El oficio de escribir (Primera parte)

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El oficio de escribir (Primera parte) - Buquedepapel, Semanario de noticias culturales
Escrito por Por: Grisel El Jaber, Especial para Buque de Papel, Buenos Aires
Lunes 15 de Junio de 2009 11:35
Recorrer las respuestas que muchos escritores contemporáneos argentinos han dado a la
revista El Interpretador, en una encuesta sobre Literatura y Trabajo de septiembre de 2008,
implica adentrarse en un territorio que asocia el trabajo y la literatura y que descubre, como si
se pelaran las capas de una cebolla, un oficio que desde lejos parece inalcanzable para el
hombre común: investigar, escribir, criticar, leer y enseñar literatura son algunas de las huellas
que dejan esas respuestas de incansables trabajadores. Huellas que se asocian y se
complementan para construir un oficio que está asociado al mismo tiempo con el placer y la
rigurosidad del trabajo.
“El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre:
quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había
agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o
cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo
inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los
labradores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El
arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única
tarea de dormir y soñar”, dice un fragmento de “Las Ruinas Circulares” del reconocido escritor
Jorge Luis Borges.
Lo que por prejuicio para el que no escribe podría parecer un trabajo absolutamente solitario,
cuando se leen las respuestas de los escritores, este oficio se revela más complejo y el escritor
en su tarea parece nutrirse de los otros. Si bien, es una acción solitaria cuando se está frente al
papel o la computadora, existen momentos en que esta labor parece dejar de pertenecerle, se
abandona esa idea de individuo iluminado en la soledad, y su escritura es habitada por otros,
trabaja para otros y con otros y de ellos se enriquece: “Me encantaría que la sociedad dejara
de considerarlo un Don Superior y entendiera que es simplemente una tarea social, que los
hacedores de ficciones y mundos alternativos somos parte de las fuerzas productivas de una
sociedad, que producimos significaciones, que le damos a la gente posibilidades de pensarse y
experimentar en la ficción valores posibles, significados nuevos, preguntas políticas, éticas,
existenciales”, dice la escritora Elsa Drucaroff en una de sus respuestas a la encuesta.
Abandonar la idea de Don Superior no es tarea fácil. Otra escritora, María Rosa Lojo parece
rodear la imagen del escritor iluminado, aunque lo reserva para ciertos géneros literarios: “Si se
trata de poesía o narrativa breve, el proceso de escribir es muy imprevisible. Los textos van
emergiendo a partir de imágenes que surgen como destellos. Son, de alguna manera,
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“revelaciones” o ”iluminaciones”, como diría Rimbaud. Las novelas –aunque también la imagen
es importante– tienen otro tipo de desarrollo, mucho más lento, planificado y trabajoso”.
Pero abandonar la concepción del Don Superior es posible: “Casi siempre tengo un par de
amigos -en Montevideo, en Buenos Aires, en otros lugares, gracias al mail- que son buenos,
completistas lectores, a quienes les paso lo que escribo y que opinan y que a menudo me
permiten salvarme de errores e anche del acechante ridículo o la estupidez, que con la sola
mirada personal, uno confunde tan a menudo con la genialidad”, explica el escritor Elvio
Gandolfo.
Los otros, los completistas lectores como los llama Gandolfo, esos que leen lo que el escritor
redacta, se convierten en actores privilegiados con voz y voto, antes que los libros lleguen a las
librerías: “En mi caso le paso la primera versión de lo que escribo a Ángela Pradelli, Belgrano
Rawson y Antonio Dal Masetto. La crítica de los compañeros de oficio suele protegerlo a uno
de muchas torpezas, porque una vez publicado un cuento, una novela, no hay retorno”, explica
Guillermo Saccomano.
En coincidencia, María Rosa Lojo también considera esa lectura de los otros: “Otras personas
leen lo que estoy haciendo. Conté con excelentes editores y editoras en las empresas donde
publiqué, pero desde siempre, antes de que existiera la figura profesional del editor, los
escritores han tenido lectores previos a la publicación de sus libros. Suelo apelar, además, a
personas de mi confianza, que me van a decir la verdad y que no tendrán reparo en plantearme
críticas y objeciones. Las lecturas diversas me sirven para saber dónde estoy parada, me
muestran desde afuera lo que he hecho, lo objetivan.”
