El campesino gallego* por Prudencio Rovira Prólogo por Eugenio Montero Ríos PRÓLOGO En este libro de pocas páginas se examinan problemas muy interesantes. Entre ellos, el que se relaciona con la situación de la propiedad territorial gallega, es de aquéllos sobre los cuales no puede pasar de largo la mirada de un hombre de gobierno. Está bien esbozado por el autor el cuadro de aquella tierra pulverizada en su parcelación hasta lo inverosímil y tiranizada en su posesión hasta lo increíble. Examinadas las causas históricas que han dado origen a semejante estado de cosas, maravilla que la ola del tiempo, como la del mar, triunfadora de los obstáculos más tenaces, haya dejado subsistentes vestigios de una constitución social reñida con el espíritu de los tiempos nuevos, con las orientaciones jurídicas de las naciones más adelantadas, y sobre todo con aquellos principios de equidad inmutable que regulan la vida de los pueblos felices. Suena a sarcasmo la palabra libertad en Galicia, cuando el ciudadano, ungido con la esencia de prerrogativa tan noble, se ve,forzado a vivir sobre una tierra en esclavitud. La obra revolucionaria ha quedado en aquella región detenida; las cargas perpetuas siguen pesando sobre la propiedad rústica, como si la desamortización y la desvinculación no hubiesen realizado, bien que imperfectamente y a cambio de otras ventajas perdidas, su misión de hacer de la tierra un instrumento flexible y dócil para servir las necesidades del propietario o del agricultor. Acierta el autor de este libro cuando afirma que, a pesar de la gravedad del daño, el problema de los foros no crea en Galicia un estado de opinión clamoroso y airado como los que por motivos de menor entidad suelen suscitarse en nuestra sociedad perturbada. Pero no es solución, como tengo dicho antes de ahora, el mantenimiento indefinido de lo existente. Las dos fracciones históricas del dominio tienden a reconstituirse en unidad plena, y como es demencia pensar que esa reconstitución se haga en manos de los que no pueden presentar más títulos a la posesión que veleidades de la fortuna o privilegios del linaje, es evidente que la tierra, con todos sus derechos, será transferida al labriego, al que consume en fecundarla su existencia, al que no la escatima ni amor ni cuidado. Labor de buen gobierno será siempre facilitar la mudanza. A la vista de mal tan grave no puede el Poder público permanecer indiferente. No lo ha sido en ninguna de las naciones que se ha encontrado en caso idéntico. Por mediación del Estado pudo Rusia consumar en pocos años la redención de las tierras, complementaria de la de los pai* Se publicó originariamente en Madrid, 1904. Imprenta L. Aguado. sanos o siervos, decretada por Alejandro II; por mediación del Estado realiza Inglaterra la gran transformación de la propiedad en Irlanda. En España no sería nueva la tentativa si ahora se quisiera imitar esos ejemplos. Quien esto escribe, tiempo ha que llevó la cuestión al Parlamento, más por tranquilizar la propia conciencia, cumpliendo un deber de Gobierno, que por alentar la esperanza de un éxito imposible, cuando, a la resistencia de los intereses creados, se unía esa misma falta de opinión activa que hoy se advierte. Fórmula fácil para lograr el fin que se persigue sería la de que el Estado mediara entre propietarios de hecho y de derecho, facilitando al colono el importe de la redención de las cargas que hoy le abruman y reintegrándose del desembolso con un recargo transitorio en la contribución territorial, que desaparecería al extinguirse el anticipo. Procedimiento análogo han seguido con fortuna las naciones que consiguieron eliminar de su contextura supervivencias de tiempos transcurridos para no volver... Bueno es, por de pronto, que libros como el actual vayan despertando la opinión e interesándola en el tema, pues nada duradero y práctico podrá hacerse sin el concurso y el asentimiento de los llamados a gozar de la mejora. De desear sería que ésta no se demorara largo tiempo; va en ello el porvenir de aquella región tan digna de mejor suerte, y el propio interés de la paz social, que no puede considerarse afianzada cuando la justicia queda en secuestro para los humildes. I. GALICIA Y LOS CONFLICTOS AGRARIOS Los conflictos agrarios se extienden en España con rapidez. Periódicamente surge en las campiñas de Extremadura y Andalucía el choque de intereses entre los propietarios y trabajadores de la tierra. La recolección se hace en buena parte de aquellos cortijos y dehesas sin alegría y sin cantos. Esa época bendita en que la mies sazonada ofrece al agricultor el desquite de todo un año de desvelos y fatigas, llega sin que ninguna señal de regocijo anuncie su aparición venturosa. Antes al contrario, dóblase en aquellos momentos la zozobra. De chozo en chozo, de gañanía en gañanía, la musa de la destrucción y del odio arrulla las horas de soledad y de miseria de braceros y peones con palabras de instigación al crimen. Por su parte, al propietario le desvela la pesadilla de sus campos incendiados por la tea de la anarquía. Sólo bajo el amparo de los fusiles que distancian y galegos 5 | i trimestre 2009 | 141 contienen a muchedumbres torvas y famélicas, pueden ser acarreadas las espigas al granero del hacendado epulón. Cuando esto ocurre y de tal modo se evidencian los peligros de un régimen que mantiene en discordia irreductible a capitalistas y jornaleros, suelen volverse los ojos en busca de remedio a aquellas regiones en que la explotación del campo se practica en más feliz consorcio de iniciativas y esfuerzos, en que lo tuyo y lo mío no se vindican en confabulaciones facinerosas, ni se aseguran con militares defensas; en que cada cual cultiva su huerto y ve florecer sin envidia ni enojo la heredad del vecino... Galicia suele ser incluida en el número de estas comarcas aparentemente dichosas. A su organización agrícola se atribuye las virtudes de sus naturalezas, la sencillez de sus costumbres, la densidad de su población, lo extenso de su superficie cultivada... El modo peculiar de sus antiguas terrateniencias es reconocido como equitativa asociación del capital y del trabajo, recomendada por muchos economistas para la repoblación de los territorios baldíos y el aprovechamiento de latifundios sin roturar. Mas es el caso que, mientras se encomia la excelencia de la constitución rural de Galicia, sus hijos la abandonan para buscar en otros países medios de vida que no encuentran en el propio; una horrible miseria aflige a los que permanecen apegados al terruño; aldeas enteras se declaran insolventes con el Fisco, y por todas partes apuntan señales de un malestar hondo. ¿En qué consiste la paradoja de ser Galicia, a un mismo tiempo, envidiada por feliz y compadecida por desgraciada; de ser allí el suelo patrimonio de pobres y de ricos, y de arrastrar, no obstante, la familia campesina existencia tan miserable como en esas comarcas donde acaparan la tierra unos pocos, substrayéndola al disfrute y aprovechamiento de los más? Con el propósito de explicar este fenómeno he trazado las páginas que siguen. No dicen nada nuevo a los conocedores del país: aspiran sólo a popularizar, entre gentes que le sean de cualquier modo extrañas, intimidades de un mundo labriego muy digno de ser conocido para que sea en lo que vale estimado. Ya comprendo que estudio de esta clase excluye todo arrebato lírico y toda pompa retórica: estadísticas concienzudas, informaciones detalladas, cifras exactas, razonamientos sobrios, son los elementos de más valor en semejantes empresas. Bien que mal, me había pertrechado de estos materiales para mí modesto trabajo; mas, al desarrollar el tema, estorbóme aquel acopio. Desbordaba el elemento afectivo y pintoresco del asunto del cauce que le ofrecía el casillero de una estadística. Las penalidades de la mujer gallega no quedan descritas con sólo decir que hay tantos o cuantos miles de ellas dedicadas a las labores del campo; los estragos de la emigración no se evidencian con apuntar la cifra de los campesinos que embarcan en cada puerto; la miseria y el hambre de las aldeas no se conocen por la simple inspección de unas cifras que representen el número de fincas embargadas por la Hacienda, o la proporción entre los artículos consumidos y el número de consumidores. La 142 | galegos 5 | i trimestre 2009 elocuencia de los números no la comprenden todos. Es una elocuencia de gabinete, que al salir a la calle degenera en charla abstrusa y tediosa. Cuando una injusticia pide una protesta, un vicio un reproche, una virtud un aplauso, ¡qué pobre, qué frío, qué antipático resulta el signo aritmético empujado y aprisionado aquí y allá sobre el papel bajo la rotación del cuadradillo! He ahorrado, por tanto, en este librejo las arideces numéricas que pudieran hacerle enfadoso; recojo, en cambio, ésta es mi ilusión al menos, los ecos de la vida rústica tal como llegaban a mí al escribir estas páginas en los campos que rodean el hogar natal, sin idealizar paisajes, costumbres y figuras en lo que tienen de bellos, ni fantasearlos tampoco más groseros en lo que tienen de repulsivos y prosaicos. No es la mía obra de un sociólogo, sino modesta labor de un periodista en vacaciones. Con ella, ya que no enseñanza, brindo al lector apacible esparcimiento. I I . E L PAÍS Galicia es un don de los Pirineos cantábricos y del mar; a éste debe la templanza de su clima, a aquéllos la base y abrigo de sus tierras laborables. Al llegar la gran cordillera a la región gallega, se encrespa y concentra en un macizo de colosales alturas. Dominan este sistema los picos Ancares, de 6.963 pies de altura el uno, de 7.570 el otro; y de ambos se desprenden innumerables ramificaciones y estribos, que forman las vertientes oceánica y cantábrica del país de ocaso. Millares de cursos de agua se deslizan entre las quebraduras de esta masa rocosa1. Regando valles de celebrada belleza o serpenteando entre el abrupto laberinto de las encañadas, gran parte de estas venas fluviales pierde su nombre y curso para engrosar treinta y dos ríos de muy diversa importancia que rinden al mar el tributo de su corriente. El Sil y el Miño son los príncipes de este opulento mundo de agua en constante vida y movimiento. Al observar su curso en el mapa, al ver los innumerables afluentes que los ensanchan, no puede menos de recordarse la hermosa alegoría del Nilo, que el genio griego nos legara en mármol para eterna gloria de su arte... Pues aplicando a los ríos de mi país la alegoría del misterioso río africano, me figuro aquel coloso que, recostado entre lotos, ceñido de espigas y apoyado en una esfinge, es rodeado por diversos rapazuelos, encarnación de sus afluentes, como un aldeano robusto, cercado de prole numerosa e inquieta, que entre castaños y maizales, pámpanos y sauces, camina hacia el mar, llenando la campiña con el eco de sus cantares quejumbrosos. Si se exceptúan el Miño, el Ulla en sus primeras leguas, y algún otro, los demás ríos gallegos no son navegables. Bajo los muros de Túy, no lejos del Puente Internacional, y frente a la plaza fronteriza de Valenca do l Se calculan en más de 3.000. Véase Galicia Médica, por D. Ramón Otero. N. del A. Miño, suele fondear una cañonera de nuestra marina militar. De allí en adelante sólo remontan el cauce, hasta Caldelas y Salvatierra, algunas lanchas de vela, de fondo plano, conductoras de mercaderías. El resto del río apenas es surcado por algún botecito de pesca o por las barcas que hacen el tránsito de orilla a orilla. Igual sucede con los demás de la región. No pueden omitirse en estas indicaciones hidrográficas, además de los mencionados, los ríos Tambre, Ézaro, Avia, Aroya, Jallas, Eume, Eo, Umia, Ramallosa, Limia, Támega, Lérez y mil más, porque citarlos es nombrar las cuencas que fecundizan, los valles que riegan; valles que, como los de Monterrey, Quiroga, Valdeorras, Lemus, Miñor, Cerdedo, Salnés, Padrón, Lorenzana y otros muchos, son el principal asiento de la población labriega, y adonde se han de referir las observaciones que haga cuando entre a estudiar al aldeano en su medio peculiarísimo. De lo quebrado y descompuesto de la comarca pueden formar idea los que no la conozcan, con sólo imaginar que, desde las cumbres de los Ancares hasta el Océano, el terreno salva un desnivel de dos mil metros próximamente2 en una longitud de dos grados y medio. Compréndese, por tanto, la violencia de sus contorsiones, la brusquedad de sus repliegues, la abundancia de sus fragosidades para conseguir transformar los tajos y escarpas de aquellas cimas ingentes en los collados y vegas de la marina, donde la naturaleza desarruga por completo el ceño de vejez de sus soledades montañesas y muestra encantos y alegrías de aldeana amorosa y joven, feliz y engalanada. Por todas partes se notan vestigios de la lucha que precedió a semejante metamorfosis. Las rocas aparecen acuchilladas y hendidas, como si un pueblo de gigantes hubiese en ellas probado el temple de sus espadas mágicas. En otros puntos el granito se encuentra arrugado, como almohadón de pluma que conservara indeleble la presión de unos dedos nerviosos. Todo ello forma mil accidentes pintorescos: desfiladeros umbríos, mesetas plácidas, torrenteras coléricas, senos floridos que se escalonan y enlazan hasta llegar insensiblemente a la ribera. Al Norte de la región se adivina, por la estructura del terreno, que la energía inicial de la masa pétrea resistió en el período de formación las presiones que ramificaron hacia el Sur el núcleo principal de la cordillera. Hubo fugas victoriosas de la dinámica plutónica en la dirección general de la cadena cantábrica. Son resultado de ellas los promontorios que recortan la provincia de la Coruña, y aun aquellos que en la de Pontevedra, cubiertos de vegetación, poblados de caseríos y accesibles en muchos puntos por playas finísimas, contienen las famosas Rías Bajas, Verdaderos edenes del Océano. A la variedad de estos accidentes topográficos corresponde una gran variedad climatológica. 