Timun Mas - Cyberdark

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andrei levitski
aleksei bobl
tecnoscuridad
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tiempo
de oscuridad
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Capítulo 1
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finales de la primavera el cielo de Kiev se divisa lejano y
despejado. Del Dnieper sopla una brisa fresca que ondea las copas
de los árboles sobre las laderas de las colinas. Las cúpulas del monasterio de Lavra 1 resplandecen como el oro, y la estatua de la Madre
Patria, más conocida popularmente como la Dama de Hierro, se
cierne sobre la ciudad como una amenazante diosa de la guerra.
De este modo quedó impresa en mi memoria la ciudad de Kiev,
que visité varias veces siendo aún joven. Pero ahora todo es diferente: el cielo está tapado por el humo de los incendios, los árboles
yacen caídos en el suelo y las colinas están cubiertas de impactos de
proyectiles. Algunos de ellos por mi culpa.
Se activaron los auriculares:
—¿Hacemos como siempre?
Por debajo del ala del avión de ataque a tierra Su-25 pasaban a
toda velocidad los tejados de los barrios dormitorio. A la derecha,
desde el centro de la ciudad, ascendía el humo hacia el cielo; enfrente ardía el Lavra.
—Como siempre —respondí al piloto del segundo avión que
volaba conmigo—. ¿Me envidias?
Shmakin se quedó callado un rato, pensando antes de responder.
1. Monasterio de las Cuevas de Kiev.
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—Volar el puente Paton... —dijo dejando en suspenso la frase,
Yo sonreí—. No es algo que pasa cada día, pero si...
—¡Quince grados a la izquierda! —lo interrumpí.
Una ametralladora de gran calibre abrió fuego contra nosotros
desde el tejado de un rascacielos, y en ese mismo instante sonó el
pitido de alarma avisando de que un radar intentaba localizarnos.
Lancé bengalas de señuelo, hice un viraje y descendí. Después de
alinear el avión, eché una mirada atrás. El segundo avión seguía a
mi lado a una altura algo superior.
Volábamos sobre la orilla derecha del Dnieper, acercándonos a la
estatua. ¡Pero qué cosa más fea! ¿Por qué los ucranianos habían colocado ese monstruo en el corazón de su capital? Claro que eso fue
en la época soviética, cuando el pueblo no decidía nada.
Sin embargo, por lo que veo, la situación no ha cambiado mucho.
—Seguimos. Tú te ocupas de la defensa antiaérea. —Empecé a
subir.
Las estelas humeantes de los proyectiles acribillaban el cielo de
abajo arriba. Shmakin se lanzó en picado contra el cañón antiaéreo,
que disparaba desde la plaza situada al lado de la estatua.
Abajo, en la orilla, vi una draga semihundida, una gabarra y las
ruinas de una fábrica de ladrillos. Activé el postquemador y sobrevolé el malecón. Después hice un tonel en dirección a la ciudad para
virar y atacar el puente Paton.
El avión de Shmakin salió de un viraje sobre el Dnieper.
De repente sentí un escalofrío familiar. Miré alrededor, buscando
el peligro. Otra vez sonó el pitido de alarma.
El escalofrío no me engañó: por encima del monasterio en llamas
ascendía un Mi-24 de la guardia nacional. El helicóptero disparó
dos misiles supersónicos en dirección al avión de Shmakin y empezó a virar, intentando esconderse entre las nubes de humo sobre las
colinas.
—¡Catapúltate! —grité.
Seguro de que el segundo piloto iba a cumplir mi orden, dispa6
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ré otra vez las bengalas de señuelo y me lancé en picado contra el
puente.
La creación del arquitecto Paton comunicaba las dos orillas. Yo
pilotaba por encima del único puente íntegramente de acero soldado en el mundo, al cual, según los datos de los servicios de inteligencia, se acercaban desde el suroeste los destacamentos mecanizados
de la guardia nacional.
Desactivé el seguro y apreté el botón de lanzamiento de misiles
no guiados. Simultáneamente lancé dos bombas.
Volví a activar el postquemador. Ascendí.
El estruendo de las explosiones llegó hasta el avión. El puente se
hundió poco a poco y las aguas del Dnieper empezaron a hervir bajo
sus fragmentos.
Haciendo un viraje suave por encima de los rascacielos de la orilla
izquierda intenté localizar a mi compañero. No lo vi, sólo divisé una
columna de humo sobre el río.
—¿Serguei? —lo llamé—. ¡Serioga!
Nada. Por supuesto, Shmakin no había tenido ninguna posibili­
dad de salvar su avión, ya que no había maniobra posible que lo
librara a uno de los misiles aire-aire lanzados desde una distancia tan
corta. Pero ¿por qué no se catapultó? ¿Habría fallado algo?
¿O lo hizo? Intenté localizar la tela de un paracaídas por encima
de las colinas cubiertas por el humo gris, pero no pude.
Mientras tanto, el helicóptero pintado de azul y amarillo se dirigía a la enorme estatua de hierro siguiendo el curso del avión de
Shmakin sobre la orilla derecha de Kiev. Por lo visto, era un heli­
cóptero de apoyo de la columna enemiga que se dirigía hacia el
puente.
En cuanto tomamos rumbos opuestos hice un rizo. La sangre se
me agolpó en el rostro y empezó a latirme en las sienes. Al llegar
arriba, hice un medio tonel dando la vuelta hacia el río. Apunté al
Mi-24, que estaba rodeando la estatua por el otro lado, y disparé.
En la cabina sonaron los aullidos de la alarma.
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El avión se estremeció y dos R-60 guiados salieron lanzados hacia
adelante.
—¡Quemaos en el infierno, hijos de puta! ¡Esto es por mi compañero!
Di la vuelta sin mirar al frente; quería ver cómo caía sobre Kiev
el helicóptero derribado. ¡Los del Mi-24 habían matado a Serioga!
Era un buen piloto y un buen compañero. No era amigo mío, no
los tengo, pero una vez en Kazajistán me había salvado la vida. Volvió y aterrizó su «Grajo» Su-25 en la meseta un minuto antes de la
aparición de los muyahidines afganos...
Los dos misiles impactaron contra el blanco. Uno penetró en la
cabina, el otro explotó arrancando la cola. Pero un instante antes,
los pilotos del helicóptero habían logrado dar una vuelta y hacer un
disparo.
Iba directo hacia la estatua. En la cabina chirriaba la alarma. Las
manos se me cerraron alrededor de la palanca del asiento catapultable.
Dos misiles se acercaban de frente a mi avión. Tiré de la manilla,
se activó la carga explosiva y la cubierta de la cabina salió volando.
Los cinturones me apretaron los hombros, la aceleración me oprimió el pecho, y salí disparado de la cabina junto con el asiento. El
avión siguió recto, y unos instantes después sonó una explosión.
Sentí una ráfaga de viento caliente en la cara.
El avión en llamas se estrelló contra la estatua partiéndole la cabeza en dos. La Dama de Hierro se estremeció, pero permaneció
en pie.
Eché una ojeada al paracaídas y arreglé las cuerdas. Miré los restos
humeantes de mi «carro de combate» volador, que habían caído en
la base del monumento, determiné la dirección del viento y empecé
a bajar.
Allá abajo, a lo lejos, dos hombres con cascos negros y uniforme
de color gris y verde, como el mío, saltaron de unos arbustos al malecón. Uno de ellos empezó a hacer señales con las manos.
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Eran mercenarios. Respiré con alivio. Menos mal que el viento
soplaba en la dirección correcta.
Al tocar el suelo tropecé, di una voltereta y me levanté en seguida.
—¿Estás herido? —me preguntó un mercenario de bigote negro
tras acercarse. Su cara me pareció familiar, pero el casco y las grandes
gafas oscuras no me dejaban verla claramente—. ¡Tío, eres increíble!
