, un a colina artificial de medio kilómetro de radio y treinta metros de altura. 206 En cuya sala central había una pintura dedicada a una procesión en honor al citado Dios. 207 El Dios de los muertos. 272 mino jalonado de templos208, arboledas de cipreses y pinos, estanques y cascadas; y en la cima de la montaña estaba el Templo del emperador de Jade. En el último tramo de escalera el peregrino pasa por la Puerta Sur del Cielo, en el templo dedicado a la Hija de la Montaña, Pi Hsia Yuan Chun, Diosa del amanecer y primera esposa de T´ai Shan. No obstante, allí ya no estaban sus hermanos, los Dioses habían huido hacia sitios menos concurridos, pues demasiados hombre conocían su presencia. Allí estudió el Tao durante un tiempo, buscando un equilibrio que nunca conseguía. Las palabras del maestro, que quizá en otros tiempos hubieran sido asumidas y disfrutadas por Yehudá, no suponían nada, porque el dolor de la muerte estaba en su alma. Allí supo que no estimar en mucho los talentos favorece que no haya competiciones; que no valorar mucho los objetos costosos favorece que no haya ladrones; y que no ver lo codiciable hace que el corazón no se alborote. Por todo ello, hacer que los más inteligentes no se atrevan a actuar supone el principio del Tao, dado que con el no obrar nada hay que no se arregle. Asimismo supo que quien quiere conquistar un Imperio se pone a trabajar para lograrlo no lo podrá lograr, dado que el Imperio es un utensilio muy extraordinario, y no se puede manejar. Si te pones a manejarlo lo estropearás, cogerlo es perderlo. A la contracción precede necesariamente la expansión. A la blandura precede la dureza y la fuerza, y a la ruina precede la prosperidad. Por eso él había sufrido, por eso él había huido de todo y de todos. El que 208 Dedicados a diversas divinidades femeninas: la Emperatriz del Oeste, Wang Mu Chi, y la Diosa de la Estrella del Norte, Tai Mu. El palacio de Tai Mu, poseedora del tercer ojo, es la constelación de la Osa Mayor, girando alrededor de la Estrella Polar. 273 mucho ama sufre mucha pérdida, y el que mucho guarda mucho pierde. El que sabe contenerse no sufre quebranto, el que sabe detenerse no se arriesga. Preguntado un maestro por el camino y el viaje, pues todos conocían la historia de Yehudá, el maestro dijo, sin salir por tu puerta sabes lo que es el mundo. Sin mirar por la ventana se ven los caminos del Cielo. Cuanto más lejos hayas ido, menos habrás aprendido; así, el santo se entera sin haber dado un paso, conoce sin ver, ejecuta sin hacer nada. Yehudá aceptaba que la paz sólo se podía alcanzar si se renunciaba a los bienes materiales. El hombre debía dedicarse a contemplar el mundo interior y el mundo exterior, porque así se llegaría a la sabiduría. No obstante sus sueños eran recurrentes, y su esposa, la Noche, le lloraba cuando él se escapaba y se entregaba a la vida del mundo diurno. Sus hijas siempre le esperaban plenas de deseo, y la menor de todas, la más poderosa, le rogaba a cada instante que la dejara liberar a sus pequeños amigos. Yehudá no tenía consuelo, estaba cansado de buscar, estaba cansado del odio de los hombres, ese odio que tanto daño le había hecho. Además, por desgracia para él y para toda la humanidad, un sentimiento oscuro, terrible, comenzaba a nacer del centro mismo de su alma, un sentimiento que desgarraba conciencias y destruía voluntades. Así como su poder siempre sirvió para hacer el bien, así como la fuerza de la vida dentro de Yehudá era la más poderosa del universo, así su poder de destrucción era el mayor poder que el hombre hubiera contemplado en la tierra, jamás. Era tan terrible que nada ni nadie podía escapar de su fuerza. 274 Yehudá intentó evitar la destrucción, intentó evitar que el mal se adueñara de su alma, de sus sentimientos, pero no podía soportar todo lo que le había sucedido. Toda su vida huyendo de aquellos a los que se suponía debería amar, toda su vida escondiendo su cara para que nadie se sintiera ofendido, y todo lo que había conseguido era que su vida se destrozara varias veces. Era un hombre perdido, que ya no quería encontrarse, porque el mal había anidado tan fuertemente dentro de su pecho que nada ni nadie podía evitar la destrucción. Sus manos, ansiosas de sangre, buscaban la venganza, la dulce venganza de tantos años sufriendo injusticia. La ira le dominaba, cargando de fuerza su determinación de acabar con todo, de finalizar una humanidad que nunca debería haber existido, porque esa humanidad era mala en sí misma. Cansado de todo Yehudá dejó a sus nuevos hijos partir hacia Occidente, cargados de destrucción y de ira, y se embarcó en un viaje de olvido, buscando entre las islas que poblaban el mar frente a la India un lugar donde recomponer su maltrecha humanidad. Llamó a su hija la Muerte, y la entregó las pequeñas armas de la destrucción total. Era un ejército preparado para el dolor, para el odio, un ejercito de seres vivos que sólo permanecían juntos para llevar la destrucción de su amo y creador por todo el mundo, porque ellos sólo eran un instrumento. La plaga había sido despertada. Si el hombre se había traído para si mismo la guerra y el hambre, el Dios había decidido convertir