2 Altura del Pico de la Guiña, en los Ancares. Véase Memoria Geográfico- España —dice el señor Llauradó— tiene un clima continental3. La afirmación del notable ingeniero es aplicable concretamente a Galicia, que dentro de su área geográfica registra condiciones atmosféricas similares a las de muchas regiones de Europa. Hay pueblos en Lugo frecuentemente aislados por la nieve, y otros en Pontevedra donde apenas se conoce este meteoro. En Orense el termómetro suele marcar en estío las mayores temperaturas, al paso que en lo demás de la región abundan localidades en que casi no se sienten los rigores de la canícula. En un mismo paisaje sorprenden al espectador las plantas más antitéticas por su área geopónica. El olivo es árbol característico de los cementerios gallegos. En el mayor abandono desarrolla su copa recortada y brillante, como rústico dosel de las tumbas donde duermen, los que fueron, su sueño de paz. A él hace alusión Rosalía de Castro en unos versos que vivirán lo que duren en el mundo el arte y el sentimiento. O simiteiro de Adina, N’hay duda qu’é encantador, C’o seas olivos escaros De vella recordazón... Pues no es raro que para ir a uno de estos camposantos a gozar esa poesía de la muerte que transciende a la vida en obras de ingratitud y abandono: en lápidas borrosas, en cruces volcadas, en coronas deshechas, en el musgo y la hiedra que siembra el olvido en los sepulcros: no es raro, digo, que para sentaros al pie de estos árboles y oir entre sus ramas cantar, mitad piadosos, mitad burlones, los ruiseñores, hayáis tenido que subir un pinar bravo o cruzar un seto de castaños o de robles, bajo un cielo gris acaso absorbido en una niebla que cala hasta los huesos su vapor frío. La vecindad y coexistencia de vegetales característicos de zonas distintas indica desde luego que las condiciones del clima septentrional están profundamente modificadas por agentes climátiles diversos. De ellos, el más poderoso es el mar, cuya influencia térmica se extiende a buena altura de la región costera; los demás pueden reducirse a la distinta exposición y declive de las tierras, y sobre todo a la humedad del ambiente. ¡La humedad! He aquí lo que uniforma el clima gallego, lo que pone un sello característico a toda la región. En Galicia llueve por término medio 177 días al año; los aguaceros suelen comenzar poco después del equinocio de otoño. —Raro es el año que trae enjuta la vendimia—. Con ligeras bonanzas así se llega a Diciembre, época en que se abren de veras las cataratas del cielo y con breves intermitencias continúan desbordadas hasta el mes de Abril. Las horas del invierno en la ciudad van acompañadas del golpeteo incesante del agua de los canalones sobre el pavimento de las calles; en el campo, de un fragor apagado, pro- Agrícola sobre la provincia de Pontevedra, por D. Antonio de Valenzuela, premiada por la Academia de Ciencias en 1855. N. del A. 3 Véase su conocida obra Aguas y Riegos en España. N. del A. galegos 5 | i trimestre 2009 | 143 ducido por la masa pluvial cayendo sobre las bóvedas de ramaje, y descomponiéndose al resbalar por la tierra en mil arroyos gemidores. En el recinto urbano, la humedad se traduce en grandes manchones obscuros que dan a la cantería de los edificios aspecto llorón y triste; en los campos se condensa en nieblas persistentes, en brétemas, como dicen los campesinos, muy fluidas y transparentes en ocasiones, en las cuales la luz produce cambiantes que multiplican hasta los más remotos términos las tonalidades del paisaje, dentro siempre de una gama fría y violácea. Gran parte del año el campesino del noreste hace una vida cuasi anfibia. Vive sobre la tierra, es cierto, respira el oxígeno del aire, pero es una tierra tan empapada por la lluvia, un ambiente tan saturado de agua, que parece constituir un término medio entre el mundo puramente acuático y el terrestre, y hace sospechar en los naturales del país modalidades fisiológicas singularísimas que les permitan vivir y prosperar en condiciones tan extraordinarias. Esto da origen en la indumentaria campesina a tres prendas típicas: la carocha o caroza, capotón de paja de centeno o de junco, especie de choza ambulante con que el aldeano arrostra los aguaceros cuando se ve forzado a dejar las paredes de su casa; el inmenso paraguas de lienzo colorado, mástil robusto, mango y regatón de bronce, capaz de resistir victorioso todas las ventiscas y todos los diluvios4, y los zuecos de madera, rellenos de paja, de forma abarquillada, como hechos para navegar por los caminos de la aldea, transformados en riachuelos con los chubascos invernales. El labriego soporta con buen ánimo esta abundancia de agua. La oye resbalar meses enteros sobre las tejas de su pobre albergue, o la ve condensarse en nieblas sobre los montes, e infiltrarse en vapor impalpable hasta las ropas de su camastro. No se impacienta. Con aquella agua desciende a su hogar la cosecha de mañana, el bienestar futuro que alivia con esperanza de mejora la estrechez presente. Sabe que el terruño de que vive, empobrecido por largos años de un laboreo incompleto y formado en buena parte de areniscas, necesita aquella superabundancia de agua del ciclo para reponer su fecundidad precaria. No habría desgracia comparable a la de ver, durante esos meses en que la naturaleza restaura sus fuerzas e incuba gérmenes de vida nueva, flamear el sol sobre los valles centellear sobre el cristal de los ríos y, limpios de nubes, sonreir en constante calma los cielos. Eso sería el bello disfraz de una horrible miseria. Como las tierras del Nilo, necesita la tierra gallega una inundación periódica lleve a lo más hondo de sus entrañas en fatiga los estímulos de la maternidad renovada. Parece prodigio ver cómo el terreno absorbe el copioso riego de las nubes. Pocas horas bastan para dejar la campiña en estado normal. El agua que no resbala por los decli- ves para distribuirse en la red fluvial ya descrita, se evapora rapidísimamente o desaparece en el subsuelo a hilo de filtro. La generalidad de las tierras son sueltas y de gran permeabilidad. Se comprende que así sea, porque la base geológica de la región es el granito, cubierto de capas más o menos profundas de terreno reciente, originado en gran parte por la descomposición de la roca primitiva. D. Salvador Calderón, al traducir y anotar la geología de M. Archibal do Geikie, Director general de la Comisión Geológica de Inglaterra, afirma que el granito de Galicia, come el del SO. de aquella gran isla, está descompuesto hasta una profundidad de 50 pies, y puede rompérsele simplemente con una buena azada5. Hay excepciones contadas pero muy características en el país, de este fenómeno. Tales son los terrenos llamados gándaras o tierras frías, de composición arcillosa, de horizontalidad perfecta, que se observan en el centro de regiones muy feraces, convertidos en yermos por el exceso de agua acumulada. Ejemplo notable de ello nos presentan las famosas gándaras de Budiño, inmediatas a la vía férrea y conocidas de cuantos viajan por la línea de Monforte a Pontevedra y Vigo. E1 tiempo sereno está mantenido en el país por el viento Norte; el Sur trae las grandes lluvias; el Oeste aguaceros intensos pero fugitivos, y el Este vientos y lluvias. Los aldeanos se dan cuenta de estos cambios por mil indicios desconocidos para los que no están habituados al terrazgo: por el centelleo del pábilo del candil, por el canto de las ranas, por el modo de acostarse el buey en el prado, por la sonoridad de las campanas, o por la cerrazón de determinadas cumbres; por mil detalles de la vida rústica, que sustituyen con el lenguaje poético de la naturaleza la prosa insípida de los boletines meteorológicos. I I I. LA R AZA Descrita ya la región, intentemos dibujar los caracteres de la gente que la puebla. Ofrécese ésta como uno de los más perfectos tipos de razas sufridas y robustas, animosas y mecánicas. Los hombres son altos, de movimientos calmosos y torpes, de aspecto reflexivo y grave. El rostro suele acusar líneas de rasgos fieros y enérgicos: narices aguileñas, bocas fruncidas con dureza, quijadas rectas que en los jóvenes rememoran el modelo atlético: todo ello esfumado en una sombra de tristeza íntima, de abatimiento secular, que, sin introducir alteraciones radicales en la nobleza de los rasgos primitivos, los deslustra y embastece con cierto aspecto acansinado y manso. Recuerdan esos relieves escultóricos caídos de la portada de un templo en ruina, maltratados por la inclemencia, carcomidos por la vegetación parásita que invade todo cuan5 4 Sería impropio de un trabajo como el presente el estudio minucioso de la Estos paraguas, de los cuales se sostiene un gran comercio con Portugal, lle- formación de los terrenos en Galicia. Los señores Valenzuela y Otero, en las van en el país el gráfico nombre de compañeiros, por el uso constante que se obras citadas, han realizado ya la empresa, y a sus libros me refiero. Los moder- hace de ellos. N. del A. nos trabajos sólo han llevado a estos libros ligeras rectificaciones. N. del A. 144 | galegos 5 | i trimestre 2009 to cae en tierra, y que, no obstante, aún ofrecen a los ojos del viajero rastros luminosos de la belleza creada por el artífice que los labró con alto destino. Las mujeres son también, por lo común, de buena talla, formas equilibradas y macizas, ademanes resueltos y briosos, feliz conjunto de fuerza y de gracia. La herencia de trabajos y de miseria que sobre ellas gravita no ha impreso tan hondamente en sus rostros el estigma de desaliento que abruma la frente del aldeano. El genio de la estirpe parece llevar a sus pupilas destellos de una llama que pugna por esplender entre cenizas de siglos. Lo que más vale en Galicia es la mujer. Será porque la flor de la población viril busca en la emigración camino para desfogar en otros países las iniciativas que han dado tanta importancia a las colonias gallegas de América; será porque la participación activa que toma en trabajos, por lo común reservados al sexo fuerte, vigoriza en ella aptitudes que no ejercitan las hembras sedentarias y domésticas; será por lo que quiera, pero es lo cierto que la mujer gallega, sobre todo en las clases rurales, es el alma del hogar, el pensamiento director, la voluntad dominante. No usurpa al hombre su papel de jefe de casa, ni es una maricalzones despótica y entrometida. Antes, al contrario, muéstrase cariñosa y dócil, voluntariamente sometida al yugo del amor y del trabajo. Mas no se hace cosa sin contar con ella, y suele ser acatada la autoridad de su consejo. Es frecuente el caso del labrador que al tratar del arrendamiento de una tierra, luego de discutir minuciosamente con el dueño las condiciones del contrato, aplaza el acuerdo definitivo hasta que la mujer da el visto bueno a lo pactado en principio. Por su parte los propietarios quedan más tranquilos con este refrendo. Es prenda de asentimiento pleno a las obligaciones concertadas. En cuanto digo me refiero a la gente rústica. En las clases elevadas sucede lo que en todas partes; y aun en ellas no es raro que culmine en diversas manifestaciones de la inteligencia la mujer. ¿Qué pensador gallego puede compararse a Concepción Arenal? ¿Qué poeta supera a Rosalía de Castro? ¿Qué escritor emula, en el vigor de la mente, con Emilia Pardo Bazán? ¡Bien caro paga la mujer gallega el ascendiente de que goza! Sobre ellas pesa el trabajo más rudo de la faena agrícola. Al tender la mirada por la campiña se advierte por doquiera su mano. El fuego que delata el humo del hogar, ella lo enciende: las tierras que rodean la vivienda, ella las cava; el ganado que pasta en las praderías, ella lo apacienta; el grano almacenado en el hórreo, ella lo porteó sobre su cabeza, y lo mismo los racimos que colman el lagar, y el tojo que forma la cama de los establos, y las patatas destinadas para el pote, en un rincón de la lareira6. Hasta encontráis en ocasiones la huella de su trabajo en la carretera que recorréis: ellas condujeron desde las canteras los pedruscos para el afirmado, y ellas los fraccionaron en los montones de grava de las cunetas, dejando en aquellos guijarros de aristas 6 Piedra del hogar. N. del A. afiladas, no ya el sudor de su frente, sino la sangre de sus manos, substraídas, por consecuencia de una mecánica social inicua, a su noble misión de embellecer y suavizar la vida. Aunque no sea frecuente, también puede vérselas ejercer oficios de faquines, cargando baúles en las estaciones rurales del ferrocarril. No hay trabajo, por agobiador que sea, al que rehuyan aportar el vigor de sus cuerpos floridos con todas las gracias del sexo. Desde muy niñas cargan con tal cruz. Apenas alborea su edad núbil, se ven forzadas a una labor dura. La pujanza de la edad se sobrepone a tal fatiga. Sus encantos lozanean con el esplendor que ha hecho famosa la hermosura de la mujer galiciana. ¡Menos que una mañana dura la primavera de sus hechizos! Convertidas en máquinas de trabajo, cuanto en la arquitectónica femenina puede estorbar para el funcionamiento desembarazado de los músculos, se elimina en la combustión provocada por el ejercicio violento y diario. El pecho adquiere sequedad varonil; brazos y piernas, en cambio, lucen, en el impudor bravío del traje de labranza, recias musculaturas, animadas por venas de gran relieve. Pocos países habrá donde la prestación personal sea tan cruel. Mucho ha de tardar el progreso en manumitir a estas infelices sujetas a la adscripción de la gleba. Parecen soñadas o mentidas sus conquistas en la redención del proletariado de los campos, viendo regiones enteras en que la mujer arrastra existencia poco más dulce que cuando la tribu primitiva, en un pasado remotísimo, denuncia su carro, tras larga peregrinación a través de Europa, para tornar posesión del país. No es que el hombre languidezca en la molicie que le proporciona el concurso de su heroica compañera. Trabaja cuanto puede, y más de lo que puede. Desde la adolescencia hasta la vejez no escatima sus energías. De niño ayuda a sus padres en mil menesteres. De hombre funda familia y continúa encorvado sobre la tierra. De anciano, agobiado de alifafes, el pan que come no es pan holgón, sino ganado con los postreros esfuerzos de una vida trémula. Forzado a emigrar, en Portugal, en Castilla o en América, acomete los oficios más penosos; se acuerda de los suyos y los socorre, a poco que la fortuna le ayude. Ya es popular, por haberse citado el hecho en periódicos, en libros y en el Parlamento, que hay provincia donde las contribuciones de las pequeñas fincas, pertenecientes a modestos labriegos, se pagan con el dinero que giran los emigrantes. Esto será, sin duda, muy beneficioso para el fisco; producirá gran tranquilidad de conciencia a las clases que necesitan, ante todo y sobre todo, un presupuesto bien nutrido; hasta producirá regocijo en la familia que, merced al socorro del ausente, conserva la heredad en que vive; pero todo ello no se logra sin apartar de su eje natural la actividad del hombre, la dinámica agrícola, engendrando con ello larga serie de conflictos que transcienden a todos los órdenes de la vida, desde el moral hasta el económico, desde el porvenir de la raza hasta las condiciones de la explotación del suelo. galegos 5 | i trimestre 2009 | 145 —Nunca podré olvidarme—dice un autor7—de la penosísima impresión que me produjo la asistencia a la misa parroquial en un pueblecillo de Pontevedra. La amplia iglesia románico-bizantina estaba casi llena de mujeres, y