LA DIFÍCIL SENCILLEZ De ser una obra prácticamente olvidada durante mucho tiempo, que solamente a partir de los años cincuenta del siglo XX empezó a ser considerada, el oratorio La Creación de Haydn pasó a ser estimada, apreciada y programada. No hay duda de que para que se produjera este redescubrimiento contribuyó en gran medida la labor realizada por la Haydn Society de Boston, que auspició, en los años cuarenta, el lanzamiento de una histórica grabación dirigida por Clemens Kraus, que intentaba, con fortuna, recuperar el tono grandioso de la composición, planificando su interpretación de acuerdo con las bases que jugaron a su favor el día de su estreno en Viena, el 19 de marzo de 1799. Se puede localizar hoy en el sello austriaco Preiser. Luego vinieron otros registros técnica y aun interpretativamente más perfectos, aunque sin el sabor del comentado; y las recreaciones en vivo, los conciertos, en los que, desde las más diversas ópticas, con conjuntos más grandes o más pequeños, con solistas mejores o peores, con instrumentos actuales o de época, se profundizó en una partitura magistral, en ciertos momentos calificada peyorativamente de ingenua, infantil, naïf y que, aun cuando no pueda apartarse a veces de este carácter, posee unos valores musicales tan directos, una elocuencia y un poder de comunicación tales que incluso ese sabor sencillo –el de la difícil sencillez- nos llega a parecer una virtud. Sencillez, en todo caso, obtenida a través de un trabajo musical de altos vuelos, de un prodigioso manejo de los resortes vocales e instrumentales, de una labor armónica muy acabada y de una belleza melódica única. Está claro que la partitura rinde un sentido homenaje a Haendel, a quien el músico austrohúngaro admiraba poderosamente, similar al que años atrás había podido realizar Mozart en algunas de sus obras corales, en el trazado de algunas de sus fugas o, sobre todo, en su versión germánica de El Mesías. El empresario Salomón convenció al compositor para que, abandonada ya su dependencia de los Esterházy, se decidiera a viajar a Londres. La estancia fue altamente provechosa, ya que trajo la composición de las célebres Sinfonías que llevan el nombre de la capital británica y le deparó la posibilidad de escuchar en directo los pentagramas de su antecesor y a aceptar la solicitud del empresario de poner en música un texto sagrado que, al parecer, había estado en las manos del autor de Rinaldo. Se trataba de un libreto en inglés inspirado en la Biblia (Génesis y Libro de los salmos) y en El Paraíso perdido de Milton, que se entregó para su adaptación alemana al barón Gottfried van Swieten, antiguo protector de Mozart, bibliotecario de la corte de Viena y hombre sensible y de probada cultura; una auténtica personalidad, que, como tal, dio su particular visión a ese poema mixto, quitando y poniendo insuflando al conjunto un evidente aroma iluminista, dejando que penetraran en él de alguna manera las ideas de la Aufklärung y dotando al texto, sobre una base ya muy elaborada, que provenía de distintas fuentes, de solidez religiosa, filosófica y espiritual; cuestiones estudiadas en profundidad por Martín Stern en un artículo citado por Marc Vignal (Haydn. Fayard. París, 1988). Van Swieten nunca mencionó el nombre del autor de las palabras que él adaptó. El amigo y primer biógrafo de Haydn, Georg August Griesinger daba en 1810 el de un tal Lidley, que no se ha localizado por ninguna parte. De ahí que se haya conjeturado que en realidad debía de tratarse de Thomas Linley senior (1733-1795), a quien, de todas formas, los modernos investigadores no estiman. Más bien se cree que únicamente realizó una copia del texto original para Salomon, que se la pasó a Haydn. Franz Grillparzer daba mucha importancia a la labor de van Swieten, que, según él, intervino no sólo en la preparación del libreto, sino también en la música, escuchando cada número, a medida que se iban componiendo, con una orquesta de cámara organizada al efecto y aconsejando al creador, desechando incluso determinados compases considerados como triviales. Pero el bibliotecario era consciente de la importancia de lo que tenía en sus manos. En una carta escrita el 16 de enero de 1799 al Allgemeine Musikalische Zeitung decía: “… Me pareció el trabajo ideal para que Haydn desplegase en él toda su genialidad. Había llegado el momento en que, para mi gran satisfacción, me correspondía traducir el poema inglés al alemán. Así fue cómo nació la presente traducción y, aunque en líneas generales seguí fielmente el trabajo original, introduje algunas alteraciones, siempre que me pareció prudente hacerlo en bien de la música o de la expresión” Queda claro, por tanto, que van Swieten es en buena parte responsable del resultado final y que Grillparzer debía