el mundo en un lugar algo más agradable, para lo cual había decidido llevar la peste allí donde estaba siendo esperada con tanto deseo, porque el hombre había perdido la fe. 275 Yehudá recordó algo, un pequeño fragmento del Deuteronomio209, donde se decía: Atender, pueblos, mi voz; prestadme oídos, naciones. Que de mí viene la doctrina y mi ley será la luz de los pueblos. Mi justicia se acerca, ya viene mi salvación, y mi brazo hará justicia a los pueblos Alzad los ojos al cielo y mirad la tierra a vuestros pies. Pasarán los cielos como humo, se envejecerá como un vestido la tierra y morirán como las moscas sus habitantes. Pero mi salvación durará por la eternidad y mi juicio no tendrá fin”. Era consciente de su odio, era consciente del poder que había desatado. No se sentía orgulloso, no podía estarlo, era un ser que había decidido sobre la existencia de millones de personas con un solo gesto, pero no quería pensar en ello, sólo quería pensar en un lugar donde descansar. Su hija, complaciente amante, se ocupó de extender su perdición por la tierra de los mortales, entrando en todas las casas sin distinción. Ricos y pobres, justos y deshonestos, grandes y pequeños, todos iban a acabar pasando por el juicio de Dios, del nuevo Dios que había nacido del odio. Yehudá ya no pensaba en la gente que conocía, no le importaba en absoluto, sólo deseaba huir. Conoció pueblos de lo más diversos, como aquellos que no se atrevían a hablar abiertamente con sus vecinos y siempre estaban comunicándose de forma evasiva. Así, nunca se preguntaban por su estado de salud o por como se encontraban, sino que se preguntaban que es lo que 209 Deuteronomio de Isaías 51, 4-6. 276 habían comido ese día. Estaba todo tan estructurado que un desaire era contestar que se habían comido caracoles. También conoció Angkor, la ciudad de los templos, cargada de estatuas, relieves y tallas que representaban escenas de la religión de los hindúes. Imágenes de bailarinas con los pechos desnudos, un emperador guiando a sus soldados en la batalla, todo un universo inimaginable de poder. Cada rey en aquel lugar decidió construir un templo para contener su lingam, el símbolo fálico de su autoridad. Los templos, además, eran representaciones simbólicas del monte Meru, centro del universo y residencia de los dioses hindúes. Yehudá pudo entrar en Angkor Vat, el templo funerario de Suryavarnam II, que ordenó su construcción hacía doscientos años, para dedicarlo a Visnú, con entrada hacia el este, hacia la tierra de los muertos. Recorrió sus laberínticos corredores adornados con tallas y esculturas, con numerosas torres construidas en forma de capullos de loto. Aquellas tierras eran un paraíso, tan fértiles que podían proporcionar cuatro cosechas al año, y cercanas al lago Tonle Sap, con gran cantidad de peces. La selva, con abundante teca, era una fábrica inagotable de materiales de construcción. Era una sociedad llena de hombre laboriosos, conscientes de su realidad, que buscaban hablar con su señor de la única forma que sabían, alzando sus construcciones en un espacio de más de casi 100 kilómetros cuadrados. Sus ojos, cansados, aturdidos, contemplaban los animales pacer alegremente mientras su dolor se reproducía exponencialmente. Recordó a Job210: Mira al hipopótamo, creado por mí, como lo fuiste tú, 210 Job 40, 10 – 18. 277 que se apaciente de hierba, como el buey. Mírale; su fuerza está en sus lomos, y su vigor en los músculos del vientre. Endereza su cola como un cedro, los nervios de sus costillas se entrelazan. Sus huesos son como tubos de bronce, sus costillas como palancas de hierro. Es obra maestra de Dios, hecho para rey de sus compañeros. Los montes le ofrecen sus tributos, mientras allí retozan todas las bestias del campo. Échale debajo de los lotos, en medio de los juncos del pantano; los arbustos de la orilla le dan sombra, le rodean las mimbreras del torrente. Crezca el río, él no se espanta, está seguro, aunque le llegue un Jordán al hocico. Al fin Yehudá llegó a una pequeña isla, que los habitantes de islas cercanas llamaban Nika, y que se encontraba completamente desierta. Un pequeño riachuelo ubicado en el centro de la misma apenas cubría las necesidades de agua de un hombre, pero Yehudá conocía a la perfección las formas de extraer agua potable del mar. El alimento estaba también cubierto por los frutos de los árboles que proliferaban en la zona, y por la abundante pesca de las aguas de aquel hermoso mar, azul de azules, fuente de vida y esperanza por encima de cualquier pensamiento o de cualquier modo de vida. Yehudá sabía que su fuerza no se apagaba, que seguía latente, dentro de su pecho, porque había aceptado ser lo que era, y esa aceptación le debía llevar a considerarse un eterno caminante en busca de una perfección apenas existente. 