ENCUENTROS EN VERINES 2012 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) Sin libertad no hay futuro Jordi Sierra i Fabra Llevo años luchando contra la censura imperante en la literatura juvenil. Años. No es un tema nuevo para quien me conozca. Pero es la primera vez que expongo por escrito mis argumentos, quejas, como queráis llamarlo. Años de recoger experiencias, escuchar protestas y lamentos, sufrir en mi mismo o en los demás la intolerancia, como si en lugar de hablar de libros habláramos del más contaminante de los venenos. Quizás lo sea. La literatura ha sido siempre un hermoso veneno capaz de seducirnos, hacernos pensar y obligarnos a cambiar. Pensar y cambiar, dos de las palabras que más temen aquellos que tienen miedo o sólo quieren que sigamos siendo lo que siempre hemos sido: un país de burros no lectores, el último de Europa en comprensión lectora. Un país fácil de gobernar o dirigir o manipular, como se ve día a día en los medios de comunicación en general. Este artículo no va contra nada ni nadie en concreto, sólo pretende ser una voz airada para quien se sienta parte de cuanto voy a contar. No es un ataque, sería como decir que una hambruna en el Sahel tiene como únicos culpables a los que se mueren de hambre mientras el mundo debate el tema en mesas de conversaciones sin llegar a ningún acuerdo. Voy a hablar de un mal endémico que persiste en España desde tiempos inmemoriales, pero que se ha agudizado en las últimas dos décadas, que deberían haber sido las de la luz. ¿Por qué somos diferentes? ¿Por qué lo hemos sido siempre? ¿Por qué, cuando Europa abrazaba la Ilustración, aquí persistíamos en la oscuridad de la Inquisición anclándonos no ya en el presente, sino en el pasado, y retrasando la modernidad del país en no menos de cien años? ¿Qué nos ocurre? ¿Por qué, hace unos pocos años, cuando en Francia miles de estudiantes se echaban a la calle protestando por el estado de sus estudios y su futuro, el mismo fin de semana en España se organizaba la locura de ver qué ciudad acogía el botellón más grande, con más gente y con más alcohol consumido? ¿Es este el país que queremos? La semana pasada apareció una estadística: uno de cada cuatro jóvenes ni trabaja ni estudia. ¿Cuántos emplean este tiempo en leer y formarse por su cuenta? ¿De quién es la culpa de que la literatura y la cultura vayan asociadas al aburrimiento o la escuela, obviando que son ante todo un entretenimiento que además nos permite ser libres y engrasar el cerebro para pensar? Hace unos años, Ana María Machado, premio Andersen, dijo que en España la literatura juvenil estaba demasiado supeditada a la escuela, y que eso la anquilosaba, la ceñía a unos cánones establecidos y le impedía avanzar. Alguien de afuera nos decía lo que ya sabemos y callamos. Por supuesto, benditos sean los maestros que hacen leer, y que recomiendan nuestros libros. La mayoría no estaríamos aquí sin ellos, ni comeríamos cada día. Y benditas sean las editoriales y colecciones de LIJ que han llenado el mercado desde fines de los años 70. Pero la dictadura sigue y sigue creciendo, la censura sigue y aumenta, silenciosa, latente, amarga. El editor que no se atreve a publicar determinado texto, el que corrige los tacos o expresiones mal sonantes hasta la extenuación, no se vaya a ofender alguien, cambiando así incluso la naturaleza de los personajes, el vendedor que le dice a la editorial que tal libro no va a poder venderlo en tal escuela, el maestro que sabe que se juega el puesto si hace leer tal o cual libro... Es complicado resumir en unas cuartillas tantos años de desatinos, pero voy a ejemplificar todo esto con algunas muestras, anécdotas o “curiosidades”, evidentemente referidas a libros míos, aunque cada colega sé que tiene su propia lista. Un editor me pidió que cambiara la palabra cerveza por Coca Cola, porque el chico que la bebía tenía 16 años y la ley dice que no puede beber cerveza. Otro no quiso publicar una novela porque el protagonista se fugaba de casa para ir a un festival de rock y lo recogía un camionero. Otro me pidió que, en una historia en la que un joven se suicida después de subir a una prostituta a su habitación, el suicidio tuviera lugar antes de hacérselo con ella, no después, aunque en la novela no había ninguna escena de sexo. En mi novela “Un poco de abril, algo de mayo, todo septiembre”, que he tardado 8 años en publicar por negarme a tocar una coma, la chica tiene sida por contagio sexual. El novio le ha dicho que después de un año de relaciones, ya son pareja, y que pueden pasar de usar el preservativo. Bastará con tener cuidado para evitar un embarazo. No saben