Bartsev y yo hemos visto cómo has acabado con el helicóptero.
—¡Opanas, vámonos, rápido! —gritó el otro.
Se puso de rodillas y levantó su subfusil apuntando en dirección
a las colinas.
Me quité el paracaídas, desabroché el arnés, saqué de la funda
axilar un minifusil Kedr y desplegué la culata. La estatua contra la
cual había chocado mi avión se erguía ante nosotros. Tenía la cabeza rajada y su cara de aspecto severo estaba cubierta de cenizas.
A través de la grieta se veían los restos del armazón medio fundido.
—¿Adónde vamos ahora? —pregunté.
—A Khreshchatik, al punto de encuentro —respondió Opanas—. Tendremos que dejar Kiev, el ejército ha abandonado su posición neutral. ¿Lo sabías?
—No, es la primera vez que lo oigo. —Saqué un cargador de
la cartuchera que llevaba en la pierna y lo introduje en el Kedr—.
¿Cuando ocurrió?
—Lo han anunciado hace unos diez minutos. Hemos recibido
la comunicación un instante antes de que los guardias mataran a
nuestro operador y machacaran nuestra radio. Pero nos habíamos
enterado de que el ejército estaba ya en el bulevar Shevchenko, donde se había enfrentado con la guardia presidencial.
Así que el ejército... Una tercera fuerza se había unido al conflicto... Encontré con la mano el bolsillo portagranadas del cinturón y
lo desabroché.
Luchar contra el ejército era inútil, nos aplastarían en un abrir
y cerrar de ojos, así que había que escapar. El jefe de uno de los
partidos políticos ucranianos más importantes había sobrevalora9
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do sus fuerzas. Reunió en Kiev a la milicia, complementándola con
unidades de mercenarios, y contrató a pilotos para llevar a cabo
«misiones de paz» dentro de su propio Estado. Pero fracasó. La primera ministra proclamó el estado de emergencia, el presidente lo
anuló y ahora, para colmo, los generales habían roto su voto de
neutralidad. La situación era tan complicada que se habían olvidado
de nosotros.
Empecé a meter las granadas en los bolsillos.
—¿Y el presidente?
—Asesinado —dijo Opanas—. La primera ministra pactó con
los generales. Aunque corren rumores de que es un engaño, que el
presidente se ha escapado a Moscú y está pidiendo ayuda a los rusos.
Vete a saber si es verdad o no.
«Pues sí, independientemente de ello, fracasado el golpe de Estado, nuestro cliente estará volando en su avión personal a las Maldivas o a algún otro lugar. El ejército pronto aniquilará a la guardia
presidencial. Si la primera ministra cuenta con el apoyo de los generales y los rusos no intervienen con sus tropas a tiempo, ignorando
las protestas de la Unión Europea, será la primera dictadora de la
Ucrania independiente. Y a nosotros, a la milicia y a los mercenarios, a los que ya no necesita nadie, simplemente nos aplastarán
como a una mosca...
»Cada uno que se busque la vida por sí mismo. Tengo que escapar
de esta masacre.
»Es una lástima que me hayan pagado sólo la mitad de lo prometido. Ya puedo ir olvidándome del resto.»
—Tenemos que irnos —dijo Bartsev, y se dio la vuelta—. Los
camiones esperan en Maidan.2
—¿Por qué en Maidan? —pregunté sorprendido—. Si está abajo,
entre las colinas. ¿Quién ha elegido el punto de encuentro en un
lugar así?
2. Maidan Nezalezhnosti: La plaza de la Independencia en el centro de Kiev.
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Opanas se encogió de hombros.
—No lo sé. Dicen que en la Institutskaya es más peligroso aún.
Por otro lado...
Sin terminar la frase, me tiró de la manga y se agachó. Desde
la colina de detrás de la estatua llegó el ruido de un motor al que
siguieron unas ráfagas desordenadas.
—Vámonos, piloto, rápido.
Opanas se metió en los arbustos. Lo seguí. Oí a Bartsev abriéndose paso por detrás.
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Nos vimos obligados a dar una vuelta grande, porque desde las ventanas del edificio del Gabinete de Ministros, en la calle Yanvarskogo
Vosstania, disparaban los francotiradores.
Opanas resultó ser un hombre muy hablador. Me contó que pertenecía a los cosacos de Zaporozhie,3 y que Bartsev provenía de la
región de Vinnitsa y antes de convertirse en mercenario había servido de alférez en una brigada de infantería mecanizada. Después,
mi nuevo compañero de bigotes negros añadió que en Maidan estaban formando una columna de camiones para transportar a todos
los mercenarios supervivientes a un campamento improvisado en
un koljós 4 abandonado a las afueras de la ciudad de Brovari. Allí
mismo, en el terreno del antiguo koljós, habían construido un aeródromo. En cuanto lo dijo, me acordé de que ya había visto a Opanas en aquel mismo campamento improvisado cuando el conflicto
ucraniano aún estaba por estallar y nos dirigíamos hacia aquí. El
pelotón de mercenarios en el que servía Opanas custodiaba nuestros
3. Cosacos de Zaporozhie: Conocidos históricamente como una potente fuerza
militar, civil y política que había desafiado la autoridad de la Mancomunidad
Polaco-Lituana, al zarato de Rusia y al Imperio otomano para convertirse luego en
las tropas más audaces del zarato de Rusia.
4. Koljós : Enorme campo de cultivo agrario, propio de la época soviética, para
el abastecimiento de la población.
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aviones bajo el mando de un sargento de pelo cano de Donetsk...
¿Cómo se llamaba?
Pero no tuve tiempo de acordarme, pues mientras avanzábamos
por el bulevar Lesia Ukrainka nos tropezamos con un grupo de
guardias escondidos en una casa. Tuvimos que torcer hacia la calle
Hospitalnaya. El nombre de la calle lo leí en una tabla mal fijada
sobre el muro de una tienda con el escaparate roto y un cadáver
caído al pie de las puertas abiertas. Los guardias empezaron a perseguirnos, por lo visto querían capturarnos vivos. Lancé contra ellos
dos granadas y gasté casi toda mi munición cubriendo a Opanas y a
Bartsev, quienes se fueron hacia el Palacio de Deportes.
Los alcancé cerca de la plaza León Tolstoi. Avanzamos corriendo
hasta el Kreschatik cuando oímos un estallido muy cerca. No sé qué
fue, probablemente un misil guiado.
Nos escondimos tras un contenedor de basura y Opanas dijo:
—¿Véis allí una casa con molduras en el tejado? Es un mercado
cubierto. Lo llaman Besarábico.
El fuego se apagó rápidamente, el viento disipó el humo y vimos
que habían lanzado contra el edificio una bomba termobárica.
—¡Vaya! —Bartsev se llevó la mano de forma automática a su
casco negro— ¡Qué golpazo contra el tejado...! ¿De quién será el helicóptero que ha disparado? Allí está, volando por detrás de las casas.
—No sé —contesté—. La guardia nacional no tiene maquinaria
como ésa.
En Kreschatik olía a quemado y el humo era tan espeso que casi
no dejaba pasar los rayos del sol. Toda la calle estaba llena de impactos, vehículos abandonados y cadáveres; parecía la escena de una
película de terror. Corriendo de un refugio a otro, nos apresuramos
para llegar al punto de encuentro en Maidan Nezalezhnosti. Los tres
estábamos jadeando, sobre todo yo, que ya no estaba acostumbrado
a llevar un chaleco antibalas. Se lo había quitado a un miliciano
muerto mientras avanzábamos por el bulevar Lesia Ukrainka. Después de catapultarme tenía un fuerte dolor de espalda y me entraron
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ganas de tirar el chaleco, pero como nos quedaba poco hasta la plaza
decidí aguantar.
Mi uniforme tenía un hombro desgarrado, la visera con protección antisolar se había agrietado y tuve que subirla.