de andar en lo cierto. Tras el estruendoso éxito del estreno, para el que hubo una expectación desusada, la partitura se publicó a comienzos de 1800, con el texto en alemán e inglés, algo muy raro. El autógrafo desapareció en su día, seguramente con la herencia de van Swieten y por tanto lo que se ha venido empleando es la citada edición, que no es, en contra de lo que podría creerse, la única fuente disponible. Es curioso que, a pesar de que Haydn no hizo más que una sola redacción, los estudiosos y músicos tienen posibilidad de consultar, de acuerdo con las cuentas de Vignal, hasta otras siete copias. En su momento, La Creación fue considerada una música genial, que cantaba la existencia de una humanidad a imagen y semejanza de Dios. Idea que no coincidía, desde luego, con las emanadas de las cantatas de Bach, pero sí que se daba la mano con los presupuestos masones –que el compositor abrazaba-. En realidad la obra es una suerte de exaltación panteísta, un canto al individuo, una defensa de los valores humanistas y de la naturaleza en su más amplia acepción; y, por supuesto, como finalidad última, una exaltación de Dios. Para dar forma a todo ello, para impulsarlo, y a fe que lo hizo, Haydn utilizó un notable contingente vocal e instrumental. Hay cinco solistas: tres arcángeles, Gabriel (soprano), Uriel (tenor) y Rafael (bajo), que son los que van cantando, a través de arias y recitativos secos y acompañados, las peripecias de la aparición de la tierra y sus habitantes vegetales y animales; dos personajes humanos: Adán y Eva, bajo o barítono y soprano que suelen asumir las partes de Rafael y Gabriel; un coro mixto a cuatro voces y una orquesta muy dotada. En las ejecuciones vienesas, dirigidas por el compositor, el coro constaba de 27 sopranos, 26 contraltos, 26 tenores y 27 bajos y la orquesta, con más elementos que los pedidos en la partitura, de 4 flautas, 4 oboes, 4 clarinetes (raramente usados por el compositor), 4 fagotes, 1 contrafagot (prácticamente desconocido en la música vienesa y que Haydn había escuchado en la Abadía de Westminter), 4 trompas, 2 trompetas, 3 trombones (poco habituales en un oratorio), timbales, órgano, clave y cuerda. En ésta intervenían 20 violines primeros, 20 segundos, 16 violas, 12 violonchelos y 12 contrabajos. No es fácil reunir un contingente así y habitualmente se utilizan formaciones más modestas; incluso excesivamente modestas, con orquestas y coros de 20 personas, lo que está bien para ciertos recitativos, pero no para todos ni para la segunda aria de Rafael, ni, por supuesto, para los importantes números corales, de impronta fuertemente haendeliana. Solamente hay cinco arias propiamente dichas, no atenidas estrictamente al esquema da capo. El resto son dúos, tríos, a veces con coro y páginas exclusivamente corales. Descriptivismo La Creación, no cabe dudarlo, es una obra en bastantes aspectos descriptiva, aunque esa descripción esté muy matizada a través de planteamientos subjetivos. Lo que se nos narra pudiera ser considerado en consecuencia como impresiones de una naturaleza en movimiento, en continua evolución, y por la huella que ella deja sobre el hombre y la que el hombre deja sobre ella. Todo enmarcado en ese permanente canto de alabanza a la gloria divina. Es importante anotar el hecho de que las alusiones instrumentales a las tan variadas imágenes se suceden con anterioridad a que se escuche el texto, y no a la inversa, como era habitual. La música no ilustra mecánicamente las palabras ya pronunciadas; son las palabras las que comentan la música. Un procedimiento que, como señalaba Donald Francis Tovey (Essays in Musical Análisis, Vol. V. Oxford University Press. 1937), impele al compositor a hacer su ilustración inteligible mediante música pura. Con todo ello, desarrollado con ciertas variantes en su último oratorio, Las estaciones, puede decirse que Haydn se confirmó como uno de los más grandes narradores de la historia de la música. Siempre se ha hablado del extraordinario valor musical de la introducción, La representación del Caos; ese caos, ese estado de cosas difuso y confuso, esa anarquía total que existía al principio de la creación. Haydn encontró una solución tan audaz como rica de significados. Es el adagio introductorio sin duda más acabado de todo el clasicismo vienés y que conecta, expone Helmut Reinold (libreto grabación EMI, de Karls Forster, 1960) con algunos de los situados al comienzo de sus mejores sinfonías. El Caos surge de la octava inicial, de ese acorde de do en tutti que es una suma de todas las posibilidades de una creación aún adormecida y que va ir conformándose lentamente, desarrollándose con orden y sentido hasta que la primera luz del mundo lo ilumine todo; cuando Rafael proclame la grandiosa evidencia de esa