El campesino gallego

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El campesino gallego*
por Prudencio Rovira
Prólogo por Eugenio Montero Ríos
PRÓLOGO
En este libro de pocas páginas se examinan problemas muy interesantes. Entre ellos, el que se relaciona con la situación de la propiedad
territorial gallega, es de aquéllos sobre los cuales no puede pasar de
largo la mirada de un hombre de gobierno. Está bien esbozado por el
autor el cuadro de aquella tierra pulverizada en su parcelación hasta
lo inverosímil y tiranizada en su posesión hasta lo increíble.
Examinadas las causas históricas que han dado origen a semejante
estado de cosas, maravilla que la ola del tiempo, como la del mar,
triunfadora de los obstáculos más tenaces, haya dejado subsistentes
vestigios de una constitución social reñida con el espíritu de los tiempos nuevos, con las orientaciones jurídicas de las naciones más adelantadas, y sobre todo con aquellos principios de equidad inmutable
que regulan la vida de los pueblos felices. Suena a sarcasmo la palabra libertad en Galicia, cuando el ciudadano, ungido con la esencia
de prerrogativa tan noble, se ve,forzado a vivir sobre una tierra en
esclavitud. La obra revolucionaria ha quedado en aquella región
detenida; las cargas perpetuas siguen pesando sobre la propiedad
rústica, como si la desamortización y la desvinculación no hubiesen
realizado, bien que imperfectamente y a cambio de otras ventajas
perdidas, su misión de hacer de la tierra un instrumento flexible y
dócil para servir las necesidades del propietario o del agricultor.
Acierta el autor de este libro cuando afirma que, a pesar de la
gravedad del daño, el problema de los foros no crea en Galicia un
estado de opinión clamoroso y airado como los que por motivos de
menor entidad suelen suscitarse en nuestra sociedad perturbada.
Pero no es solución, como tengo dicho antes de ahora, el mantenimiento indefinido de lo existente. Las dos fracciones históricas del
dominio tienden a reconstituirse en unidad plena, y como es demencia pensar que esa reconstitución se haga en manos de los que no
pueden presentar más títulos a la posesión que veleidades de la fortuna o privilegios del linaje, es evidente que la tierra, con todos sus
derechos, será transferida al labriego, al que consume en fecundarla
su existencia, al que no la escatima ni amor ni cuidado. Labor de
buen gobierno será siempre facilitar la mudanza. A la vista de mal
tan grave no puede el Poder público permanecer indiferente. No lo
ha sido en ninguna de las naciones que se ha encontrado en caso
idéntico. Por mediación del Estado pudo Rusia consumar en pocos
años la redención de las tierras, complementaria de la de los pai* Se publicó originariamente en Madrid, 1904. Imprenta L. Aguado.
sanos o siervos, decretada por Alejandro II; por mediación del Estado realiza Inglaterra la gran transformación de la propiedad en
Irlanda.
En España no sería nueva la tentativa si ahora se quisiera imitar esos ejemplos. Quien esto escribe, tiempo ha que llevó la cuestión
al Parlamento, más por tranquilizar la propia conciencia, cumpliendo un deber de Gobierno, que por alentar la esperanza de un
éxito imposible, cuando, a la resistencia de los intereses creados, se
unía esa misma falta de opinión activa que hoy se advierte. Fórmula fácil para lograr el fin que se persigue sería la de que el Estado
mediara entre propietarios de hecho y de derecho, facilitando al
colono el importe de la redención de las cargas que hoy le abruman
y reintegrándose del desembolso con un recargo transitorio en la
contribución territorial, que desaparecería al extinguirse el anticipo. Procedimiento análogo han seguido con fortuna las naciones
que consiguieron eliminar de su contextura supervivencias de tiempos transcurridos para no volver...
Bueno es, por de pronto, que libros como el actual vayan despertando la opinión e interesándola en el tema, pues nada duradero y práctico podrá hacerse sin el concurso y el asentimiento de los
llamados a gozar de la mejora. De desear sería que ésta no se demorara largo tiempo; va en ello el porvenir de aquella región tan digna de mejor suerte, y el propio interés de la paz social, que no puede
considerarse afianzada cuando la justicia queda en secuestro para
los humildes.
I. GALICIA Y LOS CONFLICTOS AGRARIOS
Los conflictos agrarios se extienden en España con rapidez.
Periódicamente surge en las campiñas de Extremadura y
Andalucía el choque de intereses entre los propietarios y trabajadores de la tierra. La recolección se hace en buena parte
de aquellos cortijos y dehesas sin alegría y sin cantos. Esa
época bendita en que la mies sazonada ofrece al agricultor
el desquite de todo un año de desvelos y fatigas, llega sin
que ninguna señal de regocijo anuncie su aparición venturosa. Antes al contrario, dóblase en aquellos momentos la
zozobra. De chozo en chozo, de gañanía en gañanía, la
musa de la destrucción y del odio arrulla las horas de soledad y de miseria de braceros y peones con palabras de instigación al crimen. Por su parte, al propietario le desvela la
pesadilla de sus campos incendiados por la tea de la anarquía. Sólo bajo el amparo de los fusiles que distancian y
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contienen a muchedumbres torvas y famélicas, pueden ser
acarreadas las espigas al granero del hacendado epulón.
Cuando esto ocurre y de tal modo se evidencian los peligros
de un régimen que mantiene en discordia irreductible a
capitalistas y jornaleros, suelen volverse los ojos en busca de
remedio a aquellas regiones en que la explotación del
campo se practica en más feliz consorcio de iniciativas y
esfuerzos, en que lo tuyo y lo mío no se vindican en confabulaciones facinerosas, ni se aseguran con militares defensas; en que cada cual cultiva su huerto y ve florecer sin envidia ni enojo la heredad del vecino... Galicia suele ser incluida en el número de estas comarcas aparentemente dichosas.
A su organización agrícola se atribuye las virtudes de sus
naturalezas, la sencillez de sus costumbres, la densidad de
su población, lo extenso de su superficie cultivada... El
modo peculiar de sus antiguas terrateniencias es reconocido
como equitativa asociación del capital y del trabajo, recomendada por muchos economistas para la repoblación de
los territorios baldíos y el aprovechamiento de latifundios sin
roturar. Mas es el caso que, mientras se encomia la excelencia de la constitución rural de Galicia, sus hijos la abandonan para buscar en otros países medios de vida que no
encuentran en el propio; una horrible miseria aflige a los
que permanecen apegados al terruño; aldeas enteras se
declaran insolventes con el Fisco, y por todas partes apuntan señales de un malestar hondo. ¿En qué consiste la paradoja de ser Galicia, a un mismo tiempo, envidiada por feliz
y compadecida por desgraciada; de ser allí el suelo patrimonio de pobres y de ricos, y de arrastrar, no obstante, la familia campesina existencia tan miserable como en esas comarcas donde acaparan la tierra unos pocos, substrayéndola al
disfrute y aprovechamiento de los más? Con el propósito de
explicar este fenómeno he trazado las páginas que siguen.
No dicen nada nuevo a los conocedores del país: aspiran
sólo a popularizar, entre gentes que le sean de cualquier
modo extrañas, intimidades de un mundo labriego muy
digno de ser conocido para que sea en lo que vale estimado.
Ya comprendo que estudio de esta clase excluye todo
arrebato lírico y toda pompa retórica: estadísticas concienzudas, informaciones detalladas, cifras exactas, razonamientos sobrios, son los elementos de más valor en semejantes
empresas. Bien que mal, me había pertrechado de estos
materiales para mí modesto trabajo; mas, al desarrollar el
tema, estorbóme aquel acopio. Desbordaba el elemento
afectivo y pintoresco del asunto del cauce que le ofrecía el
casillero de una estadística. Las penalidades de la mujer
gallega no quedan descritas con sólo decir que hay tantos o
cuantos miles de ellas dedicadas a las labores del campo; los
estragos de la emigración no se evidencian con apuntar la
cifra de los campesinos que embarcan en cada puerto; la
miseria y el hambre de las aldeas no se conocen por la simple inspección de unas cifras que representen el número de
fincas embargadas por la Hacienda, o la proporción entre
los artículos consumidos y el número de consumidores. La
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elocuencia de los números no la comprenden todos. Es una
elocuencia de gabinete, que al salir a la calle degenera en
charla abstrusa y tediosa.
Cuando una injusticia pide una protesta, un vicio un
reproche, una virtud un aplauso, ¡qué pobre, qué frío, qué
antipático resulta el signo aritmético empujado y aprisionado aquí y allá sobre el papel bajo la rotación del cuadradillo!
He ahorrado, por tanto, en este librejo las arideces numéricas que pudieran hacerle enfadoso; recojo, en cambio,
ésta es mi ilusión al menos, los ecos de la vida rústica tal
como llegaban a mí al escribir estas páginas en los campos
que rodean el hogar natal, sin idealizar paisajes, costumbres
y figuras en lo que tienen de bellos, ni fantasearlos tampoco más groseros en lo que tienen de repulsivos y prosaicos.
No es la mía obra de un sociólogo, sino modesta labor de
un periodista en vacaciones. Con ella, ya que no enseñanza,
brindo al lector apacible esparcimiento.
I I . E L PAÍS
Galicia es un don de los Pirineos cantábricos y del mar; a
éste debe la templanza de su clima, a aquéllos la base y
abrigo de sus tierras laborables. Al llegar la gran cordillera
a la región gallega, se encrespa y concentra en un macizo
de colosales alturas. Dominan este sistema los picos
Ancares, de 6.963 pies de altura el uno, de 7.570 el otro; y
de ambos se desprenden innumerables ramificaciones y
estribos, que forman las vertientes oceánica y cantábrica
del país de ocaso. Millares de cursos de agua se deslizan
entre las quebraduras de esta masa rocosa1. Regando valles
de celebrada belleza o serpenteando entre el abrupto laberinto de las encañadas, gran parte de estas venas fluviales
pierde su nombre y curso para engrosar treinta y dos ríos
de muy diversa importancia que rinden al mar el tributo de
su corriente. El Sil y el Miño son los príncipes de este opulento mundo de agua en constante vida y movimiento. Al
observar su curso en el mapa, al ver los innumerables
afluentes que los ensanchan, no puede menos de recordarse
la hermosa alegoría del Nilo, que el genio griego nos legara en mármol para eterna gloria de su arte... Pues aplicando
a los ríos de mi país la alegoría del misterioso río africano,
me figuro aquel coloso que, recostado entre lotos, ceñido
de espigas y apoyado en una esfinge, es rodeado por diversos rapazuelos, encarnación de sus afluentes, como un aldeano robusto, cercado de prole numerosa e inquieta, que
entre castaños y maizales, pámpanos y sauces, camina hacia
el mar, llenando la campiña con el eco de sus cantares quejumbrosos. Si se exceptúan el Miño, el Ulla en sus primeras leguas, y algún otro, los demás ríos gallegos no son
navegables. Bajo los muros de Túy, no lejos del Puente
Internacional, y frente a la plaza fronteriza de Valenca do
l Se
calculan en más de 3.000. Véase Galicia Médica, por D. Ramón Otero. N.
del A.
Miño, suele fondear una cañonera de nuestra marina militar. De allí en adelante sólo remontan el cauce, hasta
Caldelas y Salvatierra, algunas lanchas de vela, de fondo
plano, conductoras de mercaderías. El resto del río apenas
es surcado por algún botecito de pesca o por las barcas que
hacen el tránsito de orilla a orilla. Igual sucede con los
demás de la región. No pueden omitirse en estas indicaciones hidrográficas, además de los mencionados, los ríos
Tambre, Ézaro, Avia, Aroya, Jallas, Eume, Eo, Umia,
Ramallosa, Limia, Támega, Lérez y mil más, porque citarlos es nombrar las cuencas que fecundizan, los valles que
riegan; valles que, como los de Monterrey, Quiroga,
Valdeorras, Lemus, Miñor, Cerdedo, Salnés, Padrón,
Lorenzana y otros muchos, son el principal asiento de la
población labriega, y adonde se han de referir las observaciones que haga cuando entre a estudiar al aldeano en su
medio peculiarísimo.
De lo quebrado y descompuesto de la comarca pueden
formar idea los que no la conozcan, con sólo imaginar que,
desde las cumbres de los Ancares hasta el Océano, el terreno
salva un desnivel de dos mil metros próximamente2 en una
longitud de dos grados y medio.
Compréndese, por tanto, la violencia de sus contorsiones,
la brusquedad de sus repliegues, la abundancia de sus fragosidades para conseguir transformar los tajos y escarpas de aquellas cimas ingentes en los collados y vegas de la marina,
donde la naturaleza desarruga por completo el ceño de vejez
de sus soledades montañesas y muestra encantos y alegrías de
aldeana amorosa y joven, feliz y engalanada. Por todas partes
se notan vestigios de la lucha que precedió a semejante metamorfosis. Las rocas aparecen acuchilladas y hendidas, como si
un pueblo de gigantes hubiese en ellas probado el temple de
sus espadas mágicas. En otros puntos el granito se encuentra
arrugado, como almohadón de pluma que conservara indeleble la presión de unos dedos nerviosos. Todo ello forma mil
accidentes pintorescos: desfiladeros umbríos, mesetas plácidas, torrenteras coléricas, senos floridos que se escalonan y
enlazan hasta llegar insensiblemente a la ribera. Al Norte de
la región se adivina, por la estructura del terreno, que la energía inicial de la masa pétrea resistió en el período de formación las presiones que ramificaron hacia el Sur el núcleo principal de la cordillera. Hubo fugas victoriosas de la dinámica
plutónica en la dirección general de la cadena cantábrica. Son
resultado de ellas los promontorios que recortan la provincia
de la Coruña, y aun aquellos que en la de Pontevedra, cubiertos de vegetación, poblados de caseríos y accesibles en
muchos puntos por playas finísimas, contienen las famosas
Rías Bajas, Verdaderos edenes del Océano.
A la variedad de estos accidentes topográficos corresponde una gran variedad climatológica.
2
Altura del Pico de la Guiña, en los Ancares. Véase Memoria Geográfico-
España —dice el señor Llauradó— tiene un clima continental3.
La afirmación del notable ingeniero es aplicable concretamente a Galicia, que dentro de su área geográfica registra
condiciones atmosféricas similares a las de muchas regiones
de Europa. Hay pueblos en Lugo frecuentemente aislados
por la nieve, y otros en Pontevedra donde apenas se conoce
este meteoro. En Orense el termómetro suele marcar en
estío las mayores temperaturas, al paso que en lo demás de
la región abundan localidades en que casi no se sienten los
rigores de la canícula. En un mismo paisaje sorprenden al
espectador las plantas más antitéticas por su área geopónica.
El olivo es árbol característico de los cementerios gallegos.