Desde el bulevar Taras Shevchenko, que dejamos atrás, sonaron
varias ráfagas de armas automáticas. Las siguieron otras tantas explosiones.
—Opanas, tú nos cubrirás —le dije—. Bartsev, vamos hacia
aquel kiosco.
Mordiéndose el bigote negro, Opanas se levantó, batiendo el escenario con su Kalashnikov. Bartsev y yo fuimos corriendo hacia el
kiosco, cuyo tejado había resultado dañado por la explosión. Nos
quedaban unos diez metros para llegar cuando un francotirador disparó contra nosotros.
Me di cuenta de que estaba escondido en un edificio al otro lado
de la calle. Un instante antes sentí algo parecido a lo que había
intuido en la cabina del avión antes de que mataran a Serguei. Fue
como una ráfaga de viento helado, pero no tuve la posibilidad de
advertir a Bartsev. Él se encontraba más cerca que yo de la carretera
y el francotirador lo había escogido como blanco. La bala le atravesó
el casco y el mercenario cayó sobre la acera sin proferir ni un solo
ruido.
Por detrás sonó el rifle de Opanas. Di un salto, me deslicé por el
bordillo y me protegí detrás de un todoterreno Mercedes negro en
cuyo interior había un cadáver.
Una bala impactó en el coche. Me senté con la espalda pegada al
vehículo y vi que en la acera yacía un cuerpo inmóvil vestido con un
uniforme verde y gris jaspeado.
Revisé mis bolsillos y me di cuenta de que ya no tenía granadas, pero aunque las tuviera... Estaba claro que el francotirador se
es­condía en el edificio... ¿Sería de la administración local? Sí, era
la sede del ayuntamiento de la capital. La parte superior ya estaba
destruida, pero quedaban tres pisos más, y seguramente estaba allí.
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Aunque hubiera tenido granadas era imposible acertar desde esta
distancia. Además, no estaba seguro de dónde se escondía exactamente.
Los disparos en el bulevar Shevchenko sonaron con más fuerza.
El ejército parecía estar aniquilando a todos: a milicianos junto con
mercenarios, guardias y cualquiera que se le pusiera por delante...
¿Cuánto tardarían los militares en alcanzar Kreschatik? Por lo visto,
los guardias los estaban conteniendo a una manzana de allí, al lado
del monumento a Lenin, enfrente del mercado Besarábico, pero no
podrían resistir mucho. Una vez que la guardia hubiera sido derro­
tada nos llegaría el turno a nosotros. Teníamos que correr hacia
Maidan, donde posiblemente aún hubiera camiones esperando a los
milicianos y mercenarios supervivientes. Pero ¿cómo?, si no podía
salir de mi refugio por culpa del francotirador.
Opanas se asomó por detrás del contenedor e hizo un ademán
extraño.
—¿Qué? —le grité.
Los estampidos de los tiros y las explosiones nos impedían oírnos uno al otro. Una bala golpeó el contenedor, y Opanas volvió a
esconderse.
Saqué el cargador y apreté con un dedo el casquillo verde del
cartucho superior... Tenía cinco dentro y uno en la recámara. Ni
uno más.
De repente Opanas disparó una ráfaga en mi dirección. Las balas
acribillaron al Mercedes junto a mí. Alcé el Kedr, confuso, y entonces Opanas se levantó un poco haciéndome unos gestos desesperados... En el mismo instante recibió un balazo en el hombro, justo
por encima del chaleco antibalas. Cayó por detrás del contenedor de
basura dejando los pies a la vista sólo un instante, luego se encogió
y desapareció.
Súbitamente noté algo a la izquierda. Me di la vuelta y vi a un
perro negro enorme que se abalanzaba sobre mí.
Antes de despegar habíamos recibido unas instrucciones imparti14
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das por el robusto sargento de pelo cano de Donetsk, el jefe del pelotón de guardia del aeródromo. Entre otras cosas, nos contó cómo
había que defenderse de un perro asesino si te derribaban y te habías
quedado sin munición. Se nos advirtió de que la guardia tenía perros cazadores de lobos especialmente entrenados, pero nosotros, los
pilotos, no esperábamos encontrarnos con ellos. ¡Qué mala suerte!
El perro me atacó tumbándome de costado. Como no me había
dado tiempo a dar la vuelta al subfusil, le golpeé el hocico con la
culata. Sus fuertes y poderosas mandíbulas se cerraron alrededor de
mi muñeca, protegida con un guante largo. Grité y le di un navajazo
con la bayoneta de hoja ancha.
El sargento había dicho que la mejor opción era clavar el cuchillo
en la zona blanda, por debajo de la mandíbula inferior, torciendo
después la hoja para desgarrar la laringe, pero mi bayoneta penetró
entre las mandíbulas por uno de los lados. Oí el crujido del acero
contra el hueso y sentí cómo iba cortando la carne y los tendones.
El perro arañó con las garras mi chaleco y empezó a mover agónicamente las patas. Empujé el cuchillo, lo retorcí y se lo hundí en
la cabeza hasta la empuñadura. El perro soltó un estertor y murió.
Me lo quité de encima, me senté para recuperarme y metí el cargador en el subfusil. No veía a Opanas. Estaría por detrás del contenedor, sentado como yo, apretándose el hombro.
Bartsev permanecía donde había caído. Me salvó la vida a costa
de la suya. Y Opanas también había resultado herido por mi culpa:
quería avisarme del perro, había disparado contra él y por eso ahora
tenía una bala en el hombro. ¿Cómo iba a llegar ahora a Maidan,
donde nos estaban esperando los camiones?
Eso si todavía nos estaban esperando.
El perro seguramente era del francotirador. Me asomé un poco
y volví a agacharme al oír silbar una bala por encima de mi casco.
El asfalto a lo largo de la calle estaba resquebrajado, había muchos carros quemados e impactos de balas por todas partes. No lejos
había un kiosco sin tejado, probablemente arrancado por una ex15
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plosión, pero no había manera de cambiar de emplazamiento porque el francotirador nos estaba vigilando.
Desde el bulevar Shevchenko dispararon lanzagranadas. Una estela de humo blanco pasó al lado del ya decapitado monumento a
Lenin, cubierto de ceniza, y después cruzó la calle y se estrelló contra el mercado Besarábico. El estampido retumbó en Kreschatik, y
empezaron a caer rocas de la pared del mercado. El ejército iba acercándose más y más a cada minuto que pasaba. Dentro de poco acabarían con la resistencia que se hallaba atrincherada cerca del monumento y llegarían hasta allí. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo escapar?
Opanas se asomó por detrás del contenedor de basura. Al verme
sano y salvo, me saludó y volvió a esconderse. Me puse de rodillas y
eché un vistazo al interior del coche a través del marco de la puerta
rota. Parecía estar en mejores condiciones que el resto de coches de
la calle. El maletero y los faros estaban rotos, faltaba una puerta,
pero en comparación con los restos quemados que se veían alrededor no estaba mal. Al volante estaba sentado, muerto, un hombre
gordo vestido con traje, camisa blanca y corbata. Parecía ser el chófer de algún diputado o de un funcionario de alto nivel que había
traído a su jefe a la alcaldía para asistir a una sesión ordinaria del
comité extraordinario, y para desgracia suya se había quedado esperándolo cuando el centro de Kiev fue atacado inesperadamente por
la guardia nacional.
No tenía las llaves puestas. Me coloqué el Kedr a la espalda, me
acerqué a rastras hasta el chófer y empecé a revisar su chaqueta. En
el bolsillo izquierdo no había nada, en el derecho tampoco. Metí la
mano por debajo de la chaqueta para examinar el bolsillo interior.
Oí un golpe sordo, como si alguien golpeara un martillo contra
una almohada. El cadáver se estremeció una vez, después otra...
