Antología de textos

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Antología de textos
2º Bachillerato 1415
Benito Jerónimo Feijoo
“El no sé qué”, Teatro crítico universal
1. En muchas producciones, no sólo de la naturaleza, mas aun del arte, encuentran los hombres, fuera de
aquellas perfecciones sujetas a su comprehensión, otro género de primor misterioso, que cuanto lisonjea
el gusto, atormenta el entendimiento: que palpa el sentido, y no puede descifrar la razón; y así, al querer
explicarle, no encontrando voces, ni conceptos, que satisfagan la idea, se dejan caer desalentados en el
rudo informe, de que tal cosa tiene un no sé qué, que agrada, que enamora, que hechiza, y no hay que
pedirles revelación más clara de este natural misterio.
2. Entran en un edificio, que al primer golpe que da en la vista, los llena de gusto, y admiración.
Repasándole luego con un atento examen, no hallan, que ni por su grandeza, ni por la copia de luz, ni por
la preciosidad del material, ni por la exacta observancia de las reglas de arquitectura exceda, ni aun acaso
iguale a otros que han visto, sin tener que gustar, o que admirar en ellos. Si les preguntan, qué hallan de
exquisito, o primoroso en éste responden, que tiene un no sé qué, que embelesa.
3. Llegan a un sitio delicioso, cuya amenidad costeó la naturaleza por sí sola. Nada encuentran de
exquisito en sus plantas, ni en su colocación, figura, o magnitud, aquella estudiada proporción, que
emplea el arte en los plantíos hechos para la diversión de los Príncipes, o los Pueblos. No falta en él la
cristalina hermosura del agua [368] corriente, complemento precioso de todo sitio agradable; pero que
bien lejos de observar en su curso las mensuradas direcciones, despeños y resaltes, con que se hacen jugar
las ondas en los Reales jardines, errante camina por donde la casual abertura del terreno da paso al arroyo.
Con todo, el sitio le hechiza; no acierta a salir de él, y sus ojos se hallan más prendados de aquel natural
desaliño, que de todos los artificiosos primores, que hacen ostentosa, y grata vecindad a las Quintas de los
magnates. Pues, ¿qué tiene este sitio, que no haya en aquéllos? Tiene un no sé qué, que aquéllos no
tienen. Y no hay que apurar, que no pasarán de aquí.
8. Intentamos, pues, en el presente Discurso explicar lo que nadie ha explicado, descifrar ese natural
enigma, sacar esta cosicosa de las misteriosas tinieblas en que ha estado hasta ahora; en fin, decir lo que
es esto, que todo el mundo dice, que no sabe qué es.
Fuente: http://www.filosofia.org/bjf/bjft612.htm
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2º Bachillerato 1415
José Cadalso
Noches lúgubres
[Nota preliminar: Edición digital a partir de la edición del Correo de Madrid, número 319, pp. 2562-2568; número
322, pp. 2590-2592; número 323, 2597-2599; y número 325, pp. 2614-2616; (diciembre, 1789 - enero, 1790)]
PERSONAJES
TEDIATO.
LORENZO.
NIÑO.
LA JUSTICIA.
SEPULTURERO.
CARCELERO.
Noche primera
TEDIATO y un SEPULTURERO
Diálogo
TEDIATO.- ¡Qué noche! La oscuridad, el silencio pavoroso, interrumpido por los lamentos que se oyen en la vecina
cárcel, completan la tristeza de mi corazón. El cielo también se conjura contra mi quietud, si alguna me quedara. El
nublado crece. La luz de esos relámpagos..., ¡qué horrorosa! Ya truena. Cada trueno es mayor que el que le antecede, y
parece producir otro más cruel. El sueño, dulce intervalo en las fatigas de los hombres, se turba. El lecho conyugal, teatro
de delicias; la cuna en que se cría la esperanza de las casas; la descansada cama de los ancianos venerables; todo se
inunda en llanto..., todo tiembla. No hay hombre que no se crea mortal en este instante... ¡Ay, si fuese el último de mi vida,
cuán grato sería para mí! ¡Cuán horrible ahora! ¡Cuán horrible! Más lo fue el día, el triste día que fue causa de la escena
en que ahora me hallo.
Lorenzo no viene. ¿Vendrá, acaso? ¡Cobarde! ¿Le espantará este aparato que Naturaleza le ofrece? No ve lo interior de
mi corazón... ¡Cuánto más se horrorizaría! ¿Si la esperanza del premio le traerá? Sin duda..., el dinero... ¡Ay, dinero, lo
que puedes! Un pecho sólo se te ha resistido... Ya no existe... Ya tu dominio es absoluto... Ya no existe el solo pecho que
se te ha resistido.
Las dos están al caer... Ésta es la hora de cita para Lorenzo... ¡Memoria! ¡Triste memoria! ¡Cruel memoria! Más
tempestades formas en mi alma que nubes en el aire. También ésta es la hora en que yo solía pisar estas mismas calles
en otros tiempos muy diferentes de éstos. ¡Cuán diferentes! Desde aquélla a éstos todo ha mudado en el mundo; todo,
menos yo.
¿Si será de Lorenzo aquella luz trémula y triste que descubro? Suya será. ¿Quién sino él, y en este lance, y por tal
premio, saldría de su casa? Él es. El rostro pálido, flaco, sucio, barbado y temeroso; el azadón y pico que trae al hombro,
el vestido lúgubre, las piernas desnudas, los pies descalzos, que pisan con turbación; todo me indica ser Lorenzo, el
sepulturero del templo, aquel bulto, cuyo encuentro horrorizaría a quien le viese. Él es, sin duda; se acerca;
desembózome, y le enseño mi luz. Ya llega. ¡Lorenzo! ¡Lorenzo!
LORENZO.- Yo soy. Cumplí mi palabra. Cumple ahora tú la tuya: ¿el dinero que me prometiste?
TEDIATO.- Aquí está. ¿Tendrás valor para proseguir la empresa, como me lo has ofrecido?
LORENZO.- Sí; porque tú también pagas el trabajo.
TEDIATO.- ¡Interés, único móvil del corazón humano! Aquí tienes el dinero que te prometí. Todo se hace fácil cuando el
premio es seguro; pero el premio es justo una vez ofrecido.
LORENZO.- ¡Cuán pobre seré cuando me atreví a prometerte lo que voy a cumplir! ¡Cuánta miseria me oprime! Piénsala
tú, y yo... harto haré en llorarla. Vamos.
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TEDIATO.- ¿Traes la llave del templo?
LORENZO.- Sí; ésta es.
TEDIATO.- La noche es tan oscura y espantosa.
LORENZO.- Y tanto, que tiemblo y no veo.
TEDIATO.- Pues dame la mano y sigue; te guiaré y te esforzaré.
LORENZO.- En treinta y cinco años que soy sepulturero, sin dejar un solo día de enterrar alguno o algunos cadáveres,
nunca he trabajado en mi oficio hasta ahora con horror.
TEDIATO.- Es que en ella me vas a ser útil; por eso te quita el cielo la fuerza del cuerpo y del ánimo. Ésta es la puerta.
LORENZO.- ¡Que tiemble yo!
TEDIATO.- Anímate... Imítame.
LORENZO.- ¿Qué interés tan grande te mueve a tanto atrevimiento? Paréceme cosa difícil de entender.
TEDIATO.- Suéltame el brazo. Como me lo tienes asido con tanta fuerza, no me dejas abrir con esta llave... Ella parece
también resistirse a mi deseo... Ya abre, entremos.
LORENZO.- Sí..., entremos... ¿He de cerrar por dentro?
TEDIATO.- No; es tiempo perdido y nos pudieran oír. Entorna solamente la puerta porque la luz no se vea desde afuera
si acaso pasa alguno..., tan infeliz como yo, pues de otro modo no puede ser.
LORENZO.- He enterrado por mis manos tiernos niños, delicias de sus mayores; mozos robustos, descanso de sus
padres ancianos; doncellas hermosas, y envidiadas de las que quedaban vivas; hombres en lo fuerte de su edad, y
colocados en altos empleos; viejos venerables, apoyos del Estado... Nunca temblé. Puse sus cadáveres entre otros
muchos ya corruptos, rasgué sus vestiduras en busca de alguna alhaja de valor; apisoné con fuerza y sin asco sus fríos
miembros, rompiles las cabezas y huesos; cubrilos de polvo, ceniza, gusanos y podre, sin que mi corazón palpitase..., y
ahora, al pisar estos umbrales, me caigo..., al ver el reflejo de esa lámpara me deslumbro..., al tocar esos mármoles me
hielo..., me avergüenzo de mi flaqueza. No la refieras a mis compañeros. ¡Si lo supieran, harían mofa de mi cobardía!
TEDIATO.- Más harían de mí los míos, al ver mi arrojo. ¡Insensatos, qué poco saben!... ¡Ah! Me serían tan odiosas por su
dureza como yo sería necio en su concepto por mi pasión.
LORENZO.- Tu valor me alienta. Mas ¡ay, nuevo espanto! ¿Qué es aquello? Presencia humana tiene... Crece conforme
nos acercamos... Otro fantasma más le sigue... ¿Qué será? Volvamos mientras podemos; no desperdiciemos las pocas
fuerzas que aún nos quedan... Si aún conservamos algún valor, válganos para huir.
TEDIATO.- ¡Necio! Lo que te espanta es tu misma sombra con la mía, que nacen de la postura de nuestros cuerpos
respecto de aquella lámpara. Si el otro mundo abortase esos prodigiosos entes, a quienes nadie ha visto, y de quienes
todos hablan, sería el bien o el mal que nos traerían siempre inevitables. Nunca los he hallado; los he buscado.