En el mayor abandono desarrolla su copa recortada y brillante, como rústico dosel de las tumbas donde duermen,
los que fueron, su sueño de paz. A él hace alusión Rosalía
de Castro en unos versos que vivirán lo que duren en el
mundo el arte y el sentimiento.
O simiteiro de Adina,
N’hay duda qu’é encantador,
C’o seas olivos escaros
De vella recordazón...
Pues no es raro que para ir a uno de estos camposantos a
gozar esa poesía de la muerte que transciende a la vida en
obras de ingratitud y abandono: en lápidas borrosas, en cruces volcadas, en coronas deshechas, en el musgo y la hiedra
que siembra el olvido en los sepulcros: no es raro, digo, que
para sentaros al pie de estos árboles y oir entre sus ramas
cantar, mitad piadosos, mitad burlones, los ruiseñores,
hayáis tenido que subir un pinar bravo o cruzar un seto de
castaños o de robles, bajo un cielo gris acaso absorbido en
una niebla que cala hasta los huesos su vapor frío. La vecindad y coexistencia de vegetales característicos de zonas distintas indica desde luego que las condiciones del clima
septentrional están profundamente modificadas por agentes
climátiles diversos. De ellos, el más poderoso es el mar, cuya
influencia térmica se extiende a buena altura de la región
costera; los demás pueden reducirse a la distinta exposición
y declive de las tierras, y sobre todo a la humedad del ambiente. ¡La humedad! He aquí lo que uniforma el clima
gallego, lo que pone un sello característico a toda la región.
En Galicia llueve por término medio 177 días al año; los
aguaceros suelen comenzar poco después del equinocio de
otoño. —Raro es el año que trae enjuta la vendimia—. Con
ligeras bonanzas así se llega a Diciembre, época en que se
abren de veras las cataratas del cielo y con breves intermitencias continúan desbordadas hasta el mes de Abril.
Las horas del invierno en la ciudad van acompañadas del
golpeteo incesante del agua de los canalones sobre el pavimento de las calles; en el campo, de un fragor apagado, pro-
Agrícola sobre la provincia de Pontevedra, por D. Antonio de Valenzuela, premiada por la Academia de Ciencias en 1855. N. del A.
3 Véase
su conocida obra Aguas y Riegos en España. N. del A.
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ducido por la masa pluvial cayendo sobre las bóvedas de
ramaje, y descomponiéndose al resbalar por la tierra en mil
arroyos gemidores. En el recinto urbano, la humedad se traduce en grandes manchones obscuros que dan a la cantería
de los edificios aspecto llorón y triste; en los campos se
condensa en nieblas persistentes, en brétemas, como dicen
los campesinos, muy fluidas y transparentes en ocasiones,
en las cuales la luz produce cambiantes que multiplican
hasta los más remotos términos las tonalidades del paisaje,
dentro siempre de una gama fría y violácea. Gran parte del
año el campesino del noreste hace una vida cuasi anfibia.
Vive sobre la tierra, es cierto, respira el oxígeno del aire,
pero es una tierra tan empapada por la lluvia, un ambiente
tan saturado de agua, que parece constituir un término
medio entre el mundo puramente acuático y el terrestre, y
hace sospechar en los naturales del país modalidades fisiológicas singularísimas que les permitan vivir y prosperar en
condiciones tan extraordinarias. Esto da origen en la
indumentaria campesina a tres prendas típicas: la carocha o
caroza, capotón de paja de centeno o de junco, especie de
choza ambulante con que el aldeano arrostra los aguaceros
cuando se ve forzado a dejar las paredes de su casa; el
inmenso paraguas de lienzo colorado, mástil robusto,
mango y regatón de bronce, capaz de resistir victorioso
todas las ventiscas y todos los diluvios4, y los zuecos de
madera, rellenos de paja, de forma abarquillada, como
hechos para navegar por los caminos de la aldea, transformados en riachuelos con los chubascos invernales.
El labriego soporta con buen ánimo esta abundancia de
agua. La oye resbalar meses enteros sobre las tejas de su
pobre albergue, o la ve condensarse en nieblas sobre los
montes, e infiltrarse en vapor impalpable hasta las ropas de
su camastro. No se impacienta. Con aquella agua desciende a su hogar la cosecha de mañana, el bienestar futuro que
alivia con esperanza de mejora la estrechez presente. Sabe
que el terruño de que vive, empobrecido por largos años de
un laboreo incompleto y formado en buena parte de areniscas, necesita aquella superabundancia de agua del ciclo
para reponer su fecundidad precaria. No habría desgracia
comparable a la de ver, durante esos meses en que la naturaleza restaura sus fuerzas e incuba gérmenes de vida nueva,
flamear el sol sobre los valles centellear sobre el cristal de
los ríos y, limpios de nubes, sonreir en constante calma los
cielos. Eso sería el bello disfraz de una horrible miseria.
Como las tierras del Nilo, necesita la tierra gallega una
inundación periódica lleve a lo más hondo de sus entrañas
en fatiga los estímulos de la maternidad renovada.
Parece prodigio ver cómo el terreno absorbe el copioso
riego de las nubes. Pocas horas bastan para dejar la campiña en estado normal. El agua que no resbala por los decli-
ves para distribuirse en la red fluvial ya descrita, se evapora
rapidísimamente o desaparece en el subsuelo a hilo de filtro. La generalidad de las tierras son sueltas y de gran permeabilidad. Se comprende que así sea, porque la base geológica de la región es el granito, cubierto de capas más o
menos profundas de terreno reciente, originado en gran
parte por la descomposición de la roca primitiva.
D. Salvador Calderón, al traducir y anotar la geología
de M. Archibal do Geikie, Director general de la Comisión
Geológica de Inglaterra, afirma que el granito de Galicia,
come el del SO. de aquella gran isla, está descompuesto
hasta una profundidad de 50 pies, y puede rompérsele simplemente con una buena azada5. Hay excepciones contadas
pero muy características en el país, de este fenómeno. Tales
son los terrenos llamados gándaras o tierras frías, de composición arcillosa, de horizontalidad perfecta, que se observan
en el centro de regiones muy feraces, convertidos en yermos por el exceso de agua acumulada. Ejemplo notable de
ello nos presentan las famosas gándaras de Budiño,
inmediatas a la vía férrea y conocidas de cuantos viajan por
la línea de Monforte a Pontevedra y Vigo.
E1 tiempo sereno está mantenido en el país por el viento Norte; el Sur trae las grandes lluvias; el Oeste aguaceros
intensos pero fugitivos, y el Este vientos y lluvias. Los aldeanos se dan cuenta de estos cambios por mil indicios desconocidos para los que no están habituados al terrazgo: por
el centelleo del pábilo del candil, por el canto de las ranas,
por el modo de acostarse el buey en el prado, por la sonoridad de las campanas, o por la cerrazón de determinadas
cumbres; por mil detalles de la vida rústica, que sustituyen
con el lenguaje poético de la naturaleza la prosa insípida de
los boletines meteorológicos.
I I I. LA R AZA
Descrita ya la región, intentemos dibujar los caracteres de la
gente que la puebla. Ofrécese ésta como uno de los más perfectos tipos de razas sufridas y robustas, animosas y mecánicas. Los hombres son altos, de movimientos calmosos y
torpes, de aspecto reflexivo y grave. El rostro suele acusar
líneas de rasgos fieros y enérgicos: narices aguileñas, bocas
fruncidas con dureza, quijadas rectas que en los jóvenes rememoran el modelo atlético: todo ello esfumado en una sombra
de tristeza íntima, de abatimiento secular, que, sin introducir
alteraciones radicales en la nobleza de los rasgos primitivos,
los deslustra y embastece con cierto aspecto acansinado y
manso. Recuerdan esos relieves escultóricos caídos de la portada de un templo en ruina, maltratados por la inclemencia,
carcomidos por la vegetación parásita que invade todo cuan5
4
Sería impropio de un trabajo como el presente el estudio minucioso de la
Estos paraguas, de los cuales se sostiene un gran comercio con Portugal, lle-
formación de los terrenos en Galicia. Los señores Valenzuela y Otero, en las
van en el país el gráfico nombre de compañeiros, por el uso constante que se
obras citadas, han realizado ya la empresa, y a sus libros me refiero. Los moder-
hace de ellos. N. del A.
nos trabajos sólo han llevado a estos libros ligeras rectificaciones. N. del A.
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to cae en tierra, y que, no obstante, aún ofrecen a los ojos del
viajero rastros luminosos de la belleza creada por el artífice
que los labró con alto destino.
Las mujeres son también, por lo común, de buena talla,
formas equilibradas y macizas, ademanes resueltos y briosos,
feliz conjunto de fuerza y de gracia. La herencia de trabajos y
de miseria que sobre ellas gravita no ha impreso tan hondamente en sus rostros el estigma de desaliento que abruma la
frente del aldeano. El genio de la estirpe parece llevar a sus
pupilas destellos de una llama que pugna por esplender entre
cenizas de siglos. Lo que más vale en Galicia es la mujer. Será
porque la flor de la población viril busca en la emigración
camino para desfogar en otros países las iniciativas que han
dado tanta importancia a las colonias gallegas de América;
será porque la participación activa que toma en trabajos, por
lo común reservados al sexo fuerte, vigoriza en ella aptitudes
que no ejercitan las hembras sedentarias y domésticas; será
por lo que quiera, pero es lo cierto que la mujer gallega, sobre
todo en las clases rurales, es el alma del hogar, el pensamiento director, la voluntad dominante. No usurpa al hombre su
papel de jefe de casa, ni es una maricalzones despótica y
entrometida. Antes, al contrario, muéstrase cariñosa y dócil,
voluntariamente sometida al yugo del amor y del trabajo.
Mas no se hace cosa sin contar con ella, y suele ser acatada la
autoridad de su consejo. Es frecuente el caso del labrador que
al tratar del arrendamiento de una tierra, luego de discutir
minuciosamente con el dueño las condiciones del contrato,
aplaza el acuerdo definitivo hasta que la mujer da el visto
bueno a lo pactado en principio. Por su parte los propietarios
quedan más tranquilos con este refrendo. Es prenda de
asentimiento pleno a las obligaciones concertadas.
En cuanto digo me refiero a la gente rústica. En las clases elevadas sucede lo que en todas partes; y aun en ellas no
es raro que culmine en diversas manifestaciones de la
inteligencia la mujer. ¿Qué pensador gallego puede compararse a Concepción Arenal? ¿Qué poeta supera a Rosalía de
Castro? ¿Qué escritor emula, en el vigor de la mente, con
Emilia Pardo Bazán?
¡Bien caro paga la mujer gallega el ascendiente de que
goza! Sobre ellas pesa el trabajo más rudo de la faena agrícola. Al tender la mirada por la campiña se advierte por
doquiera su mano. El fuego que delata el humo del hogar,
ella lo enciende: las tierras que rodean la vivienda, ella las
cava; el ganado que pasta en las praderías, ella lo apacienta;
el grano almacenado en el hórreo, ella lo porteó sobre su
cabeza, y lo mismo los racimos que colman el lagar, y el
tojo que forma la cama de los establos, y las patatas destinadas para el pote, en un rincón de la lareira6. Hasta encontráis
en ocasiones la huella de su trabajo en la carretera que recorréis: ellas condujeron desde las canteras los pedruscos para
el afirmado, y ellas los fraccionaron en los montones de
grava de las cunetas, dejando en aquellos guijarros de aristas
6 Piedra
del hogar. N. del A.
afiladas, no ya el sudor de su frente, sino la sangre de sus
manos, substraídas, por consecuencia de una mecánica
social inicua, a su noble misión de embellecer y suavizar la
vida. Aunque no sea frecuente, también puede vérselas ejercer oficios de faquines, cargando baúles en las estaciones
rurales del ferrocarril. No hay trabajo, por agobiador que
sea, al que rehuyan aportar el vigor de sus cuerpos floridos
con todas las gracias del sexo. Desde muy niñas cargan con
tal cruz. Apenas alborea su edad núbil, se ven forzadas a una
labor dura. La pujanza de la edad se sobrepone a tal fatiga.
Sus encantos lozanean con el esplendor que ha hecho famosa la hermosura de la mujer galiciana. ¡Menos que una
mañana dura la primavera de sus hechizos! Convertidas en
máquinas de trabajo, cuanto en la arquitectónica femenina
puede estorbar para el funcionamiento desembarazado de
los músculos, se elimina en la combustión provocada por el
ejercicio violento y diario. El pecho adquiere sequedad
varonil; brazos y piernas, en cambio, lucen, en el impudor
bravío del traje de labranza, recias musculaturas, animadas
por venas de gran relieve. Pocos países habrá donde la prestación personal sea tan cruel. Mucho ha de tardar el progreso en manumitir a estas infelices sujetas a la adscripción de
la gleba. Parecen soñadas o mentidas sus conquistas en la
redención del proletariado de los campos, viendo regiones
enteras en que la mujer arrastra existencia poco más dulce
que cuando la tribu primitiva, en un pasado remotísimo,
denuncia su carro, tras larga peregrinación a través de
Europa, para tornar posesión del país.
No es que el hombre languidezca en la molicie que le
proporciona el concurso de su heroica compañera. Trabaja
cuanto puede, y más de lo que puede. Desde la adolescencia hasta la vejez no escatima sus energías.
De niño ayuda a sus padres en mil menesteres. De hombre funda familia y continúa encorvado sobre la tierra. De
anciano, agobiado de alifafes, el pan que come no es pan
holgón, sino ganado con los postreros esfuerzos de una
vida trémula. Forzado a emigrar, en Portugal, en Castilla o
en América, acomete los oficios más penosos; se acuerda de
los suyos y los socorre, a poco que la fortuna le ayude. Ya
es popular, por haberse citado el hecho en periódicos, en
libros y en el Parlamento, que hay provincia donde las contribuciones de las pequeñas fincas, pertenecientes a modestos labriegos, se pagan con el dinero que giran los emigrantes. Esto será, sin duda, muy beneficioso para el fisco; producirá gran tranquilidad de conciencia a las clases que
necesitan, ante todo y sobre todo, un presupuesto bien
nutrido; hasta producirá regocijo en la familia que, merced
al socorro del ausente, conserva la heredad en que vive;
pero todo ello no se logra sin apartar de su eje natural la
actividad del hombre, la dinámica agrícola, engendrando
con ello larga serie de conflictos que transcienden a todos
los órdenes de la vida, desde el moral hasta el económico,
desde el porvenir de la raza hasta las condiciones de la
explotación del suelo.
galegos 5 | i trimestre 2009 | 145
—Nunca podré olvidarme—dice un autor7—de la penosísima impresión que me produjo la asistencia a la misa parroquial en un pueblecillo de Pontevedra. La amplia iglesia
románico-bizantina estaba casi llena de mujeres, y sólo en el
presbiterio, entre unos cuantos ancianos, veíanse tres jóvenes: uno jorobado y dos cojos; los demás se habían ausentado, para Portugal algunos, y para América los más.