El francotirador se había dado cuenta de mi posición e intentaba
alcanzarme disparando a través de la ventana rota de la otra puerta.
Menos mal que ésta permanecía en su lugar, a diferencia de la derecha, arrancada por una explosión.
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El tirador estaba en la planta baja. O en la primera, como mucho, ya que desde la segunda no podría disparar así, el ángulo sería
demasiado forzado. No era la mejor posición para un francotirador;
suelen subir más alto, atrancando los accesos... Quizás era un profano en su oficio, pues es poco probable que en la guardia hubiera
muchos profesionales, o puede que tuviera sus razones para esconderse en las plantas bajas.
Tampoco encontré la llave en el bolsillo interior. El cadáver del
chófer volvió a estremecerse una vez más. La sangre chorreaba por
su pecho y su vientre, la camisa blanca se oscureció. Con mucho
esfuerzo, logré meter la mano en el bolsillo de su pantalón, y mis
dedos sintieron el tacto del plástico. Era la llave con el mando de la
alarma.
Alcancé con el pie el acelerador, metí la llave en la cerradura,
apreté y la giré una vez. Sonó un pitido, en la consola se encendió
una espiral roja, luego se puso blanca y se apagó. Giré la llave una
vez más.
El motor gruñó y arrancó.
Otra bala atravesó la barra de dirección. Me agaché, tiré de la
palanca de la caja de cambios automática, apreté el acelerador con
la punta del pie y agarré el volante. El Mercedes se puso en marcha,
acelerando lentamente, tambaleándose y repiqueteando por la carretera sobre los neumáticos destrozados. Giré el volante evitando los
restos de un monovolumen y de un coche de policía y sentí cómo el
Mercedes empezaba a desviarse hacia un lado, como si estuviera deslizándose sobre una capa de hielo. No podía llegar hasta la entrada,
ya que había que subir por una escalera de piedra ancha, pero aceleré a tope. Una bala dio contra el parabrisas, agrietándolo y dejando
una mancha blanca del impacto en el centro. El coche se estremeció al tropezar con el bordillo y siguió adelante. La segunda bala
rompió el parabrisas, llenando de cristales el interior del vehículo.
En el último instante giré otra vez el volante y el todoterreno
chocó con la rueda delantera izquierda en el peldaño inferior de
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la escalera. El impacto me arrojó contra la consola, haciendo que
me mordiera la lengua hasta saltarme la sangre. Salté del coche
y me lancé por la escalera hacia las puertas abiertas de la alcaldía
de Kiev.
Por detrás se oían disparos de fusil de asalto. Opanas se dio cuenta
de mis intenciones y para cubrirme disparaba desde detrás del contenedor. Vi algo en la ventana situada a la izquierda de las puertas.
Disparé dos veces en aquella dirección, salté al rellano de mármol de
la entrada y caí de espaldas con las piernas por delante resbalando
hacia el interior del edificio.
Vi a un hombre vestido con un uniforme azul claro con manchas
amarillas que estaba de rodillas sobre un montón de escombros delante de la ventana. Me apuntaba con su fusil de francotirador. Llevaba una barba de dos días, pero no tenía casco ni chaleco antibalas
y en su cabeza lucía un corte de pelo a cepillo.
Disparó. Todavía deslizándome de espaldas apreté el gatillo. Su
bala rebotó en mi chaleco y las mías trazaron una línea oblicua en
su pecho. Se echó hacia atrás, soltó el fusil y cayó boca abajo, deslizándose lentamente por el montón de escombros.
Me levanté agarrándome del pecho. El corazón me latía con fuerza y me dolían las costillas. Examiné la amplia sala y vi que las dos
escaleras estaban destruidas, por eso el francotirador no había subido a las plantas superiores. Me acerqué al cadáver, plegué y guardé
en la funda el Kedr sin munición, cogí el fusil, saqué de su cartuchera dos cargadores y salí corriendo a la calle.
Los disparos llegaban ya desde la estatua decapitada de Lenin.
Veía el uniforme azul y amarillo de la guardia y el verde y marrón
del ejército. Estaban a ambos lados del monumento. Unos soldados
iban cercando a los guardias por los arbustos.
Opanas estaba sentado detrás del contenedor. Cuando lo tuve
frente a frente, levantó su cara pálida como la muerte y dijo en voz
baja:
—Pensé... que te habían matado...
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Lo agarré de los hombros sin responderle, lo levanté y empecé a
arrastrarlo en dirección a Maidan.
Vi cómo los soldados iniciaron el ataque y rápidamente arrollaron a la guardia. Estábamos cerca de Maidan cuando nos vieron y
empezaron a disparar. Estaban lejos; entre nosotros había un montón de coches; el humo cubría Kreschatik. Las balas silbaban alrededor, arrancando trozos de asfalto y agujereando los restos quemados
de los coches. Resollaba mientras ayudaba a caminar a Opanas, que
apenas se movía. Su cabeza se balanceaba hacia adelante y hacia
atrás, tosiendo sin parar y sin dejar de preguntar:
—¿Están los camiones? ¿Están?
—Están —decía yo, aunque veía muy bien que no era así.
Según el ya muerto Bartsev, tenían que esperarnos enfrente de la
gran fuente escalonada, pero allí sólo había impactos de proyectiles.
Avancé unos pasos más y me detuve.
—¿Qué pasa? —me preguntó Opanas—. ¿Por qué te has parado,
piloto? No veo nada, todo está oscuro... ¡Vamos a los camiones!
Oí una bocina a la izquierda. Me volví y divisé un camión entre
las columnas de la amplia marquesina del Correo Central Municipal. Por lo visto, quedarse al aire libre cerca de la fuente era ya
demasiado peligroso y el jefe había ordenado cambiar de posición.
Pero ¿dónde estaban los demás?
—¡Eh! —oí entre disparo y disparo—. ¡Venid aquí!
Un hombre flaco nos hacía señales con la mano apoyándose en
un estribo. Arrastré a Opanas hacia el edificio de Correos. Los militares, por alguna razón, empezaron a disparar hacia el otro lado.
Probablemente se acercaba otra unidad de la guardia desde la plaza
León Tolstoi. El flaco se metió en la cabina y unos instantes después
salieron corriendo del camión en dirección a nosotros dos tipos uniformados con chalecos y cascos.
Se acercaron, cogieron a Opanas y lo arrastraron hacia el camión.
Los adelanté.
Dos rascacielos a la derecha de Correos estaban completamente
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destruidos, el tercero tenía el tejado roto y de la abertura salía humo.
Casi habíamos llegamos al camión cuando un fragor sordo apagó el
eco del tiroteo en Kreschatik.
—¿De quién son los helicópteros? —preguntó Opanas, viendo
aparecer unos cuantos por detrás del tejado del edificio. Se trataba
de un potente helicóptero de carga de dos hélices escoltado por un
par de elegantes «cocodrilos negros» provistos de misiles antitanque
guiados y ametralladoras por debajo de la cabina.
Abrieron fuego y el camión desapareció en una llamarada. La
onda expansiva me alcanzó y me hizo trastabillar, de modo que me
agaché y me lancé de rodillas al suelo. Se oyó el tableteo de la ametralladora. Una línea de impactos corrió por el asfalto hacia mí, pero
el helicóptero giró en otra dirección sin dejar de disparar y los impactos formaron una curva y desaparecieron tras él...
Entre el tremendo ruido oí un grito. Me di la vuelta.
Vi tres cadáveres, el casco roto de Opanas, la sangre corriendo
por su bigote negro... Y de repente sentí que todo me daba igual. No
había salvación, no había adónde huir, no había razón alguna para
esconderme. No había esperanza.