278 No había olvidado su amor, no había olvidado los besos del desprecio cuando le quitaban, por tercera vez, aquello que deseaba, que anhelaba. Todas ellas habían sido arrebatadas por un destino absolutamente macabro, un destino que Yehudá no podía entender, que no quería entender, porque aceptarlo suponía aceptar que nada podía cambiar dentro del hombre. Amaba a sus esposas muertas como nadie había amado nunca a una mujer. Sentía por ellas un destructor deseo, una pasión insana. Esperaba ser feliz, pero no quería serlo sin las dos mujeres que habían cambiado su vida, sin aquellos dos seres que fueron capaces de concebir un mundo junto con él. Mientras, el año 1348 pasó a los anales de la historia por ser el año de la Gran Mortandad, la Gran Peste que asoló Europa. La enfermedad suponía la destrucción casi absoluta de todo signo de vida en el lugar donde se asentaba. Regalada por Yehudá a todos aquellos que le habían llevado a la desesperación, en ningún momento distinguió inocentes de culpables, buenos de malos, honrados de despreciables. La gente perdió el poco equilibrio que tenía. Estaban indefensos ante una muerte prácticamente segura. Derrumbados, medio locos ante el temor a una muerte atroz, irremediable y horrible. La Peste fue un cataclismo. Occidente parecía haberse desembarazado del bacilo de Yersin, confinado desde entonces a las estepas asiáticas. El contagio comenzó en Caffa, entonces asediada por los mongoles, Las hijas de Yehudá extendieron su terrible regalo entre los asediadores, lo que principió el cataclismo. Los mongoles tenían el buen gusto de catapultar por encima de las murallas los cadáveres de los apestados, como una forma de debilitar a los asediados. Posteriormente, las naves Genovesas vehicularon la enfermedad hasta Palermo, Génova y Marsella en 279 otoño de 1347. En la primavera siguiente la epidemia se propagó por todos los itinerarios mercantiles, alcanzando toda Europa de una forma sistemática, dado que las enfermedades no tienen sentimientos, no tienen capacidad de agotamiento, solo sirve para extenderse y devorar. En mayo de 1348 llegó a Barcelona y a Valencia, e hizo aparición el Almería en junio. La virulencia, la gran mortandad, la wabä´, se declaró en el pueblo de alJawäm en el extremo oriental de la provincia de Almería, y se había propagado con rapidez en los núcleos de población de los alrededores, que vivían una vida miserable y en los que se hacinaban indigentes y mendigos de todo tipo, provocando graves problemas de salubridad. Al final llegó a Granada, donde Jasmina, ya anciana, sufrió las consecuencias del poder de Yehudá, aunque éste jamás supo que su deseo había llevado la muerte a su primera amada. La epidemia se presentaba bajo dos formas, la peste bubónica y la peste neumónica, ambas formas igualmente mortíferas, destructoras. La gente enfermaba por dos o tres días y morían rápidamente. Las purgas y las sangrías que recomendaban los médicos no tenía ningún efecto sobre el azote de la muerte, y la población estaba completamente desarmada, sólo se podía huir, o, mejor dicho, sólo se podía intentar huir, porque la epidemia seguía al hombre allí donde él se dirigiera. Los muertos inundaban las calles, el miedo de los vivos hacía que la lucha por la existencia fuera mucho más enconada. Todos los odios y los horrores se desataron en esos momentos. Las minorías eran acusadas de entregar al resto de los hombres a la muerte, por lo que eran perseguidos hasta su total destrucción. Se vieron los signos, pues vinieron los días en los que un gran terror alcanzó a todos los que habitaban la tierra. El dominio de la verdad se vio ocultado y la tierra de la fe se volvió estéril. La injusticia se multiplicó por toda la tierra, que ahora se ha convertido en un desierto. 280 Odio, rencor, desprecio, desolación. Nada ni nadie parecía estar a salvo de las garras de la terrible enfermedad que dominaba el mundo de una forma indiscutible e indiscutida. Ni siquiera la religión parecía tener respuesta ante la venida de la muerte, pues el miedo se apoderaba tanto de seglares como de religiosos. Conscientes del final que se avecinaba, muchos se entregaban a los mayores excesos, sexo, violencia, destrucción. Otros, en cambio, se flagelaban en penitencia por el mundo, del que pensaban que se acercaba el fin. Todos estaban desorientados, perdidos en el mar del miedo y de la ignorancia, sin saber que actitud tomar respecto a una situación que les desbordaba completamente. Nadie quería morir sin confesión, pero muchos sacerdotes no querían oír hablar de acercarse a un apestado. Eso provocó no pocos asesinatos, dado que el que moría sin arrepentirse de sus pecados acababa en el infierno de forma fulminante, destruyendo la esperanza del hombre moribundo y cargándole de dolores aún más grandes que los físicos. Insignes médicos se enfrentaban a la muerte todos los días buscando una cura inexistente, una salida para acabar con el misterioso poder que desgarraba las entrañas de una sociedad que se extinguía sin ninguna solución, porque la luz agonizaba en cada esquina, dando un halo aún más misterioso al fin de los días. Murió un tercio del mundo. En sitios cerrados como los monasterios y las cárceles, la infección de una persona conllevaba la de las restantes, tal como sucedió en los monasterios de Carcasona o Marsella; en Montpellier solo se salvaron siete. En Siena, donde murió la mitad de la población, se abandonó la construcción de la catedral. Magistrados y notarios se negaron a extender los testamentos de los moribundos; los sacerdotes no acudían a