En los pueblos de la zona marítima aún se disimula con
la prosperidad general de los negocios el estrago que en la
economía de la región produce tal régimen. Allí la miseria
fisiológica y la falta de bienestar material no surgen tan al
desnudo corno en el interior. La raza de la costa, campesina y marinera a la vez, en cuanto alcanza lo que pudiera llamarse el interland etnográfico, es fuerte y hermosa. En las
mujeres abundan tipos de belleza clásica. Dijérase que las
colonias griegas establecidas antiguamente en la región
dejaron con las fábulas de sus héroes y los vestigios de su
arte8 la herencia viva de una plástica que elevó la forma
femenina al ápice de las mayores perfecciones. Pero, en el
interior del país, la decadencia física es patente: el aislamiento, la pobreza y el trabajo constante para dominar una
naturaleza abrupta marcan bien la extenuación de los
pobladores. La escrófula, el raquitismo y la pelagra son
enfermedades endémicas. No parecen, no son en muchos
puntos, pueblos de una edad culta. Es la horda céltica sin
la independencia nativa, depauperada por la desnutrición y
por la roña, resignada a un infortunio de siglos, a quien
ninguna señal anuncia auroras de justicia que ya colorean
otros horizontes. Rostros huesudos, inexpresivos, parados;
miradas extraviadas, donde parecen condenarse todas las
nieblas de unos cerebros que atosigan la superstición y la
ignorancia; aspecto huraño y receloso, de bestia castigada
que se estremece presintiendo el dolor aun en el amago de
una caricia; así se nos ofrecen, con excepciones que no desvirtúan fundamentalmente el juicio, los labriegos de la
montaña, las poblaciones más enriscadas de las alturas.
Reclutado en este medio un contingente numeroso de
emigrantes, no es de extrañar que por todo el mundo hayan
aclimatado el prejuicio de una inferioridad de casta que
inútilmente desmienten, cobrando fama de talentudos
sagaces, multitud de naturales de Galicia, de varia extracción social, que han brillado y brillan en todas las esferas
de la actividad y del pensamiento. Fundado en el encogimiento característico del hombre que se encuentra separado de su medio familiar, en la docilidad con que se dobla
a los oficios mas humildes, y bajo la influencia de resabios
de una vanidad hidalga muy a la española, que ha estimado más el ocio altivo que la labor modesta, se ha hecho del
apellido regional un mote despectivo para el gallego.
Persiste, con la tenacidad que la barbarie del vulgo pone en
sus idiotismos, esta descalificación de un pueblo. Hasta
entidades ilustradas asienten, aunque de modo indirecto, a
tan necio error. Ejemplo de ello dió hace tiempo cierta
compañía de ferrocarril fijando en determinada taquilla un
cartelito en que se leía lo siguiente:
segadores
y
perros
El Imparcial, de Madrid, reclamó contra esta igualdad de
trato establecida por la empresa para bípedos y cuadrúpedos. La compañía se apresuró a retirar el letrero. Pero el desenfado con que agrupaba en su contabilidad hombres y
bestias es síntoma elocuente de lo arraigado del desdén
hacia aquellos míseros campesinos.
Mucho se engañan los que suponen en esos rústicos un
total aniquilamiento de las más altas prerrogativas del espíritu. Tienen un sentido práctico que los defiende de muchas
asechanzas, y no les falta, cuando la ocasión lo pide, el
arranque impetuoso de la fiera hostigada.
Cierto que su temperamento pacífico recuerda, como
indica D. Fermín Caballero, hábitos de la antigua sumisión
feudal. Parecen almas domadas bajo el poder de un señorío
que sucesivamente ejercitaron reyes, abades y nobles, y que
hoy asume con nuevas formas, aunque con vejaciones semejantes, el cacique.
Mas no es para olvidar que jamás se extinguió en el labriego el sentimiento de su derecho y en defensa de él supo alzarse vengador yfuerte contra la nobleza opresora, arrasando sus
castillos y dejando en la historia terrible recuerdo de la justicia aldeana9.
Contra todas las iniquidades del poderoso, el campesino
ha tenido siempre el baluarte de sus socarronerías y malicias. Es burlón sin llegar a irrespetuoso, ladino sin convertirse en maleante, desconfiado hasta mover a cólera: son
muy picantes las ironías de sus decires y muy sutiles las argucias con que resiste la obligación que no le place. En las
hostilidades solapadas de su humor apicarado se va disolviendo el respeto antiguo entre amos y criados, y perece la
9 D.
Joaquín Costa presenta este episodio como ejemplo del despertar varonil
de un pueblo. Véase en qué términos lo describe:
«¡Qué hermosa y confortadora página, señores, aquella del año 1467, en que el
partido popular de villanos o pecheros, formando hermandad, se alzó en armas
exasperado por las vejaciones y tiranías de los señores y corrió como una tromba desde el Ortegal al Miño, y desde el Finisterre al Cebrero, apellidando libertad, no queriendo ser gobernado más que de sí mismo, como dice el cronista
Medina, llevando por todas partes la desolación y el incendio arrasando hasta
7 El
8
Sr. Vales Failde en su libro la Emigración gallega. N. del A.
los cimientos las fortalezas de los señores, bandoleros y tiranos; la fortaleza de
El Sr. Pedrell, en sus lecciones del Ateneo sobre la Historia del canto español,
Sampayo, propia de Vasco das Seixas; la Fousseira, donde prendieron al Mariscal
asegura que en ciertas canciones populares oídas en la provincia de Pontevedra
Pedro Pardo; Túy, donde falleció sitiado Alvaro Pérez de Sotomayor; la fortale-
existen los motivos de antiguos cantos griegos. N. del A.
za de Castro Ramiro, cerca de Orense; Covadoso, junto a Ribadavia; la Mota, a
146 | galegos 5 | i trimestre 2009
cordialidad entre colonos y señores, que antaño hizo grata
para unos y otros la vida campestre. No todo es culpa del
destripaterrones gallego. La clase señoril abandonó los campos. La revolución industrial operada en los comienzos del
siglo XIX concentró la vida en los núcleos urbanos y dió el
golpe de gracia a una aristocracia del terruño que convivía
en el fundo solariego con los aldeanos y en más o en menos
participaba de sus alegrías y trabajos, prosperidades e infortunios. Pocas generaciones bastaron para que se considerasen extraños los que antes se tenían por afines. Hoy el señorito se encuentra en la aldea como sepultado en una mansión de horror; y el paisano ve en el dueño un testigo incómodo de sus desidias y de sus rutinas. Al uno le expulsa el
tedio de la granja heredada; el otro se torna más huraño en
la soledad de su labor; y en este alejamiento mutuo se
fomenta el antagonismo natural de las respectivas condiciones, porque el vínculo común de amor a la tierra, tan fuerte en Galicia, pierde toda espiritualidad para convertirse en
fría subordinación de clase explotada a clase explotadora.
¿Qué han hecho las clases directivas para atraerse al campesino, para dulcificar sus costumbres, para curarle de sus resabios? ¿Qué elemento de bienestar llevaron a su vida, qué luz
de cultura a su mente, qué ejemplos a sus relaciones con él?
Dejáronles abandonados a sí mismos, y cuando a ellos se
llegan los encuentran toscos, desconfiados, burlones tal
como les hizo la soledad, el abandono y el despego con que
los trataron. ¡No podían encontrar pastores de Égloga, ni
zagalas de una Arcadía inocente! Por suerte parece que el
absenteísmo, siempre menos grave en esta región que en las
demás de la Península, se ha contenido bastante. Varios son
los propietarios cuya residencia habitual es la granja; no
escasean los que ven en la finquería —como suele llamarse la
propiedad rústica—, una buena fuente de placer y lucro, si
con inteligencia se explota; y no faltan jóvenes acaudalados,
que, bien porque lo consideren de buen tono, bien por afición espontánea, tienen a gala regentar, a estilo anglosajón,
las tierras heredadas, introduciendo en el laboreo los adelantos compatibles con la extensión y naturaleza de sus
dominios. Mucho puede esperarse de esta reacción, porque
pocos habitadores de los campos conservaron, bajo la costra de zafiedades común a todos, mayor hombría de bien,
dos leguas de Lugo; Baamonde, entre Túy y Betanzos; Calves, en la comarca del
Limia; San Román, cerca del río Bisbal, y otras, y otras hasta el número de más
frugalidad y apego a la tierra que labran. No se comprenden
en estos campos las páginas sombrías de La Terre, ni aquellos
paisanos sometidos por completo a los instintos bestiales
más rudimentarios. Con sus vicios y sus defectos, pero también con sus virtudes y excelencias, viven en los versos de
Lamas, de Losada, de Curros y de Rosalía; viven, sobre
todo, en las novelas de la señora Pardo Bazán, sin descubrir
perversiones ingénitas que desalienten en la empresa de
pulimentar la ruda corteza que envuelve lo que hay en ellos
de admirable y de bueno.
Acaso deben esta salud de espíritu al bálsamo de la creencia religiosa, muy viva en la población agraria10. Su fe
robusta les da resignación para conllevar los trabajos de la
existencia; y algo más que resignación; les da una alegría
melancólica, una placidez del ensueño, que palpita así en
las dulzuras de su idioma como en las armonías de su música popular. Creer —como dice Cajal— es casi lo contrario
que pensar. El campesino gallego cree en Dios y piensa
poco en los hombres. Si algo pensara en éstos y algo se apartara de Aquél, es seguro que Job se hubiese levantado ya del
estercolero, si no para redimirse, al menos para vengarse.
Es lamentable que la exuberancia del sentimiento religioso degenere en superstición bárbara. Como bajo los añosos robledales, los helechos, argomas y demás plantas viles
indican el empobrecimiento de la tierra, así la abundancia
de prácticas supersticiosas evidencia el esquilmo de una fe
secular. Galicia es la tierra del curanderismo y de los exorcizadores. No sorprende que sea un monje gallego como
Feijóo quien acometa la empresa de combatir en España los
estragos de la superstición de su tiempo al verla tan arraigada en el país. El mal perdura, no obstante la briosa impugnación que hizo el ilustre benedictino de multitud de errores populares. Como entonces, hay por estas aldeas gentes
poseídas del diablo; otras en comercio diario con las brujas,
y no pocas atormentadas por el trasgo y el trangomango,
duendes domésticos a quienes se achacan multitud de enfermedades corrientes.
Observa el doctor Salillas11 que la tabes mesentérica, la
tisis pulmonar, la gastroenteritis crónica y la atrepsia infantil las atribuye el vulgo a malos aires: aire de gato o de gata
parida, aire de difunto o de perro enfermo.
La curación de estas enfermedades, a cargo de negrumantes y vedoiros, es un conjunto de prácticas religiosas y fúnebres, unidas a los preparados de una farmacopea salvaje.
de 60, obligando a los señores a huir y quedando muchos de ellos, según dice el
cronista Ruiz Velázquez, «como o primeiro día en que naceron, sin terras e sin
10
vasallos». Puede formarse idea del poder de algunos nobles gallegos con sólo
acción inglesa en Galicia publicado en el número 2 de la Revista Nuestro
Antes de ahora he hablado de la religiosidad gallega en mi estudio sobre la
decir, bajo la fe del Sr. Villaamil y Castro, que el Conde de Altamira tenía de
Tiempo. N. del A.
cuatro a cinco mil vasallos; que la casa Lobeira contaba con cuatro villas cer-
11
cadas, nueve castillos roqueros y cinco mil vasallos con sus fortalezas; y que la
Especialidades Médicas, e inserta en el número 82 de la Revista que dirige el
de Andrade tenía de renta tres mil quinientas cargas de pan y vino, de dineros
ilustre Dr. Forns. Contiene este trabajo un curioso estado de la distribución
en menudencias al pie de doscientos mil maravedís y gran copia de bueyes,
geográfica de los amuletos. De él resulta que los más usuales en Galicia son los
vacas, tocinos, carneros, etc., a todo lo que había que añadir unas tres mil doblas
ajos, los dientes de animal, el azabache, los Evangelios y otros de carácter reli-
que le valía anualmente la mano besada. N. del A.
gioso. N. del A.
La fascinación en España, conferencia pronunciada en la Escuela práctica de
galegos 5 | i trimestre 2009 | 147
Para curar el mal de ojo son necesarios tres tallos de ruda, tres
de mentraste, cinco dientes de ajo, tres arenas de sal y tres
carbones de leñas. La receta contra el mal de aire es más sencilla: el paciente es sahumado durante una semana con hierbas olorosas, rociadas de agua bendita: las cenizas de estas
hierbas se conservan cuidadosamente y son depositadas en
el camino del cementerio sobre una piedra, en la cual se
forma una cruz con palos. De espaldas a las cenizas, el
negrumante formula este conjuro:
Envidia traio,
mal feíto vendo; aquí te deixo
é voume correndo
La creencia supersticiosa más arraigada en el alma del campesino es la de las brujas. La Inquisición las persiguió
mucho en Galicia durante el siglo XVI, pero no consiguió
descastar estas marizápalos. El arenal de Coiro, cerca de
Cangas, en la ría de Vigo; la parroquia de Santa Comba y la
ermita de San Ciprán, en las inmediaciones de Pontevedra,
son puntos de gran fama en estos achaques de brujería. Allí
acuden endemóniados y hechizados para librarse de su
encantamento. Difiere poco la terapéutica preliminar del
exorcismo de la descrita para el mal de ojo. Pero es más brutal la cura: el enfermo sufre una verdadera paliza que le
suministra el exorcizador; a cada golpe, los parientes y deudos, provistos de ramas de laurel empapadas en agua bendita, rocían al enfermo y gritan como energúmenos:
—¡Bótalo.fora!
Esta ceremonia tiene una variante, que consiste en un
ágape de pan mojado en vino, del cual se procura participen
los muertos, vertiendo al osario buena parte del comistrajo,
que los cuervos de los pinares cercanos devoran con la
mayor fruición.
El espectáculo de estas prácticas estúpidas, en que por
igual quedan profanadas la religión y la muerte, acaba por ser
considerada como una costumbre típica del país, y, cual si se
tratara de una tradición veneranda, nadie se preocupa de desterrarla para siempre. A todos incumbe una parte de la empresa, y mucho pudieran hacer en este sentido las autoridades
religiosas, prohibiendo, como por fortuna creo que se hace en
algunos puntos, que en las inmediaciones de los santuarios se
realicen actos que pregonan un bochornoso estado de barbarie. Aunque las severidades de la prohibición disminuyeran la
clientela de fieles y los atractivos de las romerías, pudiera
darse por bien empleada la quiebra, si se conseguía el beneficio espiritual de borrar estados de credulidad que resucitan los
oprobios de la España del Rey Hechizado.
