consideraciones bioéticas en cirugía oncológica

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CONSIDERACIONES BIOÉTICAS EN CIRUGÍA
ONCOLÓGICA
Dr. Eduardo Bumaschny
(MAAC Jefe de Cirugía Abdominal Inst. de Oncología Ángel Roffo)
El médico afronta hoy nuevos desafíos éticos: crecientes presiones
económicas, mayor conciencia de los límites de los tratamientos, modernos blancos terapéuticos y flamantes tecnologías y técnicas. Por todo
ello, la responsabilidad ética nunca ha sido tan desafiante como en la
actualidad.
Por su parte, el enfermo de cáncer sobrelleva una realidad muy
particular que lo distingue de la generalidad de los enfermos: tiene
conciencia de que es portador de una enfermedad letal con un desenlace inminente y lucha por su supervivencia. Esa tensión entre vida,
muerte y tiempo es fuente de profundas encrucijadas existenciales para
el paciente y de difíciles dilemas bioéticos para el equipo de salud.
En Cirugía Oncológica, como en cualquier otra disciplina del quehacer médico, la conducta debe ajustarse en primer lugar a los principios generales de la bioética: autonomía (el derecho del paciente a elegir); beneficencia (hacer el bien); no maleficencia (no dañar) y justicia
(ser justo y equitativo). De modo que al tiempo de tomar una decisión
quirúrgica, de sistematizar una determinada conducta o de iniciar un
programa de catastro oncológico es pertinente formular ciertas preguntas:

¿Lo deberíamos hacer? (¿Prevemos un adecuado beneficio y poco
daño?);

¿Lo podemos hacer? (¿Tenemos los recursos técnicos, los conocimientos y la habilidad para hacerlo?);

¿Lo podemos afrontar? (¿Hay suficientes medios disponibles para
ofrecer el recurso a todo aquél que lo necesite luego de aceptada la
pauta?).
A pesar de las fuertes implicaciones éticas de la primera pregunta,
su respuesta es en general ignorada hasta que la conducta quirúrgica
en cuestión es aplicada en un elevado número de casos. Los controles
randomizados son de escasa utilidad ya sea porque para validar una
respuesta se necesita una numerosa casuística o mucho tiempo de seguimiento, o porque con los ensayos iniciales se percibe una tendencia
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muy evidente del beneficio a favor de una de las ramas del estudio que
amerita interrumpir la investigación.
La segunda pregunta puede contar con una respuesta positiva en
cuanto a la disponibilidad de los recursos, pero negativa en lo referente
a la preparación técnica del operador, o viceversa. La tercera plantea
uno de los mayores dilemas éticos, ya que su respuesta no depende
solamente del médico actuante, sino del sistema que cubre financieramente la salud del enfermo, sea éste una organización estatal
o privada.
Esta dificultad para dar respuestas racionales, meditadas y fundamentadas a las cuestiones éticas básicas referentes a la aplicación de
una determinada conducta terapéutica constituye el mayor conflicto
de la medicina moderna, que pretende basarse en la mejor evidencia
disponible para cada acción emprendida, pero que en la práctica procede en forma empírica respondiendo a presiones de la industria, el mercado o la opinión pública.
Pasemos a considerar algunos tópicos puntuales referidos a la cirugía oncológica.
La ética de la cirugía oncológica
Las intervenciones quirúrgicas empleadas en pacientes con cáncer
no pueden calificarse en sí mismas como éticas o no éticas. La conducta
ética del médico radica en el hecho de a quién indica y cuándo efectúa
una determinada operación. En primer lugar, si es adecuada y segura,
y en segundo término, si él mismo está capacitado para ejecutarla. El
cirujano oncólogo puede ejercer un control ético de su desempeño sólo
en este segundo punto: es decir estudiando a fondo la intervención antes de adoptarla, asegurando su propia competencia en el procedimiento y brindando (al momento de obtener el consentimiento informado
para su aplicación) una correcta referencia acerca de la operación, sus
resultados y morbimortalidad, como así también sobre su propia capacidad para efectuarla. El más prominente de los dilemas éticos que
enfrenta el médico es proveer información honesta al paciente sin destruir sus esperanzas, preservando su capacidad de decisión y elección.