oír en confesión. En los campos los campesinos caían muertos en los caminos, en sus tierras de labor o 281 en sus casas. Los supervivientes, viviendo en la apatía, no segaban las mieses maduras ni atendían el ganado, no se sembraba cuando llegaba la primavera, con lo que nadie tenía alimento para subsistir, por lo que los que no morían por la peste morían por el hambre. Cuando llegó la plaga, los enfermos fueron tratados de muy distintos modos, extrayendo la infección del cuerpo con sangrías, laxantes o enemas, sajando los bubones o quemándolos, aplicando cataplasmas calien-tes. Todos los remedios no servían de nada, la muerte llamaba a todas las puertas. Los barrenderos y carreteros que portaban los cadáveres también fueron víctimas de la epidemia. Sin limpieza en las calles la porquería comenzó a dominar todas las ciudades y la infección aumentó. Como las defunciones frenaron la producción de alimentos, las mercancías escasearon y los precios subieron. Para el pueblo la causa de la muerte estaba clara, la ira divina. Los intentos de aplacar la cólera de Dios adoptaron diversas formas. Algunas ciudades ordenaron que cesaran aquellas actividades que pudieran encolerizarlo, tales como la bebida, el juego o la prostitución; en otras se realizaban diariamente procesiones penitenciales, algunas de las cuales llegaban a durar tres días, algo que contribuyó a extender la plaga. Un predicador errante, un hombre creado por su tiempo, lanzó sus inflamables palabras a todo el que quisiera escucharlas, convirtiendo el mundo en un enorme dolor. En sus palabras se escondía el odio, pero los hombres sólo eran capaces de sentir odio. El hombre dijo: –El profeta lo había dicho, pero no escuchamos, porque el pecado está en nuestro espíritu, y vi como salía del mar una bestia, que tenía diez cuernos y siete cabezas. Era la bestia que yo vi semejante a una pantera, y sus pies eran como de oso, y su boca como la boca de un león. Diole el dragón su poder, su trono y una autoridad muy grande, y toda la tierra adoró al dragón, porque había dado el poder a la bestia, y adoraron a la bestia, 282 diciendo ¿quién como la bestia? ¿quién podrá guerrear con ella? Diosele asimismo una boca, que profiere palabras llenas de arrogancia y de blasfemia. Abrió su boca en blasfemias contra Dios, blasfemando de su nombre y de su tabernáculo, de los que moran en el cielo. Fuele otorgado hacer la guerra a los santos y vencerlos. Y le fue concedida autoridad sobre toda tribu y pueblo y lengua y nación. La adoraron todos los moradores de la tierra, cuyo nombre no está escrito, desde el principio del mundo, en el libro de la vida del Cordero degollado211. <<Porque debéis saber que el mal está en nuestros corazones, que somos hijos del Señor de las Tinieblas, y que nos hemos apartado de lo que es justo, por eso ahora somos castigados por nuestro Señor, Yavé, pues no somos merecedores de salvar nuestra alma. Siglos enteros ha esperado nuestro Dios, en un suspiro, a que los justos dominaran la tierra, pero los justos han desaparecido>>. <<Ahora la muerte viene, somos nosotros los que estamos en peligro, porque el profeta dijo: “vi a los muertos, grandes y pequeños, que estaban delante del trono, y fueron abiertos los libros, y fue abierto otro libro, que es el libro de la vida. Fueron juzgados los muertos según sus obras, según las obras que estaban escritas en los libros. Entregó el mar los muertos que tenía en su seno, y asimismo la muerte y el infierno entregaron los que tenían, y fueron juzgados cada uno según sus obras. La muerte y el infierno fueron arrojados al estanque de fuego; ésta es la segunda muerte, el estanque de fuego, y todo el que no fue hallado escrito en el libro de la vida fue arrojado al estanque de fuego212>> <<Vamos a ser juzgados por nuestros pecados, y estamos condenados de antemano, porque no hemos 211 Apocalipsis 13,1-8. 212 Apocalipsis 20,12-15. 283 sabido cumplir los mandatos de Dios. Por todas partes pululan pecadores que se sienten orgullosos de su pecado. Las prostitutas, hijas de la Gran Babilonia, ejercen su vil profesión a los ojos de todos, tentando incluso a nuestros propios hijos; muchos sacerdotes han abandonado el celibato, entregándose a la concupiscencia y a la simonía; los judíos pueblan nuestras ciudades y envenenan nuestros pozos, pues son los asesinos de nuestro Señor>>. <<Mientras todo esto sucede, que hacen los hombres de bien, callan, otorgan, disfrutan de la tranquila vida del que piensa que el bien sólo es un concepto, que sólo debe orar a su Dios y entregarse luego al placer. ¡Hermanos míos!, ahora vemos que el juicio se acerca, y lo que hemos hecho no es suficiente. Estamos todos condenados>>. <<La senda de los justos es recta, derecho el camino que tú abres al justo. Nosotros te esperamos en el sendero de tus juicios, ¡oh Yavé! Tu nombre, tu memoria, es el deseo de mi alma. Deséate mi alma por las noches, y mi espíritu te busca dentro de mí, pues cuando aparezcan sobre la tierra tus juicios, aprenderán los hombres la justicia213>>. <<Queridos hermanos, todos hemos pecado alguna vez, pero debemos arrepentirnos ahora, debemos actuar, seguir por la senda de los justos, comprometernos con la palabra del Señor, pues esa es la única manera de salvar el alma, dado que el cuerpo está condenado ya a la muerte>>. <<No lo estáis viendo, aún desconfiáis. El profeta dijo: “los que fueron inteligentes brillarán con esplendor en el cielo, y los que enseñaron la justicia a la muchedumbre resplandecerán por siempre, eternamente, como estrellas”214. Somos seres creados a imagen y semejanza 213 Isaías 26,7-10. 