ESTUDIO SOBRE CRISTOLOGÍA ESTUDIO 6 LAS CONTROVERSIAS CRISTOLÓGICAS (3ª parte)

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ESTUDIO SOBRE CRISTOLOGÍA
ESTUDIO 6
LAS CONTROVERSIAS CRISTOLÓGICAS (3ª parte)
Por DANIEL SAGUAR
La controversia sobre el arrianismo no sólo no quedó zanjada con el concilio de Nicea, sino que se
prolongó por más de cincuenta años, resurgiendo en formas más elaboradas y dando lugar a otras
herejías cristológicas. Dicho concilio se centró casi exclusivamente en afirmar la divinidad de
Jesucristo, descuidando la refutación del sabelianismo, así como de la negación implícita en el
arrianismo de la perfecta humanidad de Cristo. Dejando sin resolver el problema de fondo: cómo
“pensar simultáneamente divinidad y humanidad” en relación con Jesús.
3.- De Nicea a Éfeso. No podemos reseñar la serie de controversias que se dieron en los más de cien
años que median entre estos dos concilios, con múltiples sínodos, en los que se trató de atajar las
diversas herejías de carácter arriano, semiarriano, o las derivadas de las dos corrientes monarquianas
ya descritas. Sólo haremos una breve referencia a la figura más emblemática del siglo IV, Atanasio, así
como al Concilio de Constantinopla I en 381, que ocupa el “ecuador” entre los otros dos grandes
concilios, y además significó la aceptación “ortodoxa” del credo de Nicea y el fin de la controversia
arriana.
3.1.- Atanasio.- Este paladín del credo niceno, es además en su propia historia, el más claro
exponente del cariz de las controversias cristológicas del siglo IV. Nacido al parecer en Alejandría, en el
seno de una familia pagana, finalizando el siglo III (295 ?), accedió al obispado de Alejandría en 328
siendo diácono de su protector Alejandro y designado por éste como su sucesor en su lecho de muerte.
Había acompañado a su obispo Alejandro al concilio de Nicea y enseguida se entregó por entero a
defender sus decisiones. Enfrentándose valientemente a los arrianos, que le atacaron mediante
manejos políticos, ante el emperador Constantino y su sucesor en Oriente, Constancio, así como
manipulando a los mismos obispos firmantes en Nicea, a quienes preocupaba más el sabelianismo que
el arrianismo, y que eran proclives a aceptar la fórmula de compromiso de los homoiousianos
(¿semiarrianos?). El resultado en la vida de Atanasio fue el tener que sufrir cinco veces la deposición
de su cargo y el exilio, bajo al menos cuatro distintos emperadores, con las consiguientes
restituciones, muriendo finalmente en Alejandría en 373, tras un final periodo de episcopado de siete
años.
Como dice J. L. González: “Atanasio fue un hombre de iglesia y director de almas más que pensador
especulativo o sistemático… El contenido de su teología se acerca en muchos puntos al de la teología
de Orígenes, pero su método es radicalmente distinto… El interés de Atanasio es práctico y religioso
más bien que especulativo o académico” (J. L. González, “Historia del Pensamiento Cristiano”, pp. 303304). Desde esa perspectiva, cabría compararle con el gran apologista del siglo II, Ireneo de Lyon, así
como con los primeros Padres, pues si bien defiende un credo (el niceno), en el que se han introducido
conceptos filosóficos, aunque en oposición a las especulaciones de Arrio, su defensa se basa en la
afirmación de lo que considera ha sido la doctrina apostólica sostenida por la Iglesia. Para Atanasio,
hay dos pilares de la fe cristiana amenazados por el arrianismo: el monoteísmo bíblico y la doctrina de
la salvación. En ambos casos, considera que sólo el reconocimiento de la consustancialidad
(homoousios) del Hijo con el Padre, declarada en Nicea, concuerda con la forma en que estas doctrinas
han sido proclamadas desde los apóstoles.