luminosidad, de esa suprema simplicidad. Muy interesantes son al respecto las consideraciones del citado Tovey cuando repara en que esta representación del Caos no es una fuga porque el Caos que entiende Haydn no es un mero estado de desorden y confusión. Armoniza bien con la narración bíblica, no menos que las antiguas concepciones de Hesiodo u Ovidio y más en conexión con las hipótesis de Kant y Laplace. Como artista, Haydn representa pues el Caos con un aspecto posible, concebible. Y lo hace en el momento en el que comienza la evolución del cosmos. Tras el acorde inicial, saliendo de la nada, en este largo introductorio, se escucha una maravillosa frase de los primeros violines. En la lenta marcha llegamos a ese “primer signo de vida”, que dice Vignal, con los tresillos ascendentes de los fagotes, justo a la altura del sexto compás y al tiempo de que se produzca un nuevo acorde que para Tovey no es menos ambiguo que el famoso del segundo compás del preludio de Tristán e Isolda. Una idea anunciada por los oboes hace intervenir mágicamente a los clarinetes. Una página original, cuya explicación requeriría mucho espacio y que debe ser escuchada con atención, meciéndose con esa música que se va abriendo paso hacia una todavía inexistente claridad. Las audacias armónicas, la finura de la instrumentación van configurando esa evolución que va de lo primigenio, lo caótico, lo oscuro, a lo luminoso, lo claro, lo definido. Para A. Peter Brown (Performing Haydn’s The Creation. Bloomington, Indiana University Press), en un análisis muy estricto, este primer número, “combina en lo estilístico el severo contrapunto de Johann Joseph Fux (1660-1741) con la fantasía en la línea del bajo y los ritmos flexibles de Carl Philipp Emanuel Bach. Es en esencia un movimiento instrumental escrito en un extraño estilo de motete, un ricercare que funciona como un exordium.” Una interpretación que habría que estudiar en profundidad y que, en todo caso, no nos explica su extraordinario poder de captación, de sugerencia. La mejor pintura sin duda para inaugurar una composición de estas características Antes de su final encontramos, según Robbins Landon (Haydn: Chronicle and Works, Vol. IV. Londres, 1977), armonías y sonoridades que la música no hallará hasta Tristán (de nuevo Wagner). Cuadros coloristas La partitura, que se escucha con el máximo agrado, que se entiende y se capta a la primera, que es amena, estimulante y que nos deja el cuerpo y el alma perfectamente entonados, necesitaría de un estudio más amplio del que podemos hacer aquí, es tal su riqueza, variedad y colorido, tantas las soluciones instrumentales y vocales ideadas. Los coros, homófonos y polifónicos, las memorables fugas, la elección de las tonalidades, la sencilla armonía dotan a todo el conjunto de un brillo, de una frescura y de una vitalidad únicos. Lo que haremos será seguir una breve guía de audición. Es misteriosa y singular la entrada de Rafael, que, sobre elementos rítmicos del preludio, en un hilo de voz, nos presenta las palabras de la Biblia: En el principio, Dios creó el cielo y la tierra. El coro hace su aparición lentamente, en un escalofriante pianísimo, que prepara el ascenso a un imponente fortísimo en el que, con el tutti, rompe en un cegador acorde de do mayor: Y la luz se hizo, clama a los cuatro vientos. Un efecto que causó auténtico estupor en los asistentes a las primeras ejecuciones. Uriel se presenta en andante en la mayor para describir ese mundo nuevo. El recitativo acompañado de Rafael –Y Dios creó el firmamento- es poderoso y efectivo. Entra entonces en loa a la “obra maravillosa”, Gabriel. La soprano, con el coro, enuncia en un exultante do mayor una hermosísima melodía, que, tras su repetición, lleva a la solista a una escalada jubilosa al do 5. Las olas espumeantes promueven la primera aria de Rafael, en la que localizamos todo el espíritu del Sturm und Drang. La página, un allegro assai en 4/4 y re menor, es realmente tempestuosa, muy propia, y la voz del bajo, en pasajes de difícil agilidad, con subida al fa 3, se mueve entre síncopas y ondulantes pasajes en semicorcheas. La tranquilidad y la más cumplida serenidad cierran el fragmento. El nº 8 es la primera aria de Gabriel, un canto luminoso y animado en si bemol mayor, donde Haydn emplea sabiamente los clarinetes. Toda la frescura de la tierra está en estas volutas pastoriles. La página era estimada por Tovey como la más bella salida de la pluma de Haydn y de cualquier otro compositor. Vivace en re mayor, 4/4 es el primer gran coro de alabanza, nº 10 de la partitura, un canto exultante sostenido por brillantes trompetas; probablemente, el momento más haendeliano de la obra. Uno de los instantes más hermosos, de mayor irradiación líricodescriptiva, sobreviene en el nº 12, en