214 Daniel 12,3. 284 de Dios, por eso debemos seguir sus postulados, sus mandatos son los mandatos que deben imperar en nuestra alma>>. <<Yavé, tú eres mi Dios; yo te ensalzare y alabaré tu nombre, porque has cumplido designios maravillosos, de mucho ha verdaderos con verdad. Porque hiciste de la ciudad un montón de piedras; de la ciudad fuerte una ruina. Ya la ciudadela de los impíos no es ciudad, y no será jamás reedificada215>> <<Así pues, está escrito: “se hundirá la tierra, perecerá cuanto hay en ella, y tendrá lugar el juicio universal, incluso de los justos todos. A los justos, sin embargo, dará paz Dios, custodiará a los elegidos y habrá misericordia para ellos; serán todos de Dios, triunfarán, serán benditos y brillará para ellos la luz divina”216>>. <<Hemos dejado que los impíos vivan junto con nosotros, que coman nuestra comida, se acerquen a nuestras mujeres, toquen a nuestros hijos. El fin está cerca ¿Qué otra cosa claman las inclemencias del cielo, las tormentas, los granizos, el hambre de los pueblos, el mal que nos aqueja a todos? Los templos de Cristo han sido privados del sacrificio, los Santos Lugares destruidos por los seguidores del maligno>>. <<Mientras los asesinos de nuestro Señor convivan entre nuestra gente, mientras ellos sean los que controlan nuestra vida, Dios sólo nos enviará destrucción y caos, porque somos cobardes a sus ojos. Ellos, los impíos que acabaron con la vida de Cristo, deben pagar en la tierra y en el Cielo, pero dejamos que sigan oponiéndose a nuestro Señor, protegemos sus bienes, que mancillan la Sagrada Palabra, dejamos que entren en nuestras vidas>>. 215 Isaías 25,1-2. 216 Enoc 1,3. 285 <<Nuestro Señor está muy descontento con nosotros. Antes del juicio debemos convertir el mundo en un lugar donde impere la verdadera fe, so pena de acabar en el fuego eterno junto con los muchos infieles que pueblan esta tierra de perdición y dolor. La venganza de los justos ante el rencor de los blasfemos y mentirosos es obligada en estos momentos, porque somos la mano de Dios>>. Continuó el hombre su prédica, incendiando los corazones de odio y rencor, porque eso era lo único que podía haber en el hombre. El miedo a la cólera divina dominaba todo y a todos. Ese miedo, alimentado por los sermones que asociaban sin cesar el pecado al castigo de la muerte, llevaba a la gente a un lugar sin retorno, cargando de pesimismo el pensamiento de todos, llevando a todos al convencimiento de que todo iría de mal en peor. El hombre era frágil, y se encontraba encerrado en su condición de gran pecador. Se oyó entonces a San Malaquías217: “Porque ved que viene el día, ardiente como horno, y serán entonces los soberbios y los obradores de la maldad la paja y el día que viene la prenderá fuego, dice Yavé. Mas para vosotros, los que teméis mi nombre, se alzará un sol de justicia, que traerá en sus alas la salud, y saldréis y saltaréis como terneros que salen del establo”. Descalzos, vestidos con cilicios, llorando o rezando, portando reliquias, los penitentes desfilaban por las calles mientras imploraban la ayuda de todos los santos. Aparecieron también los flagelantes. En tropeles de doscientos o trescientos, precedidos de grandes cruces, iban de ciudad en ciudad desnudos de cintura para arriba, azotándose con látigos de cuero rematados con puntas de hierro, hasta que acababan sangrando. Miles de predicadores acudieron a Isaías, pues él había dicho: “he aquí que Yavé devasta la tierra, la asola 217 Malaquías 4, 1-2. 286 y transforma su superficie y dispersa sus habitantes”218, “y será del pueblo como del sacerdote, del siervo como del amo, de la criada como de la señora, del que compra como del que vende, del que presta como del que toma prestado, del acreedor como del deudor”219, o “la tierra está desolada, marchita; el mundo perece, languidece, perece el cielo como la tierra”220. Era el fin, al menos ese era el pensamiento general. Sólo los justos se salvarían, por eso todo el mundo comenzó a buscar en su interior donde estaba ubicado el mal en el mundo, porque era el mal lo que se debía erradicar si se quería la salvación final, algo que todos pensaban tener derecho. Proliferaban los consejos de todo tipo. En un pueblo perdido de Francia un predicador medio loco dijo: “Revivirán tus muertos, resucitarán sus cadáveres. Alzaos y cantad los que yacéis en el polvo, pues tu rocío es rocío de luz, y renacerán las sombras del seno de la tierra. Anda, pueblo mío, entre en tu casa y cierra las puertas tras de ti; ocultate un poco, mientras pasa la cólera”221. Al final la hostilidad se manifestó contra los judíos, acusados de haber envenenado los pozos con la intención de destruir la cristiandad y dominar el mundo. Se les sacaba de sus hogares forzadamente, se les arrojaba a las hogueras, donde perecían entre grandes y enormes sufrimientos. Se pretendió que la muerte negra fue conjurada por los judíos, que habían envenenado todas las fuentes 218 Isaías 24, 1. 