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F. Scott Fitzgerald
Cartas a mi hija
Prólogo de Scottie Fitzgerald
Traducción y notas de Albert Fuentes
A L P H A DE C AY
c o n te n id o
Prólogo
de Scottie Lanahan
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Nota a la edición
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cartas a mi hija
21

P ró l o g o
En mi próxima reencarnación es posible que no me
apetezca volver a ser la hija de un Escritor Famoso.
El trabajo incluye un buen sueldo y también algunos extras, pero las condiciones laborales resultan
demasiado peligrosas. La gente que vive por entero
de la fertilidad de su imaginación es fascinante, brillante y a menudo encantadora, pero es preferible tenerlos por compañeros de mesa en una fiesta a tener
que convivir con ellos. Imaginad que vuestra felicidad depende de un Bernard Shaw o de un Somerset Maugham, y no digamos de alguna estrella actual
como Norman Mailer. Tengo la impresión de que la
única gente igual de insufrible que los escritores son
los pintores.
Llevo mucho tiempo intentando explicármelo y he
recopilado unas cuantas respuestas provisionales. En
primer lugar, supongo que es imposible formarse el
hábito de inventar personas, construirlas, destruirlas y manejarlas como muñecas de papel sin hacer en
cierto modo lo mismo con la gente de carne y hueso.
En el fondo, los buenos escritores son sabuesos empeñados en revelar la condición escandalosa del alma
humana. Su tarea consiste en arrancar el barniz que
cubre a situaciones y personalidades. El resto de nosotros aceptamos a nuestro prójimo tal y como se nos
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 Prólogo
presenta y nos tragamos lo que no podemos aceptar.
Los escritores no pueden actuar así: tienen que pinchar, entrometerse, preguntar, cuestionar, dudar y desafiar, todo lo cual exige un surtido constante de víctimas frescas y experiencias renovadas.
En segundo lugar, no hay nada que uno pueda hacer para ayudar a un escritor. El presidente de una
compañía puede contratar a un adjunto a la dirección; un abogado puede contratar a un secretario;
incluso un ama de casa puede aligerarse de hasta un
setenta u ochenta por ciento de sus tareas. El desdichado escritor no puede recurrir a nadie que no sea
él mismo hasta concluir su trabajo, cuando podrá llevarlo a un editor que le demostrará que tiene que reescribirlo de arriba abajo, y solo.
El escritor no puede decir: «Eh, Mary, conoces este
tema tan bien como yo, anda, sé buena y termíname
este párrafo, por favor».
Tercero, a los escritores de éxito, como a cualquier
otra persona que conozca el éxito, se les malcría y
consiente todo. Al mismo tiempo, están a salvo de la
vara de la disciplina, tan común en otras profesiones.
Un senador tiene que enfrentarse a los periodistas, saludar a miles de electores, aguantar cenas de gala tan
abrasivas como un Sahara sin vistas, lejos de una palabra amable o de una copa de vino. Una actriz debe
acudir a su cita con el escenario o el plató, cuidar de
su imagen, memorizar sus diálogos. El desdichado escritor es libre de hacer lo que le venga en gana; si le
apetece emborracharse, ¿quién lo va a despedir? Entre él y el desastre, sólo se interpone el acreedor.
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P rólogo
Reverenciado y mimado, tiene que sentarse a su escritorio todos los días, solo, sin pautas ni directrices,
como si no hubiera conseguido nada en toda su vida.
A quién puede asombrarle que no esté lisonjero ni alegre cuando emerge, a menudo derrotado, de la batalla.
Así pues, no me sorprende ni enoja que mi progenitor se convirtiera en un padre difícil. Me regaló una infancia dorada, que es todo lo que una puede
pedir. En compañía suya, no recuerdo ni un momento que no fuera de felicidad y gozo, hasta que el mundo se le empezó a venir encima, cuando yo tenía unos
once años. Pero desde el momento en que la primera
de las cartas de esta antología fue escrita, la primera vez que me fui de campamentos, hasta su muerte
en 1940, que cerró oportunamente la era anterior a la
Segunda Guerra Mundial, porque mi padre siempre
había acompasado su vida para que coincidiera con la
del país, casi lo único que recuerdo son los sinsabores que se reflejaban en nuestras relaciones: la enfermedad incurable de mi madre, los problemas de salud de mi padre, sus problemas de dinero y —lo más
duro de todo, creo— su eclipse literario.