Pero hacía ya mucho tiempo que la había perdido. Todo parecía
llevarme a este instante, no tenía otro futuro. Me senté, me saqué
por la cabeza la correa del fusil, desabroché la funda del Kedr y solté
mis armas, dejándolas caer al asfalto. Los helicópteros de ataque
sobrevolaron Kreschatik, el de carga iba bajando en medio de Maidan, y por detrás de las casas aparecían más y más helicópteros con
águilas bicéfalas en los laterales.
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Capítulo 2
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res un criminal de guerra —dijo el hombre vestido de civil—. Aunque suene algo fuerte para un mercenario común, según
la ley eres un criminal de guerra, y como tal serás ejecutado.
El general ruso que estaba sentado a su lado permanecía callado.
Tintineé con las esposas y me eché hacia atrás, apoyándome en
el respaldo de la silla, dura e incómoda. Estábamos en un cuarto de
techo bajo y paredes desnudas iluminado por una rejilla de luz. La
salida se hallaba cortada por una puerta metálica. Sólo había una
mesa, detrás de la cual estaban sentados los dos hombres en sus
respectivos sillones, y mi silla.
Me pasé la lengua por el labio superior partido. Sentí deseos de
rascarme la herida del pómulo, que estaba cicatrizando, pero tenía las manos esposadas detrás de la espalda. También me picaba
la cabeza, que me habían rapado hacía unos días y que me habían
friccionado con perfume barato.
—El tribunal ya ha dictado sentencia. Te van a fusilar.
—¿Ya se ha reunido el tribunal? —pregunté—. Por lo visto me
he perdido la sesión.
El civil apenas se movía, tenía una mirada autoritaria y algún que
otro pelo cano. Enfrente de él, sobre la mesa, había un ordenador
portátil negro que consultaba a cada rato. De vez en cuando apre21
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taba el puño izquierdo y se frotaba la mandíbula con un gran anillo
de oro que llevaba en el dedo anular.
El general era un hombre de mediana edad, arrogante y de piel
sonrosada. Me estaba mirando con cierto desprecio pero sin ningún
interés, como a un bicho al que pronto aplastarían y del que nadie
volvería a acordarse. El otro, sin embargo, tenía una mirada distinta,
curiosa e intensa.
—No me acuerdo ni de la sala del tribunal, ni de los jueces, ni
de los testigos —proseguí—. Por no hablar del abogado y del fiscal.
¿Qué más suele haber en un tribunal?
Logré sacar un poco de quicio al general. Desde que entré escoltado en el cuarto había permanecido en silencio, asintiendo de vez
en cuando con la cabeza, pero ahora habló:
—No se celebró ningún juicio, sino que te juzgó un tribunal militar. Y el fusilarte me parece poco. ¿Con cuántas vidas has acabado,
mercenario?
—No sé —le respondí honestamente—. Soy piloto militar, ése
es mi trabajo.
—Piloto o mercenario, ¿qué más da? Matabas por dinero.
—Todas mis víctimas fueron soldados o bandidos. ¿Sabe usted
lo que son los grupos paramilitares? Si no los hubiera matado me
habrían matado ellos a mí.
—Habría sido mejor que los muyahidines te hubieran derribado
con sus Stinger, así no tendríamos que perder tanto tiempo ahora.
Tendríamos que haberlos fusilados a todos allá en Maidan, en vez
de traerlos aquí.
El general se dirigió al de pelo cano:
—¡Cómo ha cambiado el mundo! Antes los mercenarios eran
simplemente unos bandidos más... ¡Y ahora tienen hasta aviones!
Esbocé una sonrisa falsa.
—Y tú, ¿a cuánta gente has mandado al otro mundo? ¿Cuántos
soldados no volvieron nunca a casa por tu culpa, o no vieron nunca
más a sus madres? ¿Un pelotón? ¿Dos? ¿Un batallón?
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Como era un general de verdad, y no un teniente mocoso, ni
siquiera se molestó en pegarme, ni me insultó. Se limitó a lanzarme
otra mirada despectiva.
El del pelo cano miró a la pantalla del portátil y dijo:
—Yegor... Es un nombre raro en nuestros días. ¿Quién te lo puso?
Me encogí de hombros.
—Me llamaban así en el orfanato.
—Y el apellido es aún más interesante: Razin. Casi no sabemos
nada de tu niñez... ¿Nos puedes decir algo?
—No tuve niñez, sólo viví en el orfanato. Después ingresé en la
Escuela Militar de Aviación...
—En la que no conseguiste licenciarte. Veamos, aquí hay una
descripción de tu carácter: poco emocional, cerrado, callado, prefiere guardar las distancias, no tiene amigos... Resumiendo, no eres
parlanchín ni muy sociable que digamos, ¿verdad, Razin? Los psicólogos definen eso como una personalidad introvertida. Eres autosuficiente, tienes más conchas que un galápago. Te faltaba un mes y
medio para la graduación, pero en vez de un diploma con mención
de honor recibiste una condena condicional por una pelea... —El
del pelo cano volvió a consultar la pantalla—. Por herir de gravedad
a dos hombres.
—Aquellos cabrones intentaban meter a una chica en su coche.
Era de noche. La chica era menor de edad, le habían rasgado el vestido y estaba gritando. Y yo volvía a la escuela después de disfrutar
de un permiso...
—Y uno de los cabrones resultó ser el hijo del vicegobernador
de la región —continuó el del pelo cano—. La chica en su declaración no manifestó que la hubieran forzado a nada, a ti te echaron de la escuela y Yegor Razin desapareció durante mucho tiempo.
¿Por qué?
—¡Porque lo reclutaron! —Era evidente que el general estaba
cansado de esta conversación—. Los mercenarios son como putas
que trabajan para los proxenetas que les dan de comer. Lo recluta23
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ron y lo mandaron a algún lugar en las montañas. Por eso no hay
datos sobre él. ¿Fue así o no, Razin?
Asentí con la cabeza.
—El proxeneta eres tú, que envía a sus soldados al territorio de
los muyahidines como si fueran al matadero. Al menos yo siempre
podía elegir adónde ir y por quién luchar.
—¡A los soldados de verdad los manda su patria! ¡Y luchan por su
país! ¡Y tú... tú lo haces por el puto dinero!
—¿Es la patria o el gobierno? ¿Mueren por su país o por los dueños del país?
Podía decir exactamente todo lo que pensaba, no tenía nada
que perder. No podían fusilarme más que una sola vez. Pero ¿de qué
servían todas aquellas conversaciones? ¿Por qué estaba ahí ese civil?
¿Qué diantres les importaba mi niñez? ¿Qué contenía el portátil que
tenía sobre la mesa? Si quisieran fusilarme, ya me habrían escoltado
al patio interior de la cárcel, rodeado de muros altos, y me habrían
pegado un tiro en la nuca.
El del pelo cano dijo:
—Parece que no te importa nada tu futuro, Razin. ¿Eres realmente tan valiente? ¿O acaso eres tonto de remate? No estamos intentando asustarte, te van a fusilar de verdad.
—No soy muy valiente —respondí—. Pero sí debo de ser tonto,
de lo contrario no habría acabado aquí. La cosa es mucho más sencilla: llevo demasiado tiempo metido en esto.
Me miró con interés:
—Explícate.
—Mi destino me llevó a tener que elegir entre un misil en la
cabina o lo que tengo ahora... Ya me he acostumbrado a la idea de
que todo terminaría así. O de manera parecida.
El del pelo cano volvió a frotarse la mandíbula.
—No me digas. Y sin embargo, estabas ahorrando. ¿Para qué era
el dinero?
—Me gusta volar. Tenía pensado instalarme en una isla del Ca24
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ribe y montar allí un aeródromo privado. Estuve allí hace tiempo...
Es un buen lugar.
—Entonces, ¿has ganado mucho? —sonrió el general.
—Quería trabajar con turistas —concluí, sin hacerle el más mínimo caso.
—Está claro. —El del pelo cano me miró a los ojos—. Y antes de
ir a Kiev, ¿qué sentías exactamente?