LORENZO.- ¡Si los vieras!
TEDIATO.- Aún no creería a mis ojos. Juzgara tales fantasmas monstruos producidos por una fantasía llena de tristeza.
¡Fantasía humana, fecunda sólo en quimeras, ilusiones y objetos de terror! La mía me los ofrece tremendos en estas
circunstancias... Casi bastan a apartarme de mi empresa.
LORENZO.- Eso dices porque no los has visto; si los vieras, temblaras aún más que yo.
TEDIATO.- Tal vez en aquel instante, pero en el de la reflexión me aquietara. Si no tuviese miedo de malgastar estas
pocas horas, las más preciosas de mi vida, y tal vez las últimas de ella, te contara con gusto cosas capaces de
sosegarte...; pero dan las dos... ¡Qué sonido tan triste el de esa campana! El tiempo urge. Vamos, Lorenzo.
LORENZO.- ¿Adónde?
TEDIATO.- A aquella sepultura; sí, a abrirla.
LORENZO.- ¿A cuál?
TEDIATO.- A aquélla.
LORENZO.- ¿A cuál? ¿A aquella humilde y baja? Pensé que querías abrir aquel monumento alto y ostentoso, donde
enterré pocos días ha al duque de Faustotimbrado, que había sido muy hombre de palacio y, según sus criados me
dijeron, había tenido en vida el manejo de cosas grandes. Figuróseme que la curiosidad o interés te llevaba a ver si
encontrabas algunos papeles ocultos, que tal vez se enterrasen con su cuerpo. He oído, no sé dónde, que ni aun los
muertos están libres de las sospechas y aun envidias de los cortesanos.
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TEDIATO.- Tan despreciables son para mí muertos como vivos, en el sepulcro como en el mundo, podridos como
triunfantes, llenos de gusanos como rodeados de aduladores... No me distraigas... Vamos, te digo otra vez, a nuestra
empresa.
LORENZO.- No; pues al túmulo inmediato a ése, y donde yace el famoso indiano, tampoco tienes que ir; porque aunque
en su muerte no se le halló la menor parte de caudal que se le suponía, me consta que no enterró nada consigo, porque
registré su cadáver: no se halló siquiera un doblón en su mortaja.
TEDIATO.- Tampoco vendría yo de mi casa a su tumba por todo el oro que él trajo de la infeliz América a la tirana
Europa.
LORENZO.- Sí será, pero no extrañaría yo que vinieses en busca de su dinero. Es tan útil en el mundo...
TEDIATO.- Poca cantidad, sí, es útil, pues nos alimenta, nos viste y nos da las pocas cosas necesarias a la breve y
mísera vida del hombre; pero mucha es dañosa.
LORENZO.- ¡Hola! ¿Y por qué?
TEDIATO.- Porque fomenta las pasiones, engendra nuevos vicios y a fuerza de multiplicar delitos invierte todo el orden
de la Naturaleza; y lo bueno se sustrae de su dominio sin el fin dichoso... Con él no pudieron arrancarme mi dicha. ¡Ay!
Vamos.
LORENZO.- Sí, pero antes de llegar allá hemos de tropezar en aquella otra sepultura, y se me eriza el pelo cuando paso
junto a ella.
TEDIATO.- ¿Por qué te espanta esa más que cualquiera de las otras?
LORENZO.- Porque murió de repente el sujeto que en ella se enterró. Estas muertes repentinas me asombran.
TEDIATO.- Debiera asombrarte el poco número de ellas. Un cuerpo tan débil como el nuestro, agitado por tantos
humores, compuesto de tantas partes invisibles, sujeto a tan frecuentes movimientos, lleno de tantas inmundicias, dañado
por nuestros desórdenes y, lo que es más, movido por una alma ambiciosa, envidiosa, vengativa, iracunda, cobarde y
esclava de tantos tiranos..., ¿qué puede durar? ¿Cómo puede durar? No sé cómo vivimos. No suena campana que no me
parezca tocar a muerto. A ser yo ciego, creería que el color negro era el único de que se visten... ¿Cuántas veces muere
un hombre de un aire que no ha movido la trémula llama de una lámpara? ¿Cuántas de una agua que no ha mojado la
superficie de la tierra? ¿Cuántas de un sol que no ha entibiado una fuente? ¡Entre cuántos peligros camina el hombre el
corto trecho que hay de la cuna al sepulcro! Cada vez que siento el pie, me parece hundirse el suelo, preparándome una
sepultura... Conozco dos o tres hierbas saludables; las venenosas no tienen número. Sí, sí..., el perro me acompaña, el
caballo me obedece, el jumento lleva la carga..., ¿y qué? El león, el tigre, el leopardo, el oso, el lobo e innumerables otras
fieras nos prueban nuestra flaqueza deplorable.
LORENZO.- Ya estamos donde deseas.
TEDIATO.- Mejor que tu boca, me lo dice mi corazón. Ya piso la losa, que he regado tantas veces con mi llanto y besado
tantas veces con mis labios. Ésta es. ¡Ay, Lorenzo! Hasta que me ofreciste lo que ahora me cumples, ¡cuántas tardes he
pasado junto a esta piedra, tan inmóvil como si parte de ella fuesen mis entrañas! Más que sujeto sensible, parecía yo
estatua, emblema del dolor. Entre otros días, uno se me pasó sobre ese banco. Los que cuidan de este templo, varias
veces me habían sacado del letargo, avisándome ser la hora en que se cerraban las puertas. Aquel día olvidaron su
obligación y mi delirio: fuéronse y me dejaron. Quedé en aquellas sombras, rodeado de sepulcros, tocando imágenes de
muerte, envuelto en tinieblas, y sin respirar apenas, sino los cortos ratos que la congoja me permitía, cubierta mi fantasía,
cual si fuera con un negro manto de densísima tristeza. En uno de estos amargos intervalos, yo vi, no lo dudes, yo vi salir
de un hoyo inmediato a ése un ente que se movía, resplandecían sus ojos con el reflejo de esa lámpara, que ya iba a
extinguirse. Su color era blanco, aunque algo ceniciento. Sus pasos eran pocos, pausados y dirigidos a mí... Dudé... Me
llamé cobarde... Me levanté..., y fui a encontrarle... El bulto proseguía, y al ir a tocarle yo, y él a mí..., óyeme...
LORENZO.- ¿Qué hubo, pues?
TEDIATO.- Óyeme... Al ir a tocarle yo y él horroroso vuelto a mí, en aquel lance de tanta confusión... apagose del todo la
luz.
LORENZO.- ¿Qué dices? ¿Y aún vives?
TEDIATO.- Sí; y con grande atención.
LORENZO.- En aquel apuro, ¿qué hiciste? ¿Qué pudiste hacer?
TEDIATO.- Me mantuve en pie, sin querer perder el terreno que había ganado a costa de tanto arrojo y valentía. Era
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invierno. Las doce serían cuando se esparció la oscuridad por el templo; oí la una..., las dos..., las tres..., las cuatro...
Siempre haciendo el oído el mismo oficio de la vista.
LORENZO.- ¿Qué oíste? Acaba, que me estremezco.
TEDIATO.- Una especie de resuello no muy libre. Procurando tentar, conocí que el cuerpo del bulto huía de mi tacto. Mis
dedos parecían mojados en sudor frío y asqueroso; y no hay especie de monstruo, por horrendo, extravagante e
inexplicable que sea, que no se me presentase. Pero ¿qué es la razón humana si no sirve para vencer a todos los objetos
y aun a sus mismas flaquezas? Vencí todos estos espantos. Pero la primera impresión que hicieron, el llanto derramado
antes de la aparición, la falta de alimento, la frialdad de la noche y el dolor que tantos días antes rasgaba mi corazón, me
pusieron en tal estado de debilidad, que caí desmayado en el mismo hoyo de donde había salido el objeto terrible. Allí me
hallé por la mañana en brazos de muchos concurrentes piadosos que habían acudido a dar al Criador las alabanzas y
cantar los himnos acostumbrados. Lleváronme a mi casa, de donde volví en breve al mismo puesto. Aquella misma tarde
hice conocimiento contigo y me prometiste lo que ahora va a finalizar.
LORENZO.- Pues esa misma tarde eché menos en casa (poco te importará lo que voy a decirte, pero para mí es el
asunto de más importancia), eché menos un mastín que suele acompañarme, y no pareció hasta el día siguiente. ¡Si
vieras qué ley me tiene! Suele entrarse conmigo en el templo, y mientras hago la sepultura, ni se aparta un instante de mí.
Mil veces, tardando en venir los entierros, le he solido dejar echado sobre mi capa, guardando la pala, el azadón y demás
trastos de mi oficio.
TEDIATO.- No prosigas, me basta lo dicho. Aquella tarde no se hizo el entierro. Te fuiste, el perro se durmió dentro del
hoyo mismo. Entrada ya la noche se despertó, nos encontramos solos él y yo en la iglesia (mira qué causa tan trivial para
un miedo tan fundado al parecer), no pudo salir entonces, y lo ejecutaría al abrir las puertas y salir el sol, lo que yo no
pude ver por causa de mi desmayo.
LORENZO.- Ya he empezado a alzar la losa de la tumba. Pesa infinito. ¡Si verás en ella a tu padre! Mucho cariño le
tienes cuando por verle pasas una noche tan dura... Pero ¡el amor de hijo! Mucho merece un padre.