el que el tenor comenta el nacimiento de los astros. Es un magnífico recitativo accompagnato muy modulante y de dinámicas movedizas. En el 13 se combinan el coro y los solistas en un nuevo canto de alabanza, desdoblado en un himno, allegro, y en un più allegro, una fuga, que están en la órbita de do mayor, la tonalidad básica de la obra, que es incluso remachada en la conclusión, donde se alberga una progresión cromática descendente que, nos dice Vignal, habría de inspirar a Beethoven la coda del primer movimiento de su Sinfonía nº 2. Aquí se cierra la primera parte. La segunda se abre, tras el correspondiente recitativo secco, con una nueva aria de Gabriel, moderato en fa mayor en 2/2, que emplea un contagioso ritornello orquestal, que acoge el vuelo de águilas, palomas y ruiseñores, aludidos por refrescantes efectos instrumentales y vocales. Muy bellas apoyaturas y trinos de la soprano. Es destacable, como antes se dijo, el hecho de que Haydn no respete el tradicional esquema da capo; las repeticiones siempre presentan diferencias instrumentales o melódicas. El recitativo acompañado de Rafael, que hace referencia a la fecundación y propagación, es espléndido, con una solemne figura de las cuerdas graves en divisi. Hace falta una buena voz de bajo –no las de los barítonos que habitualmente cantan la obra- para dar cuerpo suficiente a los soles 1 previstos en la partitura. Tras el trío nº 18, muy ameno, dotado de una cantilena agradable y pegadiza, los solistas combinan nuevamente con el coro en el nº 19. Se canta a la grandeza del Señor, y se hace en un vivace en la mayor, realmente estimulante, dominado por las poderosas sonoridades de los trombones, trompetas y timbales. Son resaltables los largos tenutos sobre la palabra Evermore (eternamente). En el nº 21 encontramos un accompagnato verdaderamente famoso, un adagio que es preciso cantar muy lento, donde se escuchan rugidos y estampidas, con efectos de cándida ingenuidad. La parte en la que el bajo describe la aparición de los insectos, con la cuerda reptante y la voz en la zona más abisal, es memorable. El maestoso en re mayor subsiguiente, en el que el propio arcángel describe, en un bailable 3/4, el radiante brillo del cielo, es una página de extraordinario ímpetu, que prevé ruidosas intervenciones de los metales y maderas. Son célebres las de fagotes y contrafagot en la palabra Trod. Vuelve el fundamental do mayor para el aria de Uriel, nº 24, andante, 4/4: se anuncia la aparición del hombre en un canto muy melodioso de gran finura. Siempre se ha destacado, y lo hace, entre otros Vignal, el efecto de la modulación a la bemol en la frase En su clara mirada brilla el espíritu, el aliento del creador. La segunda mitad es más spianato y concluye con gran refinamiento a través de un par de apoyaturas breves y un trino. El nº 26, coro homofónico, canta enérgicamente la buena nueva y da paso un lírico trío en mi bemol mayor, un tranquilo poco andante. Estamos en un mundo confiado pero en el que no faltan sombras acechantes. Tras un solo del bajo, el número desemboca en un pasaje muy mozartiano, por la luz, la efusión, la calidez de la melodía. Esta segunda parte de la obra concluye con la repetición variada del coro nº 26, Achieved is the glorious work: La gran obra está terminada. Adán y Eva son los protagonistas de la tercera parte, que ofrece algunas de las páginas más entrañables, de un lirismo más luminoso. Tras una hermosa introducción con tres flautas y el subsiguiente recitativo de Uriel, estamos ya ante la primera pareja de la historia. El dúo es inefable, con ese acompañamiento suavemente ritmado en 2/2. Un bellísimo adagio/allegretto, en donde las dos voces combinan con la lírica melodía del oboe y con las discretas y sutiles intervenciones del coro. Gran música; sencilla, aparentemente simple, pero grande, que Tovey colocaba en lo más alto en un solo bloque con toda la comentada introducción. Pero estamos en el nº 30, que finalmente se va a cerrar con un majestuoso coro, We praise thee now and evermore, culminado con un fugato. De nuevo la palabra Evermore se expande a por todos los confines. El nº 32, canto de amor a la esposa, adagio/allegro, vuelve, opina Vignal, a mostrar los lazos con el Mozart de La flauta mágica. Una alegre danza cierra el fragmento. Para culminar la composición Haydn prepara un coro con solistas; de nuevo escuchamos las alabanzas al Señor. Haydn previó aquí una cuarta voz a solo, la de una contralto, que es normalmente una corista. Se trata de un andante seguido de una doble fuga allegro, de estilo no muy elaborado. El papel de los solistas es melismático, el de servir los extensos pasajes del Amén. La conclusión es abrupta, como era frecuente en las grandes partituras corales del compositor. Arturo Reverter