—Que era la última vez... La última parada. Que no iba a volver.
—Pero fuiste de todos modos... Eres un fatalista. Y pudiste escapar de Kiev, aunque no te sirvió de mucho. —El canoso volvió
a mirar el portátil—. Continuemos. ¿Qué más tenemos en nuestra
base de datos? Subcampeón de boxeo en la escuela, deportista profesional. Bien...Turgay, operación en Medas, la Moldavia libre... Vaya,
también estuviste en Crimea bombardeando el Bajchisarai. Y ahora
el conflicto en Ucrania.
Cerró el portátil y lanzó una mirada interrogativa al general.
—¡Bueno, haga con él lo que quiera! —dijo el general, no como
militar sino como un niño ofendido—. Ilia Andreevich me ordenó
que... Aunque yo personalmente a este matón lo habría... matado
con mis propias manos. —Apretó el puño, agitó la mano y nos dio
la espalda.
El del pelo cano asintió. Su anillo de oro lanzó un nuevo destello
y volvió a frotarse la mandíbula con él. Después sacó un teléfono
móvil digital, frunció el entrecejo y se puso a pensar en algo. Yo
permanecí inmóvil, luchando contra el deseo de darme la vuelta y
rascarme el pómulo contra el borde del respaldo.
El hombre abrió su móvil y me miró de hito en hito.
Aquel tipo tenía un carisma peculiar. Su mirada era fría y dominante, hipnotizaba. Era un civil, pero yo sentía que de los dos hombres que tenía enfrente él era el jefe, y que el general no era quien
iba a decidir sobre mi destino.
Cobré ánimo. El picor en el pómulo desapareció y sentí un escalofrío a lo largo de la espina dorsal. ¡Iba a pasar algo! Los presenti25
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mientos como aquél me habían salvado la vida varias veces. Hacía
un viraje, disminuía la velocidad, apretaba el botón y lanzaba un
misil. Pero no me ayudaron salvar a Bartsev, ni a Opanas, ni a Serioga Shmakin... Sólo funcionaban para mí.
—Tienes la posibilidad de seguir con vida, Razin —dijo el del
pelo cano al tiempo que tamborileaba los dedos con un sonsonete
sobre la tapa del portátil como para acompañar sus palabras—. Necesito una persona para un experimento. Es peligroso. La probabilidad de que salgas de él sano y salvo es de un treinta por ciento. Si
llegamos a un acuerdo y sobrevives al experimento, te dejarán libre.
Si renuncias, te fusilarán. Tú decides. Tienes dos minutos.
El hombre esperaba sin guardar el móvil. Abrí la boca. La cerré.
Volví a abrirla para hacer una pregunta y otra vez la cerré. ¡Qué
propuesta más inesperada! Tenía que preguntarle de qué tipo de
experimento se trataba, cuánto duraría y qué garantías tenía de quedar libre si sobrevivía, de que no me iban a fusilar después... Pero ya
sabía todas las respuestas. O más bien sabía que no las habría. Me
enteraría del experimento sólo cuando empezara. Y si preguntaba
sobre las garantías, me responderían que no las había. Sólo contaba con su palabra... La palabra de un desconocido.
—¿Y por qué yo? ¿Escasean las ratas de laboratorio en las cárceles? —Me callé cuando recordé cómo el médico de la cárcel me
había afeitado la cabeza. Después de eso trajeron unas máquinas a
la celda y apareció un joven con la cara estrecha y vestido con una
bata blanca que no pertenecía al personal de la cárcel. Por debajo
de la bata se veía un traje de civil, calzaba unos zapatos caros y olía
a perfume de marca. Me puso unos sensores en la cabeza y realizó
algunas mediciones. Después permaneció un rato con el entrecejo
fruncido mientras analizaba una cinta de papel cubierta de símbolos
extraños que había salido de una de las máquinas. Acto seguido,
salió corriendo a llamar a alguien.
El del pelo cano no dejaba de observarme todo el rato. Después
hizo un gesto de asentimiento.
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—Te has acordado, ¿verdad? Tienes una dinámica de variación de
amplitud de biopotenciales cerebrales muy rara. No es fácil encontrar una persona así.
—Pero no soy nada especial. No tengo percepción extrasensorial
ni capacidades telepáticas. No soy en nada diferente a los demás.
El hombre alzó las cejas.
—¿Estás seguro? Las personas con este tipo de desviación suelen tener una intuición más desarrollada. ¿Tienes buena intuición,
Razin?
Parpadeé. La intuición... ¿Estaría hablando de mis presenti­
mientos?
—¿Y para qué necesitan mi consentimiento? El consentimiento
de un condenado a muerte... Pueden hacer conmigo lo que quieran.
—No somos una corporación privada, Razin. Tienes enfrente a
un general del ejército y a un científico de una institución pública.
Necesitamos tu consentimiento, que pongas tu firma al pie del documento.
—Entonces, si digo que no, ¿no habrá ningún experimento?
—Hice un gesto de desconfianza con la cabeza.
—No vas a negarte. A no ser que seas un idiota.
Volví a sentir una tremenda comezón en el pómulo. Levanté el
hombro y me froté la herida. Después dije:
—Muy bien, pero con una condición: que no me esposen más las
manos por detrás de la espalda.
El del pelo cano asintió, apretó un botón y se acercó el teléfono
móvil a la oreja. Al cabo de un rato dijo:
—Vamos a salir. Vengan a recogernos.
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Capítulo 3
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o sé dónde se encontraba la base. Primero nos desplazamos en un furgón de presos, luego en un avión, y después pasamos
mucho tiempo en un monovolumen con cortinas metálicas en las
ventanas, en compañía de dos guardias con expresión avinagrada.
El del pelo cano se presentó como doctor Gubert, pero no me
reveló su nombre ni su patronímico. Me dejó con los guardias, desapareció y sólo volví a verlo en el laboratorio, donde entramos después de pasar por un sistema de seguridad láser. Una enrejado de
rayos rojos bajó del techo al suelo escaneando nuestros cuerpos.
Después nos ordenaron desvestirnos y pasamos un buen rato bajo
una ducha de iones (eso es lo que afirmó una voz seca que susurraba
desde un altavoz). En lugar de mi ropa, encontré en el nicho contiguo a la cabina de la ducha un mono de plástico de color beige y
unos mocasines ligeros, también de plástico, pero más duro.
Pronto observé que en el laboratorio todos llevaban el mismo
uniforme, sólo que de distinto color, lo que, por lo visto, indicaba
su cargo.
Mientras los mismos guardias —vestidos ya de negro y con diversos accesorios y porras en el cinturón— me escoltaban desde la
entrada hasta el interior del complejo, intenté entender qué estaban
haciendo allí, pero me resultó imposible. Atravesamos varias salas
vacías y dos pasillos largos. En el tercer pasillo, la pared del lado de28
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recho era transparente. Al otro lado había una sala con una cúpula
de cristal en la que parpadeaba la imagen de la Tierra en 3D. La
imagen se hallaba rodeada de pequeños torbellinos espirales de los
que a intervalos salían unas líneas rojas. Algunas se dirigían hacia la
Tierra, en cuyo caso se iluminaba debajo un círculo de color rojo
que iba cubriendo el azul del planeta. Por debajo del holograma
había tres hombres que movían activamente las manos y apuntaban hacia arriba con sus dedos. Uno de ellos sujetaba el mando,
apretaba los botones y movía la palanca de dirección haciendo que
las espirales aumentaran o disminuyeran de velocidad. Estábamos
saliendo del pasillo cuando entre las espirales empezaron a aparecer
líneas curvas y rectas formando un enrejado en forma de cubo. Esta
figura descendió hacia el planeta hasta cubrirlo, después empezó a
parpadear y tuve la impresión de que la esfera azul adquiría un tono
verde asqueroso y los continentes se deformaban de una manera
repulsiva. Me detuve para mirar, pero uno de los guardias, sin decir
una sola palabra, me empujó por la espalda y la sala con la cúpula
quedó atrás.