TEDIATO.- ¡Un padre! ¿Por qué? Nos engendran por su gusto, nos crían por obligación, nos educan para que los
sirvamos, nos casan para perpetuar sus nombres, nos corrigen por caprichos, nos desheredan por injusticia, nos
abandonan por vicios suyos.
LORENZO.- Será tu madre... Mucho debemos a una madre.
TEDIATO.- Aún menos que al padre. Nos engendran también por su gusto, tal vez por su incontinencia. Nos niegan el
alimento de la leche, que Naturaleza las dio para este único y sagrado fin, nos vician con su mal ejemplo, nos sacrifican a
sus intereses, nos hurtan las caricias que nos deben y las depositan en un perro o en un pájaro.
LORENZO.- ¿Algún hermano tuyo te fue tan unido que vienes a visitar los huesos?
TEDIATO.- ¿Qué hermano conocerá la fuerza de esta voz? Un año más de edad, algunas letras de diferencia en el
nombre, igual esperanza de gozar un bien de dudoso derecho y otras cosas semejantes imprimen tal odio en los
hermanos que parecen fieras de distintas especies y no frutos de un vientre mismo.
LORENZO.- Ya caigo en lo que puede ser: aquí yace sin duda algún hijo que se te moriría en lo más tierno de su edad.
TEDIATO.- ¡Hijos! ¡Sucesión! Éste que antes era tesoro con que Naturaleza regalaba a sus favorecidos, es hoy un azote
con que no debiera castigar sino a los malvados. ¿Qué es un hijo? Sus primeros años..., un retrato horrendo de la miseria
humana. Enfermedad, flaqueza, estupidez, molestia y asco... Los siguientes años..., un dechado de los vicios de los
brutos, poseídos en más alto grado..., lujuria, gula, inobediencia... Más adelante, un pozo de horrores infernales...,
ambición, soberbia, envidia, codicia, venganza, traición y malignidad; pasando de ahí... Ya no se mira el hombre como
hermano de los otros, sino como a un ente supernumerario en el mundo. Créeme, Lorenzo, créeme. Tú sabrás cómo son
los muertos, pues son el objeto de tu trato...; yo sé lo que son los vivos... Entre ellos me hallo con demasiada frecuencia...
Éstos son..., no..., no hay otros; todos a cual peor... Yo sería peor que todos ellos si me hubiera dejado arrastrar de sus
ejemplos.
LORENZO.- ¡Qué cuadro el que pintas!
TEDIATO.- La Naturaleza es el original; no adulo, pero tampoco la agravio. No te canses, Lorenzo. Nada significan esas
voces que oyes de padre, madre, hermano, hijo y otras tales; y si significan el carácter que vemos en los que así se
llaman, no quiero ser ni tener hijo, hermano, padre, madre, ni me quiero a mí mismo, pues algo he de ser de todo esto.
LORENZO.- No me queda que preguntarte más que una cosa; y es, a saber, si buscas el cadáver de algún amigo.
TEDIATO.- ¿Amigo? ¿Eh? ¿Amigo? ¡Qué necio eres!
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LORENZO.- ¿Por qué?
TEDIATO.- Sí; necio eres, y mereces compasión, si crees que esa voz tenga el menor sentido. ¡Amigos! ¡Amistad! Esa
virtud sola haría feliz a todo el género humano. Desdichados son los hombres desde el día que la desterraron o que ella
los abandonó. Su falta es el origen de todas las turbulencias de la sociedad. Todos quieren parecer amigos; nadie lo es.
En los hombres, la apariencia de la amistad es lo que en las mujeres el afeite y composturas. Belleza fingida y
engañosa... Nieve que cubre un muladar... Darse las manos y rasgarse los corazones; ésta es la amistad que reina. No te
canses; no busco el cadáver de persona alguna de los que puedes juzgar. Ya no es cadáver.
LORENZO.- Pues si no es cadáver, ¿qué buscas? Acaso tu intento sería hurtar las alhajas del templo, que se guardan en
algún soterráneo, cuya puerta te se figura ser la losa que empiezo a levantar.
TEDIATO.- Tu inocencia te sirva de excusa. Queden en buena hora esas alhajas establecidas por la piedad y trabaja con
más brío.
LORENZO.- Ayúdame; mete esotro pico por allí y haz fuerza conmigo.
TEDIATO.- ¿Así?
LORENZO.- Sí, de este modo. Ya va en buen estado.
TEDIATO.- ¿Quién me diría dos meses ha que me había de ver en este oficio? Pasáronse más aprisa que el sueño,
dejándome tormento al despertar, desapareciéronse como humo que deja las llamas abajo y se pierde en el aire. ¿Qué
haces, Lorenzo?
LORENZO.- ¡Qué olor! ¡Qué peste sale de la tumba! No puedo más.
TEDIATO.- No me dejes; no me dejes, amigo. Yo solo no soy capaz de mantener esta piedra.
LORENZO.- La abertura que forma ya da lugar para que salgan esos gusanos que se ven con la luz de mi farol.
TEDIATO.- ¡Ay, qué veo! Todo mi pie derecho está cubierto de ellos. ¡Cuánta miseria me anuncian! En éstos, ¡ay!, ¡en
éstos se ha convertido tu carne! ¡De tus hermosos ojos se han engendrado estos vivientes asquerosos! ¡Tu pelo, que en
lo fuerte de mi pasión llamé mil veces no sólo más rubio, sino más precioso que el oro, ha producido esta podre! ¡Tus
blancas manos, tus labios amorosos se han vuelto materia y corrupción! ¡En qué estado estarán las tristes reliquias de tu
cadáver! ¡A qué sentido no ofenderá la misma que fue el hechizo de todos ellos!
LORENZO.- Vuelvo a ayudarte, pero me vuelca ese vapor... Ahora empieza. Más, más, más; ¿qué lloras? No pueden ser
sino lágrimas tuyas las gotas que me caen en las manos... ¡Sollozas! ¡No hablas! Respóndeme.
TEDIATO.- ¡Ay! ¡Ay!
LORENZO.- ¿Qué tienes? ¿Te desmayas?
TEDIATO.- No, Lorenzo.
LORENZO.- Pues habla. Ahora caigo en quién es la persona que se enterró aquí... ¿Eras pariente suyo? No dejes de
trabajar por eso. La losa está casi vencida, y por poco que ayudes, la volcaremos, según vemos. Ahora, ahora, ¡ay!
TEDIATO.- Las fuerzas me faltan.
LORENZO.- Perdimos lo adelantado.
TEDIATO.- Ha vuelto a caer.
LORENZO.- Y el sol va saliendo, de modo que estamos en peligro de que vayan viniendo las gentes y nos vean.
TEDIATO.- Ya han saludado al Criador algunas campanas de los vecinos templos en el toque matutino. Sin duda lo
habrán ya ejecutado los pájaros en los árboles con música más natural y más inocente y, por tanto, más digna. En fin, ya
se habrá desvanecido la noche. Sólo mi corazón aún permanece cubierto de densas y espantosas tinieblas. Para mí
nunca sale el sol. Las horas todas se pasan en igual oscuridad para mí. Cuantos objetos veo en lo que llaman día, son a
mi vista fantasmas, visiones y sombras cuando menos...; algunos son furias infernales.
Razón tienes. Podrán sorprendernos. Esconde ese pico y ese azadón. No me faltes mañana a la misma hora y en el
propio puesto. Tendrás menos miedo, menos tiempo se perderá. Vete, te voy siguiendo.
Objeto antiguo de mis delicias... ¡Hoy objeto de horror para cuantos te vean! Montón de huesos asquerosos... ¡En otros
tiempos conjunto de gracias! ¡Oh tú, ahora imagen de lo que yo seré en breve! Pronto volveré a tu tumba, te llevaré a mi
casa, descansarás en un lecho junto al mío; morirá mi cuerpo junto a ti, cadáver adorado, y expirando incendiaré mi
domicilio, y tú y yo nos volveremos ceniza en medio de las de la casa.
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Noche segunda
TEDIATO, la JUSTICIA y después un CARCELERO
Diálogo
TEDIATO.- ¡Qué triste me ha sido ese día! Igual a la noche más espantosa me ha llenado de pavor, tedio, aflicción y
pesadumbre. ¡Con qué dolor han visto mis ojos la luz del astro, a quien llaman benigno los que tienen el pecho menos
oprimido que yo! El sol, la criatura que dicen menos imperfecta imagen del Criador, ha sido objeto de mi melancolía. El
tiempo que ha tardado en llevar sus luces a otros climas me ha parecido tormento de duración eterna... ¡Triste de mí! Soy
el solo viviente a quien sus rayos no consuelan. Aun la noche, cuya tardanza me hacía tan insufrible la presencia del sol,
es menos gustosa, porque en algo se parece al día. No está tan oscura como yo quisiera. ¡La luna! ¡Ah, luna! Escóndete,
no mires en este puesto al más infeliz mortal.
¡Que no se hayan pasado más que dieciséis horas desde que dejé a Lorenzo! ¿Quién lo creyera? ¡Tales han sido para
mí! Llorar, gemir, delirar... Los ojos fijos en su retrato, las mejillas bañadas en lágrimas, las manos juntas pidiendo mi
muerte al cielo, las rodillas flaqueando bajo el peso de mi cuerpo, así desmayado; sólo un corto resuello me distinguía de
un cadáver. ¡Qué asustado quedó Virtelio, mi amigo, al entrar en mi cuarto y hallarme de esa manera! ¡Pobre Virtelio!