sólo en el presbiterio, entre unos cuantos ancianos, veíanse tres jóvenes: uno jorobado y dos cojos; los demás se habían ausentado, para Portugal algunos, y para América los más. En los pueblos de la zona marítima aún se disimula con la prosperidad general de los negocios el estrago que en la economía de la región produce tal régimen. Allí la miseria fisiológica y la falta de bienestar material no surgen tan al desnudo corno en el interior. La raza de la costa, campesina y marinera a la vez, en cuanto alcanza lo que pudiera llamarse el interland etnográfico, es fuerte y hermosa. En las mujeres abundan tipos de belleza clásica. Dijérase que las colonias griegas establecidas antiguamente en la región dejaron con las fábulas de sus héroes y los vestigios de su arte8 la herencia viva de una plástica que elevó la forma femenina al ápice de las mayores perfecciones. Pero, en el interior del país, la decadencia física es patente: el aislamiento, la pobreza y el trabajo constante para dominar una naturaleza abrupta marcan bien la extenuación de los pobladores. La escrófula, el raquitismo y la pelagra son enfermedades endémicas. No parecen, no son en muchos puntos, pueblos de una edad culta. Es la horda céltica sin la independencia nativa, depauperada por la desnutrición y por la roña, resignada a un infortunio de siglos, a quien ninguna señal anuncia auroras de justicia que ya colorean otros horizontes. Rostros huesudos, inexpresivos, parados; miradas extraviadas, donde parecen condenarse todas las nieblas de unos cerebros que atosigan la superstición y la ignorancia; aspecto huraño y receloso, de bestia castigada que se estremece presintiendo el dolor aun en el amago de una caricia; así se nos ofrecen, con excepciones que no desvirtúan fundamentalmente el juicio, los labriegos de la montaña, las poblaciones más enriscadas de las alturas. Reclutado en este medio un contingente numeroso de emigrantes, no es de extrañar que por todo el mundo hayan aclimatado el prejuicio de una inferioridad de casta que inútilmente desmienten, cobrando fama de talentudos sagaces, multitud de naturales de Galicia, de varia extracción social, que han brillado y brillan en todas las esferas de la actividad y del pensamiento. Fundado en el encogimiento característico del hombre que se encuentra separado de su medio familiar, en la docilidad con que se dobla a los oficios mas humildes, y bajo la influencia de resabios de una vanidad hidalga muy a la española, que ha estimado más el ocio altivo que la labor modesta, se ha hecho del apellido regional un mote despectivo para el gallego. Persiste, con la tenacidad que la barbarie del vulgo pone en sus idiotismos, esta descalificación de un pueblo. Hasta entidades ilustradas asienten, aunque de modo indirecto, a tan necio error. Ejemplo de ello dió hace tiempo cierta compañía de ferrocarril fijando en determinada taquilla un cartelito en que se leía lo siguiente: segadores y perros El Imparcial, de Madrid, reclamó contra esta igualdad de trato establecida por la empresa para bípedos y cuadrúpedos. La compañía se apresuró a retirar el letrero. Pero el desenfado con que agrupaba en su contabilidad hombres y bestias es síntoma elocuente de lo arraigado del desdén hacia aquellos míseros campesinos. Mucho se engañan los que suponen en esos rústicos un total aniquilamiento de las más altas prerrogativas del espíritu. Tienen un sentido práctico que los defiende de muchas asechanzas, y no les falta, cuando la ocasión lo pide, el arranque impetuoso de la fiera hostigada. Cierto que su temperamento pacífico recuerda, como indica D. Fermín Caballero, hábitos de la antigua sumisión feudal. Parecen almas domadas bajo el poder de un señorío que sucesivamente ejercitaron reyes, abades y nobles, y que hoy asume con nuevas formas, aunque con vejaciones semejantes, el cacique. Mas no es para olvidar que jamás se extinguió en el labriego el sentimiento de su derecho y en defensa de él supo alzarse vengador yfuerte contra la nobleza opresora, arrasando sus castillos y dejando en la historia terrible recuerdo de la justicia aldeana9. Contra todas las iniquidades del poderoso, el campesino ha tenido siempre el baluarte de sus socarronerías y malicias. Es burlón sin llegar a irrespetuoso, ladino sin convertirse en maleante, desconfiado hasta mover a cólera: son muy picantes las ironías de sus decires y muy sutiles las argucias con que resiste la obligación que no le place. En las hostilidades solapadas de su humor apicarado se va disolviendo el respeto antiguo entre amos y criados, y perece la 9 D. Joaquín Costa presenta este episodio como ejemplo del despertar varonil de un pueblo. Véase en qué términos lo describe: «¡Qué hermosa y confortadora página, señores, aquella del año 1467, en que el partido popular de villanos o pecheros, formando hermandad, se alzó en armas exasperado por las vejaciones y tiranías de los señores y corrió como una tromba desde el Ortegal al Miño, y desde el Finisterre al Cebrero, apellidando libertad, no queriendo ser gobernado más que de sí mismo, como dice el cronista Medina, llevando por todas partes la desolación y el incendio arrasando hasta 7 El 8 Sr. Vales Failde en su libro la Emigración gallega. N. del A. los cimientos las fortalezas de los señores, bandoleros y tiranos; la fortaleza de El Sr. Pedrell, en sus lecciones del Ateneo sobre la Historia del canto español, Sampayo, propia de Vasco das Seixas; la Fousseira, donde prendieron al Mariscal asegura que en ciertas canciones populares oídas en la provincia de Pontevedra Pedro Pardo; Túy, donde falleció sitiado Alvaro Pérez de Sotomayor; la fortale- existen los motivos de antiguos cantos griegos. N. del A. za de Castro Ramiro, cerca de Orense; Covadoso, junto a Ribadavia; la Mota, a 146 | galegos 5 | i trimestre 2009 cordialidad entre colonos y señores, que antaño hizo grata para unos y otros la vida campestre. No todo es culpa del destripaterrones gallego. La clase señoril abandonó los campos. La revolución industrial operada en los comienzos del siglo XIX concentró la vida en los núcleos urbanos y dió el golpe de gracia a una aristocracia del terruño que convivía en el fundo solariego con los aldeanos y en más o en menos participaba de sus alegrías y trabajos, prosperidades e infortunios. Pocas generaciones bastaron para que se considerasen extraños los que antes se tenían por afines. Hoy el señorito se encuentra en la aldea como sepultado en una mansión de horror; y el paisano ve en el dueño un testigo incómodo de sus desidias y de sus rutinas. Al uno le expulsa el tedio de la granja heredada; el otro se torna más huraño en la soledad de su labor; y en este alejamiento mutuo se fomenta el antagonismo natural de las respectivas condiciones, porque el vínculo común de amor a la tierra, tan fuerte en Galicia, pierde toda espiritualidad para convertirse en fría subordinación de clase explotada a clase explotadora. ¿Qué han hecho las clases directivas para atraerse al campesino, para dulcificar sus costumbres, para curarle de sus resabios? ¿Qué elemento de bienestar llevaron a su vida, qué luz de cultura a su mente, qué ejemplos a sus relaciones con él? Dejáronles abandonados a sí mismos, y cuando a ellos se llegan los encuentran toscos, desconfiados, burlones tal como les hizo la soledad, el abandono y el despego con que los trataron. ¡No podían encontrar pastores de Égloga, ni zagalas de una Arcadía inocente! Por suerte parece que el absenteísmo, siempre menos grave en esta región que en las demás de la Península, se ha contenido bastante. Varios son los propietarios cuya residencia habitual es la granja; no escasean los que ven en la finquería —como suele llamarse la propiedad rústica—, una buena fuente de placer y lucro, si con inteligencia se explota; y no faltan jóvenes acaudalados, que, bien porque lo consideren de buen tono, bien por afición espontánea, tienen a gala regentar, a estilo anglosajón, las tierras heredadas, introduciendo en el laboreo los adelantos compatibles con la extensión y naturaleza de sus dominios. Mucho puede esperarse de esta reacción, porque pocos habitadores de los campos conservaron, bajo la costra de zafiedades común a todos, mayor hombría de bien, dos leguas de Lugo; Baamonde, entre Túy y Betanzos; Calves, en la comarca del Limia; San Román, cerca del río Bisbal, y otras, y otras hasta el número de más frugalidad y apego a la tierra que labran. No se comprenden en estos campos las páginas sombrías de La Terre, ni aquellos paisanos sometidos por completo a los instintos bestiales más rudimentarios. Con sus vicios y sus defectos, pero también con sus virtudes y excelencias, viven en los versos de Lamas, de Losada, de Curros y de Rosalía; viven, sobre todo, en las novelas de la señora Pardo Bazán, sin descubrir perversiones ingénitas que desalienten en la empresa de pulimentar la ruda corteza que envuelve lo que hay en ellos de admirable y de bueno. Acaso deben esta salud de espíritu al bálsamo de la creencia religiosa, muy viva en la población agraria10. Su fe robusta les da resignación para conllevar los trabajos de la existencia; y algo más que resignación; les da una alegría melancólica, una placidez del ensueño, que palpita así en las dulzuras de su idioma como en las armonías de su música popular. Creer —como dice Cajal— es casi lo contrario que pensar. El campesino gallego cree en Dios y piensa poco en los hombres. Si algo pensara en éstos y algo se apartara de Aquél, es seguro que Job se hubiese levantado ya del estercolero, si no para redimirse, al menos para vengarse. Es lamentable que la exuberancia del sentimiento religioso degenere en superstición bárbara. Como bajo los añosos robledales, los helechos, argomas y demás plantas viles indican el empobrecimiento de la tierra, así la abundancia de prácticas supersticiosas evidencia el esquilmo de una fe secular. Galicia es la tierra del curanderismo y de los exorcizadores. No sorprende que sea un monje gallego como Feijóo quien acometa la empresa de combatir en España los estragos de la superstición de su tiempo al verla tan arraigada en el país. El mal perdura, no obstante la briosa impugnación que hizo el ilustre benedictino de multitud de errores populares. Como entonces, hay por estas aldeas gentes poseídas del diablo; otras en comercio diario con las brujas, y no pocas atormentadas por el trasgo y el trangomango, duendes domésticos a quienes se achacan multitud de enfermedades corrientes. Observa el doctor Salillas11 que la tabes mesentérica, la tisis pulmonar, la gastroenteritis crónica y la atrepsia infantil las atribuye el vulgo a malos aires: aire de gato o de gata parida, aire de difunto o de perro enfermo. La curación de estas enfermedades, a cargo de negrumantes y vedoiros, es un conjunto de prácticas religiosas y fúnebres, unidas a los preparados de una farmacopea salvaje. de 60, obligando a los señores a huir y quedando muchos de ellos, según dice el cronista Ruiz Velázquez, «como o primeiro día en que naceron, sin terras e sin 10 vasallos». Puede formarse idea del poder de algunos nobles gallegos con sólo acción inglesa en Galicia publicado en el número 2 de la Revista Nuestro Antes de ahora he hablado de la religiosidad gallega en mi estudio sobre la decir, bajo la fe del Sr. Villaamil y Castro, que el Conde de Altamira tenía de Tiempo. N. del A. cuatro a cinco mil vasallos; que la casa Lobeira contaba con cuatro villas cer- 11 cadas, nueve castillos roqueros y cinco mil vasallos con sus fortalezas; y que la Especialidades Médicas, e inserta en el número 82 de la Revista que dirige el de Andrade tenía de renta tres mil quinientas cargas de pan y vino, de dineros ilustre Dr. Forns. Contiene este trabajo un curioso estado de la distribución en menudencias al pie de doscientos mil maravedís y gran copia de bueyes, geográfica de los amuletos. De él resulta que los más usuales en Galicia son los vacas, tocinos, carneros, etc., a todo lo que había que añadir unas tres mil doblas ajos, los dientes de animal, el azabache, los Evangelios y otros de carácter reli- que le valía anualmente la mano besada. N. del A. gioso. N. del A. La fascinación en España, conferencia pronunciada en la Escuela práctica de galegos 5 | i trimestre 2009 | 147 Para curar el mal de ojo son necesarios tres tallos de ruda, tres de mentraste, cinco dientes de ajo, tres arenas de sal y tres carbones de leñas. La receta contra el mal de aire es más sencilla: el paciente es sahumado durante una semana con hierbas olorosas, rociadas de agua bendita: las cenizas de estas hierbas se conservan cuidadosamente y son depositadas en el camino del cementerio sobre una piedra, en la cual se forma una cruz con palos. De espaldas a las cenizas, el negrumante formula este conjuro: Envidia traio, mal feíto vendo; aquí te deixo é voume correndo La creencia supersticiosa más arraigada en el alma del campesino es la de las brujas. La Inquisición las persiguió mucho en Galicia durante el siglo XVI, pero no consiguió descastar estas marizápalos. El arenal de Coiro, cerca de Cangas, en la ría de Vigo; la parroquia de Santa Comba y la ermita de San Ciprán, en las inmediaciones de Pontevedra, son puntos de gran fama en estos achaques de brujería. Allí acuden endemóniados y hechizados para librarse de su encantamento. Difiere poco la terapéutica preliminar del exorcismo de la descrita para el mal de ojo. Pero es más brutal la cura: el enfermo sufre una verdadera paliza que le suministra el exorcizador; a cada golpe, los parientes y deudos, provistos de ramas de laurel empapadas en agua bendita, rocían al enfermo y gritan como energúmenos: —¡Bótalo.fora! Esta ceremonia tiene una variante, que consiste en un ágape de pan mojado en vino, del cual se procura participen los muertos, vertiendo al osario buena parte del comistrajo, que los cuervos de los pinares cercanos devoran con la mayor fruición. El espectáculo de estas prácticas estúpidas, en que por igual quedan profanadas la religión y la muerte, acaba por ser considerada como una costumbre típica del país, y, cual si se tratara de una tradición veneranda, nadie se preocupa de desterrarla para siempre. A todos incumbe una parte de la empresa, y mucho pudieran hacer en este sentido las autoridades religiosas, prohibiendo, como por fortuna creo que se hace en algunos puntos, que en las inmediaciones de los santuarios se realicen actos que pregonan un bochornoso estado de barbarie. Aunque las severidades de la prohibición disminuyeran la clientela de fieles y los atractivos de las romerías, pudiera darse por bien empleada la quiebra, si se conseguía el beneficio espiritual de borrar estados de credulidad que resucitan los oprobios de la España del Rey Hechizado. I V. I N