Atravesamos una puerta con la imagen de una calavera y nos cruzamos con dos científicos que iban discutiendo por el camino.
—No, la base ontológica del metasistema es igual para todas las
variantes —decía uno de ellos.
—Pero introduciendo distintos parámetros iniciales probablemente veremos que se produce una modificación considerable de las
condiciones finales. Todo puede ser distinto, desde las leyes básicas
hasta los detalles más ínfimos...
Después nos adentramos en otro pasillo con paredes de cristal,
tras las cuales había una sala con una mesa redonda en el centro.
Sobre la mesa descansaba un hemisferio metálico enrejado por un
lado y dotado de una consola de mando por el otro. Operando la
consola se hallaba un hombre vestido con un uniforme blanco y
un casco con visera transparente que no dejaba de apretar botones.
El aire por delante de la rejilla parecía temblar, y daba la impresión
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de que de allí salía un rayo invisible de energía. Junto a la pared de
enfrente había un cubo de plástico con agua en el que flotaba algo
parecido a una pastilla de jabón casero de Marsella de color marrón
claro, sólo que mucho más grande, del tamaño de una mesita de
noche. El rayo lo hacía derretirse. La parte superior echaba humo
—parecía un trozo de hielo bajo un sol ardiente—, mientras soltaba
grandes gotas que caían en el agua.
—¿Qué es eso? —pregunté intrigado señalando al «jabón», pero
no me respondieron.
Finalmente entramos en una sala luminosa parecida a un quirófano. En el centro había una cama de hospital con ruedas cubierta
con una sábana impecablemente blanca.
—Desnúdate y acuéstate —gruñó uno de los guardias.
—¿El experimento se va a llevar a cabo aquí? —pregunté.
—Desvístete —repitió el guardia, indicando con la cabeza una
mesita cerca de la cama.
Negué también con la cabeza.
—No, primero quiero hablar con Gubert.
—¡Escúchame! —El segundo guardia se me acercó agarrando la
porra negra que llevaba en el cinturón—. Haz lo que te han dicho.
Entonces se oyó la voz de doctor Gubert:
—Razin, cumple las órdenes del personal. Ahora va a venir mi
ayudante para realizar las mediciones pertinentes. El experimento
empezará más tarde.
La voz salía de unos altavoces situados por debajo del techo. Me
di la vuelta, alcé la cabeza, vi el ojo de una cámara situado en la pared por encima del armario y miré directamente a ella.
—Tengo hambre. En la otra base sólo me daban papilla para comer. No voy a hacer ningún experimento sin comer. ¿Queda claro?
Siguió una pausa. Después Gubert dijo:
—Daré la orden. Y ahora, desvístete y acuéstate.
En cuanto lo hice, entró en la sala una mujer joven cubierta
con un mono blanco que empujaba una mesita rodante con todo
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tipo de instrumentos. Me tomó muestras de sangre, me examinó
los ojos con una pequeña linterna, me tomó la tensión, me puso
sobre la cabeza unos aros metálicos con cables y me hizo un encefalograma.
De nuevo se volvió a oír la voz del doctor:
—¿Cuánto te falta, Eleonora?
—Ya está, Leonid Anatolievich. —Me miró a los ojos por primera vez desde que había entrado y dijo—: Vístase.
Me puse el mono. La mesa con el instrumental médico, incluido
un par de escalpelos, estaba a mi lado, pero no podía coger nada,
porque los guardias, que se quedaron cerca de la puerta, me estaban
vigilando.
Mientras me ponía los mocasines pensé en otra variante: coger
un escalpelo, ponérselo a Eleonora en el cuello y ordenar a los guardias que soltaran sus armas... Pero tampoco era posible. Sabía que
les daría tiempo suficiente para sacar las armas y disparar contra mí
antes de que pudiera hacer cualquier movimiento. Incluso si tuviera
suerte, mis amenazas de cortarle el cuello a la joven no los detendrían y dispararían a sangre fría.
—Mijail, lleve al conejillo de Indias al comedor número tres —ordenó Gubert—. Allí todo está preparado. Tendrá quince minutos
para comer y después lo llevará a la sala central. Eleonora, la espero
con los resultados de los análisis ahora mismo.
Al cabo de un rato me encontré en un comedor pequeño pero
acogedor. Todo era de plástico: los muebles, el revestimiento de las
paredes, el plato y hasta la cuchara, el tenedor y el cuchillo que me
esperaban sobre la mesa al lado de la puerta.
—¡Alto! —El guardia se acercó a la mesa y retiró el pequeño cuchillo blanco—. Siéntate y come deprisa.
En diez minutos acabé con la carne cocida, la ensalada y el vaso
de zumo de naranja. Me sequé los labios con la servilleta, me levanté
y bostecé mientras me desperezaba.
—Ahora me echaría un sueñecito.
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Sin responderme, el guardia me agarró por un hombro y me empujó hacia la puerta.
Atravesamos varios pasillos y cuartos con gente vestida con monos de distintos colores que hablaban en voz baja y manejaban una
extraña maquinaria. Tras abrir una puerta, el guardia dijo:
—Adelante.
Me encontré en una pequeña sala con las paredes revestidas de
azulejos. En el centro se alzaba una plataforma metálica baja rodeada por un tubo de un metro de diámetro hecho de vidrio o de
un plástico transparente. Se veían cables por todos lados, y en los
rincones había grandes tanques que contenían un líquido denso de
color amarillo pálido cuya superficie borboteaba cada cierto tiempo.
A un lado de la plataforma estaba el doctor Gubert, vestido con
un mono de color naranja intenso, leyendo un papel continuo repleto de datos que sujetaba ante él Eleonora.
—¿Qué tal, Razin? —me preguntó sin levantar la cabeza—.
Acuéstate allí.
En el centro de la plataforma había una camilla de plástico con
fijaciones para las manos y las piernas. En la parte superior tenía
pintado de negro un ocho o una lemniscata, dependiendo de la
posición desde donde se observara.
No me moví.
—Primero cuénteme de qué experimento se trata.
—¿Para qué? —preguntó Gubert algo sorprendido—. No te servirá para nada, absolutamente para nada. Y las explicaciones serán
complicadas y nos llevarán mucho tiempo. Acuéstate.
—No, primero me lo va a contar todo.
El doctor, mostrando su enfado, hizo una señal al guardia que
estaba detrás de mí.
—Mijail, por favor... —ordenó
No llegué a darme la vuelta porque el guardia me golpeó con la
porra entre los omoplatos.
Había visto algo parecido en la base aérea de Kazajistán, donde el
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comandante tenía una porra que producía un chasquido muy fuerte, aunque la descarga era más débil. Lo vi probándola con perros
abandonados.
Me estremecí, se me doblaron las piernas y caí al suelo. Tuve la
sensación de que un rayo pasaba a través de mi cabeza.
Se me nubló la vista, y cuando la recuperé, vi que los guardias me
estaban arrastrando hacia la camilla de plástico.
Los fijadores se cerraron con un chasquido alrededor de mis muñecas. En cuanto se me aclaró la vista, entendí que las dos manchas
pálidas que veía encima de mí eran las caras del doctor y de Eleonora. Oí andar a alguien y en mi campo de visión apareció el chaval
de cara estrecha vestido con un mono blanco y una carpeta en las
manos. Era el mismo que me había visitado en la celda para realizar
las mediciones. Gubert se irguió, le dijo algo y volvió a agacharse
sobre mí apoyándose en el borde de la camilla. Volví la cabeza, y
justo ante mis ojos vi su anillo con una piedra cuadrada de color
negro que llevaba una incrustación de algo parecido a una gruesa
rueda dentada dentro de la cual se veía una persona. Volví a mirarlo
a la cara. Su labios empezaron a moverse.