I V. I N S T I T U C I O N E S R U R A LE S
El mundo rural en Galicia está cimentado sobre tres instituciones seculares que dan a la agricultura de la región aspecto arcaico sumamente característico. Aludo con esto a la
148 | galegos 5 | i trimestre 2009
compañía, el foro y la aparcería. Cuantas ventajas ofrece la
vida agrícola de la región, se originan de estos usos; cuantos
males la dañan, de ellos también provienen. Es imposible
conocer a fondo al paisano gallego sin estudiar esos tres
hábitos consubstanciales de su existencia, tan unidos a él
como la corteza al tronco. Por el orden indicado, al mencionarlos, procederemos a su examen. La compañía gallega es la
asociación natural que forman todos los individuos descendientes de un mismo tronco para trabajar en común las tierras de que disponen y utilizar para sus necesidades peculiares el fruto del esfuerzo colectivo. Supone esta institución,
al igual de otras similares existentes en distintos países, la
comunidad de origen, de hogar y de mesa, y la cooperación
mutua de trabajos, al mismo tiempo que la subordinación
de los asociados a la autoridad del jefe de familia. Excluye
de su formación todo instrumento público y toda intervención curialesca. Se engendra de un modo tan espontáneo
como los propios afectos de la sangre. Los tribunales la han
negado existencia jurídica12; y, sin embargo, tiene en el país
tal arraigo, que acaso perezcan los códigos que la desconocen, y ella subsista informando, como lo ha hecho a través
de los siglos, el régimen doméstico de la economía labriega.
Es un incidente más del conflicto entre leyes y costumbres,
entre los legisladores y el pueblo, entre la sequedad dogmática de los que concentran en sus manos el poder, y el brío
jugoso con que se determina, siempre que le place, la voluntad de la muchedumbre soberana.
Forman esta compañía los padres, los hijos y los hijos de
los hijos y cuantos con los progenitores tienen algún vínculo de parentesco.
Basta lo dicho para comprender su filiación patriarcalista. Al contemplarla en estos tiempos de emancipación individual, parece como que se remueven los más hondos estratos sociales y surge en toda su pureza la vida primitiva: el
patriarca, con sus rebaños y sus mieses, rigiendo su descendencia y recibiendo el culto de los suyos, aun después de
muerto, en las oblaciones tributadas a los dioses lares. Unos
autores creen ver en ella el sept céltico, otros el clan escocés,
no pocos la gens romana, y algunos la zadruga rusa. Muy
estimables y fundadas estas opiniones, acaso no deban considerarse más que como adorno erudito puesto a hecho universal, en donde aflora un pasado que se remonta a los tiempos en que el hombre deja la vida nómada por la sedentaria, y al fundar un hogar estadizo deposita en la tierra el
embrión de las grandes naciones.
Con el entusiasmo que despiertan siempre las instituciones buenas, no falta quien considere la compañía como
una forma de comunismo familiar privativa de Galicia; pero
es raro el país donde no puedan señalarse concentraciones
de afectos e intereses semejantes a la que aludimos.
Desde la tadukeli bujjan de los berberiscos del Atlas hasta
la zadruga de los eslavo-danubianos, apenas habrá pueblo
12 La
Audiencia de la Coruña en sentencia de 16 de abril de 1892.
desprovisto de estas reliquias del patriarcado13. En España
se descubren, como hicieron notar los señores Pedregal y
Costa, en la familia rural asturiana, en el consorcio familiar
tácito aragonés, y, aunque con alteraciones de importancia,
en la comunidad del campo de Tarragona.
Los beneficios que esta solidaridad reporta a los campesinos son numerosos: multiplica la eficacia del trabajo
empleado en labrar la tierra; aprovecha las aptitudes de
todos, lo mismo la experiencia del anciano que el esfuerzo
del niño; permite con ingresos míseros, que en otras condiciones apenas bastarían para la subsistencia de la familia,
vivir sin carecer de lo más preciso, y en algunos casos crear
ahorros; evita las discordias familiares por intereses, que en
las clases bajas de otros puntos son origen de crímenes
horribles; fomenta el amor a la tierra natal, que tanto anima
para trabajar en país extraño y tanto conforta para sufrir la
adversidad en el propio; y en enfermedades e infortunios
suministra a los dolientes el consuelo de los dolores compartidos. Por contra es posible que se deban a esta institución muchos hábitos de pereza y rutina que mantienen en
atraso la agricultura de Galicia; la mansedumbre, que una
herencia de respetos al padre y al señor ha dado al carácter
del campesino causa principal de la chacota que de él se
hace fuera de la patria chica; y, por último, cierta relajación
de la moral privada que mira indulgentes deslices del recato
a que invita la convivencia, cuando las atracciones del sexo
no se hallan neutralizadas por la repulsión que la naturaleza opone al instinto en los grados superiores del parentesco.
La compañía gallega tiene variación muy típica en los
petrucios de la provincia de Lugo. El petrucio es el hijo mejorado por el padre en el quinto y tercio de todos los bienes,
con la obligación de dirigir la casa. El Sr. Hervella señala
variaciones de esta institución en Bergantiños, Lalín y
Cotovad14. En Lalín, según dicho autor, el hijo mejorado lo
es en vida de los padres.
Contrae la obligación de mantener a éstos a mesa y manteles, y lo mismo a sus hermanos solteros, a cambio de que
le ayuden en las faenas de la heredad petrucial.
En Galicia, y las instituciones mencionadas lo prueban, ha
habido siempre tendencia a mantener la unidad de los patrimonios. Las clases ricas persiguieron este fin por vanidad,
13
Véase la Historia de la propiedad comunal, de D. Rafael Altamira, y la
monografía de D. Antonio Hervella sobre Comunidades .familiares y la
Compañia gallega después de la publicación del Código civil. Sobre el particular existe literatura muy copiosa; pero las obras citadas compendian el estudio perfectamente; la del Sr. Altamira, con carácter general: la del Sr. Hervella, agotan-
las clases pobres por conveniencia; pero a esta aspiración
unitaria en lo moral no correspondió la posibilidad física de
mantener agrupados y compactos los bienes patrimoniales.
De ahí el contraste que ofrece la propiedad, pulverizada y
dispersa hasta lo increíble; los dominios directo y útil, separados de un modo inconciliable; y, sin embargo, la unidad
jurídica del patrimonio, manteniéndose subsistente, Dios
sabe a costa de cuántas iniquidades históricas y de cuántos
vejámenes de la población agricultora.
El examen del foro servirá para explicarnos semejante
estado de cosas.
Se entiende por foro la entrega que se hace de una finca
mediante determinada pensión o canon que de antemano se
estipula. Implicaba una cesión a largo plazo pues solía
hacerse por tres generaciones o «por la vida de tres señores
Reyes y veintinueve años más», según la frase sacramental
de las escrituras del siglo XVII; y supone una bifurcación
del derecho de propiedad en dos ramas el dominio y la
tenencia, de cuyo jugo vivieron dos antiguas castas, señoril
y poderosa una, indigente y pechera otra. No es un arriendo, ni una venta, ni una enfiteusis pura, aunque a ésta se
haya asimilado. De todo ello participa y de todo ello se
aparta, formando un complejo jurídico social que ha suscitado en la esfera especulativa multitud de controversias, y
dado origen en la práctica a una serie de trabas y vejaciones,
inseguridades y peligros que impiden el progreso agrícola y
el bienestar de los propietarios gallegos.
El foro es el foro, como viene a decir en un informe muy
conocido la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Y no
sorprende la perogrullada ante la variedad de accidentes que
la cuestión presenta.
El Sr. Montero Ríos15, abarcando bien las afinidades que
esta institución tiene con otras locaciones y tenencias, sintetiza la diversidad de sus aspectos afirmando que «es el
antiguo precario o préstamo de origen y uso eclesiástico, que
se va modificando lentamente por la influencia de las doctrinas romano-canónicas, y que en el siglo XV, cuando aun
no se había desprendido del marco feudal, se vacía de lleno
en los moldes de la enfiteusis eclesiástica justiniánea».
Con esto ya se modifica la antigüedad de esta costumbre. Tal vez aquellas colonias griegas, de que hablé antes,
importaron con la enfiteusis el primer germen del foro.
La evolución márcala con claridad el Sr. Díaz de Rábago16,
de acuerdo con el gran jurisconsulto antes mencionado.
«La tenencia enfitéutica —dice—, cuyo origen ha sorprendido el estudio de las inscripciones griegas en los tiempos
clásicos de Grecia, hace su primera embrionaria aparición
do el tema, por lo que a Galicia se refiere.
También puede consultarse con mucho fruto la obrita de D. Basilio Besada,
15 Preámbulo
notable jurisconsulto gallego, ya fallecido, titulada Práctica legal sobre Foros y
les que afectan a la propiedad inmueble presentado a las Cortes en 1886, sien-
Compañías de Galicia. N. del A.
do ministro de Fomento. N. del A.
14
16 V.
También da interesantes detalles de esta costumbre D. Manuel Murguía en
de su proyecto sobre Redención de foros y demás gravámenes censua-
su prólogo al libro La propiedad foral en Galicia de D. Eduardo Vicenti. En
su libro El Foro. El Sr. Altamira señala una institución análoga en Aragón, que
relación con la crisis agraria de Galicia, también ha estudiado el foro el Sr. Díaz
ya se tenía por antiquísima en el siglo XIV. N. del A.
de Rábago en su libro El Crédito agrícola. N. del A.
galegos 5 | i trimestre 2009 | 149
en el Derecho Romano con el jus in agro vectigali, que por
sucesivas transmisiones, entre las cuales la más marcada es
el jus perpetuam, se convierte, por un desenvolvimiento más,
o por haberse adoptado las instituciones vigentes en algunas
colonias griegas, en la enfiteusis que regla el código
Teodosiano, y más tarde el de Justiniano».
Pero, cualquiera que sea su origen, desde el siglo IX
adquiere un sello feudal que ha conservado hasta nuestros
días. Los foros, hoy ya en desuso, de un vestido, de un balcón en día determinado para contemplar una fiesta pública,
de un limón, de un plato de papas calientes, de un vaso de
agua o un tizón encendido, que habían de ser entregados en
la misma casa del aforante, envuelva, con su máscara de
extravagancias, el vasallaje a que estaban sujetos los que se
veían obligados a tan extraños tributos. Se adivina en ello el
orgullo del señor imponiendo a los foreros las molestias de
viajes, en ocasiones muy penosas, para traer a su castillo
futesas como las mencionadas. La generosidad que implica
la cesión de tierras por un canon ínfimo se deslustra con el
alarde de señorío que se hace humillando al que recibe el
beneficio. No se disimula este dejo de tiranía en ciertos
foros en que la pensión no implica dependencia; el convento de San Francisco de Santiago pagó durante mucho tiempo un foro consistente en un cesto de peces al convento de
San Martín Pinario, de la misma ciudad, en recuerdo de la
hospitalidad que los monjes de este último convento dieran
a San Francisco de Asís cuando el taumaturgo echaba en
Compostela los cimientos de su santa casa. El foro había de
satisfacerlo personalmente el prior de San Francisco al prior
de San Martín. Con el tiempo ambas comunidades rivalizaron en opulencia y poderío, y por más que se suponga gran
espíritu de mansedumbre evangélica en ambos priores y
total ausencia de vanidad mundana en la institución del tributo, es evidente que no dejaría de lisonjear al favorecido el
acatamiento y reverencia de su poderoso rival.
Foro que, bajo su aspecto cómico descubre bien su espíritu servil, es el que los vecinos del monasterio de Sobrado,
en Santiago, satisfacían a la comunidad. Consistía en apalear las aguas del Tambre todos los días a horas determinadas.
Tenía por objeto el vapuleo ahuyentar las ranas que en
número considerable poblaban las fangosas orillas del río,
produciendo con sus graznidos ensordecedor clamoreo que
interrumpía o dificultaba la siesta de los piadosos varones
enclaustrados. Esta es, al menos, la interpretación maliciosa
qué el vulgo da al hecho. Pero lo más verosímil es que la
batida se instituyera para evitar que la abundancia de batracios destruyese en el desove la cría de lampleas, entonces
muy abundantes en aquellas aguas.
No le falta, pues, razón a Murguía cuando afirma que el
foro es un contrato tan puramente feudal que tomó forma
propia y encarnó en nuestras costumbres el día en que apareció el feudalismo17.
Tan exacto es esto, que, aun a fines del siglo XVI, los
foros conservaban profundo sello de arbitrariedad de horca
y cuchillo. Vestigio de ello era la luctuosa, exacción despiadada, que, a la muerte del llevador de una finca, podía
hacer el dominio directo del caudal que dejara el labrador
fallecido. Los tiempos nuevos han borrado muchas de estas
iniquidades; pero en el alma de los descendientes de los
antiguos colonos subsiste el recuerdo de aquella servidumbre, y toma forma plástica en muchos giros del habla rural.
Las frases pagar el señorío y reconocer el señorío, como sinónimos de pagar el foro o la renta, son en labios de los aldeanos el eco triste de un pasado que aún llenan los lamentos
del siervo del terruño.
Tuvo, sin embargo, el foro la ventaja de suavizar la suerte de los campesinos cuanto permitía la rudeza de los tiempos. El forero conquistó derechos a par del señor. No fue
jamás una cosa superpuesta a la tierra para hacerla producir
en provecho ajeno. Fue una persona congozante con otra,
más poderosa y alta, de los beneficios de una finca. El interés, ya que no la generosidad de los señores, inducíales a
mirar con cierta consideración a quienes, convirtiendo eriales en tierras productivas, y las tierras productivas en abundantes veneros de riqueza, acrecentaban considerablemente el esplendor e influencias de las grandes entidades aforantes.
Gozó también el campesino gallego la ventaja de tener
a la Iglesia por principal poseedora de los terrenos que
labraba. El carácter religioso de la guerra de la Reconquista,
el descubrimiento del cuerpo del Apóstol Santiago, la piedad de los Reyes, la fe de las muchedumbres, los efectos de
propagandas tan fecundas como las realizadas por San
Francisco, bastan para explicar la preponderancia de la
influencia sacerdotal. Del siglo octavo al doce, los monasterios se multiplicaron por el país hasta el punto de que,
según afirma el Sr. Montero Ríos, las siete novenas partes
del territorio eran abadengas. Cubiertos de hiedras y de zarzas, poblados de luciérnagas, en cuya luz lívida fosforece
como un destello de la gloria pasada, aún se levantan las
ruinas de los grandes cenobios en asombroso número. Las
orillas del Sil fueron llamadas Rivoira Sacrata por los grandes conventos allí avecindados18. Curros Enríquez, el poeta
revolucionario de Galicia, al encontrarse, «en sus solitarios
nocturnos paseos», con una de estas ruinas ve salir de ellas
una «negra visión», que le dice:
—¡Qué tempos!
