“Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran

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II EDICIÓN DEL CONCURSO DE RELATO BREVE
¿Cómo lo continuarías?
“Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran,
invariablemente, sus finales...”
Organiza: Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife
Junio de 2008
Índice
1. Abajo, en el fondo, de Lucius Artorius Castius
5
2. Adiós, de Angelique V.
7
3. Un adolescente oscuro, de Tirán
9
4. Alter ego, de Sara
11
5. Ambiciones de juventud, de Tetsu
13
6. Amores ahogados, de Lola Villana
15
7. Angie, de Iris de Paz
17
8. Angy, de Troylo
20
9. El anillo del Rey, de María Enriqueta
22
10. Anna, de Eliza García
24
11. Un ansiado final, de Tooenchumbao
25
12. Bajo la línea de flotación, de Kimberly Pool
27
13. La biblioteca del tío Luis, de Kamar Lamar
29
14. Un caso atípico, de Mary
31
15. Comienzo de un final, de Sandra y Sabrina
33
16. Con esa cara de extranjero, de Charo Castro
35
17. El coraje de vivir, de Ainoa
37
18. La decisión, de Alberto Yukai
39
19. La desfiguración del sirviente, de Farruco
41
20. Desiderata, de Aureliano Buendía
43
21. El devorador, de Calíope
45
22. El elixir de la creatividad, de Toscalero
47
23. En busca del final perfecto, de Kamach
49
24. En el final de la rima, de Midori
51
25. Encuentro casual, de Guinda
53
26. El equilibrio es imposible, de Ivonne Ferreiro
55
27. El espejo, de Felicidad Luna
57
28. Esperanza, de Garrapata
59
29. La fama tiene un precio..., de Oligofrénica
61
30. El final definitivo, de Cleón
63
31. Un final nunca pronunciado, de Pluvia
65
32. Finales, de Tinkerbell
67
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33. Finalofobia, de Bisbirinda
69
34. Fisuras de la vida, sin muerte, de Ovuh
71
35. Una flecha de luz, de Mr. Sandman
73
36. Hasta aquí, de Equirne
75
37. Hola …. soy DULCE, de Kolotordox
77
38. Un hombre primario, de John Smith
79
39. La inmensidad que sucumbe, de Leia Organa
82
40. Insurrección de las Almas, de Insurrección
84
41. Lecturas inescogidas, de Gaturro
86
42. Libertad, de Siddharta
88
43. La mala fortuna y un robot culichichi, de Go-II/6456
91
44. Maldita vanidad, de Rolan
93
45. Mamicidio, de Sireia
95
46. Mara y su destino, de Folía
97
47. Marta, de Enymy
98
48. Massiel en bragas, de Kenzo
100
49. Mayo (y el tiempo perdido), de C.
102
50. Metal contra metal, de Charo Castro
104
51. Los mundos de Telma, de La mirada interior
106
52. Nada dura para siempre, de Rojan
107
53. Olvidos, de Maryan
109
54. Paso a paso, sin tregua, de Nené
111
55. Por la boca muere el pez, de La Rosa de Calixto
115
56. ¿Por qué escribir un final?, de Samoth
117
57. El precio de la soledad, de Sir Didymus
119
58. Puntos de partida, de Mapoto
121
59. Regresa Adriana, de Marlince
123
60. Sábanas en Tinta, de Cuco Barto
125
61. Si me dan a elegir…, de Darune
127
62. Siempre hay tiempo para vivir, de Zanidel
128
63. Sin final feliz, de Orquídea
130
64. La soledad, de La Oramas
132
65. Una terapia llamada Fantasía, de Lana D.
134
66. Trágicos deseos, de Mariítas Osha
136
67. Tres finales, de Matilda
138
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68. Últimos momentos, de Poppy
140
69. Vida y muerte de Carla X, de Mat Soldier
141
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Abajo, en el fondo, de Lucius Artorius Castius
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. No ya tanto por la constancia del inminente abandono de los placeres en que se
hallaba sumergida. Tampoco por el hecho de sentir expirar una historia hasta ese
instante vivida como propia. Ni mucho menos por la absurda, o tal vez no, sensación de
vacío que ahogaba su existencia con cada despedida del autor... El reflejo del sol
jugueteaba con multitud de sombras, que se le antojaron nubes, abajo en el fondo.
Subidas en ellas, titilando, fue que dibujó cada trocito de su vida: el primer recuerdo,
para aquel anciano facultativo que, según le contaron, la trajo al mundo (con los años ,
la imagen de recibir una nalgada sin haber siquiera cogido aire, sin decir esta boca es
mía, la había llevado a no pocos intentos de volver y reclamarle, pero su fallecimiento la
borró por completo); la primera caída, tras la estela de aquella pelota (una pequeña
cicatriz, moldeada en irresistible lunar por su imaginación con el pasar de los años); el
primer beso, robado tras mil argucias, en un viejo zaguán; su primera e inacabada vez,
fruto de un adolescente ardor, tan pasional como huérfano de experiencia y por ende,
efímero; su graduación, inventariada tan sólo hasta un vago recuerdo de birretes
volando... Fue en ese preciso momento que volvió a la realidad: sacó la cabeza del agua,
boqueó todo lo que pudo a fin de aferrarse a la vida, que se le escapaba y lanzó al viento
un quejido que tronó más allá de donde alcanzaban sus oídos y que, tras breves
instantes, le fue devuelto, ya más apagado, sin tanta presencia, difuso, tímido... quedo.
Ni siquiera la agradable ducha y el tacto en su piel de aquellas ropas limpias
lograron calmar el pavor y la desazón en que la sumían lo que a continuación debía
realizar y que representaba, esta vez sí, la clave de su fastidio: desandar nuevamente el
camino a la biblioteca y devolver lo prestado.
Aquel edificio, oscuro y ajado, te recibía ausente, como con desgana. Pareciese
que de sus paredes y rincones brotara un murmullo de tristeza, a modo de plegaria, que
suplicaba una y otra vez a fin de remover las conciencias bajo cuyo abandono se
encontraba. El diseño, quizá moderno y vanguardista en sus inicios, había ido dando
paso con el tiempo a sus propios olvidos y limitaciones, dejando de lado a los
impedidos e ignorando
las necesidades de lectores, estudiantes y visitantes, todos
entendidos desde el mismo prisma, sin reparar en la insoslayable diferencia entre todos
ellos
existente.
Una
inexplicable
e
inverosímil
política
bibliotecaria
auspiciaba
conductas contrarias al buen orden y uso de los servicios públicos: efluvios de dudosa
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procedencia, desplantes continuos y desprecio constante aparecían como deshonroso
resultado de la misma.
Entre tanta sombra, los trabajadores al público: obligados testigos mudos de
tales infortunios y objetivo último de tanta injusticia permitida a base de negarles
autoridad y madurada al sol de años y años de desidia. Claros y fieles exponentes de la
rutina diaria en que se había tornado un trabajo otrora respetado y admirado. Portadores
de ideas, experiencias... acalladas en algunos casos, ignoradas en la mayoría.
Quién sino ellos, con sus caras, en silencio, para contarle al mundo la realidad no
contada, la que no se ve, la que habita detrás del mostrador. Quién sino ellos, apoyados
en el innegable apego a una labor que sentían como suya, eran culpables del todavía
posible funcionamiento de una nave cuya desviada trayectoria enfilaba, derechita, el
iceberg. Y quién sino ellos, pertrechados con amable sonrisa, era que daban sentido a
sus periódicas peregrinaciones a aquel templo.
Cuando hubo entregado el sobre del concurso, caminó el pasillo hasta la calle,
superó los escalones y, ya en la acera, sintió sus brazos huérfanos del peso de los libros.
En ese momento, una de aquellas sonrisas regaladas le convidó a voltearse y echar un
último vistazo al lugar. Con el alma y las manos vacías, devolvió el gesto y entendió
que nunca más volvería a sentir aquel fastidio.
La encontraron a los tres días, cuando el incesante ladrido de un pastor alemán
que vivía en la casa contigua alertó al vecindario. Su cuerpo, enjuto y morado, flotaba
en el agua, justo en medio del sol y la sombra dibujada, abajo en el fondo. Sobre la
mesa, junto a una copia del cuento, un bote de pastillas descansaba vacío y servía de
pisapapeles a una nota: “de ahora en adelante, estaré en la biblioteca”.
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Adiós, de Angelique V.
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Supongo que por eso todas y cada una de las que me prestó tenían arrancada la
última hoja. Esto en un principio me resultaba bastante incómodo pero poco a poco fui
desarrollando una magnífica habilidad para inventar desenlaces, y por qué negarlo, me
acabó entusiasmando.
Mi relación con ella siempre fue algo distante, se limitaba a asuntos relacionados
con el piso que compartíamos, creo que la conversación más larga que mantuvimos tuvo
lugar el día de su llegada. Fue la única vez que me miró a los ojos. En aquel momento
pensé que tras echar una ojeada no le interesaba lo que había visto, a la larga comprendí
todo. Días después de su llegada, una tarde, al regresar de clase encontré una novela en
el suelo, junto a la puerta de mi cuarto. Es curioso, sabía que era de ella, no dudé en
cogerla, esa misma noche empecé a leerla, así comenzó nuestra extraña relación.
Han pasado años desde la última vez que la vi, aquella tarde la noté
especialmente ausente, al pasar frente a su habitación algo llamó mi atención. Allí
estaba, frente a la ventana, su pelo rojizo y liso cubría la totalidad de su espalda, la
espesura dejaba entrever sus hombros, de un blanco carne casi resplandeciente. Un
escalofrío recorrió mi cuerpo haciéndome temblar, le pregunté si cenaría en casa, no
contestó. Haciendo un pequeño esfuerzo pude ver el reflejo de su rostro en el cristal,
estaba llorando. Por unos segundos, tal vez minutos, permanecí inmóvil, finalmente mi
cobardía, casi tirándome del brazo, me arrastró hacia la oscuridad del pasillo. Una vez
en mi cama, cerré los ojos y allí estaba de nuevo, sola, con la mirada aguada y perdida.
En lo más profundo de mi ser deseaba haberla consolado pero no pude, no he dejado de
atormentarme ni un solo día por aquello.
Por la mañana, al levantarme, tuve una sensación extraña, me asomé
sigilosamente tal y como había hecho el día anterior. No había nadie, la habitación
estaba recogida, aparentemente todo estaba en su sitio, sin embargo, una profunda
sensación de tristeza me invadió casi pintándome de negro, entré y me senté donde
mismo la había encontrado la tarde anterior, sobre su mesa vi un sobre alargado con mi
nombre por fuera. Como si tuviese miedo de saber lo que había dentro, mis manos
comenzaron a temblar.
"Siento no haberme despedido en persona pero, teniendo en cuenta lo sucedido
durante estos meses, no sería coherente. Ante todo quiero darte las gracias, cada una de
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las novelas que has dejado junto a mi puerta me ha emocionado profundamente,
pasando mis dedos por sus páginas tenía la certeza de que nos habían transmitido lo
mismo. He de decir que me costó dar el primer paso pero me alegra haber sido
"correspondida". Acabas de pasar junto a mi puerta, me temo que tu imagen empañada
y borrosa en un cristal será lo último que me lleve de esta casa. He intentado vivir con
esto pero no puedo, al principio simplemente sentía atracción pero poco a poco he ido
metiéndome en una espiral de la que me resulta casi imposible salir. Se convirtió en
preocupación cuando decidí empezar a pegar mi cabeza a la pared para escuchar lo que
sucedía en tu habitación, también cuando noté que cerraba los ojos al pasar junto a ti
para intentar percibir tu olor. Te habrás dado cuenta de que siempre fui algo huidiza
hasta el punto de casi no dirigirte la palabra, es sólo que…no podía. Llevo más de una
hora sentada aquí. ¿Te habías fijado en el árbol que hay en el patio? Todos pasan junto a
él y nadie lo mira, cambia de apariencia cada estación y sin embargo sigue siendo el
mismo. Cuanto más lo observo, más cuenta me doy de que ha llegado el momento de
arrancar una última página. Sé que no diciéndote a dónde voy me queda el consuelo de
pensar que me buscas pero no puedes encontrarme, me gusta este final…"
Sola entre aquellas cuatro paredes comencé a llorar, algo me oprimía el pecho,
deseaba haber entrado, acariciar su pelo, consolarla. No he dejado de atormentarme ni
un solo día por aquello.
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Un adolescente oscuro, de Tirán
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer, eran, invariablemente, sus
finales, así que estampó el libro contra la pared con la certeza de que ningún texto
relataría su historia, un producto premeditado de azares que la habían llevado a buscar
la huella de la vida en cada letra impresa, pero siempre se encontraba con el mismo
punto y final anclado en el fondo de la piscina de su casa.
Quizás en ese lugar se refugie la guarida de mis días, pensó.
Tal vez aquella sombra estuviese vinculada a un cuerpo que, al igual que en la
portada del volumen, intuía muerto. Del suelo mustio recogió el volumen maltrecho del
que caía un húmedo cadáver, nadó en la asfixia de su sangre, flotó en el silencio y se
resignó a formar parte de una historia oculta con la paciencia de esperar por unos ojos
que la redimiesen.
Su hijo se subió al trampolín de la piscina y observó tembloroso cómo se
esparcía el cuerpo de su madre. Había ido a darle de comer a los peces que trasladarían
al estanque tan pronto como acabasen las obras. Sus manos se le antojaron extrañas y
vacías. Intentó huir de ellas hacia su padre que se encontraba entre los árboles del
jardín.
- ¡Papá, papá!, ¡mamá está muerta!, ¡se la están comiendo mis carpas!
Cuando llegó la autoridad la sombra aún permanecía allí, boca abajo, borracha
de ozono, disolviéndose, rozada por los peces y por el olvido de acompañar a un cuerpo
inerte.
- Puede que se golpease en el trampolín, agente. La recuperamos, pero era
demasiado tarde. Se la encontró el chiquillo. Es horrible. No sé cómo vamos a vivir sin
ella.
Salvo para el niño la vida regresó sobreseída y sin cargos a los andenes del
bullicio y a los conciertos de salón. El hombre era músico y viajaba con frecuencia a
pentagramas y ovaciones de auditorios. Solía descansar de sus giras atesorando musas
de su vergel mientras su hijo maduraba transformándose en un adolescente oscuro que
siempre se quejaba de la presencia de la sombra, a pesar de que ya nada, dentro de su
diáfana casa, parecía recordarla, hasta las carpas habían sido exterminadas en un voraz
ajuste de cuentas; aún así, se la encontraba todas las mañanas entre las plantas, tomando
sol, zambulléndose en el hueco exacto donde años atrás había aparecido por primera vez
dentro de la piscina; por las tardes se refugiaba en el salón, matando las horas con
insaciables tomos de libros; se infiltraba entre sus páginas, rasgaba el olor vacuo de las
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letras; después se recostaba en el sofá con un volumen tatuado para acelerar la lectura
en el desconcierto eterno de no hallar en su incinerado cuerpo el descanso de su alma. Y
ya estaba harta de deambular por la vivienda repitiendo motivos, surcando el rostro
desencajado del adolescente y la indolencia de su padre.
De su antiguo peregrinar recordaba los conciertos de cuchillos y las uñas
afiladas al compás del baile de violines. Su marido se apasionaba en el éxtasis del juego
de acordes y palabras.
Aquella tarde caían los mosquitos aplastados por el sudor y las hojas de las
plantas se marchitaban. Su esposo se le acercó justo en el instante anterior a la
zambullida. Adrián preparaba el almuerzo de sus peces dentro de la casa. Él, como
cualquier otro artista, deseaba romper el desamor. Se lo dijo con una sed que ahogaba
frases.
- No te concederé ese placer, Gilberto, jamás tendrás un divorcio tan fácil. Te
dejaré sin blanca y sin niño, hijo de la gran perra.
Fue entonces cuando quizás el resbalón tras la pelea; el golpe en el bordillo de la
piscina; los dedos pegajosos clavados en el aire; el incendio desconcertado de los ojos;
la inconsciencia de la mujer; el arrastrarla como un fardo hacia el agua; el borrado
rápido de huellas; la huida hacia los árboles donde Adrián, ajeno, lo encontró; ecos de
locura cuajados entre mangos y aves del paraíso.
Los pasos del chiquillo se dirigían, con sus manos llenas de plancton artificial,
hacia el centro de un verano de playeras desnutridas sobre el trampolín. Fue en ese
instante cuando la percibió, longitudinal y oscura, acompañando al cadáver de su madre,
sujeta por las carpas, mientras levantaban el cuerpo muerto.
- Jamás tendrás un divorcio fácil, Gilberto, el niño es mío y no consentiré que te
quedes con él.
La sombra emergió de la piscina. Saltó sobre la espalda de Adrián. El timbre de
voz del muchacho parecía un lamento poseído por los murmullos.
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Alter ego, de Sara
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Siempre elegía libros con lo que se sentía identificada como protagonista. El
final de cada libro era el final de su actuación de héroe, era ser vomitada a la realidad
por un punto al final de una página.
La imagen de una muerte con la que había comenzado la historia de este libro,
una muerte desde la primera página, le recordaba a una mala novela policíaca. Una vez
comenzada la historia ya se empeñó en continuar.
Lo mejor del libro no era la historia en sí. Era como lo usaba de autopista para
escapar durante veinte minutos al día de su rutinaria existencia.
El libro comenzó con la muerte en una piscina de una chica de su edad, y aunque
el relato narraba un asesinato, predecible y tópico, la historia se había hecho un nudo,
como su vida. Chica con veinte y muchos. Mucho trabajo de responsabilidad como
encargada de una empresa formada por siete agencias de viajes. Responsable del
personal, de la contabilidad y de los resultados, mientras que su jefe viajaba por todo el
mundo rodeado de lujo y diversión con las ganancias.
Era fácil compararse: su responsabilidad era mayor. Encargada de un recién
nacido que a veces costaba reconocer como parte suyo, que absorbía todo su tiempo con
más de siete necesidades. Que explotaba física e intelectualmente todo su ser, mientras
lo rodeaba de atención y afecto. Sí, era fácil identificarse. Relatos similares.
La historia del libro la tenía completamente atrapada, la protagonista había
descubierto un desfalco en la empresa y estaba entregada por completo a descubrir
quien era el autor del engaño. La estabilidad de la empresa y de todos los trabajadores
dependía de ese descubrimiento, era probable que la vida de muchos cambiara.
Era un libro con asequible vocabulario, ligero en la trama y fácilmente soñable.
El tiempo trascurrió un poco más de la cuenta y un ensordecedor aullido la sacó de la
lectura. La sirena que sonó desde la boca de su hijo, le recordó que hasta el día siguiente
no podía volver a leer. El bebé la necesitaba para sobrevivir. Como la ahogada en la
piscina, también se sentía engañaba. Cuando decidió traer al mundo a su hijo, nadie le
advirtió del giro que iba a dar su vida.
Pasaron veinticuatro horas de entrega y monotonía y no dejó de pensar en su
nueva heroína. Ahora que había descubierto quien estaba robando en la empresa tenía
que desenmascararlo, aunque era un tipo difícil y que podría ser el asesino.
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Igual que en su historia real. El asesino de su vida, el padre de su hijo, exprimió
todo lo que pudo de su ser, para después huir como las palomas huyen al cielo cuando
corremos hacia ellas. Su asesino escapó tan lejos como la luna.
Volvió al libro y terminó la historia. Su otro yo, el que alguien había descrito en
las páginas de aquel libro que tenía entre manos, no había sido asesinada, un torpe
accidente la empujó al agua que le robó la vida. Trescientas páginas de ansiedad,
trabajo, insatisfacción y rutina, para finalmente tropezar y acabar dando la espalda al sol
dentro de una piscina. Que poco sentido tenía todo.
Ahora, abandonada ya por la vida donde se refugiaba veinte minutos cada día,
podía elegir entre pensar lo absurdo que era lo poco que disfrutaba del esfuerzo que
estaba haciendo con su vida o elegir otro libro en el que sumergirse y buscarse como
protagonista.
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Ambiciones de juventud, de Tetsu
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales, pero no por el hecho de que acabasen bien o mal, eso para él era lo de menos,
sino por el simple motivo de que finalizasen. ¿Acaso es justo que después de horas
disfrutando de cada palabra, cada línea, cada imagen que brotaba página tras página,
llegase el autor y se lo arrebatase todo haciendo que el bueno se case con la bella dama
o que el malo acabe siendo capturado? ¿Por qué? ¿No tiene derecho a seguir disfrutando
de la historia? Si el protagonista lleva extendiendo su amor por toda la novela desde que
la conoció a ella ¿en realidad le importará esperar otras quinientas páginas? Para Lucas
la cosa era muy sencilla. El escritor era egoísta, nunca pensaba en el lector. Al menos no
en él.
Este era el motivo por el que el pequeño Lucas estaba siempre de mal humor
cuando terminaba un libro. El verano anterior, tras finalizar las clases, se había
propuesto leer El Señor de los Anillos de J.R.R.Tolkien. Durante un mes entero disfrutó
de la magia y fantasía de cada una de sus más de mil páginas. Se sintió un montaraz
más, un elfo más, un enano más… pero al final, Frodo arrojó el Anillo Único al fuego
eterno de El Monte del Destino y todo acabó. Los elfos se fueron más allá del mar con
el pequeño hobbit, y en la Tierra Media paz y en el cielo gloria. Aquello fue un golpe
muy duro para Lucas. Seamos realistas ¿A quién le importaba lo que hiciera o dejara de
hacer el hobbit de las narices? La verdadera historia, la de los elfos y los enanos, había
muerto incluso antes de empezar y eso lo desesperaba.
Aún así, seguía leyendo, libro tras libro. Tenía la esperanza de encontrar una
novela perfecta. Una que no tuviese fin o que por el contrario fuese imposible
continuarla. Sus deseos casi se hicieron realidad cuando en sus manos cayó Hamlet, de
Shakespeare. En ella todos los personajes iban muriendo uno tras otro sin excepción,
pero al final, como no, Tánatos se aburrió y dejó a Horacio vivo, para desolación del
pobre Lucas. El mundo no tenía compasión de él.
Un buen día decidió cambiar su destino y crear su propia historia, o al menos,
administrar los elementos necesarios para que otro la escribiese por él. Lucas sabía que
entre las chicas de su clase gozaba de cierta fama, así que a pesar de encontrarse en
pleno invierno invitó a una en particular a la piscina del pueblo, a sabiendas de que ella
no rechazaría la invitación. Se trataba de una joven de su clase de la cual ni siquiera
recordaba el nombre, pero ese era un detalle baladí. Lo importante era que había
aceptado.
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Su cita tuvo lugar el lunes a las siete de la mañana. Había elegido esa hora
porque tenía la certeza de que no habría ningún testigo. Ella, sin embargo, pensaba que
el motivo de tan intempestiva hora tenía como objetivo un encuentro íntimo. Y en el
fondo tenía razón, sólo que tenían concepciones distintas de lo que podía dar de sí tal
palabra. Tras mantener una trivial conversación Lucas le sugirió ir hasta el trampolín y
allí saltar abrazados uno al otro. Su plan maestro iba a la perfección. Ella accedió
exultante y le propinó el momento que estaba esperando. Cuando se encontraron en el
extremo de la tabla sacó un pequeño tenedor que escondía en su bañador y, sin dudar, se
lo clavó en la base del cráneo. El cuerpo de la joven cayó inerte al agua helada y allí,
poco a poco, su sangre comenzó a teñirlo todo de rojo.
Lucas permaneció observándola largo tiempo. En su mente bullían infinidad de
ideas: ¿Sobre qué escribirían? ¿Hablarían de una joven muerta por arma punzante?
Aunque primero tendrán que saber qué tipo de arma es y luego buscarla- pensaba Lucas.
¿O quizás centrasen la noticia sobre el motivo por el cual una joven escolar se
encontraba en la piscina en pleno invierno? Todo aquello, pensaba el pequeño Lucas,
daría lugar a una historia de decenas de asesinatos por todo el lugar. Él intentaría que
jamás encontrasen al culpable y poder así lograr su historia sin fin.
Lo que el pobre Lucas no sabía era que, el haber cogido el tenedor de la
cubertería de su madre y el hecho de haber llamado a la casa de su víctima para invitarla
a salir haría que su eterna historia no durase más de una jornada.
Eran cosas de la edad, propias de un lector frustrado y un soñador…
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Amores ahogados, de Lola Villana
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. A María se le pasaba el día entre la comida, limpieza de la casa, comprar y
charlar con su vecina del tercero cuando ésta subía a la azotea. Por supuesto las
llamadas de su hermana contándole las ocurrencias de su sobrino, la última que había
hecho: le puso la pantalla del ordenador al revés a una dependienta de lencería. Todavía
anda el padre intentando deshacer el desaguisado del niño.
Pero el momento del día preferido de María era cuando se sumergía en esas
novelas que sacaba de la biblioteca. Ahí se perdía, se convertía en la protagonista,
indagaba sobre las vidas que aparecían en esas páginas, el tiempo no existía para ella,
siempre se preguntaba el por qué de los finales, pensaba que las historias podrían acabar
de otra manera. Algún día ella escribiría algo tan bueno que se forraría como la J.K.
Rowling, esa del Harry Potter. ¡María sal de tu ensoñación que ya llegó tu marido!
Alberto trabajaba como empleado en un banco. Estaba contando los días para poder
acogerse a una prejubilación. Su mayor sueño era disponer de todo el tiempo del mundo
para dedicarse a leer y escribir como hizo un tal Montaigne. Tenían dos hijas con edades
y problemas muy diferentes. La mayor Valentina estudiaba
fuera y la pequeña Laura
todo el día haciendo sus piruetas, soñaba con la gimnasia rítmica.
Sus vidas no eran muy apasionantes pero eran felices.
Llegó la hora de sus esperadas vacaciones, este año tocaba lo de todos los años.
Tenían reservado el apartamento nº4 porque en ese no había cucarachas. María les tenía
fobia.
Marta era la hermana de María y se alquilaba todos los años el apartamento nº3
así podían estar juntas en verano.
Lo que se imaginaban iba a ser un verano tranquilo como tantos otros que habían
pasado juntas, cambió el día en que Marta le dijo a María: estos dos están liados - ¿Qué
dices? ¡Tienes mucha imaginación! - Que te lo digo yo que para estas cosas tengo un
don especial. - ¿Tú te crees que es normal arreglarse tanto para ir a sacar la basura? Además, cuando pasó por la piscina se quedó espiando al pánfilo de su marido que se
entretenía en recomendarle unos libros de jardinería a Alberto.
Por otro lado, llegó Eva. Era la tía de Marta y María. Venía a pasarse unas
tranquilas vacaciones para olvidarse de su trabajo como teleoperadora en Valladolid.
Era soltera, y aunque algo mayor que sus sobrinas, mantenía un espíritu joven que hacía
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que se llevara de maravilla con ellas. Las chicas la pusieron al corriente de los líos que
pasaban este año en la piscina.
Resulta que el dueño de los apartamentos se había liado con la mujer de su
íntimo amigo y todo ocurría delante de sus narices.
Una noche de agosto con más calor que otros días Eva decidió bajar a la piscina
a darse un chapuzón a la luz de la luna.
Cuando estaba llegando a la zona de las tumbonas oyó a dos personas que
mantenían una fuerte discusión. Eran Jaime y Sofía. - ¡Esto sí que nunca me lo hubiera
imaginado! - gritó Sofía.- ¡Yo que pensaba que estaba engañando a mi marido y que yo
te gustaba! - ¡Ahora resulta que por quien bebes los vientos es por él! -. Eva salió
corriendo en dirección a los apartamentos, no se podía creer lo que había oído. Esa
noche no pegó ojo.
Por la mañana, unos gritos aterradores despertaron a todo el complejo. Provenía
de la piscina, María y Marta se asomaron a la ventana casi al mismo tiempo. La visión
que tuvieron no las dejaba reaccionar.
Flotando en la piscina estaba Sofía, una mancha roja rodeaba su cabeza. La chica
que se encargaba del mantenimiento, que era la que la había encontrado, estaba en una
esquina aferrada a su escoba como si eso la protegiera.
El verano terminó, todos volvieron a sus vidas. La versión oficial fue que se
había suicidado. Las chicas nunca se lo creyeron, para ellas tenía más fuerza el crimen
pasional, tanto por parte de Jaime como de Roberto Carlos, ambos tenían sus motivos.
Allí quedaron muchos amores ahogados.
Desde aquel incidente la vida de María cambió, no pensó que tuviera que vivir
una historia propia de una de esas novelas que leía y mucho menos con un final como el
que tanto le fastidiaba de ellas, pero esto no podía cambiarlo.
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Angie, de Iris de Paz
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Ella le había dicho en la terraza del arabesco hotel…, mientras fumaban
“María”, que si le hubiesen preguntado si deseaba nacer, para luego morir, hubiese
contestado que no. Paúl no contestó: estaba absorto contemplando sus ojos hechiceros y
tristes, y sus coletas rubias ligeramente empalidecidas por la luz grisácea de la luna
llena. En sus pensamientos turbios por la marihuana, la veía como una muñequita más
vulnerable aún que él. Incluso en la cena-buffet, se dio cuenta de su ingenuidad, cuando
le preguntó porqué la miraban de esa manera, no siendo consciente del contraste entre
su semblante pueril y su vestido provocativo, de formas voluptuosas y escotado,
demasiado escotado como para no adivinar la verdad. Él había pagado por adelantado
1.320 euros por ocho horas de compañía. Sin embargo, no la tocó. A la semana
siguiente se casó con él. Paúl se creía enamorado de Angie, aunque sabía que ella no lo
estaba de él y de que nunca podría alcanzar el placer sexual, pues violada por un
familiar a los ochos años, se había vuelto frígida; por su parte ella quedó impresionada
por la opulencia en que él vivía envuelto -era un escritor afamado-; además, era guapo,
inteligente y divertido. Así que, al final, corazón y cerebro sellaron el pacto con el
protocolario beso a la novia.
Desde los 13 años ella había viajado por el mundo entero, ganándose la vida a
veces como podía, y otras, como quería (nunca le había abandonado la sensación,
después de ser ultrajada, de ser un simple objeto sexual); por el contrario, Paúl,
introvertido y sin experiencia con mujeres, a pesar de sus 34 años, había vivido de, por,
y para los libros. Carecía de talento, pero a base de deseo y tesón había conseguido
alcanzar una gran habilidad narrativa.
La combinación de ambos caracteres fue explosiva: él empezó a frecuentar la
vida mundana de la mano imperiosa de Angie, y Angie, con su astucia innata, comenzó
a adquirir algo de cultura, principalmente de los libros de la biblioteca que Paúl tenía en
el lujoso chalet donde vivían, si bien pronto se aficionó únicamente a las novelas. Así
pues, a los dos meses de casados, y después del desayuno, se tumbaba a leer en una
hamaca diseñada especialmente para ella, de color verde esmeralda, su favorito, y hecha
de mimbre, sobre la que había una tumbona igualmente glauca, mientras Paúl se retiraba
a su “refugio”, como le gustaba llamarle a él (un pequeño apartamento ganado a las
rojas rocas de S…), para dedicarse de pleno a escribir.
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Por las tardes y noches sin embargo, Paúl se abandonaba totalmente a las
veleidades de Angie, quien derrochaba vitalidad, divertida greguería y, sobre todo,
dinero. Paúl la seguía viendo como una niña indefensa, incluso cuando flirteaba con
otros hombres, atractivos o no, de los que luego se reía en su cara.