En el primer caso, pone en evidencia que el culto que la Iglesia rinde a Cristo y que los arrianos
mantenían, aunque le consideraban como la primera criatura del Padre pero de distinta esencia
(anómoios) o de esencia similar (homoiousios), era un regreso al politeísmo pagano. Además
argumenta que la herejía arriana atenta contra la doctrina de la Trinidad, afirmada en los primeros
credos, e incluso contra la inmutabilidad de Dios, que los arrianos pretendían salvaguardar atribuyendo
la mutabilidad al Hijo. Este argumento de Atanasio lo resume así R. Seeberg: “… incluso la divinidad
del Padre es puesta en peligro. El Padre no ha sido siempre Padre – un cambio ha sucedido en él en el
curso del tiempo; no siempre tuvo consigo la Palabra, la Luz y la Sabiduría…-. Sólo si el Hijo participa
de la misma naturaleza y substancia del Padre podemos hablar de un Dios; los arrianos, por el
contrario, tienen dos dioses diferentes…” (Reinhold Seeberg, “Manual de Historia de las Doctrinas”,
Tomo I, pp. 210-211). Debemos también a Atanasio, en su afirmación de la única esencia o naturaleza
(mía ousía) común al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (homoousios), la base para la acuñación de la
fórmula trinitaria de Basilio de Cesarea y los otros dos “grandes capadocios”, Gregorio Nacianzo y
Gregorio de Nisa (final siglo IV): “una esencia, tres subsistencias (personas) (mía osusía, treís
hupostáseis)”.
Sin embargo, hay en Atanasio cierta ambigüedad al referirse a la pasibilidad (o debilidades anímicas)
de Jesús, que los “arrianos esgrimían para negar trascendencia e inmutabilidad al Logos, al mismo
tiempo que alma humana, a lo que Atanasio responde: “… que la angustia era solo pretextada, la
ignorancia sólo aparente, el llanto sólo corporal… y la muerte debida al poder que tiene el Logos de
separarse del cuerpo” (J. I. González Faus, “La Humanidad Nueva”, Vol. II, p. 428). Por lo que parece
que Atanasio mismo atribuye al logos el lugar del alma humana, error que aparece de forma evidente
en su discípulo Apolinar.
En cuanto al segundo pilar, damos el resumen de Justo L. González. “… la doctrina arriana del Verbo
destruye el sentido de la salvación porque un ser que no es Dios no puede en modo alguno restaurar la
creación de Dios. Si Dios es el Creador, Dios ha de ser el Salvador” (J. L. González, “Historia del
Pensamiento Cristiano”, p. 309). Partiendo de la soteriología Atanasio hace una rotunda afirmación
cristológica: “para nosotros los hombres sería tan inútil que el Verbo no fuera el verdadero Hijo de Dios
por naturaleza, como que no fuera verdadera carne la que asumió” (J. I. González Faus, “La
Humanidad Nueva”, Vol. II, p. 428).
3.2.- Apolinarismo.- Apolinar, obispo de Laodicea (310-390), era un fiel discípulo de Atanasio y como
tal, defensor del homoousios de Nicea y opositor del arrianismo. Pero al tratar de combatir la
afirmación arriana de la mutabilidad del Logos, dando al mismo tiempo satisfacción al dilema de la
unión de las dos naturalezas en Cristo, optó por lo que aparentemente parece la solución más simple,
hacer del Logos el elemento equivalente a el alma racional (la mente o el espíritu) en el hombre. Con
esto, en cierto modo, retrocede al monarquianismo dinámico, y pese a su oposición al arrianismo, cae
en la misma negación de un alma perfectamente humana en Cristo. No obstante, Apolinar era un
pensador profundo, cuya elaborada argumentación merecería más espacio del que aquí podemos
dedicarle.