¡Cuánto trabajaste para hacerme tomar algún alimento! Ni fuerza en mis manos para tomar el pan, ni en mis brazos para
llevarlo a la boca, si alguna vez llegaba. ¡Cuán amargos son bocados mojados con lágrimas! Instante..., me mantuve
inmóvil. Se fue sin duda cansado... ¿Quién no se cansa de un amigo como yo, triste, enfermo, apartado del mundo, objeto
de la lástima de algunos, del menosprecio de otros, de la burla de muchos? ¡Qué mucho me dejase! Lo extraño es que
me mirase alguna vez. ¡Ah, Virtelio! ¡Virtelio! Pocos instantes más que hubieses permanecido mío, te hubieran dado fama
de amigo verdadero. Pero ¿de qué te serviría? Hiciste bien en dejarme; también te hubiera herido la mofa de los hombres.
Dejar a un amigo infeliz, conjurarte con la suerte contra un triste, aplaudir la inconstancia del mundo, imitar lo duro de las
entrañas comunes, acompañar con tu risa la risa universal, que es eco de los llantos de un mísero... Sigue, sigue... Éste
es el camino de la fortuna... Adelántate a los otros: admirarán tu talento. Yo le vi salir... Murmuraba de la flaqueza de mi
ánimo. La Naturaleza sin duda murmuraba de la dureza del suyo. Éste es el menos pérfido de todos mis amigos; otros ni
aun eso hicieron. Tediato se muere, dirían unos; otros repetirían: se muere Tediato. De mi vida y de mi muerte hablarían
como del tiempo bueno o malo suelen hablar los poderosos, no como los pobres a quien tanto importa el tiempo. La luz
del sol, que iba faltando, me sacó del letargo cruel. La tiniebla me traía el consuelo que arrebata a todo el mundo. Todo el
consuelo que siente toda la naturaleza al parecer el sol, le sentí todo junto al ponerse. Dije mil veces preparándome a
salir: bienvenida seas, noche, madre de delitos, destructora de la hermosura, imagen del caos de que salimos. Duplica tus
horrores; mientras más densas, más gustosas me serán tus tinieblas. No tomé alimento; no enjugué las lágrimas; púseme
el vestido más lúgubre; tomé este acero, que será..., ¡ay!, sí; será quien consuele de una vez todas mis cuitas. Vine a este
puesto; espero a Lorenzo.
Desengañado de las visiones y fantasmas, duendes, espíritus y sombras, me ayudará con firmeza a levantar la losa; haré
el robo... ¡El robo! ¡Ay! Era mía; sí, mía; yo, suyo. No, no, la agravio; me agravio: éramos uno. Su alma, ¿qué era sino la
mía? La mía, ¿qué era sino la suya? Pero ¿qué voces se oyen? Muere, muere, dice una de ellas. ¡Qué me matan!, dice
otra voz. Hacia mí vienen corriendo varios hombres. ¿Qué haré? ¿Qué veo? El uno cae herido al parecer... Los otros
huyen retrocediendo por donde han venido. Hasta mis plantas viene batallando con las ansias de la muerte. ¿Quién eres?
¿Quién eres? ¿Quiénes son los que te siguen? ¿No respondes? El torrente de sangre que arroja por boca y por herida
me mancha todo... Es muerto, ha expirado asido de mi pierna. Siento pasos a este otro lado. Mucha gente llega; el
aparato es de ser comitiva de la justicia.
JUSTICIA.- Pues aquí está el cadáver, y ese hombre está ensangrentado, tiene la espada en la mano, y con la otra
procura desasirse del muerto, parece indicar no ser otro el asesino. Prended a ese malvado. Ya sabéis lo importante de
este caso. El muerto es un personaje cuyas calidades no permiten el menor descuido de nuestra parte. Sabéis los
antecedentes de este asesinato que se proponían. Atadle. Desde esta noche te puedes contar por muerto, infame. Sí, ese
rostro, lo pálido de su semblante, su turbación, todo indica, o aumenta los indicios que ya tenemos... En breve tendrás
muerte ignominiosa y cruel.
TEDIATO.- Tanto más gustosa... Por extraño camino me concede el cielo lo que le pedí días ha con todas mis veras...
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2º Bachillerato 1415
JUSTICIA.- ¡Cuál se complace con su delito!
TEDIATO.- ¡Delito! Jamás le tuve. Si lo hubiera tenido, él mismo hubiera sido mi primer verdugo, lejos de complacerme
en él. Lo que me es gustosa es la muerte... Dádmela cuanto antes, si os merezco alguna misericordia. Si no sois tan
benigno, dejadme vivir; ése será mi mayor tormento. No obstante, si alguna caridad merece un hombre, que la pide a otro
hombre, dejadme un rato llegar más cerca de ese templo, no por valerme de su asilo, sino por ofrecer mi corazón a...
JUSTICIA.- Tu corazón en que engendras maldades.
TEDIATO.- No injuries a un infeliz; mátame sin afrentarme. Atormenta mi cuerpo, en quien tienes dominio, no insultes
una alma que tengo más noble..., un corazón más puro..., sí, más puro, más digna habitación del Ser Supremo, que el
mismo templo en que yo quería... Ya nada quiero... Haz lo que quieras de mí... No me preguntes quién soy, cómo vine
aquí, qué hacía, qué intentaba hacer, y apuren los verdugos sus crueldades en mí; las verás todas vencidas por mi fineza.
JUSTICIA.- Llevadle aprisa, no salgan al encuentro sus compañeros.
TEDIATO.- Jamás los tuve: ni en la maldad, porque jamás fui malo; ni en la bondad, porque ninguno me ha igualado en
lo bueno. Por eso soy el más infeliz de los hombres. Cargad más prisiones sobre mí. Ministros feroces: ligad más esos
cordeles con que me arrastráis cual víctima inocente. Y tú, que en ese templo quedas, únete a tu espíritu inmortal, que
exhalaste entre mis brazos, si lo permite quien puede, y ven a consolarme en la cárcel, o a desengañar a mis jueces.
Salga yo valeroso al suplicio o inocente al mundo. ¡Pero no! Agraviado o vindicado, muera yo, muera yo y en breve.
JUSTICIA.- Su delito le turba los sentidos; andemos, andemos.
TEDIATO.- ¿Estamos ya en la cárcel?
JUSTICIA.- Poco falta.
TEDIATO.- Quien encuentre la comitiva de la justicia llevando a un preso ensangrentado, pálido, mal vestido, cargado de
cadenas que le han puesto y de oprobios que le dicen, ¿qué dirá? Allá va un delincuente. Pronto lo veremos en el
patíbulo; su muerte será horrorosa, pero saludable espectáculo. ¡Viva la justicia! Castíguense los delitos. Arránquese de
la sociedad los que turben su quietud. De la muerte de un malvado se asegura la vida de muchos buenos. Así irán
diciendo de mí; así irán diciendo. En vano les diría mi inocencia. No me creerían; si la jurara, me llamarían perjuro sobre
malvado. Tomaría por testigos de mi virtud a esos astros; darían su giro sin cuidarse del virtuoso que padece ni del inicuo
que triunfa.
JUSTICIA.- Ya estamos en la cárcel.
TEDIATO.- Sepulcro de vivos, morada de horror, triste descanso en el camino del suplicio, depósito de malhechores,
abre tus puertas; recibe a este infeliz.
JUSTICIA.- Este hombre quede asegurado; nadie le hable. Ponedle en el calabozo más apartado y seguro; doblad el
número y peso de los grillos acostumbrados. Los indicios que hay contra él son casi evidentes. Mañana se le examinará.
Prepáresele el tormento por si es tan obstinado como inicuo. Eres responsable de este preso, tú, carcelero. Te aconsejo
que no le pierdas de vista. Mira que la menor compasión que para con él puedes tener es tu perdición.
CARCELERO.- Compasión yo, ¿de quién? ¿De un preso que se me encarga? No me conocéis. Años ha que soy
carcelero, y en el discurso de ese tiempo he guardado los presos que he tenido como si guardara fieras en las jaulas.
Pocas palabras, menos alimento, ninguna lástima, mucha dureza, mayor castigo y continua amenaza. Así me temen. Mi
voz entre las paredes de esta cárcel es como el trueno entre montes. Asombra a cuantos la oyen. He visto llegar
facinerosos de todas las provincias, hombres a quienes los dientes y las canas habían salido entre muertes y robos... Los
soldados, al entregármelos, se aplaudían más que de una batalla que hubiesen ganado. Se alegraban de dejarlos en mis
manos más que si de ellas sacaran el más precioso saqueo de una plaza sitiada muchos meses; y todo esto no
obstante..., a pocas horas de estar bajo mi dominio han temblado los hombres más atroces.
JUSTICIA.- Pues ya queda asegurado; adiós otra vez.
CARCELERO.- Sí, sí; grillos, cadenas, esposas, cepo, argolla, todo le sujetará.
TEDIATO.- Y más que todo mi inocencia.
CARCELERO.- Delante de mí no se habla; y si el castigo no basta a cerrarte la boca, mordazas hay.
TEDIATO.- Haz lo que quieras; no abriré mis labios. Pero la voz de mi corazón..., aquella voz que penetra el firmamento,
¿cómo me privarás de ella?
CARCELERO.- Éste es el calabozo destinado para ti. En breve volveré.