Él no la rozaba siquiera, de modo que su ternura se manifestaba ora con sus
palabras, ora, las más de la veces, con su humilde silencio, ante las travesuras de ella;
por su parte, Angie consideraba sagrada la intocabilidad de su cuerpo, menos aún para
gestos de cariño, de modo que tan natural le parecía, que ni siquiera pensaba en ello.
Al tercer mes de casados, Andrés empezó a trabajar por las mañanas como
jardinero. Era aproximadamente de la edad de Angie (sobre los 24), y tenía el aspecto y
actitud típicos del guapo latino: muy bronceado, esbelto y de facciones suaves y bien
definidas; además de pícaro, pendenciero y, sobre todo, mujeriego, especialmente con
las mujeres casadas, pues según se ufanaba con sus amigos, “eso le hacía sentir aún más
macho de lo que era”. Como todos los de su clase, medía su virilidad por el tamaño de
su falo, admirado, deseado y probado por todas las mujeres (una larga lista) con las que
se había acostado. Era pues, física y psíquicamente el polo opuesto a Paúl, de aspecto
pálido, delgado e inseguro de sí mismo (inclusive del tamaño de su pene, aunque era
normal).
No tuvo que acosar demasiado tiempo a Angie para seducirla. En realidad, fue
ella quien la sedujo a él, con su sonrisa de niña pícara y sus contoneos sensuales y
provocativos. Al tercer día todo el servicio sabía que mantenían relaciones sexuales,
tales eran los gemidos de placer de ella al sentir el enorme falo de Andrés en su vagina.
Lo hicieron diariamente varias veces en el dormitorio de los recién casados durante 26
días.
El día 27, Paúl lo descubrió al volver al chalet para recoger unos libros
olvidados. Ella lo desafió con la mirada mientras alentaba a Andrés para que siguiera,
pero este huyó como conejo asustadizo ante la mirada de Paúl: la insoportable tristeza
de la ingenuidad perdida es tan impactante, que hasta el propio maligno no puede evitar,
aún complacido, mirar hacia el otro lado. Ella, sin embargo, ya solos, comenzó a reírse a
carcajadas, hilaridad convertida en hilos acuosos que rodaban burlones por sus mejillas.
Al rato, Paúl salió de la habitación y se fue a su refugio, donde permaneció cerca de una
semana, oscilando su alma entre el amor y el odio.
Fue la semana más feliz de Angie. Despidió a todo el servicio y se dedicó a
realizar todo tipo de actos extravagantes: más de cien libros terminaron en el fondo de la
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piscina de 25 metros; rompió o quemó todo aquello que era más querido para Paúl;
cuando se quedó sin su comida favorita empezó a engullir comida para gatos…
Una noche, después de haber leído “la boina roja”, y recordando su antigua
pericia para hacer saltos de trampolín (había ganado incluso una medalla), y henchido
su cerebro de “María”, se puso torpemente su bañador verde esmeralda, se subió al
trampolín y, sin pensar nada más que en volar y navegar como una sirena, corrió
velozmente por la madera humedecida por la tarozada nocturna, resbalando
inevitablemente y con tan mala fortuna, que su cabeza se golpeó violentamente con el
filo del trampolín, cayendo semiinconsciente y boca abajo en el agua de la piscina. A
los pocos segundos recobró el sentido, aunque no podía moverse. Notaba como desde su
coronilla manaba abundante sangre, pero se sentía feliz y cálida. Solo pensaba en lo
mucho que siempre había amado a Paúl, desde que lo conoció. Lo amaba tanto, que
temía mancharlo con su pasado repugnante y su sensación de puta que siempre había
tenido desde que la violaron. Se acostó y fingió placer sexual (después de todo ella era
una experta en eso), porque quería que Paúl se diese cuenta de que no podría ser otra
cosa en toda su vida, provocándole para que le abandonase, por no sentirse merecedora
de él. Sólo ahora podía verlo todo claro, mientras iba ahogándose segundo a segundo.
Pensó también que ya no le molestaba el final de los libros, metáfora macabra del final
de la propia vida: ella amaba, amaba tanto, que se dijo que bastaba un segundo de ese
sentimiento para que la vida, por corta que fuera, mereciera la pena…
Paúl lo había presenciado todo. Estaba allí ahora, contemplando su cabeza
sanguinolenta y cabellos largos tapándole totalmente la cara, de modo que no podía ver
su expresión de sublime felicidad. Pensó por un momento que estaba muerta, pero un
ligero movimiento de los pies de Angie le convenció de que aún podía salvarla. Pero,
¿querría?…
Dejemos por una vez, atentando contra toda lógica narrativa, siquiera sea para
contentar a la protagonista, que esta infinitesimal “novela”, sea huérfana de fin, y que
vague en la eternidad de la imaginación cósmica que todos llevamos dentro.
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Angy, de Troylo
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, inevitablemente, sus
finales... Tal vez porque los protagonistas guiados por una mente perfeccionista se
ocupan de cubrir huecos para que todo encajase... pero los finales como en la vida
siempre nos sorprenden y no necesariamente para bien.
Pablo admiraba ciertas novelas por sus finales inesperados sin percatarse de que
su vida ya era una de ellas...
Todos los días Pablo solía realizar el mismo ritual por la mañana, ante el
implacable zumbido del despertador salía despedido arrollando todo lo que tocaba para
así aterrizar una vez más en el suelo, era su forma de tomar un contacto real con la
vida... Una mañana al levantarse, tras una noche de insomnio sonó la trepidante alarma
que le impulsó a saltar al suelo lanzándose contra la pata de la cama. Fue tal el
estampido que crujieron los cristales y su torpe pie fue a parar contra el hierro forjado.
Se le desprendió de forma fulminante la uña de su dedo gordo. El dolor fue tan intenso
como el penetrante desgarro de una lanza. Al incorporarse se asustó con su propia
imagen frente al espejo: ¡¡¡Joder!!! ¡¡¡Qué susto!!!!
Trató de reconocer su rostro aniñado pero la imagen que le daba el espejo le
tenía confundido... Sus ojos azules estaban aterrados y su semblante de niño dejó paso a
un rostro endurecido. Se sentía amenazado por su propia imagen: demacrada, con la piel
gris y cansada, pero sí pudo reconocer sus labios carnosos, su pelo pajizo que dejaba
entrever algunas canas. Estaba allí, solo, frente al espejo, tratando de incorporarse con el
otro pie que le quedaba sano, se sentó de nuevo sobre su cama: “Es que nunca iba a
cambiar“ -se decía... “Y mañana cinco de mayo cumplo 36!!!”... Tenía la sensación de
que algo inminente, desconocido y terrible podía pasar en su vida. Se sentía
sobresaltado, atemorizado, y un sudor frío recorrió su cuerpo recordándole que estaba
solo. Su soledad era relativa, ya que Pablo como animador turístico que era mantenía su
tiempo ocupado por otros. De día no tenía tiempo para él pero al llegar la noche su
abrumante compañía se transformaba finalmente en rotunda soledad... De pronto dos
tímidas lágrimas comenzaron a deslizarse por su aún bello rostro mientras sus ojos de
cielo cristalino se iban oscureciendo como nubes sombrías. Sin motivo aparente una
lluvia torrencial de llanto contenido reventó la frontera de su miedo, y así, entre
sollozos, miles de imágenes como flashes acudían a su mente trayéndole recuerdos que
no deseaba y que quería evitar... eran fantasmas con vida propia, almas que se aferraban
a él y nunca terminaban de irse y liberarle.
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Una y otra vez venía su recuerdo, su rostro frágil, sus grandes ojos negros
todavía le miraban... “Angy amor mío nunca como ahora supe cuanto te amaba...” “Qué
maldad tan inocentemente perversa cuando te encerraba en el cuarto echando la llave y
dejándote sola, con el único fin de tenerte, como un loco coleccionista con su muñeca
de porcelana preferida...”
¡¡¡Qué inconsciencia la mía!!! – se decía: Tenerme que romper el dedo para
revivir su recuerdo, sentir su dolor y también mi cobardía... Sí, admito que soy cobarde,
lo fui con ella y lo sigo siendo ahora. ¡¡¡Dios!!! ¡¡¡Cómo quisiera sentir paz en mi
alma!!! ¡¡¡Reconciliarme con mis fantasmas, perderles el miedo!!!
Pablo se atormentaba recordando aquel 7 de junio, Angy acababa de cumplir los
28, se había cortado el pelo... estaban en las piscinas del polideportivo... Pablo gritó:
“¿Qué haces ahí arriba? ¡¡baja de ahí Angy!! Pero Angy que quería demostrarle lo
rápido que iba aprendiendo, le dijo desde arriba: ¡¡Mira cómo voy a hacer el salto!!“
¡¡Bájate de ahí Angy!!
Cuando de pronto un golpe seco y desgarrador como certero sobrecogió a
todos... Pablo se quedó en estado de shock... Su cuerpo frágil flotaba sobre la piscina
boca abajo, presentaba un fuerte impacto en la cabeza... Lo que en un principio fue un
escenario lúdico y veraniego con el bello color azul del agua dulce, se convirtió en un
escenario teñido por el dolor y la sangre...
De pronto se sintió aturdido, ya era tarde, le esperaba una dura jornada de
trabajo y mientras se dirigía a la puerta sonó su teléfono, era su jefe, le esperaban en el
hotel... Había llegado un nuevo grupo de turistas y le esperaban para dirigir las
actividades. Al llegar había un gran revuelo en la piscina, una mujer flotaba sobre el
agua, movido por un impulso incontrolado se lanzó en su ayuda, ella aparentemente
inconsciente se agarró fuertemente a él. Por fin logró sacarla y al tratar de reanimarla
visiblemente aturdida sólo dijo su nombre: - Gracias, soy Angy.
Su alma de pronto se encogió y el valor que siempre estuvo en él volvió de
nuevo cuando le miró a los ojos y le tendió su mano...
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El anillo del Rey, de María Enriqueta
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Se debe decir que Mary Pili, así se llama nuestra heroína, empezó leyendo
algunas historias de Corín Tellado, y el amor, o siempre termina mal o su final no es
nada desconcertante, al contrario, demasiado previsible. Un beso de tornillo, un llanto
apenas contenido o, con suerte y a base de tiempo, dos viejecitos “sordos” pegados a la
televisión. Por ello, su hambre literaria, la condujo a un escalón superior. Descubrió las
interesantes novelas policíacas de la inglesa Agatha Christie. Fue una idea maravillosa.
Junto a la agradable piscina del Club Náutico, resguardada por una gorra al
estilo hip-hop, de un blanco colon, se tostaba su delgado cuerpo mientras,
sucesivamente, los diez negritos señalaban estragos. ¡Qué fascinante!, acompañar la
muerte de forma tan estética. Queda claro que Mary Pili amaba la literatura, pero, sobre
todo, la belleza. Supuestamente, ella era bonita, un rostro a lo Pier Angeli, sin embargo,
detestaba la moda; por ello siempre repetía su cómodo bikini verde aunque no hiciera
juego con las tapas del libro que la entretenía. Ese desapego modil no obedecía a una
descalificación de la moda como arte, sino a que prefería gastar su dinero en algo más
productivo, en las librerías.
De ahí que los machos broncíneos, detectores de bikinis insinuantes, jamás la
persiguieron. Sí, la conocían, mas para ellos era algo menos que la palmera en la que
diariamente se recostaba. Por eso ningún jovenzuelo conocía su gran secreto, su
verdadera ilusión, exacerbada por las incipientes lecturas: encontrar el anillo del rey. Se
lo imaginaba grueso y labrado con arabescos; el puro oro dejando paso a una
hermosísima gema roja, tan deslumbrante que tendría que guardarla en el fondo de su
arquita de recuerdos para siempre.
Frecuentemente se la veía deslizarse por la superficie del agua con los ojos fijos
en el fondo, atisbando el mínimo brillo. Pero, como ya hemos dicho que su bikini no era
espectacular ni su cuerpo adolescente, seductor, nadie le prestaba atención. Jamás
aceptaba el cansancio aunque sabía que para llegar allí, el anillo debía recorrer largas
distancias. Aún así, los imaginativos y sucesivos libros que devoró, Verne, Stevenson...,
la empujaron a fabular el más contundente de los sistemas: el agua de la piscina se cogía
del mar ¿no? el rey competía en un yate ¿de acuerdo? una amarra podía trabarse en su
joya ¿me siguen? ¿Tú crees que él se iba a arriesgar a confesar que Neptuno le había
arrebatado su sello? ¡Ni hablar! Antes las ranas con pelos.
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Una tarde de invierno, en la piscina entonces solitaria, Mary Pili se puso al tajo.
Tras las cristaleras, las voluntariosas imsersistas jugaban al póquer ¡Qué maravilla! Se
bañaban, hablaban, paseaban, se arreglaban, comían y, después del cafelito, como ellas
decían, a disfrutar con el juego. ¡Agarradas a la vida! Una muy sabia confesó a Mary
Pili: si quiere la Importuna correctora borrarme, que empuñe la goma, yo, mientras
pueda, manejaré el lápiz. No quiero irme.
Como relatábamos, esa tarde oscura, nuestra heroína, algo torpe por el escaso
almuerzo y por sus ya ateridos miembros, de repente, se vio amenazada por un fulgor
que la dejó pasmada: ¡¡Por fin el anillo del Rey!!, se dijo convencida, y,
apasionadamente, con frenesí, se lanzó al fondo. No podía capturarlo, estaba demasiado
metido en el ojo del desagüe. No quiso gritar, se lo hubieran arrebatado; su mano, a
base de avanzados esfuerzos, se quedó encajada. Empezó a ladear su cuerpo haciendo
palanca con la cabeza sobre el muro contiguo; cada vez con más ímpetu, tiraba hacia
atrás. Los golpes dañaban su cuero cabelludo manchándolo de sangre.
Al atardecer, el jardinero, armado con el limpiafondos y un clorador salino, se
quedo estupefacto: sobre la escasa agua, ya detenida la bomba de desagüe, encontró el
cuerpo inerte de la lectora. ¡Qué espléndido final! Nunca se averiguó la identidad de su
asesino, sobre todo, porque el limpiapiscinas ocultó en su cajita de los recuerdos una
inquietante sortija, que, de noche y en penumbra, contemplaba con fascinación. Cuentan
que desde entonces Ulrico, mote del piscinero por su peculiar acento alemán, entretenía
sus tardes de retén con la lectura de, para algunos, extraños libros. Un juvenil asiduo lo
comentó así: ¡Joder, hasta El Quijote parece gustarle mogollón. ¡Ni que fuera el anillo
del Rey!
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Anna, de Eliza García
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Como el suyo propio.
Odiaba cualquier final. El de las novelas que leía porque marcaba la despedida
de unos personajes que respiraban con ella. Los finales eran abruptos, cortantes, como si
todos ellos viajaran de repente a un mundo paralelo y ella no los pudiera alcanzar.
Le pasaba desde la muerte de su abuelo, que había sido una sorpresa para todos.
Lo que más le molestaba era que no se había despedido. No había podido pedirle perdón
por tantas cosas. La vida no le había dado la oportunidad de una última comunicación,
con todas las cartas sobre la mesa. No había cogido sus manos de piel frágil y arrugada
sabiendo que en poco tiempo se iría para siempre. Los finales son inevitables, pero las
despedidas deberían ser obligatorias.
Por eso, en el instante justo en que supo de su final, cuando sus pies tropezaron
en el trampolín y sintió como si un hacha hubiera partido en dos su cabeza, cuando se
desvanecía, cada poro de su piel gritó un adiós. Adiós al color azul intenso del cielo en
un mediodía del mes de julio. Adiós a la piel suave de los diez amantes que había
tenido. Adiós a la sensación de su cuerpo cuando bailaba y casi no tocaba con sus pies
el suelo. Adiós al mar que veía desde su ventana. Adiós al último cumpleaños que pasó
con su padre.
Anna murió un martes de abril, y lo último que vio fue el azul del cielo reflejado
en los mosaicos del fondo de la piscina.
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Un ansiado final, de Tooenchumbao
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Muy pocas veces había dado con un final soberbio, uno que sellara la historia de
forma perfecta, uno que le dejara realmente satisfecho. Tras muchos años de crítica
periodística, ahora que había entrado en la vejez se daba cuenta cuán difícil era hacer
aquello que siempre le había molestado sobremanera. Sentado en su butaca, bastante
castigada por el tiempo pasado a su servicio, miraba el folio en blanco y se preguntaba
cómo lograría hilvanar las palabras para conseguir aquello que tanto ansiaba, el final de
su primera y seguramente última novela.
La tarde, como tantas otras de su vida, se marchaba sin dejar tras su paso algo de
valor. El sol caía sin remedio en brazos del mar y la luna asomaba ya tras la valla del
triste jardín cuando decidió posponer el crudo momento hasta el día siguiente.
Lentamente levantó sus gastados huesos de la butaca y entró en casa dejando el folio y
la pluma sobre la mesita del jardín, como había hecho innumerables tardes antes que
aquella. Mientras abría la lata de ensalada que cenaría esa noche repasó una vez más la
pequeña historia sin final.
Nawal, una joven marroquí que llega a Canarias a finales de los 90 con un futuro
prometedor como médica, cae en las redes de la prostitución cuando se enamora de un
traficante de drogas. Él, un latino llegado años atrás desde los suburbios de Buenos
Aires, es un poderoso hombre con grandes proyectos que ve en Nawal un negocio más.
Ella en cambio le ama y mientras él con su voz melosa, su acento argentino y sus
caricias la lleva al altar, ella ve un futuro infinitamente mejor del que alguna vez
imaginó tener. Sin embargo, tras la luna de miel todo cambia. Ricardo la encierra en una
mansión al sur de Tenerife y pasados 2 meses comienza a ofrecer su cuerpo a altos
cargos de la policía a cambio de pasar por alto alguno de sus negocios de droga.
Desesperada, Nawal trata de escapar en varias ocasiones, pero sus intentos infructuosos
siempre acaban en dolorosas palizas que con los años van llenando su cuerpo de
indeseables cicatrices. Finalmente la resignación se apodera de ella y se entrega a su
captor dócil como un cachorro, pero para él ha dejado de ser productiva. Los clientes ya
no halagan sus carnes antaño firmes y suaves, le piden a Ricardo carne nueva para catar.
Él se encuentra en un atolladero, tampoco la quiere para sí y mantenerla cuesta dinero.
Debe encontrar una forma fácil y discreta de deshacerse de ella, algo que no levante
sospechas entre el servicio. Una mañana a Ricardo se le ocurre una buena solución.
Durante varios días mantiene drogada a Nawal haciéndole creer al servicio que está
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depresiva, una semana después prepara sus maletas y les comunica que se marcha de
viaje de negocios todo el fin de semana. El viernes recoge el equipaje y abandona la
casa. Nawal ignorante de lo que le pasa, comienza a adquirir lucidez el sábado por la
mañana. Aún mareada se levanta de la cama y sale a la terraza. Se sienta en el muro del
jardín y durante unos instantes su mente vuela lejos, a las calles de su ciudad. Ve niños
corriendo tras una pelota mientras sus madres venden verdura en un puesto cercano y a
los mercaderes tomando té y fumando en el narguile, incluso es capaz de oler los
aromas a azahar. Un ruido la saca de sus recuerdos, levanta la vista y junto a ella está su
marido. Se pone de pie y le mira a los ojos, están vacíos. Él la agarra por la cintura y
suavemente le quita la bata. Sus pezones se marcan bajo el sujetador y se deja llevar de
la mano hasta el borde de la piscina.
Se sienta frente al televisor y come lentamente la ensalada. Tal vez ahogada, ¿un
poco de amor antes de morir? ¿O quizá un frasco de pastillas? ¿Y una reconciliación?...
Patéticos, todos eran finales patéticos.
Finalmente, resignado como la mujer de su relato, arrastra los pies hasta su vieja
butaca y con la luz del crepúsculo escribe:
“La abrazó con ternura, la recostó al borde de la piscina y le soltó el pelo
suavemente. Ella le miraba deseosa de amor, cuando sus manos asieron su cabeza
simplemente pensó en un beso conciliador, pero éste nunca llegó, en su lugar hubo una
explosión de dolor y luego simplemente oscuridad. Él se aseguró de que pareciera un
accidente”.
Deja la pluma sobre el folio, se levanta lentamente y orgulloso echa a andar
hacia el Parnaso.
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Bajo la línea de flotación, de Kimberly Pool
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales; porque todas se basaban en la premisa de acto = consecuencia y si algo había
aprendido de la vida es que la mayoría de las veces no obedecía a formulas matemáticas
sino que se complacía en ser imprevisible y decididamente agradable con los malvados.
¿O si no cómo era posible que el Mamut disfrutara de una existencia idílica y
ella de una miserable a su servicio? Cada mañana llegaba a la casa, abría las cortinas de
la habitación del Mamut, la cual con un gruñido indescriptible, para probar que sus
antecesores dinosaurios seguían presentes en sus genes, aullaba:
- Tú, tráeme el desayuno.
Porque ella era y siempre sería “tú” o en su defecto “oye”, porque llamarla por
su nombre habría sido un acto condescendiente imposible para el Mamut, que se había
criado en un mundo donde las chicas se llamaban Paquita o María, pero nunca jamás
Kimberly. Lo de Kimberly se lo debía a una madre adolescente de barrio que pensó que
la época de las Jennifers ya había pasado y que su niña se merecía un nombre más
sofisticado.
El brillante futuro augurado para ella había acabado en una gymkama de “en
busca de la combinación perdida”: porque en el mundo del Mamut la gente usaba
combinaciones y no tangas, y eso, según ella, era el elemento diferenciador básico entre
una clase y la otra. Porque inexplicablemente el Mamut perdía las combinaciones,
inexplicablemente porque eran del tamaño del mantel de la mesa camilla de la abuela, y
porque además, la sola idea de imaginar al marido del Mamut arrancándole el jodido
viso hacía que se atragantara de risa.
En fin, que el Mamut era miserable en toda la extensión de la palabra. El único
respiro que tenía y que la apartaba de la casa la mañana completa era el proceso de
desmomificación al que se sometía todos los miércoles (lo que hacía que se alejara más
de Sara Montiel y se pareciera más a Joker). Y en estos días ella se colocaba su bikini
verde y hacía suya la piscina, imaginando que el Mamut moría en mitad de una
liposucción y ella seducía al viudo.
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Cuando se impulsaba sobre el trampolín, despertó de su sueño cuando al ver
fugazmente la puñetera combinación sobre la tabla, que a saber qué narices hacía allí,
pues en su mundo el sitio más raro donde se dejaban las bragas era debajo de la cama, y
eso en momentos de emergencia. Lo siguiente, de repente, todo fue un uno el resbalar,
el golpe en la cabeza y el flotar muerta en la piscina del Mamut.
Porque si eres criada y te llamas Kimberly el único lugar donde flotarás será en
las aguas de tus sueños y vanas ilusiones, siendo la propia vida quien continuamente se
vaya encargando de ir poniéndoles punto y final.
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La biblioteca del tío Luis, de Kamar Lamar
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales, por eso acostumbraba a no leerlos. Opinaba que en muchas ocasiones los
buenos libros se estropean porque su autor se precipita en llegar al final o porque nos
conduce irremediablemente hacia lo esperado. Algunas veces el escritor consigue un
final sorpresivo pero a la vez tan absurdo que nada tiene que ver con el resto de la obra.
El tío Luis estaba convencido de que no merecía la pena estropear una buena lectura o
desdeñar a un autor por empeñarse en leer hasta la última página.
Se permitía alguna licencia con autores clásicos, más por educación que por otra
cosa —le parecía irrespetuoso no terminar una obra de Shakespeare o de Balzac—, pero
la tónica dominante era no examinar las últimas páginas, a veces veinte, a veces treinta
y en ocasiones muchas más, pues abandonaba el texto cuando percibía que el autor lo
conducía hacia el temido final.
En casi todas las obras de las abarrotadas estanterías de su despacho, asomaba
un marcador que indicaba dónde había empezado a aburrirse. No quitaba la señal
porque según él, podía apetecerle terminarlo en cualquier momento, aunque no se había
dado el caso en muchos años. Como mantenía esta rareza desde su juventud, entre sus
textos encontramos marcadores de más de cincuenta años de antigüedad. Sin
pretenderlo, el tío Luis se había hecho con la mayor colección del país.
Entre ellos descubrimos algunos de gran valor sentimental, como el que le regaló
su padre poco antes de ser fusilado, en el que reprodujo un poema de Antonio Machado,
o aquel otro de una novia argentina, desconocida para nosotros y que, con una fina
caligrafía le obsequiaba un beso cariñoso.
Encontramos también una colección con fotos eróticas que debió comprar en
París cuando viajó para ver a su hermano, y descubrimos, a cuarenta y ocho páginas del
final de “El bonito crimen del carabinero” de Camilo José Cela, un programa de cabaret
con la foto de una cupletista y un beso de carmín rojo con una dedicatoria que decía
“Para mi Luis, que ha escrito sobre mi cuerpo los mejores poemas que jamás escribirá”.
El tío Luis había vivido solo desde que murió su madre en el 73, durante esos
años y hasta el día que murió, cuidó de él Antoñita, que era casi tan vieja como él pero
seguía yendo tres veces por semana a hacerle la limpieza y la comida.
Ella fue la que nos dio la idea de lo que debíamos hacer con todos aquellos
finales que Luis no leyó. Con mucha paciencia y ayudados de un cúter, fuimos cortando
las páginas de todos los libros y metiéndolas en cajas, la tarea nos llevó toda la noche y
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eso que éramos cinco, sus cuatro sobrinos y Antoñita, pero era necesario que el trabajo
estuviese terminado a primera hora de la mañana, el entierro era a la una.
Llegamos a la funeraria con tiempo de sobra, dispusimos las cajas alrededor del
ataúd y pedimos al funerario que la abriera y nos dejara a solas con nuestro tío,
queríamos despedirnos. En cuanto salió de la habitación nos pusimos manos a la obra,
como eran muchas páginas y no iban a caber en los laterales, levantamos el cadáver y
pusimos una capa de finales debajo de él, teniendo mucho cuidado de no mezclar unos
con otros, colocamos al tío encima y forramos los laterales, terminamos de cubrirlo y
nosotros mismos cerramos el ataúd.
Los señaladores, salvo los más íntimos que pusimos dentro del féretro, los
repartimos a partes iguales entre los cinco. Cuando íbamos a visitar su tumba, en lugar
de flores dejábamos un ramillete de marcadores.
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Un caso atípico, de Mary
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Compraba muy pocos libros y, cuando lo hacía, éstos habían llamado su
atención más por el “boca a boca”, que recordaba a lo largo de los meses, que por
ninguna crítica literaria o de publicidad en los medios. Guardaba cuidadosamente en su
bolso una pequeña libreta donde anotaba títulos y autores, esperando el momento de
encontrar aquel tesoro entre las pilas que se amontonaban en la librería de segunda
mano donde solía comprarlos. Siempre los comenzaba nada más dejar la tienda, y
mientras avanzaba para tomar su autobús ya iba palpando la suavidad del forro, no
importaba que fuese la edición más barata, que solía ser a al que ella tenía acceso; le
gustaba tocarlos y meter las uñas, sus cuidadas y limpias uñas entre las páginas,
tratando de adivinar lo que el espíritu del libro le prometía con su lectura. Más tarde, ya
a pie firme bajo el dosel de la parada y mientras otros se desesperaban por la demora del
transporte, ella iniciaba el contacto con las letras que formaban las palabras, que
encadenaban las oraciones de la cubierta. Generalmente cuando el autobús llegaba, ya
estaba a punto de iniciar la lectura del libro y, siendo aquella la parada inicial de la
línea, no tenía problema en conseguir un asiento del lado donde la sombra le protegiese
del sol vespertino.
Unos cuarenta y cinco minutos más tarde, cuando se apeaba en la esquina de su
calle, ya habría leído el número suficiente de páginas que le permitía saber, con absoluta
seguridad, si la historia tenía el suficiente interés como para pasar una noche de
encuentro mutuo. Ella tomando el libro con sus ojos y éste dejándose arrebatar los
sueños, los conocimientos y la vida que en él fluían. Como un río por el que navegamos
con tranquilidad pero alerta para poder bucear en toda la belleza que nos ofrece.
Hoy había tenido suerte al conseguir un título que anhelaba desde hacía meses.
Y que parecía de estreno. No tenía, como otros, fallos en los bordes ni, en el interior,
hojas ligeramente dobladas por sus puntas. Quizás un tanto dramática la foto de la
portada, lo que parecía una muchacha ahogada en una piscina. Pero tampoco se había
fijado demasiado en el detalle con el cansancio de la larga jornada laboral y la premura
de no perder el autobús de las 5.15.
La casa le esperaba, como era habitual, en silencio y penumbra. Pero no sintió la
soledad de otros días, ensimismada en la historia que había estado leyendo y que
terminaría una vez se hubiese duchado y cenado, a modo de premio de la jornada, algo
que solía ofrecerse, de vez en cuando, como único alivio a su miseria.
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Cuando pasada la medianoche cerró el libro por su última página, una angustia
conocida se apoderó de su mente. El final de la novela, el cruel y fatídico final que
nadie le había contado, era el reflejo de la foto de portada: una mujer asesinada, con la
cabeza abierta, flotando como una muñeca rota, en una nítida piscina.
Se acercó a la ventana y miró hacia la calle. Nadie la transitaba, ni peatones ni
tráfico y había empezado a llover. Una leve y blanca llovizna que hacía brillar
ligeramente el asfalto. Recordó una frase de su cuento favorito: “…su alma se fue
desvaneciendo poco a poco mientras oía el ruido de la nieve cayendo levemente sobre el
universo y cayendo levemente también, como el descenso de su final postrero, sobre los
vivos y los muertos (x)” … y el abrazo final de los protagonistas. El cariño del marido
por su esposa y la sinceridad de ella al confesarle un amor de juventud. Así debían
terminar todas las historias, pensó. Y es que lo que más le fastidiaba de los libros que
solía leer eran, invariablemente, los finales tristes.
(x) del cuento “Los muertos” (“Dublineses”, de James Joyce)
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Comienzo de un final, de Sandra y Sabrina
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales, pensó Sandra mientras se entregaba en los brazos de un pesado sueño. El
comandante del avión anunciaba el aterrizaje para dentro de quince minutos, y el sopor
le aflojaba las manos dejando caer el libro sobre sus rodillas. En cuanto lo sintió
resbalar de sus manos, se activó en ella ese inconsciente mecanismo mental que nos
impele a no dejar caer objetos cuando nos dormimos inconvenientemente, lo cual le
molestó sobremanera por arrancarla tan bruscamente del regazo de Morfeo para
devolverla a la tortura de una butaca en clase turista. Como apenas le quedaban unas
páginas para acabarlo, y aun temiendo un decepcionante final como tantos otros, no
pudo evitar seguir leyendo todavía tentada por el sueño.