que él es portador del virus sin manifestársele y se lo pasa a ella. Una editorial me pidió cambiar eso, hacer que el sida lo pillara con una transfusión de sangre en un hospital. Es decir, una novela que te está diciendo “protégete, usa preservativo” (aunque eso era tangencial, no un fin demagógico), no se tolera, pero sí se tolera un libro que le diga a un o una adolescente que si va a un hospital pueden contagiarle el sida. Es mejor la alarma social que hablar de sexo. En las novelas para adolescentes, el sexo es tabú. Palabras como masturbación dan mucho miedo. No digamos ya otras. Una editorial me dijo que en un colegio se habían retirado mis libros porque en uno, policiaco, salía la palabra “orgasmo”. Ni siquiera era por un tema sexual. La protagonista decía simplemente que “tocar con un grupo era un orgasmo colectivo”. Nada más. En la misma medida, el techo de lo inadmisible son los libros en los que aparecen términos como gay o lesbiana. Hace unos años gané el premio Ramón Muntaner en catalán con un libro sobre una chica que en el proceso de su madurez adolescente descubre que es lesbiana. El jurado destacó el valor del libro, fue premiado y alguien del jurado dijo: “El autor jamás habría editado eso sin ganar un premio”. La novela apenas si fue leída en colegios, pero al año siguiente ganó el Premio Protagonista Jove, por votación de los estudiantes de Catalunya. Es decir: ellos estaban diciendo al premiarlo: es lo que queremos leer. Hoy en día, nuestros jóvenes tienen libre acceso a Internet, donde son deformados porque están a un clic de miles de webs de difícil asimilación en su crecimiento. Cualquiera puede ver sexo sucio y explícito, sin amor, o encontrar una página donde diga como ser anoréxica o trucos para hacer una bomba manual destinada a reventar una manifestación. Muchos videojuegos son violentos y sin ningún resquicio para la formación del jugador, como no sea la rapidez de sus reflejos. En el cine, constantemente me encuentro a niños a mi lado que han entrado a ver una película que no entienden y que, a causa de ello, les impulsa a hacer el burro o tirarse las palomitas por encima. Ninguna taquillera les dice nada, sólo venden una entrada. Todo esto es lícito, pero una novela... ¡cuidado: peligro! Justo una novela, que te presentará un tema quizás duro, pero razonado, explicado y con argumentos, eso no. Eso sigue dando miedo. Por eso en los golpes de Estado siempre se mata primero a los intelectuales, y en los regimenes totalitarios siempre se queman los libros. El libro siempre ha dado miedo. Recordemos “El nombre de la rosa” de Humberto Eco. ¿Qué sucede en las Asociaciones de Padres? Se presentan los libros del trimestre y al mencionar los argumentos se producen escenas como esta: “¿De qué va esta novela?”, “De una pareja que se divorcia y su hijo...”, “¡Ah, no, no, nada de divorcios, que ya tuvimos bastante con el de mi cuñado! ¿Y este?”, “De un chico gay que...”, “¿Un homosexual? ¿Qué quiere, que mi hijo se vuelva maricón? Nada, nada”, “Este es de unos piratas...”, “Perfecto, de aventuras, eso si es bonito”. Y son los mismos padres y madres que no preguntan que películas ven sus hijos o que páginas de Internet ven en cualquier parte, aunque en su ordenador estén bloqueadas. Hace veinticinco años, un sacerdote editor amigo mío, me dijo “Jordi, si han de hacer el amor, que lo hagan. Mientras sea entre chico y chica, adelante”. Aluciné mucho por la apertura, aunque la parte final me hizo reír. Ese editor, cura o no, entendía la realidad, y que en una novela, si había sexo, sería por un motivo no precisamente frívolo que lo ejemplificaría. En contraste, hace poco, una editorial me dijo: “Con lo de cerca que nos marca la Conferencia Episcopal, si publicamos esto se nos tiran a la yugular”. Palabras textuales. Querían publicar ese libro, pero tenían miedo, algo lógico cuando luego están en juego millones en libros de texto, porque de ahí a que un colegio amenace con no comprar los libros de texto va un paso. He sido testigo de esos chantajes. Me pregunto si hemos de volver a los tiempos de la ceguera, la tierra plana, el Sol girando alrededor de la Tierra. Política, social y económicamente, hemos dado un salto de 30 años hacia atrás. Culturalmente no, porque seguimos anclados en ello. Ese proteccionismo encaminado a manipular a los jóvenes es falso e inútil hoy en día. Y más en la última década, con Internet ya en nuestra que nosotros de muchas cosas, aunque en atraviesen la adolescencia, que es tiempo de crean saberlo todo y controlarlo todo, hemos vida. Los jóvenes saben más materia vital estén confusos, profundos cambios; y