TEDIATO.- No me espantan sus tinieblas, su frío, su humedad, su hediondez; no el ruido que han hecho los cerrojos de
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Antología de textos
2º Bachillerato 1415
esa puerta, no el peso de mis cadenas. Peor habitación ocupa ahora... ¡Ay, Lorenzo! Habrás ido al señalado puesto, no
me habrás hallado. ¡Qué habrás juzgado de mí! Acaso creerás que miedo, inconstancia... ¡Ay! No, Lorenzo; nada de este
mundo ni del otro me parece espantoso, y constancia no me puede faltar, cuando no me ha faltado ya sobre la muerte de
quien vimos ayer cadáver medio corrompido. Me acometieron mil desdichas: ingratitud de mis amigos, enfermedad,
pobreza, odio de poderosos, envidia de iguales, mofa de parte de mis inferiores... La primera vez que dormí, figuróseme
que veía el fantasma que llaman fortuna. Cual suele pintarse la muerte con una guadaña que despuebla el universo, tenía
la fortuna una vara con que volvía a todo el globo. Tenía levantado el brazo contra mí. Alcé la frente, la miré. Ella se irritó;
o me sonreí, y me dormí; segunda vez se venga de mi desprecio. Me pone, siendo yo justo y bueno, entre facinerosos
hoy; mañana tal vez entre las manos del verdugo; éste me dejará entre los brazos de la muerte. ¡Oh muerte!, ¿por qué
dejas que te llamen daño, el mayor de ellos, el último de todos? ¡Tú, daño! Quien así lo diga, no ha pasado lo que yo.
¡Qué voces oigo (¡ay!) en el calabozo inmediato! Sin duda hablan de morir. ¡Lloran! ¡Van a morir, y lloran! ¡Qué delirio!
Oigamos lo que dice el mísero insensato que teme burlar de una vez todas sus miserias. No, no escuchemos. Indignas
voces de oírse son las que articula el miedo al aparato de la muerte.
¡Ánimo, ánimo, compañero! Si mueres dentro del breve plazo que te señalan, poco tiempo estarás expuesto a la tiranía,
envidia, orgullo, venganza, desprecio, traición, ingratitud... Esto es lo que dejas en el mundo. Envidiables delicias dejas
por cierto a los que se queden en él; te envidio el tiempo que me ganas; el tiempo que tardaré en seguirte.
Ha callado el que sollozaba, y también dos voces que le acompañaban, una hablándole de... Sin duda fue ejecución
secreta. ¿Si se llegarán ahora los ejecutores a mí? ¡Qué gozo! Ya se disipan todas las tinieblas de mi alma. Ven, muerte,
con todo tu séquito. Sí, ábrase esa puerta; entren los verdugos feroces manchados aún con la sangre que acaban de
derramar a una vara de mí. Si el ser infeliz es culpa, ninguno más reo que yo. ¡Qué silencio tan espantoso ha sucedido a
los suspiros del moribundo! Las pisadas de los que salen de su calabozo, las voces bajas con que se hablan, el ruido de
las cadenas que sin duda han quitado al cadáver, el ruido de la puerta estremece lo sensible de mi corazón, no obstante
lo fuerte de mi espíritu. Frágil habitación de una alma superior a todo lo que Naturaleza puede ofrecer, ¿por qué tiemblas?
¿Ha de horrorizarme lo que desprecio? ¡Si será sueño esta debilidad que siento! Los ojos se me cierran, no obstante la
debilidad que en ellos ha dejado el llanto. Sí; reclínome. Agradable concurso, música deliciosa, espléndida mesa, delicado
lecho, gustoso sueño encantarán a estas horas a alguno en el tropel del mundo. No se envanezca, lo mismo tuve yo; y
ahora... una piedra es mi cabecera, una tabla mi cama, insectos mi compañía. Durmamos. Quizá me despertará una voz
que me diga. Ven al tormento; u otra que me diga: Ven al suplicio. Durmamos. ¡Cielos! Si el sueño es imagen de la
muerte... ¡Ay! Durmamos.
¡Qué pasos siento! Una corta luz parece que entra por los resquicios de la puerta. La abren; es el carcelero, y le siguen
dos hombres. ¿Qué queréis? ¿Llegó por fin la hora inmediata a la de mi muerte? ¡Me la vais a anunciar con semblante de
debilidad y compasión o con rostro de entereza y dominio!
CARCELERO.- Muy diferente es el objeto de nuestra venida. Cuando me aparté de ti, juzgué que a mi vuelta te llevarían
al tormento, para que en él declarases los cómplices del asesinato que se te atribuía; pero se han descubierto los autores
y ejecutores de aquel delito. Vengo con orden de soltarte. Ea, quítenle las cadenas y grillos: libre estás.
TEDIATO.- Ni aun en la cárcel puedo gozar del reposo que ella me ofrece en medio de sus horrores. Ya iba yo
acomodando los cansados miembros de mi cuerpo sobre esta tarima, ya iba tolerando mi cabeza lo duro de esa piedra, y
me vienes a despertar, ¿y para qué? Para decirme que no he de morir. Ahora sí que turbas mi reposo... Me vuelves a
arrojar otra vez al mundo, al mundo de donde se ausentó lo poco bueno que había en él. ¡Ay! Decidme, ¿es de día?
CARCELERO.- Aún faltará una hora de noche.
TEDIATO.- Pues voyme. Con tantas contingencias como ofrece la suerte, ¿qué sé yo si mañana nos volveremos a ver?
CARCELERO.- Adiós.
TEDIATO.- Adiós. Una hora de noche aún falta. ¡Ay! Si Lorenzo estuviese en el paraje de la cita, tendríamos tiempo para
concluir nuestra empresa; se habrá cansado de esperarme.
Mañana, ¿dónde le hallaré? No sé su casa. Acudir al templo parece más seguro. Pasareme ahora por el atrio. ¡Noche!,
dilata tu duración; importa poco que te esperen con impaciencia el caminante para continuar su viaje y el labrador para
seguir su tarea. Domina, noche, domina, y más y más sobre un mundo que por sus delitos se ha hecho indigno del sol.
Quede aquel astro alumbrando a hombres mejores que los de estos climas. Mientras más dure tu oscuridad, más tiempo
tendré de cumplir la promesa que hice al cadáver encima de su tumba, en medio de otros sepulcros, al pie de los altares y
bajo la bóveda sagrada del templo. Si hay alguna cosa más santa en la tierra, por ella juro no apartarme de mi intento; si a
ello faltase yo, si a ello faltase... ¿Cómo había de faltar?
Aquella luz que descubro será..., será acaso la que arde alumbrando a una imagen que está fija en la pared exterior del
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templo. Adelantemos el paso. Corazón, esfuérzate, o saldrás en breve victorioso de tanto susto, cansancio, terror,
espanto y dolor, o en breve dejarás de palpitar en ese miserable pecho. Sí, aquélla es la luz; el aire la hace temblar de
modo que tal vez se apagará antes que yo llegue a ella. Pero ¿por eso he de temer la oscuridad? Antes debe serme más
gustosa. Las tinieblas son mi alimento. El pie siente algún obstáculo... ¿Qué será? Tentemos. Un bulto, y bulto de
hombre. ¿Quién es? Parece como que sale de un sueño. ¡Amigo! ¿Quién es? Si eres algún mendigo necesitado que de
flaqueza has caído, y duermes en la calle por faltarte casa en que recogerte y fuerzas para llegarte a un hospital,
sígueme; mi casa será tuya; no te espanten tus desdichas; muchas y grandes serán, pero te habla quien las pasa
mayores. Respóndeme, amigo... Desahóguese en mi pecho el tuyo; tristes como tú busco yo; sólo me conviene la
compañía de los míseros; harto tiempo viví con los felices. Tratar con el hombre en la prosperidad es tratarle fuera del
mismo. Cuando está cargado de penas, entonces está cual es: cual Naturaleza lo entrega a la vida, y cual la vida le
entregará a la muerte; cual fueron sus padres, y cuales serán sus hijos. Amigo, ¿no respondes? Parece joven de corta
edad. Niño, ¿quién eres? ¿Cómo has venido aquí?
NIÑO.- ¡Ay, ay, ay!
TEDIATO.- No llores; no quiero hacerte mal. Dime, ¿quién eres? ¿Dónde viven tus padres? ¿Sabes tu nombre? ¿Y el de
la calle en que vives?
NIÑO.- Yo soy... Mire usted... Vivo... Venga usted conmigo para que mi padre no me castigue. Me mandó quedar aquí
hasta las dos, y ver si pasaba alguno por aquí muchas veces, y que fuera a llamarle. Me he quedado dormido.
TEDIATO.- Pues no temas; dame la manita, toma ese pedazo de pan que me he hallado, no sé cómo, en el bolsillo y
llévame a casa de tu padre.
NIÑO.- No está lejos.
TEDIATO.- ¿Cómo se llama tu padre? ¿Qué oficio tiene? ¿Tienes madre y hermanos? ¿Cuántos años tienes tú y cómo
te llamas?
NIÑO.- Me llamo Lorenzo, como mi padre. Mi abuelo murió esta mañana. Tengo ocho años, y seis hermanos más chicos
que yo. Mi madre acaba de morir de sobreparto. Dos hermanos tengo muy malos con viruelas, otro está en el hospital, mi
hermana se desapareció desde ayer de casa. Mi padre no ha comido en todo hoy un bocado de la pesadumbre.
TEDIATO.- ¿Lorenzo dices que se llama tu padre?
NIÑO.- Sí, señor.
TEDIATO.- ¿Y qué oficio tiene?