Un conflicto ético adicional surge cuando el cirujano está en los
comienzos de la utilización de una nueva técnica. Durante el período
inicial de su empleo pueden ocurrir fracasos motivados por una insuficiente habilidad para su utilización. En ese momento se habla de la
“curva de aprendizaje”. Su expresión gráfica correlaciona el transcurso
del tiempo con el número de eventos adversos conformando una curva
que puede comenzar siendo muy empinada pero que idealmente des36
ciende hasta estabilizarse en un nivel de morbilidad aceptable. Si bien
el período de aprendizaje podría ser éticamente cuestionable, por el
momento parece ser una realidad imposible de evitar. En tanto, la obligación ética del médico es brindar al paciente una franca información
acerca de su familiaridad y resultados con la nueva técnica. Por otra
parte debe perseverar en el estudio y la práctica para alcanzar el adecuado balance entre su compromiso de beneficiar y no dañar al paciente y simultáneamente evitar el riesgo que supone para él, en cuanto a
sus expectativas profesionales, la no adopción o la adopción tardía de
la nueva técnica. Este riesgo se agrava si se tiene en cuenta que en
forma simétrica, existe también una curva de aprendizaje de pacientes
litigiosos y abogados pleitistas.
Tratamiento subestándar del paciente
neoplásico de edad avanzada
La población mundial de edad avanzada está en aumento y se estima que en 2020 el 70% de los cánceres va a ocurrir en personas de 65 y
más años. A pesar de que dos tercios de los tumores sólidos diagnosticados se presentan a esa edad, que la mayoría de las muertes relacionadas con cáncer ocurren en este grupo y que la resección quirúrgica
ha sido aceptada como la única terapia curativa para tumores sólidos,
hay considerable evidencia de que esa población recibe tratamiento
subestándar, es decir, no recibe el tratamiento potencialmente curativo que se ofrece a los jóvenes. Las causas son múltiples: percepción de
que los tratamientos convencionales tienen indicaciones limitadas a
partir de cierta edad; preocupación sobre la existencia de comorbilidades;
reticencia a incorporar pacientes ancianos en ensayos clínicos o a incluirlos en programas de catastro.
Sin embargo, revisando grandes series de pacientes añosos operados con criterio similar a los enfermos jóvenes se llega a la conclusión
de que el resultado a largo plazo relativo al cáncer no está influido por
la edad del paciente. Igualmente, se comprueba que luego de una adecuada selección y con manejo experto, las complicaciones a corto plazo
y las tasas de mortalidad no difieren significativamente.
La reticencia a operar pacientes de edad avanzada con cáncer contrasta con lo que ocurre en cirugía cardiovascular u ortopédica en la
que está cada vez más aceptada la cirugía del anciano. Ya en 1975 las
publicaciones demostraban que en un lapso de cuatro décadas la mortalidad operatoria de pacientes mayores de 70 años había disminuido a
la mitad a consecuencia del mejoramiento de la anestesia, de la técnica
quirúrgica, de la disponibilidad de nuevas drogas y de la optimización
del cuidado operatorio.
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Por todo ello no debería ser un dilema ético cuán agresivo habría
que ser frente a un cáncer en el geronte. Lo que indudablemente no se
debe hacer para no incurrir en una injusta negativa a ofrecer el tratamiento adecuado, es contraindicar un procedimiento sólo por razones
de edad. Podría sí haber otras causas, teniendo en cuenta que la población geronte es un grupo grande y heterogéneo, que va desde individuos activos y competentes, en los que no hay motivos para negar una
cirugía, hasta dementes seniles cognitivamente disminuidos.