Nos limitaremos al juicio de dos autores diferentes: “El pensamiento de Apolinar podemos reducirlo al
silogismo siguiente: Jesús es perfecto Dios (ésta ha sido la enseñanza de Nicea). Ahora bien: dos cosas
acabadas, perfectas, no pueden constituir una única realidad. Por consiguiente, la humanidad de Cristo
no puede ser perfecta (en el sentido de plena humanidad)… Consecuentemente… negará a Cristo un
principio intelectual humano (nous) aunque le conceda un alma sensitiva. Pero dos centros de decisión
de sí (dos autokínetoi) es patente que no pueden coexistir en un mismo ser” (J. I. González Faus, “La
Humanidad Nueva”, Vol. II, p. 430).
“Era un tricotomísta en su psicología, esto es, distinguía en el hombre tres elementos: cuerpo, alma y
espíritu; y concedió que Cristo había asumido la unión en sí mismo de un cuerpo verdadero, y un alma
animal (psuquë), la sede de los apetitos, pasiones y deseos. Pero el lugar del alma racional y elemento
autodeterminante (pneûma) en el hombre fue ocupado, según él, por el mismo Logos” (J. Orr, “El
progreso del Dogma”, p. 153).
Sin embargo, Apolinar aseguraba que no negaba la perfecta humanidad de Cristo, puesto que el Logos,
como arquetipo de la humanidad perfecta (recordar la doctrina de la recapitulación de Ireneo) puede
constituir en el hombre un espíritu humano, aunque divino. Pero… “El desarrollo posterior de la
controversia le obliga a precisar, y Apolinar reconoce que Jesús no era “como un hombre cualquiera”,
sino sólo homônymos: de igual denominación” (J. I. González Faus, “La Humanidad Nueva”, Vol. II, p.
431). Con lo que la negación de la completa humanidad de Cristo es evidente.
3. 3.- Constantinopla I (381).
Aunque se suele atribuir a este concilio la condena del apolinarismo, tan sólo aparece éste en el Canon
I, cerrando la lista de las herejías que el concilio anatemizaba, y que abarcan desde el arrianismo hasta
el apolinarismo.
Como señala José Grau: “Constantinopla no fue más que la ratificación de Nicea. Muy poco más aportó
a las controversias cristológicas de su tiempo. Su mayor mérito consiste en haber hecho suyo el
símbolo de fe de Epifanio que confiesa la plena divinidad del Espíritu Santo” (José Grau. “Catolicismo
Romano”, Tomo I, p. 146).Este concilio promovido por el emperador Teodosio, ascendido al trono a
principios de 379, tenía como principal objetivo dar sanción eclesiástica a su disposición de implantar
en todo el imperio la profesión de fe nicena, proclamada al año de su mandato e iniciada con la
destitución del patriarca arriano de Constantinopla, Demófilo, sustituyéndolo por Gregorio de Nacianzo.
Al concilio asistieron sólo obispos orientales, unos 150, bajo la presidencia de Melecio de Antioquía, y
con la asistencia de los dos “grandes capadocios” supervivientes, Gregorio de Nacianzo y Gregorio de
Nisa, jugando un importante papel, especialmente en la formulación pneumatológica, el pensamiento
de Basilio de Cesarea.
Aunque la cristología propiamente dicha, la relación entre divinidad y humanidad en la persona única
de Cristo, había de esperar a las formulaciones de Éfeso (431) y Calcedonia (451), sí se logró el
objetivo de ratificar la ortodoxia de Nicea, dando lugar al decreto imperial en el que quedaba proscrito
el arrianismo.
Pese a la ausencia de obispos occidentales y al reconocimiento en su Canon 3 de la sede de
Constantinopla como la Nueva Roma, como había bastante coincidencia entre el credo niceno y la
doctrina imperante en Occidente desde Tertuliano, amén de otras motivaciones menos nobles de
política eclesiástica, el Concilio de Constantinopla I recibió finalmente la sanción de “ecuménico” en el
de Calcedonia.