NIÑO.- No sé cómo se llama.
TEDIATO.- Explícame lo que es.
NIÑO.- Cuando uno se muere, y lo llevan a la iglesia, mi padre es quien...
TEDIATO.- Ya te entiendo; sepulturero, ¿no es verdad?
NIÑO.- Creo que sí, pero aquí estamos ya en casa.
TEDIATO.- Pues llama, y recio.
SEPULTURERO.- ¿Quién es?
NIÑO.- Abra usted, padre; soy yo y un señor.
SEPULTURERO.- ¿Quién viene contigo?
TEDIATO.- Abre, que soy yo.
SEPULTURERO.- Ya conozco la voz. Ahora bajaré a abrir.
TEDIATO.- ¡Qué poco me esperabas aquí! Tu hijo te dirá dónde le he hallado. Me ha contado el estado de tu familia.
Mañana nos veremos en el mismo puesto para proseguir nuestro intento, y te diré por qué no nos hemos visto esta noche
hasta ahora. Te compadezco tanto como a mí mismo, Lorenzo, pues la suerte te ha dado tanta miseria y te la multiplica
en tus deplorables hijos... Eres sepulturero... Haz un hoyo muy grande, entiérralos todos ellos vivos, y sepúltate con ellos.
Sobre tu losa me mataré y moriré diciendo: Aquí yacen unos niños tan felices ahora como eran infelices poco ha, y dos
hombres, los más míseros del mundo.
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Noche tercera
TEDIATO y el SEPULTURERO
Diálogo
TEDIATO.- Aquí me tienes, fortuna, tercera vez expuesto a tus caprichos. Pero ¿quién no lo está? ¿Dónde, cuándo,
cómo sale el hombre de tu imperio? Virtud, valor, prudencia, todo lo atropellas. No está más seguro de tu rigor el
poderoso en su trono, el sabio en su estudio, que el mendigo en su muladar, que yo en esta esquina lleno de aflicciones,
privado de bienes, con mil enemigos por fuera y un tormento interior, capaz por sí solo de llenarme de horrores, aunque
todo el orbe procura mi felicidad.
¿Si será esta noche la que ponga fin a mis males? La primera, ¿de qué me sirvió? Truenos, relámpagos, conversación
con un ente que apenas tenía la figura humana, sepulcros, gusanos y motivos de cebar mi tristeza en los delitos y
flaqueza de los hombres. Si más hubiera sido mi mansión al pie de la sepultura, ¿cuál sería el éxito de mi temeridad? Al
acudir al templo el concurso religioso, y hallarme en aquel estado, creyendo que... ¿Qué hubieran creído? Gritarían:
Muera ese bárbaro que viene a profanar el templo con molestia de los difuntos y desacato a quien los crió.
La segunda noche.... ¡ay!, vuelve a correr mi sangre por las venas con la misma turbación que anoche. Si no has de
volver a mi memoria para mi total aniquilación, huye de ella, ¡oh, noche infausta! Asesinato, calumnia, oprobios, cárcel,
grillos, cadenas, verdugos, muerte y gemidos... Por no sentir mi último aliento, huya de mí un instante la tristeza; pero
apenas se me concede gozar el aire, que está libre para las aves y brutos, cuando me vuelve a cubrir con su velo la
desesperación. ¿Qué vi? Un padre de familias, pobre, con su mujer moribunda, hijos parvulillos y enfermos, uno perdido,
otro muerto aun antes de nacer, y que mata a su madre aun antes de que ésta le acabe de producir. ¿Qué más vi? ¡Qué
corazón el mío, qué inhumano, si no se partió al ver tal espectáculo!... Excusa tiene... Mayores son sus propios males, y
aún subsiste. ¡Oh Lorenzo! ¡Oh! Vuélveme a la cárcel, Ser Supremo, si sólo me sacaste de ella para que viese tal miseria
en las criaturas.
Esta noche, ¿cuál será? ¡Lorenzo, Lorenzo infeliz! Ven, si ya no te detiene la muerte de tu padre, la de tu mujer, la
enfermedad de tus hijos, la pérdida de tu hija, tu misma flaqueza. Ven: hallarás en mí un desdichado que padece no sólo
sus infortunios propios, sino los de todos los infelices a quienes conoce, mirándolos a todos como hermanos; ninguno lo
es más que tú. ¿Qué importa que nacieras en la mayor miseria y yo en cuna más delicada? Hermanos nos hace un
superior destino, corrigiendo los caprichos de la suerte que divide en arbitrarias clases a los que somos de una misma
especie: todos lloramos..., todos enfermamos..., todos morimos.
El mismo horroroso conjunto de cosas de la noche antepasada vuelve a herir mi vista con aquella dulce melancolía...
Aquel que allí viene es Lorenzo... Sí, Lorenzo. ¡Qué rostro! Siglos parece haber envejecido en pocas horas; tal es el
objeto del pesar, semejante al que produce la alegría o destruye nuestra débil máquina en el momento que la hiere o la
debilita para siempre al herirnos en un instante.
LORENZO.- ¿Quién eres?
TEDIATO.- Soy el mismo a quien buscas... El cielo te guarde.
LORENZO.- ¿Para qué? ¿Para pasar cincuenta años de vida como la que he pasado lleno de infortunios..., y cuando
apenas tengo fuerzas para ganar un triste alimento... hallarme con tantas nuevas desgracias en mi mísera familia,
expuesta toda a morir con su padre en las más espantosas infelicidades? Amigo, si para eso deseas que me guarde el
cielo, ¡ah!, pídele que me destruya.
TEDIATO.- El gusto de favorecer a un amigo debe hacerte la vida apreciable, si se conjuraran en hacértela odiosa todas
las calamidades que pasas. Nadie es infeliz si puede hacer a otro dichoso. Y, amigo, más bienes dependen de tu mano
que de la magnificencia de todos los reyes. Si fueras emperador de medio mundo..., con el imperio de todo el universo,
¿qué podrías darme que me hiciese feliz? ¿Empleos, dignidades, rentas? Otros tantos motivos para mi propia inquietud y
para la malicia ajena. Sembrarías en mi pecho zozobras, recelos, cuidados, tal vez ambición y codicia..., y en los de mis
amigos..., envidia. No te deseo con corona y cetro para mi bien... Más contribuirás a mi dicha con ese pico, ese azadón...,
viles instrumentos a otros ojos..., venerables a los míos... Andemos, amigo, andemos.
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Gustavo Adolfo Bécquer
El rayo de luna (Leyenda de Soria)
Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su
fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas
mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que, a los que
nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerlos un rato.
Era noble; había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera
hecho levantar la cabeza un instante, ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última carta
de un trovador.
Los que quisieran encontrarlo no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros
domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones y los soldados se entretenían los días de reposo en
afilar el hierro de su maza contra una piedra.
-¿Dónde está Manrique? ¿Dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.
-No sabemos -respondían sus servidores-; acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña; sentado al borde
de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente,
mirando correr una tras otra las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y
entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que
cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el
mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener
sombra porque su sombra no lo siguiese a todas partes.
Amaba la soledad porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado
por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, porque Manrique era poeta, ¡tanto, que
nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al
escribirlos!
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos
de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las
llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel, junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos
fijos en la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago vivían unas
mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o cantaban y se reían en el
monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio, intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas imaginaba percibir formas o
escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras inteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era
rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar, como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el
cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas, que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras
preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio exclamaba:
-Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es
verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las
mujeres de esas regiones luminosas! Y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas... ¿Cómo será su hermosura?...
¿Cómo será su amor?
Sobre el Duero, que pasa lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que
conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta
margen del río.
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En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero
aún quedaban en pie restos de los anchos torreones de sus muros; aún se veían, como en parte se ven hoy,
cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de
sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.
En los huertos y en los jardines cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la
vegetación, abandonada de sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la
mutilase, creyendo embellecerla.
Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; y las sombrías calles de
álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las
ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en los trozos de fábrica, próxima a desplomarse, el
jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose
como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y
serena en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló
un momento la negra silueta de la ciudad que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras
arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.
La medianoche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del
cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero,
Manrique exhaló un grito, un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca que flotó un momento y desapareció en la
oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje,
en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio... ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique-;
y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.
Llegó al punto en que había visto perderse, entre la espesura de las ramas, a la mujer misteriosa. Había
desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como
una claridad o una forma blanca que se movía.
-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando
con las manos las redes de piedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó, rompiendo por
entre la maleza y las plantas parásitas, hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie!
¡Ah!... Por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje,
que arrastra por el suelo y roza en los arbustos -y corría, y corría como un loco, de aquí para allá, y no la veía-. Pero
siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez-; creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento, que
suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no
hay duda: va por ahí, ha hablado..., ha hablado... ¿En qué idioma? No sé; pero es una lengua extranjera...
Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla: ya notando que las ramas por
entre las cuales había desaparecido se movían, ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus breves pies;
luego, firmemente persuadido de que un perfume especial, que aspiraba a intervalos, era un aroma perteneciente a
aquella mujer que se burlaba de él complaciéndose en huirlo por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!
Vagó algunas horas de un lado a otro, fuera de sí, parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores
precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordeaban la margen del río, llegó al fin al pie de las
rocas sobre las que se eleva la ermita de San Saturio.
-Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó,
trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubren la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero, que se retuerce a
sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.
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Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un
punto, no pudo contener una blasfemia. La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí
una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en
los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con
la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarlo para correr, y
desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacía el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó,
jadeante y cubierto de sudor, a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio
entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas
aguas se retrataban sus pardas almenas.