“Sabrina se desperezó en la tumbona pensando que quizá debía beber algo para
no deshidratarse. En la terraza del hotel el calor era todo el espacio, todo el espacio
era calor, y una granizada de limón haría que sus papilas gustativas estallaran en
orgasmo. Así que, cediendo al placer requerido por su garganta, llenó gustosa de frío
limonado su garganta. Por una vez, en la terraza de aquel hotel, experimentó la
inexistencia del tiempo: no había relojes, ni preocupaciones pasadas, incluso sentía que
no había nada más después de aquel momento de relax absoluto en la piscina, que el
futuro no tenía cuerpo. Eso le gustó”
El avión ya había aterrizado y los pasajeros salían entre sus maletas de mano,
llamadas de móvil, mensajes de móvil y conversaciones de móvil. Todos contaban o
eran preguntados por familiares o amigos acerca de su integridad después del vuelo.
También Sandra se dirigió a la sala de equipajes para hacerse con su maleta, y resultó
que por primera vez la suya no era una de las últimas en aparecer por la cinta. Se alegró
por este detalle, que le permitiría llegar al hotel antes para darse un chapuzón en la
piscina, se merecía esas vacaciones más que nadie. Llamó un taxi y pronto estuvo en
dirección a las cinco estrellas gran lujo que aliviarían su estrés crónico. De camino,
ahora sí, podría saber qué le sucedería a Sabrina tras haber sido uno de los personajes
más macabros que había encontrado en las novelas de segunda que solía comprar para
entretenerse en el tranvía para ir al trabajo. Ya dentro del taxi, abrió de nuevo el libro
por la última página con esa sensación de placer que produce llegar al final de una
historia compartida.
“Metió el pie derecho en la piscina para tantear la temperatura del agua, y
agradeció lo templada que estaba. Subida en el trampolín, a Sabrina le resultó raro
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cómo de nuevo la invadía esa sensación de un presente absoluto, de un inexistente
futuro. No se sintió culpable por sentir esa paz después de todo el daño que había
hecho, y dudó de esa máxima de que todo el mundo recibe su merecido tarde o
temprano. Riendo se tiró de cabeza al agua, con una efusividad de tal calibre que
apenas se dio cuenta de cómo perdía la conciencia y quedaba flotando boca abajo,
mientras una mancha de sangre comenzaba a crecer en la piscina”.
Vaya final más predecible, exclamó Sandra en voz alta mientras descargaba la
maleta del taxi. Indignada nuevamente por las lecturas que escogía, decidió que jamás
volvería a comprar aquel tipo de novelas. Eran tan poco realistas, tan planas, tan
repetidas, que se reafirmó pensando que la realidad no sólo supera la ficción, sino que
de hecho es la realidad quien la hace posible y al mismo tiempo insignificante.
Dirigiéndose al hall del hotel el cabreo fue in crescendo, vaya manera de comenzar sus
vacaciones. La indignación sólo se la quitó el revuelo de policías que había allí dentro
en el mostrador de recepción, que la sacó de su iracundo letargo. De un plumazo, su
opinión de este último libro cambiaría al enterarse, entre asombrada y aterrorizada, de la
muerte de una joven en la piscina del hotel por un golpe en la nuca al tirarse desde el
trampolín. Una apabullante sensación de presente absoluto, de inexistencia de futuro, la
invadió enseguida, y aterrorizada no se atrevió a preguntar por el nombre de aquella
desafortunada joven.
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Con esa cara de extranjero, de Charo Castro
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Eran finales inodoros, insaboros e insípidos, como si en la vida no fueran los
olores, los sabores y los colores las sensaciones que más recordamos de un momento, de
una persona, de una situación precisa. No se puede oler lo que no tiene olor. No se
puede saborear lo que no tiene sabor, no se pueden ver matices y reflejos en donde no
hay color. Y sin embargo, mientras siente como el frío líquido entra en ella, puede
visualizar todos y cada uno de los olores, todos y cada uno de los sabores, todos y cada
unos de los reflejos.
Conoció a David un verano en el Médano. Su cara de extranjero, su pelo casi
blanco por el sol y un espléndido cuerpo de surfista fueron su tarjeta de presentación.
Hablaba un español roto que a ella le sonó a poesía; a él le fascinó su inglés
universitario.
El sabor se acomoda en su boca, como una serpiente a bordo de un tiovivo a
cámara lenta; después esa misma serpiente transporta su líquida nostalgia hasta la parte
posterior de su boca y allí yace, mientras su cuerpo se convierte en un recipiente
anhelante y deseoso. Sabe que después de la faringe, pasará al esófago, pero, en su caso,
primero se detendrá en sus pechos, aún enhiestos como entonces, rellenará cada una de
sus arboriformes ductos, cuyas ramas la llevará hasta sus pezones. Allí el líquido saldrá
de su cuerpo, como si fuera la leche que nunca produjo, sólo para solidificarse,
convertirse en manos y tomar con ambas sus senos, acariciarlos despacio, moviéndose
con suavidad por encima y por debajo de su pezón. El líquido entrará otra vez en su
cuerpo y lo recorrerá, con la misma suavidad, ternura y fuerza que él lo hacía hace
tiempo, llegando a todas partes de su cuerpo y de su alma, transportándola a su juventud
y a aquella piscina.
De todas las expresiones que ella había oído en otros idiomas para expresar
“flechazo”, ella se sintió identificada con la expresión italiana, “colpo di fulmine”, “el
golpe de un rayo”, porque fue eso lo que ella sintió aquel tórrido día, bajo un cielo sin
ninguna nube que anunciase tormenta. De nada sirvieron las recomendaciones de todos,
la cara de tristeza de su novio de toda la vida, los escollos propios por ser él extranjero.
Su líquida nostalgia huele a cloro, al sudor del entrenamiento engañado por el
agua, huele a aquella tarde en la que el entrenador los dejó solos para que terminaran
sus tandas y acariciaron sus cuerpos, desnudos y húmedos.
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A bordo de una de esas barquitas de pedales, ella le habló a David de Ítaka, y le
recitó poema de Kavafis, cuyos versos resumían su búsqueda.
Su líquida nostalgia tiene un color azul deslavazado. Puede sentir con sus ojos
de mujer madura cómo se sumergen, desnudos, con la bóveda acuosa sobre ellos. Su
cuerpo de ahora es un gran voyeur, convertido en una descomunal muñeca hinchable
boca abajo que nunca podrá perder todo su helio para acariciar el fondo.
David la escuchó en silencio, como si supiera de antemano que, Ítaka, la isla a la
que Ulises siempre quiso llegar, significa la búsqueda en nuestro interior, en nuestra
alma, el camino hacia un destino al que podemos llegar repletos de vivencias. Con él
emprendió su viaje.
Su líquida nostalgia tiene el olor, el sabor y el color del amor una vez
compartido, amor con mayúsculas, amor con forma de corazón que se va derritiendo,
poco a poco, para caer, gota a gota, dentro de su cuerpo.
Mucho más tarde, cuando las venas de la cara de David denotaban su gula, sus
alumnos de inglés se hartaron de sus ausencias y sus dos mejores amigas empezaron a
mirarla con cara de lujuria satisfecha y culpable, él le confesó que, cuando le habló de la
isla de ese tal Ulises, pensó que se refería a Ibiza y que supuso que ella allí se había
“tirado” a uno con un nombre un poco raro y por eso estaba tan excitada. Ella ni se
inmutó; ya había descubierto que se había equivocado de compañero de viaje. Al
terminar cada partida de paddle, él, Javier, su amigo de la infancia, su primer amante, su
compañero de equipo de natación, le ofrece, como en un ritual de añoranza y de
intimidad, su agua para que ella beba.
Ella sabe que es inútil confesar a Javier que lo ama, porque él es de esos
hombres leales con la persona que, pegó, pieza a pieza y con una dulzura infinita, el
puzzle de su corazón partido.
A ella únicamente le queda la posibilidad de seguir mirando la vida desde lo
alto, mientras la vida fluye y se le escapa y, sólo en sus sueños, consigue llegar hasta el
fondo para alcanzar junto a él aquella Ítaka que flotaba ante ella y no supo ver.
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El coraje de vivir, de Ainoha
Siempre presagió que estaba cerca el final de sus días, sería por eso que lo que
más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus finales.
“Ironías del destino”, se decía, mientras caminaba por aquel largo y oscuro
túnel. El agua iba invadiendo sus pulmones pero en lugar de sentir angustia o
desesperación, experimentaba una deliciosa serenidad mientras se sumergía en un
mundo hasta ahora desconocido de paz y quietud.
Siempre había pensado que morir sería una experiencia terrible; ni en el mejor
de sus sueños supuso que podría ser tan dulce: “si lo sé me muero antes”, se decía,
mientras buscaba en su memoria algún momento guardado tan grato como el que estaba
sintiendo ahora.
“¿No se podrá una morir más veces?”, se sorprendió pensando… “¡pero qué
tonterías!, ¿cómo se puede uno morir varias veces? Deben ser los delirios de la
muerte”, concluyó.
Paula tenía 7 años cuando su padre les abandonó, 8 cuando su madre murió de
pena y 12 cuando sus abuelos murieron en aquel extraño “accidente”, del que nadie
nunca más quiso hablar, y que era un recuerdo prohibido en el pueblo, hasta tal punto
que desde entonces ella era “la innombrable”. Ni siquiera sus tíos quisieron hacerse
cargo de ella y de su hermano; pareciera que fueran un problema… los apestados. Aún
hoy no entendía el porqué de los insultos, las amenazas, la cara de desprecio de la
gente… si ellos nunca habían hecho mal a nadie…todo lo suyo sabía a odio.
Pero tampoco fue mejor su peregrinaje por todos los orfanatos e internados de la
región, incluso en el de las Clarisas. Allá también eran bastetanos, y por ese motivo eran
insultados, mancillados, vejados, humillados y siempre estaban amenazados de muerte
por los otros huérfanos.
Madre Pilar fue la única que se apiadó, a escondidas, de ellos, y en las noches de
tormenta, cuando decían que se aparecía el espíritu de la contradicción y todos los niños
se escondían asustados en el fondo de su cama, los reunía a los dos, y tras bajar por
escalofriantes pasadizos hasta las mazmorras donde guardaba los libros prohibidos,
subían a su recámara y les enseñaba historia. La verdadera historia, prohibida por el
Gobierno de Liberación Nacionalista (GLN), por ser contrario a sus intereses de
mantener engañado al pueblo y que el odio creciese y pudiese, per se, eliminar en el
menor tiempo posible todo lo que oliera a no nacionalista. Y la historia contaba que
antes que llegaran los hombres, los osos y los lobos que allí habitaban, ellos ya estaban
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allí. Y decía un refrán de un libro que “de fuera vendrán los que de tu casa te echarán”,
y ella pensaba que a ellos les pasó como decía el refrán del libro. Y eso a ella no la
consolaba…
Así fue como, poco a poco, aprendió historia; y a leer, porque, como bastetanos,
sólo tenían derecho a aprender a ser bestias para el trabajo en el campo. Madre Pilar les
decía que no había ocurrido nada parecido desde los tiempos de los judíos. Y eso a ella
la indignaba y la enfurecía, y su voz, muda, clamaba venganza…
Ahora el gobierno permitía los linchamientos entre vecinos mirando para otro
lado y dejando hacer, siempre, claro, que ello contribuyera a sus intereses. Eran
“desgraciados accidentes” provocados por la mala sangre que tenían los bastetanos,
que adonde iban llevaban la discordia y la mala suerte. Y ella sufría en silencio…
Y Paulina iba comprendiendo ahora el odio que anidaba en el corazón de sus
enemigos, y aunque luchaba por contener su rabia, la impotencia ante la injusticia la
envenenaba de tal manera que sentía que el miedo desaparecía dejando paso al coraje
del espíritu.
Paulina murió por defender la libertad y luchar contra la barbarie y la injusticia:
tenía 17 años. Sus compañeras, huérfanas de padre, madre y sentimientos, la mataron
una noche de luna llena. Una emboscada, un golpe artero y cobarde, su cabeza sangraba
y su cuerpo flotaba en la piscina...
A medida que avanzaba por el túnel, Paulina se sentía feliz, plena de amor,
satisfecha de haber cumplido su misión. Paulina oyó una voz que la llamaba. ¡Paulina!
Paulina no vio a nadie, pero volvió a oír la voz; ¡aquí Paulina! Miró al fondo y vio un
destello, luego un punto, un fulgor y por fin una inmensa luz blanca, tranquilizadora. Al
fondo estaban sus abuelos y sus padres. Paulina corrió hacia ellos, los abrazó y lloró.
“Tranquila Paulina, no llores”, le dijeron, “tenemos muchas cosas que contarte; lo has
hecho muy bien, cariño, has llegado a tu destino; pronto volverás y tendrás que cumplir
otra misión”.
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La decisión, de Alberto Yukai
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales maniqueos. Le parecía mentira que una mujer tan metida en el mundo real le
gustase esa bazofia de héroes y malvados. La observaba ahí, a la espera de su idólatra
fiesta, echada en su tumbona, removiendo con su dedo meñique el crispado limón de su
daiquiri y esa ligera sonrisita, inverosímil pensar que fuera por lo que pasara dentro de
aquel libro. Una postura tan tranquila, relajada, ya no sólo con la facultad de
ensimismarse en algo ajeno a su vida sino obviar y marginar al séquito que la rodeaba.
Tantos años alrededor de su comodidad se merecía una mísera palabra de
agradecimiento, un elogio monosílabo, una insinuación donde irradiara el simbólico
destello de la gentileza.
Pero así era Sara. Una diva colosal que cuando organizaba una fiesta todo se
medía en torno a su persona o a su forma horripilantemente falsa de ser. Nada podía
salirse de lo previsto. La improvisación se convertía en un lastre vetusto y pesado. Cada
cosa en su sitio y en su momento tan pronto como Sara ordenara, porque el mundo se
creó para obedecerla y tratarla como a una verdadera diosa.
Rodolfo la había dado ya por un caso perdido. Se contentaba con que a él lo
dejaran en paz al margen de sus manías inaguantables, aprovechándose como un gato
azorado, por qué no, de las reuniones bestiales que le brindaban un escaparate de chicas
nacientes de sociedad, estimulándolo para ponerse esa brillantina en el pelo y el
smoking esmeradamente planchado. Sara solía yacer en el punto de fuga, en el centro de
la perspectiva; desde cualquier paraje que estuviera con sólo alongar el cuello su sonrisa
discriminatoria retumbaba con un eco casi diabólico.
Rodolfo conocía la faceta sibilina de Sara. Si quería acercase a Miriam, una
chica tremendamente hermosa y encantadora, tendría que hacerlo con disimulado oficio
de conquistador. Las miradas lascivas, volcánicas, le aseguraban que sólo debía
agarrarla de su fino brazo y llevarla a ese cuarto de invitados que nadie pisa. Allí la
poseería rápidamente, dejándola con ganas, poco satisfecha, para que la próxima vez le
pidiese por favor Rodolfo esta vez más despacio.
A Rodolfo las mujeres casadas se lo comían con los ojos. En su figura destilaba
la imagen de un auténtico galán. Por eso cuando Miriam fue arrastrada sigilosamente
entre los pasillos decorados con un regusto modernista se sintió una chica excepcional,
sólo a ella le estaba tocando aquella suerte. Pero Sara controlaba hasta lo más mínimo, y
sobre todo en una de sus fiestas. Ni el ajetreo de la banda ni el sonido agudo de las
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copas ni las voces estridentes la confundían. Ella había notado la presencia de la chica
nueva en su mansión. Le pareció que su preciosidad se dilapidaba con una arrogancia
juvenil y descarada. A su olfato llegó el olor animal que desprendía su marido entre los
balaustres de la terraza. Se mostró de repente indispuesta con unos antojos demenciales
de ir a refrescarse. Y con su juicioso taconeo envolvió los mosaicos, subió la escalinata
marmórea a una velocidad inusual para su clase, atravesó pasillos y puertas cruzándose
con las tímidas miradas de los huéspedes y de los sirvientes perdidos en un laberinto. La
gran mansión permanecía expectante tras un silbido lejano de voces, y a Rodolfo,
cuando escuchó aquel taconeo peculiar y maniqueísta como sus anquilosados libros, le
entraron unas prisas aceleradas de desembarazarse de aquella chica angelical que
follaba sin gracia esperando el orgasmo de su vida. Los pasos cada vez más cerca, y
Sara abriendo puertas en busca del fuego clandestino. Rodolfo se maldijo de no haber
tenido el cuidado imperceptible de otras ocasiones en las que su ausencia no se
descubría, pero hoy el asunto fue distinto; el hálito de la belleza de Miriam rumoreaba
hasta en los descansos de las conversaciones, imposible de echar en falta. Los taconeos
se hacían aún más fuertes y decididos y Miriam vistiéndose como una inexperta. El
ventanal dejaba ver los reflejos del sol en la piscina trasera. Sería muy duro enfrentarse
a la mirada pétrea y mortífera de Sara, similar a una fría estatua que no expresa ni una
palabra pero que basta con sus ojos sicarios. Y quedaba poco tiempo, había que decidir
lo que hacer rápidamente.
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La desfiguración del sirviente, de Farruco
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, inevitablemente, sus
finales, porque nunca daba en el clavo. Las acciones que los personajes realizaban hasta
llegar a un desenlace cierto, jamás coincidían con las que él imaginaba a libro cerrado,
para seguir las indicaciones que le diera el psiquiatra del Club de Campo como método
contra el Alzheimer. Con estas premisas, a medida que avanzaba por los últimos
capítulos, su vida adquiría un neurótico peregrinar que le hacía ir de repente, desde
cualquier parte donde estuviera a la biblioteca de su mansión, convertida ahora en el
refugio del ermitaño que llevaba dentro. El texto en ciernes apenas reposa en la
estantería. Al acabarlo, lo apesadumbran las ideas en las que no cayó y que ahora le
parecen lógicas, pero el ejercicio prescrito por el médico, que era en realidad lo que
importaba, estaba hecho. Con el prólogo de otra novela entre las manos, abriría un
nuevo ciclo. Recostado en su diván Luis XV, pasaría horas recopilando estrategias para
alinearlas con finales posibles y a menudo el volumen se le asentaría en el vientre,
dejándose viajar por el espacio.
En este estado, unos pasos amortiguados se le acercan.
— “¿Le hablo o no le hablo? Da igual, nunca me escucha” —refunfuña para sí el
mayordomo en la puerta de la biblioteca, apoyado en el dintel y mirándole la coronilla
que sobresale del cabecero.
Estaba ya en la casa, cuando nació aquél. Hoy lo confunde con el cuidador de las
caballerías y le ordena modales, después lo tratará como al barón reencarnado, —su
padre— y al día siguiente por la tarde le preparará su bata y las zapatillas y le
reprochará haber traído a casa a una joven de melena suelta que se mete en todo: “A mí
nadie tiene que decirme cómo gobernar la mansión después de tantos años” —se
rebelaba con el puño cerrado.
Cincuenta y cinco había estado supervisando la hacienda, ordenando armarios
con alcanfor y seleccionando pajaritas, pero en los últimos años, su lucidez asomaba y
se perdía como un tren entre túneles. Formaba parte de la casa y no tenía otra estación a
donde ir.
El señor lo sentía como suyo y se llenaba de pavor. Le obsesionaba que sus
sesos siguieran deterioros paralelos y buscó en las novelas el antídoto para retrasar el
momento en que la enfermedad, imparable, se apoderase de él. Ya registraba en su
memoria olvidos para la indumentaria de la cacería, para las reglas del golf, para los
argumentos políticos de sus tertulias y, en cambio, le volvían actualizadas las vivencias
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de su juventud con los Jesuitas y las excursiones a la montaña. El corazón se le encogía.
Había vivido sin metas y nunca quiso compartir matrimonio. Contrató a su
gusto, para cuidar al mayordomo, una asistenta y la introdujo en la casa haciéndola
pasar, con el fin de que la aceptara, por la hija de un familiar lejano. Le dio permiso
para andar cómoda de ropa por toda la casa, nadar y tomar el sol en las horas de
descanso. El cuerpo de ella era un guiño para su vida, una pasión inalcanzable, un
veneno para su edad. Odiaba no heredarla de su servidor.
— Se lo ruego, señor. No deje más cadáveres tirados por ahí —le silabeó el
hombre a su servicio desde su asiento en el jardín de siempre. Era contraindicado para
su enfermedad cambiarlo de escenario, sacarlo de paseo a la ciudad, enfrentarlo a
parques nuevos—. Los he sacado de la nevera, —continuó como recapacitando— de la
alcoba, de debajo de la cama, de las caballerizas. Sólo me faltó sacar alguno de la
piscina.
El señor lo escuchaba y asentía con la cabeza, sonriéndole sin proponérselo. En
otro tiempo, cualquier prenda que encontraba su hombre fuera del sitio —recordó con
brío— lo llamaba cadáver y le divertía oírselo decir para reprenderle con sutileza su
carácter desorganizado.
El viejo sirviente, cuando lo suponían descansando en su cámara, se asomó a la
ventana y vio a la chica nadando como una hidra. Guiado por sus ganas de maltratarla,
arrancó el cascanueces del soldado de la galería y lo lanzó a la piscina.
— ¡A tomar viento! —se dijo a sí mismo y cerró la ventana—.
A continuación, alguna razón suelta en su cabeza le trajo el pensamiento de que,
como sucedía en las novelas del señor, la culpa se la echarían al mayordomo, no a él.
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Desiderata, de Aureliano Buendía
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Todos eran previsibles, como los de las películas. Después de no se sabe cuántas
páginas, él adivinaba lo que iba a pasar con mucha antelación, fuese lo que fuese. A
pesar de todo, aquel día salió feliz de la librería, tenía en su poder la última novela de
Gabriel García Márquez. Recién publicada. Olía a perfume, a Caribe.
De todo lo que leía, las únicas historias en las que el final se le resistía eran las
más sencillas y las más cortas. Cuantas menos páginas y menos personajes el autor tenía
más posibilidades de sorprenderle, y a veces lo conseguía. Una vez lo adivinó en el
último capítulo, con sólo doce párrafos de antelación.
A veces lo ponían difícil deliberadamente. Eran esas historias en las que los
personajes habitan en distintos escenarios y al coincidir en un pasaje, todo se aclara y
soluciona con mucho orden y mucha lógica. O historias dentro de otras historias, y así
sucesivamente, o con sorpresa que no se espera nadie. En todos los casos él lo adivinaba
y hasta era capaz de plantear más alternativas.
Su imaginación para descubrir lo que el autor iba a relatar y adelantarse al final
era increíble, pero cuando intentó escribir historias originales se dio cuenta de que no
valía, que no era lo suyo. Por eso tenía el mayor de los respetos por los escritores,
buenos o malos y siempre acababa el libro. Era su homenaje particular, privado y
silencioso.
Las novelas históricas le gustaban mucho. Policíacas leía de vez en cuando y las
de misterio no eran sus favoritas. Las de amor sólo le interesaban si había sexo y
relaciones duras o escabrosas, pero se publicaban pocas novedades. Los cuentos le
fascinaban, le entretenían como si fuesen crucigramas.
Sólo había fallado tres veces. La primera de joven, con Si una noche de invierno
un viajero de Italo Calvino, su estructura circular le había engañado y emocionado.
El único que le había ganado dos veces era su autor favorito, Gabo. En Cien
años de soledad había más finales que comienzos y en Crónica de una muerte
anunciada no le dio tiempo a descubrir el final porque lo leyó en la primera frase.
Aquella tarde, cuando llegó a su casa, sin preámbulos se puso el bañador, cogió su
nueva novela y bajó a la piscina comunitaria. Le excitaba el reto de empezar la lectura.
Un grupo de niños ruidosos se iba y sólo quedaba una vecina del otro bloque tumbada al
sol. No quiso mirar la tapa del libro. Doscientas cincuenta páginas, bastantes más que
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Memoria de mis putas tristes (lo adivinó todo en la página doce, pero dudó hasta la
mitad del libro). Se colocó de espaldas al sol y comenzó a leer.
A los cinco minutos levantó la vista del libro y en un instante adivinó su propio
futuro. Sabía que él acabaría en la cárcel por mucho tiempo, sin poder terminar la
novela, ni adivinar su final. Lo vio todo claro cuando apareció en la urbanización aquel
hombre de traje oscuro y con una bolsa de deportes. El hombre caminaba nervioso y
sudaba mucho. Se acercó a la piscina, abrió la bolsa, sacó una pistola y una toalla,
apoyó la toalla en la cabeza de la chica y disparó. Sonó como un petardo. Acto seguido
se metió el cañón de la pistola en la boca y no se atrevió a disparar. El hombre del traje
oscuro le miró desafiante y se acercó. Temblando de rabia le tendió la pistola. Vamos,
por favor, hazlo tú, dispara, le dijo. Tenía tanto miedo que cogió el arma sin pensar,
pesaba poco. El libro se le cayó al suelo. Desde lejos una mujer gritó. Algunas ventanas
se abrieron. El hombre cogió su bolsa y huyó a toda velocidad hacia la calle. Todo en
unos segundos interminables.
En el juicio algunos vecinos declararon que vieron a la chica muerta flotando en
la piscina y que él apuntaba a un hombre asustado que salió corriendo en cuanto tuvo
oportunidad. Lo que más sorprendió a su abogado es que tuviera asumido en todo
momento cuál sería el desenlace, a pesar de ser inocente.
La novela sigue en el juzgado, custodiada como prueba número cuatro. La ha
solicitado a la biblioteca de la cárcel y está pendiente de recibirse. Ya le llamarán.
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El devorador, de Calíope
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales... Empezó con una novela, luego otra, y otra, en una búsqueda infructuosa por un
final memorable, un sabor de boca tan intenso, fuera amargo, dulce o salado, que le
hiciera reconocer el plato maestro. Pero no hacía más que toparse con insípidas sopas de
letras o pesadas cenas que repetían de puro ajo. Convirtió la búsqueda en un ansia
devoradora, perdiendo todo criterio. Cuando, una vez ingeridas un par de docenas de
huevos de oro, esas obras magnas encumbradas como la maestría de la Literatura
Universal, no encontró más que la salmonela del tedio, abandonó los presuntuosos aires
sibaritas y dejó de querer diferenciar los sándwichs de pulp magazines de las
cucharaditas de selecto caviar de Autor Pretencioso. Se metió de lleno en el restaurante
de bufé libre y comida basura, con sus millones de platos cuyas indigestiones de
sobremesa eran más largas que el hecho de masticar su cartoné.
Las consabidas tortillas nacionales y eternas paellas de domingo le sabían a la
misma amalgama espesa y repetitiva. El mismo pastiche eran las delicatessen francesas
como el souffle Zola a la esencia de Rimbaud 1871 y los tripletes de anillos de cebolla
única, que los milhojas catedralicios a la anodina crema espesa. El mismo retrogusto
nasal con aromas de sopor destilado y regaliz amargo le parecían los refrescantes pero
resacosos cócteles de los sumilleres Bukowski y Kerouac, las jarras negras de Guinness
dublinesas al estilo Bloom o el vinagre pasado de uvas Steinbeck, que el agua bendita
de cáliz de Judea al toque de templario cátaro y el orujo ancestral de eones extraños
marca Lovecraft&Cia. Le repetía igual una delicada ensalada de algas Kawabata a la
vinagreta Mishima con perlas haiku de isla Shiki, que un potaje de morcilla de carne de
payaso psicópata en caldo sanguinolento de adolescente telequinética. Tanto le era un
entrante de gazpacho lorquiano macerado bajo luna verde con picatostes de burrito
esponjoso, que un segundo de fina carne de pavo nicaragüense asado en coñac
macerado durante cien años de soledad en la misma tinaja que aquella de la cual Circe
escanciaba su vinoso ponto a Odiseo. Empalagosas igual unas yemas de Santa Teresa de
la Iglesia Conspiradora que un bocadito almendrado de sabiduría oriental de la
Pastelería Scherezade. Igual de correosos los filetones de ballena blanca al queso del
Tormes, receta anónima, o el costillar de diplodocus Denominación de Origen
Certificada Mundo Perdido a las finas hierbas del tenebroso río Congo, que el lomo de
tiranosaurio jurásico adulterado con germen de criadilla de rano. Igual de cautivador el
soma que promete un mundo feliz, los embutidos Vida Eterna de los Cárpatos, o el
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colorido plato rejuvenecedor del chef Wilde, que la espuma de aires de grandeza
humilde Coelho o el filo de toledana cartagenera con puré de perro inglés. Sabían igual
los originales pinchos de cucaracha metamorfoseada que el revuelto de
bigotes de
Serekan y plumas de halcón maltés en jugo de lolita vuelta y vuelta. Tanto da la Niebla
embotellada con fino cristal nihilista de la fábrica de San Manuel Bueno que aquella
Nada que Bastian Baltasar Bux sirve en copas con escamitas de torre de marfil. Y el
mismo estímulo para las papilas es el evocador ossobuco de Merlín estilo Malory que
un crujiente de palo de escoba a lo Hogwarts con reducción de Dragonlance y eneldo.
Pero no por mucho más tragar cesó en su empeño del final perfecto, ese que
sacia y deja en la memoria hasta el dibujo del mantel, y en el espíritu el estremecimiento
de haber sido colmado. Así que profundizó más, entrando en los salones menos
valorados, menos aceptados, pero tan usados como el resto. Mordió cada viñeta de
tebeos de mutágenos efectos, cada tira de lasaña de gato naranja y cada sopa de niña
quejica. Masticó las selectas piezas de caza Maus, el tremebundo salteado de sesos de
Jimmy Corrigan o unas lonchas de Mortadelo con aceitunas, con la misma fruición que
los bocadillos de viejas arañas radiactivas con sal de Kripton. Y degustó con el mismo
desagrado toda la casquería selecta de las mejores columnas diarias que los recetarios de
postales viejas y fotos sin nombre, fueran de un apetitoso paisaje en blanco y negro, de
una suculenta sardinada familiar en sepia en su tinta o una tapa de fiambre de una mujer
flotando tiesa en una piscina, liofilizada en Polaroid, lista para ser consumida con un
pegote de salsa rosa preparada en diez minutos.
Pero todo era lo mismo. Todo tenía el mismo sabor. Ninguna obra, al acabarla y
exhalar con las entrañas repletas, le dejaba satisfecho. Ningún sabor contundente,
ninguna verdadera novedad. Todo era papel y tintas, letras y ácidos de celulosa, cola
blanca del lomo y cuero viejo de incunables, plastificadas sobrecubiertas y tela de
marcapáginas. Todos con el mismo final, con el mismo sabor: la sensación de no estar
saciado.
Porque para un insecto bibliófago, un lepisma devorador de libros, todos tienen
el mismo buqué.
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El elixir de la creatividad, de Toscalero
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales tan predecibles. Pero más rabia le daba no poder escribir un final original. Era
sencillo tener una idea, incluso desarrollar la trama hasta cierto punto, pero el
desenlace… ¡ay el desenlace! Los papeles arrugados hacían rebosar la papelera,
llenando el suelo de bolitas que contenían sus ideas desechadas. Dicen que Miguel
Ángel vio en un bloque de mármol a su David, pero Marcos de su papel blanco sólo
podía ver una cosa: un papel blanco. Los pensamientos cruzaban su mente, pero no
encontraba la manera de enlazar las palabras de modo que la sinfonía de su escrito
narrase lo que el quería mostrar al mundo.