3.4.- Nestorianismo. Sus raíces se hallan en la doctrina de las dos escuelas orientales rivales:
Alejandría y Antioquía. Los alejandrinos con su alegorismo exegético y su idealismo filosófico helenista,
de corte neoplatónico, se limitaban a afirmar la unión del Logos con la carne humana, con lo que la
completa humanidad de Cristo quedaba mermada, cuando no negada, como en el caso de Apolinar.
Los antioqueños, de mentalidad semítica y una exégesis bíblica “histórico-gramatical”, más dados a las
realidades que a las especulaciones filosóficas, veían en el Jesús de los Evangelios al “Logos-hombre”,
en el que tanto la naturaleza divina como la humana están completas. Así, los alejandrinos eran
proclives a negar la completa humanidad en aras de la deidad y de la unidad de la persona de
Jesucristo, entre tanto que los antioqueños dejaban en precario la unidad en su énfasis sobre la
distinción de las dos naturalezas.
La controversia entre Nestorio obispo de Constantinopla y Cirilo de Alejandría, fue motivada por el
rechazo por parte del primero del título Theotókos, “madre de Dios”, aplicado a la Virgen María con
carácter “cristológico” para afirmar la unión del Logos eterno con la humanidad desde el momento
mismo de la concepción en el seno de María. También Nestorio tiene su interés en la cristología al
proponer los términos alternativos Thedókos (receptora de Dios) o Christotókos (Madre de Cristo), con
la idea de salvaguardar la distinción entre las naturalezas divina y humana en Cristo, sin negar su
divinidad en la concepción.
El nestorianismo no es fácil de definir, por la complejidad que ofrece el hecho de que el mismo Nestorio
emplea ciertos términos con diversos significados, especialmente si se comparan los fragmentos que se
conservan de sus primeras obras con su Libro de Heraclides. Además, el conocimiento que tenemos de
su doctrina procede en gran parte de su opositor Cirilo y de las varias colecciones de actas del Concilio
de Éfeso, en el que lograron su condena.
No pudiendo entrar en una discusión más amplia, nos limitamos al breve pero esclarecedor juicio de
Francisco Lacueva, que señala el núcleo del error del nestorianismo y lo rebate (conservamos los
subrayados del autor, pero simplificados):
“Aunque el obispo de Mopsuesto, Teodoro (350-420) preparó el camino para esta herejía, fue su
discípulo, el patriarca de Constantinopla Nestorio (350-451) su verdadero fundador. Sostenía que cada
una de las dos naturalezas de Cristo poseía su propia personalidad, admitiendo entre ambas
naturalezas una unión accidental de mutua pertenencia, moral, afectiva, etc., pero no sustancial y
personal, como la palabra de Dios nos la presenta. Se apoyaba en una base falsa: la de que, a cada
naturaleza individual corresponde una persona o ‘hypóstasis’. Digo que es una base falsa, porque la
persona responde a la pregunta ‘¿quién?’, mientras que la naturaleza responde a la pregunta ‘¿con
qué?’; por tanto, no existe absurdo al afirmar: un solo ‘quien’ puede obrar, unas veces ‘con’ otra,
y otras ‘con’ ambas a un mismo tiempo” (F. Lacueva. “Curso Práctico de Teología Bíblica”. P.252.).
3.5.- El Concilio de Éfeso (431). Se convocó este concilio a instancias del emperador Teodosio II, así
como lo habían sido el de Constantinopla por su antecesor y el de Nicea por Constantino.
La controversia no sólo afectaba ya a las tres grandes sedes orientales: Alejandría, Antioquía y
Constantinopla, sino que Cirilo había logrado el apoyo del obispo de Roma, Celestino, involucrando así
a las iglesias occidentales. Además, las posturas tanto de Cirilo como de Nestorio se habían
radicalizado en la controversia, pese a que Juan de Antioquía había pedido a Nestorio que aceptase el
término theotókos en su correcto significado cristológico, a fin de salvar la precaria unidad entre
Oriente y Occidente.