Y el poeta repite, con la cólera reconcentrada del que
fulmina un anatema:
—¡Qué tempos!
¡No abominemos de ellos tan sañudamente! En el
orden agrario, único que me toca examinar, no merecen
injuria. La Iglesia no tiranizó, no explotó, no vejó a los
labriegos. Por pensiones insignificantes dejóles el usufructo
17 V.
18 Murguía,
El Foro, por D. Manuel de Murguía. N del A.
150 | galegos 5 | i trimestre 2009
obra citada. N. del A.
indefinido de tierras que sirvieron a la postre para acaballerar muchos villanos y enriquecer muchos caballeros. Sus
relaciones con los campesinos fueron, en general, blandas
y paternales. En cambio, la nobleza, que recibió en encomienda tierras monacales, y aun aquella que constituyó su
fundo por real merced o personal esfuerzo, dejó sentir
sobre los trabajadores de sus dominios todo el peso de su
codicia bandolera. Contra los nobles, especialmente, se
dirigió el alzamiento de los Hermandiños, a que aludí en el
anterior capítulo. La Iglesia permitió a sus foreros enriquecerse subaforando el dominio útil y convirtiéndose de
labradores en rentistas. Fueron estos destripaterrones emancipados del arado los que impusieron a quienes les sucedían el yugo de su sordidez plebeya. Los foros del
Monasterio de San Salvador de Lorenzana suponían una
renta de 3.715 reales, y los subforos producían a los primitivos tenencieros 923.11619. Esta benignidad de la administración agraria del poder eclesiástico no se mengua por el
hecho de haber querido los religiosos de San Benito y San
Bernardo expulsar de sus dominios a las gentes que los ocupaban, generación tras generación, bajo pretexto de que
había fenecido el plazo estipulado en las cartas forales, porque al mismo tiempo los Arzobispos de Santiago y varias
comunidades religiosas mantenían su política de benevolencia hacia los campesinos y accedían a la renovación de
los foros en condiciones de equidad.
Hablar de este episodio es tocar el punto más delicado
de cuestión tan grave. No cabe, en los modestos límites de
este estudio, una reseña minuciosa de los incidentes a que
dio lugar la lucha de los propietarios de hecho y de derecho
en Galicia, durante los reinados de Felipe IV, Carlos II,
Felipe V y Fernando VI. Baste decir que durante ellos los
aldeanos estuvieron a pique de ser arrojados por la fuerza
de las tierras a que iban unidos, con el recuerdo de sus antepasados, los afanes de toda su vida y el porvenir de sus
hijos20. Entonces comenzó a iniciarse la emigración que
aún hoy extenúa a Galicia. En el ánimo de los jueces pesaba más la letra fría de los contratos que la indigencia a que
quedaban reducidas millares de familias. Las providencias
de expulsión menudeaban en la Real Audiencia de Galicia
para revertir a manos de algunas casas de la nobleza y de
varios conventos comarcas enteras, fecundadas por los
campesinos desposeídos. Un éxodo agrario, por el estilo del
que entonces se iniciaba en Irlanda al constituir la aristocracia sus latifundios, parecía amenazar al país del foro. Por
fortuna, el clamor de angustia de los foreros tuvo ecos de
justicia en el corazón de Carlos III, el cual, oyendo al
Consejo de Castilla, dictó, en 11 de Mayo de 1763, una
Real carta, cuya parte dispositiva es la siguiente21:
«Os mandamos —decía a las Audiencias— que luego que
os sea presentada hagáis suspender y que se suspendan cualesquiera pleitos, demandas y acciones que estén pendientes
en ese tribunal y otros cualesquiera de ese nuestro Reino,
sobre foros, sin permitir tengan efecto despojos que se
intenten por los dueños del directo dominio, pagando los
demandados y foreros el cánon y pensiones que actualmente y hasta ahora han satisfecho a los dueños, ínterin que por
N. R. P., a consulta de los de nuestro Consejo, se resuelva
lo que sea de su agrado».
Cuando en estos tiempos de reivindicaciones sociales y
de conquistas humanitarias presenciamos, sin que puedan
encontrar eco en ninguna esfera de los poderes públicos,
ignominias legales como el desahucio de los vecinos de
Campocerrado, no puede menos de doblarse la cabeza con
respeto ante la memoria de un Rey magnánimo, que de tal
suerte sabía amparar el derecho de los humildes, frente al de
abades poderosos y nobles de tanta alcurnia como el conde
de Altamira y el marqués de Astorga, que secundaron las
demandas de los religiosos cluniacenses y cistercienses.
Adviértase, para comprender todo el valor del acto de Carlos
III, que no sólo saltó por encima de tiquis miquis curialescos y de las cláusulas expresas de muchos contratos, sino
que, además, calificó de despajo, es decir, de exacción ilegítima de algo propio de los aldeanos, el hecho de arrojarlos por
mano judicial de los campos que labran, sean cuales fueren
los títulos que para ello alegasen los demandantes. En la
mente del Soberano pesaba más el derecho del arado que el
de la fe o de la espada. La misma letra de los pactos forales
era para él cosa secundaria, ante la situación del que, al estipular las condiciones, carecía de libertad para negarse a las
más onerosas. Es curioso ver cómo bullían, bajo la peluca
empolvada de un Rey absoluto, ideas de redención social
que hoy apadrinan los sociólogos más radicales22.
En la historia de la propiedad territorial gallega conócese esta disposición con el nombre de Pragmática del ínterin.
Decretaba, en efecto, una interinidad; mas, por uno de esos
viceversas frecuentes en España, la situación creada se consolidó con el transcurso de siglo y medio, sin que en ella
hiciesen novedad esencial las revoluciones que en ese período conmovieron tan hondamente la patria.
A la larga, lo que por el momento fue beneficioso resultó una verdadera calamidad regional. Seguros los tenencieros en sus fincas, subaforaron sin tasa, creando una escala de
21
19 Tomo
el dato del libro Los Foros, escrito por el Sr. Marqués de Camarasa para
Puede leerse íntegra en el libro Los Censos, de D. Jacobo Gil. N. del A.
22 El
Sr. Alonso Martínez aafirma que, bajo el punto de vista jurídico, la prag-
impugnar el proyecto del Sr. Montero Ríos. N. del A.
mática fue un doble atentado contra el derecho de propiedad y la santidad de
20 Una
Real cédula de 27 de Abril de 1744 disponía que fuesen echados y remo-
los contratos. El Sr. Díaz de Rábago critica también, con la profundidad del
vidos de sus posesiones los foreros que pagaban pensiones muy reducidas, con
pensamiento habitual en él, la famosa pragmática; pero cuantos reparos pueda
otras medidas tan arbitrarias y despóticas que motivaron en todo el país agita-
poner el análisis a la iniciativa no menguan el mérito de haber evitado la mise-
ción inmensa. N. del A.
ria a millares de familias campesinas. N. del A.
galegos 5 | i trimestre 2009 | 151
dominios y de mediaciones usufructuarias, que inmovilizan
la .propiedad con una serie de gabelas cuyo fundamento
jurídico sería difícil descubrir, y que, no obstante, pesan de
un modo intolerable sobre labradores y propietarios.
Esa es —como decía el Sr. López Lago en su memoria
sobre Foros y Sociedad gallega— la situación de las nueve décimas partes de la propiedad de Galicia.
Se ha formado, como decía el malogrado Brañas23, un
nudo gordiano. Este nudo, o lo desata pacientemente el
legislador, dando a cada partícipe del foro lo que en justicia
le corresponde, o lo corta dentro de más o menos tiempo el
hacha de la revolución social, que ya se anuncia con detellos siniestros en algunas regiones. El Sr. Montero Ríos abordó la cuestión valientemente en su proyecto de redención
de cargas forales. El fracaso de la iniciativa no sorprendió a
nadie. Su mismo autor contaba los intereses creados por el
tiempo sobre la separación de dominios, y porque, en realidad, la opinión en el país del foro no está en carne viva para
sentir todo el daño que semejante situación crea. Las clases
acomodadas por el origen histórico de sus rentas están interesadas en el mantenimiento del statu quo; los paisanos,
poco amigos de novedades, habituados a servidumbre, sienten la carga de las pensiones, pero las pagan resignadamente. En el fondo de sus tugurios, cuando a necesidad apremia
y el fisco apura, acaso maldicen la carga del señorío; pero
llega la época de San Martín, la matiniega, como se decía
antaño, y uncen la carreta, visten sus trapos de cristianar y
se dirigen a casa del señor para pagar la renta. Hasta en los
paliques que entablan con el amo, a vuelta de las malicias
habituales en ellos, hacen gala de ser buenos pagadores y
observantes fieles de sus compromisos. Tiene el gallego
muy desarrollado el sentimiento de la propiedad. Ama lo
poco que posee, su campo, su casa, su viña, su res, con un
apego que le ha conquistado fama de tacaño, cuando en
realidad es apremio de la miseria lo que toman muchos por
encogimiento de la avaricia. Instintivamente respeta lo
ajeno para defender lo propio. Así es que, como ha observado un periodista ilustre, D. Andrés Mellado, los tribunales populares en Galicia escandalizan con la lenidad de sus
fallos los delitos de sangre, y son en cambio severos y crueles en los ataques a la propiedad. No por esto deja de ser
menos cierto el peligro de que en la cuestión del foro termine la violencia lo que no haga la justicia. Si no surge la
rebeldía de dentro, vendrá impuesta de fuera, cuando las
legiones que avanzan al asalto del régimen capitalista
hagan sonar en el alma de este pueblo dormido la diana de
la emancipación proletaria. La tierra será entonces patrimonio exclusivo del que la cultiva, y, como parásitos de un
tronco agotado, caerán por tierra los derechos superpuestos
sobre aquel otro primordial que legitima el trabajo del
hombre y bendicen los cielos, haciendo florecer los cam23 Véase
el prólogo a la edición de las obras completas del Sr. Díaz de Rábago.
N. del A.
152 | galegos 5 | i trimestre 2009
pos. O tierra redimida, o tierra emancipada. Tal es el dilema que para el porvenir se ofrece.
El mecanismo del foro, verdadero artificio de tortura,
donde penan por igual propietarios y labradores, consiste en
las conocidas operaciones de apeo, prorrateo, tanteo, retracto, comiso y laudemio. No las explico porque afrentaría la
cultura de cuantos me leen con el pormenor de estas trivialidades. Baste decir que los deslindes, repartos, derechos y
obligaciones que implican, con la intervención obligada de
los tribunales, son una de las causas de ruina y malestar de
los terratenientes. La fama de pleitistas de los aldeanos nace
de la construcción histórica del dominio rústico. Teme el
campesino a la justicia que por aquí se estila más que a una
mala nube. Sabe que no hay perfidia en el mundo que no
anide y prospere en los rimeros de papel sellado de la covachuela jurídica. Antes fíe recurrir a ella agota la resignación
de que es capaz. Sólo a la desesperada pone su suerte en
manos de leguleyos y rábulas. Por su parte, la baja curia estimula solapadamente los litigios a que tanto se presta lo
incierto y borroso del derecho. En muchos juzgados de
Galicia se eximía de costas al utiliario que solicitaba un prorrateo, o sea la determinación de lo que a cada parte corresponde en la pensión de un foro. Y como hay forales distribuidos entre más de 150 personas, puede el lector calcular el
dispendio. A un abogado notabilísimo, hijo de Galicia, que
ha ocupado los Consejos de la Corona, debo el dato de que
un foro de una gallina, capitalizado en seis reales, importó en
un prorrateo 5.000. Así han quedado despobladas parroquias
enteras. La balanza de Astrea ha sido en Galicia el martillo
pilón que ha pulverizado la fortuna de los infelices labriegos.
La extremada subdivisión de las pensiones forales corresponde a la subdivisión de las fincas, favorecida también por
lo abrupto del territorio. Mas este fraccionamiento no reza
con el dueño de la renta, a quien asiste el derecho de recibirla íntegra. Tal misión corresponde al cabezalero que recoge las
cuotas de sus contributarios y las entregas al señor. El cargo
es obligatorio; el dominio directo puede discernirlo a su
antojo, y siempre recae en el mayor tenenciero, que, en virtud de la solidaridad foral, está obligado a suplir la falta de
pago que la mala fe, la escasez de recursos u otras causas puedan producir en los demás foreros. Se comprende sin esfuerzo lo enojoso del cometido, las falacias a que se presta, los
disgustos que ocasionan, los quebrantos de fortuna que trae
consigo. El que lo asume tiene que padecer todos los males
inherentes a una institución anacrónica y viciosa.
—¡Yo soy cabezalero, siervo de los siervos! —me decía en
cierta ocasión un propietario de aquí. Y en esa frase queda
compendiada la esclavitud que semejante institución implica.
Remedia muchos de estos daños, proporcionando al
campesino casa en que recogerse, tierras que cultivar, ganados que le ayuden en la labor y mil elementos de explotación agrícola, el contrato de aparcería, difundido en Galicia
como en ninguna otra región de España. Sea porque el abolengo de la raza se presta a una forma de asociación de
esfuerzos entre amos y señores, característica de los celtas en
aquel período en que la propiedad del clan se disgrega en la
individual de los jefes, o sea, como indican autorizados economistas, que condiciones de geografía agraria favorezcan
en la región un modo de granjeo utilísimo para atender a la
variedad de los cultivos y a las necesidades de una población tan densa como pobre, resulta que el sistema se halla
tan generalizado que a él se debe, en gran parte, la riqueza
agrícola y pecuaria de la región.
La aparcería puede ser de cultivos y de ganados, y es lo
general que coexistan en la explotación de los campos. Los
beneficios no siempre se reparten a la par entre aparceros y
aparciarios. En ocasiones se excluye del contrato el vino o
se asigna al labrador una tercera parte de la cosecha. Esto
obedece a que el cultivo de la vid es el más remunerador de
cuantos se realizan en Galicia. Si se exceptúan los magníficos vinos del Ribero, el resto de la comarca los produce acídulos, flojos, desagradables, de calidad verdaderamente ínfima. Los excluyen de su mesa las personas acomodadas,
pero, en cambio, el aldeano hace de él gran consumo. No
hay néctar en el mundo que pueda compararse, en el paladar del pueblo, al vinillo de la tierra. Mira con recelo todo
mosto forastero y torna por diabólico brebaje el zumo de las
vides valdepeñeras o riojanas; de suerte que, gracias a esta
predilección del gallego por la cepa indígena, el cultivo de
la vid produce gran negocio, y en años buenos ella sola da
para sostener el laboreo de las fincas, con no despreciable
ganancia líquida. Muchos propietarios concentran por eso
todos sus cuidados en las viñas, y abandonan a la rutina y
al automatismo de los colonos, arrendatarios o aparceros,
los demás cultivos de la heredad.