El escritor no puede desvincularse de los otros, su trabajo creativo es, sobre todo, social: “Hago
mucho con mis pares cuando estoy escribiendo, me fascina contar lo que estoy imaginando,
me sirve porque mientras lo cuento me lo escucho y ese mundo se me vuelve más sólido, ellos
intervienen, preguntan, sugieren, y eso me estimula muchísimo, es un mundo que se (nos) va
haciendo cada vez más rico. La literatura es un arte solitario sólo en el momento de escribir
frente a la pantalla, pero nadie crea en soledad, siempre se crea en contacto con los otros, y si
asumimos eso, se gana mucho creativamente. O al menos yo gané mucho y sé de otros a los
que les pasó lo mismo”.
Ahora, el oficio de escribir no es sólo social por estar inserto en un sistema de relaciones
humanas que enriquece el proceso de trabajo, sino porque en el capitalismo, la producción de
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mercancías exige que sea social, “que sea algo que necesiten los demás para sobrevivir, ese
es el valor de uso social. Para el capitalismo el trabajo es un valor, donde radica en la
subjetividad social que reconoce valor en determinadas cosas: el trabajo literario es reconocido
como valor”, explica Elsa Drucaroff. En el sistema capitalista, el trabajo es social en cuanto que
lo mercantil les muestra a los hombres ese carácter social de su propio trabajo.
Mientras que la sociedad parece concebir la imagen de un escritor habitado por ideas
iluminadas, a las que acuden destellos, imágenes y representaciones que se escriben –casi sin
intermediaciones- como ríos de tinta en el papel o en la pantalla, en cambio, los escritores
encuestados entienden escribir como un oficio más cercano al trabajo manual del artesano. En
este sentido, en el momento de tener que compararlo con otro oficio piensan en hacerlo con “el
diseño y el dibujo, con la talla de madera. Sobre todo esto último”, dice el escritor y experto en
comunicación Anibal Ford.
La talla de madera es un oficio milenario que permite esculpir ese noble material y da cuenta de
un proceso donde el tallador se involucra en su trabajo en una comunión entre el sujeto y el
objeto: entre gubias y formones, el artesano toma la madera y crea una pieza con sus manos,
tallando, puliendo, lijando. Ford dice que él trabaja la escritura “como la talla”. “No escribo de
manera regular porque me tragaron otras cosas que me hacen aparecer a pesar mío como un
profesor universitario. Pero así son las cosas. Con todo escribí ficción y pienso seguir. Es lo
que más me interesa y creo que es donde hice un aporte marginal pero real. Soy lector de
documentos perdidos y cuando escribo investigo lo que estoy escribiendo. Teoría y narración o
ficción han pasado a ser, para mí, una misma cosa”, agrega Ford.
Talla y escritura. Madera, papel o pantalla. El escritor, con herramientas que varían desde el
lápiz a la computadora, le da forma a un mundo y lo recrea, preparando de manera no
conciente el encuentro con su lector: “"Si escribir es un placer y un oficio en definitiva solitario,
celebrar los libros es un placer colectivo", explica Drucaroff en referencia a su novela El Infierno
Prometido: una prostituta de la Zwi Migdal. El oficio de escribir no puede desvincularse del
placer del que escribe y del placer del que lee, lector especialista o no, recorre la escritura y la
modifica aún sin quererlo.
Por su parte, Gandolfo cree que “el trabajo de escritura debe de tener puntos de contacto, en la
estructura, en el ritmo y en la expresión, con las otras formas de crear: el cine, la pintura, la
música, cada uno de esos pasos alejándose por su especificidad de la escritura en orden de
aparición. Son todas maneras de traducir lo muy difícil y gozoso de traducir: lo real”. En este
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sentido, Jorge Luis Borges decía con certeza -en un artículo de marzo de 1997- que “creo que
ese es el oficio (por el oficio de escribir), o si usted quiere¬ es una palabra más ambiciosa¬, el
destino del escritor: cambiar las cosas... Yo mismo tengo la impresión de que todo lo que me
sucede, incluso el infortunio, sobre todo el infortunio, me son dados para que yo los cambie en
algo, y por eso hay una gran literatura del infortunio y no de la felicidad, que yo sepa. Porque la
felicidad es un fin en sí, mientras que el infortunio debe transformarse en otra cosa... Esa cosa
es el arte. Puede ser la música, la pintura... En mi caso no es sino la literatura”.