Cirilo convocó un concilio parcial en Alejandría (430), que resultó en un ultimátum a Nestorio para que
se retractara, cosa que éste no aceptó. Entonces intervino el emperador, convocando “…a todos los
metropolitanos tanto de Occidente como de Oriente, para Pentecostés el año 431. Entre estas
invitaciones se encontraba la dirigida a Agustín de Hipona… quien, sin embargo, no llegó a recibir el
correo imperial pues su ciudad se hallaba sitiada por los vándalos” (José Grau. “Catolicismo Romano”,
Tomo I, p. 162. “El 22 de junio, cuando aún no habían llegado Juan de Antioquía y los suyos, y
enfrentándose a las protestas de sesenta y ocho obispos y del legado imperial, Cirilo comenzó las
sesiones del Concilio. Ese mismo día, en el curso de unas pocas horas, Nestorio fue condenado y
depuesto, sin que se le diera siquiera la ocasión de exponer sus doctrinas” (J. L. González Faus. “La
Humanidad Nueva”, Vol. II, p. 362). A la llegada de Juan de Antioquía, cuatro días más tarde, éste
convocó un concilio rival, con el subsecuente cruce de anatemas y condenaciones con Cirilo, lo que
movió a Teodosio II a ordenar que ambos fueran encarcelados, aunque la habilidad e influencia de
Cirilo evitó que se llevara a cabo. Por encargo imperial se llegó a un acuerdo mediante la aceptación
por parte de Cirilo de la confesión de fe propuesta por Juan de Antioquía (al parecer, obra de
Teodoreto) que prácticamente concuerda con el credo “niceno-constantinopolitano”, con adiciones que
pretenden salvaguardar tanto la dualidad de naturalezas como la unidad de la persona de Cristo, pero
que necesitarían las aclaraciones del credo de Calcedonia.
Otros dos resultados del Concilio de Éfeso fueron: en el lado positivo, la reivindicación de la doctrina de
Agustín en oposición a Pelagio, de primordial interés para los obispos de Occidente; y en el negativo, el
triunfo de los que defendían el theotókos como vindicación de la veneración mariana, que ya apuntaba
en Éfeso, ciudad que la tradición señalaba como el lugar de la muerte y sepultura de María (todavía no
corría el mito de la “asunción”, y que había sido el centro del culto a Diana.
4.- De Éfeso a Calcedonia
La aceptación por Cirilo y los alejandrinos de la fórmula de compromiso en Éfeso, no acabó ni con la
influencia del nestorianismo antioqueño, ni con el énfasis alejandrino sobre la primacía de la naturaleza
divina de Cristo en detrimento de su humanidad. En los veinte años que median entre Éfeso y
Calcedonia la controversia se reavivó, resultando en una nueva herejía.
4.1. Monofisismo. Si el nestorianismo era el fruto del énfasis antioqueño sobre la distinción entre las
dos naturalezas, el monofisismo lo fue de la escuela alejandrina. Ya Cirilo había usado la fórmula “una
sola naturaleza”, atribuyéndola por error a Atanasio, aunque era de Apolinar y contraria al símbolo de
la “unión inconfusa” aceptado en Éfeso. Pero fueron su sucesor en el episcopado de Alejandría,
Dióscoro, y el fraile Eutiques (378-454), superior de un monasterio próximo a Constantinopla (a quien
Dióscoro utilizaba en sus manejos políticos), quienes dieron impulso a la herejía conocida primero
como eutiquianismo, y que se plasmó en el monofisismo más desarrollado, precisamente después del
Concilio de Calcedonia, que condenó a Eutiques. Al parecer este afirmaba que Cristo era de dos
naturalezas antes de la encarnación pero de una sola naturaleza después, y que en virtud de la
encarnación su humanidad se había deificado al punto de no ser “consubstancial” a los demás
hombres.