Débese a los monjes la iniciación, o por lo menos, el
incremento de la explotación vinícola en Galicia. Así lo
acreditan las llamadas cédulas de planturía, mediante las cuales daban las corporaciones religiosas, para que fuesen plantados de viña, grandes terrenos incultos, por un quiñón que
los labradores habían de satisfacer en la época de la vendimia. Estas concesiones se ajustan a la costumbre foral en
punto a enajenación y transmisiones.
La aparcería de ganados es el gran recurso del labrador
del Noroeste. El propietario pone el capital, el campesino el
trabajo, y las ganancias se distribuyen en partes iguales.
Transciende este contrato a sociedad primitiva, a régimen
pastoril, a vida campestre, áspera y sana, en la cual, entre
vahos de establo y tintineo de esquilas, alienta esa poesía
del derecho antiguo estudiada por Costa en páginas donde
la flor erudita tiene colores y aroma de rosa montaraz.
La aparcería se ejercita de un modo principal en reses
vacunas; gracias a ella la industria pecuaria se mantiene sin
gran decadencia, produciendo esos hermosos ejemplares de
bueyes rubios, mansos, de carne fina y estimada en todos
los mercados. La exportación es muy activa. Diariamente
salen trenes de ganado con destino a Castilla, Cataluña y
Portugal. Hubo tiempo en que la principal salida era para
Inglaterra; mas la pérdida de este mercado quedó en parte
compensada con la penetración hecha por la actividad especuladora en la vecina Lusitania. Hoy, en cambio, se esboza el peligro de la competencia argentina.
La necesidad de contrataciones frecuentes motiva las
ferias, uno de los espectáculos más pintorescos del país. No
hay pueblo de mediana importancia que no tenga establecidas una o dos al mes. A ellas acuden todos los campesinos del
contorno vestidos de fiesta; las mujeres con sus pañuelos de
vivos colores anudados en la cabeza o ceñidos al talle con
coquetería aldeaniega llena de garbo; los hombres con sus
grandes sombreros de fieltro, sus trajes obscuros influidos por
el corte de la ciudad que borró de ellos todo perfil de la indumentaria tradicional, y en la mano, a modo de bordón de
pereguino, la vara de guiar los bueyes, adornada con remates
de metal en que se acredita el rumbo del poseedor.
Unos y otros guían la yunta de bueyes o de becerrillos,
trabados por una cuerda de los cuernos; o cerdos gruñidores sujetos por un cordel a una pezuña; o gallinas amontonadas en cestas que las mozas conducen en la cabeza con
admirable soltura y gallardía... Las caravanas de feriantes llenan los caminos. Engruesan a cada momento de granja a
granja. Se incorporan a ellas carretas de maíz, de forraje, de
leña, de tojo. No faltan en la comitiva el señorito rural, ni
el labrador ricacho, ni el párroco de aldea, que caballeros en
jacas del país, de poca alzada pero larga andadura, caminan
haciendo descollar su prestancia entre la patulea andariega...
Todo este conjunto va dejando en pos de sí el rumor de un
pueblo trashumante: balidos de reses, gritos de zagales, polvareda de rebaños, rechinar de carros, algarabía confusa de
conversaciones sostenidas al aire de la marcha entre gente
esperanzada y locuaz. El campo traslada por un momento
su vida entera a la ciudad o a la villa. Pomona y Ceres vierten sobre las urbes sus cornucopias rebosantes. Una vez en
el ferial, aquella muchedumbre se reparte y ordena sin confusión ni esfuerzo. Los bueyes quedan aislados en un sitio
bajo la guarda de las mujeres; el ganado de cerda se agrupa
poco más lejos; el cabrío tiene también su rancho aparte.
Los buhoneros andan de un lado a otro vendiendo amuletos y baratijas; los charlatanes ofrecen a los labriegos embobados elixires maravillosos. Los tratantes y los curiosos discurren entre las bestias sin precauciones ni cuidados.
Aquellos bueyes corpulentos y lucios, de cuerna desarrollada y finísima, son dechados de animales domésticos por su
sumisión incondicional al hombre. Le miran con ojos
donde la ferocidad del bruto se ha extinguido totalmente,
para fulgurar con placidez melancólica; humillan el testuz a
sus caricias como si toda su bravura fuese amor, y buscan
con el hocico húmedo y rosado la mano del amo cuando
escuchan su voz cerca de ellos.
Pocos espectáculos habrá más divertidos que la venta de
unos bueyes en feria galiciana. El comprador observa primero la yunta que desea adquirir. El dueño no se da por advertido del espionaje. El primero, después de apreciar concien-
galegos 5 | i trimestre 2009 | 153
zudamente la anatomía de las reses, avanza a mayores estudios: con su vara mide la longitud de cada buey, para ver su
igualdad, y la altura de las ancas para apreciar su simetría. El
vendedor le deja hacer sin despegar los labios, seguro de la
bondad de su ganado. En seguida el otro palpa las orejas para
apreciar su carnosidad, y abre los párpados de la res para examinar el grosor y limpieza del ojo. No deja de ver si las pezuñas son cortas, anchas y tersas; y por último, cogiendo por el
hocico al animal, le obliga a abrir la boca para ver los dientes
blancos, grandes y apretados. Estas operaciones se repiten
una, dos, veinte veces, sin que se agote la paciencia del dueño
ni la curiosidad del tratante, ni, lo que es más prodigioso, la
mansedumbre del buey, objeto de tantos experimentos.
Terminado el examen, se aborda la magna cuestión del
precio.
Basado en algún defecto, más imaginario que real, de la
bestia, el tratante ofrece un precio mínimo. La indignación
del vendedor estalla entonces de manera ruidosa: ambos
gesticulan y manotean iracundos, y gritan y juran como
energúmenos. El espectador, ante la dramática de aquella
cólera tonante, suele temer una colisión sangrienta. Nada
más lejos del ánimo de los protagonistas. Intervienen amigos de unos y otros, dan su parecer autorizado las mujeres,
y cuanto más recio es el vocerío, y más descompuesto el
manoteo, y más ceñudo el gesto, más camino hace la avenencia y más próximo está el acuerdo. Éste se remata aceptando el dueño una moneda de diez céntimos –pataco o
cadela en el dialecto del país— que le entrega el comprador,
y se sella con unos cuantos tragos de vino. La aceptación del
pataco tiene para el campesino más fuerza obligatoria que un
contrato ante notario. Por ventajosas que sean las proposiciones que después reciba, no puede aceptarlas. En los
pagos, como en los convenios, hay excelente buena fe, y
desgraciado de aquel que incurriese en deslealtad a lo pactado. Hasta el último rincón de la aldea le perseguiría la
execración de sus convecinos.
Cuando las ferias son muy animadas, es frecuente que,
apenas concertada una venta, haya oferta más ventajosa y el
comprador realice de mano a mano un buen negocio. A éste
acostumbra a llamarse en algunos puntos ganancia en cuerda,
porque aún está el ganado en la soga del primitivo dueño
cuando el adquiriente lo vende a un tercero.
La pareja de bueyes formados tiene de continuo precio
superior a 100 duros, o pesos, como se dice en el país por
un americanismo corriente, esa región que tantas relaciones
mantiene con la América española. Ofrecer por una pareja
de bueyes veintidós, veinticinco, treinta duros, es ofrecer
ciento veintidós, ciento veinticinco, ciento treinta. El laconismo del lenguaje comercial se impone a la facundia de
estos rústicos traficantes.
Por lo demás, la aparcería gallega conserva aún su tosquedad medioeval. No es, como indicaba el Sr. Díaz de
Rábago, la que embelleció la Toscana ni a la que el Código
de Napoleón, elevando a ley el derecho de las costumbres,
154 | galegos 5 | i trimestre 2009
concedió atención muy señalada; mas, con todas sus imperfecciones, produce incalculables beneficios al campesino y
constituye una de las remuneraciones más saneadas que
obtiene su rudo trabajo.
V. V I DA CAM P E S I N A
El problema de Galicia es eminentemente agrario. Inmensa
parte de sus pobladores vive del trabajo de la tierra, irradiando sobre ella de un modo directo toda su actividad y todas
sus energías. Puede calcularse en unas 500.000 personas las
que en las cuatro provincias de Occidente se emplean en el
laboreo del terruño, sin más ocupación y oficio, granjería y
provecho que las que la agricultura puede reportarles.
Esa muchedumbre está repartida en granjas señoriales,
llevadas en aparcería o en arrendamiento; en humildes fincas propias, compuestas de una casita de cuatro piedras y
cuatro terrones de sembradura, o en aldeas, parroquias y
caseríos, que forman pequeños grupos agrarios, encargados
de explotar las tierras del contorno, propiedad individual de
los vecinos en parte, y en parte también de antiguos vínculos y mayorazgos que salvaron del naufragio desamortizador esos restos de opulencia patrimonial24.
Las granjas señoriales, donde una familia de campesinos
vive desde muy antiguo, se acercan mucho al tipo de la casería vascongada que D. Fermín Caballero señala como
dechado de pequeñas organizaciones agrícolas. Hasta se llaman caseros los campesinos a quienes el dueño confía el cuidado y explotación de la finca. Suelen tener éstas
monumental portada, sobre la cual yérguese una cruz flanqueada por pínulas de cantería. La casa es, por lo común,
grande, con perfiles de arquitectura militar, almenas, torrecillas y saeteras, combinados en la sucesión del tiempo con
esplendores de un arte constructivo fastuoso y civil, que
produce balconadas espaciosas, corridas sobre mensulones
barrocos, y azoteas y galerías sostenidas por columnas neoclásicas, muestras todas de una vida señoril, regalada y pacífica. Puede seguirse en los postizos y remiendos de tales
fábricas la evolución de la nobleza en todas las fases de su
historia, desde los días épicos de la Reconquista hasta los
actuales aburguesados y prosaicos.
A modo de atrio se dilata ante la casa la era, libre de
estorbos, apisonada y llana. Allí se carda lino, se majan habichuelas, se aecha centeno y trigo, se desgranan maíces, se
parte leña, se recompone y limpia la fustalla25 de la bodega;
24
D. Diego Pazos, Registrador de la Propiedad de Daroca, en su notable
memoria sobre las Disposiciones que podrían impedir en España la división de las
fincas rústicas, premiada por la Academia de Ciencias Morales y Políticas, publica muy interesantes y concienzudas estadísticas sobre la población agricultora
de España. Por lo que se refiere a Galicia, como elimina el sr. Pazos de su cómputo a las hembras, queda muy incompleta la estadística. N. del A.
25
En el dialecto del país se designa de este modo el conjunto de toneles y
bocoyes.
desarróllase, en suma, gran parte del trajín de la labranza y
de la recolección. No es raro advertir en cualquier ángulo de
esta explanada un pequeño cuadro de plantas medicinales y
balsámicas, colocadas, por la previsión del labrador, inmediatas a su hogar.
Adorno y requisito indispensable de la era es el hórreo,
que Jovellanos, al tratar de la agricultura asturiana, ensalza
con justicia. El hórreo es el granero de la granja. Exigencias
del clima, condiciones de los frutos, necesidades de la labor,
mil circunstancias locales, inspiraron, sin duda, la idea de
estas construcciones, en que la utilidad no desdeña las galas
del arte. Figuraos el arcón solariego sacado al aire libre; elevad sus caballetes hasta una altura en que la humedad del
suelo y la voracidad de los roedores no ataquen los frutos;
sustituid los tablones de castaño o de nogal por tabiques de
berroqueña, calados para que aireación sea fácil, y pulidos
con ese arte que ha hecho famosos a los canteros gallegos;
añadid un tejadillo de dos vertientes para protegerle de las
aguas del cielo, y ya tenéis formado el hórreo, sin el cual no
se concibe granja alguna en el país. El solo pregona el
bienestar de la heredad en que se levanta. Es de madera, sustentado sobre cuatro pilotes de granito, en las fincas modestas; es de piedra, con profusión de labores, y sostenido por
seis, ocho, diez o más estribos pareados, en las posesiones
ricas. Hórreo cuarteado, ennegrecido y maltrecho, indica
hacienda en ruina; hórreo sólido, encalado y bien cubierto,
labranza próspera. Sus puertecillas, pintadas de rojo, parecen, cuando se otea la campiña, flámulas alegres que pregonan fiesta.
A la era abre también sus puertas la bodega. Acostumbra
a ser espaciosa y lóbrega, sin más arrequives que los propios
de una destilería rudimentaria. El piso lo constituye el santo
suelo, el techo la viguería escueta que sostiene el pavimento
de las habitaciones superiores26. En un rincón está el lagar,
e inmediato a él la prensa, formada por un bloque de piedra, unido a un gigantesco tórculo de roble que sirve para
izarla. Abundan las máquinas trituradoras movidas a brazo;
pero es frecuente pisar los razimos a planta desnuda.
La operación es lenta. Exige labor continua de día y de
noche. Los encargados de realizarla ahuyentan el sueño con
una canturia monótona, especie de salmodia báquica, que
arrulla en su misma cuna al vino nuevo. ¡Extraño cuadro el
que el lagar ofrece en noche de pisada! Las tinieblas apenas
si son rotas en torno de la pila por la llama de los candiles.
Cada racha de viento, precursora de las borrascas del equinocio, al invadir la estancia hace temblar aquellas lucecitas
mortecinas y desvanecerse en humaredas fétidas. A sus destellos aparecen los pisadores teñidos de rojo con las heces
del mosto, sepultados entre racimos hasta media pierna y
26
Hablo, como tengo advertido, en general. Si la índole de este trabajo lo per-
mitiera, podría citar varios nombres de acaudalados propietarios que han montado la industria vinícola con toda perfección. Pero estas excepciones no hacen
más que dar resalto a la común tosquedad de la industria en toda la región.
entregados a un paso gimnástico que tiene actitudes de
danza campesina y traspieses de cuerpo embriagado. En los
rostros, sobre la pátina térrea de epidermis, castigadas por el
sol y el aire, se mezcla la expresión fatigosa de un trabajo
forzado con una alegría adormilada, producida por el olorcillo picante de la uva en punto de fermento. Completan el
cuadro los toneles alineados a una y otra banda del lagar,
esfumados en la sombra, misteriosos e inmóviles, como dioses ventrudos que aceptasen en silencio los sacrificios de los
pobre diablos que cantan y bailan desfallecidos de cansancio entre el humo de los candiles. Es una escena en que se
dibujan rasgos de humorismo rústico a lo Teniers, sobre el
claroscuro trágico de un capricho de Goya.