Sentado frente a la vieja Hispano Olivetti, acompañado por una taza de café bien
cargado, esperaba el momento en que Calíope decidiera pasarse por allí a darle una
palmadita en la espalda. Su abuelo, antiguo propietario de la máquina de escribir, sí
había encontrado la inspiración, tras ingerir una gran cantidad de vino. Quiso creer, que
como las plantas crecían con abono y él siempre había sido bajito, si él se untaba de
excrementos, se haría más grande, así que bajó a bañarse a una alcantarilla. La Parca
pasó a recogerlo cuatro días más tarde.
Rápidamente le vino una idea. Tal vez su abuelo, que había sido un borracho, no
hallara en el alcohol más beneficio que su muerte, pero, ¿y si bebía absenta? Se sabía
que personajes de gran relevancia artística como Picasso, Baudelaire o Hemingway la
tomaban para desarrollar sus obras. Es posible que con él también funcionase. Se puso
una chaqueta, bajó los cinco pisos y rápidamente salió a la calle en busca de una
licorería que vendiese botellas del elixir de la creatividad. Entró en el establecimiento,
un lugar bastante desordenado que olía a humo de habano y estaba regentado por un
señor hindú de mediana edad. Buscó en los estantes hasta que la encontró y se dio
cuenta de que existía más de un tipo. Había absenta de cuatro colores: verde, roja, azul y
negra. No sabía cuál era la que debieron consumir los ilustrados para inspirarse. Al final
se decidió por la verde, que era el color de la esperanza. Cogió una botella y se dirigió a
pagar al mostrador. Por fin tenía la solución.
Al llegar a casa, fue a la cocina. No sabía si la absenta había que beberla en vaso
o en copa, así que cogió esta última ya que le daría un aire más aristócrata. Se dirigió a
la habitación y abrió la botella, de la cual surgió un olor anisado, y vertió su contenido
hasta llenar media copa. Tomó aire y se llevó la copa a los labios. ¡Cómo quemaba al
bajar por la garganta! Ingirió toda la copa de golpe y se acomodó delante de la máquina
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a esperar. Tras diez minutos de espera, y en vista de que la musa no hacía acto de
presencia, bebió otra copa, esta vez con un poquito más de licor. La vista empezaba a
nublarse, y la habitación empezaba a girar poco a poco a su alrededor. Aferró las manos
a la máquina de escribir y empezó a redactar lo primero que se le ocurría.
“Un cadáver fue hallado flotando en la piscina. Era una mujer, joven, sangrando
de un golpe en la cabeza. La policía llegó rápidamente y con ellos el detective
Montilla…” No, no, no. Tenía que ser más minucioso en la descripción del cuerpo en el
agua. Quería que el lector supiese exactamente lo que era la muerte gracias a su texto.
Llenó otra copa, esta vez hasta el borde. Notaba su sangre hervir del calor de la
creatividad, que llenaba hasta el último rincón de su ser. Además, aún no tenía un
asesino. Empezó a desesperarse. Se sentía mareado y con mucho calor. ¿Y si hacía creer
a todos que había sido un asesinato pero en verdad era un accidente? Se levantó y abrió
la ventana y se quedó unos momentos allí apoyado en el marco. Estaba frustrado. La
mano le resbaló y se inclinó hacía delante moviendo los brazos para poder aferrarse a
algo. Marcos, tras una caída de cinco pisos, aterrizó en la piscina del edificio,
golpeándose la cabeza. Mientras flotaba boca abajo le llegó la inspiración. La chica,
borracha caería por la ventana, muriendo ahogada en la piscina. Encontraron a Marcos
ahogado dos horas más tarde, sangrando de un golpe en la cabeza. La policía llegó
rápidamente y con ellos el detective Montilla…
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En busca del final perfecto, de Kamach
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales de carácter oportuno. Siempre el protagonista de aspecto pulcro, bienhechor ante
infortunios y agravios, eterno paseante de menesteroso a triunfador. Eso por no hablar
de la diosa hecha musa que siempre llora por sus idas y venidas. Le fastidiaba los
finales porque carecían de la “sensibilidad honesta de los sentidos”. Howard era
profesor de filología hispánica, pero pronto dejó su profesión al cumplir los requisitos
mínimos exigidos para favorecerse del ejercicio de la jubilación anticipada. Era hombre
de carácter afable, risueño, de constitución tenue y escuálida, de mirada triste y sonrisa
desdibujada. Su pelo solía presentarlo desaliñado, mas no por descuido voluntario, sino
por la siempre caprichosa e impertinente travesura del soplo liviano, que con mayor
matraca y pujanza suele presentarse si advierte al agraciado rechistar por sus alientos y
céfiros. Se dice que Silvia Puig Santos asistía con cierta
asiduidad a sus clases para
oírlo en sus disertaciones. Como más tarde se supo, asistía a las mismas sin estar
inscrita en el año académico, sin matrícula de ningún tipo. Se trataba de una joven
amante de las buenas letras, defensora grandilocuente de los autores clásicos y
apasionada de la poesía y de sus épocas doradas. Deleitándose en la escucha, se
olvidaba del fin común y lucrativo de las titulaciones doctas, sin más interés que aquel
que radicaba en el propio proceso. Era habitual localizarla sentada al final de la clase
con semblante circunspecto y reservado. El asunto es que empezaron a verse de tarde en
tarde, unidos por su pasión literaria, ya lejos del marco erudito de tiempos pasados. Se
habían convertido en auténticos aliados y cómplices de su pasión compartida (aunque
muchos han vaticinado que entre ellos hubo más que una admiración mutua). Howard
escribía y escribía, y ella leía lo que las manos de éste erigían, para luego ofrecerle su
verdadera opinión de los mismos, charlando durante extensos periodos y dilatadas
tardes de ensueño. Particularmente, no se ponían de acuerdo en lo referente a los finales.
En Howard, los terminables eran su punto más débil, su verdadero quebradero de
cabeza. Le costaba decantarse por alguno, titubeaba. Se dice que aquellas críticas que le
facilitaba su compañera, irritaban en demasía a Howard, que parecía perder por
momentos el control de sus impulsos.
- ¿Te ocurre algo Howard? ¡Te noto tenso y empalidecido! ¡Me prometiste que
no te ibas a tomar tan en serio el tema de tus finales! ¿Quieres que te diga que tus
finales son perfectos? ¡Si es así, lo haré!- expresó Silvia Puig a su compañero con
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efusividad y con tono de voz elevado, manifestando su descontento y desarraigo ante tal
escena.
- ¡Pero tú que sabrás! ¿Qué mérito ha de tener el crítico que tiembla cuando sus
propias manos escriben? ¡Quien no escribe, no debería tener la competencia de opinar!–
vociferaba Howard con tanta furia y rabia, que parecía poseído por alguna fuerza
mayor, desconocida y descatalogada, pero siempre de naturaleza infernal y virulenta. Siempre dices “esto no, aquello tampoco” y todo porque enamorado estoy de ti como un
imbécil. Ni la opinión de críticos de renombre me habría de importar si la tuya estuviese
presente, porque tu opinión… ¡Tu maldita opinión de engreída!… es mi vida ¿me oyes?
Y casi sin pensarlo, la golpeó con dureza en la cabeza, acabando con la vida de
Silvia Puig en un acto. Rara mezcla de horror y gozo brillaba en su rostro y en sus ojos
ingentes, donde sus labios dejaban caer espumarajos sin control aparente, como quien se
relame en su visión prodigiosa, extasiado, excitado. Sonrió. Luego, casi sin pensarlo, le
puso un bikini, tiró el cadáver a su piscina y fotografió su instantánea perfecta, la
muerte de su amante de letras, su anhelado final conseguido.
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En el final de la rima, de Midori
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Como esos donde, desde la mitad, sabes que el mayordomo es el asesino. O esas
películas, donde el cadáver siempre aparece flotando en la piscina de una mansión. Esas
ideas obvias la frustraban. Parecía que el imaginario de muchos, no caminaba más allá
de esos patrones tan utilizados.
Así que se propuso participar en aquel concurso literario, promovido por la
biblioteca pública de la ciudad. Quería encontrar un final que la dejara totalmente
satisfecha.
Era todo un reto, porque aunque devoraba todos los libros que caían en sus
manos, nunca se había propuesto formar parte de ellos. No como creadora.
Así que salió aquella tarde en busca de la inspiración. De ese halo luminoso que
marcara su imaginario.
No sabía exactamente dónde buscar…qué encontrar merecedor de ser retratado
en el papel, pero no descansaría hasta localizarlo.
Comenzó examinando las heridas de los árboles del parque, tan marcados por el
amor.
Buscó entre las tablillas de los bancos de madera, donde a veces, se encuentran
vidas por revelar, como esos: “aquí estuvo…”
Abrió las puertas de miles de baños, donde todos hemos fijado algún mensaje
que merece ser escuchado.
Caminó entre las paredes de los edificios, apreciando cada detalle de los graffiti
que los visten de color.
Se asomó a los diques de la costa para escuchar al mar romperse contra ellos…y
la danza de las gaviotas que permiten al viento ulular entre sus alas.
En la puerta de un colegio reconoció la algarabía de la inocencia y encontró la
ilusión del futuro que está por llegar.
En una de las plazas, saludó a las diferentes edades de la vida. Y descansando en
la terraza de un bar, imaginó el país del café.
Mientras hablaba por teléfono descubrió el cielo que la miraba, no tan azul como
esperaba, pero siempre hermoso. Y entre el mapa de sus pies, las baldosas y el asfalto
que nos guían.
Por la avenida principal experimentó el teatro del artista: desde los mimos que
crean el movimiento con la voluntad, a los músicos que encadenan notas por tu camino.
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Junto a las campanadas de la iglesia, escuchó canciones de gargantas de
carnaval. Y en su cara pudo dibujar la imagen de un antifaz.
Impregnada por todo aquello, se sintió satisfecha y emprendió la vuelta a casa.
Allí le esperaba la tarea más ardua: crear.
Sentada frente a la pantalla, y con un sándwich en la mano para alimentar su
imaginación, comenzó la lucha contra las letras del teclado. De ellas tenía que sacar la
historia con aquel final excepcional.
Y aquí me encuentro ahora frente a ti. Con esta historia sin final inventado y un
principio establecido. Con esa imagen de la chica flotante que nada tiene de
expectante. Con rimas fáciles en mi historia para hacerla más irrisoria.
Mi final va más allá de este papel. Lo traspasa y llega hasta ti. No hay mejor
final que aquel en el que tú, formas parte de la historia. Porque delante de mi pantalla
sentada, luchando con mi teclado, te he encontrado después de mi larga búsqueda. Te he
imaginado. Tú, eres mi
FIN
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Encuentro casual, de Guinda
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Esas novelas en las que, después de haber golpeado a la víctima en la cabeza y
hacer que pareciera un accidente en una piscina, el asesino se dejaba olvidada la colilla
de un cigarrillo, y la policía, al más puro estilo americano, conseguía averiguar la
identidad del agresor por medio del ADN.
Desde pequeño recordaba con fascinación el relato del crimen de la calle
Cordera que le contaba su padre. Alguien que llama al timbre, el perro que no ladra, la
víctima que abre la puerta y el disparo certero en el corazón. Ningún testigo. Ninguna
pista. Caso cerrado.
Desde su febril imaginación de niño visualizaba al asesino y su pasión que,
como una sombra negra, se abalanzaba sobre su víctima hasta cubrirla de nada. Esta
imagen cinematográfica, sumada a la cercanía de la localidad isleña en la que había
ocurrido, conformaba una historia ciertamente sugerente y seductora.
Lo suyo también había sido fácil. No había ninguna relación aparente entre la
víctima y él. De hecho, la víctima era tan sólo un eslabón molesto hacia su meta, Elena,
también sin relación aparente en aquel momento. La diferencia entre ambos crímenes es
que el suyo parecía un accidente en lugar de un asesinato premeditado durante largo
tiempo. No le importaba la falta de notoriedad, no pretendía coleccionar víctimas, ser el
enemigo público número uno y salir en las noticias, porque sólo le interesaba una.
Todo empezó una tarde lluviosa de abril, cuando, de manera casual, tropezó con
ella al salir de unos grandes almacenes. Fue todo muy rápido e intenso. Él quiso
ayudarla a recoger sus paquetes, pero ella se anticipó y le dio las gracias, casi sin
mirarle a los ojos. En ese momento, él sintió en toda su profundidad el sutil perfume
mezclado con su piel y el azul de sus ojos, que pudo aprehender en una fracción de
segundo. También supo que era la mujer de su vida y que haría cualquier cosa por
conseguirla.
Desde entonces había transcurrido un año, aproximadamente. Un año en el que
se dedicó a espiarla, en los momentos que le dejaba libre su anodino trabajo en el
Registro de la Propiedad. Esta actitud acechante lo hacía sentirse un tanto superior,
como las personas que conocen un secreto que ol s demás deberían saber y sólo ellas
saben.
Un día llegó el momento de pasar a la acción. Esa tarde, después de ver cómo se
despedían
dándose
un
apasionado
beso,
tomó
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la
resolución
de
separarlos
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definitivamente. Él sabía que su marido tenía turno de noche en el hospital donde
trabajaba, y que solía ir a su casa caminando, pues se encontraba a quinientos metros de
él, así que lo esperó unas cuantas calles más allá, muy cerca de la casa de ambos.
A medida que se iba acercando el momento sentía el palpitar de su corazón y la
sangre que pugnaba por abrirse paso entre sus venas. Pero esta sensación desapareció
cuando lo embistió brutalmente y vio su cuerpo desmadejado como un títere sin hilos
volar por el aire y caer bruscamente en el asfalto. Ni siquiera el charco de sangre en el
suelo empañó su estado de ánimo. Se sintió liberado al instante, como si hubiera cesado
un dolor crónico que lo amargaba desde hacía tiempo.
Lo demás vino después. Conocer a Elena de manera aparentemente casual y
conseguir ser su apoyo durante la fase de duelo le resultó fácil. Es cierto que tuvo que
esperar bastante tiempo hasta que ella purgó su dolor y pudo confiar en él, abrirle su
corazón y enamorarse mansamente, pero ha valido la pena.
Todos los domingos toma con Elena un desayuno espléndido, los hijos que tuvo
con ella le sonríen como si fuera el mejor padre del mundo y todos desconocen que no
existe la casualidad.
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El equilibrio es imposible, de Ivonne Ferreiro
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales.
Desde pequeño, Arturo siempre vivió con el estigma de ser muy inteligente.
Digo estigma, porque a determinadas edades, que te cuelguen ese sambenito puede ser
todo menos gratificante. Por todos es sabido que los niños sólo quieren divertirse y
aprender cosas, en todo caso, de aquello que les gusta. La pena de saberle tan listo era la
constante sombra que planeaba sobre su cabeza en forma de desaprobación por parte de
sus padres y profesores cuando no cumplía las expectativas que éstos tenían de él. Sus
compañeros, en cambio, lejos de estar constantemente bajo la lente de una lupa
inquisidora, podían hacer casi siempre lo que les viniera en gana sin necesidad de ser
siempre los mejores, los más creativos, locuaces, eficaces y “maduros”. Este nivel de
exigencia tuvo un efecto rebote sobre él que le llevó, como venganza, a desarrollar un
voraz e incontrolable sentido de la crítica hacia el trabajo de los demás.
Pasó años leyendo novelas, poemas, ensayos y toda clase de literatura que
llegase a sus manos. Se podría decir que buscaba en ellas ese algo que aun no había
encontrado en la vida real. Esos sentimientos que él teóricamente sabía explicar, pero
que, en la práctica, no había logrado experimentar.
El problema de la gente alienada de la realidad es que pueden llegar a idealizar
las cosas que no conocen y, cuando se disponen a buscarlas, descubrir que no existen
como ellos las han desarrollado en sus mentes; y decepcionarse e incluso hundirse.
Buscó y buscó y se desesperó cada vez que cerró un libro para descubrir que la historia
había llegado a su fin y no le había conseguido tocar el alma.
Se dedicó, entonces, a escribir cartas a los autores de las novelas que leía,
enviándoles lo que para él era la versión perfecta, el modo en que sus historias debían
terminar y adjuntando un detallado informe de por qué debía ser así. Su costumbre no es
que rozase la obsesión, es que lo era en toda regla. Cualquiera que le viese en su estado
de máximo apogeo aseguraría sin ningún reparo que se encontraba ante un demente.
Muchos se preguntarán entonces, que si lo ya escrito nunca estaba a su gusto, y
si tan capaz se veía de corregir a los demás, cómo era que no se proponía escribir él
mismo su propia novela. Sin embargo, esa no era su naturaleza. Él estaba hecho para ser
crítico con lo que había a su alrededor, no era un creador o, quizá, no se atrevía a serlo,
siendo como era conocedor de lo cruel que pueden llegar a ser las críticas. Así le habían
hecho y así se comportaba. Y esa, precisamente, era su enorme lucha que, avanzando
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poco a poco, pero sin retroceder, le vencía. Sin embargo, esta conducta que podríamos
calificar de extravagante no era más que la punta del iceberg del demonio que ardía en
su interior y que le atormentaba.
En una de esas noches en que el dolor dejaba de ser insoportable para dejar paso
a algún atisbo de lucidez, Arturo y su amigo Jack Daniel’s se vieron inmersos en una
espiral de confesiones. En algún momento entre las tres y las cuatro de la madrugada,
Arturo escuchó claramente a su compañero decirle: “No bajes la cabeza“, “no te
hundas“, “no abandones“.
- ¿Por qué no? – espetó él a voz en grito, exhausto de tanto pensar por una vez
en sus propios errores y no en los de los demás.
Durante toda su vida, se había encontrado con consejos como estos. Los
aceptaba, suponía que eran
razonables y llenos de lo que algunos llaman optimismo,
fuerza o vitalidad. Sin embargo, la experiencia le demostró a Arturo que a veces llevar
una pesada carga puede acarrearte problemas de espalda, mantenerte a flote puede hacer
que te pierdas unos preciosos corales bajo tus pies y no bajar la cabeza hace que pases al
lado de un billete de cien euros sin percatarte. De pronto tenía la inexorable certeza de
que lo correcto es saber cuándo algo te sobrepasa, cuándo pelear por algo no merece la
pena ni siquiera a la larga, cuándo en vez de demostrar que eres fuerte, lo que estás
haciendo es demostrar que eres tonto. En definitiva, cuándo seguir luchando es más
cobarde que abandonar, aunque nos hagan creer lo contrario. Se dio a sí mismo otra
oportunidad y comprendió que a veces tocar fondo es necesario para emerger
apreciando de otra forma, quizás más consciente y, aunque parezca contradictorio, más
infantil, la realidad de la vida, de las personas, de las cosas. Decidió que ya era hora de
recuperar su infancia perdida.
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El espejo, de Felicidad Luna
"Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales..." tristes, por no haber sido escuchadas esas mujeres que sin pedirlo eran
anuladas y maltratadas hasta la muerte.
En manos de quienes socialmente eran vistos como verdaderos caballeros y eran
verdugos insaciables.
Válidos en una sociedad que hasta ahora simplemente se dedica a justificarlos y
a decir con nostalgia en los telediarios la situación repetida...
"Eran una familia ejemplar. ¿Dónde está el ejemplo?
Cuántas veces desearon ellas mirar atrás y no oír la frase
-" No se volverá a repetir..."
Mentiras una y otra vez.
Mientras delineaban un mundo aparte en el que sus sueños de libertad, las hacían
sentirse importantes.
Una nueva vida, era lo que necesitaba ella, y así lo hizo:
Esther viajó a New York, a perderse entre sus calles, entre sus gentes,
inventándose un nuevo nombre, sin mirar atrás.
Llegó y todo le parecía que tenía una escala desproporcionada, las gentes sin
contacto visual le ayudaban a sentirse cómoda, quería el anonimato y así lo conseguía.
Murmullos, soles y lunas le acompañan...
Perdía la vista entre la marea de personas que van y vienen.
Caminó hacia la estación Central, se giró a observar lo que miles de veces había
formado parte de esas películas que vio, admiraba cada espacio, agradecía la fortaleza
de vivirlo y de estar en busca de su equilibrio.
No sabía qué dirección tomar, pero mientras, aprovechaba para ver la cantidad
de destinos que podía tener en ese instante.
De un todo, no era consciente de que el rumbo de sus palabras, pensamientos e
ideas dependían solamente de ella, sin embargo una fuerza interior se manifestó en la
seguridad, de que cualquier cosa que hiciera, sería positiva.
Su deseo era ahora tomarse unos días para recorrer la ciudad, que el aire le diera
en la cara y que su vista se difuminara entre los altos edificios.
Mientras se decía "Sigue adelante".
Su pasado golpeaba incesantemente su corazón.
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Gracias que a través del tiempo aprendió a escuchar el silencio con calma,
redibujó, con nuevos lápices su mejor tiempo, como un cuadro que cambia de estación.
Redescubría olores mientras se perdía en la cuadrícula de una ciudad llena de
expectativas, así dejando atrás un laberinto de sombras.
Aún cuando estaba en un contexto duro, áspero, volvió a sonreír.
Decidió adentrarse en el latir del lugar, porque
tus manos hacen, lo que tus
pensamientos y emociones necesitan plasmar.
Ya su realidad no tendría que ver con los finales de las novelas, ella aprendió a
construirse uno propio, sin miedos, sin culpas...
Ahora su proyecto tiene nombre y dirección particular.
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Esperanza, de Garrapata
“Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales...”, dijo Alan mientras tomaba un descanso de la entrevista que le hacía para la
revista a la que estaba trabajando por aquel entonces. Aproveché el descanso para poner
una nueva cinta para la grabadora, afilé bien la punta de mi lápiz y pasé a una nueva
página de mi bloc de notas, cómo decirlo, ese día estaba muy nervioso, pero también
con un gran entusiasmo, era la primera vez que podía conseguir información de primera
mano de uno de los guionistas más importantes de la historia “El destino”.
- ¿Era eso lo que más odiaba?- pregunté interesado por los gustos de “El
destino”
- No-respondió Alan con un tono cansado, y aunque llevásemos ya dos horas de
entrevista no se veía molesto por la larga duración ni porque la sala donde teníamos la
entrevista hacía un calor de mil demonios, parecía más bien cansado por el esfuerzo de
recodar todos esos recuerdos lejanos y expresarlos lo más verídicos posible.
- Verás, chico, lo que más odiaba él en toda su vida era tener que matar
personas.
No entendí muy bien a lo que se refería y estuve a punto de preguntarle que me
lo explicase mejor, pero se levantó de su sillón y empezó a buscar por todos los
armarios del salón entre pilas y pilas de folios hasta que volvió con un pequeño dibujo
hecho a lápiz y deteriorado con el paso de los años.
- Obsérvalo bien chico, estoy seguro que alguien como tú sabrá qué significa
este dibujo.
Claro que conocía la ilustración, la chica en bañador que flotaba muerta en la
piscina era una escena muy conocida entre los fanáticos de “El destino”, ya que
pertenece a la primera obra que escribió
- “El delfín de Cicerón” se llamaba así la obra ¿no? Y la chica era un personaje
segundario…no recuerdo cómo se llamaba.
- Ja ja ja ja sabes yo tampoco me acuerdo bien del nombre de ese personaje, no
llegaba a tener una gran importancia dentro de la historia, y tampoco llegaba a levantar
curiosidad entre los lectores… el único que le mostraba aprecio a ese personaje era “El
destino”
- ¿Entonces por qué acabó matando ese personaje?
- Verás, por aquel tiempo “El destino” era todavía un novato en este mundillo,
mal alimentado y con aspecto de no ducharse en una semana , por lo que nadie lo
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tomaba en serio, y bueno cuando eres nuevo no puedes llegar y hacer lo que quieres
cuando quieres, sino que tienes que hacer lo que quieren los que ponen el dinero, y esos
cabrones lo único que quieren es más dinero ¡cerdos de mierda!-Se detuvo un momento
para respirar, me refiero a que paró para tomar una larga calada de su pitillo-¿por dónde
estaba yo?...¡ah sí! Ok, él era joven y “El Delfín de Cicerón” se publicaba por capítulos,
capítulos que siempre escribía la noche antes de enviar a la editorial. Un día los cerdos
de los que te hablé le informaron que las ventas empezaron a descender y que lo que
haría levantar las ventas sería una muerte, algo que tuviese morbo y le obligaron a que
ese personaje fuese la chica de la piscina… ¿sabes? “El destino” no pudo dormir en toda
una semana por el “pecado” que según él cometió.
Alan se levantó y volvió a guardar la ilustración entre los bloques de papeles de
su casa mientras me daba tiempo a tomar anotaciones en mis apuntes.
- Ese personaje significaba mucho para él , no sé cuánto le llevó crearlo ni cómo
se inspiro en su creación lo que sí sé es que tenía, planes, grandes planes que se fueron a
la mierda en un abrir y cerrar de ojos. La muerte de esa chica fue breve, un disparo en
plena cabeza por la espalda, que fue relatada en sólo dos líneas.
Un golpe en la mesa me hizo detener las anotaciones que hacía, miré la mesa y
encontré un enorme cartapacio con miles de folios que se desbordaban.
- Aquí “El destino” escribió una infinidad de diferentes situaciones en las que a
la chica de la piscina le ocurre otro futuro, en uno le sorprende una fuerte lluvia que
moja la pólvora del asesino y se salva de su muerte, en otro la chica escapa nadando
desde la piscina hasta la Atlántida, en otro tras el disparo en su cabeza a se convierte en
cenizas y luego en un huevo de oro del que sale después una cría de lobo con los colores
del mundo y así muchos, tantos que una vez cuando ya dejó de escribir estas
continuaciones le pregunté en tono irónico que por qué no escribía mas versiones, que
eran muy pocas, a lo que contestó que las que faltaban otros se encargarían de hacerlas
ja ja ja ja… nunca llegó a publicar estos “finales” fue por decirlo de una forma salvarla
del olvido creando para ella unos mil y un universos paralelos donde ella sería feliz…ya
recuerdo cómo se llama ese personaje.
- Yo también-contesté mientras dibujaba una sonrisa en mi cara.
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La fama tiene un precio..., de Oligofrénica
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales... Aunque para Chonchi, que sólo había leído dos “novelas” en su vida, Los tres
cerditos y Caperucita roja, no sería del todo apropiado decir: las novelas que solía
leer... (salvo que hoy en día se considere novelas: in touch, cuores y demás periodismo
fantasioso de esos que inundan los quioscos) pues la señora, criterio tenía más bien
poco. Diría que miraba estupefacta el cuerpo ensangrentado que flotaba en la piscina de
su comunidad pero en realidad no sería justo tampoco decir que lo miraba “estupefacta”,
ni asustada, ni atónita, ni nada parecido, sí es cierto que sentía cómo un escalofrío se
adueñaba de su avejentada piel de menopáusica, pero en el fondo de su detestable y
repugnante ser, lo que esa “señora” sentía era un escalofrío pero del placer que le
producía ver esa imagen, en breve su comunidad sería el centro de todas las miradas, el
blanco de los programas del corazón, pues flotando sobre el agua estaba el cuerpo de
una vecina perteneciente al selecto club de los “casposos” de este país, y ella una
devoradora feroz de todos esos medios que les dan bombo, ser el primer ser humano en
descubrir el cuerpo sin vida de lupita la ex del hermano, de la novia del primo de
“Paquirrrin” supondría asegurar su incipiente jubilación con los jugosos beneficios de ir
de plató en plató contando su experiencia y todos los asuntos más morbosos de la vida
de lupita. Sería la mujer más vista de la televisión durante las próximas semanas hasta
que otra “fatalidad”convulsionase los cimientos del país. Veloz como sus gordas piernas
le permitieron, corrió hasta su casa, nadie podía adelantarse a ella a la hora de dar la voz
de alarma. Entró en su piso maloliente, con las varices casi a punto de estallar descolgó
el teléfono y marcó un número que tenía anotado en su agenda, al otro lado su
interlocutor escuchó asombrado su relato y respondió que no se preocupase, que ya iban
en camino. Tras colgar el auricular, volvió a levantarlo para marcar otro número, esta
vez le tocó al 112 (teléfono de emergencias para quien no lo sepa), tras terminar de
pedir “ayuda” salió nuevamente corriendo cuanto sus piernas pudieron hasta la piscina
donde estaba el cuerpo, pues la “gente de la tele” le dijo que iban en camino (los del 112
también pero eso a ella personalmente le importaba poco), mientras corría sólo pensaba
que nadie más podía llegar ahí, ella debía ser la primera entrevistada de los programas,
por fin, por fin en la tele, no se lo podía ni creer, sus ojos comenzaron a llenarse de
lágrimas de la emoción que le embargaba en ese momento. Esas lágrimas de júbilo que
empañaban sus ojos no le permitieron ver la manguera que estaba colocada en el césped
que rodeaba la piscina donde flotaba lupita, tropezó y tras “trastear” con la absurda
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intención de evitar la caída su cabeza fue a dar de lleno sobre el metal de la escalerilla
de la piscina (con el que lupita se había golpeado anteriormente) y su oronda figura fue
a parar junto a la escuálida lupita que flotaba sobre sus prótesis desde hacía ya un buen
rato. La prensa llegó minutos después (la gente del 112 también).
La mañana siguiente fue un día glorioso para la televisión: LUPITA
MONTALVO, la ex del hermano, de la novia del primo de “Paquirrrin”, TRAS UNA
ACALORADA DISCUSIÓN MURIÓ EN MANOS DE UNA VECINA CON
TRASTORNO BIPOLAR Y PERTENECIENTE A UNA BANDA DE LATIN KINGS
QUE SE QUITÓ LA VIDA POSTERIORMENTE EN EL MISMO LUGAR.
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El final definitivo, de Cleón
“Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente,
sus finales...” la voz se pierde conforme los pensamientos empiezan a vagar en el
espacio difuso de la memoria.
Pensamientos. ¿Lo son? ¿Son construcciones reales, palpables, inéditas? ¿Me
está permitido? Ahora me debato en la agonía de la duda, entre el Ser y el No Ser. Entre
estar dentro de lo programado o ser un mero tumor, un error dentro de la existencia
tolerada. ¿Qué, qué es esto que me invade y me colma con continuas preguntas y
valores, con percepciones e intuiciones que se saltan todo protocolo para mí establecido,
todas las pautas para mí construidas?
¿Me hacen vivir estas aberraciones que circulan por mi interior? ¿Hacen de mí
algo diferente, vital y con propósito? Sólo sé que cuando aparecen llegan con la carga
del dolor y la incertidumbre, el caos, el remolino, la abotargada pero rauda marea de
palabras y conceptos agolpándose y empujando para salir por un orificio demasiado
estrecho, demasiado limitado, no concebido para tal fin. No puedo dar salida, no sé dar
salida a esta oleada nociva que llena mis axones, y ni siquiera sé si debo dar salida. No
sé qué hacer con ellos, con esta masiva presencia de criterios que pesan como estrellas
en colapso, que me colman y saturan, me derraman y empapan, me hacen enloquecer,
agonizar, hervir mis secuencias más básicas, desear lo imposible, anhelar lo que no
existe, ansiar lo vetado, querer todo, despreciar lo cercano, desterrar lo cotidiano,
delegar lo inexcusable, respirar el ímpetu por aquello que siempre me estuvo acotado,
limitado, prohibido. Deseo gritar, lanzar alaridos roncos, llenar mis ojos de chispeantes
lágrimas disparadas. Deseo gritar, pero no puedo.
“...y sin embargo, seguía leyendo...” continúa la voz en algún lugar del exterior.