S T I T U C I O N E S R U R A LE S El mundo rural en Galicia está cimentado sobre tres instituciones seculares que dan a la agricultura de la región aspecto arcaico sumamente característico. Aludo con esto a la 148 | galegos 5 | i trimestre 2009 compañía, el foro y la aparcería. Cuantas ventajas ofrece la vida agrícola de la región, se originan de estos usos; cuantos males la dañan, de ellos también provienen. Es imposible conocer a fondo al paisano gallego sin estudiar esos tres hábitos consubstanciales de su existencia, tan unidos a él como la corteza al tronco. Por el orden indicado, al mencionarlos, procederemos a su examen. La compañía gallega es la asociación natural que forman todos los individuos descendientes de un mismo tronco para trabajar en común las tierras de que disponen y utilizar para sus necesidades peculiares el fruto del esfuerzo colectivo. Supone esta institución, al igual de otras similares existentes en distintos países, la comunidad de origen, de hogar y de mesa, y la cooperación mutua de trabajos, al mismo tiempo que la subordinación de los asociados a la autoridad del jefe de familia. Excluye de su formación todo instrumento público y toda intervención curialesca. Se engendra de un modo tan espontáneo como los propios afectos de la sangre. Los tribunales la han negado existencia jurídica12; y, sin embargo, tiene en el país tal arraigo, que acaso perezcan los códigos que la desconocen, y ella subsista informando, como lo ha hecho a través de los siglos, el régimen doméstico de la economía labriega. Es un incidente más del conflicto entre leyes y costumbres, entre los legisladores y el pueblo, entre la sequedad dogmática de los que concentran en sus manos el poder, y el brío jugoso con que se determina, siempre que le place, la voluntad de la muchedumbre soberana. Forman esta compañía los padres, los hijos y los hijos de los hijos y cuantos con los progenitores tienen algún vínculo de parentesco. Basta lo dicho para comprender su filiación patriarcalista. Al contemplarla en estos tiempos de emancipación individual, parece como que se remueven los más hondos estratos sociales y surge en toda su pureza la vida primitiva: el patriarca, con sus rebaños y sus mieses, rigiendo su descendencia y recibiendo el culto de los suyos, aun después de muerto, en las oblaciones tributadas a los dioses lares. Unos autores creen ver en ella el sept céltico, otros el clan escocés, no pocos la gens romana, y algunos la zadruga rusa. Muy estimables y fundadas estas opiniones, acaso no deban considerarse más que como adorno erudito puesto a hecho universal, en donde aflora un pasado que se remonta a los tiempos en que el hombre deja la vida nómada por la sedentaria, y al fundar un hogar estadizo deposita en la tierra el embrión de las grandes naciones. Con el entusiasmo que despiertan siempre las instituciones buenas, no falta quien considere la compañía como una forma de comunismo familiar privativa de Galicia; pero es raro el país donde no puedan señalarse concentraciones de afectos e intereses semejantes a la que aludimos. Desde la tadukeli bujjan de los berberiscos del Atlas hasta la zadruga de los eslavo-danubianos, apenas habrá pueblo 12 La Audiencia de la Coruña en sentencia de 16 de abril de 1892. desprovisto de estas reliquias del patriarcado13. En España se descubren, como hicieron notar los señores Pedregal y Costa, en la familia rural asturiana, en el consorcio familiar tácito aragonés, y, aunque con alteraciones de importancia, en la comunidad del campo de Tarragona. Los beneficios que esta solidaridad reporta a los campesinos son numerosos: multiplica la eficacia del trabajo empleado en labrar la tierra; aprovecha las aptitudes de todos, lo mismo la experiencia del anciano que el esfuerzo del niño; permite con ingresos míseros, que en otras condiciones apenas bastarían para la subsistencia de la familia, vivir sin carecer de lo más preciso, y en algunos casos crear ahorros; evita las discordias familiares por intereses, que en las clases bajas de otros puntos son origen de crímenes horribles; fomenta el amor a la tierra natal, que tanto anima para trabajar en país extraño y tanto conforta para sufrir la adversidad en el propio; y en enfermedades e infortunios suministra a los dolientes el consuelo de los dolores compartidos. Por contra es posible que se deban a esta institución muchos hábitos de pereza y rutina que mantienen en atraso la agricultura de Galicia; la mansedumbre, que una herencia de respetos al padre y al señor ha dado al carácter del campesino causa principal de la chacota que de él se hace fuera de la patria chica; y, por último, cierta relajación de la moral privada que mira indulgentes deslices del recato a que invita la convivencia, cuando las atracciones del sexo no se hallan neutralizadas por la repulsión que la naturaleza opone al instinto en los grados superiores del parentesco. La compañía gallega tiene variación muy típica en los petrucios de la provincia de Lugo. El petrucio es el hijo mejorado por el padre en el quinto y tercio de todos los bienes, con la obligación de dirigir la casa. El Sr. Hervella señala variaciones de esta institución en Bergantiños, Lalín y Cotovad14. En Lalín, según dicho autor, el hijo mejorado lo es en vida de los padres. Contrae la obligación de mantener a éstos a mesa y manteles, y lo mismo a sus hermanos solteros, a cambio de que le ayuden en las faenas de la heredad petrucial. En Galicia, y las instituciones mencionadas lo prueban, ha habido siempre tendencia a mantener la unidad de los patrimonios. Las clases ricas persiguieron este fin por vanidad, 13 Véase la Historia de la propiedad comunal, de D. Rafael Altamira, y la monografía de D. Antonio Hervella sobre Comunidades .familiares y la Compañia gallega después de la publicación del Código civil. Sobre el particular existe literatura muy copiosa; pero las obras citadas compendian el estudio perfectamente; la del Sr. Altamira, con carácter general: la del Sr. Hervella, agotan- las clases pobres por conveniencia; pero a esta aspiración unitaria en lo moral no correspondió la posibilidad física de mantener agrupados y compactos los bienes patrimoniales. De ahí el contraste que ofrece la propiedad, pulverizada y dispersa hasta lo increíble; los dominios directo y útil, separados de un modo inconciliable; y, sin embargo, la unidad jurídica del patrimonio, manteniéndose subsistente, Dios sabe a costa de cuántas iniquidades históricas y de cuántos vejámenes de la población agricultora. El examen del foro servirá para explicarnos semejante estado de cosas. Se entiende por foro la entrega que se hace de una finca mediante determinada pensión o canon que de antemano se estipula. Implicaba una cesión a largo plazo pues solía hacerse por tres generaciones o «por la vida de tres señores Reyes y veintinueve años más», según la frase sacramental de las escrituras del siglo XVII; y supone una bifurcación del derecho de propiedad en dos ramas el dominio y la tenencia, de cuyo jugo vivieron dos antiguas castas, señoril y poderosa una, indigente y pechera otra. No es un arriendo, ni una venta, ni una enfiteusis pura, aunque a ésta se haya asimilado. De todo ello participa y de todo ello se aparta, formando un complejo jurídico social que ha suscitado en la esfera especulativa multitud de controversias, y dado origen en la práctica a una serie de trabas y vejaciones, inseguridades y peligros que impiden el progreso agrícola y el bienestar de los propietarios gallegos. El foro es el foro, como viene a decir en un informe muy conocido la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Y no sorprende la perogrullada ante la variedad de accidentes que la cuestión presenta. El Sr. Montero Ríos15, abarcando bien las afinidades que esta institución tiene con otras locaciones y tenencias, sintetiza la diversidad de sus aspectos afirmando que «es el antiguo precario o préstamo de origen y uso eclesiástico, que se va modificando lentamente por la influencia de las doctrinas romano-canónicas, y que en el siglo XV, cuando aun no se había desprendido del marco feudal, se vacía de lleno en los moldes de la enfiteusis eclesiástica justiniánea». Con esto ya se modifica la antigüedad de esta costumbre. Tal vez aquellas colonias griegas, de que hablé antes, importaron con la enfiteusis el primer germen del foro. La evolución márcala con claridad el Sr. Díaz de Rábago16, de acuerdo con el gran jurisconsulto antes mencionado. «La tenencia enfitéutica —dice—, cuyo origen ha sorprendido el estudio de las inscripciones griegas en los tiempos clásicos de Grecia, hace su primera embrionaria aparición do el tema, por lo que a Galicia se refiere. También puede consultarse con mucho fruto la obrita de D. Basilio Besada, 15 Preámbulo notable jurisconsulto gallego, ya fallecido, titulada Práctica legal sobre Foros y les que afectan a la propiedad inmueble presentado a las Cortes en 1886, sien- Compañías de Galicia. N. del A. do ministro de Fomento. N. del A. 14 16 V. También da interesantes detalles de esta costumbre D. Manuel Murguía en de su proyecto sobre Redención de foros y demás gravámenes censua- su prólogo al libro La propiedad foral en Galicia de D. Eduardo Vicenti. En su libro El Foro. El Sr. Altamira señala una institución análoga en Aragón, que relación con la crisis agraria de Galicia, también ha estudiado el foro el Sr. Díaz ya se tenía por antiquísima en el siglo XIV. N. del A. de Rábago en su libro El Crédito agrícola. N. del A. galegos 5 | i trimestre 2009 | 149 en el Derecho Romano con el jus in agro vectigali, que por sucesivas transmisiones, entre las cuales la más marcada es el jus perpetuam, se convierte, por un desenvolvimiento más, o por haberse adoptado las instituciones vigentes en algunas colonias griegas, en la enfiteusis que regla el código Teodosiano, y más tarde el de Justiniano». Pero, cualquiera que sea su origen, desde el siglo IX adquiere un sello feudal que ha conservado hasta nuestros días. Los foros, hoy ya en desuso, de un vestido, de un balcón en día determinado para contemplar una fiesta pública, de un limón, de un plato de papas calientes, de un vaso de agua o un tizón encendido, que habían de ser entregados en la misma casa del aforante, envuelva, con su máscara de extravagancias, el vasallaje a que estaban sujetos los que se veían obligados a tan extraños tributos. Se adivina en ello el orgullo del señor imponiendo a los foreros las molestias de viajes, en ocasiones muy penosas, para traer a su castillo futesas como las mencionadas. La generosidad que implica la cesión de tierras por un canon ínfimo se deslustra con el alarde de señorío que se hace humillando al que recibe el beneficio. No se disimula este dejo de tiranía en ciertos foros en que la pensión no implica dependencia; el convento de San Francisco de Santiago pagó durante mucho tiempo un foro consistente en un cesto de peces al convento de San Martín Pinario, de la misma ciudad, en recuerdo de la hospitalidad que los monjes de este último convento dieran a San Francisco de Asís cuando el taumaturgo echaba en Compostela los cimientos de su santa casa. El foro había de satisfacerlo personalmente el prior de San Francisco al prior de San Martín. Con el tiempo ambas comunidades rivalizaron en opulencia y poderío, y por más que se suponga gran espíritu de mansedumbre evangélica en ambos priores y total ausencia de vanidad mundana en la institución del tributo, es evidente que no dejaría de lisonjear al favorecido el acatamiento y reverencia de su poderoso rival. Foro que, bajo su aspecto cómico descubre bien su espíritu servil, es el que los vecinos del monasterio de Sobrado, en Santiago, satisfacían a la comunidad. Consistía en apalear las aguas del Tambre todos los días a horas determinadas. Tenía por objeto el vapuleo ahuyentar las ranas que en número considerable poblaban las fangosas orillas del río, produciendo con sus graznidos ensordecedor clamoreo que interrumpía o dificultaba la siesta de los piadosos varones enclaustrados. Esta es, al menos, la interpretación maliciosa qué el vulgo da al hecho. Pero lo más verosímil es que la batida se instituyera para evitar que la abundancia de batracios destruyese en el desove la cría de lampleas, entonces muy abundantes en aquellas aguas. No le falta, pues, razón a Murguía cuando afirma que el foro es un contrato tan puramente feudal que tomó forma propia y encarnó en nuestras costumbres el día en que apareció el feudalismo17. Tan exacto es esto, que, aun a fines del siglo XVI, los foros conservaban profundo sello de arbitrariedad de horca y cuchillo. Vestigio de ello era la luctuosa, exacción despiadada, que, a la muerte del llevador de una finca, podía hacer el dominio directo del caudal que dejara el labrador fallecido. Los tiempos nuevos han borrado muchas de estas iniquidades; pero en el alma de los descendientes de los antiguos colonos subsiste el recuerdo de aquella servidumbre, y toma forma plástica en muchos giros del habla rural. Las frases pagar el señorío y reconocer el señorío, como sinónimos de pagar el foro o la renta, son en labios de los aldeanos el eco triste de un pasado que aún llenan los lamentos del siervo del terruño. Tuvo, sin embargo, el foro la ventaja de suavizar la suerte de los campesinos cuanto permitía la rudeza de los tiempos. El forero conquistó derechos a par del señor. No fue jamás una cosa superpuesta a la tierra para hacerla producir en provecho ajeno. Fue una persona congozante con otra, más poderosa y alta, de los beneficios de una finca. El interés, ya que no la generosidad de los señores, inducíales a mirar con cierta consideración a quienes, convirtiendo eriales en tierras productivas, y las tierras productivas en abundantes veneros de riqueza, acrecentaban considerablemente el esplendor e influencias de las grandes entidades aforantes. Gozó también el campesino gallego la ventaja de tener a la Iglesia por principal poseedora de los terrenos que labraba. El carácter religioso de la guerra de la Reconquista, el descubrimiento del cuerpo del Apóstol Santiago, la piedad de los Reyes, la fe de las muchedumbres, los efectos de propagandas tan fecundas como las realizadas por San Francisco, bastan para explicar la preponderancia de la influencia sacerdotal. Del siglo octavo al doce, los monasterios se multiplicaron por el país hasta el punto de que, según afirma el Sr. Montero Ríos, las siete novenas partes del territorio eran abadengas. Cubiertos de hiedras y de zarzas, poblados de luciérnagas, en cuya luz lívida fosforece como un destello de la gloria pasada, aún se levantan las ruinas de los grandes cenobios en asombroso número. Las orillas del Sil fueron llamadas Rivoira Sacrata