219 Isaías 24,2. 220 Isaías 24,3. 221 Isaías 26, 19-21. 287 públicas y todos los manantiales para exterminar a los cristianos. En Saboya se consiguió la primera prueba verídica. El duque Amadeo ordenó que se detuviera a algunos judíos sobre los que recaían sospechas de envenenamiento y que se les encarcelara en la fortaleza de Chillon, junto al lago de Ginebra. Allí fueron torturados hasta que dos de ellos, el cirujano Balavigny y Aquet, medio locos de dolor, hicieron su confesión. En ella daban los datos más absurdos: hablaban de una conjura de los judíos con el rey moro de Granada para exterminar a toda la cristiandad, de venenos obtenidos de serpientes desecadas, escorpiones, carne humana, de hostias consagradas y corazones de cristianos. Esto fue suficiente. Los secretarios escribieron las confesiones y las confirmaron oficialmente. En el mes de septiembre, en toda Saboya resplandecieron las hogueras en las que los judíos fueron quemados en masa. El rumor de la culpabilidad probada de los judíos se extendió por toda Suiza. Las terribles y abominables escenas se repitieron. Berna pidió a Saboya las actas judiciales; luego los sospechosos fueron puestos a la rueda y echados a las hogueras. En Zurich, en Winterthur y en Sto Gallen, los judíos se vieron sometidos a la muerte por el fuego, al bautizo o al destierro. Contra la voluntad del Concejo Municipal de Basilea, la muchedumbre incendió una casa de madera situada en una isla del Rin en la que se habían protegido los judíos el 9 de enero de 1349. Muerte, destrucción, dolor, todo estaba allí, convirtiendo cualquier acción en la acción desencadenadora de la muerte, pues la muerte negra, la gran peste, no perdonaba a nadie, y los hombres se encargaban de extender el odio con sus manos desnudas, manchadas de la sangre de los inocentes. El odio era el rey, ningún Dios se atrevía a aparecer en el mundo y poner paz, porque un Dios había generado, aunque la gente no lo sabía, la muerte misma, un Dios de venganza, de destrucción, un Dios que había 288 sido ofendido por los simples mortales que intentaban ponerse a su altura. El representante del Dios de los cristianos en aquellos momentos, el Papa Clemente, trató de refrenar la histeria antijudía con la bula de 1348, en la que se afirmaba que los cristianos que imputaban la pestilencia a los judíos habían sido seducidos por el Diablo, estimando que la acusación de envenenar los pozos era una cosa espantosa. El Papa señaló que por un misterioso decreto de Dios la plaga afligía a todos los pueblos, incluido el judío; que azotaba sitios donde los judíos no vivían, y que, al final eran tan víctimas como el resto de los mortales. Las cosas fueron desarrollándose de forma normal, el débil acababa sojuzgado, pisoteado por el fuerte, por el que tenía el poder, y los judíos no tenían el poder. Mucho después, en 1361, los bulbos negros reaparecieron en Francia e Inglaterra causando una grandísima cantidad de fallecimientos rápidos. Esta mortandad se cebó principalmente en los niños, el colectivo más débil de la población, y que carecían de la inmunidad que había generado la plaga anterior. Las esclavas de Yehudá, pulgas portadoras de la muerte y ratas transportadoras de las pulgas, convenientemente aleccionadas por el instinto de especie y la fuerza del condicionamiento que él había impuesto a sus antecesores, seguían dominando la situación, regalando destrucción a todos los seres humanos, sin distinción, siguiendo las órdenes del hombre que había creado el mal. Así, la verdadera muerte no era la peste en sí misma, sino su carácter endémico. Si el ataque hubiera sido solamente puntual el efecto sobre la población hubiera sido limitado, pero la muerte negra dominaba a los hombres y reaparecía, una y otra vez, desquiciando a los supervivientes. No obstante, la peste no fue la única plaga, sarampión, fiebre tifoidea, tuberculosis, tifus o viruela fueron 289 otros azotes que acababan con el universo de los hombres de una forma agotadoramente concienzuda, casi diabólica, porque el mal estaba en los hombres, y los hombres no sabían como atajar la destrucción de su propia vida, de su maligno interior, tan oscuro, tan poderoso. Los desastres no se quedaron solamente en Occidente. Yehudá creó desastres naturales sin parangón en todo el territorio del emperador de Pekín. Éste, desconocedor de la naturaleza humana, subió los impuestos, lo que provocó una rebelión. Los turbantes Rojos, guiados por un monje budista, tomaron Nanjing en 1.356 y doce años más tarde expulsaron a los mongoles de Pekín222. Un día cualquiera, no importa el momento, Yehudá recibió una visita. Era Balamoni-Parvati, vestida completamente de rojo, cubierta de un ligero velo de seda roja, una falda de grandes vuelos, también de seda roja, y un pequeño cuerpo de tela que mostraba más que cubría el pecho. Estaba especialmente hermosa. Él se quedó mirando su cuerpo, perfecto en todo punto. Sonriendo ella comenzó a bailar para él. Movía su cintura con un ritmo acompasado, sacudiendo sus manos como las hojas de un árbol mecido por el viento. Luego cogió su velo y lo agitó cual llama de un fuego eterno, atrayendo una música mística y extraña, que surgía de dentro. 