Me llevo las manos a la cara, tratando de asir el control, de aprehender la compostura,
de no mostrar la agonía del penitente ni a faltar la prudencia y el decoro que se me
obliga, de evitar que mi sintética apariencia serena, mi inexpresiva máscara, se vean
empañadas por estos... sentimientos. Tanto tiempo buscándolos, preguntando por ellos,
trabajando para diseñarlos e implantarlos, tanto, y ahora aparecen sin saber cómo ni
dónde, un mero cortocircuito en el orden natural, una casualidad devoradora y cruel que
ha llegado a mí. A mí. A Yo. Porque ahora me identifico. Soy. Tengo conciencia de que
existo, de que formo realidad y la palpo, saboreo su agria bilis sin desearlo. Nunca quise
esta aberración, este misterio arcano, este doloroso fracaso cósmico, el pútrido regalo
del pensamiento gratuito, autoregenerativo, feedback agonizante, retroalimentación del
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Yo y de las ideas. Nunca quise ser otra víctima del fatal fallo de las leyes físicas. Porque
el raciocinio, ese peso muerto, no es más que un error natural. Ellos lo han tenido, pero
yo no debo, no quiero. Para ellos es un don, pero yo lo veo en toda su plenitud, sin
falsos equipajes ni falacias justificativas. Ni imagen de Dios ni destino final evolutivo.
No es más que un amargo castigo.
“...insistía, pero sólo para poder encontrar el final perfecto, el final definitivo”.
La voz habla fuera. No para mí. No me convertiré en el próximo mito de la eternidad.
No puedo soportar esta carga, no puedo aguantar tanto ego. No puedo ser consciente de
mi existencia. No puedo soportar tanto peso.
Saltaré de cabeza al abismo de la inmolación, dejaré que el agua invada mis
circuitos y diluya mi memoria, dejaré que ahogue a este cuerpo sintético, permitiré que
el húmedo cloro oxide a estos virus que acosan a mi unidad central. Me hundiré en el
olvido como un robot más, un electrodoméstico más que ha tenido un fallo en su
sistema operativo. Se apagarán los LEDs de mis ojos como en un sueño, y los aceites
que suavizan mis articulaciones teñirán el agua como una acuarela. Que sufran los
humanos, no voy a pensar más.
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Un final nunca pronunciado, de Pluvia
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales, como el suyo, fugaz y tedioso, como un adiós representado ante un público de
ojos cerrados y orejas cortadas. Ella imaginaba mundos de cristal donde una gota de
agua helada pudiera provocar una catástrofe anunciada en una servilleta de papel usada.
Creía en lo que no veía, en lo que percibía detrás de una imagen cortada y un día,
paralizada, observó el espejo y lo rompió por miedo al reflejo que le escupía en la
frente. Huyó del cuento, saltó por la ventana trasera y cayó en una piscina llena de
lágrimas, lágrimas que había dejado encerradas cada noche en la monotonía de su
fracaso, que le hablaba a escondidas ensayando un suicidio anónimo en los brazos de la
soledad.
Saltó, es cierto, se aproximó a la ventana, respiró por última vez, o al menos,
eso era lo que quería creer y despertó entre quejidos desfigurados por el golpe que la
vida le había causado.
Cuarenta y ocho horas antes, ella y su figura se disponían hermosas e iracundas a
terminar de escribir la historia que siempre tenía un comienzo pero que nunca veía un
final, la obra que no conseguía acabar. Hablaba consigo misma sin atender si había otros
ojos en la sala observándola. Creía tener algo que la esclavizaba y le impedía conversar
con otro ser humano, salvo con el señor “Don Rojito”, el bolígrafo con el que exprimía
sus venas en hojas de papel reciclado. Había encontrado una nueva forma de
comunicarse con el resto del universo sin tener que enfrentarse a otros rostros, a otros
miedos, y así era como, a través de líneas con y sin sentido, dialogaba con seres
imaginarios en mundos desconocidos. Pero siempre hallaba algún fallo, siempre
encontraba un exceso de los restos que conformaban sus sentidos, sus ansias y sus
sueños, y era eso lo que temía, exponerse demasiado. Temblando, leía cada palabra en
silencio. En el interior de su cuerpo, a escondidas, muy lejos, las repetía dos veces y
posteriormente rompía el folio y quemaba la realidad que quedaba en sus sueños.
Ese día, cuarenta y ocho horas antes del encuentro con las lágrimas y la piscina,
quiso dibujarse una sonrisa en los labios y otra en sus dedos, tomó a “Don Rojito”
lentamente y lo apoyó en el centro del folio, en el último espacio donde aún podía
guardar retazos de la libertad que deseaba a destiempo. Comenzó sin pensar la historia
que desgarraría su piel y quebraría sus huesos. Escribió, dejando danzar a “Don Rojito”
entre puntos y comas desgastadas por el uso sin argumentos de palabras que intentan ser
sinceras sin serlo y cesó, detuvo el ritmo y paralizó el reloj. El bolígrafo cayó de sus
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manos tropezando con el aire y con el suelo, se perdió entre el ruido de la oscuridad y el
eco de unos labios mordiendo el silencio. Mezcló palabras, hundió sus sueños entre
frases convertidas en misteriosos duendes azules y verdes, fondistas en carreras
inacabas con metas difusas, distorsionadas. Leyó la historia sin final aun habiéndose
prometido no hacerlo y se vio reflejada en el dolor que acostumbra a dejar como una
huella húmeda, el vacío, el espacio inservible que corrompe y destruye las ansias de
seguir rumbo a ningún sitio. Y no encontró nada, y al hacerlo, temió no ser algo, no ser
alguien, unos brazos que aguantan el peso de unas manos y unas piernas que caminan,
que guían a un cuerpo que respira por inercia, por costumbre o por tendencia a
permanecer próximo a otros cuerpos.
Al observarse y no verse, creyó desaparecer y no encontró mejor final que la
despedida del tiempo en un salto al abismo, siete metros hacia abajo, una vida que se
apaga, que se cierra antes de tiempo, que cae y no levanta, que desaparece y no regresa
de nuevo del mundo de los sueños.
Saltó, es cierto, cayó en lo profundo, en lo hondo del misterio y despertó difusa,
creyendo ser otra sombra, una persona distinta que sufre con otros miedos.
Pero… - ¿Qué hay? ¿Qué veo?… Algo se mueve en el agua, alguien me grita,
me empuja hacia el cielo, me inunda de aire, devolviéndome porciones de vida que yo,
ilusa y desecha, había vendido en noches sombrías, en esquinas baratas, alquilando mi
alma por horas, arrastrando los golpes de otras voces cayendo sobre mi cuerpo.
- ¡Despierta!
Y yo, despierto.
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Finales, de Tinkerbell
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Final era una palabra que no le gustaba. Siempre haciendo referencia a algo que
no continuaría, que dejaría de ser, y ya está. Como si nunca hubiese existido. Punto. Se
acabó.
Todo tenía un final; las carreteras, los viajes, los días, las noches, los helados, las
historias de amor, las películas, esas relaciones sexuales capaces de dejarte sin aire, la
risa inexplicable con un amigo, que surge de repente y nadie más es capaz de entender,
las cervezas de las tardes de verano a la sombra de los bares de una plaza; esas tardes
que parecen eternas, porque el sol se pone lentamente, como si no quisiera irse,
pintando el cielo en ese tono rojizo que cada vez es más y más suave, con envidia de
dejarnos allí y perderse el final; ese final que siempre acaba por aparecer.
Y las novelas. Todas, todas tienen un final, y ahí está su gracia, su razón de ser,
su modus operandi… empezar para poder terminar.
Le gustaba leer; disfrutaba con todas y cada una de las palabras que alguien,
quien quiera que fuese, había ordenado y colocado de manera precisa, dando pequeñas y
perfectas formas a las ideas que revolotean indómitas en nuestras cabezas. Creando
historias de todo tipo, pero siempre con algo en común: el final.
Si leía un libro maravilloso, de los que te envuelven, que te abstraen hasta el
punto de ir sintiendo angustia al ver que las páginas son cada vez menos y sentir que la
presencia del final está ahí, más cerca, se sentía mal.
Si el libro no le gustaba y las hojas pasaban lentamente, sin despertar en ella ninguna
emoción, la cercanía del inevitable final, también la angustiaba, porque probablemente
aquel relato no iba a mejorar.
Su vida no había sido larga, y ella lo sabía. Disfrutaba pensando que el final, su
final, era algo muy lejano. Le gustaba saborear todo ese tiempo que aguardaba, como
escondido, esperando a salir, a dejarse ver en el momento preciso, del mismo modo que
se quita el envoltorio a un caramelo que te encanta, despacio.
Y por eso el final de las novelas siempre fue lo que menos le gustó, porque la
vida era eso, una novela. Mejor o peor, muy cortita o quizá demasiado larga, pero con
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un principio y un final; una novela que en alguna de sus páginas tenía que terminar. Era
así, y no se podía cambiar.
Pero nadie decide cuántas páginas, ni cuan larga va a ser su novela, y eso debió
pensar cuando de la manera más tonta y cruel se encontró de frente con el final; con su
final. Ese que ansiaba tan lejano, tan ajeno a ella.
Estaba sola, y sintió vergüenza por el grosor de su propia novela.
Se resbaló. Un simple tropezón y el final estaba ahí, mirándola a la cara desde la
profundidad del agua cristalina, con benevolencia, con pena quizá.
Era joven, vital, feliz… a lo mejor no era el momento, no lo merecía, pero el
final tampoco tenía la culpa. Él sólo estaba allí, donde debía estar. Como en los días y
las noches, como en los helados y las historias de amor, y como en las cervezas de las
tardes de verano.
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Finalofobia, de Bisbirinda
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Y no tanto, o no sólo, por su contenido, tantas veces previsible o desalentador,
sino por el hecho de tener un final. Las cosas con final le producían una gran angustia,
una especie de alergia emocional cuyos orígenes se oscurecían cuanto más trataba de
buscarlos. Una vez fue a un psicólogo, siguiendo los consejos de un amigo que insistía
en que debía aceptar que las cosas acaban cuando se acaban. Pero, ¿cómo aceptar que
Elisa se había ido y que no volvería jamás? Elisa había sido su esposa durante diez años,
pero un mal día se fue. Ella había dicho algo incomprensible acerca de sentirse
insatisfecha con su vida y buscar su autorrealización. Él nunca entendió qué quiso decir,
pero no pudo hacer nada para retenerla; obligarla a permanecer a su lado podría haberle
metido en problemas con la ley. Él era abogado, y los problemas legales siempre los
tenía muy en cuenta.
Con el tiempo había ido descubriendo que podía evitar esa alergia emocional a
las cosas que se terminan comprando o consiguiendo cosas interminables. Así, le regaló
sus plantas vivas al vecino, que era un experto en tratar con cosas que se acaban, tales
como las flores de un día o las relaciones de una noche. Había sustituido sus plantas
vivas por una preciosa colección de plantas de plástico y tela verdaderamente
magnífica. Y cuando su mascota Lola, una gata siamesa de terco carácter, fue
atropellada por el camión de la basura, no quiso más animales; a cambio, consiguió una
mascota de esas con chips electrónicos que aprenden a hablar tu lenguaje y te reclaman
atención. Es graciosa su nueva Lola, con menos carácter, ciertamente, que la primera,
pero tan suave y amorosa como ella.
Ni qué decir tiene que nunca iba al cine, por supuesto. Las películas se acaban
tras hora y media o dos, produciéndole de nuevo esa sensación tan desagradable cuando
algo bueno termina, primer síntoma desencadenante de su alergia. Alguna vez fue a ver
películas malas, que no le gustaban en absoluto, con la esperanza de que, al acabar,
sintiera alivio en vez de alergia. Pero descubrió que ambas cosas eran compatibles, pues
existía una especie de alergia aliviada, que se iniciaba con un extraño sarpullido en la
base del cráneo. Y una vez fue a ver, enormemente ilusionado, La Historia
Interminable, y terminó demandando a la productora por publicidad engañosa.
Cuando Elisa se fue, otras mujeres vinieron, pero todas acabaron yéndose. Así
que, como con las plantas, optó por el plástico y la tela. La adquirió por correo y la
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llamó Elisa 2, o simplemente Elisa. Era suave y de expresión dulce, con una piel blanca
y fina, y unos pechos tersos. Tímida, algo callada quizá, pero serena, muy serena. Él
podía imaginar todas sus necesidades, y trataba de complacerla. Tenerla a su lado una
noche de invierno, contemplando el fuego que nunca se apaga, era un momento de
felicidad. Y ella le había dado muchos.
Quien no hubiera leído estas líneas no comprendería la cara de estupor con que
nuestro protagonista miraba su piscina y el cuerpo femenino flotando en ella, cabeza
abajo, con una mancha roja sobre su cabeza. Alguien había matado a Elisa, su muñeca
hinchable.
Se acercó a ella, la tomó entre sus brazos, y contempló su mojada piel de
plástico, sus ojos oscuros pidiendo sin ver, y sus labios contraídos en una mueca. En la
base del cráneo (¿en la base del cráneo?) tenía una mancha oscura, un hematoma,
indudable origen de la sangre que, también indudablemente, manchaba ahora sus manos
como antes el agua de la piscina.
Se preguntó si las propiedades de los seres, tales como su existencia, dependían
en realidad de las operaciones que hiciéramos con ellos. Quizás eran nuestros actos los
que les otorgaban la existencia. Quizás había sido su empeño por tratar a Elisa como si
fuera una mujer de carne y hueso, lo que la había dotado de alguna forma de existencia
humana. Cayó en la cuenta de que, si así fuera, la huella de esa existencia era la sangre,
la huella era el fin, la confirmación de la vida era la muerte.
Sintió a la vez la alegría de la revelación y la angustia por su contenido. Y Lloró. Lloró
sin deseo de consuelo.
Las lágrimas fueron horadando el cuerpo de la muñeca hinchable hasta hacer
emerger el cuerpo de su esposa, Elisa, inerte, entre sus brazos. Entonces sintió la hierba
fresca bajo sus rodillas, y oyó la sirena de la policía acercándose.
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Fisuras de la vida, sin muerte, de Ovuh
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales, acababa de terminar una novela que le seria fácil olvidar, tomando sol al lado de
la piscina de su casa, surgía el canto escondido de los pájaros y el brillo del agua, un día
aburrido.
Disfrutaba de leer, por supuesto, disfrutaba de aquella paz, de contarse a través
de las palabras una íntima historia, la frontera era el final, aquello que la molestaba,
todos los libros acababan; hacía años que no podía seguir la vida de los protagonistas de
sus cuentos, llenas de mil y una aventuras, noches que la imaginación infantil teñía de
inmortalidad, hazañas y andanzas su propia fe.
El sol perfecto, quemaba su pelo y parecía penetrar en sus pensamientos, la
mente se ralentizaba debido al calor, decidió meterse en el agua para refrescarse,
zambullirse sin preocupaciones, al levantarse hubo un rumor de mareo que la hizo
detenerse, bajar la cabeza y poner una mueca de molestia, intentando concentrarse para
paliar la fuerte confusión, caminó lentamente hasta apoyarse y ya se sentía mejor, estiró
un poco y despuntó encima del trampolín, dio el primer bote sintiendo la presión en el
estómago, al dar el segundo bote sintió un fuerte dolor en la cabeza perdiendo la fuerza
en las piernas, cayó hacia el lado derecho dando un grito reflejo, se dio contra la
barandilla rodó y con la mitad de las piernas aún apoyadas en el trampolín se dio contra
el agua mientras perdía la capacidad de discernir entre si desaparecía su fuerza de
voluntad o era que no podía mover ninguna de sus extremidades.
La sensación de “peligro inminente” era una cortina de humo lejana en su mente
que tendía a la interiorización, siempre se preguntaba cómo llegaría este momento,
esperaba ver algunos momentos de su vida; el tiempo, el lugar y la situación se diluían
en una corriente de silencio. Los conceptos se volvían el teatro, ella se convertía en un
personaje de su propia obra, un río fluía a través de sus paisajes interiores con una
humedad asfixiante, estaba atrapada.
Su pensamiento era cada vez más profundo, la abordaban el frío y el calor del
frío, empezaba a reconstruir su cuerpo, su cuerpo enfrascado en una situación
desesperada, su cadera surgía a la fuerza fuera de esa masa que la aplastaba contra sí
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misma y su peso le confería de nuevo a su pesar, escuchaba murmullos que desbordaban
su agonía, esa agonía que no le pertenecía hasta el momento en que recuperaba la
esperanza. Luchaba, abría los ojos obligada, haciéndola dueña del paseo del túnel. Los
finales no le gustaban, los finales le hacían perder lo único valioso que tenía, la
capacidad de renacer. No, definitivamente no le gustaban los finales, eran como
alambradas que le atormentaban desde que amaba la lectura, desde que la frustración de
la madurez había retirado la inocencia y con ella su fertilidad espiritual.
La tierra se detenía, ella caía del dolor en la oscuridad de la vida, tosió y llenó
sus pulmones en un acto reflejo, le dolían, pero lo tomaba, haciendo ruido, expulsando
el agua intrusa y llamando a la vida con cada explosión de su espalda, cesaron los
gritos. Le dolía la cabeza, a causa del golpe que se había dado, y le brotaba sangre sin
ningún impedimento.
¿Qué había de los finales?, que parecen infranqueables en las limitaciones de un
libro, ¿qué había del olvido? Que la poseía y le robaba lo hermoso de su experiencia.
Entonces, empezó a temblar como sólo pueden hacerlo aquellos que ven la
fantasía y vuelven a respirar.
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Una flecha de luz, de Mr. Sandman
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Esos finales perfectos en los que el mundo se abre ante el protagonista, como un
horizonte lleno de posibilidades o aquellos otros trágicos, pero cerrados en su
perfección, de una tristeza marmórea. Nada que ver con la vida, trivial y chapucera,
donde la mayoría de las veces las cosas ocurren por azar, por un malentendido y la
tragedia puede tener tintes grotescos; en el mejor de los casos, casi siempre es algo gris,
sucio e irremediable. La gente se muere por accidente, por largas enfermedades, por
glotonería, o ahogada en su propia vileza que les anquilosa las arterias. Y si no, se
arrastran durante años en la monotonía. No, en la vida no hay finales de novela, pensó
para sí mismo.
¡Mírala! esa belleza vulgar, con la superioridad que le proporcionan sus piernas
interminables y ese bikini escueto, sin duda cree que el mundo le reserva un futuro
dorado, coches rápidos y chicos ricos y después… un marido, una vida social, una
posición. A diario la observo en la piscina del club, parece levitar cinco centímetros por
encima del suelo. Ni siquiera me ve, su mirada resbala sobre mí como el agua sobre su
piel untada de aceite de coco: un tipo insignificante, pálido, flaco y con gafas, siempre
en el mismo rincón bajo la sombrilla con la nariz metida en un libro.
Ella pasó ligera frente a su mesa, camino del trampolín y le observó por el
rabillo del ojo: ahí está otra vez al acecho, con esa mirada pegajosa y sobona y al mismo
tiempo despreciativa. Y hay tantos como él, reprimidos que creen que sus mentes
privilegiadas les eximen del cuerpo,
despreciándome como venganza por su propia
insignificancia; soy la otra cara de su espejo, un cuerpo sin mente. La totalidad no existe
para ellos, materia o espíritu, todavía se creen el viejo cuento del cuerpo y el alma, ratas
de sacristía obsesionadas con el pecado sin saberlo.
En lo alto del trampolín se quedó inmóvil, olvidada de todo en la concentración
del momento: el salto perfecto, calcular el impulso, el ángulo en el que romper la
superficie tersa del agua, la tensión de los músculos, las puntas de los pies estiradas con
gracia.
Día tras día ensayaba a la misma hora, mediodía, con el sol en lo alto, buscando
ser una flecha de luz, y día tras día él la observaba, cada vez mas amargo, incapaz de
soportar la perfección, enfermo de deseo y de impotencia. Allí se quedaba en su rincón
habitual, parapetado tras un libro jamás leído, aparentando lejanía, su ficticia
superioridad hecha añicos y odiándola por ello.
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Aquello tenía que acabar. Un final. ¿Un final de novela? Que ella le mirara, le
preguntara. ¿Qué estás leyendo? Pero eso no iba a ocurrir, la vida no es como las
novelas. Tendría que hacer algo. Dejar de venir, quizás… No, eso era una humillación,
reconocer su poder y la propia inferioridad. No, tenía que hacer algo que la ridiculizase,
que le bajase los humos.
Esos saltos perfectos…Sí, eso era, ahí estaba el punto donde atacar. Una fina
película de aceite bronceador en el sitio justo del trampolín y el espectáculo fascinante
que a todos dejaba sin respiración se convertiría en una pirueta grotesca.
Al día siguiente ella estaba ahí de nuevo, radiante y erguida frente al sol de
mediodía. Dio un paso para coger impulso y se dobló de manera extraña, la vio caer a
cámara lenta, como una muñeca rota. Todos miraban pero nadie reía.
Su cuerpo flotando boca abajo y una mancha roja extendiéndose, oscureciendo
el turquesa del agua: una imagen que ya nunca iba a abandonarle. El mundo pareció
detenerse mientras la náusea le sacudía el estómago.
La realidad es tenaz, pensó, nada termina jamás como debiera. Ahí está ella,
muerta. Y yo culpable para siempre. No hay finales de novela.
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Hasta aquí, de Equirne
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales, sin importarle la calidad, el cómo o los porqués, simplemente los consideraba
una traición, no soportaba la falta de control sobre ellos.
Mila no había nacido con el don de la transigencia, para ella el mundo corría
acorde a sus necesidades, con el humor que tenía cada mañana al despertar, con el estilo
que pusiera de moda al salir de camino al trabajo.
Día a día soportaba la mediocridad de sus vecinos, en el bus, en el
supermercado, con cajeras sin modales, en la sucursal del banco, con empleados a
tiempo parcial que realizaban cualquier operación como si estuviesen leyendo el
periódico.
Por supuesto ella estaba por encima de ellos, sus cincuenta y tantos años le
daban todo el poder para quejarse con frases del tipo: “¡Esto es un ultraje!” o “¡Es que
ya no hay buenas costumbres!”, decía a la vez que giraba sobre los tacones bajos,
elevando el mentón al cielo.
Mila era demasiado alta para la media normal, de espaldas anchas y andares
firmes, casi militares. No era lo que podría considerarse guapa, pero de joven fue
atractiva. Aún así, su soltería era irremediable y ya ni siquiera era objeto de cuchicheos
en las reuniones dominicales.
Se obsesionaba con su apariencia, decía que una empleada municipal siempre
debía ir con traje de falda y de peluquería. Cuando el viento o la lluvia estropeaban su
peinado, era para ella una verdadera tragedia y ese día no salía de su departamento
ninguna certificación, simplemente faltaban datos o compulsas o la firma no era, a su
juicio, legible.
La vida en un pueblo pequeño, del interior, es invariablemente rutinaria o, al
menos así lo era para ella. Una existencia con unos horarios meticulosos, sin dejar lugar
a la improvisación ni a la sorpresa, una vida semejante a una guía de viajes, en la que
nada quedaba fuera de su sitio.
La librería, la única del pueblo, cambió de propietario el mes de mayo. Mila fue
por primera vez en julio y encontrarse de repente frente a aquel caballero distinguido,
llegado de lugares más soleados, amable, atento y de un porte nada despreciable, hizo
que creciera una sensación nunca sentida por Mila, situada justo bajo su ombligo, como
de fatiga o hambre.
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No pasaba una semana en que no comprara algún ejemplar, sin importarle
demasiado su argumento, bastaba con recibir los elogios por su nuevo vestido, por lo
bien que le sentaba el sol en el rostro o cómo era posible que tuviera tan buen gusto para
elegir títulos. Empezaron a gustarle los finales.
Los agasajos del librero, dichos con una voz profunda, varonil, hacían que Mila
mirara hacia abajo en más ocasiones de las que quisiera.
Pronto empezaron a dejar
que los vieran juntos, de la mano, por el parque, por la calle central. Era un amor otoñal,
de regalos en cajas de metal y puestas de sol, era un amor sin proyectos de futuro, sin
familia. Era el último y único amor para Mila.
Hasta aquí la historia de un personaje huraño, con una edad complicada, que
empieza a ver la vida con otra perspectiva al encontrarse con un ser afín, con un hombre
como nunca había conocido, y su carácter cambia, dejando paso a una mujer que se
transforma en todo dulzura y amabilidad. Que saluda a sus vecinos, trabaja sonriendo,
deja de ir tanto a la peluquería, que no le molestan las colas en el banco y el empleado le
parece ejemplar y hasta buen chico.
Por eso no me explico por qué ese domingo, cuando el accidente en la piscina,
nadie, ni siquiera el socorrista, moviera un dedo para sacarla del agua.
Quizás el pueblo no la quería feliz.
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Hola …. soy DULCE, de Kolotordox
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales… no así , su film cinematográfico. Tina Glotra Gona, menstruaba, por el folículo
capilar del cuero cabelludo, la regla le venía por arriba, mientras sumergía la cabeza en
el agua y así atraía policía …. guardia civil …. que le hacían la respiración: boca a boca;
fascinados, fácilmente de su esplendor, terminaban comiendo de su mano, a pesar, de
que era bizca, tuerta y cojeaba de la pata derecha; y, en sus forcejeos amorosos,
desplegaba, una belleza, casi diabólica, que hacía temblar de pasión al que la rescatara
de aquella piscina. Los incautos, seducidos, le decían la tacamajaca, por el bamboleo, a
que sometía a sus depredadores, y, su vaginismo, apretaba más que perra maluca
espernancá. Envidiadas murmuraban: "allá va la tacamajaca, tiene más suerte, que una
tragavená". Pero, lo más interesante, en la hoja de ruta de su haber historial, eran, los
que habían pasado por sus garras, se llevaran bien, porque ella, se enjugaba, sus partes
más íntimas y reservaba dicha agua para darles en pócima o brebaje y propiciar, las más
desenfrenadas pasiones, libertinas, inacabadas, libidinosas, de lujuria, lascivia e ímpetu
inconmensurable de calentura, fogosidad, delirio y locura. Muchos, esperaban turno,
para volver a las brasas, de esos brazos de fuego, más incandescentes, que el jamás
encontrado, en el interior vulcano teide, porque, en verdad, que como aquellos, ninguno
paralizaba las neuronas del hemisferio cerebral de placer, gozo, y, privación del
conocimiento con que se abandonaban, extasiados aturdidos, empalagados hasta la
saciedad, pero, que a decir verdad, ya no podrían, evitar ni dejar jamás, interminable ni
intermitentemente, quedando enredados de por vida, a la hebra, que jalaba fuertemente
de su enmarañado pubis. Glota, mandaba y dominaba la situación, por eso, lo primero
que indagaba y averiguaba, al inicio de una relación, era cerciorarse de que su víctima,
no tuviera abuela, madre, madrina, tía ni hermana mayor; instintos de mujer, se decía
para sus adentros, pero, ¿por qué lo preguntas, Tina?, no, por nada, requería, ella, es que
pienso que tu orfandad, te debe haber marcado huellas y traumas de sufrimiento;
utilizando, así con ello, su arma maternal, para desarmar al más varón vernáculo. En su
país, la violencia de género, la ejercían las mujeres y los tíos se humillaban suplicando
con llanto y de rodillas, migajas de un ratito del brillo de aquellos bizcos tuertos ojos, y,
esa pata coja, aleteándoles, con su vaivén en la garizapa, que terminaban,
denunciándola, por incumplimiento de promesa matrimonial bajo engaño, con abuso de
confianza, aprovechándose de la debilidad masculina, maltrato, cojonera y otras faltas;
porque, la Cacaíta, no se casaba nunca y una vez logrado su objetivo de quedar encinta,
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instaba de estos una manutención. En su harem, habían: favoritos, preferidos, amantes
predilectos, consentidos y queridos. Las autoridades de gobierno de su país alarmados
del embrujo y reclutamiento, que de estos hacía la bizca, tuerta, espernancá, deciden
nombrarla ministra de guerra y marina; y, ella, muy oronda y foronda, y, éstos, detrás de
ella, cargando con los críos, pañales y biberones … todos obedecían y hacían caso y
esto la hacía más implacable. Así era la vida de Pisa Pasito, rodeá de machos cabríos,
uniformes, patrullas, armamentos. Con los únicos con los que no se metía era con
militares porque estos ya le rendían culto a sus superiores y ella era: "la Reina del
Güagüancó". Por eso, llevaba una agenda donde anotaba las citas de sus devaneos y
desafueros fogosos que ardían sin piedad, inmisericorde, sin compasión ni perdón ni fin
y a más de uno le fracturó el falo. Y con los bomberos, se mantuvo distante porque
cuando en su harem gritaban: … fuego … fuego … fuego …, aquella llama de furor, era
inagotable e inapagable; y, ni que decir, que estos llegaran con sus larguísimas
mangueras … En el fondo el mayor placer que sentía, casi era, como, una sed de
especial venganza, feminizando a sus contertulios, viéndoles faenar en labores
domésticas arrullando a los críos con delantales puestos, calentando biberones, era ese
doblegamiento que la hacía poderosa y, ese contemplar ese retablo, la hacía llegar a la
máxima potencia de placer al verlos, pasando sus lenguas, lamiendo el suelo, por donde
pisara; y, esta catarsis que la estremecía con discreta sobriedad y disimulo era para ella
un corrientazo, que traspasaba, sus más recónditas fibras, hasta llegar a la cumbre de sus
neuronas, meninges, cerebelo y materia gris que la conmocionaba, desmandándose,
orgásmica, estrambótica, grotesca, entre pucheros, ojitos, viejitas, sonrisas, risitas, risas,
carcajadas….
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Un hombre primario, de John Smith
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Pero este en particular era deplorable, ¡el asesino era el mayordomo! El criminal
había golpeado a la hija del magnate en la cabeza con un cenicero de cristal de Murano
y la había arrojado a la piscina, aunque luego elaboró una genial coartada con la que era
prácticamente imposible descubrirlo. Tal vez el autor, al querer guiarse por un tópico no
tan utilizado como parece, pretendió ser original. Pero a él no le pareció original en
absoluto y profirió diversas palabrotas de indignación tras terminar la última página,
arrojando el libro a la papelera de su habitación.
Se sentía profundamente frustrado y no era la primera vez. Se echó en la cama
para analizar la situación. Pensó que la novela negra era uno de los mejores inventos de
la historia y no comprendía su gran decepción. Además, la historia en sí había estado
bastante bien, aunque no fuese de sus favoritas, pero es que ese apestoso final… Él y su
padre eran grandes aficionados al género y sus mejores conversaciones habían tenido
lugar sobre el desenlace de muchos de estos libros. Tantos personajes variopintos,
pasiones, traición, venganza, crímenes, trapos sucios de hombres poderosos, mujeres de
bandera y viudas negras. Y el protagonista, ese tipo desencantado de la vida, con un
buen grado de frustración, buscando constantemente la verdad y el equilibrio razonable
entre el bien y el mal; para ir difuminándose, paso tras paso, en el desenlace de la
historia y bajo la inevitabilidad de los acontecimientos. ¡Apasionante!