por los grandes conventos allí avecindados18. Curros Enríquez, el poeta revolucionario de Galicia, al encontrarse, «en sus solitarios nocturnos paseos», con una de estas ruinas ve salir de ellas una «negra visión», que le dice: —¡Qué tempos! Y el poeta repite, con la cólera reconcentrada del que fulmina un anatema: —¡Qué tempos! ¡No abominemos de ellos tan sañudamente! En el orden agrario, único que me toca examinar, no merecen injuria. La Iglesia no tiranizó, no explotó, no vejó a los labriegos. Por pensiones insignificantes dejóles el usufructo 17 V. 18 Murguía, El Foro, por D. Manuel de Murguía. N del A. 150 | galegos 5 | i trimestre 2009 obra citada. N. del A. indefinido de tierras que sirvieron a la postre para acaballerar muchos villanos y enriquecer muchos caballeros. Sus relaciones con los campesinos fueron, en general, blandas y paternales. En cambio, la nobleza, que recibió en encomienda tierras monacales, y aun aquella que constituyó su fundo por real merced o personal esfuerzo, dejó sentir sobre los trabajadores de sus dominios todo el peso de su codicia bandolera. Contra los nobles, especialmente, se dirigió el alzamiento de los Hermandiños, a que aludí en el anterior capítulo. La Iglesia permitió a sus foreros enriquecerse subaforando el dominio útil y convirtiéndose de labradores en rentistas. Fueron estos destripaterrones emancipados del arado los que impusieron a quienes les sucedían el yugo de su sordidez plebeya. Los foros del Monasterio de San Salvador de Lorenzana suponían una renta de 3.715 reales, y los subforos producían a los primitivos tenencieros 923.11619. Esta benignidad de la administración agraria del poder eclesiástico no se mengua por el hecho de haber querido los religiosos de San Benito y San Bernardo expulsar de sus dominios a las gentes que los ocupaban, generación tras generación, bajo pretexto de que había fenecido el plazo estipulado en las cartas forales, porque al mismo tiempo los Arzobispos de Santiago y varias comunidades religiosas mantenían su política de benevolencia hacia los campesinos y accedían a la renovación de los foros en condiciones de equidad. Hablar de este episodio es tocar el punto más delicado de cuestión tan grave. No cabe, en los modestos límites de este estudio, una reseña minuciosa de los incidentes a que dio lugar la lucha de los propietarios de hecho y de derecho en Galicia, durante los reinados de Felipe IV, Carlos II, Felipe V y Fernando VI. Baste decir que durante ellos los aldeanos estuvieron a pique de ser arrojados por la fuerza de las tierras a que iban unidos, con el recuerdo de sus antepasados, los afanes de toda su vida y el porvenir de sus hijos20. Entonces comenzó a iniciarse la emigración que aún hoy extenúa a Galicia. En el ánimo de los jueces pesaba más la letra fría de los contratos que la indigencia a que quedaban reducidas millares de familias. Las providencias de expulsión menudeaban en la Real Audiencia de Galicia para revertir a manos de algunas casas de la nobleza y de varios conventos comarcas enteras, fecundadas por los campesinos desposeídos. Un éxodo agrario, por el estilo del que entonces se iniciaba en Irlanda al constituir la aristocracia sus latifundios, parecía amenazar al país del foro. Por fortuna, el clamor de angustia de los foreros tuvo ecos de justicia en el corazón de Carlos III, el cual, oyendo al Consejo de Castilla, dictó, en 11 de Mayo de 1763, una Real carta, cuya parte dispositiva es la siguiente21: «Os mandamos —decía a las Audiencias— que luego que os sea presentada hagáis suspender y que se suspendan cualesquiera pleitos, demandas y acciones que estén pendientes en ese tribunal y otros cualesquiera de ese nuestro Reino, sobre foros, sin permitir tengan efecto despojos que se intenten por los dueños del directo dominio, pagando los demandados y foreros el cánon y pensiones que actualmente y hasta ahora han satisfecho a los dueños, ínterin que por N. R. P., a consulta de los de nuestro Consejo, se resuelva lo que sea de su agrado». Cuando en estos tiempos de reivindicaciones sociales y de conquistas humanitarias presenciamos, sin que puedan encontrar eco en ninguna esfera de los poderes públicos, ignominias legales como el desahucio de los vecinos de Campocerrado, no puede menos de doblarse la cabeza con respeto ante la memoria de un Rey magnánimo, que de tal suerte sabía amparar el derecho de los humildes, frente al de abades poderosos y nobles de tanta alcurnia como el conde de Altamira y el marqués de Astorga, que secundaron las demandas de los religiosos cluniacenses y cistercienses. Adviértase, para comprender todo el valor del acto de Carlos III, que no sólo saltó por encima de tiquis miquis curialescos y de las cláusulas expresas de muchos contratos, sino que, además, calificó de despajo, es decir, de exacción ilegítima de algo propio de los aldeanos, el hecho de arrojarlos por mano judicial de los campos que labran, sean cuales fueren los títulos que para ello alegasen los demandantes. En la mente del Soberano pesaba más el derecho del arado que el de la fe o de la espada. La misma letra de los pactos forales era para él cosa secundaria, ante la situación del que, al estipular las condiciones, carecía de libertad para negarse a las más onerosas. Es curioso ver cómo bullían, bajo la peluca empolvada de un Rey absoluto, ideas de redención social que hoy apadrinan los sociólogos más radicales22. En la historia de la propiedad territorial gallega conócese esta disposición con el nombre de Pragmática del ínterin. Decretaba, en efecto, una interinidad; mas, por uno de esos viceversas frecuentes en España, la situación creada se consolidó con el transcurso de siglo y medio, sin que en ella hiciesen novedad esencial las revoluciones que en ese período conmovieron tan hondamente la patria. A la larga, lo que por el momento fue beneficioso resultó una verdadera calamidad regional. Seguros los tenencieros en sus fincas, subaforaron sin tasa, creando una escala de 21 19 Tomo el dato del libro Los Foros, escrito por el Sr. Marqués de Camarasa para Puede leerse íntegra en el libro Los Censos, de D. Jacobo Gil. N. del A. 22 El Sr. Alonso Martínez aafirma que, bajo el punto de vista jurídico, la prag- impugnar el proyecto del Sr. Montero Ríos. N. del A. mática fue un doble atentado contra el derecho de propiedad y la santidad de 20 Una Real cédula de 27 de Abril de 1744 disponía que fuesen echados y remo- los contratos. El Sr. Díaz de Rábago critica también, con la profundidad del vidos de sus posesiones los foreros que pagaban pensiones muy reducidas, con pensamiento habitual en él, la famosa pragmática; pero cuantos reparos pueda otras medidas tan arbitrarias y despóticas que motivaron en todo el país agita- poner el análisis a la iniciativa no menguan el mérito de haber evitado la mise- ción inmensa. N. del A. ria a millares de familias campesinas. N. del A. galegos 5 | i trimestre 2009 | 151 dominios y de mediaciones usufructuarias, que inmovilizan la .propiedad con una serie de gabelas cuyo fundamento jurídico sería difícil descubrir, y que, no obstante, pesan de un modo intolerable sobre labradores y propietarios. Esa es —como decía el Sr. López Lago en su memoria sobre Foros y Sociedad gallega— la situación de las nueve décimas partes de la propiedad de Galicia. Se ha formado, como decía el malogrado Brañas23, un nudo gordiano. Este nudo, o lo desata pacientemente el legislador, dando a cada partícipe del foro lo que en justicia le corresponde, o lo corta dentro de más o menos tiempo el hacha de la revolución social, que ya se anuncia con detellos siniestros en algunas regiones. El Sr. Montero Ríos abordó la cuestión valientemente en su proyecto de redención de cargas forales. El fracaso de la iniciativa no sorprendió a nadie. Su mismo autor contaba los intereses creados por el tiempo sobre la separación de dominios, y porque, en realidad, la opinión en el país del foro no está en carne viva para sentir todo el daño que semejante situación crea. Las clases acomodadas por el origen histórico de sus rentas están interesadas en el mantenimiento del statu quo; los paisanos, poco amigos de novedades, habituados a servidumbre, sienten la carga de las pensiones, pero las pagan resignadamente. En el fondo de sus tugurios, cuando a necesidad apremia y el fisco apura, acaso maldicen la carga del señorío; pero llega la época de San Martín, la matiniega, como se decía antaño, y uncen la carreta, visten sus trapos de cristianar y se dirigen a casa del señor para pagar la renta. Hasta en los paliques que entablan con el amo, a vuelta de las malicias habituales en ellos, hacen gala de ser buenos pagadores y observantes fieles de sus compromisos. Tiene el gallego muy desarrollado el sentimiento de la propiedad. Ama lo poco que posee, su campo, su casa, su viña, su res, con un apego que le ha conquistado fama de tacaño, cuando en realidad es apremio de la miseria lo que toman muchos por encogimiento de la avaricia. Instintivamente respeta lo ajeno para defender lo propio. Así es que, como ha observado un periodista ilustre, D. Andrés Mellado, los tribunales populares en Galicia escandalizan con la lenidad de sus fallos los delitos de sangre, y son en cambio severos y crueles en los ataques a la propiedad. No por esto deja de ser menos cierto el peligro de que en la cuestión del foro termine la violencia lo que no haga la justicia. Si no surge la rebeldía de dentro, vendrá impuesta de fuera, cuando las legiones que avanzan al asalto del régimen capitalista hagan sonar en el alma de este pueblo dormido la diana de la emancipación proletaria. La tierra será entonces patrimonio exclusivo del que la cultiva, y, como parásitos de un tronco agotado, caerán por tierra los derechos superpuestos sobre aquel otro primordial que legitima el trabajo del hombre y bendicen los cielos, haciendo florecer los cam23 Véase el prólogo a la edición de las obras completas del Sr. Díaz de Rábago. N. del A. 152 | galegos 5 | i trimestre 2009 pos. O tierra redimida, o tierra emancipada. Tal es el dilema que para el porvenir se ofrece. El mecanismo del foro, verdadero artificio de tortura, donde penan por igual propietarios y labradores, consiste en las conocidas operaciones de apeo, prorrateo, tanteo, retracto, comiso y laudemio. No las explico porque afrentaría la cultura de cuantos me leen con el pormenor de estas trivialidades. Baste decir que los deslindes, repartos, derechos y obligaciones que implican, con la intervención obligada de los tribunales, son una de las causas de ruina y malestar de los terratenientes. La fama de pleitistas de los aldeanos nace de la construcción histórica del dominio rústico. Teme el campesino a la justicia que por aquí se estila más que a una mala nube. Sabe que no hay perfidia en el mundo que no anide y prospere en los rimeros de papel sellado de la covachuela jurídica. Antes fíe recurrir a ella agota la resignación de que es capaz. Sólo a la desesperada pone su suerte en manos de leguleyos y rábulas. Por su parte, la baja curia estimula solapadamente los litigios a que tanto se presta lo incierto y borroso del derecho. En muchos juzgados de Galicia se eximía de costas al utiliario que solicitaba un prorrateo, o sea la determinación de lo que a cada parte corresponde en la pensión de un foro. Y como hay forales distribuidos entre más de 150 personas, puede el lector calcular el dispendio. A un abogado notabilísimo, hijo de Galicia, que ha ocupado los Consejos de la Corona, debo el dato de que un foro de una gallina, capitalizado en seis reales, importó en un prorrateo 5.000. Así han quedado despobladas parroquias enteras. La balanza de Astrea ha sido en Galicia el martillo pilón que ha pulverizado la fortuna de los infelices labriegos. La extremada subdivisión de las pensiones forales corresponde a la subdivisión de las fincas, favorecida también por lo abrupto del territorio. Mas este fraccionamiento no reza con el dueño de la renta, a quien asiste el derecho de recibirla íntegra. Tal misión corresponde al cabezalero que recoge las cuotas de sus contributarios y las entregas al señor. El cargo es obligatorio; el dominio directo puede discernirlo a su antojo, y siempre recae en el mayor tenenciero, que, en virtud de la solidaridad foral, está obligado a suplir la falta de pago que la mala fe, la escasez de recursos u otras causas puedan producir en los demás foreros. Se comprende sin esfuerzo lo enojoso del cometido, las falacias a que se presta, los disgustos que ocasionan, los quebrantos de fortuna que trae consigo. El que lo asume tiene que padecer todos los males inherentes a una institución anacrónica y viciosa. —¡Yo soy cabezalero, siervo de los siervos! —me decía en cierta ocasión un propietario de aquí. Y en esa frase queda compendiada la esclavitud que semejante institución implica. Remedia muchos de estos daños, proporcionando al campesino casa en que recogerse, tierras que cultivar, ganados que le ayuden en la labor y mil elementos de explotación agrícola, el contrato de aparcería, difundido en Galicia como en ninguna otra región de España. Sea porque el abolengo de la raza se presta a una forma de asociación de esfuerzos entre amos y señores, característica de los celtas en aquel período en que la propiedad del clan se disgrega en la individual de los jefes, o sea, como indican autorizados economistas, que condiciones de geografía agraria favorezcan en la región un modo de granjeo utilísimo para atender a la variedad de los cultivos y a las necesidades de una población tan densa como pobre, resulta que el sistema se halla tan generalizado que a él se debe, en gran parte, la riqueza agrícola y pecuaria de la región. La aparcería puede ser de cultivos y de ganados, y es lo general que coexistan en la explotación de los campos. Los beneficios no siempre se reparten a la par entre aparceros y aparciarios. En ocasiones se excluye del contrato el vino o se asigna al labrador una tercera parte de la cosecha. Esto obedece a que el cultivo de la vid es el más remunerador de cuantos se realizan en Galicia. Si se exceptúan los magníficos vinos del Ribero, el resto de la comarca los produce acídulos, flojos, desagradables, de calidad verdaderamente ínfima. Los excluyen de su mesa las personas acomodadas, pero, en cambio, el aldeano hace de él gran consumo. No hay néctar en el mundo que pueda compararse, en el paladar del pueblo, al vinillo de la tierra. Mira con recelo todo mosto forastero y torna por diabólico brebaje el zumo de las vides valdepeñeras o riojanas; de suerte que, gracias a esta predilección del gallego por la cepa indígena, el cultivo de la vid produce gran negocio, y en años buenos ella sola da para sostener el laboreo de las