En resumen en relación a la cirugía oncogeriátrica existe evidencia
suficiente sobre cuatro temas mayores: a) el resultado a largo plazo (supervivencia relativa al cáncer) es independiente de la edad; b) se pueden
llevar a cabo procedimientos agresivos en sujetos mayores de 70 años; c)
cuando existe una opción quirúrgica, ésta debe ser considerada y ofrecida tomando en cuenta el status funcional y no la edad cronológica del
paciente, y d) la excesiva tolerancia y falta de adopción de una conducta
quirúrgica ante un cáncer instalado puede producir más daño al paciente que la cirugía. A pesar de ello hay una disociación inadmisible entre lo
que se descubre y lo que se aplica, entre lo que se sabe y lo que se hace
por el paciente, y ese es un real problema ético.
Cirugía en más en el paciente neoplásico
Uno de los grandes desafíos éticos que se presentan al planear una
cirugía mayor en un paciente con cáncer consiste en hallar el prudente
término medio que implique no violar el principio de beneficencia ni
tampoco el de no maleficencia. En ese sentido un requisito mayor es
evitar el sobretratamiento toda vez que sea posible.
El concepto de sobretratamiento se aplica cuando las molestias ocasionadas por la cirugía superan claramente a los beneficios esperables
sobre la calidad de vida, cuando se realizan intervenciones exploratorias
para resolver incógnitas que se podrían develar con estudios diagnósticos adecuados, y también cuando se apela a cirugía radical o amputativa
injustificada en estadios tempranos de la enfermedad cuando la curación hubiera sido posible conservando la función del órgano o del miembro afectado. Por ese motivo se trata de una cuestión relevante en términos de sus implicaciones profesionales, éticas, morales y legales e
involucra al médico en la decisión terapéutica que debe tomar.
No se debe perder de vista que toda cirugía mayor, además del padecimiento derivado de la operación, de la morbilidad, de la pérdida de
funciones o de la modificación del esquema corporal, implica un período de internación en un área de cuidados intensivos donde es inevitable el aislamiento del paciente respecto de sus seres queridos, el em38
pleo de sistemas de apoyo vital que impiden la comunicación con el
medio y el dolor físico derivado de la agresión multisistémica.
El problema del sobretratamiento no termina con la etapa quirúrgica sino que continúa vigente a lo largo de la evolución. La radio y la
quimioterapia están a menudo cargadas de efectos colaterales y secuelas que ocasionan una calidad de vida en los límites de lo biológicamente
soportable.
Cirugía en menos en el paciente neoplásico
El criterio hipocrático de “primum non nocere” lleva en manos inexpertas a la realización de subtratamientos, que en el terreno quirúrgico equivalen a no operar cuando se debería operar, a paliar cuando se
puede curar, o a explorar cuando se puede al menos paliar. Esta cirugía en menos es éticamente más objetable que el sobretratamiento porque condena al paciente irremisiblemente a la muerte por la evolución
natural de la enfermedad. La conducta ética del cirujano que no se
siente capaz de resolver el problema del paciente debería ser su derivación oportuna a un centro de mayor complejidad, preferentemente antes de operar, pero incluso luego de una operación insuficiente. Para
ello debe admitir sus limitaciones y explicitarlas ante el enfermo y su
familia.
Quienes nos desempeñamos en un centro de alta complejidad nos
enfrentamos en forma cotidiana con enfermos provenientes de todo el
país a los que se les realizaron intervenciones incompletas.
La cirugía paliativa en el paciente neoplásico
La realización de cirugía paliativa en pacientes con cáncer avanzado entraña una toma de decisión compleja.
Un hecho de frecuente observación es que los cirujanos rechazan
realizar cirugía paliativa en pacientes neoplásicos. En un reciente estudio se analizan las causas de este fenómeno. Se encontró que las
barreras más difíciles de superar son la reticencia de los cirujanos a
intervenir a los pacientes con enfermedad avanzada y la falta de disposición de los Departamentos de Cirugía para realizar operaciones paliativas (esto último en relación con las limitaciones impuestas por los
financiadores de la salud).