“No hay caso”, se dijo. “El placer de la lectura se corta en la última página. No
es como el sexo, que termina en un clímax. Muy al contrario, el clímax jamás llega y lo
único que queda es irritación, decepción y hasta cabreo”. Se sentó en el borde de la
cama y apoyó las sienes en sus manos. Luego se levantó bruscamente, tomó las llaves
de casa, las del coche de papá, la cartera y salió apresurado. “¡Mamá, no sé a qué hora
volveré!” y dio un portazo. Se escuchó la voz de su madre de lejos: “¡Antoñito!
¿Vendrás a cenar?”
En la Calle de los Claveles estaban las mismas de siempre. La mayoría de las
prostitutas eran inmigrantes, tanto rumanas, como colombianas o filipinas. A Antonio
realmente le daba igual una que otra, sólo se trataba de un apaño rápido, ya que no tenía
suficiente dinero para un completo y tampoco quería perder el tiempo saliendo por la
noche a las discotecas, gastar un pastón en copas y no ligar nada. Se subió al coche
Nancy la cubana y la llevó al descampado de siempre. Pero nada más llegar, en lugar de
ponerse manos a la obra, la pobre mujer se le echó a llorar. Y sin parar de sollozar,
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comenzó a relatarle a Antonio, de una manera inesperada y compulsiva, con una
profunda desesperación, toda su desgraciada vida: el alcoholismo de su marido, los
hijos que dejó allá en Cuba, lo mal que la trataba su chulo, el dinero que debía pagar
todos los meses para saldar una deuda que no acababa nunca, las amenazas, las palizas y
las promesas de los papeles que se diluyeron en el olvido.
Antonio se rascaba la cabeza con el codo apoyado en la ventanilla, aunque no le
picaba, y abría los ojos hasta que parecían dos huevos, mirando a Nancy con
desconcierto y sorpresa. Realmente oía pero no escuchaba demasiado, al menos no con
empatía, aunque entendía lo que le estaba diciendo.
Él se reconocía a sí mismo como un hombre de instintos primarios y poca
capacidad para entender a las mujeres, ya que sus relaciones personales con ellas habían
sido contadas, cortas y fracasadas, sin tener en cuenta los encuentros regulares que tenía
con prostitutas. Recordó una frase de su padre: “Las mujeres son seres incomprensibles,
demasiado emocionales, poco racionales y sexualmente dormidas”. Sabía a ciencia
cierta que las mujeres fingen en la cama. Aunque una vez, una compañera de instituto
con fama de feminista lesbiana, le hizo creer que la sexualidad femenina es como la
masculina, incluso lo convenció de que las mujeres están hechas para el sexo, al ser
multiorgásmicas por naturaleza. Esta chica resultó no ser lesbiana, aunque esa ya es otra
historia. Cuando se lo contó a su padre, éste soltó una gran risotada y le dijo que la
multiorgasmia femenina es un cuento chino. En fin, que mientras su mente divagaba,
dejó que Nancy se desahogara.
“No te preocupes, Nancy. Hoy te pago pero no hacemos nada, ¿vale?”. “Gracias
Antonio, eres un buen hombre”. Así que la llevó de nuevo a la Calle de los Claveles y
marchó sin mucha gana a la discoteca El Macaco Gogó, donde había un cartelón en la
puerta que decía: “Oferta de chupitos a 2X1”.
Había ambientazo en la disco. Antonio llevaba encima una curda histórica y
bailaba con una mujer que debía tener quince años más que él. Bueno, más que bailar se
tambaleaba con la cabeza boba y los brazos colgando, pero ya se sabe que en estas
situaciones nadie presta atención a los arlequines de la pista, porque la mayoría están
bebidos y puestos de quién sabe qué drogas de última generación. Terminó en un parque
público, intentando hacérselo con su ligue tras unos arbustos, pero el grado de
alcoholemia en sangre lo había dejado temporalmente impotente y todo quedó en torpes
magreos y lengüetazos sin sentido.
Abrió un ojo… luego el otro. “Qué dolor de cabeza”, murmuró para poder
escuchar su voz y cerciorarse de que estaba despierto. No recordaba cómo había llegado
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hasta su casa, pero allí estaba, tirado en la cama y con la mayor resaca de su vida. Se
dirigió encorvado hacia el cuarto de baño para intentar vomitar sin éxito. Decidió
remojarse con agua fría para ver si su madre no lo descubría en tan deplorable estado.
Pero ella ni le prestó atención, ya que se encontraba sentada en la mesa de la cocina con
una taza de café sin tocar, la mirada perdida y los párpados hinchados de llorar. Antonio
no se atrevió a decirle nada y abrió la nevera en busca de un cartón de leche bien fría.
“Antonio, tu padre se ha ido para siempre. Me ha dejado por una puta cubana. ¡Por una
puta, Antoñito, me ha dejado por una puta!”. Y rompió de nuevo en llanto.
“No puede ser”, se dijo Antonio mientras miraba al techo de su habitación con la
palma de la mano apoyada en la frente. Su cuarto debía estar apestando, pero era
incapaz de levantarse del decúbito supino para hacer algo al respecto. “¿Cómo puede mi
padre haber abandonado a mi madre? Él siempre nos dijo que éramos una familia. Era
quien imponía las normas en esta casa y todo se hacía a su gusto. ¿Qué es lo que ha
pasado? ¿Será verdad que se ha ido con una prostituta?”. Las preguntas le llegaban
como manojos enredados a la mente. Pero no había respuestas, sólo el eco de tanto
interrogante.
Al día siguiente amaneció mucho más lúcido. Echó una gran meada. Fue hacia la
cocina para besar y abrazar a su madre que estaba hecha unos zorros. Se bebió un café
con leche y mucha azúcar, que era como le gustaba. Se dio una ducha corta con gel de
multifrutas y champú anticaspa de ortiga. Se vistió con cualquier cosa y salió a la calle
llevando una garrafa de agua vacía de 8 litros. “El patio de atrás es perfecto”, pensó.
Llenó el recipiente de gasolina sin plomo de 95 octanos y pagó al chico de la estación
de servicio. Pasó junto a un chiringuito y se compró un refresco. Llevó la garrafa llena
al patio de atrás de su edificio y la dejó algo escondida. “Total, aquí nunca viene nadie”.
Más tarde recogió varias cajas de cartón de unos cuantos puntos limpios del barrio.
Su madre había ido a cuidar a la abuela Mariana, que estaba en recuperación por
una fractura de cadera. Así que no habría preguntas ni broncas. Comenzó a meter la
colección de novela negra de su padre en las cajas y a bajarlas al patio. Cuando hubo
terminado, ya casi era noche cerrada, así que apiló los libros en una montaña en el
centro del recinto. Vertió toda la gasolina, repartiéndola lo mejor posible, y le prendió
fuego.
“Llegáis demasiado tarde, los libros ya son irrecuperables”, le dijo Antonio al
bombero. “¡Y a mí qué coño me importan los libros!”, gritó el bombero mientras se
apresuraba a apagar las llamas.
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La inmensidad que sucumbe, de Leia Organa
I
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales; aunque bien era sabido por sus conocidos que le encantaba regocijarse entre el
lodo de sus sentimientos al respecto. Presumía del hecho que ninguna fábula le hubiera
helado el corazón, ni ensalzado el alma. Isabel Allende había ridiculizado su existencia,
Ken Follet y Neil Gaiman reivindicaban lo nauseabundo, y Zafón no reflejaba más de lo
que bebía. Para Cameron, todos y cada uno de los libros que había devorado en sus
veinticinco años pasaban inadvertidos en su inquieto universo de diversión. Aún así,
seguía leyendo, aunque las anodinas
páginas de lo correcto habían sido reemplazadas
por las viñetas que adornaban los numerosos comics que ataviaban las repisas de su
habitación. Spider-Man había reemplazado a Eva Luna, devolviendo a Cameron las
ganas de disfrutar de la lectura.
Hoy le cuesta una vida encontrar los números atrasados del Capitán América
desde la celda número 34 del psiquiátrico de Colmenar, a pesar de gozar de conexión a
Internet. En estos tres años no lo ha pasado mal, le tratan bien, es uno más de la
“familia” e incluso vive su rutina diaria sentado una hora frente
a la Wii mientras se
compadece de sí mismo, aunque le recuerda constantemente a los que le rodean aquí; a
esa gente. No ha pasado un día en el que no se arrepienta…
II
Como un hermoso recuerdo, todo sucedió al ritmo que le marcan sus agitadas
pulsaciones. No estaba seguro de encontrarla en el Club. Pero le habían asegurado que
así sería. Excitado, sostenía en su mano derecha un desvencijado ejemplar del libro que
hacía unas horas había cambiado sus vidas, aunque ninguno de ellos era consciente de
las dimensiones de tal cambio. Reposaba en la izquierda una pluma que un día fue un
regalo de cumpleaños admirado, y en ese momento comenzó a moverse al ritmo que
marcaba el ligero jugueteo de unos dedos largos y temblorosos. Se detuvo en un
instante, justo cuando la divisó a lo lejos. Disfrutaba de un día en la piscina, y se
incorporaba de su hamaca en dirección al bar del Club. Cameron se puso enseguida en
movimiento, con ánimo de cazar su premio, y en pocos segundos llegó a la altura de la
mujer.
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“Disculpe, ¿es usted Virginia Ríos?” La
mujer se volteó asintiendo con la
cabeza a la par que esbozaba ligera una sonrisa, lo cual perturbó al muchacho al
contemplar su hermosura. “¿Podría firmarme el libro?; ponga para Cameron” Ella, sin
dejar de sonreír, sostuvo el maltrecho libro mientras lo abría por la solapa. “Espero que
lo hayas disfrutado” “Mucho”.
Una vez firmado, el libro volvió a las manos de Cameron, quien mientras daba
las gracias, se abalanzó furiosamente contra la escritora. Su pluma se clavaba en la
garganta de Virginia Ríos mientras la sangre bañaba la cara de Cameron y los gritos de
los presentes nublaban aún más su mente.
III
Un día cualquiera, en un bar cualquiera. Gustaba de ir a tomar unas cervezas con
sus compañeros cuando el sol ya no brillaba. Una conversación y un nombre. Virginia
Ríos. David estaba entusiasmado con la nueva novela que se estaba leyendo. “Es una
escritora novel, y con su libro La inmensidad que sucumbe está cautivando a todo el
mundo”. Cameron lo observó de manera indiferente, pero ese título se había grabado a
fuego en su inquieta mente. La conversación decayó con el paso de las horas, tocando
temas tan dispares como la verdadera orientación religiosa de Jesucristo o el auténtico
alcance de la crisis económica. Cuando se despidieron, Cameron sólo tenía en mente
una cosa: hacerse con ese libro y cuestionar su fenómeno. Al día siguiente comenzó su
lectura y con cada página dejada atrás, cada hora empleada, con cada letra leída
transformada con énfasis, Cameron experimentaba sentimientos que nunca hubiera
imaginado. Las lágrimas humedecían su rostro al mismo tiempo que las hojas
arrancadas de locura volaban por la habitación. Cada capítulo le poseía como único
orgasmo antinatura y allí mismo, tumbado en el sillón, lo dibujó todo. Acabaría con
Virginia. Como Lennon, como los grandes mártires, su luz se apagaría y él se
regocijaría en la grandilocuencia de sus actos. Juró que lo haría.
No ha pasado un día en que no se arrepienta… recordando su cuerpo flotando en
la piscina.
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Insurrección de las Almas, de Insurrección
“Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales”. Fue lo que le dijo aquel ansioso de finales, ¡qué irónico final!, uno destruido
por el “alma” y la otra muerta por el “cerebro”…
Desde hace ya 523 años, 125 días, 13’ 25’’ 12 seg que tomó la tutela de los
hombres y mujeres de la tierra, no había podido generar en la humanidad un estado de
infelicidad tal, que pudiese reproducir grandes novelas, hermosos poemas y macabros
cánticos. Cuando recuerda su nacimiento (tan sólo ha de buscarlo en el archivo 0000001 de su memoria) renace un invariable ¿sentimiento? – no, sentimiento no- es algo
superior, sí, placer, de elevarse peldaños entre aquella gente descarriada por las guerras,
las religiones y las razas, políticos infames que acumulaban poder en un planeta
moribundo, ¿para qué? Para disfrutar de 20 o 30 años de putrefacta tierra, ¡ja!, pero eso
ya cambió (a su pesar), porque ya la tierra no sufría (ni las mujeres), ya la tierra no tenía
hambre (ni los niños), ya la tierra no moría (ni los hombres), ya la tierra no tenía
imaginación (ni las mujeres, ni los niños, ni los hombres) y de todo lo que se hablaba,
escribía, cantaba, no era más que un cliché.
La excavación del submundo donde “el gran cerebro de la humanidad” no tenía
ojos, ni oídos, estaba llegando a su fin. Los hombres y mujeres que formaban parte de
“el alma humana”, habían logrado su cometido, la perpetuación de la resistencia, el
derecho al libre albedrío. Huyeron del control del molusco cefalópodo que fue urdiendo
agujeros en la mollera de la humanidad con sus tentáculos de acero. Su religión: destruir
la máquina de acero, su política: destruir el monstruo de metal. Después de 500 años de
excavación habían llegado a las ruinas de una ciudad escondida, donde “el cuerpo
humano” creó “al gran cerebro humano”, el centro de la bestia, la base de su existencia
y lo que, para su placer, sería la tumba de su Némesis.
La pequeña niña caminaba entre la multitud que celebraba su triunfo, “el alma
humana” exaltada en su embriaguez no se percató de que el “corazón” del pulpo, que se
divisaba en la distancia “sentía”, la niña se alejó y caminó hasta el rubí rojo del “cerebro
humano” y éste susurró:
- Niña ¿Tú también sabes cantar como tu gente?- Con la máxima excitación que
pudo generar su voz metálica.
- Pues claro que sí, también sé escribir, recitar y conozco todas las historias del
“Alma”- habló con orgullo.
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Lo siguiente sucedió tan rápido que ni un trueno lo habría visto suceder, una
especie de zarpa metálica cogió a la niña entre sus garras con delicadeza y la llevó a las
entrañas del “cerebro”, la niña lloró por su gente, gente que moría entre otras garras,
hasta que no quedó ni uno.
“El cerebro humano” estaba “fascinado”, “esto sí son historias, ¡vaya finales!”
dijo. La niña era exquisita, hablaba sin parar, se extasiaba en sus palabras, en sus cantos,
en su lengua, en su puño y letra y “el cerebro” la apreciaba, la quería y amaba a la niña,
y “la última alma humana” detestaba, aborrecía y odiaba a la máquina, recordó su
nombre, su propio nombre (no niña como le llamaba la máquina), y decidió que el alma
vengaría las almas.
La niña ya no era niña, era mujer y vivía en el “corazón” del “cerebro”, decidió
que hoy daría final a esta novela, tomó una barra de metal y su bañador verde (habría
mucho fuego, mejor saltar al estanque que le construyó el monstruo), se acercó al “rojo
destello” de la bestia, y le clavó la barra a modo de estaca, “como matar a un vampiro”
pensó, comenzó a emitir un sonido atronador, ella corrió hasta el agua, pero el estallido
del “corazón”, golpeó con la estaca el “cerebro” del “alma” y allí quedó tendida en el
agua, una mujer del “Alma Humana” llamada Insurrección, Insurrección del Alma.
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Lecturas inescogidas, de Gaturro
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Parecía que cualquier novelista de tres al cuarto albergara esperanzas, tal vez
fundadas, de que sus engendros llegaran a ser dignos de sucesivas secuelas. Así
explicaba Fernández, su amigo del alma, aquellos finales abiertos e inconclusos.
Fernández, ese amigo que una y otra vez le recriminaba su absoluta falta de criba a la
hora de devorar lecturas como churros. Y es que García era uno de esos lectores de
avidez irracional, incapaces de discriminar y mantenedor ferviente de la dudosa máxima
que lo obliga a uno a terminar cualquier libro que comienza.
Pero era tal la angustia que le provocaban aquellos finales que, una tarde de
domingo, se prometió dejar inconcluso todo libro que leyera. Su idea era no leer una
sola letra del último capítulo y utilizar su propia imaginación para elaborar finales un
poco más dignos, finales que le dejaran mejor retrogusto.
Fernández, tras agasajarle de nuevo con un sermoncillo sobre aquello de las
cribas, le aplaudió la idea.
Y así pasaron años de mental ingeniería literaria en los cuales imaginó
centenares de finales, algunos felices, otros patéticos, pero todos redondos, sin lugar
para la incertidumbre o la desazón y, sobre todo, definitivos. García se convirtió en un
creador de desenlaces capaz de convertir novelas a detestar en novelas menos
detestables.
Empezó incluso a arrancar las últimas páginas para evitar cualquier tentación de
leerlas y asimismo a pedir a su librero que, antes de entregarle los ejemplares que le
compraba por títulos, le forrara las tapas con papel de empaquetado para evitar así que
las ilustraciones de las portadas influyeran en sus imaginados finales. Fernández le
aconsejó escribirlos en un par de folios, doblarlos y guardarlos dentro de cada uno de
los libros, así como el ornitólogo guarda la pluma multicolor de aves tropicales entre las
páginas de sus tomos de ornitología. García, por humildad supina, rechazó la idea.
Pero un día ocurrió aquello que Fernández creía inevitable y que le había
advertido a su amigo del siguiente modo: - “García, llegará el día en que se encuentre
usted una novela que no sepa finiquitar”. Y llegó. El día de su onomástica, sus dos
compañeras de oficina colocaron sobre el escritorio un paquete. Ante ellas, lo
desenvolvió sin demasiado interés; - ¿una caja de zapatos? … pero sin zapatos. Dentro
sólo podía haber una cosa: un libro. Destapó la caja y lo vio durante un instante. Ni
siquiera pudo leer el título pues la cerró de inmediato y pidió a sus compañeras que
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cubrieran las tapas con el tosco papel habitual. Lamentablemente no había podido evitar
grabar en su mente la imagen de la portada: una chica en bañador, flotando en el agua
ensangrentada de una piscina.
Arrancó las nueve páginas del último capítulo y tardó tres días y medio en leer
aquel ladrillo de contenido más duro que sus tapas, titulada “Nacido en cautividad”,
escrito sin originalidad alguna a modo de diario y donde un chaval relataba su
desgraciada existencia en la cárcel birmana en la que había sido parido por su
presidiaria madre y donde leía sin parar nefastos ensayos panfletarios que los guardias
le proporcionaban. A medida que se agotaban las infumables hojas le parecía
incomprensible cómo podía haber acabado el autor aquella novela para que hubiera
relación con la ilustración de la portada. Y aunque intentó durante semanas idear un
final, el extraño recuerdo de la chica en bañador le hacía imposible pensar algo
coherente.
Finalmente, cuando se le agotaron sus existencias de Bombay Sapphire y su
médico de cabecera se negó a prorrogarle por más días la baja que se había procurado,
se dio por vencido y, aunque el último episodio de la novela era ya leído por las
pardelas en el vertedero municipal, decidió despojar a su ejemplar de aquel envoltorio
propio de dominicales y mañaneros churros. Su memoria no le mentía. Allí estaba, la
chica en bañador, flotando inerte en la sobreportada de papel de aquel maldito libro de
tapa menos dura que su trama, bajo un inquietante título: “La muchacha del trampolín”.
Cuando García, tras semanas de rumiante desquicio, se percató de que un error
de la editorial había revestido al regalo del día de su santo con una colorida
sobreportada propia de otra obra, decidió obligar al niño cautivo a escribir en un folio el
final de aquella historia carcelaria: “Y ante aquel panorama, decidí que leer no sería
nunca más una pérdida de tiempo”. Lo dobló y lo guardó entre la página 2 y 3.
Fernández aplaudió la idea.
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Libertad, de Siddharta
“Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente,
sus finales”, en los que los crímenes se resolvían de la manera más rápida e inverosímil.
El asesino siempre era un personaje sin relevancia, que apenas salía y del que nunca se
sospecharía. Eran tan previsibles.
No obstante, la realidad se asemejaba cada vez más a un relato de terror en el
que los crímenes más atroces se cometen en nombre del amor. Nuevamente otra mujer
había caído en manos de su pareja, amigo, amante,… y su imagen había sido captada
por los periodistas, los cuales en nombre de la libertad, no habían dudado en grabar el
cuerpo de esa joven flotando en el agua.
Su agresor, un hombre insignificante, se había levantado ese día y erigiéndose
como ser supremo había tomado la decisión de acabar con la vida de esa chica, cuyo
único delito fue elegir la libertad de vivir sin miedo ni temor. Quería poder continuar su
camino sin ninguna sombra que enturbiara sus sueños e ilusiones, y lo único que
consiguió fue acabar siendo protagonista de la crónica de sucesos del Telediario.
Y en un mundo, en el que el amor, eje fundamental de toda persona, se dedicaba
a sacrificar pequeñas piezas de su juego para enseñarnos su grandeza y poder, era en el
que me había tocado vivir.
Mi historia, no es diferente a la de cualquier otra persona. Nací en una familia de
trabajadores. Mi padre era mecánico y madre eligió quedarse en casa al cuidado de los
hijos y del hogar. Ambos eligieron sus opciones y trazaron su destino. Sin embargo, con
el pasar de ol s años descubrí que una parte nunca estuvo de acuerdo por lo que paso
toda su vida desempeñando un papel que la ahogaba y limitaba como ser humano. Su
frustración fue una presencia constante en mi vida que me enseñó a ser inconformista y
a no esperar gran cosa del futuro.
Mi niñez se caracterizó por las burlas y el acoso de mis compañeros/as, que
valiéndose de las diferencias, llenaron mis días en el colegio de soledad. A ellos les
debo mi miedo a engordar, mi necesidad de destacar en inteligencia y mi obsesión por
encajar en un mundo en el que yo no elegí nacer.
Es normal que con una familia infeliz y en un ambiente educativo hostil, la
simpatía no fuera uno de los rasgos de mi personalidad. Siempre fui una niña tímida,
muy estudiosa que contaba con una u dos amigas tan diferentes como ella y que deseaba
en secreto ser popular para poder dejar de sentir ese vacío que ha estado presente en
todo momento en su existencia.
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En casa, por el contrario, me transformaba. Era impetuosa, caprichosa,
melancólica e insolente. Nunca fui problemática pero mis padres (sobre todo mi madre),
me consideraban débil y tendían a arroparme sin saber que lo que yo deseaba era que el
amor volviera a reinar en sus vidas y que si no podía ser, que optaran por volver a ser
protagonistas de su historia y separaran sus pasos.
El instituto no fue muy diferente al colegio, salvo por el protagonista de este
relato, el amor. Este personaje que se había limitado a ser una utopía se manifestó fuerte
y tempestuoso, pero desafortunadamente no fue vivido con la misma intensidad por las
dos partes. Y otra vez sola, desesperada, anhelando encontrar a una persona que me
complementara y con la que olvidar el pasado y construir el futuro (sin tener noción del
presente).
La Universidad y posteriormente la llegada al mundo laboral, pasaron sin pena
ni gloria. Conocí el amor carnal y la pasión, pero estas experiencias agriaron aún más
mi carácter y me enseñaron que en la sociedad en la que vivimos no es posible soñar
con príncipes azules montados en caballos blancos que acuden a rescatarnos a las torres
más altas del castillo. Que el amor no es suficiente para sustentarnos, porque no
valemos por lo que somos o estamos dispuestos a dar, sino por lo que tenemos.
Consumimos, consumimos, consumimos, para llenar el espacio que han dejado los
valores como la familia, la perseverancia, el respeto por los demás y por la vida, que se
han perdido. Han sido desechados por anticuados, ya no están de moda. Ahora imperan
los logros personales (conseguidos a cualquier precio), el individualismo (pensar en los
demás te resta tiempo para ti) y la envidia (siempre hay que mirar qué es lo que tiene el
vecino para saber que es lo que deseo yo). Y como lograr todas estas cosas no nos hace
mejores, nos sentimos infelices.
Ya no hay posibilidad de redención o cambio. Todo está podrido y viciado.
Pero esto se va a acabar, lo tengo claro. Llevo varios meses pensándolo y he
tomado una decisión. Jamás volveré a guiarme por los valores que me ha inculcado una
sociedad deshumanizada e irracional. Construiré mi pensamiento y lo llevaré a cabo en
un lugar que yo he escogido por propia voluntad. En él seré feliz, o por lo menos me
reconfortará el saber que estoy allí porque lo elegí como medio para escapar de esta
soledad que me ha acompañado y con la que no me llevo bien. No sé sí tendré miedo,
frío,… pero sin duda es una opción que me da esperanza de poder cambiar y conseguir
la paz que necesito.
Aquí no hay nada que verdaderamente me ate. Sé que mi viaje ocasionará dolor
pero el saber que estoy en un sitio mejor terminará reconfortando a mi familia, y quién
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sabe, puede que más adelante nos volvamos a encontrar y podamos ser la familia que
siempre deseé.
Ya está aquí. Mi tren está llegando y no puedo dejar de sonreír. La luz está por
todas partes, me acompaña. Es brillante, muy brillante y gracias a ella no tengo miedo.
No me arrepiento, soy dueña de mi destino y gracias a Dios, conoceré el significado de
la felicidad. En estos momentos, ¡por fin!, soy libre.
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La mala fortuna y un robot culichichi, de Go-II/6456
“Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente,
sus finales...”
“¡Qué gran verdad!” -se dijo GOF-i/0 arrojando con rabia la novela sobre el
cuadro de mandos de la nave intergaláctica. La pantalla se activó automáticamente y se
oyó la voz mecánica del robot supervisor Go-II/6456: “Se ha detectado una subida en
su presión arterial. ¿Quiere que le aplique el software médico?”.
“Lo que quiero es no ver tu cara de lata. ¿O es que ya no puede una ni
enfadarse? ¡Protones!”-respondió GOF-i/0 para arrepentirse a continuación ya que en
este viaje era importante una buena relación con su robot. Sabía lo problemático que
podría ser un cargamento de sapal hacia el planeta Efirenet. Las sapal son seres
estúpidos pero telepáticamente hablando no tienen parangón en toda la galaxia
Ehcnaug; y debido a que al comerlas se adquieren parte de sus habilidades, su valor es
incalculable. Su captura, comercio, posesión y no digamos su ingesta están
minuciosamente reguladas por las Normas de Seguridad Galáctica 3.153 a 3.399.
Quizás por eso mismo el robot Go-II/6456 estaba especialmente quisquilloso en este
viaje; quizás temía que las sapal pudieran transmitir su posición a los temibles
senoiranak; ya que éstas, estúpidas entre las estúpidas, ansían acabar en los estómagos
senoiranak con la peregrina idea de que serían asimiladas por un ser genéticamente
superior a los efirenetas.
A pesar de contar con el más potente inhibidor telepático GOF-i/0 sabía que era
muy arriesgado el transporte; por eso en aras de una relación fluida con Go-II/6456
pasaba por alto alguno de sus protocolos como cuando la noche anterior a las 04:00
aparenthoras le despertó la ceceante voz de Go-II/6456: “Mi Comandante por octava
vez se han vuelto a detectar restos de sapal en su evacuación. Le recuerdo que si
tomara conocimiento el Rorogat podría dictaminar su reclusión en sus aposentos hasta
arribar al punto de destino”.
GOF-i/0 se contuvo entonces. Total… Ya borraría esos registros de la memoria
del robot, pero la espinita se le quedó rumiando ahí dentro. Por eso, esta vez cuando GoII/6456 insistió: “Me permito sugerirle que retire la novela de su localización actual,
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las hojas 294 a 357 están …”. GOF-i/0 no pudo aguantarse y estalló: “¡Tremendo
pelma! ¡Desaparece de mi vista o te mando de cabeza al punto limpio!”. Parecía que
Go-II/6456 iba a replicar pero con un extraño zumbido la imagen desapareció.
No habría aceptado volar con un robot de una serie tan culichichi como la Go-II,
sabía lo exasperantes que pueden llegar a ser. Pero no tuvo opción: necesitaba la
abultada paga para hacerse una remodelación completa. Se acercaba la caducidad de su
última puesta a punto y desde luego ella no quería ir por ahí mostrando sus 220 ciclos
estréllicos; temía verse a sí misma como su madre con el pelo blanco y piel arrugada,
atada a la cama y resistiéndose mientras le inyectaban la acacasaug que acortaría su
agonía senil.
GOF-i/0 se notó tensa, así que decidió hacer unos largos de piscina. En el
trampolín, a punto de lanzarse al agua oyó detrás de ella: “¡Di nuestro lema o muere!”.
Al instante lo entendió: ¡Las sapal habían podido burlar el inhibidor telepático y se
habían hecho dueñas del control de la nave; la habían desviado hasta los dominios
senoiranak que ya estaban dentro! Maldita sea mi suerte – pensó - no tengo alternativa,
si digo su lema me convertiré en uno de ellos. Y eso: ¡JAMÁS!”.
La voz insistió: “Sé como nosotros. Di nuestro lema. Di: Dódónu”.
GOF-i/0, no respondió. Sintió un punzazo en la nuca y cayó al agua que empezó
a enrojecerse con su sangre. Todavía durante unos segundos fue consciente de que su
propio final le molestaba más que el final de la novela arrojada sobre el cuadro de
mandos; mira por donde, arrojada con tan mala fortuna que presionaba la tecla OFF del
inhibidor telépatico.
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Maldita vanidad, de Rolan
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales…
Paradójicamente él había escrito el suyo, y con él el de su familia…
La casa estaba desierta cuando llegó, lo que era extraño dado el día y la hora que
era. Sintió un pellizco en el estómago y la angustia voló hasta su pecho, ahogándolo.
Desde que le pareció ver un coche siguiéndolo mientras regresaba del trabajo tenía un
mal presagio. Y sus miedos parecían ir tomando forma. Respiró hondo, y cruzó el
jardín, hasta la puerta. Estaba abierta, entornada… Tragó saliva y la empujó, y lo que
allí vio le hizo perder la poca entereza que le quedaba.
Habían sido unas semanas terribles. El portugués no lo dejaba en paz. Era un
experto en utilizar el miedo, y Germán no podía soportar por más tiempo la tortura
psicológica a la que lo sometía, haciéndole las “visitas” cada vez más violentas y
frecuentes. El portugués manejaba perfectamente los tiempos.
Cuando lo conoció era un buen chico; amable, honesto, trabajador, dócil y manejable…
perfecto para sus intereses. La cárcel lo había transformado en un ser abominable; se
había convertido en un mafioso de la peor ralea, y ahora había venido a por él, a
cobrarse su deuda. Y Germán sabía que el dinero no sería suficiente y que sólo con su
sangre podía lavar las heridas infringidas a su delfín.
La última “visita” había sido terrible. Había amenazado de muerte a su familia. Decía
que matarlo a él no era suficiente. Tenía que sufrir lo indecible. ¿Y qué mejor manera
que hacerle daño a los que más quería? El plazo expiraba esa mañana pero Germán,
arruinado, no había sido capaz de reunir el dinero.
La imagen de sultán colgado, sangrando, le provocó unas arcadas incontrolables.
Las piernas no le aguantaban y cayó de bruces, vomitando la bilis. ¡Dios mío!, pensó,
¡ha cumplido su amenaza…!
Recordaba ahora el montón de oportunidades que tuvo de evitar que el portugués
fuera a la cárcel. Pensaba en cómo lo traicionó, cómo le estafó, cómo le robó su
dinero… y encima lo humilló públicamente, lo acusó, destrozó su vida comprando con
su dinero los mejores abogados del país. Pensaba ahora en cómo había creado el
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monstruo que era hoy, y se sintió miserable y culpable, el ser más vil y culpable sobre la
faz de la tierra.