No lejos de la era suelen estar los establos, reducidos a
unas pesebreras sencillísimas y a unas camas de tojo fino,
helechos o cualquier otra hierba por el estilo —estrume—, que
sirve para cama del ganado primero y después de estiércol
excelente.
Inmediato a la casa hay de ordinario un cobertizo o
alpendre que cobija los aperos de labranza. El instrumental
es el que corresponde a una agricultura en estado primitivo.
Se recuerdan los versos de las Geórgicas al contemplar los
útiles con que el hijo de estos campos explota la tierra en el
siglo veinte: hoces, bieldos, legones, azadas, látigos de majar
y demás enseres, nos transportan a los primeros tiempos del
arte agronómico. Dos útiles descuellan entre todos por su
traza arcaica: el arado y el carro. El primero es el mismo que
Roma ponía en manos de los adscritos a la gleba; el segundo parece contemporáneo de la época de las invasiones bárbaras. Y, con ser cosas tan imperfectas y elementales, no
todos los labriegos pueden adquirirlas. Lugares había, no
hace muchos años, donde sólo tres o cuatro afortunados
mortales tenían arado.
En la construcción de la carreta apenas interviene el hierro: las llantas, y algún refuerzo de las ensambladuras, es
todo el metal invertido en la confección de un vehículo que
parece pensado y labrado en medio de las selvas, sin más
elementos que el hacha y los árboles. Las ruedas son de
roble; el eje de cerezo, aliso o fresno; la lanza de nogal o
castaño. Llámanse chedeiros los largueros de los costados;
cabezalla la lanza. estadullos o fungueiros los palos que a lo
largo de los chedeiros se colocan para sostener la carga, y
cantadoiras las cuñas puestas en el eje para producir ese chirrido prolongado, vibrante, lastimero, que acompaña la
marcha de las carretas a lo largo de los caminos, como voz
doliente de un pueblo en servidumbre.
Los terrenos que forman la granja suelen destinarse a
maíz, centeno, patatas y viña. No faltan cañaverales ni mimbreras, así como tampoco algo de bosque y un poco de
monte. Arboles característicos de estas posesiones son el
pino manso, el ciprés o el castaño. Algunos adquieren
considerable desarrollo y gallardía. Son entonces el orgullo
de la heredad que amparan y hermosean. Mejor que los pergaminos y los blasones, acreditan ellos la antigüedad del
galegos 5 | i trimestre 2009 | 155
fundo. Bajo sus ramas parecen vivir las sombras de las generaciones muertas. Memorias de siglos duermen como pájaros entre sus frondas, y, cuando el viento las agita, modula
el follaje estremecido cuchicheos de la tradición familiar
que habla de seres y cosas pasados para siempre. En estas
fincas conviven una parte del año campesinos y señores.
Aunque tenue, existe aún entre ellos el vínculo de una
común esperanza depositada en la tierra. La vida del labriego es allí lo menos penosa posible. Para ver su miseria de
cuerpo entero hay que visitar la casa del terrateniente pobre,
bien se encuentre aislada, bien en grupo con otras formando pequeños caseríos. He aquí otro aspecto de la vida campesina. La vetusta pompa de la granja noble es reemplazada
en estas viviendas por una desnudez enteramente villana.
Cuatro muros de cantería irregular, donde alternan las
piezas de labra con pedruscos apenas desbastados, forman
las paredes: el techo, a dos aguas, carece en muchas casas de
chimenea. El humo de la cocina no tiene entonces más salida que los intersticios de la techumbre a teja vana. La chimenera suele representar un gasto superior a los medios del
propietario, el cual, antes de abrir un simple mechinal por
donde entren el aire y la lluvia y apaguen más que animen
la fogata del lar, prefiere cerrar toda salida a la combustión
y recluirse con los suyos, retando a la asfixia en torno de la
piedra cenizal, muy dichoso con su suerte si la mano de la
usura o del fisco no le arroja del antro donde vegeta en la
paz que da la resignación a los humildes. Nada más hermoso, visto en el paisaje, que esas humaredas azules, desvanecidas en el ambiente de la campiña, como ilusiones de la tierra purificadas poco a poco en su ascensional cielo; pero
nada más triste que la realidad latente bajo esta ficción poética: pobreza y lástimas, opresión y hediondeces de rebaño
humano indican por doquiera esas apariciones azuladas. Así
resulta tétrica y sucia la mirada del aldeano. Por las ventanas
abiertas no se ve más que la huella sombría del humo. La
mujer no puede dedicarse al embellecimiento del albergue,
porque la faena agrícola absorbe todo su tiempo y toda su
fuerza. No busquéis macetas de flores en las ventanas, ni
pájaros que canten enjaulados bajo la parra que sombrea el
portal, ni nada que revele ocios y distracciones de una mujer
hacendosa. Alguna vieja, hilando taciturna junto al camino,
o algunos niños desnudos, jugando fraternalmente con cerdos y gallinas, son todas las señales de placidez bucólica que
en el hogar se descubren. Los demás individuos de la familia, útiles para el trabajo, están ausentes, laborando el terreno ajeno o el propio, para ganar el pan de cada día. ¡Y qué
pan tan escaso! Pocas regiones habrá donde el campesino
coma menos. El hombre del campo tiene demacraciones de
anacoreta. No es frecuente encontrar rostros sanguíneos ni
carnaciones abundantes. Su estado es el mismo que describía el P. Feijóo en las palabras que copio:
«En estas tierras —dice en su discurso sobre la agricultura— no hay gente más hambrienta ni más desabrigada que
los labradores. Cuatro trapos cubren sus carnes, o mejor
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diré, que por las muchas roturas que tienen las descubren.
La habitación está igualmente rota que el vestido; el viento
y la lluvia se entran por ella como por su casa. Su alimentación es un poco de pan negro, acompañado de algún lacticinio o alguna legumbre vil; pero todo en tan escasa cantidad, que hay quienes apenas una vez en la vida se levantan
saciados de la mesa. Agregad a estas miserias un continuo
rudísimo trabajo corporal, desde que raya el alba hasta que
viene la noche, y contemple cualquiera si no es vida más
penosa la de los míseros labradores que la de los delincuentes puestos por la justicia en galeras».
En la información agraria del año 1887 hay estudios de
particulares y corporaciones que corroboran cuanto siglo y
medio antes decía el ilustre autor del Teatro crítico. Las
legumbres viles siguen siendo la base alimenticia del labrador, y en muchos puntos su bocado único. «La patata —dice
un informe fechado en Mondoñedo—es causa de miseria
fisiológica en esta región».
El uso de la carne es rarísimo. El labrador gallego ceba
reses de carne privilegiada, y, nuevo Tántalo, está condenado a abstenerse de este regalo. Sólo una vez al año, el día de
la fiesta del patrón de la aldea, o en cualquier otra solemnidad de esta importancia, figura en su plato alguna substanciosa tajada. No extraña, pues, que la Comisión de Evaluación en Pontevedra, al informar en la fecha antes mencionada, diga que corresponde a cada cien habitantes un kilo de
carne y medio de aceite. Con el aumento de las
comunicaciones, no falta ahora el pescado en las poblaciones del interior; mas, de todas suertes, parece prodigioso
que aún lozanee una raza que derrocha a diario energías
pocas veces restauradas con plenitud.
Agrupad este conjunto de privaciones y de miseria de las
viviendas aisladas, y podréis formaos idea de la vida en la
aldea, en la parroquia, en el caserío... La comunidad del
infortunio ha despertado hace algún tiempo en los campesinos un espíritu de asociación desconocido antes.
Instintivamente han buscado la fuerza de la unión para
valerse en la adversidad. La avalancha del movimiento
societario, desbordado de las ciudades, ha contribuido no
poco a este resultado. Ello es que contados serán los puntos
donde los labradores no estén ya constituidos en sociedad.
Al principio la asociación no entendía más que en asuntos
privativos de la profesión agrícola: cuestiones de riegos y de
pastos; seguros sobre el ganado, para indemnizar al socio de
la pérdida de una res en caso de accidente desgraciado; fijación de fechas para la vendimia o la recolección de frutos
importantes; persecución de animales dañinos, y mil asuntos de este linaje.
Hoy se nota cierta tendencia expansiva en la influencia
de estas organizaciones. Basadas, como es natural, en la
elección, y celebrándose ésta con la pureza que suele alcanzar el sufragio en corporaciones muy restringidas, no es raro
ver en los puestos directores a los que valen más por su rectitud y experiencia.
Esta autoridad moral facilita la apelación ante ella de mil
cuestiones ajenas a los estatutos, y allí se dirimen querellas
de vecindad, diferencias de colindantes, reclamaciones de
agravios, multitud de pequeños conflictos engendrados en
el comercio diario de los hombres, origen muchas veces de
enmarañados pleitos ante los tribunales ordinarios, y que se
desenredan y zanjan fácilmente cuando, ante sus compañeros, sus amigos y sus iguales, la voz de un hombre honrado,
merecedor de la confianza de todos, exhorta a las partes
enemistadas a la reconciliación y al desagravio. Amplía en
estos términos la acción de la sociedad el horror que el
labriego tiene a poner su suerte, como él dice, en “manos de
los que mandan”. Tanto se ha deshonrado la autoridad entre
ellos, que sólo el mencionarla les produce sobresalto. Toda
personificación de los poderes del Estado llega a él en forma
de rapiña, de expoliación, de fraude, de arbitrariedad.
Cuantas garantías pueden ofrecer las leyes a sus derechos,
las teme como emboscadas puestas a su libertad o a su fortuna. Prefiere, por tanto, entregar su suerte en manos de sus
convecinos antes de verla encomendada a la tutela de poderes extraños.
No todos los labriegos entraron de un modo espontáneo
en estas sociedades. La desconfianza ingénita del gallego le
retraía de toda acción corporativa. Hubo muchos que se
mantuvieron independientes de estas agrupaciones. Pero
bien pronto advirtieron los males del aislamiento. Sirva de
base un ejemplo que, con los anteriores datos, recogí de
labios de un labrador de las inmediaciones de Túy. Un vecino cualquiera tiene la desgracia de que se le vuelque una
carreta en un camino. Si pertenece a la sociedad, el auxilio
es obligatorio y gratuito. No tiene más que demandarlo y lo
encuentra. Pero, si es ajeno a la asociación, el caso varía: entonces sólo puede contar con la bondad de corazón de
aquel a cuya puerta llame; de otra suerte, el servicio tiene la
remuneración que se estipule. Raro es, por consiguiente, el
aldeano que no ingresa en la asociación y que no se interesa por su buen funcionamiento. Lo tranquilizador por el
momento es la política gubernamental que estas asociaciones siguen. Compuestas, en general, de propietarios, aunque
insignificantes, no por eso menos apegados a lo que poseen,
es seguro que no se convertirán nunca en focos de conspiración o de anarquía, pero servirán sin duda para robustecer
la acción de la clase labradora, para hacerla comprender
toda la fuerza de que disponen y para emanciparla de cacicatos rurales envilecedores... En el porvenir, ¡Dios dirá! El
sólo sabe dónde ha de pararse la bola de nieve desprendida
de la cumbre.
¿Cómo distribuye sus labores el campesino, bien habite en la granja señorial, bien en su casita aislada, bien en
pequeños lugares? Véalo el lector, si le interesa el dato: En
Enero siembra centeno, habas, guisantes, poda las viñas y
corta maderas y cañas para repararlas; en Febrero siembra
lino y patatas, continúa la poda de viñas y ata los vástagos
para darles dirección conveniente; en Marzo siembra hor-
talizas, limpia los árboles, y, cuando promedia el mes,
comienza la sembradura del maíz, que continúa los meses
siguientes en las llamadas terras fondas; en Abril, con la prolongación de las anteriores faenas, hace injertos, guía los
riegos, sacha las veigas, siembra plantas de pepita hasta el
cuarto creciente de luna y da a los parrales el primer riego
de sulfato; en Mayo siembra melones y sandías, recoge el
lino maduro, y atiende y vigila las sementeras ya lozanas;
en Junio vuelve a sulfatar las viñas, redobla sus cuidados en
los plantíos y recoge cebollas, ajos, almendras, avellanas,
legumbres y frutas, y por San Pedro el centeno; en Julio
continúan sin novedad importante estas labores; en Agosto
«rasca» las viñas, siembra alcacén o ferraña, trébol, serradela, vallico, grama de amor .y otras forrajeras, y purga los
maíces; en Septiembre recoge los maíces tempranos, estruma o estercola las tierras, siembra habas y nabos, recoge frutas y miel, y comienza el arreglo de las bodegas para la próxima vendimia; en Octubre recoge el vino y las manzanas
de invierno, las castañas primerizas y los maíces tardíos,
hace aguardiente, siembra hortalizas y centeno, corta
maderas en el menguante, y, según el dicho popular, «se
recoge con todo en casa» porque comienzan los diluvios de
la otoñada; en Noviembre llega a su apogeo la recolección
de la castaña y comienza la matanza, se podan las mimbreras, se pagan foros y rentas, y repone los aperos de labranza inutilizados en el trajín de todo el año, y en Diciembre
parte leña, hace estrumes, siembra centeno y patatas en el
menguante de Navidad.
Este cuadro de ocupaciones campesinas ni es completo
ni exacto del todo. En región de clima tan variado como
Galicia resulta imposible clasificar rigurosamente las operaciones de un laboreo que los elementos modifican de zona
en zona, desde la playa hasta las cumbres montañosas del
interior. Con observaciones propias y datos suministrados
por los mismos aldeanos formé ese pequeño calendario
agrícola, sin otro objeto que dar idea al lector de cómo
distribuye su actividad el labriego y qué recursos obtiene de
la tierra. Como puede observarse, ésta jamás descansa; la
rotación de los cultivos es continua; apenas recogida una
cosecha vuelve el arado a preparar el surco para otra nueva.
Es al mismo tiempo una tierra fecunda y casta: fecunda,
porque jamás deja de producir; casta, porque nunca se
exhibe desnuda: un verdor perenne cubre sus entrañas
generosas...
La llamada hoja del pan —cultivo de centeno, trigo o
maíz— es la más importante, y da lugar a la curiosa costumbre conocida con el nombre de servidumbre alternativa de vía,
así llamada porque durante la mencionada hoja se interrumpe el paso de los caminos vecinales a través de los sembrados, para volver a restaurarse, una vez hecha la recolección,
a la hoja siguiente.