En realidad lo que los pacientes requieren de los médicos es que
sean inteligentemente compasivos, que mejoren su calidad de vida o
que puedan cuidar de ellos durante el proceso de morir; la cirugía paliativa es por todos estos motivos un recurso válido. El punto más importante en cuanto a la decisión terapéutica debería ser siempre la
calidad de vida del paciente cuyo mejoramiento justifica cualquier estrategia quirúrgica.
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La negación del tratamiento quirúrgico
por parte del cirujano
En muchas circunstancias no sólo se daña al paciente al realizar
tratamientos subestándar o tratamientos excesivos, sino simplemente
al efectuar una intervención, por más medida que ésta sea. La disponibilidad teórica de una opción quirúrgica no es motivo suficiente para
su empleo. A menudo se expresa el erróneo argumento de que dado que
el paciente seguramente va a morir a menos que se haga algo, cualquier riesgo está justificado. Es lícito emitir un juicio contrario: la muerte
puede ser mucho más serena y digna, y menos gravosa emocional y
financieramente sin recurrir a medidas heroicas.
En esos casos abstenerse a la cirugía es la conducta éticamente
más apropiada. Por lo tanto no se debe perder de vista que existen
límites para el tratamiento quirúrgico y que su negación, lejos de constituir una negligencia es a menudo la decisión más acertada. En ese
momento es prioritario adoptar una decisión definitiva y explícita para
comenzar el cuidado terminal, sobre todo en pacientes ancianos con
cáncer avanzado intratable.
Cuestiones éticas al incorporar nuevas
estrategias quirúrgicas
Antes de llegar al uso clínico de un nuevo procedimiento son necesarios una adecuada preparación del equipo de salud (no maleficencia)
y un apropiado consentimiento informado por parte del paciente (autonomía). Existe un momento, un procedimiento y un lugar para la introducción de nuevas intervenciones, pero esto siempre debería ser parte
de un protocolo de investigación clínica.
Esta recomendación apunta al concepto de limitar los procedimientos complejos y difíciles a un número restringido de centros especializados. Estos procedimientos son técnicas de gran demanda de recursos
materiales, técnicos, profesionales, de tiempo y de espacio. Sólo se justifica su realización en centros de excelencia, con educación académica
y profesional de primer nivel y dedicados a la formación de nuevos
recursos humanos especializados. Estos centros deberían contar además con auxilio estatal para poder dispensar la asistencia a la generalidad de la población, independientemente de su capacidad de pago.
Aceptado el nuevo procedimiento por el equipo, por el servicio o por
la institución de primera línea que lo desarrolló es inevitable que su
uso tienda a expandirse universalmente. En ese momento, cuando un
centro de menor complejidad se dispone a incorporarlo, se deberían
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formular ciertas preguntas para dilucidar si la técnica puede considerarse ya una conducta estándar:
¿La operación ha sido adecuadamente valorada en cuanto a su seguridad y eficacia?
La respuesta será positiva si existen datos basados en ensayos y
observaciones clínicas cuidadosos y controlados. Si se aplicó inicialmente en pocos centros especializados con suficiente experiencia y facilidades. Si los resultados fueron publicados en la literatura científica
y si la comunidad médica puede estudiarlos en detalle antes de decidir
su adopción.
¿La nueva intervención es al menos tan segura y efectiva como las
técnicas existentes?
La respuesta será positiva si se efectuaron ensayos cuidadosos y
calificados para arribar a esa conclusión. Los nuevos procedimientos
podrían ser menos efectivos que su contraparte estándar y sus beneficios iniciales podrían verse anulados por una recurrencia precoz del
proceso.
¿Quienes proponen el uso de un nuevo procedimiento están absolutamente calificados para hacerlo?