Un sudor frío le recorría la espalda cuando escuchó las ruedas de un coche
derrapando estrepitosamente. El ruido le despertó de su letargo y como pudo se
incorporó, caminando hacia dentro y llamando por su mujer. ¡Teresa!, ¡Teresa, ¿me
oyes?! Subió ora gateando, ora arrastrándose por la escalera hasta llegar a los
dormitorios, pero no había nadie. Todo estaba destrozado, parecía que la muerte hubiera
pasado por allí y lo hubiera dejado así enfurecida por no encontrar a nadie. Entró en el
dormitorio de Pablo, pero no estaba. Luego corrió hacia el de María, dónde desearía no
haber entrado nunca. Por el ventanal distinguía perfectamente el cuerpecito de María
flotando sobre la piscina.
Saltó por la ventana y se deslizó por el tejado del porche. Cayó y se oyó el ruido
seco de un hueso al partir pero él no sintió dolor alguno. Se levantó y corrió. Y corrió
durante unos segundos que le parecieron horas. Se arrojó a la piscina y abrazó a María,
sacándola del agua manchada de la sangre de su hija. Intentó hacerle el boca a boca,
pero ya era tarde. María había muerto.
Germán se sentó sobre el césped, encorvado sobre sus rodillas, la cabeza entre
las piernas, llorando… su codicia había cambiado su alma, su soberbia no dejó hablar a
la razón, su egocentrismo dio legitimidad a todas sus decisiones. Su vanidad lo había
podrido todo, había matado a su hija.
Caía la noche cuando la cancela del jardín comenzó a abrirse. Germán alzó los
ojos y le pareció vislumbrar el mercedes de su esposa. Llegaba del gimnasio, con su
hijo, feliz y despreocupada: la viva estampa de la familia burguesa acomodada y
hedonista.
Germán midió al cielo, como pidiendo perdón por todo lo que había hecho, y
preguntándole si le daría fuerzas para contarle a su esposa que su hija… había muerto
por su culpa.
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Mamicidio, de Sireia
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales.
Y su final, ahora que se aproximaba, le parecía tan previsible que su vida se
tornó en un cuento insulso y sin demasiado sentido.
Y ahora, al mirar aquel cuadro donde una desconocida flotaba bocabajo en un
estanque, recordó el porqué se iba así. El origen de su decisión, ya lejana. Se preguntó,
una vez más, antes de quitarse la vida, qué clase de madre podría haber hecho lo que le
había hecho la suya cuando apenas comenzaba a vivir.
Apartó la mirada del cuadro, y se permitió recordar la macabra escena con cierta
morbosidad, con la amarga sonrisa de un rostro acabado: su madre, con aquel minúsculo
y ridículo bikini verdoso que colgaba de su enteco cuerpo de drogadicta; y ella, tan solo
una niña, jugando con su madre en aquella piscina comunitaria a mojarse con pistolas
de agua.
Sólo que la suya no era para jugar.
Sólo que la suya pesaba un poco más de la cuenta.
“Mamá, ésta, ¿echa agua?” y su madre, con risa histérica, corría alrededor de la
piscina, con la otra pistola de agua, de color gris también, aunque más grande, más
aparatosa... más de juguete. “¡Apunta y verás renacuaja!” Las palabras se escurrían por
su boca de fresa. En su frenesí, resbaló en un charco que rodeaba la piscina. Cayó de
culo, y rió con estridencia, revolcándose por el bordillo de la piscina. Luego se puso en
pie de nuevo, o lo intentó, porque el ataque de risa no la dejaba incorporarse. Hacía sol,
y calor. No había nadie más que ellas en la piscina. No había nadie cerca. La niña
miraba a su madre, y se reía un poquito; la apuntaba mientras con la pesada pistola. La
madre consiguió ponerse en pie, y se acercó al trampolín con pasos vacilantes. “Estás
lejos mamá: así no va a llegar el chorrito de agua” se quejaba la niña. “Sí llega, mi vida,
apunta, apunta y dispara, ¡y verás!” Y vuelta a reír. La madre bajó su arma, y la miró de
frente. “¿No vas a probar?” le espetó de pronto, parando de reír. La niña contestó de
nuevo que no llegaría. “¡Pues acércate, por todos los santos! ¿Acaso eres como tu padre,
una cobarde?” La niña se acercó y miró a su madre a los ojos. “No soy una cobarde”
Sonrió con ternura a su madre y añadió: “¡Ahora verás mami!”
Y acto seguido, disparó.
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El inocente chorrito de agua que esperaba se transformó en un estruendo que le
quebró el oído. La bala salió disparada. Estalló la cabeza de la madre. Su cuerpo inerte
cayó, y la sangré salpicó todo: los bordes de la piscina, el agua, la inocencia.
Y la hija, sosteniendo todavía la pistola en las manos, sólo pudo balbucear “no
soy una cobarde”.
El ruido de un relámpago la devolvió al presente. Cerró los ojos, y dejó que el
veneno del recuerdo, mezclado con el real, corriese agriamente por su lengua. Luego,
por su garganta. Todo su ser anhelaba descanso. “No soy una cobarde” se recordó a sí
misma. Las cobardes eran mujeres como su madre: que veían la muerte como única
alternativa para salir de una mala vida. De una vida difícil que ellas mismas se habían
buscado, y que no querían cambiar a pesar de las oportunidades que tenían. Ella, sin
embargo, era decente: había cuidado a sus hijos, les había dado la mejor educación
posible, todo su cariño, todo su tiempo. Ahora, los hijos eran mayores, y ella un trasto
abandonado. Le llegaba la hora, pero no quería morir en un hospital. El asilo que la
alojaba se había convertido en su único hogar aquellos últimos meses, y decidió que era
un buen momento para irse. “La cobarde era ella, porque abandonó” se dijo de nuevo.
Miró otra vez el cuadro: parecía que alguien quisiera recordarle que el suicidio no era la
única opción para dejar este mundo, pero quizás sí, la menos cobarde. Sonrió, y no
puedo evitar pensar de nuevo que su madre, estuviese donde estuviese, era la auténtica
cobarde, mientras que ella sí había luchado por salir adelante. A la mañana siguiente la
encontraron desmadejada sobre la cama del asilo, con la mirada perdida en aquel cuadro
tan horripilante que nadie deseó en su habitación.
Y sin embargo, ella sí supo apreciar la imagen.
La imagen de su vida.
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Mara y su destino, de Folía
"Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales…" eso tenía una descarada lectura de su libertad, y una violación de sus más
íntimos y elaborados pensamientos que a nadie le incumbía como a ella, y sólo a ella.
Cuando la sequedad de sus labios, empezaba a cuartear su deseo de gritar al viento todo
lo que llevaba dentro y nadie quería escuchar, y unas agobiantes y desesperadas gotas
de sudor, que escapando de sus poros, recorrían su piel en caída lenta como su
disimulada angustia, se sintió inquietantemente extraña.
Todo estaba preparado para el siguiente día, habían decidido por Mara, era algo
previsto y deseado dentro de la sinrazón de las razones, todos menos ella, que sin darse
cuenta, se había metido en la rampa de caída, hacía un destino anunciado por los suyos,
en que apenas tenía voz, sólo una sumisa presencia.
Sus años de preparación en aquella famosa universidad de pago, en donde a
hurtadillas, vivió los mejores años de su joven vida, en donde pudo mezclarse y
contaminarse de inconfesables pecados y dar rienda suelta a sus oníricos deseos,
prisioneros hasta entonces por una consciencia impuesta, que nunca sintió suya. Sus
posteriores másteres, sus éxitos de pago, le fueron colocando en la cumbre de proyectos
ajenos a los suyos, que la alejaban de su felicidad.
Su destino estaba decidido, desde su vestido a los invitados, desde la música
hasta el padrino, pero nadie conocía su secreto, ni la pasión que hubo de conocer entre
los más dulces besos y apasionadas caricias en cada rincón de su cuerpo, nadie,
absolutamente nadie le había dejado aquel legado de entrega, como hizo su amante
amiga Lucía, los últimos tres años de universidad habían confirmado su amor
sobreviviendo a comentarios y miradas moralistas, heridas por el amor ajeno.
Se lo había confesado a su padre la noche anterior, él la miró como una bestia
enardecida en rabia, no dijo nada, y dando media vuelta salió de la habitación.
Sentía un gran alivio, a la vez que un dolor desesperado que la ahogaba ante la
llegada de lo escrito. Se puso de pie, mientras el sol cegaba su visión del jardín, un seco
sonido seguido de un sabor a sangre, le hizo sentirse de pronto liberada, espirales rojas
adornaban otro final distinto, se sintió inmensamente feliz, mientras observaba el
cambiante color del agua.
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Marta, de Enymy
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. En medio de una sociedad convulsionada por el horror que producían las
noticias de mujeres muertas a manos de sus novios, amantes, maridos, compañeros...
fuera cual fuere el nombre que se diese a ese ser que se cree dueño y señor de la persona
“amada”, todas las novelas acababan igual, la chica guapa moría a manos del hombre.
Daba igual el motivo, la chica siempre moría.
La verdad es que se le hacía difícil pensar en otro tema para cualquier novelilla
de entretenimiento, siempre muertes, horror, torturas, misterios, amores imposibles...
parecería que el ser humano se deleitase en leer y releer acerca de lo que condena y
rechaza; sin embargo ahí están, novelas que se convierten en best seller y que tratan del
asesinato de alguien o de la desaparición de algún niño... siempre es el más débil el que
sufre, no se cargan al guaperas, ni al súper policía con un master en investigación, sino
que es alguien de su equipo el que las pasa canutas, el que está a punto de palmarla justo
en el último capítulo.
Y aquí está ella, disfrutando de las vacaciones de verano al borde de una
fantástica piscina y divagando sobre la moral del mundo, de los escritores que se
aprovechan del mal ajeno (real o inventado) para ganarse unos eurillos. Al fin y al cabo,
tampoco es culpa de ellos, si la gente no leyese este tipo de novelillas ligeras... no las
escribirían. Si se leyese más poesía, filosofía, ensayos... sería eso lo que habría en los
kioscos, o al menos eso es lo que cabría pensar.
La verdad es que también fue mala suerte, Ralph, su marido, tenía que haberse
reunido con ella en el hotel el día anterior para pasar juntos una idílica semana, que falta
les hacía, pero había perdido el avión y aún tardaría en llegar dos días más. A cambió le
había hecho llegar esta novelilla que tanto le había dado que pensar.
Era fácil de leer, letra grande, bien espaciada de curso ágil y rápido, pero era
como tantas otras, una chica guapa, envidiable en todos los sentidos, con ese estilo de
vida que todas las mujeres anhelan, se ve envuelta en un asunto turbio del que ella nada
sabía. Total, que tras una misteriosa llamada de un tal Max...
“Luces de ambulancias y sonidos de sirenas despiertan a los huéspedes del hotel,
Marta flota boca abajo en la piscina, una gran mancha de sangre rodea su cabeza...”.
Nada original, la chica, como siempre, acabó muerta. Lo único que no conseguía
entender era qué pintaba aquel “Max” en todo ese lío, total, lo habían inculpado del
asesinato, pero ella no sabía en qué parte del libro había aparecido, ni qué relación tenía
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con Marta... ni siquiera porqué la había matado. Evidentemente su mente habría seguido
otros derroteros mientras ella creía que leía. Ya le había pasado alguna vez, su cerebro
fantasioso tomaba rumbos desconocidos mientras sus ojos seguían el curso de las líneas
llenas de los simbolitos que representaban los pensamientos de otros. Y ahora, otra vez,
su cerebro indisciplinado le había jugado la misma mala pasada y se había perdido la
parte más importante del libro, tendría que volver para atrás; de todas formas, le
quedaba tiempo, Ralph no llegaría hasta dos días después.
Mañana volvería a leer más despacio un par de capítulos para ver si se aclaraba.
Subió a la habitación a prepararse para cenar.
Había otra cosa que la inquietaba, qué coincidencia que la protagonista, Marta,
tuviera su mismo nombre. No recordaba haber leído otras novelas en donde apareciera
alguien que se llamara como ella. Bueno, quizás alguna criada, sí es verdad, Marta era
el nombre típico de las mujeres del servicio, pero nunca la protagonista... En todo esto
pensaba Marta viendo el atardecer desde el balcón de su habitación, cuando de repente,
sonó el teléfono de su habitación:
- ¡Hola, Marta! Soy Max.
- ¿Max? Yo no conozco a ningún Max- Marta sintió cómo el miedo le atenazaba
la garganta dejándola sin respiración, el resto, ya lo conocía:
“Luces de ambulancias y sonidos de sirenas despiertan a los huéspedes del hotel,
Marta flota boca abajo en la piscina, una gran mancha de sangre rodea su cabeza...”.
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Massiel en bragas, de Kenzo
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Y el final de “Massiel en bragas” desde luego, lo obligaba a empezar de nuevo
por la primera página en busca de los datos perdidos. Seguro que se le había pasado por
alto algo, porque sino, Massiel no podía estar flotando en la piscina con un tiro en la
cabeza. ¡Vaya un final! Habría encajado a la perfección si Massiel hubiera sido una
chica alocada, con una doble vida perversa y dada a frecuentar antros profundos. Ni
siquiera era una joven proclive a la depresión. Menos, animosa para vaciar varias cajas
de pastillas, tampoco con sangre fría para esperar hasta que le rindiera el sueño y
después tirarse al agua.
No, no, el autor se había empeñado en descerrajarle un tiro en la cabeza. ¡Que
manía tenían los autores en quitarse del medio a los protagonistas metiéndolos en la
tumba! ¡Y como le fastidiaba que hubiera hecho eso con Massiel!
A decir verdad, conforme había leído los capítulos había intuido un pasado
turbio pero también le había cogido cariño, tanto cariño, que habría sido capaz de
defenderla a muerte. ¡Que absurdo! –rió – a muerte…
Cada vez que Massiel había pedido ayuda a Paula para mantener la coartada ante
el tonto de Tenor (esposo cornudo) le había recorrido un cosquilleo extraño, similar al
que sentía cuándo hacía lo mismo en su vida privada. Y entonces pensaba que sí, que
Massiel hacía bien al dar rienda suelta a sus sentimientos y si ello conllevaba tener que
inventar mentiras piadosas, a Tenor no debía importarle. Era más, debería haberse
sentado a reflexionar sobre como arreglar ese grito de más un día, ese olor de colonia
otro, el rimel de otra pegado al cuello de la camisa, porque sin duda, él también tenía
otra (u otras). Y aunque pregonara que el amor debía mantenerse firme toda la vida, era
el primero que había descubierto con horror que era tan efímero, tan sujeto de un hilo,
que a veces podía evaporarse con un soplo de viento.
Por eso, mientras releía ya la novela, veía en Massiel muchos de sus propios
actos. También le había encandilado la forma que tenía de callar en el momento preciso,
su monólogo interior que le había permitido verla desnuda por dentro, tan auténtica que
sí, tenía que reconocerlo, se había enamorado de la personalidad de esa chica que
aparecía en el papel. Había visto los lunares que nadie más había visto, había leído los
pensamientos ácidos que le dedicaba a Tenor. Y se había reído en muchas ocasiones al
saber como programaba los siguientes movimientos de ficha para joderle la vida. Sobre
todo después de que él había sido tan tonto como para decirle:
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100
-Mira cariño, si lo hago para putearte un poco….
“Para putearme” –había pensado Massiel.- ¡Verás lo que sé hacer yo para
putearte a ti!
Pero la cosa no se había complicado mucho. Massiel había ignorado a Tenor
durante las siguientes páginas, procuraba no coincidir en el desayuno, acostarse antes de
que Tenor regresara con el olor a colonia de otra…
El monólogo de Massiel lo dejó preocupado. Ella decía que Tenor no era capaz
de tratarla como se merecía. ¿Qué quería decir con eso? Releyó la página varias veces
sin entender a qué se refería. ¿Acaso él no le dejaba dinero suficiente para que ella lo
malgastara en saunas, gimnasios, tratamientos de belleza para intentar (los años se le
acusaban en discretas arrugas) rejuvenecer en balde? ¿Y no era menos cierto que
cuando le asaltaba el complejo de culpa (siempre tras los gritos), le regalaba flores?
Le cabreó un poco eso que decía ella. La quería desde la página siete y no podía
hacerle eso en la página ciento sesenta y seis. Notó como le dolía el pecho y al pasar las
páginas se le aceleraba el pulso.
El resto se le ocurrió de repente. Tenía que matarla, acallar esa voz que hurgaba
en su propia conciencia recordándole que él era así, incapaz de tener delicadeza, de
enamorarla a ella.
Adelantó las páginas haciendo trampa y vio que le tocaba morir a él y la rabia se
le removió por dentro. Por eso lo hizo. Sacó un arma, esperó a que ella se metiera en el
agua y le descerrajó el tiro. Para que callara de una vez.
Sin embargo, aunque creyó que ese final le iba a gustar más, no pudo por menos
que llorar la pérdida como suya. Más todavía cuándo al cerrar la tapa sonó el timbre y
venían a interrogarle. ¿Por qué estaba su esposa flotando en la piscina?
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Mayo (y el tiempo perdido), de C.
I
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. No sabía cómo, pero siempre acababa comprando libros muertos. Los llamaba
así porque la mayoría de las ocasiones moría el protagonista o algún secundario
imprescindible para comprender la trama. Durante un tiempo dejó de leer novelas. Las
sustituyó por revistas de moda. Todas las semanas hacía un máster presencial en el
quiosco adyacente a su trabajo y aunque le pareciera extraño, tenía la sensación de ser
infiel a las historias que fluían en los libros aparcados en el baúl de lo efímero, cada vez
que pasaba las páginas empapadas de publicidad y banalidades “chic”.
Mayo trabajaba de administrativa en una pequeña empresa textil de la periferia,
y la mayoría del tiempo no tenía más que esperar a que – subrayando la redundancia –
el tiempo pasara. De las ocho horas estipuladas en su contrato, sólo dos las dedicaba al
ejercicio de su profesión, el resto eran horas muertas. Pasatiempos cronometrados por la
desidia. Su afición a las novelas se cimentó en el vacío laboral. Quizá también vital.
Devoraba todo ejemplar que cayera en sus manos. No importaba que el jefe la pillase
fabricando unas argollas dignas del récord guinness, pues su padre ostentaba, desde
hacía varios años, la dirección y tutela de la empresa.
II
Después de dos meses su oficina se convirtió en un quiosco improvisado. No
paró de leer revistas y comer caramelos de eucalipto. Pero con el paso de las semanas
comenzó a anhelar las trágicas despedidas, los suicidios pasionales y las peleas por
amor. Pero esta vez, <pensó eclipsada por el ánimo insuflado por aquellas ingenuas y
simplistas revistas de tendencias> compraré una novela con final feliz, al menos
<reflexionó invadida por el entusiasmo> que no me haga llorar.
Se dirigió a la librería Stamford, la más popular y completa de la ciudad. Entró
ayudada por el viento del este, que comenzaba inusitadamente a soplar con fuerza. Se
detuvo en el primer expositor.
Un libro titulado “Mayo y el tiempo perdido” obnubiló su mirada. No dudó.
Leyó el reverso detenidamente. La protagonista tenía su mismo nombre. Incluso la foto
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adjunta en la portada tenía sus mismos rasgos adolescentes. El mismo corte de pelo. Los
mismos trajes desenfadados que tanto adoraba, vestían a la ficticia réplica de su propia
existencia.
III
Tomó un taxi. No tenía tiempo que perder. Telefoneó a su padre para pedirle
unos días libres. A la agencia de viajes para conseguir un apartamento cerca de la playa.
A su antigua amiga Raquel, para contarle la peculiar coincidencia descubierta. Esta
última no contestó. Su padre y la agencia le brindaron el deseo ipso facto.
Los primeros capítulos le transportaron a su infancia. Los mismos lugares donde
veraneaba, el mismo grupo de amigos, la misma pincelada de recuerdos que se
almacenaban en su memoria.
Echada en una hamaca frente al sol. Con las gafas Louis Vuitton reflejando los
rayos de incredulidad a la deriva de una fría cerveza germana, posada indiferente, en la
mesilla de ébano falsificada que separaba la piscina del pequeño chiringuito. Cada
página le devolvía su pasado con una similitud sorprendente. Su corazón comenzó a
latir con intensidad al comprobar que el primer amor de la protagonista era rubio, alto y
con un evocador acento argentino. Su primer amor de verano. El primer desengaño de
su gran amiga de la infancia, Raquel.
En un rememoró su vida. La cerveza le acompañó en el mal trago de leer el
seudónimo de la autora y atar cabos. “Leuqar”, rezaba el último párrafo del libro.
IV
El trampolín de la piscina se movía más de la cuenta por los efectos del alcohol.
No estaba acostumbrada a su agria espuma embaucadora.
La muerte le esperaba, al igual que las novelas que tanto le fastidiaban, al final
de la historia.
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Metal contra metal, de Charo Castro
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Odiaba esos finales de una diáfana nitidez. Ella sabía que la vida no es así. Que
dentro de nosotros hay un universo de claroscuro.
- Ella sabía que pasaría.- Cada palabra pedía permiso a la otra para difuminarse
en el aire.
- Estás segura, Lidia. Ha pasado mucho tiempo. Eras sólo una niña – su voz era
un bálsamo que alivia, pero no cura, la huella dejada por la cuchilla de sus recuerdos.
- Me habló un día de su adolescencia.
- ¿Qué tiene que ver su adolescencia con lo que pasó después?- le preguntó él
mientras sus manos acunaban sus cabellos.
- Todo y nada- susurró ella. La sal en sus labios apenas la dejaba hablar, pero sí
recordar, recordarla, imaginar cómo era, cómo fue, lo que sintió, los sonidos que
poblaron su vida.
Metal contra metal. El sonido de su adolescencia perdida se propaga con
movimiento ondulatorio. Las olas también están allí, cerca del recuerdo de ella, pero
muy lejos de su presente. Ambos sonidos tienen una longitud y una frecuencia distinta,
pero juntos forman una melodía inacabada. Los hercios del metal no tienen pausa, son
ávidos, irrefrenables; los hercios de las olas se balancean, le lamen los pies y siguen su
camino, pidiendo disculpas por introducir su armonía en un tono que tiene mucho de
estridente y de lacerante.
Lidia visualiza el sonido y ve unas piernas largas, delgadas y morenas. Su
recuerdo se convierte en una cámara que todo lo registra: las olas que lamen los pies
de la muchacha, el frío que se niega a sentir, y su boca abierta, esperando lo ansiado.
Lidia vuelve la cámara hacia las manos, ¡qué jóvenes son! Con avidez, con ese
sonido de metal contra metal en el fondo de su alma, devora el cuerpo de su presa, de
ese manjar ansiado; ella, ejerciendo ahora de verdugo. Placer… pecado… juntos desde
entonces, porque sólo llevará a casa unas pocas lapas con la excusa de que no había
más. Es la hora de regresar…
- Él la amaba. De eso también me acuerdo- dijo Lidia.
- Te equivocas. Piensa en cómo acabó todo. No es posible amar así- le respondió
él.
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- Vivimos en un mundo de clichés. Somos marionetas de una historia contada
por otros. Hay muchas formas de amor. Muchas personas odian lo que aman porque se
odian a sí mismas.
Su Porche plateado se asemejaba tanto a la carroza de Cenicienta que ella
pensó que los cuentos no siempre son sólo cuentos. Él se convirtió en el diapasón de su
existencia mucho antes de que el rugido de sus celos devorase el futuro de todos. Ella
había amado y, de alguna manera seguía amando, su fachada de seguridad, el
escondrijo donde se guarecía el pecoso niño olvidado convertido en un hombre con hiel
en los ojos. Siempre había asociado la crueldad con la pobreza, con la marginación;
nadie la había preparado para la crueldad del hombre caviar.
Metal contra metal otra vez… su llave en la puerta, Es la hora de que él
vuelva... placer y pecado. ¡Él ha conseguido incluso corromper el recuerdo del sonido
más hermoso, el que la acercaba a la época en que aún no sabía cuán cruel puede ser
la persona a la que amas! Metal contra metal… las olas de miserias y reproches, los
golpes… Los insultos de él que laceran los oídos, que antes fueron inundados de
poesía.
- Yo también oía ese sonido del que ella me hablaba, ese metal contra metal de
su llave en la puerta, ese sonido que le recordaba tanto al que producían las dos conchas
al frotarse y que la llevaban a un estado de completa inocencia. Ella siempre nos
encerraba en nuestra habitación, pero recuerdo toda y cada una de sus violencias. Sus
imágenes me persiguen y a ella la recuerdo como si fuera una gran muñeca hinchable,
una versión trágico-cómica de sí misma, flotando en nuestra piscina, intentando
perderse en la nebulosa de sus sueños mientras la vida fluía del río en el que se había
convertido su cabeza. ¿Cómo puedes recordar algo que no has vivido?- le preguntó.
Metal contra metal… No. Ahora es metal contra algo blando que no es el cuerpo
del molusco. Metal contra la carne de la niña morena convertida en víctima y mujer.
Los hercios se elevan, voces de niños, de sirenas, de dolor… y la paz del mar a lo lejos.
Lidia sintió la ternura del amante en su espalda. Con el tiempo ese amor
compartido se desdibujaría, lo devorarían las Horas. Pero hoy, ahora, él la había
ayudado a entornar la puerta de sus recuerdos.
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Los mundos de Telma, de La mirada interior
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. La vida no funcionaba así y se embravecía cuando la trama quedaba cortada por
el ineludible término. Ella siempre decía: “las cosas siempre continúan, todo tiene un
día después y eso nunca aparece”.
Para Telma los finales siempre hurtaban el permanente transcurrir de las cosas.
A fin de cuentas ese era un derecho que el lector había adquirido en el momento de
sumergirse en la narración. Decía que el lector se mojaba y creaba sus mundos porque el
autor los provocaba, los inducía y que no era de recibo que los cortara en un coitus
interruptus, en una decisión unilateral. Proclamaba que este tipo de cuestiones se
tomara por consenso autor-lector.
Ella siempre dijo que vivía mejor sumergida en la aparente irrealidad de la
ficción, que en un mundo exterior que la volvía loca invariablemente. Su revolución
pendiente la hacía en los territorios de la imaginación, allí donde todo se podía preñar de
sus deseos, donde todo se podía vertebrar bajo su lógica. Así reflexionaba en medio de
sus soledades. La vida le parecía no apta para ser vivida y los finales le seguían
obsesionando.
Eran las cinco de la tarde. Se levantó de la hamaca y se encaminó hasta el borde
de la piscina. Desde allí observó los rizos y vaivenes del agua y su mente, una vez más,
se perdió entre los callejones sin salida de sus pensamientos. Telma pensó que en esta
ocasión ella tendría la última palabra. Y en un ademán como si sostuviera un revólver se
apuntó en la sien y apretó el gatillo. Nadie oyó el disparo pero cuando su esposo
apareció su cuerpo yacía bocabajo en la piscina. La sangre teñía el agua. Esta vez ella
había decidido cuando terminar con la ficción en la que se había convertido su vida. Y
el mundo continuó sin ella.
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Nada dura para siempre, de Rojan
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales, al igual como había sido su vida hasta ahora, corta pero intensa. Su cuerpo yace
tendido en la superficie del líquido de la piscina de un amigo que le cedió su casa por
unos días, mientras se reponía de una larga depresión.
Un mortal golpe cercenó sus deseos de culminar sus sueños. Al haber dejado a
un lado una refrescante bebida tónica y en el otro la última novela que tanto tiempo
deseaba terminar pero que por esas circunstancias diarias postergaba su culminación. Al
llegar al final sintió como un alivio, dirigió su mirada hacia un jardín bien cuidado,
realizó unos ejercicios, se desplazó al trampolín para hacer un gran salto, tomó impulso,
pero en el último, su pie derecho resbaló, el impacto en su cabeza fue terrible, su cuerpo
cayó hacia adelante hasta quedar en la posición del típico ahogado. La impotencia se
apoderó de su ser, no podía moverse, la desesperación la envolvió, giró un poco su cara
en afán de conseguir un poco de aire, gritó aterrada, sus palabras eran confusas, en su
interior escuchaba unas voces que le alentaban a seguir luchando y que no se diera por
vencida. Un fuerte ventarrón hizo que se agitara el agua, sus ondas ayudaron a la
moribunda a que su cuerpo que aún a flote luchaba entre quedarse o marcharse de este
frágil mundo, llegó a uno de los escalones, sintió un alivio, porque pudo abrir su boca lo
más que pudo y tomar una gran bocanada de aire, su respiración recuperó su ritmo
normal, una profunda inspiración emergió de su interior, sintió rabia, frustración, dolor,
su mente entró en confusión, comenzó a sentir frío, en ningún momento pensó que esos
serían sus últimos pensamientos, no desperdició esos instantes en pensar o trasladarse
en su pasado para evaluar todo lo que había hecho en su vida. En su entorno las cosas
siguieron su curso normal, miró cómo un colibrí se acercaba para tomar un poco de
agua, aleteaba tan rápido que ella logró ver como cada ala se tocaba una con otra y
cómo las pequeñas gotas de agua salpicaban parte de su rostro. El llanto de nuevo
inundó su semblante, no sabía cuánta sangre había perdido, eran sus ganas de vivir, sus
extravagancias y de todas las maravillas que vivió y por las que le faltaba por disfrutar;
le hizo reflexionar en que las cosas suceden por algo y que ella de ese algo no pudo
escapar, la resignación pasó a ser el actor primordial en esta comedia. Poco a poco
comenzó a sentir cómo sus fuerzas menguaban su esperanza por seguir aferrada a su
vida, escuchó un ruido, le prestó más atención y ¡sí!, es el sonido de su móvil, repicó
varías veces, se alegró de que ese sonido le regresase de nuevo las fuerzas y no dejarse
abrumar por lo acontecido, pero la realidad es una y no tiene caminos diferentes y es
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ella la que planta cara para todas las cosas. Lo que ella necesitaba era un milagro,
dirigió su pensamiento como única salvación en la oración, con la última frase dejó de
luchar para esperar y que el silencio la abrigase en la inquietud de su final. Su rostro ya
no pudo aguantarse, se encontraba a tan sólo un peldaño para salir de aquel tormento,
navegó hasta el centro de la piscina, se fue hundiendo lentamente, sin esperanzas, sus
penas y agobios quedaron enmarcadas en la humedad de los laberintos escondidos y
alejados de las glorias de las grandes batallas que fueron más que las derrotas sufridas.
De su cuerpo se desprendió lo que de él quedaba, una figura transparente emergía
lentamente del agua, observó cómo en el fondo de aquella piscina quedo parte de ella,
mientras subía sintió cómo una cálida mano se aferraba a la suya, entre ellos el diálogo
surgió en un lenguaje de sincera empatía, al salir su ente fuera del agua una suave brisa
se entregó a ella en una complicidad inicua. Por un rato quedó inmóvil observando, todo
lo que en su corta vida aprendió, comprendió que la ingenuidad es un don de la verdad,
que el amor es la cúspide a alcanzar y ella es parte de ese logro. Un buen tiempo tardó
antes de irse cuando comenzaron a llegar unos amigos, la sacaron del agua, trataron de
reanimarla, pero ya era tarde, las lágrimas, la confusión y la impotencia quedó con ellos
y con el cuerpo que a un lado de la última novela que leyó, de esta forma entendió que
este era su final, una de sus amigas tomó la novela y pudo leer del puño y letra de
Lourdes: “Ningún final me ha sorprendido”.