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso
nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en
la población y, dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas,
silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el
relincho de corcel que piafando hacía sonar la cadena que lo sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona
que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto; otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus
espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio a otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra; oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una
indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio se
veía un rayo de luz templada y suave, que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se
reflejaba en el negruzco y agrietado paredón de la casa de enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja y sin apartar un punto sus ojos de la
ventana gótica-; aquí vive... Ella entró por el postigo de San Saturio... Por el postigo de San Saturio se viene a este
barrio... En este barrio hay una casa donde, pasada la medianoche, aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién, sino
ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a esas horas?... No hay más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba
frente a la ventana gótica; de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daban entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían
esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo.
Un escudero apareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al
bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.
Verlo Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo?
Responde, animal -ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el
cual, después de mirarlo un buen espacio de tiempo con los ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz
entrecortada por la sorpresa:
-En esta casa vive el muy honrado señor don Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que,
herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
-Pero, ¿y su hija? -interrumpió el joven, impaciente-. ¿Y su hija, o su hermana, o su esposa, o lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!... Pues, ¿quién duerme allí, en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor don Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que
amanece.
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Antología de textos
2º Bachillerato 1415
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas
palabras.
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?
Eso es lo que no podré decir...; pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a
oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo.
Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y
día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles
palabras. ¿Qué dijo?... ¿Qué dijo?... ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso...; pero aun sin saberlo, la
encontraré...; la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido
inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que
he gastado más de veinte doblas de oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San
Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la
Colegiata, una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus
holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa...; yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla
excederá seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los
ojos de ese color...; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí..., no hay duda: azules deben de ser, azules son
seguramente, y sus cabellos, negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella
noche, al par que su traje, y eran negros...; no me engaño, no, eran negros.
¡Y qué bien hacen unos ojos azules muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una
mujer alta...; porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos
ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito!
¡Su voz!... Su voz la he oído...; su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar
acompasado y majestuoso como las cadencias de una música. Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso
de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta de lo que yo gusto, que odia lo que yo odio,
que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al
encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas
las facultades de mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo,
amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas en el
silencio de la noche?
Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de don Antonio de Valdecuellos desengañó al iluso
Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad
desvanecía con un soplo; dos meses durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo
absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando, después de
atravesar, absorto en estas ideas, el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las
intrincadas sendas de sus jardines.
La noche estaba serena y hermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba
con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas...
Estaba desierto.
Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella,
cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños,
de la mujer que ya amaba como un loco.
Corre, corre en su busca; llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados
ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va
creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una
carcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible.
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Antología de textos
2º Bachillerato 1415
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos; pero había brillado a sus pies un instante,
no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el
viento movía las ramas.
...
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial, junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil
casi, y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre
ni a los consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla-. ¿Por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una
mujer a quien ames, y amándote pueda hacerte feliz?
-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.
-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos-. Os vestís de hierro de pies a cabeza;
mandáis desplegar al aire vuestro pendón de rico hombre, y marchamos a la guerra. En la guerra se encuentra la
gloria.
-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto Mosén Arnaldo, el trovador provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven, incorporándose colérico en su sitial-. No quiero nada...; es decir, sí quiero: quiero que
me dejéis solo... Cantigas..., mujeres..., glorias..., felicidad..., mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en
nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para
encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había
hecho era recuperar el juicio.
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Antología de textos
2º Bachillerato 1415
El monte de las ánimas (Leyenda de Soria)
La Noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas. Su tañido monótono y eterno me
trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada la imaginación es un caballo que se desboca y al que no
sirve tirarlo de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca, no le hará mucho efecto a los
lectores de El Contemporáneo. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la
cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire de la noche.
Sea de ello lo que quiera, allá va, como el caballo de copas.
-Atad los perros, haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores y demos la vuelta a la ciudad. La
noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus
madrigueras, pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los
difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima. Tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde
muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos. Los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus
magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían a la comitiva a bastante
distancia. Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río.
Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas
tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla,
que así hubieran solos sabido defenderla corno solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa
Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían
acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres.
Los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los
clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue a parte a detener a los
unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No
se acordaron de ella las fieras. Antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus
hijos. Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres. Los lobos, a
quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte,
maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo
monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que
cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos,
envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los
ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos. Y al otro día se han visto
impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria lo llamamos el Monte
de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la
ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se
perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel
despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre
conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, y
absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las
azules pupilas de Beatriz.
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Antología de textos
2º Bachillerato 1415
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos temerosos, en que los espectros y los aparecidos
representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido
monótono y triste.
-Hermosa prima exclamó, al fin, Alonso, rompiendo el largo silencio en que se encontraban, Pronto vamos a
separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos
sencillos y patriarcales, sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano
señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de
sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la Corte francesa, donde hasta aquí has vivido se apresuró a añadir el joven. De un modo
o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te
acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta
tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre
tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó
al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo contestó la hermosa, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un
día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las
manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven que, después de serenarse,
dijo con tristeza:
-Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes.
¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de
brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de
las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a reanudarse de este modo:
-Y antes que concluya el día de Todos los Santos en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu
voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un
relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico:
-¿Por qué no? -exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho, como para buscar alguna cosa entre los
pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro, y después, con una infantil expresión de sentimiento,
añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que no sé qué emblema de su color me dijiste que era
la divisa de tu alma?
-Sí.
-¡Pues... se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
-¡Se ha perdido! ¿Y dónde? -preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de
temor y esperanza.
-No sé... En el monte acaso.
-¡En el Monte de las Animas! -murmuró, palideciendo y dejándose caer sobre el sitial. ¡En el Monte de las Ánimas! luego prosiguió, con voz entrecortada y sorda-: Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces. En la ciudad, en toda
Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis
ascendientes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor
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Antología de textos
2º Bachillerato 1415
hereditario de mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo
conozco sus guaridas y sus costumbres, y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en
batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría
gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche..., ¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas
doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus
amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, cuya sola vista puede helar de
terror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarlo en el torbellino de su fantástica carrera
como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que, cuando hubo concluido,
exclamó en un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando
chispas de mil colores.
-¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de
Difuntos y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su
amarga ironía; movido como por un resorte se puso en pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el
miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba
aún inclinada sobre el hogar, entreteniéndose en revolver el fuego:
-Adiós, Beatriz, adiós, Hasta pronto.
-¡Alonso, Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerlo, el joven había
desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante
expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía,
que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y
las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
Había pasado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar, cuando Beatriz se retiró a su oratorio.
Alonso no volvía, no volvía, y, a querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven, cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de
haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya
no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño
inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de las campanas, lentas, sordas,
tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por
una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo-, y poniéndose la mano sobre su corazón procuró tranquilizarse.
Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes
con chirrido agudo, prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por
su orden; éstas con un ruido sordo y grave, y aquellas con un lamento largo y crispador. Después, un silencio; un
silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; lejanos ladridos de perros, voces confusas,
palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que arrastran, suspiros que se ahogan,
respiraciones fatigosas, que casi se siente, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que
no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos
diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.
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Antología de textos
2º Bachillerato 1415
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas las
direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad de las sombras impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho. ¿Soy yo tan
miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír una conseja de
aparecidos?
Y cerrando los ojos, intentó dormir...: pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a
incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta
habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era
sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se
acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y
rebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los
ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, y otras
distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la
aurora. Vuelta de su temor entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y
de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, tendió una mirada
serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su
cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto,
sangrienta y desgarrada, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a notificarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que por la
mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Animas, la encontraron inmóvil;
asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca,
blancos los labios, rígidos los miembros, muerta, ¡muerta de horror!
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de Difuntos sin poder salir
del Monte de las Animas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas terribles. Entre
otras, se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio
de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles,
perseguir como a una fiera a una mujer hermosa y pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos,
y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
Antología de textos
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Gustavo Adolfo Bécquer
Rimas
II
Saeta que voladora
cruza, arrojada al azar,
y que no se sabe dónde
temblando se clavará;
hoja que del árbol seca
arrebata el vendaval,
sin que nadie acierte el surco
donde al polvo volverá;
VII
Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueña tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo
veíase el arpa.
¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!
—¡Ay! —pensé—; ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz, como Lázaro, espera
que le diga: «¡Levántate y anda!».
LII
Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!
Ráfagas de huracán que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrado en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!
Nubes de tempestad que rompe el rayo
y en fuego encienden las sangrientas orlas,
arrebatado entre la niebla oscura,
¡llevadme con vosotras!
Llevadme por piedad a donde el vértigo
con la razón me arranque la memoria.
¡Por piedad!, ¡tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!
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Antología de textos
LIII
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
¡esas... no volverán!
Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.
Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
¡esas... no volverán!
Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido...; desengáñate,
¡así... no te querrán!
LXVI
¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
de los senderos busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura,
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.
¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas.
En donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.
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Antología de textos
2º Bachillerato 1415
José de Espronceda, La canción del pirata
Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, El Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.
La luna en el mar riela
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Istambul:
Navega, velero mío
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.
Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
Allá; muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo aquí; tengo por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.
Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pechos mi valor.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
A la voz de "¡barco viene!"
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.
En las presas
yo divido
lo cogido
por igual;
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna antena,
quizá; en su propio navío
Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.
Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
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Antología de textos
2º Bachillerato 1415
José de Espronceda, A Jarifa, en una orgía
Trae, Jarifa, trae tu mano,
ven y pósala en mi frente,
que en un mar de lava hirviente
mi cabeza siento arder.
Ven y junta con mis labios
esos labios que me irritan,
donde aún los besos palpitan
de tus amantes de ayer.
¿Qué la virtud, la pureza?
¿qué la verdad y el cariño?
Mentida ilusión de niño,
que halagó mi juventud.
Dadme vino: en él se ahoguen
mis recuerdos; aturdida
sin sentir huya la vida;
paz me traiga el ataúd.
El sudor mi rostro quema,
y en ardiente sangre rojos
brillan inciertos mis ojos,
se me salta el corazón.
Huye, mujer; te detesto,
siento tu mano en la mía,
y tu mano siento fría,
y tus besos hielos son.
¡Siempre igual! Necias mujeres,
inventad otras caricias,
otro mundo, otras delicias,
o maldito sea el placer.
Vuestros besos son mentira,
mentira vuestra ternura:
es fealdad vuestra hermosura,
vuestro gozo es padecer.
Yo quiero amor, quiero gloria,
quiero un deleite divino,
como en mi mente imagino,
como en el mundo no hay;
y es la luz de aquel lucero
que engañó mi fantasía,
fuego fatuo, falso guía
que errante y ciego me tray.
¿Por qué aún fingirme amores y placeres
que cierto estoy de que serán mentira?
¿Por qué en pos de fantásticas mujeres
necio tal vez mi corazón delira,
si luego, en vez de prados y de flores,
halla desiertos áridos y abrojos,
y en sus sandios o lúbricos amores
fastidio sólo encontrará y enojos?
Yo me arrojé cual rápido cometa,
en alas de mi ardiente fantasía:
doquier mi arrebatada mente inquieta,
dichas y triunfos encontrar creía.
Yo me lancé con atrevido vuelo
fuera del mundo en la región etérea,
y hallé la duda, y el radiante cielo
vi convertirse en ilusión aérea.
Luego en la tierra la virtud, la gloria,
busqué con ansia y delirante amor,
y hediondo polvo y deleznable escoria
mi fatigado espíritu encontró.
Mujeres vi de virginal limpieza
entre albas nubes de celeste lumbre;
yo las toqué, y en humo su pureza
trocarse vi, y en lodo y podredumbre.
Y encontré mi ilusión desvanecida
y eterno e insaciable mi deseo:
palpé la realidad y odié la vida;
sólo en la paz de los sepulcros creo.
Y busco aún y busco codicioso,
y aún deleites el alma finge y quiere:
pregunto y un acento pavoroso
«¡Ay! me responde, desespera y muere.
Muere, infeliz: la vida es un tormento,
un engaño el placer; no hay en la tierra
paz para ti, ni dicha, ni contento,
sino eterna ambición y eterna guerra.
¿Por qué murió para el placer mi alma,
y vive aún para el dolor impío?
¿Por qué si yazgo en indolente calma,
siento, en lugar de paz, árido hastío?
Que así castiga Dios el alma osada,
que aspira loca, en su delirio insano,
de la verdad para el mortal velada
a descubrir el insondable arcano.»
¿Por qué este inquieto, abrasador deseo?
¿Por qué este sentimiento extraño y vago,
que yo mismo conozco un devaneo,
y busco aún su seductor halago?
¡Oh! cesa; no, yo no quiero
ver más, ni saber ya nada:
harta mi alma y postrada,
sólo anhela descansar.
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Antología de textos
En mí muera el sentimiento,
pues ya murió mi ventura,
ni el placer ni la tristura
vuelvan mi pecho a turbar.
Pasad, pasad en óptica ilusoria
y otras jóvenes almas engañad:
nacaradas imágenes de gloria,
coronas de oro y de laurel, pasad.
Pasad, pasad mujeres voluptuosas,
con danza y algazara en confusión;
pasad como visiones vaporosas
sin conmover ni herir mi corazón.
2º Bachillerato 1415
Y aturdan mi revuelta fantasía
los brindis y el estruendo del festín,
y huya la noche y me sorprenda el día
en un letargo estúpido y sin fin.
Ven, Jarifa; tú has sufrido
como yo; tú nunca lloras;
mas ¡ay triste! que no ignoras
cuán amarga es mi aflicción.
Una misma es nuestra pena,
en vano el llanto contienes...
Tú también, como yo, tienes
desgarrado el corazón.
Leopoldo Alas Clarín - Adiós Cordera
¡Eran tres, siempre los tres!: Rosa, Pinín y la Cordera.
El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta
abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón.
Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres
paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso,
temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el
poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo
lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y
trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las
jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado le acometía un pánico
de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo
del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos
que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces
intensas como las del diapasón, que aplicado al oído parece que quema con su vertiginoso latir, eran para
Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo
ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían
a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo,
por su timbre y su misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que relativamente, de edad también
mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo
del telégrafo como lo que era para ella efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera
para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía
aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y
tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera
profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de
parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los juegos de los pastorcitos encargados de Ilindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría
al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase,
no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de
meter!
Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en
levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y después sentarse
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Antología de textos
2º Bachillerato 1415
sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, y todo lo demás
aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.
"El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante… ¡todo eso estaba tan lejos!"
Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera
vez que la Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por
prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose; más o menos violento, cada vez que la máquina
asomaba por 'a trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó
a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus
precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más
adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren
siquiera. En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al
principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía
prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado
varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa,
acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas
de gentes desconocidas, extrañas.
Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar
de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos
del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol, a veces entre el zumbar de los
insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego. tardes
eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por
testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en
la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del
cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce
serenidad soñadora de la solemne y seria naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca
muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con
un blanco son de perezosa esquila.
En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades
de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de
cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz
parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zavala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la
amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aire y contornos
de ídolo destronado, Caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso.
La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos
encargados de apacentarla.
Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de
almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba
tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.
En tiempos difíciles Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No
siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años
atrás la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los
caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de
pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más
tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que
tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.
En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba y el narvaso para estirar el lecho
caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más
suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha
necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las
ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero
subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había
ocasión, a escondidas, soltaban el recental que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a
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Antología de textos
2º Bachillerato 1415
buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita,
diciendo, a su manera:
-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.
Estos recuerdos, estos lazos son de los que no se olvidan. Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor
pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a
la gamella, sabía meter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza
torcida en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.
Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir
aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil
ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera. y no
pasó de ahí: antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la
casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera. el amor de sus
hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio
estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. Ya Chinta,
musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del
destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.
"Cuidadla; es vuestro sustento", parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de
hambre y de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su
cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo y allá en el
Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que
decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor, Antón echó a andar hacia Gijón,
llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días
había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera.
"Sin duda, mío pá la había llevado al xatu." No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba
de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber
cómo ni cuándo.
Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El
padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.
No había vendido porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza.
Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los
que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que
miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se
abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chìnta en el Humedal, dando plazo a
la fatalidad. "No se dirá -pensaba- que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo
que vale." Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino par la
carretera de Candás, adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los
aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de
antiguo las relaciones entre dueños y bestias.
En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la
Cordera: un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que
pedía, le dio el último ataque, algo borracho.
El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca.
Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso… Por fin la
codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual
tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le
condujo hasta su casa.
Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron, A media semana se personó el
mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los
caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.
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Antología de textos
2º Bachillerato 1415
El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o
quedarse en la calle.
El sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los
contratistas de carne, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un
rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena,
tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como
puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como
al yugo.
"¡Se iba la vieja!", pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.
"¡Ella será una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela!"
Aquellos días, en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba
su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un
minuto antes de que el brutal porrazo 1a derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos
sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo.
Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado y por otro, el que les llevaba su Cordera.
El vìernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó;
bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado la
botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba
mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran
impertinentes. ¿Que daba la res tanto y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la
carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos?
Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y
de sus hijos, pero viva, feliz… Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos
sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de
espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían
separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo; cruzó los
brazos, y entró en el corral oscuro.
Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente
comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que
separarse. Antón, malhumorado, clamaba desde casa:
-¡Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes! -así gritaba de lejos el padre, con voz de lágrimas.
Caía la noche; por la calleja oscura, que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se
perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tíntán
pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.
-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!
-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.
-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los
demás sonidos de la noche de julio en la aldea-.
Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella
soledad no lo había sido nunca para ellos triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el desierto.
De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas
ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas,
miraban por aquellos tragaluces.
-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.
-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de
Castilla.
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Antología de textos
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Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:
-La llevan al Matadero... Carne de vaca para comer los señores, los indianos.
-¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Cordera!
_ -Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía., el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo que les
arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus
apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones... -¡Adiós, Cordera!..
-¡Adiós, Cordera!..
Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta
era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín que, por ser, era
como un roble.
Y una tarde triste de octubre, Rosa en el prao Somonte, sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón,
que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera,
pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera,
multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los
campos, a toda la patria familiar, a la pequeña que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la
patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían.
Pinín, con medio cuerpo afuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y
Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que
sollozaba exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:
-Adiós, Rosa! . . . ¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mío alma! . . .
"Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones,
para los indianos: carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones
ajenas."
Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos,
silbando triste, con silbidos que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos…
¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí, que era un desierto el prao Somonte.
-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del
telégrafo. ¡Oh! bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo
llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del
Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía
Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.
En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:
-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!
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