La mera adquisición de habilidades no es un criterio por el cual se
merece una calificación. Para determinar las indicaciones apropiadas
para un procedimiento, para seleccionar los pacientes adecuados y sobre todo para aplicarlo, es esencial el conocimiento detallado de la enfermedad en cuestión y la experiencia en el manejo de los pacientes y
de las complicaciones inherentes a todos los aspectos del tratamiento
de dicha enfermedad. No es suficiente con ser un experto operador.
La ética de los programas de rastreo
Un aspecto diferente al del tratamiento del cáncer es el de su pesquisa. Su consecuencia puede ser el sobrediagnóstico en personas de
edad avanzada. Esto implica la detección de patología subclínica, en
etapa temprana, de tumores cuya evolución natural no permite presumir que lleguen a comprometer la calidad de vida. En este sentido existen estudios que indican que mujeres con menos de 5 a 10 años de
expectativa de vida no parecen beneficiarse de los planes de catastro
de cáncer ginecológico. Igualmente es controvertida la indicación de
estudios de screening o rastreo en presencia de demencia senil u otro
tipo de daño cognitivo. Dado que la fuente financiera para solventar
estos programas es limitada, parece prudente considerar la variabilidad de las diferentes edades y los beneficios potenciales del rastreo
para decidir cuál es la población a incluir, que sin duda será aquella en
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la que la detección de patología pueda tener un efecto positivo sobre la
reducción de la mortalidad y sobre la calidad de vida. No obstante, los
sistemas médicos tienen la obligación ética de informar apropiadamente
a la población sobre la posibilidad de chequearse y sobre la validez de
los resultados.
Entre las objeciones que se han hecho a las campañas de rastreo o
de prevención están las siguientes:
a) En primer lugar se deben revisar los principios éticos que subyacen
bajo el rastreo. Éste sólo debe ser ofrecido si existe evidencia inequívoca de efectividad, salvo que se trate de un estudio de investigación cuidadosamente conducido.
b) Se deben definir, delimitar y explicitar los beneficios esperados del
catastro y sus riesgos asociados.
c) Se deben redactar cuidadosamente las invitaciones a participar del
rastreo, expresando claramente sus beneficios e inconvenientes y
posibles errores.
d) Se debe conocer la probabilidad y establecer de antemano el manejo de los falsos positivos y falsos negativos, y estimar también la
posibilidad de fracaso de sus respectivos controles.
e) Se debe evitar que la carga financiera sobrepase los beneficios.
La autonomía del paciente
Llegado el momento de tomar una decisión quirúrgica, la consulta
al paciente y la obtención de su consentimiento es primordial.
Sin embargo, se debe tener en cuenta que la capacidad de un individuo para decidir sobre la conveniencia de ser sometido a una operación o sobre el beneficio de un determinado tratamiento, requiere de
un trasfondo cultural que esté en sintonía con la importancia de la
decisión que deba adoptar. Tampoco se ha de perder de vista que en la
decisión que tome el enfermo pesarán, además del mencionado componente cultural (cuyos mandatos deben atenderse y tolerarse), sus limitaciones económicas.
La cultura es un poderoso determinante de las enfermedades que
va a desarrollar un ser humano y de cómo va a reaccionar ante ellas, y
es por lo tanto un factor crítico que influye sobre la supervivencia del
enfermo de cáncer. La pobreza es también una fuerte causa: el fatalismo
acerca del cáncer prevalece entre los individuos económicamente más
débiles y les impide buscar y obtener cuidados de salud de calidad. En
esas circunstancias, a pesar de las limitaciones que puede detentar el
enfermo, es poco lo que pueden aportar los familiares sobre el proceso
de toma de decisión del que finalmente sólo participa el binomio paciente-médico.