—Yegor... —dijo—. ¡Vuelve en ti, anda!
Parpadeé. Cerré los ojos y los abrí.
—¿Me oyes, Razin?
—Te oigo —respondí con voz ronca.
—Escúchame atentamente —prosiguió Gubert—. Ahora vamos
a transferir tu conciencia durante un rato a otro entorno. Utilizaremos tu conciencia como una sonda espía, ¿me entiendes? El entorno puede ser letal o simplemente hostil. O también amigable. No
tienes que hacer nada, sólo observar, aunque quisieras no podrías
hacer nada. Nosotros estaremos observándote. —Levantó la mano
en dirección a unas ventanas tintadas que había en el techo de la
sala—. Observando y haciendo mediciones. Todo durará aproximadamente un minuto. Si todo va bien, si tu conciencia sobrevive
a la avalancha de señales extrañas, nos contarás lo que has podido
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entender y recordar de todo lo que vas a ver. Y creo que verás cosas
muy extrañas.
Se incorporó, y entonces le pregunté:
—¿Un minuto? ¿Y luego?
—Mañana volveremos a hacer el experimento bajo otras condiciones iniciales. Nuestra tarea consiste en alcanzar una correlación
entre los parámetros que estamos introduciendo y las peculiaridades
del entorno. Es decir, aprender a controlar el proceso...
—¿Mañana? —lo interrumpí—. Dijiste que después del experimento me iban a dejar en libertad.
Gubert desapareció de mi campo de visión y luego oí su voz a mi
izquierda.
—Claro, pero no dije cuánto tiempo iba a durar el experimento.
Consiste en una serie de pruebas, y ésta será la primera. La duración
de la serie de pruebas dependerá de cómo tu conciencia soporte la
acción de distintos entornos terminales.
Oí unos chasquidos y después un timbre suave. Ante mí apareció
el ayudante y dijo:
—Intenta relajarte. ¿Has probado alguna vez a meditar? Ahora...
—¡Cállate! —exclamé—. ¡Oye, Gubert!
—Dime, Razin. —Ya estaba detrás de mí.
—¿Qué me espera en el entorno terminal?
—La eternidad —respondió después de una pausa.
—¿Estás hablando en serio?
—Siempre hablo en serio, Razin. A propósito, es una palabra clave, una contraseña para todos los participantes en el experimento.
Acuérdate de esta palabra si tu conciencia se pierde en el entorno
terminal.
—Esto es una locura, Gubert. ¿Cuántos han pasado antes que
yo? ¿A cuánta gente has enviado a esos entornos terminales?
—A cuatro personas —respondió, después de permanecer callado un rato—. A veces el cuerpo material sigue a la conciencia a esos
entornos, a veces no.
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El ayudante se fue y el chasquido se intensificó.
—¿Y ninguno de ellos sobrevivió?
—Tres murieron. En cuanto al cuarto, no estoy seguro. Bien,
activen el controlador de partículas virtuales —ordenó.
Oí unos pasos que se alejaban y después un golpe. No lo vi, pero
sentí hasta la médula que la puerta de la sala se había cerrado y me
había quedado solo.
Doblé la muñeca izquierda, metí los dedos en la manga del mono
y toqué el tenedor de plástico que había robado en el comedor. Intenté sacarlo. Los dedos se deslizaban por el plástico suave.
La luz de la sala empezó a apagarse.
Cuando saqué el tenedor, lo agarré por la parte inferior, lo clavé
en la fijación del grillete que me aprisionaba la muñeca e intenté
abrirlo. La luz palpitaba; por la sala pasaban sombras.
Cuando robé el tenedor en el comedor no había pensado en nada
concreto. Era inútil intentar acabar con dos guardias armados con
ayuda de esa cosa. Simplemente me pareció una ínfima oportunidad de cambiar la situación a mi favor.
El grillete se resistía. El zumbido iba en aumento, las sombras se
deslizaban por las paredes de la sala cada vez más rápido, y de repente entendí que las creaban las burbujas del interior de los tanques
colocados en los rincones. El líquido que contenían los dos tanques
se podía ver desde la camilla. Brillaba y producía unas irisaciones
pálidas.
Dejé de golpear el grillete e intenté hacer palanca. Desde el techo
se oyó la voz del doctor Gubert:
—¿Está cargada la ontología básica?
Su ayudante respondió algo que no entendí, y el doctor prosiguió:
—Perfecto. Espero que esta vez todo salga bien y que no le pase
lo mismo que a Bagrat. Tendrá que hacer todas las mediciones, incluidas... ¿Por qué están funcionando los altavoces exteriores?
Divisé tres siluetas en la ventana situada debajo del techo de la
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sala. Una de ellas desapareció y reapareció en la segunda ventana.
Había interferencias en los altavoces, luego sonó un chasquido y las
voces se apagaron.
Gubert se acercó a la ventana. Retrocedió. Detrás de él pasó
­Eleonora.
Las sombras se movían en una danza frenética. El tubo que rodeaba la plataforma empezó a brillar con una luz mortecina, y en su
interior empezaron a circular unas manchas oscuras. La plataforma
empezó a oscilar.
La fijación del grillete se soltó y en ese mismo instante el tenedor
se rompió. Me liberé la otra mano, me senté y empecé a soltar los
grilletes de los tobillos.
El zumbido se hizo aún más fuerte, las burbujas de los tanques
no dejaban de borbotear y silbar, y las manchas negras dentro del
tubo se convirtieron en unas líneas estrechas. Me parecía estar en el
centro de un carrusel demoníaco. Me levanté. Me sentía mareado.
Me agarré a la camilla para no caer y vi al doctor Gubert frente al
cristal tintado.
Sonaron los altavoces, y a través del zumbido oí gritar mi nombre:
—¡Razin! ¡Razin!
Cerré los dedos sobre la palma de la mano y lo saludé. Después
me encaminé hacia el borde de la plataforma.
—¡Razin, quédate quieto! ¡Ya no podemos detener la carga de
los nuevos parámetros! ¡No te muevas, puedes causar un fallo en el
metasistema! ¡Alto, Razin! ¡El entorno terminal se te llevará entero!
Me resultaba difícil dar cada paso. Todo a mi alrededor daba
vueltas, la plataforma oscilaba, el zumbido llenó la sala. Pero yo
seguía andando en dirección al tubo.
—¡Vuelve, Razin!
La silueta desapareció detrás del cristal. Yo seguí avanzando, luchando contra las olas de energía que intentaban empujarme hacia
atrás. Los ojos me lloraban, me tambaleaba, tuve que agacharme y
entornar los párpados. ¿Qué iba a hacer? Aunque llegara hasta la
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puerta, aunque no estuviera cerrada, ¿qué podía hacer? El laboratorio era enorme, había mucha gente. ¿Cómo podría escapar? Aunque
podía desarmar a un guardia o tomar un rehén.
Pero nada de aquello ocurrió. Al acercarme al tubo me detuve
sorprendido. Desde donde estaba se veía una cúpula que cubría la
plataforma. El tubo le servía de base, parecía emerger de él. Era una
burbuja irisada de gran tamaño, o más bien una media burbuja, un
hemisferio finísimo. Distinguí a través de ese hemisferio unas siluetas extrañas que iban retorciéndose, moviéndose, desplazándose,
uniéndose y desintegrándose.
Pasé por encima del tubo.
Y el mundo se abrió en dos. El zumbido se convirtió en mugido,
me abrazó y me hizo caer de espaldas. Una grieta escindió el espacio.
En su interior había algo, un cuerpo enorme que parecía un disco, o
una isla... No podía entenderlo, sólo sabía que iba volando a bastante altitud por encima de la Tierra, por debajo de las nubes.
El mundo se estremeció y desapareció. Todo desapareció.
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