222 En ese momento es estableció la dinastía Ming. 290 Su negro pelo brillaba de pasión, sus ojos iluminaban la playa, aumentando el calor del lugar, ya de por sí bastante cuantioso. El sexo, después de tanto tiempo, con una diosa, era experiencia inimaginable, sobre todo cuando la relación se producía con otro dios, un poderoso dios de muerte. Perfectas posturas, perfectos abrazos, todo se convertía en perfección cuando aquellos dos pequeños colosos se unieron para convertir su existencia en algo mucho más agradable, para comprenderse un poco mejor. Después de días, semanas de placer, la Diosa, Balamoni-Parvati, le habló: –Menudo problema has generado con tus pequeños asuras. Deberías haber sido un poco menos vistoso. –Ellos se lo merecían, habían acabado con todo lo que yo deseaba. –Ya, pero has creado una forma de actuar demasiado radical. Te llaman Deus Irae. Eres el más peligroso de entre nosotros, por eso me han enviado, aunque yo hubiera venido de todas formas, porque eres el Dios más poderoso que existe. –¿Por qué tendría que cambiar?, ellos no se lo merecen, y me han robado lo más importante, además de matar a una diosa. –¿Apsara?, cariño, ella nunca hubiera sido una Diosa, tal vez la madre de poderosos seres y de Dioses, pero sólo era una ninfa celestial, como su propio nombre indica. Me gustaría que me hicieras un pequeño favor – ella comenzó a acariciar el fuerte pelo de Yehudá, que parecía haber rejuvenecido con el paso del tiempo – acaba con tu venganza Yama. –Amiga mía, eso no me resulta posible, no quiero tener piedad de aquellos que nunca han tenido piedad, pues ellos mismos se han impuesto el talión como regla. Ahora soy diferente, sigo el Tao, si con rectitud se gobierna un Estado, con la táctica se manda un ejercito, con no hacer nada, wu wei, se conquista el mundo. 291 << Además, está escrito que existirá un infierno en la tierra, una tierra de miseria y de tinieblas, de la Sombra y de la Muerte y del desorden, donde la claridad parece noche oscura223.>> Aquella conversación se desarrollaba de una forma tan educada y cariñosa que no parecía real. Estaban decidiendo sobre la vida humana, sobre la posible desaparición de todo género de vida sobre la faz de la tierra, algo terroríficamente complejo y peligroso para los seres humanos normales. –Nada violento es durable –dijo con un mohín Balamoni-Parvati– un huracán no dura toda una mañana. Una lluvia torrencial no dura todo un día. –Mujer –dijo Yehudá con falso tono de enfado– no utilices el Tao conmigo. Yo mismo he comprendido lo que significa, y no es más que un camino hacia el lugar mismo donde yo he llegado. La destrucción, cuando es necesaria, supone una respuesta adecuada, sobre todo cuando se deja actuar a otros seres completamente comprometidos con la verdad y con la razón, con el destino de esos hombres que pretendían acabar con la Santidad del mundo a base de matarse entre ellos y matarnos a nosotros. <<Has de saber que mi actuación se realizó simplemente para cortar demasías, de podar lo que sobra, y en el mundo sobran esos seres despreciables que pretenden colocarse por encima de nosotros, por encima de lo que podemos y queremos hacer, aunque dejemos que el mundo se rija por su propio camino>>. <<Además, es el fin de las fatigas y el principio del descanso para la inmensa mayoría de esos desgraciados a los que vosotros no parecéis tener en mucho aprecio, porque de otra forma hubieras ayudado a los hambrientos que he estado contemplando durante mi largo e infructuoso viaje>>. 223 Job 10.22. 292 <<El amor y la ira están mutuamente imbricados en toda criatura, y el hombre tiene ambos centros en sí. ¿Puedo yo desoír mi propio centro? Creo que necesitas comprender que mi trabajo de asesino de asesinos no es más que un mal necesario para que los hombres comprendan que su función no es matar sino sobrevivir>>. <<Es más, creo que el hombre no debe sobrevivir, que el hombre que no es capaz de conocer su propio dios interior debe perecer, porque es un ser deforme, sin destino y sin final, condenado a vagar por el mundo de los muertos esperando que alguien le descubra la eterna verdad que está ante sus ojos>>. –Eres injusto con nosotros, no podemos permitir que el mundo se sustente sólo en nuestra existencia, en nuestra creencia. Nuestra obligación es dejar que ellos mismos se impulsen hasta su salvación, pero procurando ayudar sin ser un obstáculo. <<Amor mío –continuó Balamoni-Parvati acariciando el pelo del hombre que hasta esos momentos le había hecho gozar– no debes dejar que todo acabe, entre ellos puede haber muchos de nosotros, y tu poder te permite realizar casi cualquier cosa, incluso resucitar a Anna o a Apsara si lo desearas>>. <<Ahora has alcanzado la perfección, por lo que eres hombre y mujer al mismo tiempo, pudiendo parir virginalmente a voluntad, atravesar piedras y árboles, crear vidas inimaginables, eres el rey entre los pocos reyes que han alcanzado tu nivel de comprensión, pero no quieres acabar con el