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La cirugía oncológica puede llevarse a cabo con criterio curativo,
paliativo o exploratorio. Al discutir el consentimiento informado para
enfrentar un acto quirúrgico con intención curativa, por más que éste
ofrezca la oportunidad de resolver definitivamente la enfermedad, no
se puede dejar de mencionar el impacto de la intervención sobre la
calidad de vida. El deseo del paciente de ser operado debe ser cumplimentado aún en presencia de un riesgo aumentado; esto requiere sin
embargo que esté suficientemente informado sobre dicho riesgo y que
no haya tratamientos alternativos menos peligrosos.
A veces el enfermo reclama una cirugía excesiva y exige ser operado a ultranza. En esta controversia donde lo que se discute es la futilidad de un tratamiento, la tensión entre la autonomía del paciente y el
sentido común del médico puede quedar sin solución aunque en general prevalece la opinión de este último.
Frente a todos estos planteos podemos formularnos tres preguntas:
¿Cuán importantes son los deseos del paciente en cuanto a reclamar
una operación o negarla? ¿Quién debe ser incluido en la toma de decisión aparte del médico y el paciente?, y ¿Cómo se debe documentar
dicha decisión? En todos estos puntos, adquiere relevancia la participación de la familia y la de un Comité de Bioética, que tendrá siempre
como norte la autonomía del enfermo y cuyas conclusiones deben constar en la historia clínica. A pesar de todo, a fin de no incurrir en abandono de persona, algunas veces se presentan circunstancias en las que
el cirujano debe hacer elecciones en nombre de un paciente en estado
terminal, aunque éste esté capacitado para decidir.
Transplante hepático en el hepatocarcinoma
Dentro de ciertas limitantes, la mejor alternativa para otorgar una
esperanza de curación en el hepatocarcinoma avanzado es el transplante
hepático.
Ello plantea varios dilemas éticos:

La ubicación del paciente en la lista de espera implica frecuentemente una demora de más de seis meses. Durante ese período el
crecimiento tumoral coloca al enfermo en riesgo de invasión vascular
y de diseminación.

Al momento de estar disponible un órgano, habrá que tomar en
consideración que el mismo será implantado en un paciente con
cáncer, quitándole una posibilidad a algún otro enfermo con patología benigna. Esta situación mereció profundas disquisiciones
bioéticas. La justificación está íntimamente ligada a los resultados
del trasplante, que superan a los obtenidos con la simple resección,
43

con mejor supervivencia para el trasplantado. Por otro lado para el
portador de patología benigna no es tan crucial la demora como
para el neoplásico, por la misma índole de la enfermedad.
Si por algún motivo se desea acortar el tiempo de espera se puede
apelar a un dador vivo. Ello incorpora otra carga bioética ya que
implica la ablación de una porción de hígado a un individuo sano
(con el consiguiente riesgo de morbilidad e incluso de mortalidad),
para implantarlo en un paciente neoplásico. La conducta está
éticamente justificada, dado el buen resultado esperable, pero se
debe evitar a ultranza ejercer presión sobre el dador sano, respetando también su autonomía. En el abordaje del tema con el posible dador se soslayará la imposición de una carga muy fuerte que le
produzca una situación de angustia y apremio, y en ningún caso se
prometerá la curación del receptor.
La utilización equitativa de los recursos
Con frecuencia se analizan los recursos destinados a las intervenciones de rastreo de la patología oncológica, soliéndose estimar que son
elevados. Sin embargo es en la unidad de terapia intensiva, en el
postoperatorio de la gran cirugía oncológica, donde se gastan asombrosos montos de dinero y de recursos humanos.
Es indudable que las erogaciones en cuidados intensivos para la
asistencia postoperatoria de pacientes con cáncer han aumentado
sustancialmente por el empleo de cirugía mayor, por la capacidad de
tratar ciertas complicaciones que anteriormente significaban el deceso
seguro del paciente y también por la demanda de los consumidores. A
poco que se indague en los resultados, se podrá observar que se están
utilizando mal los limitados recursos, por la incapacidad de prever qué
pacientes morirán a pesar de su paso por la unidad de cuidados intensivos. Por ello, los aspectos éticos y económicos de las decisiones terapéuticas están a menudo íntimamente unidos y la participación de un
eticista puede ayudar a clarificar las restricciones financieras y a resolver conflictos de interés económico.