En el monofisismo posterior, cuyo nombre viene de monos (una o única) y phúsis (naturaleza), hay
distintas formas de explicar la fusión de las dos naturalezas, desde la clásica alejandrina, de la
absorción de la naturaleza humana por la divina (eutiquionismo), hasta la postura del knotismo
primitivo (de ekénosen, “se vació”. Fil.2:7), afirmando que fue la naturaleza divina la que se anonadó.
“Pero la forma típica del monofisismo es la que sostiene que las dos naturalezas se mezclaron de forma
parecida a lo que ocurre en una aleación de metales o en una combinación química, resultando una
tercera naturaleza distinta de las dos anteriores” (Francisco Lacueva. “Curso Práctico de Teología
Bíblica”, p. 253).
4.2.- El Concilio de Calcedonia (451). Previo a este IV Concilio ecuménico, tuvieron lugar el sínodo
de Constantinopla del año 448, que condenó a Eutiques; y el pretendido concilio general de Éfeso II,
en 440, conocido como el “sínodo de los ladrones” por la violencia y atropellos cometidos por Dióscoro
y los alejandrinos contra sus oponentes, con lo que lograron la rehabilitación de Eutiques y la sanción
favorable del monofisismo. Finalmente, fue convocado por el emperador Marciano un nuevo Concilio en
Calcedonia, en 451, una vez rechazada la pretensión de León I, obispo de Roma, de que se celebrara
en su sede.
En este concilio jugó importante papel la Epístola dogmática (“Tome”) de León, que había ya aportado
al de Éfeso II, sin que ni siquiera fuese leída. Junto con la condena de Eutiques, “…afirmaba que había
en Cristo dos naturalezas después de la unión, y que era posible distinguir entre la humanidad y la
divinidad de Jesucristo, de tal forma que se atribuyesen ciertas cosas a la una y ciertas a la otra,
aunque sin olvidar la comunicatio idiomatum (comunicación de atributos o propiedades), sin la cual la
encarnación carecía de sentido” (J. L. González. “Historia del Pensamiento Cristiano”, p.385). Esto no
era sino la cristología prevaleciente en Occidente desde Tertuliano (193-220).
Después de debatir ampliamente la licitud de formular una nueva declaración de fe, considerando el
carácter definitivo del credo de Nicea ratificado en Éfeso, el Concilio de Calcedonia se decidió a
proclamar la confesión de fe que desde entonces representa la ortodoxia cristiana, y que dimos ya en
nuestro estudio sobre “El Cristo Encarnado” (Estudio 3 de esta Serie: “El Cristo Encarnado” de Daniel
Saguar).
De esta confesión de fe destacaremos apenas, su insistencia en que representaba la doctrina de “los
Santos Padres”, y su reiterada afirmación del “uno solo y él mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos
naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la
diferencia de naturalezas por causa de la unción…”, con lo que se condena tanto el monofisismo como
el nestorianismo. No obstante, como dice J. I. González Faus: “Calcedonia es muy clara en lo que
rechaza, pero deja en el misterio la explicación positiva de las cosas, sin pretender que pueda ser
definitivamente resuelta” (J. I. González Faus. “La Humanidad Nueva”, Bol.II, p.454).
Y es que, como dijimos al principio de la serie, considerando que: “Las cosas secretas pertenecen a
Jehová nuestro Dios; más las reveladas son para nosotros…” (Dt.29:39). “¿No hubiera sido más
prudente hablar donde la Biblia habla – de modo claro y nítido – y saber callar humildemente donde la
Palabra de Dios guarda silencio?”.
DANIEL SAGUAR
(Publicado en la revista EDIFICACIÓN CRISTIANA, Septiembre – Octubre 2000. Nº 195. Época VIII.
Permitida la reproducción total o parcial de esta publicación, siempre que se cite su procedencia y
autor.)
FIN DE LA SERIE
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