aunque de ayudarles. Pero ayudarles con la verdad, ¿y dónde mejor que hallarla en un buen libro? La censura conlleva autocensura. No son pocos los que me han dicho: Jordi, tú escribes 10 libros en un año, y si se te queda uno en un cajón, no pasa nada. Pero yo sólo escribo uno, y si no me lo publican, no tengo novedad al año siguiente y pierdo dinero. Por lo tanto, he de ser muy correcto. Lo mismo diría de un maestro. Muchos son valientes, pero no están locos. Se juegan su puesto. Una madre airada gritando que su hijo lee “porquerías” es como un terremoto o una mancha de aceite que se extiende por doquier. Además, en España, basta un grito, uno solo, para desatar mil tormentas. En Catalunya bien lo sabemos con el tema del catalán. Que cinco, repito, cinco padres (esa fue la cifra) exijan enseñanza en castellano, significa que la prensa que vive de la discordia airee la “imposición” del catalán. La censura no es patrimonio español, me consta. Cuando publiqué “La nueva tierra” en Colombia, una novela crítica sobre la guerra por la Independencia de las colonias en América, un periodista asombrado me preguntó si no “temía represalias en mi país”, porque España no salía bien parada. Le pareció increíble que pudiera ser tan libre de decir lo que pensaba. Le conté que las matanzas indígenas del pasado estaban aceptadas hasta por la Iglesia. Otra cosa sería poner el dedo en la llaga del presente. En Chile me encontré con que “Campos de fresas” estaba censurada en muchos colegios por que “incitaba a consumir drogas”, que es justo lo contrario. Preferían que los alumnos no tomaran contacto con esa realidad. Táctica de avestruz. Lo curioso es que aquella semana un periódico hablaba de la irrupción del éxtasis en el país y reclamaba medidas para alertar a los jóvenes, que es precisamente lo que hacía la novela. En México mi libro infantil “El asesinato del profesor de matemáticas” motivó una pregunta en el Parlamento dirigida al Ministro de Cultura. Se habían comprado 120.000 ejemplares para colegios y bibliotecas y el inquisidor insistía en cambiarle el título porque ese “daba ideas a los chamacos”. En España, muchas de mis novelas han sido acusadas de ser “demasiado catalanas” porque suceden en Barcelona, cosa que no ocurre cuando la historia pasa en Madrid, Vigo o Valencia. Leemos novelas o vemos películas que nos hacen conocer más y mejor Nueva York o Los Angeles, pero hablar de calles en la ciudad en que vives suena raro. No olvidemos las cuotas, las interpretaciones, y el hecho de ignorar a un autor por una determinada cuestión. En cualquier película o serie americana, hoy tenemos lo que ellos llaman cuotas étnicas. Ha de haber blancos, afroamericanos, latinos y afroasiáticos en la debida proporción. Aquí no andamos sobrados, pero con los feminismos, los genéricos y demás historias, también hay mucho que decir. Baste con que un personaje, por necesidad de la novela, se declare antiabortista, para que se escandalicen los que están a favor, o viceversa en el caso contrario. En 1979 publiqué una novela con la que recibí amenazas de la extrema derecha y la extrema izquierda. Ambas me acusaban de ser uno u otro lado respectivamente. Permitimos que un Dan Brown haga barrabasadas de todo tipo en un best seller que lee medio planeta, pero un español ha de seguir los cánones, y aunque es cierto que nunca llueve a gusto de todos y ¡ay! del autor que pretenda gustar a todo el mundo, en la narrativa juvenil esto es mucho más complicado. He mencionado lo de ignorar a alguien por un tema relacionado con su trabajo. Tengo un buen ejemplo. Entre 1992 y 2001, gané un premio otorgado por un organismo religioso tres veces. Y entre 1982 y 2008, tuve además 19 novelas en la lista de honor anual. 22 libros en total. Era el autor más premiado, querido y elogiado por ellos. Pero a raíz de publicar “Al otro lado del espejo” en castellano recibí una carta en la que se me hablaba de mi responsabilidad como autor y se me decía que yo era un ejemplo para miles de jóvenes y que, por lo tanto, no podía hacer eso, escribir una novela así. Defendí mi derecho y mi libertad como escritor para contar historias reales, y desde entonces ningún libro mío ha vuelto a aparecer en las listas de honor de dicho premio. ¿Casualidad? De ser el más citado a ignorado, justo en los mejores años de mi vida profesional. Vivimos malos tiempos. Los mayas acertaron: es el fin del mundo tal y como lo conocemos. Crecen las xenofobias, los racismos, los independentismos, los centralismos, las exclusiones, las guerras, los fundamentalismos... y siempre que sucede eso, los libros son los primeros en sufrir la agresión