Durante su último lustro de vida, mi padre no habría podido comprar un libro suyo en una librería y,
si lo hubiera pedido, la vendedora le habría devuelto
una mirada perpleja por toda respuesta. No soy una
persona sentimental, pero una vez, hace unos años,
cuando entré en una librería de un pueblo perdido
y vi todo un anaquel con títulos de F. Scott Fitzgerald, tan cómodamente instalados como si fueran las
obras de Shakespeare, me eché a llorar. Una mujer
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 Prólogo
enferma, la pobreza, la mala suerte… todos tenemos
que enfrentarnos a algunos de estos reveses y papá
al final también colaboró lo suyo en todo aquel sufrimiento. Pero la parte literaria era injusta; Dios había
jugado una de esas bazas que pueden hundir hasta a
la persona más valiente.
Se han contado tantas cosas sobre él que, parafraseando a Dorothy Parker, no me sorprendería ni una
pizca que todas las resmas de papel sobre F. Scott Fitzgerald pudieran cubrir el Atlántico de costa a costa.
Edmund Wilson, Arthur Mizener, Sheilah Graham,
Andrew Turnbull, Malcolm Cowley, Vance Bourjaily,
Arnold Gingrich, Dan Piper, Matthew Bruccoli, John
Kuehl, Glenway Wescott, Morley Callaghan, Burke
Wilkinson, por no hablar del señor Hemingway, con
sus tremendos puñetazos contra el cuerpo tendido
en la lona, o las docenas de estudiosos que han escrito tesis doctorales y han publicado artículos en revistas grandes y pequeñas, o Budd Schulberg, quien
se hizo rico con la descripción fotográfica de mi
padre en su peor momento, lo han puesto por escrito mucho mejor de lo que podría hacerlo yo. La única novedad que puedo aportar es hablar un poco sobre mí.
No fui una adolescente perspicaz y, de hecho, fui
seguramente más egocéntrica de lo normal. Pero hasta yo era capaz de atisbar, incluso en aquellos momentos, que mi padre no sólo era un genio, sino un
gran hombre a su singular manera, pese a los tormentos que padecía y de los que en parte era responsable y sus gigantescos pecados. Sabía que era una per12
P rólogo
sona dulce, generosa, honrada y leal, y le admiraba
y quería. Pero siendo el instinto de supervivencia el
más fuerte de nuestros instintos, sobre todo cuando
se es joven, comprendí que sólo había una manera de
sobrevivir a su tragedia, y era ignorarla. Al volver la
vista atrás, me pregunto por qué no pude ser una hija
menos exasperante, más reflexiva, más perseverante y
considerada. No soporto pensar que le compliqué aún
más las cosas. Quizá por eso he tardado tanto tiempo
en escribir sobre él de una manera personal.
Bastante tenía con sobrevivir y cualquier cosa que
no pudiera omitir en materia de conducta censurable,
como un tintero que pasó volando junto a mi oreja, me lo guardaba enseguida en el desván emocional. Después del espeluznante thé dansant, por ejemplo, cuyos preparativos se mencionan en estas cartas,
acompañé a mi amiga Peaches Finney a su casa, ambas en un estado casi histérico. Sus padres, que eran
de las personas más cariñosas y consideradas que he
conocido en toda mi vida, nos dieron huevos y consuelo. Dos horas más tarde, bien vestidas y acicaladas,
nos depositaron ante la puerta de la siguiente fiesta de
Navidad. De hecho, Meredith Boyce, que era entonces el mejor bailarín de dieciséis años de todo Baltimore, incluso dejó de bailar el tiempo suficiente para
pedirme que me sentara a su lado.
—¿Cómo es posible que estés tan alegre? —preguntó. Éramos muy buenos amigos, incluso me recreaba
pensando que lo nuestro era un amor adolescente—.
Después de lo que ha pasado esta tarde…
—Esta tarde no ha pasado nada —dije.
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 Prólogo
—¿Te haces la valiente? ¿Ríes por no llorar?
—¡Qué va! Eso no ha pasado nunca y ya está.
Mucho después me contó que le había impresionado
mi indiferencia aquella noche. Le pregunté por qué.
—Porque los niños deberían preocuparse más por sus
padres —dijo—. Estaba tan borracho, en un estado tan
lamentable, y te comportaste como si no estuviera allí.
—No tuve otro remedio, Meredith —dije—. ¿No entiendes que si me hubiera preocupado por él no lo habría podido soportar?
Aquello no le convenció —lo más seguro es que
siga sin convencerle—, y en cierto modo tenía razón.
El problema de la estrategia del avestruz es que si la
utilizas demasiado tiempo, al final se convierte en un
hábito. Hay tiras cómicas sobre la típica discusión de
pareja en que ninguno de los dos oye lo que el otro
le dice hasta que uno grita «¡Fuego!». Me hice inmune
a mi padre: cada vez que me regañaba a gritos, simplemente no le oía.