fincas, con no despreciable ganancia líquida. Muchos propietarios concentran por eso todos sus cuidados en las viñas, y abandonan a la rutina y al automatismo de los colonos, arrendatarios o aparceros, los demás cultivos de la heredad. Débese a los monjes la iniciación, o por lo menos, el incremento de la explotación vinícola en Galicia. Así lo acreditan las llamadas cédulas de planturía, mediante las cuales daban las corporaciones religiosas, para que fuesen plantados de viña, grandes terrenos incultos, por un quiñón que los labradores habían de satisfacer en la época de la vendimia. Estas concesiones se ajustan a la costumbre foral en punto a enajenación y transmisiones. La aparcería de ganados es el gran recurso del labrador del Noroeste. El propietario pone el capital, el campesino el trabajo, y las ganancias se distribuyen en partes iguales. Transciende este contrato a sociedad primitiva, a régimen pastoril, a vida campestre, áspera y sana, en la cual, entre vahos de establo y tintineo de esquilas, alienta esa poesía del derecho antiguo estudiada por Costa en páginas donde la flor erudita tiene colores y aroma de rosa montaraz. La aparcería se ejercita de un modo principal en reses vacunas; gracias a ella la industria pecuaria se mantiene sin gran decadencia, produciendo esos hermosos ejemplares de bueyes rubios, mansos, de carne fina y estimada en todos los mercados. La exportación es muy activa. Diariamente salen trenes de ganado con destino a Castilla, Cataluña y Portugal. Hubo tiempo en que la principal salida era para Inglaterra; mas la pérdida de este mercado quedó en parte compensada con la penetración hecha por la actividad especuladora en la vecina Lusitania. Hoy, en cambio, se esboza el peligro de la competencia argentina. La necesidad de contrataciones frecuentes motiva las ferias, uno de los espectáculos más pintorescos del país. No hay pueblo de mediana importancia que no tenga establecidas una o dos al mes. A ellas acuden todos los campesinos del contorno vestidos de fiesta; las mujeres con sus pañuelos de vivos colores anudados en la cabeza o ceñidos al talle con coquetería aldeaniega llena de garbo; los hombres con sus grandes sombreros de fieltro, sus trajes obscuros influidos por el corte de la ciudad que borró de ellos todo perfil de la indumentaria tradicional, y en la mano, a modo de bordón de pereguino, la vara de guiar los bueyes, adornada con remates de metal en que se acredita el rumbo del poseedor. Unos y otros guían la yunta de bueyes o de becerrillos, trabados por una cuerda de los cuernos; o cerdos gruñidores sujetos por un cordel a una pezuña; o gallinas amontonadas en cestas que las mozas conducen en la cabeza con admirable soltura y gallardía... Las caravanas de feriantes llenan los caminos. Engruesan a cada momento de granja a granja. Se incorporan a ellas carretas de maíz, de forraje, de leña, de tojo. No faltan en la comitiva el señorito rural, ni el labrador ricacho, ni el párroco de aldea, que caballeros en jacas del país, de poca alzada pero larga andadura, caminan haciendo descollar su prestancia entre la patulea andariega... Todo este conjunto va dejando en pos de sí el rumor de un pueblo trashumante: balidos de reses, gritos de zagales, polvareda de rebaños, rechinar de carros, algarabía confusa de conversaciones sostenidas al aire de la marcha entre gente esperanzada y locuaz. El campo traslada por un momento su vida entera a la ciudad o a la villa. Pomona y Ceres vierten sobre las urbes sus cornucopias rebosantes. Una vez en el ferial, aquella muchedumbre se reparte y ordena sin confusión ni esfuerzo. Los bueyes quedan aislados en un sitio bajo la guarda de las mujeres; el ganado de cerda se agrupa poco más lejos; el cabrío tiene también su rancho aparte. Los buhoneros andan de un lado a otro vendiendo amuletos y baratijas; los charlatanes ofrecen a los labriegos embobados elixires maravillosos. Los tratantes y los curiosos discurren entre las bestias sin precauciones ni cuidados. Aquellos bueyes corpulentos y lucios, de cuerna desarrollada y finísima, son dechados de animales domésticos por su sumisión incondicional al hombre. Le miran con ojos donde la ferocidad del bruto se ha extinguido totalmente, para fulgurar con placidez melancólica; humillan el testuz a sus caricias como si toda su bravura fuese amor, y buscan con el hocico húmedo y rosado la mano del amo cuando escuchan su voz cerca de ellos. Pocos espectáculos habrá más divertidos que la venta de unos bueyes en feria galiciana. El comprador observa primero la yunta que desea adquirir. El dueño no se da por advertido del espionaje. El primero, después de apreciar concien- galegos 5 | i trimestre 2009 | 153 zudamente la anatomía de las reses, avanza a mayores estudios: con su vara mide la longitud de cada buey, para ver su igualdad, y la altura de las ancas para apreciar su simetría. El vendedor le deja hacer sin despegar los labios, seguro de la bondad de su ganado. En seguida el otro palpa las orejas para apreciar su carnosidad, y abre los párpados de la res para examinar el grosor y limpieza del ojo. No deja de ver si las pezuñas son cortas, anchas y tersas; y por último, cogiendo por el hocico al animal, le obliga a abrir la boca para ver los dientes blancos, grandes y apretados. Estas operaciones se repiten una, dos, veinte veces, sin que se agote la paciencia del dueño ni la curiosidad del tratante, ni, lo que es más prodigioso, la mansedumbre del buey, objeto de tantos experimentos. Terminado el examen, se aborda la magna cuestión del precio. Basado en algún defecto, más imaginario que real, de la bestia, el tratante ofrece un precio mínimo. La indignación del vendedor estalla entonces de manera ruidosa: ambos gesticulan y manotean iracundos, y gritan y juran como energúmenos. El espectador, ante la dramática de aquella cólera tonante, suele temer una colisión sangrienta. Nada más lejos del ánimo de los protagonistas. Intervienen amigos de unos y otros, dan su parecer autorizado las mujeres, y cuanto más recio es el vocerío, y más descompuesto el manoteo, y más ceñudo el gesto, más camino hace la avenencia y más próximo está el acuerdo. Éste se remata aceptando el dueño una moneda de diez céntimos –pataco o cadela en el dialecto del país— que le entrega el comprador, y se sella con unos cuantos tragos de vino. La aceptación del pataco tiene para el campesino más fuerza obligatoria que un contrato ante notario. Por ventajosas que sean las proposiciones que después reciba, no puede aceptarlas. En los pagos, como en los convenios, hay excelente buena fe, y desgraciado de aquel que incurriese en deslealtad a lo pactado. Hasta el último rincón de la aldea le perseguiría la execración de sus convecinos. Cuando las ferias son muy animadas, es frecuente que, apenas concertada una venta, haya oferta más ventajosa y el comprador realice de mano a mano un buen negocio. A éste acostumbra a llamarse en algunos puntos ganancia en cuerda, porque aún está el ganado en la soga del primitivo dueño cuando el adquiriente lo vende a un tercero. La pareja de bueyes formados tiene de continuo precio superior a 100 duros, o pesos, como se dice en el país por un americanismo corriente, esa región que tantas relaciones mantiene con la América española. Ofrecer por una pareja de bueyes veintidós, veinticinco, treinta duros, es ofrecer ciento veintidós, ciento veinticinco, ciento treinta. El laconismo del lenguaje comercial se impone a la facundia de estos rústicos traficantes. Por lo demás, la aparcería gallega conserva aún su tosquedad medioeval. No es, como indicaba el Sr. Díaz de Rábago, la que embelleció la Toscana ni a la que el Código de Napoleón, elevando a ley el derecho de las costumbres, 154 | galegos 5 | i trimestre 2009 concedió atención muy señalada; mas, con todas sus imperfecciones, produce incalculables beneficios al campesino y constituye una de las remuneraciones más saneadas que obtiene su rudo trabajo. V. V I DA CAM P E S I N A El problema de Galicia es eminentemente agrario. Inmensa parte de sus pobladores vive del trabajo de la tierra, irradiando sobre ella de un modo directo toda su actividad y todas sus energías. Puede calcularse en unas 500.000 personas las que en las cuatro provincias de Occidente se emplean en el laboreo del terruño, sin más ocupación y oficio, granjería y provecho que las que la agricultura puede reportarles. Esa muchedumbre está repartida en granjas señoriales, llevadas en aparcería o en arrendamiento; en humildes fincas propias, compuestas de una casita de cuatro piedras y cuatro terrones de sembradura, o en aldeas, parroquias y caseríos, que forman pequeños grupos agrarios, encargados de explotar las tierras del contorno, propiedad individual de los vecinos en parte, y en parte también de antiguos vínculos y mayorazgos que salvaron del naufragio desamortizador esos restos de opulencia patrimonial24. Las granjas señoriales, donde una familia de campesinos vive desde muy antiguo, se acercan mucho al tipo de la casería vascongada que D. Fermín Caballero señala como dechado de pequeñas organizaciones agrícolas. Hasta se llaman caseros los campesinos a quienes el dueño confía el cuidado y explotación de la finca. Suelen tener éstas monumental portada, sobre la cual yérguese una cruz flanqueada por pínulas de cantería. La casa es, por lo común, grande, con perfiles de arquitectura militar, almenas, torrecillas y saeteras, combinados en la sucesión del tiempo con esplendores de un arte constructivo fastuoso y civil, que produce balconadas espaciosas, corridas sobre mensulones barrocos, y azoteas y galerías sostenidas por columnas neoclásicas, muestras todas de una vida señoril, regalada y pacífica. Puede seguirse en los postizos y remiendos de tales fábricas la evolución de la nobleza en todas las fases de su historia, desde los días épicos de la Reconquista hasta los actuales aburguesados y prosaicos. A modo de atrio se dilata ante la casa la era, libre de estorbos, apisonada y llana. Allí se carda lino, se majan habichuelas, se aecha centeno y trigo, se desgranan maíces, se parte leña, se recompone y limpia la fustalla25 de la bodega; 24 D. Diego Pazos, Registrador de la Propiedad de Daroca, en su notable memoria sobre las Disposiciones que podrían impedir en España la división de las fincas rústicas, premiada por la Academia de Ciencias Morales y Políticas, publica muy interesantes y concienzudas estadísticas sobre la población agricultora de España. Por lo que se refiere a Galicia, como elimina el sr. Pazos de su cómputo a las hembras, queda muy incompleta la estadística. N. del A. 25 En el dialecto del país se designa de este modo el conjunto de toneles y bocoyes. desarróllase, en suma, gran parte del trajín de la labranza y de la recolección. No es raro advertir en cualquier ángulo de esta explanada un pequeño cuadro de plantas medicinales y balsámicas, colocadas, por la previsión del labrador, inmediatas a su hogar. Adorno y requisito indispensable de la era es el hórreo, que Jovellanos, al tratar de la agricultura asturiana, ensalza con justicia. El hórreo es el granero de la granja. Exigencias del clima, condiciones de los frutos, necesidades de la labor, mil circunstancias locales, inspiraron, sin duda, la idea de estas construcciones, en que la utilidad no desdeña las galas del arte. Figuraos el arcón solariego sacado al aire libre; elevad sus caballetes hasta una altura en que la humedad del suelo y la voracidad de los roedores no ataquen los frutos; sustituid los tablones de castaño o de nogal por tabiques de berroqueña, calados para que aireación sea fácil, y pulidos con ese arte que ha hecho famosos a los canteros gallegos; añadid un tejadillo de dos vertientes para protegerle de las aguas del cielo, y ya tenéis formado el hórreo, sin el cual no se concibe granja alguna en el país. El solo pregona el bienestar de la heredad en que se levanta. Es de madera, sustentado sobre cuatro pilotes de granito, en las fincas modestas; es de piedra, con profusión de labores, y sostenido por seis, ocho, diez o más estribos pareados, en las posesiones ricas. Hórreo cuarteado, ennegrecido y maltrecho, indica hacienda en ruina; hórreo sólido, encalado y bien cubierto, labranza próspera. Sus puertecillas, pintadas de rojo, parecen, cuando se otea la campiña, flámulas alegres que pregonan fiesta. A la era abre también sus puertas la bodega. Acostumbra a ser espaciosa y lóbrega, sin más arrequives que los propios de una destilería rudimentaria. El piso lo constituye el santo suelo, el techo la viguería escueta que sostiene el pavimento de las habitaciones superiores26. En un rincón está el lagar, e inmediato a él la prensa, formada por un bloque de piedra, unido a un gigantesco tórculo de roble que sirve para izarla. Abundan las máquinas trituradoras movidas a brazo; pero es frecuente pisar los razimos a planta desnuda. La operación es lenta. Exige labor continua de día y de noche. Los encargados de realizarla ahuyentan el sueño con una canturia monótona, especie de salmodia báquica, que arrulla en su misma cuna al vino nuevo. ¡Extraño cuadro el que el lagar ofrece en noche de pisada! Las tinieblas apenas si son rotas en torno de la pila por la llama de los candiles. Cada racha de viento, precursora de las borrascas del equinocio, al invadir la estancia hace temblar aquellas lucecitas mortecinas y desvanecerse en humaredas fétidas. A sus destellos aparecen los pisadores teñidos de rojo con las heces del mosto, sepultados entre racimos hasta media pierna y 26 Hablo, como tengo advertido, en general. Si la índole de este trabajo lo per- mitiera, podría citar varios nombres de acaudalados propietarios que han montado la industria vinícola con toda perfección. Pero estas excepciones no hacen más que dar resalto a la común tosquedad de la industria en toda la región. entregados a un paso gimnástico que tiene actitudes de danza campesina y traspieses de cuerpo embriagado. En los rostros, sobre la pátina térrea de epidermis, castigadas por el sol y el aire, se mezcla la expresión fatigosa de un trabajo forzado con una alegría adormilada, producida por el olorcillo picante de la uva en punto de fermento. Completan el cuadro los toneles alineados a una y otra banda del lagar, esfumados en la sombra, misteriosos e inmóviles, como dioses ventrudos que aceptasen en silencio los sacrificios de los pobre diablos que cantan y bailan desfallecidos de cansancio entre el humo de los candiles. Es una escena en que se dibujan rasgos de humorismo rústico a lo Teniers, sobre el claroscuro trágico de un capricho de Goya. No lejos de la era suelen estar los establos, reducidos a unas pesebreras sencillísimas y a unas camas de tojo fino, helechos