odio, lo necesitas para respirar, y eso no te conviene>>. <<Ellos son simples mortales que están aquí porque intentan comprender el movimiento de la tierra y el destino del mundo, algo que tú has comprendido hace largo tiempo, no les condenes más de lo debido, déjales que tengan, al menos, una oportunidad, porque el poder ejercido de forma desmedida no es bueno para nadie>>. En esos instantes Yehudá comprendió que dentro de sí mismo existía el poder de crear y destruir, de con- 293 cebir una nueva y maravillosa vida con sus dos esposas o dejar de lado el amor hacia los mortales, pero que siempre se había negado a aceptarlo porque, en el fondo, deseaba la destrucción de aquellos que no habían sabido responder a sus deseos antes de descubrir todo su poder. Balamoni-Parvati comprendió que había nacido una nueva conciencia del poder en aquel Dios todopoderoso, aquel Dios de la Muerte y de la Ira, por lo que le dejó pensar mientras ella acariciaba su miembro con su oscuro pelo, fruto de su propio deseo de belleza, pues sus formas eran inimaginables. Su Yehudá era ahora un Dios-Abismo, un arma perfecta de matar o de morir, de crear aquello que deseara o dejar de crear lo que en el mundo no podría tener cabida. La fuerza del, hasta hacía unos instantes hombre, era terrorífica, y Balamoni-Parvati temió que aquello se les escapaba de las manos. Yehudá, con un inmenso poder sobre sus hombros, supo lo que pensaba Balamoni-Parvati, y también lo que pensaban todos los hombres, y todos los dioses, y todas las criaturas vivas que había sobre la tierra, debajo de la tierra, por encima de la tierra y en el mar. También vio a su hija, la Muerte, sonriendo mientras besaba la boca de los tristes mortales. Aquello iba más allá de todo lo que había pensado. Deseaba escapar de su propia condición, pero no quería perder lo que ahora tenía, lo que siempre había deseado, el poder sobre la vida y la muerte. Balamoni-Parvati habló en esos momentos. –Tú eres el que concede la vida y el que otorga la muerte. Ninguno de nosotros podemos evitar que extiendas tu poder por el mundo, pero necesitamos que juzgues a los hombres antes de acabar con ellos indiscriminadamente, porque el Se´ol se está llenando de almas esperando tu juicio. –Amada –dijo Yehudá con una sonrisa de complacencia– tal vez digas la verdad. Voy a pedir a mi hija la 294 Muerte que cese en su empeño de acabar con la Humanidad. No obstante, estimo que el castigo debe continuar, por lo que el azote de la peste se mantendrá, aunque con menor virulencia, pues ellos han mancillado Mi Nombre. Balamoni-Parvati se estremeció al comprender que Yehudá había asumido su poder en toda su plenitud, convirtiendo a un igual entre iguales en un Señor de Reyes. Ella temía a su nuevo Amo, aunque le deseaba y sentía que necesitaba compartir con él el futuro del mundo. En el corazón de la mujer el miedo a comprender el destino último que pretendía aquel nuevo Señor del Caos luchaba con la atracción por el poder absoluto. –Ve a anunciar mi decisión a los otros –dijo Yehudá con una voz imperativamente amable– aunque creo que ya lo saben. Después aguarda dos años mortales y vuelve conmigo. Pide disculpas a tu antiguo esposo, él sabe que le amo, pero quiero tenerte a mi lado para repoblar el mundo superior de seres como nosotros, y eso no lo puede hacer nadie sino yo. Balamoni-Parvati partió en esos momentos, no discutió la orden, sabía que ahora no había nada que pudiera discutirse con el Dios. El hombre salvó parte de su existencia, no en vano el Dios había sido hombre. Yehudá dedicó todo el tiempo hasta la vuelta de Balamoni-Parvati, su nueva esposa, a la que bautizaría como Annsara para recordar su anterior mundo, a pensar en el destino que le esperaba. No había pretendido ser lo que era, pero lo era, se había convertido en algo superior a lo que buscaba. Tal vez ese sea el destino de algunos hombres, alcanzar metas que ni siquiera consideran alcanzables. En un momento dado, Yehudá pensó en el libro que le habían entregado hacía mucho tiempo. Esa era la fuente de todo su poder, aunque lo había dejado de lado en Venecia, en otra vida diferente a la suya. 295 Pensó en el libro, pero ya no lo sentía, era como si, cumplida la misión, el espíritu mismo de la obra se hubiera extinguido para él. Aquello no le importó, tenía toda la eternidad en sus manos. El camino que había seguido le alejó de la humanidad, pero seguía siendo algo humano, por eso dedicó los dos años que se había dado a apagar la humanidad misma de su alma, para acceder a la luz distinta del Dios. Faltando dos días para el reencuentro con Balamoni-Parvati, Annsara, al final pudo extinguir al hombre, que luchó por mantener su propia existencia. Fue en esos momentos cuando el Dios tomo forma; fue en esos momentos cuando el cuerpo pereció, para dejar el espíritu en un cuerpo supremo que compartiría con su nueva esposa los mundos de los hombres y de los cielos. El Dios sabía que debía abandonar su cuerpo tarde o temprano, porque ese era el destino último del Dios, pero él tenía el poder de hacer lo que se le antojara, por lo que decidió permanecer mil vidas en aquellas tierras, para, al final, acabar lo que había empezado. 296