Así que estas cartas espléndidas, estas perlas indiscutibles de sabiduría y estilo literario, cuando llegaban a Vassar, me limitaba a examinarlas en busca de
cheques y nuevas y luego las metía en el cajón inferior derecho. Ahora estoy orgullosa de haberlas conservado. Sabía que eran magníficas, y si las conservé no fue, desde luego, por codicia, porque papá era
entonces un oscuro escritor sin blanca y nadie podía
imaginarse que El gran Gatsby se traduciría a veintisiete lenguas. Las guardé de la misma manera que
uno guarda Guerra y paz para leerla en otro momento o Florencia para visitarla algún día.
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 Prólogo
Pero en esa época no me apetecía que me dijeran
lo que tenía que leer, a qué asignaturas tenía que matricularme, si merecía o no la pena aspirar a la dirección del periódico de la universidad, con qué chicas
tenía que compartir habitación, qué partidos de fútbol no podía perderme, qué opinión debía merecerme la Guerra Civil española, si tenía que beber o no,
si me «echaría a perder» o no (y si mi padre hubiera
tenido ahora una hija en Vassar, qué prosa más gloriosa habría escrito a propósito de esta cuestión), que
no compusiera la música para nuestros espectáculos
del campus, que no me pusiera una mecha rubia en
el pelo, que no fuera a una puesta de largo en Nueva York, si merecía la pena ver qué tal se me daba el
trabajo social, y tantas otras cosas que, al final, cumplidos los dieciocho, casi esperaba que me sermoneara también sobre la mejor hora para darse un baño.
Lo que más me censuró fue un fin de semana que
en realidad no lo fue. Andrew Turnbull me preguntó más tarde qué había hecho en realidad durante
esos días; creo que fui en secreto a Scarsdale a visitar a Harold Ober y su esposa, mis padres de acogida. Cuando regresé al campus el domingo por la noche, me esperaban por lo menos veinte telegramas
de California.
Lo que más le agradó fue que me matriculara en la
escuela de verano de Harvard, el año que se murió.
La verdad es que sonaba a actividad intelectual y me
alegra haberle dado esa satisfacción. Pero en los cuarenta y pico años que llevo en este mundo, no creo
que haya hecho cosa más absoluta y ridículamente frí15
Prólogo
vola. Conocí a un grupito de gente encantadora, expulsos de Harvard por una u otra razón, y me lo pasé
tan bien que no hice ni un solo examen. Nunca antes,
ni nunca después, tuve la ocasión de pasar tanto tiempo y perderlo en clubes nocturnos como aquel verano en Cambridge. Les aliviará saber que papá nunca conoció la verdadera magnitud de lo que sin duda
habría juzgado una demostración de indolencia, así
como el perverso aprendizaje para una vida consagrada al pecado.
Malcolm Cowley dijo una vez en una entrevista en
The New York Times que «Fitzgerald no escribía estas
cartas a su hija en Vassar, sino a sí mismo en Princeton». Dio en el clavo, la verdad. Era un hija imaginaria, tan ficticia como cualquiera de sus heroínas. Me
hizo sonar mucho más popular y glamurosa de lo que
era. En realidad, sólo era borrosamente guapa y sólo
me sacaban a bailar mis amigos, que nunca me faltaron. Pero estaba tan empeñado en pintarme de ese
modo que en las cartas sueno como si fuera la reina
del glamur de mi generación: Brenda Frazier. También hizo que sonara más depravada y hambrienta de
placeres de lo que jamás habría podido ser. Es verdad
que prefería los chicos, Fred Astaire y pasarlo bien a
hincar los codos y trabajar. Aún prefiero a los chicos,
Fred Astaire y pasarlo bien a hincar los codos. ¿No le
ocurre lo mismo a casi todo el mundo?
Todo esto tiene su moraleja, que me dispongo a desembuchar ahora mismo.
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 Prólogo
A los universitarios (mis dos hijas incluidas):
No ignoréis un buen consejo, a menos que proceda de vuestros padres. Los padres de los demás bien
podrían estar en lo cierto.
A los padres (pobrecillas criaturas en apuros):
No echéis perlas a los puercos, a menos que estéis
seguros de que la puerca o puerco en cuestión las
guardará en el cajón inferior derecho.
Escuchen ahora atentamente a mi padre. Porque da
buenos consejos y estoy segura de que, si no hubiera
sido mi padre, a quien amé tanto como «odié», ahora
sería la mujer más cultivada, atractiva, exitosa e inmaculada sobre la faz de la Tierra.