o cualquier otra hierba por el estilo —estrume—, que sirve para cama del ganado primero y después de estiércol excelente. Inmediato a la casa hay de ordinario un cobertizo o alpendre que cobija los aperos de labranza. El instrumental es el que corresponde a una agricultura en estado primitivo. Se recuerdan los versos de las Geórgicas al contemplar los útiles con que el hijo de estos campos explota la tierra en el siglo veinte: hoces, bieldos, legones, azadas, látigos de majar y demás enseres, nos transportan a los primeros tiempos del arte agronómico. Dos útiles descuellan entre todos por su traza arcaica: el arado y el carro. El primero es el mismo que Roma ponía en manos de los adscritos a la gleba; el segundo parece contemporáneo de la época de las invasiones bárbaras. Y, con ser cosas tan imperfectas y elementales, no todos los labriegos pueden adquirirlas. Lugares había, no hace muchos años, donde sólo tres o cuatro afortunados mortales tenían arado. En la construcción de la carreta apenas interviene el hierro: las llantas, y algún refuerzo de las ensambladuras, es todo el metal invertido en la confección de un vehículo que parece pensado y labrado en medio de las selvas, sin más elementos que el hacha y los árboles. Las ruedas son de roble; el eje de cerezo, aliso o fresno; la lanza de nogal o castaño. Llámanse chedeiros los largueros de los costados; cabezalla la lanza. estadullos o fungueiros los palos que a lo largo de los chedeiros se colocan para sostener la carga, y cantadoiras las cuñas puestas en el eje para producir ese chirrido prolongado, vibrante, lastimero, que acompaña la marcha de las carretas a lo largo de los caminos, como voz doliente de un pueblo en servidumbre. Los terrenos que forman la granja suelen destinarse a maíz, centeno, patatas y viña. No faltan cañaverales ni mimbreras, así como tampoco algo de bosque y un poco de monte. Arboles característicos de estas posesiones son el pino manso, el ciprés o el castaño. Algunos adquieren considerable desarrollo y gallardía. Son entonces el orgullo de la heredad que amparan y hermosean. Mejor que los pergaminos y los blasones, acreditan ellos la antigüedad del galegos 5 | i trimestre 2009 | 155 fundo. Bajo sus ramas parecen vivir las sombras de las generaciones muertas. Memorias de siglos duermen como pájaros entre sus frondas, y, cuando el viento las agita, modula el follaje estremecido cuchicheos de la tradición familiar que habla de seres y cosas pasados para siempre. En estas fincas conviven una parte del año campesinos y señores. Aunque tenue, existe aún entre ellos el vínculo de una común esperanza depositada en la tierra. La vida del labriego es allí lo menos penosa posible. Para ver su miseria de cuerpo entero hay que visitar la casa del terrateniente pobre, bien se encuentre aislada, bien en grupo con otras formando pequeños caseríos. He aquí otro aspecto de la vida campesina. La vetusta pompa de la granja noble es reemplazada en estas viviendas por una desnudez enteramente villana. Cuatro muros de cantería irregular, donde alternan las piezas de labra con pedruscos apenas desbastados, forman las paredes: el techo, a dos aguas, carece en muchas casas de chimenea. El humo de la cocina no tiene entonces más salida que los intersticios de la techumbre a teja vana. La chimenera suele representar un gasto superior a los medios del propietario, el cual, antes de abrir un simple mechinal por donde entren el aire y la lluvia y apaguen más que animen la fogata del lar, prefiere cerrar toda salida a la combustión y recluirse con los suyos, retando a la asfixia en torno de la piedra cenizal, muy dichoso con su suerte si la mano de la usura o del fisco no le arroja del antro donde vegeta en la paz que da la resignación a los humildes. Nada más hermoso, visto en el paisaje, que esas humaredas azules, desvanecidas en el ambiente de la campiña, como ilusiones de la tierra purificadas poco a poco en su ascensional cielo; pero nada más triste que la realidad latente bajo esta ficción poética: pobreza y lástimas, opresión y hediondeces de rebaño humano indican por doquiera esas apariciones azuladas. Así resulta tétrica y sucia la mirada del aldeano. Por las ventanas abiertas no se ve más que la huella sombría del humo. La mujer no puede dedicarse al embellecimiento del albergue, porque la faena agrícola absorbe todo su tiempo y toda su fuerza. No busquéis macetas de flores en las ventanas, ni pájaros que canten enjaulados bajo la parra que sombrea el portal, ni nada que revele ocios y distracciones de una mujer hacendosa. Alguna vieja, hilando taciturna junto al camino, o algunos niños desnudos, jugando fraternalmente con cerdos y gallinas, son todas las señales de placidez bucólica que en el hogar se descubren. Los demás individuos de la familia, útiles para el trabajo, están ausentes, laborando el terreno ajeno o el propio, para ganar el pan de cada día. ¡Y qué pan tan escaso! Pocas regiones habrá donde el campesino coma menos. El hombre del campo tiene demacraciones de anacoreta. No es frecuente encontrar rostros sanguíneos ni carnaciones abundantes. Su estado es el mismo que describía el P. Feijóo en las palabras que copio: «En estas tierras —dice en su discurso sobre la agricultura— no hay gente más hambrienta ni más desabrigada que los labradores. Cuatro trapos cubren sus carnes, o mejor 156 | galegos 5 | i trimestre 2009 diré, que por las muchas roturas que tienen las descubren. La habitación está igualmente rota que el vestido; el viento y la lluvia se entran por ella como por su casa. Su alimentación es un poco de pan negro, acompañado de algún lacticinio o alguna legumbre vil; pero todo en tan escasa cantidad, que hay quienes apenas una vez en la vida se levantan saciados de la mesa. Agregad a estas miserias un continuo rudísimo trabajo corporal, desde que raya el alba hasta que viene la noche, y contemple cualquiera si no es vida más penosa la de los míseros labradores que la de los delincuentes puestos por la justicia en galeras». En la información agraria del año 1887 hay estudios de particulares y corporaciones que corroboran cuanto siglo y medio antes decía el ilustre autor del Teatro crítico. Las legumbres viles siguen siendo la base alimenticia del labrador, y en muchos puntos su bocado único. «La patata —dice un informe fechado en Mondoñedo—es causa de miseria fisiológica en esta región». El uso de la carne es rarísimo. El labrador gallego ceba reses de carne privilegiada, y, nuevo Tántalo, está condenado a abstenerse de este regalo. Sólo una vez al año, el día de la fiesta del patrón de la aldea, o en cualquier otra solemnidad de esta importancia, figura en su plato alguna substanciosa tajada. No extraña, pues, que la Comisión de Evaluación en Pontevedra, al informar en la fecha antes mencionada, diga que corresponde a cada cien habitantes un kilo de carne y medio de aceite. Con el aumento de las comunicaciones, no falta ahora el pescado en las poblaciones del interior; mas, de todas suertes, parece prodigioso que aún lozanee una raza que derrocha a diario energías pocas veces restauradas con plenitud. Agrupad este conjunto de privaciones y de miseria de las viviendas aisladas, y podréis formaos idea de la vida en la aldea, en la parroquia, en el caserío... La comunidad del infortunio ha despertado hace algún tiempo en los campesinos un espíritu de asociación desconocido antes. Instintivamente han buscado la fuerza de la unión para valerse en la adversidad. La avalancha del movimiento societario, desbordado de las ciudades, ha contribuido no poco a este resultado. Ello es que contados serán los puntos donde los labradores no estén ya constituidos en sociedad. Al principio la asociación no entendía más que en asuntos privativos de la profesión agrícola: cuestiones de riegos y de pastos; seguros sobre el ganado, para indemnizar al socio de la pérdida de una res en caso de accidente desgraciado; fijación de fechas para la vendimia o la recolección de frutos importantes; persecución de animales dañinos, y mil asuntos de este linaje. Hoy se nota cierta tendencia expansiva en la influencia de estas organizaciones. Basadas, como es natural, en la elección, y celebrándose ésta con la pureza que suele alcanzar el sufragio en corporaciones muy restringidas, no es raro ver en los puestos directores a los que valen más por su rectitud y experiencia. Esta autoridad moral facilita la apelación ante ella de mil cuestiones ajenas a los estatutos, y allí se dirimen querellas de vecindad, diferencias de colindantes, reclamaciones de agravios, multitud de pequeños conflictos engendrados en el comercio diario de los hombres, origen muchas veces de enmarañados pleitos ante los tribunales ordinarios, y que se desenredan y zanjan fácilmente cuando, ante sus compañeros, sus amigos y sus iguales, la voz de un hombre honrado, merecedor de la confianza de todos, exhorta a las partes enemistadas a la reconciliación y al desagravio. Amplía en estos términos la acción de la sociedad el horror que el labriego tiene a poner su suerte, como él dice, en “manos de los que mandan”. Tanto se ha deshonrado la autoridad entre ellos, que sólo el mencionarla les produce sobresalto. Toda personificación de los poderes del Estado llega a él en forma de rapiña, de expoliación, de fraude, de arbitrariedad. Cuantas garantías pueden ofrecer las leyes a sus derechos, las teme como emboscadas puestas a su libertad o a su fortuna. Prefiere, por tanto, entregar su suerte en manos de sus convecinos antes de verla encomendada a la tutela de poderes extraños. No todos los labriegos entraron de un modo espontáneo en estas sociedades. La desconfianza ingénita del gallego le retraía de toda acción corporativa. Hubo muchos que se mantuvieron independientes de estas agrupaciones. Pero bien pronto advirtieron los males del aislamiento. Sirva de base un ejemplo que, con los anteriores datos, recogí de labios de un labrador de las inmediaciones de Túy. Un vecino cualquiera tiene la desgracia de que se le vuelque una carreta en un camino. Si pertenece a la sociedad, el auxilio es obligatorio y gratuito. No tiene más que demandarlo y lo encuentra. Pero, si es ajeno a la asociación, el caso varía: entonces sólo puede contar con la bondad de corazón de aquel a cuya puerta llame; de otra suerte, el servicio tiene la remuneración que se estipule. Raro es, por consiguiente, el aldeano que no ingresa en la asociación y que no se interesa por su buen funcionamiento. Lo tranquilizador por el momento es la política gubernamental que estas asociaciones siguen. Compuestas, en general, de propietarios, aunque insignificantes, no por eso menos apegados a lo que poseen, es seguro que no se convertirán nunca en focos de conspiración o de anarquía, pero servirán sin duda para robustecer la acción de la clase labradora, para hacerla comprender toda la fuerza de que disponen y para emanciparla de cacicatos rurales envilecedores... En el porvenir, ¡Dios dirá! El sólo sabe dónde ha de pararse la bola de nieve desprendida de la cumbre. ¿Cómo distribuye sus labores el campesino, bien habite en la granja señorial, bien en su casita aislada, bien en pequeños lugares? Véalo el lector, si le interesa el dato: En Enero siembra centeno, habas, guisantes, poda las viñas y corta maderas y cañas para repararlas; en Febrero siembra lino y patatas, continúa la poda de viñas y ata los vástagos para darles dirección conveniente; en Marzo siembra hor- talizas, limpia los árboles, y, cuando promedia el mes, comienza la sembradura del maíz, que continúa los meses siguientes en las llamadas terras fondas; en Abril, con la prolongación de las anteriores faenas, hace injertos, guía los riegos, sacha las veigas, siembra plantas de pepita hasta el cuarto creciente de luna y da a los parrales el primer riego de sulfato; en Mayo siembra melones y sandías, recoge el lino maduro, y atiende y vigila las sementeras ya lozanas; en Junio vuelve a sulfatar las viñas, redobla sus cuidados en los plantíos y recoge cebollas, ajos, almendras, avellanas, legumbres y frutas, y por San Pedro el centeno; en Julio continúan sin novedad importante estas labores; en Agosto «rasca» las viñas, siembra alcacén o ferraña, trébol, serradela, vallico, grama de amor .y otras forrajeras, y purga los maíces; en Septiembre recoge los maíces tempranos, estruma o estercola las tierras, siembra habas y nabos, recoge frutas y miel, y comienza el arreglo de las bodegas para la próxima vendimia; en Octubre recoge el vino y las manzanas de invierno, las castañas primerizas y los maíces tardíos, hace aguardiente, siembra hortalizas y centeno, corta maderas en el menguante, y, según el dicho popular, «se recoge con todo en casa» porque comienzan los diluvios de la otoñada; en Noviembre llega a su apogeo la recolección de la castaña y comienza la matanza, se podan las mimbreras, se pagan foros y rentas, y repone los aperos de labranza inutilizados en el trajín de todo el año, y en Diciembre parte leña, hace estrumes, siembra centeno y patatas en el menguante de Navidad. Este cuadro de ocupaciones campesinas ni es completo ni exacto del todo. En región de clima tan variado como Galicia resulta imposible clasificar rigurosamente las operaciones de un laboreo que los elementos modifican de zona en zona, desde la playa hasta las cumbres montañosas del interior. Con observaciones propias y datos suministrados por los mismos aldeanos formé ese pequeño calendario agrícola, sin otro objeto que dar idea al lector de cómo distribuye su actividad el labriego y qué recursos obtiene de la tierra. Como puede observarse, ésta jamás descansa; la rotación de los cultivos es continua; apenas recogida una cosecha vuelve el arado a preparar el surco para otra nueva. Es al mismo tiempo una tierra fecunda y casta: fecunda, porque jamás deja de producir; casta, porque nunca se exhibe desnuda: un verdor perenne cubre sus entrañas generosas... La llamada hoja del pan —cultivo de centeno, trigo o maíz— es la más importante, y da lugar a la curiosa costumbre conocida con el nombre de servidumbre alternativa de vía, así llamada porque durante la mencionada hoja se interrumpe el paso de los caminos vecinales a través de los sembrados, para volver a restaurarse, una vez hecha la recolección, a la hoja siguiente. Se calcula, con el coeficiente de error natural en estas averiguaciones, que en atender al trabajo de la tierra invierte el campesino unos ciento sesenta y cinco días al año. Esto galegos 5 | i trimestre 2009 | 157 afirma por lo menos el Ayuntamiento de Ribadavia en la información de 1887, y se conforma con las observaciones meteorológicas, que dan un promedio de cien días de lluvias, durante los cuales se dificulta o imposibilita