El escritor ejerce un oficio privilegiado: no sólo observa y es partícipe de esta transformación,
sino que su objetivo está íntimamente vinculado al disfrute, al placer de escribir, un goce a
veces tenso y muchas otras, gratificante.
Guillermo Saccomano compara también la escritura con la pintura y el dibujo: “El dibujo sería el
equivalente del cuento. Y viceversa. La pintura, el de la novela. Conjeturo que las reflexiones
del pintor Matisse sobre la pureza de la línea y los efectos del color bien pueden aplicarse
como técnicas narrativas”. Por su parte, Lojo cree que el oficio de escribir es similar al del de
actor: “Siempre comparo la escritura de ficción, y la novela en particular, al oficio del actor. Si
queremos construir personajes creíbles, debemos ser esos personajes por un tiempo.
Meternos dentro de ellos, mirar el mundo desde sus ojos, actuarlos, en una palabra. La
literatura, y el teatro, que también es literatura, nos permiten vivir vidas posibles que nunca
realizaremos; hablar y pensar como seres que aparentemente nada tienen en común con
nosotros, abrir el abanico de la experiencia humana hasta dimensiones insospechadas”.
En todo caso construir, crear mundos posibles, ser y actuar en ellos, al menos a través de los
personajes, utilizando la técnica parece ser parte de este proceso creativo que es el oficio de
escribir y que permite ofrecerle al lector un mundo lleno de experiencias y emociones. Por su
parte, Drucaroff cuenta en detalle su experiencia como escritora, abriendo el juego no sólo a un
oficio, sino al encuentro con varios: “Cuando estoy escribiendo una novela, por momentos me
siento una especie de arquitecta - albañil, en el sentido de que estoy erigiendo un mundo, una
ficción, sacándola de la nada a partir de unos planos iniciales, poniendo cuidadosamente
ladrillo por ladrillo, palabra por palabra, viendo cómo empieza a existir, a tomar forma,
comparando con los planos, corrigiendo o cambiando el plano, lijando, puliendo. Los géneros
literarios me ayudan mucho, son parte inicial del plano, un respaldo que estimula la
imaginación, me ayuda a buscar. Al mismo tiempo empiezan a llegar personas a ese espacio, a
moverse allí, habitarlo. Ahí hay un disfrute especial, me siento muy identificada con Las ruinas
circulares, de Borges, en ese cuento está la idea del trabajo, de concentrarse metódicamente
para hacer nacer a una criatura que será autónoma”, explica en detalle.
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Esta concentración metódica parece combinarse en el oficio de escribir con la técnica, la pura
creatividad y la imaginación: “A mí me llegan voces, sentimientos, pensamientos de mis
personajes todavía no existentes, mientras los hago actuar según los planos iniciales, es como
si empezar a moverlos forzadamente, sin creérmelo mucho, les empezara a dar voz despacio,
de pronto se concretan, empiezan a hacer cosas que no esperaba, a sentir cosas que yo no
sabía, y ahí creo que el oficio cambia, ahora soy una especie de editora o “montajista”, tengo
que escucharles todo y elegir qué les dejo decir, qué cuento desde otro lado, qué no va a ser
nunca explícito. En ese punto hay mucho de escribir pero sacar, o no escribir pero pensar y
saber que no va, aunque hay que tenerlo en cuenta”.
Otro de los oficios con los que Drucaroff compara la escritura es el de “montajista”: “Que para
insertar una toma de alguien que, por ejemplo, está braceando en el mar necesitó que su actor
caminara antes mar adentro, saltara un par de olas, se tirara abajo de una, hasta estar ahí
levantando el brazo como lo quiero en esa toma de segundos. Por eso no entiendo mucho a
los escritores que dicen que no corrigen, que no retrabajan lo que les sale de primera, a lo
mejor es así, nomás, cada cual tiene sus formas de crear, pero a mí no me parece un mérito no
corregir. Corregir es parte de la búsqueda estética” y agrega sobre el proceso que “escribir
literatura no es sólo un escribir terso o pulido, corregir no es sólo corregir estilo, si no, no habría
grandes escritores con estilos poco pulidos o torpes, como el escritor Roberto Arlt, Felisberto
Hernández, Philip Dick. Eso del “trabajo con el lenguaje” no es sólo con el significante, también
se trabajan la trama, los personajes, todo eso es en definitiva lenguaje y se precisa investigar a
fondo con palabras, en palabras, para después editar y montar”.
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