Scottie Lanahan
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NO TA A L A E D I C I ÓN
Esta edición, primera en español, de las cartas que
F. Scott Fitzgerald escribió a su hija toma como referencia la que preparó Andrew Turnbull (Letters to His
Daughter, Nueva York, 1965), donde se omitieron algunos nombres y fragmentos que «pudieran ofender
a los vivos». Casi medio siglo después, nos ha parecido oportuno enmendar esas censuras y, a dicho efecto, nos hemos servido de la edición más completa de
la producción epistolar de F. Scott Fitzgerald, editada
y anotada por Matthew J. Bruccoli: A Life in Letters,
Nueva York, 1994. Asimismo, para colmar algunas lagunas, hemos consultado la correspondiente edición
italiana (Lettere a Scottie, 2003), al cuidado de Massimo Bacigalupo, quien ha tenido acceso a los «F. Scott
Fitzgerald Papers», conservados en la biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton.
La lectura de una correspondencia siempre es difícil, el calor de la actualidad se apaga, el paso del
tiempo decanta los lodos y algunas referencias que
en su momento eran inmediatamente inteligibles parecen sumirse como esfinges en el silencio de una
época pasada. Ese mutismo aún es más insondable si
solamente contamos, como es el caso, con una de las
voces del coloquio. Por ello, el texto se acompaña de
una serie de notas que quieren desbrozar los caminos
19
Nota del traductor
del lector, dilucidar algunas opacidades, señalar las
referencias literarias aludidas o resumir algunos de
los episodios que definieron las vidas de padre e hija.
A. F.
2 de abril de 2013
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C artas a mi hija
La Paix, Rodgers’ Forge Towson, Maryland
8 de agosto de 1933
Tesoro:
Me importa muchísimo que cumplas con tus obligaciones. ¿Querrás enviarme un poco más de documentación sobre tus clases de francés? Me alegra que estés feliz, aunque nunca he creído demasiado en la felicidad. Tampoco he creído nunca en la tristeza. Son
cosas que ves sobre un escenario o en la pantalla o en
las páginas impresas; nunca te ocurren realmente
en la vida.
En la vida, sólo creo en las recompensas por la virtud (según el talento que uno tenga) y en los castigos por no cumplir con tus obligaciones, que sin duda
se pagan caros. Si tienen el libro en la biblioteca del
campamento, ¿le pedirás a la señora Tyson que te deje
echar un vistazo a un soneto de Shakespeare donde
se lee el verso «El lirio que se pudre huele peor que
la maleza»?
Hoy no he tenido ningún pensamiento, es como si
la vida consistiera solamente en armar cuentos para el
Saturday Evening Post. Pienso en ti, y siempre de buen
grado, pero si vuelves a llamarme «Papaíto», sacaré a
pasear el Gato Blanco y le daré una zurra en el trase23
Cartas a mi hija
ro, fuerte, seis veces por cada vez que seas impertinente.
¿Te hará reaccionar?
Yo me ocupo de la factura del campamento.
Como un idiota, voy concluyendo.
Cosas de las que preocuparse:
Preocúpate del coraje.
Preocúpate de la higiene.
Preocúpate de la eficiencia.
Preocúpate de la equitación.
Cosas de las que no preocuparse:
No te preocupes por la opinión de los demás.
No te preocupes por las muñecas.
No te preocupes por el pasado.
No te preocupes por el futuro.
No te preocupes por hacerte mayor.
No te preocupes por que alguien te supere.
No te preocupes por el triunfo.
No te preocupes por el fracaso, a menos que sea culpa tuya.
No te preocupes por los mosquitos.
No te preocupes por las moscas.
No te preocupes por los insectos en general.
No te preocupes por los padres.
No te preocupes por los chicos.
No te preocupes por las desilusiones.
No te preocupes por los placeres.
No te preocupes por las satisfacciones.
24
1933
Cosas en las que pensar:
¿A qué aspiro realmente?
Si me comparo a mis coetáneos, soy realmente buena
con respecto a:
a)El rendimiento académico.
b)¿Entiendo realmente a las personas y soy capaz de llevarme bien con ellas?
c)¿Procuro hacer de mi cuerpo un instrumento útil o lo
estoy descuidando?
Con todo mi amor,
Papi
P. D.: Mi réplica por haberme llamado Papaíto será
bautizarte con el nombre de Huevo, lo cual implica que te hallas en un estado muy rudimentario de
la vida y que podría romperte y cascarte a mi antojo, y además creo que es una palabra que haría fortuna si se me ocurriera comunicársela a tus coetáneos.
«Huevo Fitzgerald.» ¿Crees que te gustaría andar por
la vida llamándote «Huevi Fitzgerald» o «Mal Huevo Fitzgerald» u otra versión que pueda ocurrírsele a
cualquier mente fértil? Llámame así una vez más y te
juro por Dios que te colgaré el nombre y tendrás que
arreglártelas sola para quitártelo. ¿Para qué meterse
en problemas?
En fin, muchos cariños.
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