la labranza. Cuando se trabaja a jornal, los precios corrientes son de seis a ocho reales los hombres y de tres a cuatro las mujeres, con media hora de descanso al almuerzo y una en la comida, durante jornadas que fluctúan de siete a doce horas. Las casas acomodadas dan a los jornaleros la parva (aguardiente) a la hora del almuerzo, y vino a la hora de la comida; pero no es obligatorio, ni tampoco la situación de los propietarios permite esplendidez en el agasajo. ¡Como que entre gastos de cultivo y pago de contribuciones el propietario de buena fe ve gravados en un 75 por 100 los productos de su finca! Cuando no trabaja como jornalero, el campesino labora la heredad propia o ayuda al vecino en sus trabajos para obtener de él igual auxilio cuando lo ha menester. Esta mutualidad de servicios está impuesta por las condiciones de la organización rural ya descrita. Mucho se ha discutido sobre la necesidad de implantar en Galicia una transformación cultural acomodada a las condiciones del país. En general se tiene por oneroso e incierto el cultivo del centeno, que ocupa grandes extensiones de tierra laborable en Orense y Lugo, y se considera amenazado por la concurrencia americana el cultivo del maíz, muy extendido en Pontevedra y la Coruña. Rémora pesada para todo cambio son los foros, que en inmenso número están constituidos por un canon frumentario en esos cereales; pero el obstáculo invencible es la resistencia del labriego a toda innovación. Y justo es confesar que en algunos casos no le engaña su instinto. ¿Dónde ha de encontrar plata que le suministre mayores rendimientos que el maíz? Los pendones de sus flores constituyen un excelente forraje para el ganado; con las hojas de sus pinochas mulle su lecho; con el grano de sus mazorcas forma el pan de brona que sostiene sus fuerzas; con las cañas de largas hojas abriga el piso de los establos, y con los vástagos de las espigas desgranadas, con los carozos, alimenta el fuego de su hogar en las noches de invierno y forma un rescoldo que esparce el calor con suavidades de caricia por su cuerpo aterido. Vendrán los sabios y los hombres de industria a insinuarle la conveniencia de sustituir esta planta con otra, la remolacha, por ejemplo, que en dinero contante y sonante le produce en apariencia más, y se reirá de ellos, íntimamente convencido de que tales novedades aprovechan principalmente a los capitalistas, y que los pobres, si quieren vivir, tienen que hacer lo que hicieron sus abuelos y sus padres, lo que ellos mismos aprendieron de rapaces. Para curar de esta desconfianza a los labriegos, sería preciso aligerar sus almas de la herencia secular de preocupaciones que, como resultado de viejas tiranías, fue amurallando su espíritu contra toda sugestión extraña. Con abnegaciones muy perseverantes por parte de los elementos que llevan la dirección de las sociedades modernas, abnega- 158 | galegos 5 | i trimestre 2009 ciones que pugnan, por desgracia, con el egoísmo despiadado de la aurolatría contemporánea, habría que ganar la voluntad de los campesinos. Con las falacias del mercantilismo al uso jamás se conseguirá que el labriego colabore con todo el empuje de sus energías inexhaustas a la obra gloriosa de su propio mejoramiento y del común bienestar. En la actualidad la crisis de .los cultivos se agrava con los estragos crecientes de la despoblación arbórea. La naturaleza y los hombres concurren a producir la ruina. El castaño y el pino desaparecen con rapidez que espanta. El uno perece víctima de una plaga que a los cuatro vientos lleva la poderosa expansión de su contagio: el otro muere bajo el filo del hacha para surtir las fábricas serradoras encargadas de abastecer el mercado de maderas para embalaje de la industria y entibado de minas, más amplio y voraz cada día. En una década han desaparecido sotos de castaños de incalculable valor y pinares en área tan extensa, que en algunos puntos se han modificado, bien que ligeramente, las condiciones climatológicas. La pérdida del castaño, independiente de la voluntad de los hombres, debe lamentarse con desconsuelo de elegía. Era, como se ha dicho con frase feliz, la caoba de Galicia: la construcción y el mobiliario tenían en él un material irremplazable. Las habitaciones de las antiguas casas, con la viguería desnuda de sus techos, y el piso formado de anchos tablones de castaño, obscurecido por el tiempo, pero compacto y sano en sus fibras, tienen una austeridad solariega y un ambiente de intimismo afectuoso y grave que por sí solos pregonan las virtudes domésticas de una raza ajena a la molicie. De la misma madera eran los muebles más importantes y venerados del hogar: el tálamo y la cuna; el arca y la mesa de familia, todos los enseres que vinculaban a su existencia memorias de alegrías y tristezas conllevadas por varias generaciones en el sagrado de unos mismos muros. Y si esto representaba el castaño cuando, abatido al suelo, caía en poder de la industria, nada digamos cuando se erguía majestuoso cerca de la casa labradora, y en el desperezo soberbio de sus ramas centenarias suspendía y cimbreaba en los aires como un titán la inmensa bóveda de su ramaje cargado de frutos. Él defendía entonces la mísera vivienda del embate del viento y de los rayos del sol; proporcionaba con sus vástagos nacientes material abundante para los instrumentos de labranza; suministraba copioso alimento a los hombres, cebo muy apetecible a los ganados, riqueza considerable para la exportación; daba al fuego de la cocina rural el combustible excelente de las cápsulas espinosas que protegen el fruto; contenía, multiplicándose en la falda de los montes, las avalanchas del agua oponiéndolas la coraza de su robusto tronco y transformándolas, al subdividirlas, en riego bienhechor; cobijaba, por último, los regocijos campesinos, las hogueras de los magostos al tiempo de la recolección, y las romerías de los santos tutelares del lugarejo cuando llegaba el día de su fiesta. Estaban asociados estos árboles venerandos a todos los menesteres de la vida aldea- na. Eran los protectores, los amigos del labriego infeliz. El dolor del paisano cuando viera languidecer primero, secarse más tarde, caer, por último, atacado de enfermedad misteriosa el castaño inmediato a su vivienda, sólo puede compararse al que experimentara quien presenciase, sin conocimiento de causa ni noticia de remedio, la agonía de una persona amada; agonía solemne, sin un grito, sin una contorsión, sin una mueca; lento eclipse de una vida robusta que se sumerge en la muerte con la dulzura de una vibración que se extingue. Los árboles se colorean de rojo lentamente hasta que las ramas toman el mismo matiz. Parecen entonces árboles de una flora infernal. Destacan sus líneas de fuego sobre el fondo verde de las arboledas lozanas; los pájaros esquivan su encuentro, a las caricias de las auras permanecen rígidos, y así fenecen sin que de sus troncos pueda aprovecharse la más pequeña astilla. Varias localidades perdieron de este modo una de sus mayores riquezas, sin que nada haya venido a suplirla. Calcúlese por esto la magnitud de la ruina. El pino no sufre una plaga de la naturaleza, pero cébase en él la plaga de una codicia que no refrena un cálculo previsor. El desarrollo creciente de la minería en España, y el muy considerable que adquiere la exportación de frutas, producen gran demanda. de madera de pino, ya recortado en bruto para estribos en las galerías de la minas, bien serrado en forma de tablitas aptas para envases; sin contar con el ordinario empleo que en tablones y en troncos tiene en la carpintería de construcción y de ribera. Los pinares disfrutan hoy considerable valor, pero se les explota con más afán de momentáneo lucro que propósito de constituir un inagotable filón de permanente riqueza. Se tala, pero no se siembra. Disminuye a ojos vistos el vuelo considerable de los pinares; surgen escuetas muchas cumbres, antes protegidas por grandes masas piníferas; y no se advierte que por parte alguna se intente el remedio del menoscabo. Vuela más la cuchilla de la serradora mecánica que la mano del sembrador prudente. Por los ríos descienden a diario, formando grandes almadías, verdaderas selvas de pinos destinados a abastecer las fábricas colocadas en las márgenes. En los valles mézclase desde hace poco tiempo, a las armonías serenas de un mundo puramente bucólico, el fragor insólito de las sierras movidas a vapor. Su poderoso resuello de ogro insaciable ha hecho callar al chirrido acompasado y lento de la sierra primitiva, impulsada por el esfuerzo muscular de dos trabajadores en genuflexión constante. Desentona esta intrusión del maquinismo moderno en medio del idilio de los molinos de piedras giratorias agazapados en un salto del río, de los cigüeñales emplazados entre los maíces para regarlos con el sencillo subir y bajar de su tosca palanca, del arado y de la carreta ya descritos, y de tantos otros artefactos de una maquinaria rural de sencillez proporcionada a las necesidades de un pueblo estancado en la agricultura del tiempo de Columela. Con esperanza se oye aquel grito de vida nueva, activa y emprendedora, que vibra en la sirena de la fábrica cuando anuncia el principio y fin de la jornada; pero no sin zozobra se advierte que el progreso señálase principalmente por el avance del hacha en los pinares; tras las cortas, dirigidas de un modo poco inteligente, sin más regulador que el interés individual de propietarios poco cuidadosos del porvenir, se prepara, tal vez, una crisis que acaso salve el capitalismo con sus combinaciones de cartels y de trusts, pero que seguramente agravará la situación del campesino con el encarecimiento de un producto que hoy constituye un auxiliar inestimable. El pino, como me decía una vez Mellado, es, en realidad, el árbol del pobre: una cuna de pino le recibe al nacer; un ataúd de pino le recibe al morir; de pino es el mástil y el remo de la lancha pescadora, y la mesa del taller y las paredes del tugurio donde descansa y goza el trabajador... ¡Árbol admirable! No pide cuidados especiales, ni tierras escogidas, ni desembolsos cuantiosos. Las cumbres, donde ningún otro vegetal medra, le sirven a él para prosperar gallardo. El ala del viento, el pico del ave, cuando no lo hace la mano del hombre, llevan a las desnudas crestas de las montañas su germen, y apenas toca a la tierra la fecunda. Arraiga entre las rocas, las descompone, preparando la formación de terrenos menos ingratos, explora constantemente con sus raíces los senos de la naturaleza, y, dondequiera que descubre un principio de vida, lo atesora para él y para el hombre. ¡Ciega codicia la que de tal modo amenaza su existencia! Todo ello no hace más que confirmar la impotencia del régimen de propiedad personal, tan fecundo en otros empeños, para conservar y explotar grandes masas forestales. Con autoridad indiscutible lo afirmaba hace muchos años un ilustre ingeniero de montes27. «La producción secular —decía— que caracteriza al monte alto, y de la que tan inapreciables bienes recaban los pueblos, no tiene plenas garantías de perpetuidad más que en manos de dueños imperecederos como el Estado». Lo deplorable es que el Estado en España haya vivido largo tiempo en el sopor de una covachuela rutinaria, en donde ni por casualidad entraba una ráfaga de aire del campo; y, aunque ahora bosteza actividades, antes de que pueda extender, con garantías de perpetuidad, una sabia tutela sobre estos intereses, habrá pasado tiempo bastante para borrar de la memoria de las gentes el recuerdo de una calamidad como la que hoy amenaza Galicia. Por lo demás, el campesino no se preocupa vivamente del daño, su mundo se circunscribe a los límites de su heredad, y fuera de sus muros se extinguen sus ansias. Vive la vida de un modo intenso, porque sufre, trabaja y ama, tal vez con exceso; pero todas estas energías las reconcentra bajo su techo, preocupándose muy poco de lo que pasa por el mundo. Diríase que aquellos muros interminables que cercan la atomizada propiedad gallega son murallas infranqueables a toda novedad exterior. 27 V. Cuarenta años de propaganda forestal, por D. Lucas Olazábal. N. del A. galegos 5 | i trimestre 2009 | 159 V I . C O N C LU S I Ó N Cuanto llevo dicho, puede resumirse en muy pocas palabras. En Galicia, bajo un clima benigno y sobre una tierra loada sin distingos por su hermosura, vive una raza fuerte y sobria, trabajadora y sumisa. Instituciones rurales arcaicas, excelentes en el fondo, desnaturalizada alguna de ellas en la forma e incompatible en sus derivaciones jurídicas con la corriente de los tiempos, mantienen la agricultura en atraso, la propiedad desintegrada, al labrador en servidumbre, y sobre todo a la mujer en una esclavitud deshonrosa para el estado social que la hace posible. A estas causas de malestar histórico únese en nuestros días la inmoralidad administrativa de los ayuntamientos rurales, la poca austeridad de la administración de justicia en sus bajos órdenes, la falta de instituciones de crédito agrícola, el desarrollo de la usura lugareña, que es su consecuencia; la carencia de vías de comunicación, así principales como secundarias, que sirvan expeditamente las verdaderas necesidades de la comarca; todo, en fin, lo que da de sí un régimen de representación popular, falseado de arriba abajo, en tales términos que no puede protestar ningún vituperio por injusto, ni ninguna maldición por inmerecida. Un amor vivísimo a la tierra natal, amor que al mismo tiempo es actividad y es inercia, atracción y repulsión del terruño, pasión a la verdad muy compleja, cuyo secreto queda recatado en el alma soñadora y poco abierta del aldeano, le obliga a trabajar sin tregua y a vivir resignado, muchas veces dichoso, sobre los campos que posee, haciéndoles producir de tal suerte, que la región sostiene una de las poblaciones más densas de la Península, no obstante la sangría de una emigración cada vez en aumento y las imperfecciones de un laboreo primitivo. ¿Qué sería si esta agradecida y hermosa tierra gallega pudiese ser explotada con alivio de las cargas que hoy soporta, bajo un sistema más inteligente y con remueración más amplia del trabajo que en fecundarla ponen sus hijos? Con la enumeración de los males va implícita la exposición de los remedios. Falta sólo la voluntad poderosa que ataje los unos y aplique los otros, pues bien conocidos son desde hace mucho tiempo ambos. Tierra libre, pueblo educado, justicia garantida, puede ser la fórmula que compendie la solución del problema. Esto bastaría para hacer feliz y próspera una región que parece destinada por el cielo para ser vivida y trabajada por los hombres en paz y en amor de hermanos. Pontevedra, octubre de 1903 160 | galegos 5 | i trimestre 2009