Se calcula, con el coeficiente de error natural en estas
averiguaciones, que en atender al trabajo de la tierra invierte el campesino unos ciento sesenta y cinco días al año. Esto
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afirma por lo menos el Ayuntamiento de Ribadavia en la
información de 1887, y se conforma con las observaciones
meteorológicas, que dan un promedio de cien días de lluvias, durante los cuales se dificulta o imposibilita la labranza. Cuando se trabaja a jornal, los precios corrientes son de
seis a ocho reales los hombres y de tres a cuatro las mujeres,
con media hora de descanso al almuerzo y una en la comida, durante jornadas que fluctúan de siete a doce horas. Las
casas acomodadas dan a los jornaleros la parva (aguardiente) a la hora del almuerzo, y vino a la hora de la comida;
pero no es obligatorio, ni tampoco la situación de los propietarios permite esplendidez en el agasajo. ¡Como que
entre gastos de cultivo y pago de contribuciones el propietario de buena fe ve gravados en un 75 por 100 los productos de su finca! Cuando no trabaja como jornalero, el campesino labora la heredad propia o ayuda al vecino en sus trabajos para obtener de él igual auxilio cuando lo ha menester. Esta mutualidad de servicios está impuesta por las condiciones de la organización rural ya descrita.
Mucho se ha discutido sobre la necesidad de implantar
en Galicia una transformación cultural acomodada a las
condiciones del país. En general se tiene por oneroso e
incierto el cultivo del centeno, que ocupa grandes extensiones de tierra laborable en Orense y Lugo, y se considera
amenazado por la concurrencia americana el cultivo del
maíz, muy extendido en Pontevedra y la Coruña. Rémora
pesada para todo cambio son los foros, que en inmenso
número están constituidos por un canon frumentario en
esos cereales; pero el obstáculo invencible es la resistencia
del labriego a toda innovación.
Y justo es confesar que en algunos casos no le engaña su
instinto. ¿Dónde ha de encontrar plata que le suministre
mayores rendimientos que el maíz? Los pendones de sus
flores constituyen un excelente forraje para el ganado; con
las hojas de sus pinochas mulle su lecho; con el grano de sus
mazorcas forma el pan de brona que sostiene sus fuerzas;
con las cañas de largas hojas abriga el piso de los establos, y
con los vástagos de las espigas desgranadas, con los carozos,
alimenta el fuego de su hogar en las noches de invierno y
forma un rescoldo que esparce el calor con suavidades de
caricia por su cuerpo aterido. Vendrán los sabios y los hombres de industria a insinuarle la conveniencia de sustituir
esta planta con otra, la remolacha, por ejemplo, que en
dinero contante y sonante le produce en apariencia más, y
se reirá de ellos, íntimamente convencido de que tales novedades aprovechan principalmente a los capitalistas, y que
los pobres, si quieren vivir, tienen que hacer lo que hicieron
sus abuelos y sus padres, lo que ellos mismos aprendieron
de rapaces. Para curar de esta desconfianza a los labriegos,
sería preciso aligerar sus almas de la herencia secular de preocupaciones que, como resultado de viejas tiranías, fue
amurallando su espíritu contra toda sugestión extraña. Con
abnegaciones muy perseverantes por parte de los elementos
que llevan la dirección de las sociedades modernas, abnega-
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ciones que pugnan, por desgracia, con el egoísmo despiadado de la aurolatría contemporánea, habría que ganar la
voluntad de los campesinos. Con las falacias del mercantilismo al uso jamás se conseguirá que el labriego colabore
con todo el empuje de sus energías inexhaustas a la obra
gloriosa de su propio mejoramiento y del común bienestar.
En la actualidad la crisis de .los cultivos se agrava con los
estragos crecientes de la despoblación arbórea. La naturaleza y los hombres concurren a producir la ruina. El castaño
y el pino desaparecen con rapidez que espanta. El uno perece víctima de una plaga que a los cuatro vientos lleva la
poderosa expansión de su contagio: el otro muere bajo el
filo del hacha para surtir las fábricas serradoras encargadas
de abastecer el mercado de maderas para embalaje de la
industria y entibado de minas, más amplio y voraz cada día.
En una década han desaparecido sotos de castaños de
incalculable valor y pinares en área tan extensa, que en algunos puntos se han modificado, bien que ligeramente, las
condiciones climatológicas.
La pérdida del castaño, independiente de la voluntad de
los hombres, debe lamentarse con desconsuelo de elegía.
Era, como se ha dicho con frase feliz, la caoba de Galicia: la
construcción y el mobiliario tenían en él un material irremplazable. Las habitaciones de las antiguas casas, con la
viguería desnuda de sus techos, y el piso formado de anchos
tablones de castaño, obscurecido por el tiempo, pero compacto y sano en sus fibras, tienen una austeridad solariega y
un ambiente de intimismo afectuoso y grave que por sí solos
pregonan las virtudes domésticas de una raza ajena a la
molicie. De la misma madera eran los muebles más importantes y venerados del hogar: el tálamo y la cuna; el arca y
la mesa de familia, todos los enseres que vinculaban a su
existencia memorias de alegrías y tristezas conllevadas por
varias generaciones en el sagrado de unos mismos muros. Y
si esto representaba el castaño cuando, abatido al suelo, caía
en poder de la industria, nada digamos cuando se erguía
majestuoso cerca de la casa labradora, y en el desperezo
soberbio de sus ramas centenarias suspendía y cimbreaba en
los aires como un titán la inmensa bóveda de su ramaje cargado de frutos. Él defendía entonces la mísera vivienda del
embate del viento y de los rayos del sol; proporcionaba con
sus vástagos nacientes material abundante para los
instrumentos de labranza; suministraba copioso alimento a
los hombres, cebo muy apetecible a los ganados, riqueza
considerable para la exportación; daba al fuego de la cocina
rural el combustible excelente de las cápsulas espinosas que
protegen el fruto; contenía, multiplicándose en la falda de
los montes, las avalanchas del agua oponiéndolas la coraza
de su robusto tronco y transformándolas, al subdividirlas,
en riego bienhechor; cobijaba, por último, los regocijos
campesinos, las hogueras de los magostos al tiempo de la
recolección, y las romerías de los santos tutelares del lugarejo cuando llegaba el día de su fiesta. Estaban asociados estos
árboles venerandos a todos los menesteres de la vida aldea-
na. Eran los protectores, los amigos del labriego infeliz. El
dolor del paisano cuando viera languidecer primero, secarse
más tarde, caer, por último, atacado de enfermedad misteriosa el castaño inmediato a su vivienda, sólo puede compararse al que experimentara quien presenciase, sin conocimiento de causa ni noticia de remedio, la agonía de una persona amada; agonía solemne, sin un grito, sin una contorsión, sin una mueca; lento eclipse de una vida robusta que
se sumerge en la muerte con la dulzura de una vibración
que se extingue. Los árboles se colorean de rojo lentamente
hasta que las ramas toman el mismo matiz. Parecen entonces árboles de una flora infernal. Destacan sus líneas de
fuego sobre el fondo verde de las arboledas lozanas; los
pájaros esquivan su encuentro, a las caricias de las auras permanecen rígidos, y así fenecen sin que de sus troncos pueda
aprovecharse la más pequeña astilla. Varias localidades perdieron de este modo una de sus mayores riquezas, sin que
nada haya venido a suplirla. Calcúlese por esto la magnitud
de la ruina.
El pino no sufre una plaga de la naturaleza, pero cébase en él la plaga de una codicia que no refrena un cálculo
previsor. El desarrollo creciente de la minería en España, y
el muy considerable que adquiere la exportación de frutas,
producen gran demanda. de madera de pino, ya recortado
en bruto para estribos en las galerías de la minas, bien serrado en forma de tablitas aptas para envases; sin contar con
el ordinario empleo que en tablones y en troncos tiene en
la carpintería de construcción y de ribera. Los pinares disfrutan hoy considerable valor, pero se les explota con más
afán de momentáneo lucro que propósito de constituir un
inagotable filón de permanente riqueza. Se tala, pero no se
siembra. Disminuye a ojos vistos el vuelo considerable de
los pinares; surgen escuetas muchas cumbres, antes protegidas por grandes masas piníferas; y no se advierte que por
parte alguna se intente el remedio del menoscabo. Vuela
más la cuchilla de la serradora mecánica que la mano del
sembrador prudente. Por los ríos descienden a diario, formando grandes almadías, verdaderas selvas de pinos destinados a abastecer las fábricas colocadas en las márgenes. En
los valles mézclase desde hace poco tiempo, a las armonías
serenas de un mundo puramente bucólico, el fragor insólito de las sierras movidas a vapor. Su poderoso resuello de
ogro insaciable ha hecho callar al chirrido acompasado y
lento de la sierra primitiva, impulsada por el esfuerzo muscular de dos trabajadores en genuflexión constante.
Desentona esta intrusión del maquinismo moderno en
medio del idilio de los molinos de piedras giratorias agazapados en un salto del río, de los cigüeñales emplazados entre
los maíces para regarlos con el sencillo subir y bajar de su
tosca palanca, del arado y de la carreta ya descritos, y de
tantos otros artefactos de una maquinaria rural de sencillez
proporcionada a las necesidades de un pueblo estancado en
la agricultura del tiempo de Columela. Con esperanza se
oye aquel grito de vida nueva, activa y emprendedora, que
vibra en la sirena de la fábrica cuando anuncia el principio
y fin de la jornada; pero no sin zozobra se advierte que el
progreso señálase principalmente por el avance del hacha
en los pinares; tras las cortas, dirigidas de un modo poco
inteligente, sin más regulador que el interés individual de
propietarios poco cuidadosos del porvenir, se prepara, tal
vez, una crisis que acaso salve el capitalismo con sus combinaciones de cartels y de trusts, pero que seguramente agravará la situación del campesino con el encarecimiento de
un producto que hoy constituye un auxiliar inestimable. El
pino, como me decía una vez Mellado, es, en realidad, el
árbol del pobre: una cuna de pino le recibe al nacer; un
ataúd de pino le recibe al morir; de pino es el mástil y el
remo de la lancha pescadora, y la mesa del taller y las paredes del tugurio donde descansa y goza el trabajador...
¡Árbol admirable! No pide cuidados especiales, ni tierras
escogidas, ni desembolsos cuantiosos.
Las cumbres, donde ningún otro vegetal medra, le sirven
a él para prosperar gallardo. El ala del viento, el pico del
ave, cuando no lo hace la mano del hombre, llevan a las
desnudas crestas de las montañas su germen, y apenas toca
a la tierra la fecunda. Arraiga entre las rocas, las descompone, preparando la formación de terrenos menos ingratos,
explora constantemente con sus raíces los senos de la naturaleza, y, dondequiera que descubre un principio de vida, lo
atesora para él y para el hombre. ¡Ciega codicia la que de tal
modo amenaza su existencia! Todo ello no hace más que
confirmar la impotencia del régimen de propiedad personal,
tan fecundo en otros empeños, para conservar y explotar
grandes masas forestales. Con autoridad indiscutible lo afirmaba hace muchos años un ilustre ingeniero de montes27.
«La producción secular —decía— que caracteriza al monte
alto, y de la que tan inapreciables bienes recaban los pueblos, no tiene plenas garantías de perpetuidad más que en
manos de dueños imperecederos como el Estado».
Lo deplorable es que el Estado en España haya vivido
largo tiempo en el sopor de una covachuela rutinaria, en
donde ni por casualidad entraba una ráfaga de aire del
campo; y, aunque ahora bosteza actividades, antes de que
pueda extender, con garantías de perpetuidad, una sabia tutela sobre estos intereses, habrá pasado tiempo bastante para
borrar de la memoria de las gentes el recuerdo de una calamidad como la que hoy amenaza Galicia.
Por lo demás, el campesino no se preocupa vivamente
del daño, su mundo se circunscribe a los límites de su heredad, y fuera de sus muros se extinguen sus ansias. Vive la
vida de un modo intenso, porque sufre, trabaja y ama, tal
vez con exceso; pero todas estas energías las reconcentra
bajo su techo, preocupándose muy poco de lo que pasa por
el mundo. Diríase que aquellos muros interminables que
cercan la atomizada propiedad gallega son murallas infranqueables a toda novedad exterior.
27 V.
Cuarenta años de propaganda forestal, por D. Lucas Olazábal. N. del A.
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V I . C O N C LU S I Ó N
Cuanto llevo dicho, puede resumirse en muy pocas palabras. En Galicia, bajo un clima benigno y sobre una tierra
loada sin distingos por su hermosura, vive una raza fuerte y
sobria, trabajadora y sumisa. Instituciones rurales arcaicas,
excelentes en el fondo, desnaturalizada alguna de ellas en la
forma e incompatible en sus derivaciones jurídicas con la
corriente de los tiempos, mantienen la agricultura en atraso,
la propiedad desintegrada, al labrador en servidumbre, y
sobre todo a la mujer en una esclavitud deshonrosa para el
estado social que la hace posible. A estas causas de malestar
histórico únese en nuestros días la inmoralidad administrativa de los ayuntamientos rurales, la poca austeridad de la
administración de justicia en sus bajos órdenes, la falta de
instituciones de crédito agrícola, el desarrollo de la usura
lugareña, que es su consecuencia; la carencia de vías de
comunicación, así principales como secundarias, que sirvan
expeditamente las verdaderas necesidades de la comarca;
todo, en fin, lo que da de sí un régimen de representación
popular, falseado de arriba abajo, en tales términos que no
puede protestar ningún vituperio por injusto, ni ninguna
maldición por inmerecida.
Un amor vivísimo a la tierra natal, amor que al mismo
tiempo es actividad y es inercia, atracción y repulsión del
terruño, pasión a la verdad muy compleja, cuyo secreto
queda recatado en el alma soñadora y poco abierta del aldeano, le obliga a trabajar sin tregua y a vivir resignado, muchas veces dichoso, sobre los campos que posee, haciéndoles producir de tal suerte, que la región sostiene una de las
poblaciones más densas de la Península, no obstante la sangría de una emigración cada vez en aumento y las imperfecciones de un laboreo primitivo. ¿Qué sería si esta agradecida y hermosa tierra gallega pudiese ser explotada con alivio
de las cargas que hoy soporta, bajo un sistema más inteligente y con remueración más amplia del trabajo que en
fecundarla ponen sus hijos?
Con la enumeración de los males va implícita la exposición de los remedios. Falta sólo la voluntad poderosa que
ataje los unos y aplique los otros, pues bien conocidos son
desde hace mucho tiempo ambos. Tierra libre, pueblo educado, justicia garantida, puede ser la fórmula que compendie la solución del problema. Esto bastaría para hacer feliz
y próspera una región que parece destinada por el cielo
para ser vivida y trabajada por los hombres en paz y en
amor de hermanos.
Pontevedra, octubre de 1903
160 | galegos 5 | i trimestre 2009
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