Cáncer y pobreza
La pobreza causa más disparidades en salud que cualquier otro
factor. Está asociada a condiciones de vida subestándar, estilo de vida
riesgoso, y a falta de recursos, información y conocimientos, todo lo
cual determina un menor acceso a los cuidados de la salud. Las poblaciones de bajos ingresos enfrentan obstáculos sustanciales para obte44
ner y usar un seguro de salud y a menudo no buscan la necesaria ayuda si no lo pueden lograr. La pobreza y el cáncer son acertadamente
considerados una combinación letal.
Estudios epidemiológicos efectuados en EE.UU. (cuyos resultados
serían seguramente similares entre nosotros) demostraron que el bajo
status económico se correlaciona con menor supervivencia en pacientes con cáncer colorrectal operado. La asociación persiste aún luego de
efectuar las correcciones por edad, sexo, estadio y aspectos quirúrgicos
del tratamiento. Esta mayor mortalidad postoperatoria, tiene como
causa tanto complicaciones no vinculadas al cáncer (comorbilidades)
como la evolución letal del propio tumor. Entre las comorbilidades de
esa población se deben destacar las intoxicaciones crónicas, el alcoholismo y la drogadicción que incorporan un severo factor de riesgo adicional al neoplásico.
Esos mismos estudios destacan que las personas con limitaciones
económicas tienen menos acceso a cuidados de salud de calidad y tienen más probabilidades de morirse de cáncer aún sin ser operados al
tiempo que experimentan más dolor y sufrimiento por esa patología.
Asimismo se comprueba que a medida que pasa el tiempo crecen los
gradientes de riesgo entre las poblaciones pobres y las prósperas, empeorando los pronósticos para las primeras. En 1975 la mortalidad total por cáncer fue un 2% mayor en áreas de alta pobreza que en áreas
menos pobres, mientras que en 1999 la mortalidad pasó a ser un 13%
mayor en las primeras.
También existen en EE.UU. disparidades de incidencia, mortalidad y supervivencia en relación a la etnia, con peores resultados en la
población negra e hispánica que en los blancos no latinos, comprobándose que en muchos casos entre las poblaciones de más riesgo no existe
interés de recibir educación acerca del cáncer.
En nuestro país un problema acuciante desde el punto de vista ético y biológico, es el generado por el atraso de las intervenciones a causa
de la alta demanda y de la escasez de camas y turnos quirúrgicos, en
gran medida ocasionado por las condiciones socioeconómicas de más de
la mitad de los pacientes que concurren a los establecimientos públicos, excediendo las posibilidades de estos últimos. Esta circunstancia,
que por el momento parece no tener solución a menos que se deriven
recursos de otras áreas al sistema de salud, configura una violación al
principio bioético de Justicia, y merecería la mayor atención de las
autoridades sanitarias.
En resumen, las disparidades y los malos resultados en la cirugía del
cáncer (aparte de las causas biológicas), están relacionados con la compleja interacción de varios factores: clase económica baja, diferencias
culturales, inequidad social, y la pobreza jugando el rol dominante.
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Conclusiones
El abordaje ético del paciente quirúrgico con cáncer plantea fuertes
desafíos. Entre ellos se destacan: la percepción por parte del paciente
de la condición letal de su enfermedad; la obligación del médico de brindarle información honesta sin destruir sus esperanzas; la necesidad de
que los cirujanos tomen conciencia de que la cirugía en menos echa por
tierra las posibilidades de curación, y finalmente el deber del profesional y del Estado de brindar iguales oportunidades terapéuticas a todos
los enfermos, independientemente de sus diferencias culturales, étnicas
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