y la intolerancia, como si fueran cajas de Pandora misteriosas que mejor tener cerradas. En Estados Unidos, país que siempre nos ha influenciado directa y poderosamente, se tapan las estatuas desnudas, crece un movimiento totalitario y radical como el Tea Party, y el nº1 de los 10 libros prohibidos en bibliotecas americanas, es un cuento infantil que habla de cómo dos pingüinos cuidan de un huevo ajeno. Pero claro, son dos pingüinos. Si uno fuera pingüina... En la misma medida se ha reescrito a Mark Twain para que sea políticamente correcto hoy. La palabra nigger, negro en tono despectivo, usada en su tiempo, ha sido eliminada. Cualquier día se reescribirá El Quijote para que sea más comprensible. Y nuestros libros, dentro de cien años, si subsisten, lo mismo. Nada de guay, tío, tía, mola, vale, qué pasada, etc. ¿La conclusión? No se puede hacer una narrativa juvenil “dirigida” y, todavía peor, censurada, es imposible. Y menos hoy, ahora o en el futuro más inmediato. En la década de los 60, a los 15 años aún éramos niños. Hoy a los 12 les salen alas. También descubren el sexo antes, por probar o por mala información, y sin una obra literaria que les cuente la verdad, lo que significa el peso del amor, no de la inmediatez o el riesgo, seguiremos lamentando después lo que no hemos sabido afrontar antes. En Colombia hay 400.000 embarazos adolescentes al año. Para nosotros es un dato. Para ellos, un enorme problema de hijos sin padre y madre sin preparación. Ha de haber una narrativa de magos y vampiros tanto como una que les hable de su mundo, con las palabras de su mundo y la visión de la realidad que les envuelve. Otra cosa en mentirles. Hablamos de la adolescencia. Justo en esa etapa, los jóvenes necesitan sinceridad, identificarse con lo que se escribe, que no lo perciban como falso o dogmático, moralizante o antiguo. Además, nuestras obras, por suerte, duran 10, 15 o 20 años. Cuando publiqué “Campos de fresas” no había móviles, ni Internet, pero hoy sigue siendo una novela que vende miles de copias al año. Perdura, por la razón que sea, pero perdura aunque haya cambiado el modelo social. Hay que tener valor para escribir lo que sintamos, cuando lo sintamos y como lo sintamos. Un editor debe respetar la creatividad de un autor. Si un vendedor no puede llevar una novela a un colegio, porque se la tirarán a la cabeza, que no la lleve y venda otra. Por desgracia, los maestros no pueden jugársela aunque amen su trabajo y entiendan que hay libros y temas que han de debatirse en clase pero no pueden hacerlo. Y esos padres, tan celosos de lo que leen sus hijos, que les pregunten qué películas ven o cómo navegan por Internet. Tenemos a algunos de los autores de LIJ más importantes del mundo, y nuestra generación, la de los sesentones ahora mismo, es la que puso a leer a los niños y jóvenes en España desde la Transición. Diría que merecemos un respeto, pero más lo merecen nuestros lectores. Llevo muchos cargando contra la censura, y siento decirlo, no vamos a mejor, ni siquiera estamos estancados: va a peor. Si hablamos del futuro, que es lo que estamos haciendo aquí, debemos quitarnos lastres del pasado, o nos frenarán siempre, una y otra vez, y además de porque escribimos en español, en el extranjero seguiremos siendo más invisibles que en España por blandos, por la fama a la que aludió Ana María Machado, la de que no asumimos riesgos. En la Historia de la Humanidad la censura siempre ha existido. Los que han velado por nuestra alma y nuestra salud mental y moral a lo largo de los años (como ahora hacemos con nuestros jóvenes), se sienten en la necesidad de seguir protegiéndonos, porque nosotros, evidentemente, somos tontos y vulnerables. Quizás no la derrotemos nunca. Pero hemos de adquirir el compromiso de ser sinceros con nosotros mismos, todos, escritores, editores, maestros... No conozco a ningún autor que pueda poner sexo o violencia gratuitos en un libro. Lo único que debe importar es la honestidad y la calidad. Cada paso atrás, cada renuncia, es un enorme salto de vuelta a las cavernas. Si en lugar de avanzar nos estancamos o retrocedemos, haremos que se rían de nosotros dentro de cincuenta años, como ahora nos reímos al ver los informes de la censura franquista. Y no ha cambiado mucho la cosa, sólo el tratamiento y el tono. Todos tenemos cartas y correos electrónicos de rechazo que son autenticas joyas. Siempre estamos pidiendo un esfuerzo a los jóvenes, porque ellos pueden, pero nosotros no colaboramos plantando cara al sistema. Además de invisibles, ¿qué hacemos, enmudecemos? ¿Proteger? ¿Hoy? ¿A quién y de qué? Verines, 20 y 21 de septiembre de 2012