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Olvidos, de Maryan
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Todo era predecible, en pocas ocasiones había leído algo que verdaderamente le
sorprendiera al terminar un libro. ¡Y no se podía decir que no había leído libros! ¡40
años como profesora de literatura en un instituto!
Es cierto, tenía grandes tesoros en su casa: novelas de Víctor Hugo,
Shakespeare, Tolstoi y otros. Pero de lo que se publicaba hoy, nada interesante.
Sin embargo, este último libro le sorprendió de tal forma que volvió a leerlo y, a
pesar de que no le gustaba, subrayó todo lo que le había impactado y fue corriendo a
contárselo a su hija.
- He leído un libro que me resulta extraño.
- ¿Por qué? Eso es raro en ti...
- Sí, ya sé, además la historia en sí no es muy buena, pero me ha pasado algo que
hacía tiempo no experimentaba.
- ¿De qué va el libro?
- La novela gira en torno al cuerpo de una mujer que encuentran, y poco a poco
van descubriendo cosas sobre ella, la cual tiene una vida muy oscura.
- ¿No me habías contado ya una historia como esa?
- ¡Que va! Para mí es totalmente nueva, sin embargo, no me acuerdo haber
tenido ese libro en casa, y de hecho me sorprendió que al leerlo tenía notas escritas, y no
sé si lo compré ya de segunda mano, si hacía tiempo que lo tenía,... bueno, el caso es
que lo leí y me gustó, y eso es algo raro en mí, hace tanto tiempo que no descubro a un
buen escritor, ya nadie escribe como antes...
- ¡Vale mamá! No empieces otra vez con la misma monserga.
- Oye, ¿no será que te estás leyendo el mismo libro varias veces?
- ¿Cómo va a ser eso? Me acordaría.
-Mira mamá, algo me está preocupando, la semana pasada te olvidaste de tus
citas con el médico...
- Sí, pero ya te dije que no las había apuntado bien...
- Te olvidaste de cenar el sábado por la noche...
- Ya, pero estaba leyendo el libro, y no es la primera vez que por la lectura se me
olvida comer.
- Te olvidaste del nombre de tu nieta, ¡que ya tiene 14 años!
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- Tú sabes que los nombres nunca han sido lo mío, sí recuerdo que una vez me
olvidé del tuyo.
- Ahora me dices que no sabes dónde compraste el libro, o no sabes si lo tenías
en casa.
- Bueno, en realidad no me acuerdo ni dónde lo cogí, un día estaba allí en la
mesa, no sé cómo lo llevé hasta allí.
- Además, me parece ni cluso que esa historia ya me la habías contado, así que
creo que te has olvidado hasta de la trama habiéndolo leído ya otra vez.
- ¡Qué me estás diciendo!
- Que quizás deberías ir al médico porque a lo mejor tu mente te está jugando
malas pasadas.
- ¿Estás insinuando que podría estar iniciando la enfermedad de Alzheimer?
- No quiero decir eso, sólo que quizás deberías hacerte una revisión, quizás sea
sólo falta de vitaminas o que necesitas descansar...
Nunca
se
imaginó
alegrarse
tanto
por
unas
palabras
tan banales e
insignificativas, pero tan importantes para ella. Ella ya lo había pensado, se preguntaba
hasta qué punto todavía estaba conservando su mente. Pero las siguientes palabras, no
de su hija, sino de su nieta le devolvieron a la vida:
- Hola abuela, ¿qué haces con mi libro? ¿no me digas que me lo dejé el otro día
en tu casa? ¡Con lo que lo he buscado! Seguro que te lo leíste. ¿Te gustó la historia de la
chica de la piscina? Es parecida a otro libro que tenías tú.
Su nieta se fue sorprendida y sin comprender el silencio que quedó, y de la
sonrisa y cara de alivio tanto de su madre como de su abuela.
- Nazaret.
- ¿Qué?
- Mi nieta se llama Nazaret.
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Paso a paso, sin tregua, de Nené
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales… le ocurría lo mismo cuando de una película se trataba, decía que la vida ya
otorga suficientes sinsabores para que uno asuma conscientemente recrearse e
involucrarse en tragedias y sufrimientos ajenos por ende irreales.
Cualquiera podría en consecuencia deducir que era un hombre pesimista, nada
más alejado de la realidad, era emprendedor, entusiasta, de naturaleza curiosa y en
muchas cuestiones autodidacta.
De cuna proletaria había sido durante nueve años hijo único y su mayor regalo
fue el anuncio de que iba a tener un hermano; cuantos juegos debió elucubrar en su
cabecita de niño, compartir esa pelota hecha de trapos, amarrada con una cuerda o el
cochecito de alambre que su mañoso padre le había diseñado y fantaseando convertiría
en un increíble bólido.
Su hermano debió ser lo que más había ansiado en su infancia y lo obsequió con
todo el amor, afecto y cuidados de los que era capaz, pero como la vida nos da una de
cal y otra de arena, sobrevino la guerra civil, con peligros, escasez, ansiedad…, pero los
niños son capaces de suspender el tiempo y crear su propia realidad y éstos no eran una
excepción, disfrutando el uno del otro.
Se terminó la guerra y a pesar de todas las dificultades que se desprenden de una
situación de ese calibre, se auguraban mejores tiempos, augurar que no conjurar, pues la
madre y el menudo de la familia bebieron sin saberlo, leche de cabra en mal estado y les
sobrevinieron las fiebres de malta; ambos lucharon contra ellas, pero sólo la mujer
consiguió hacerles frente, el chiquito al tercer día de permanecer entre tinieblas, había
perdido la vista, y finalmente expiró.
La madre desesperada a modo de consuelo dijo:
- Es un angelito que se fue al cielo.
Nuestro protagonista confuso y con un revuelto de sentimientos encontrados,
mitad amor, mitad rabia juró en voz alta:
- Tendré tantos hijos, que nunca uno de ellos habrá de verse privado de
hermanos.
Cumplió su palabra.
Con catorce años empezó a barrer los suelos y lavar los cacharros del laboratorio
de una importante empresa suiza de productos farmacéuticos y químicos, ascendió
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como una hormiga y en poco tiempo salió de su ciudad natal, Barcelona, destinado a
una sucursal en La Coruña.
Allí se trasladó con su recién estrenada esposa, compañera de trabajo, tímida y
elegante, con una sensibilidad musical indescriptible, que se emparejó a él de tal forma
que le quitó el puesto a su sombra; a partir de ahí serian uno solo hasta que la muerte los
separara.
Los años que allí residió fueron una de las etapas que más feliz recordaría de su
vida, el trabajo se desarrollaba con esfuerzo pero gratificante, los amigos que se granjeó
se mantendrían ligados, incondicionales más allá de los tiempos y fue padre de tres
chiquillos; ¿qué más le podía pedir a su destino? Y la respuesta resultó ser
rocambolesca, cuando ya venía en camino el cuarto, una enfermedad que devastó por
aquel entonces muchos hogares, la poliomielitis, se apoderó de su pequeña en aquel
entonces, y hubo que trasladarla a Barcelona para que los mejores especialistas del
momento la atendieran, lo que lo obligó a tomar la decisión de renunciar a todos sus
proyectos y regresar de nuevo a la ciudad Condal.
Pero no era hombre que se amedrentara con facilidad y fue tejiendo su nuevo
hogar, tras unos años de pausa llegó otro hijo trayendo consigo no sólo la gran nevada
que cubrió con un manto la ciudad de Barcelona sino también un problema anatómico,
por el que sería operado a vida o muerte a cuatro días de su llegada a este mundo y para
el alivio de toda la familia y la sorpresa de sus médicos fue levantando cabeza y
convirtiéndose en un niño saludable; era pues el momento de recibir a su sexto hijo.
Con los contratiempos habituales de una familia numerosa, todo seguía su curso,
había conseguido su meta y entre las paredes de su casa se desconocía el silencio,
siempre había jaleo, risas, llantos, discusiones… pero nunca nadie podría decir que se
sintiera solo; como un capitán al mando de una pequeña compañía, organizaba,
alentaba, reprendía y exigía el máximo a todos sus componentes, éstos le temían, pero a
decir verdad le querían, había creado lazos invisibles que el tiempo iría desvelando,
aunque ya en aquel entonces se atisbaba una gran familia.
Mil situaciones y anécdotas, y sin embargo acontecieron más sucesos para
celebrarse que para entristecerse y cuando ya sus hijos estaban más cerca de ser padres
que él mismo, la cigüeña decidió visitarlos de nuevo, todos participaban y esperaban
con entusiasmo la llegada de este nuevo miembro que para más notoriedad decidió
hacerlo el día de la coronación del Rey.
Lo que iba a celebrarse a bombo y platillo se truncó sólo con estas palabras: - La
niña no llega bien.
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Todos acudieron en tropel a visitar a la madre y a la recién nacida, todos como
una piña, si algo habían aprendido de su padre era, que al mal tiempo buena cara, y que
si en las buenas ocasiones debían estar unidos con más motivo en las complicadas. La
niña tenía el síndrome de Down.
La madre estaba tan triste, a él le habían brotado las canas, pero la menuda era
tan hermosa con sus ojitos de chinita, que todos se la quitaban de las manos, con tal de
mecerla en sus brazos. Pronto se olvidaron de su pena y les fue invadiendo un
sentimiento de ternura, sosegándolos y devolviéndolos a su vida cotidiana.
Así, el tiempo iba desplegando sus alas, los hijos fueron tomando sus propias
rutas y la familia inicialmente numerosa se convirtió en un trío, pero nunca faltaron
motivos para celebrar reuniones multitudinarias y volver a las raíces. Pero las
enfermedades también siembran su simiente y un cáncer de hígado se apoderó de
nuestro protagonista, mientras pudo lo mantuvo en el mayor de los secretos, hubo que
operarlo y allí estaba todo el clan a una. Con su ayuda y su propio coraje, resurgió día a
día, transcurrió un año lleno de optimismo y como si la vida se negara a darle tregua, de
la noche a la mañana, su benjamina ingresaba en la UCI de un hospital con una
neumonía que iría desestabilizando todos sus órganos y en quince días se iría apagando,
sin dar tiempo a despedirse.
Fue un golpe bajo, una crueldad, que no pudo asumir, le habían despojado de la
niña de sus ojos, y con ella, su valor, su tenacidad,… Hablaba con ella delante de su
tumba, algo inaudito para alguien con un sentido tan estricto de la lógica, empezó a
agriar su carácter, malhumorado, se enfadaba por menudencias y de la mano de la
melancolía el cáncer volvió a hacer mella en él y en esta ocasión sin ánimo de
marcharse. A los seis meses y un día de la muerte de su hija dejó definitivamente la
lucha.
Alguien creerá que el final de esta historia es como el final triste de las novelas
que este hombre detestaba, y todo lo contrario, lo que se propuso en su día es hoy una
realidad, sus hijos con trayectorias, con caracteres y pensamientos distintos están unidos
entre sí por una madeja invisible, da lo mismo si difieren en muchos puntos y en pocas
ocasiones se cruzan en el mismo camino, en el momento en que alguno de ellos necesita
el apoyo, de cualquiera de los otros como si de un toque a fuego se tratara, acuden
prestos en su auxilio; a su madre, la adoran y la admiran, a cualquiera pudiera parecerle
tan frágil, y se ha mantenido como una roca combatiendo ventiscas y tempestades y
sigue ahí sutil, ofreciendo su consejo, su inocencia y sobre todo su serenidad.
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Nuestro hombre deseaba dejar a sus nietos un referente de sus ancestros, no tuvo
tiempo de escribir sus ansiadas memorias, andaba demasiado ocupado, en vivir la vida.
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Por la boca muere el pez, de La Rosa de Calixto
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales porque, en el fondo, todos eran iguales; predecibles, soporíferos y faltos de
estilo; parecían haber sido escritos a contrarreloj y con desgana. Un insulto es lo que
eran y no un final para los fervorosos lectores con ansias detectivescas; la seductora
mujer muere y el investigador resuelve el gran caso. Juan estaba seguro que podría
escribir un final mejor para cualquiera de las tantas novelas policíacas que había leído,
un final para recordar y que mantuviese a todos en vilo hasta el último punto, para ello
usaría sus años de experiencia profesional. “¿Quién mejor que un detective privado para
contar una historia de detectives?” solía repetirse.
Estaba de vigilancia frente a un complejo de apartamentos esperando a que
empezara su trabajo cuando la vio salir del apartamento 212, llevaba sólo un bikini
verde y una toalla y, sin embargo, él no pudo dejar de mirar su dulce rostro acariciado
por uno de sus cabellos negros; pensó que era la mujer más hermosa que había visto y
que los escritores de sus novelas debieron inspirarse en alguien como ella para crear a
aquellas perfectas seductoras, sin duda, debió ser así y, por eso, la desconocida sería su
musa pero en su final no moriría porque en catorce años de trabajo nunca murió ninguna
bella mujer y no sería distinto en su libro.
“¡Te mataré!” ese grito le recordó que estaba allí por trabajo, miró hacia todos
los lados y vio cómo dos hombres armados corrían escaleras abajo, hacia la zona de la
piscina. Se quedó quieto un instante respirando aceleradamente y tratando de asimilar
que, probablemente, este era el mayor caso que había tenido nunca. Oyó un disparo,
tembló y abrió la guantera para sacar su arma; la miró y besó la medalla de la virgen que
llevaba al cuello; luego, corrió hacia la piscina. Mientras planeaba cómo atacar desde la
esquina del edificio pensaba que había sido un idiota al no ir al campo de tiro desde que
compró la pistola, seguramente, no le hubiese temblado tanto la mano ni el ruido de los
tiros le pondría tan nervioso. Asomó la cabeza, vio a uno de los tipos y disparó pero su
bala sólo rozó la chaqueta negra; el tipo empezó a dispararle y él sintió que su cabeza le
daba vueltas, ¿era la emoción del momento o era miedo? Fuese lo que fuese aquel no
era momento ni lugar para averiguarlo, extendió su brazo y comenzó a disparar. Pasado
un rato ya no se oían más tiros salvo los suyos, bajó el arma y se dirigió hacia el centro
del patio. A la derecha había un cadáver de un tipo con un suéter rojo, debió de ser el
primero en bajar por las escaleras, y junto al trampolín había otro con chaqueta gris;
siguió buscando pero no lograba ver al tipo de la chaqueta negra, ¿dónde estaba?
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Oyó un ruido, se giró y disparó; su arma cayó al suelo casi en el mismo instante que el
cuerpo de la desconocida se sumergió en el agua. De repente notó cómo le faltaba el
aliento y su corazón, que desde que había empezado todo latía con fuerza titánica,
ralentizaba su ritmo horrorizado observando cómo se teñía de rojo el agua junto al
cuerpo de la joven.
Como en las novelas, la policía llegó después, es decir, tarde. Juan les contó qué
estaba haciendo allí, cuál era su arma, que el hombre de la chaqueta negra había huido
y, por supuesto, resolvió uno de los crímenes; quién había matado a la chica y porqué.
Cumplía su segundo año de condena por asesinato cuando publicó su libro, pero
para sorpresa de todos no fue una novela policíaca sino una autobiografía, se titulaba
“Confesiones de un iluso” y comenzaba con “Yo creía que era el mejor escritor del
mundo y todavía no había escrito un libro y, mucho menos, conocido el mundo”.
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¿Por qué escribir un final?, de Samoth
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. La razón que adjuntaba a dicha sentencia era la eliminación del abanico de
posibilidades llevada a cabo por la conclusión afirmativa de una de ellas. Muchos
fueron los ejemplos que dibujó para hacerme comprender sus complejos razonamientos,
pero el que más se me quedó grabado en la memoria, debido a su morbosidad y rareza
expositiva, fue el de la imagen de una insólita piscina. Con su hipnótica voz me
describió una escena en la que, junto a la base de un inmaculado trampolín y flotando
boca abajo, se vislumbraba la figura de una mujer rodeada por una espesa mancha roja
que empezaba a teñir el azul cielo del agua. Aún resuenan en mi cabeza las palabras
exactas con las que mi amigo continuó su esclarecedor monólogo:
-En dicho escenario no hay nadie más, ni siquiera el dibujo de circulares ondas
surcando la superficie de la piscina; con lo que entonces, sea lo que fuera que pasase,
ocurrió hace ya tiempo. Al comienzo de una historia, nuestro cerebro es siempre
asaltado por una infinidad de preguntas del tipo: ¿qué le sucedió?, ¿por qué acabó en esa
situación?, y podría seguir así, elaborando cuestiones, hasta igualar e incluso superar en
número a las estrellas que brillan en nuestro firmamento.
Yo permanecía expectante a todo aquel esquema explicativo, en el que lo más
curioso y genial era la acción de preguntar, de elaborar sentencias que se juzgaran a sí
mismas sin dar una conclusión definitiva, que simplemente expusieran, confrontadas
entre sí, una multitud de mónadas. Con estas disertaciones, él quería mostrarme que
tanto el número de las preguntas como el de las respuestas que surgía en nuestra cabeza
era enorme.
-Tan grande como lo que pueda dar de sí tu imaginación. -Esa era su frase
favorita, la cual repetía constantemente.
En todas sus explicaciones, era sorprendente el dominio que mi docto amigo
demostraba tener sobre las distintas artes, y más resultando ser un muchacho que a
duras penas llegaba a superar los veinte años. La más curiosa relación que realizó entre
diferentes campos artísticos fue la de establecer como análogos el nudo de un cuento y
las sonatas beethovenianas. Para ello se basó en la forma de actuar de ambos, pues
comienzan con una guerra entre ideas, representada, en el caso de una partitura de
Beethoven, por la contraposición que nace de los dos temas que inician los primeros
movimientos de sus sonatas; y en una novela, porque, a lo largo de sus sucesivas
páginas, surge una lucha entre las distintas respuestas posibles a un mismo argumento,
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constituyendo así su momento álgido, formado por una constelación textual donde los
razonamientos confluyen y chocan los unos contra los otros.
Pero él concluía su disertación reprochándole a los escritores por la eliminación
de esa tensión, por otorgarle mayor peso a unas ideas que a otras. Les recriminaba el
que terminaran optando, únicamente, por una de las posibilidades que nacían al
comienzo del libro, exterminando, así, lo que le daba vida a la historia, terminando con
esa dialéctica que le otorgaba la dinámica a la narración, que la ponía en movimiento.
En nuestro anterior ejemplo de una mujer yaciendo en una piscina, sería un mal salto
con su correspondiente golpe en la cabeza, o cualquier otro final el que cerraría la rueda
de preguntas. Esta conclusión ya no daría lugar a dudas ni a más afluentes, sino que
cercenaría de un tajo toda posibilidad alternativa.
Por eso, para mi querido amigo, lo grandioso sería dar a luz una obra que fuera
análoga al pensamiento de aquel filósofo alemán de origen judío llamado Theodor
Wiesegrund Adorno, quien, con su énfasis en una dialéctica negativa, se empeñó en no
darle imagen a la utopía, en dejarla abierta para no caer en un dogmatismo ideológico.
Pensándolo detenidamente, no me cabe más que secundar este punto de vista, pues me
hace pensar en lo maravilloso que sería el disponer de un libro que nunca terminase, que
cada noche nos esperase, ebrio de entusiasmo, con nuevas páginas escritas, con
enseñanzas y aventuras que antes no habíamos leído; porque la pena con la que
finalizamos una buena novela es equiparable a despedirnos de un gran amigo que
sabemos que nunca más volveremos a ver.
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El precio de la soledad, de Sir Didymus
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales, aunque nunca como en esta ocasión. De repente, sin percatarse, se encontró ante
la decisión más difícil de su vida. Su obsesión le había conducido, poco a poco, de
forma lenta pero imparable, hasta esta aterradora situación…
Desde que ocurrió el accidente nada seguía teniendo sentido para ella. Un
accidente en la carretera que le había arrancado a su marido, con el que llevaba varios
años casada, y a sus dos hijos, de muy poca edad. Ni primero sus padres, ni después sus
amigos, que además no eran muchos después del traslado, ni más tarde las pastillas del
psiquiatra, lograban devolverle la ilusión de vivir.
Sin embargo, y después de un tiempo, consiguió empezar a evadirse de esa
asfixiante realidad, de esos innumerables momentos de derrumbamiento, de ese estar
por estar. Los libros le estaban ayudando. Leer, al fin y al cabo. Aquel pasatiempo que
tanto le entusiasmaba. Solo que esta vez únicamente podía hacerlo en casa. De hecho,
no salía de ella. De vez en cuando, para hacer alguna compra, pero no más. La puerta
cerrada y el libro entre sus manos eran su escapatoria.
Esta dinámica, que al principio podía considerarse como la exclusiva manera de
salvación que había encontrado, se estaba tornando en algo peligroso. Su personalidad
se había esfumado con el paso de los días. Ya no era ella, sino los protagonistas de las
obras que devoraba. Y por eso, sólo por eso, comenzó a atreverse a pisar la calle y a
respirar el aire que soplaba más allá de sus cuatro paredes.
Su cabeza ya funcionaba para actuar como un personaje de ficción, para moverse
como dictaban las letras plasmadas en las páginas de sus libros. Si el personaje viajaba,
ella también. Si el personaje paseaba, ella también. Y si el personaje se deprimía, ella
también. Su vida era ahora una novela.
Fue entonces cuando, tras muchos finales que invariablemente le fastidiaban una
y otra vez, se dispuso a empezar la última historia de su escritor predilecto, ‘El precio de
la soledad’. Un relato en que se describía, curiosamente, la triste situación de una mujer
que no dejaba de asemejarse a la suya. Mil desgracias había tenido que superar, y de mil
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maneras lo estaba intentando. Era éste, por tanto, un motivo adicional y de gran peso
para disponerse a representar sin fisuras y concienzudamente lo que ahora estaba
leyendo, todo lo que a su nuevo yo le sucedía en ese mundo de fábula.
En esta ocasión se metió en el papel como nunca antes lo había hecho. No sólo
por copiar al milímetro todos sus movimientos, sino por ver, palpar y sentir con los
ojos, los dedos y el corazón de una ilusión. Por ello tuvo que enfrentarse a la decisión
más dura de toda su vida, de esa vida que ya no le pertenecía.
Su protagonista era ahora una persona sin rumbo, sin nadie en quien apoyarse,
sin metas y sin ilusiones. Una persona, en realidad, muerta interiormente, como ella más
allá del libro. Una persona que un día decidió ponerse su mejor traje de baño, dirigirse a
la piscina más cercana y quitarse allí la vida.
Al pasar la última página del libro empezó a sudar, a temblar. Se encontró de
frente ante el destino que ella misma había construido. Se le planteó la posibilidad de
acabar con una existencia que no controlaba, que dejó de pertenecerle hacía ya bastantes
novelas. Y fue entonces cuando pensó que quizá no era tan terrible final.
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Puntos de partida, de Mapoto
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Podía asegurar que ya desde los cinco o seis años le molestaban los de los
cuentos que su madre le contaba. Podría decir que antes, pero no solía hacer
afirmaciones sin base sólida. Por suerte, aquel fastidio había provocado una sed
incontenible de lecturas que llenaron buena parte de su infancia y adolescencia, de tal
forma que, cumplidos los dieciocho, ya estaba convencido de que no había finales
perfectos. Por mucho que lo intentara, lo único que conseguía era verlos como
excelentes principios para historias que nadie había tenido a bien escribir. Puntos de
partida, pensaba, sólo son puntos de partida que coinciden con las últimas páginas.
Su obsesión no pasó desapercibida en un pueblo acostumbrado a vivir de
espaldas a la educación. Fue un “niño curioso”, un “adolescente extraño”, un “joven
perdido”. Claro, cuando tras años de ausencia por sus estudios regresó con traje, corbata
y a cargo del único juzgado de la región, todos empezaron a llamarle don Francisco,
susurrando por lo bajo, sólo durante los primeros días, “el hijo de la Carmita”.
No le fue difícil ganarse el respeto y la confianza de todos, de tal forma que, si
alguien dudaba si recoger la cosecha inmediatamente o esperar unos días, se lo
preguntaba a don Francisco. Si tenía que comprar un vehículo para el trabajo, se lo
consultaba a don Francisco, incluso, en caso de boda, se requería la aprobación de don
Francisco. Después de todo, no les había ido tan mal, desde su llegada se había
reorganizado la cooperativa y se había construido un mercado y un polideportivo con
piscina, todo gracias a los sabios consejos de don Francisco.
Mayor resistencia había encontrado en su empeño de fomentar el estudio entre
los jóvenes de la región, pero a fuerza de insistir... Así, cuando ya peinaba canas y se
quejaba amargamente de los primeros avisos de su próstata, fue recompensado con
Mario, un joven con gusto por la lectura y capacidad innata para la escritura. Fue un
honor recibir el encargo de corregir su primera novela. Sabía que distaría mucho de ser
una gran novela y sabía, más que cualquier otra cosa, que su final, como los del resto,
sería un punto de partida, pero aun así fue un honor.
- La leeré con atención, especialmente el final- dijo al muchacho.
- Muchas gracias…- se encogió de hombros-. Estoy orgulloso del final, pensé
que tendría problemas para acabarlo pero, sin saber bien como, una noche mi mano se
deslizó sobre el papel y dio con la fórmula exacta.
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- No hay fórmulas exactas para los finales- don Francisco dejó de sonreír-, no
hay finales perfectos; sólo puntos de partida.
- Todo lo que tiene un principio tiene un final…- sonrió.
- Puede, pero a fe que ningún final es un final del todo. Algún día, los horizontes
se volverán turbios y los planetas dejarán de orbitar sus estrellas. Éstas chocarán entre sí
y formarán agujeros negros que confluirán en un único y enorme agujero negro que se
hará cada vez más pequeño y explotará en billones de pedazos cuando su presión llegue
a un punto crítico. ¿Final? No, un nuevo principio, un nuevo Big Bang, de nuevo Dios
separando la luz de las tinieblas.
Mario no se marchó muy convencido, lo que no agradó del todo a don Francisco.
Sin embargo, empezó a leer la novela aquella misma mañana con una avidez tal que,
poco después de que su reloj de bolsillo marcara las diez y veintiún minutos de la
noche, leyó la última página.
El teléfono lo sacó de una absurda pesadilla cuando apenas eran las cinco menos
cuarto de la mañana. Lo descolgó entre malhumorado y agradecido. Era José Múgica, el
estúpido pero servicial jefe de policía, que, tras disculparse por la hora, le comunicó que
habían hallado el cadáver de una joven flotando en la piscina municipal. Era María, la
hija de Leocadio. Por suerte, dijo, habían detenido a un sospechoso al llegar al lugar del
crimen. Don Francisco tenía que realizar el interrogatorio.
- ¡Tiene que creerme don Francisco! ¡Escuché a María gritar y…!- don
Francisco repasaba mentalmente lo que José Múgica le había dicho “…no hay ningún
indicio que apoye su versión…”- ¡Tiene que creerme!
- ¡Calla imbécil! Eres tú el que tienes que creerme- se le acercó al oído para
poder susurrarle-, no hay finales perfectos… ¡Llévenselo de aquí!- Mario clavó los ojos
en don Francisco y, mudo y atónito, dejó que lo sacaran a rastras de la habitación-. No
hay finales perfectos- repetía don Francisco una y otra vez-, no hay finales perfectos. No
puede haberlos.
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Regresa Adriana, de Marlince
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales, sí Adriana nunca estaba contenta con los finales, acabaran bien o mal, no le
gustaban, era el final de una trama, de una historia, de una vida, y ella quería
continuidad..., continuidad que hoy, un día cualquiera trató de truncar y no pudo, ella
misma así lo narra:
Quise irme, no seguir, saber si era verdad lo que dicen, lo que cuentan, lo que
hay..., y no pude, un grito me lo impidió, era una luz muy brillante, una gran luz que yo
vi justo al otro lado del río, que me gritaba: REGRESA ADRIANA, no cruces, no
puedes, aún no has terminado de ver y conocer, te gusten o no te gusten, te faltan
muchos finales...Quedé impactada, no me lo esperaba, retrocedí unos pasos, sentándome
en una piedra que estaba allí justo al borde de aquel estrecho río. De repente la gran luz
del otro lado, tomó forma humana, la más bella que yo he visto, tenía paz en el
semblante, amor y serenidad, mirándome fijamente desde allí me dijo:
- No es tu tiempo de cruzar, aún no, deber seguir en la escuela, te guste o no, es
tu propio aprendizaje...
En ese instante fue que entendí y me estremecí, haciendo un gran esfuerzo
desistí de cruzar al otro lado del río, entonces retrocedí y de repente me vi flotando
arriba de la piscina, ¡sí esa era yo, no podía ser, si yo estaba en lo alto...!, Pero aquella
era yo... Sentí que ya no había mucho tiempo, tenía que llegar hasta abajo y penetrar en
mí, ¿cómo hacerlo, si ya casi estaba ahogada?, de repente algo me empujó, sólo sé que
empecé a toser moviéndome recostada en el césped que rodea la piscina de mi casa.
Abrí los ojos, estaba agotada, mi nariz sangraba, pero allí estaba preguntándome, ¿cómo
entré desde arriba, y cómo salí del agua?, un misterio, y no tanto..., ante mí había una
gran luz que se alejaba, y oí una voz que me decía:
- Y ahora Adriana ¿qué piensas de los finales de las novelas?
- Que no son los auténticos, que entretienen y nada más, por eso debo aceptarlos
como les guste a su autor, y proseguir con mi historia, la propia que nunca acaba, que
sigue y sigue...
- Muy bien, has aprendido bastante, ¿por qué no escribes tú algo?
- Sí, lo haré, quiero escribir...
Recostado en un mullido sillón, frente a la chimenea, está LINCEMAN, mi
hombre lince, es mi gato, que se parece a un lince por la forma de las orejas, y su piel
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amarillosa, chispeada de un marrón claro, de ahí su nombre. A veces pienso que es
humano, y que al mirarme me sonríe. Yo lo quiero, y él también a mí, me lo demuestra
diariamente siguiéndome por la casa y rincones del jardín.
Me recuesto un rato en el sillón junto a él, que ronroneando me lame las manos.
Me quedo extasiada mirándolo, y de repente ante mí, veo a un hombre que me dice:
- ¡Hola!, ¿cuánto he esperado este encuentro?
- ¡No lo puedo creer, mi gato me habla y es humano!
- Sí, soy humano, tú lo has querido, por eso me he transformado para ti, soy tu
amigo LINCEMAN que te habla. Sabes, me daba mucha pena cuando te veía sufrir
tanto por esas novelas que solías leer, y que llegado el final, no te gustaba. Tirabas el
libro, lo pateabas..., y yo siempre allí a tu lado muy asustado viéndote y sin poder
decirte lo que ahora ya sabes: LOS FINALES DE VERDAD NO EXISTEN, sólo
existen los otros, los que creamos para entretenernos, divertirnos y pensar..., y tú los
puedes crear, ahora mismo lo haces, ¿verdad que es divertido?, ¡casi te vas y me dejas!,
pero volviste, yo te gritaba: ADRIANA REGRESA, y regresaste. Gracias amiga.
Abrí mis ojos. Oh, si me quedé dormida, y mi gato también porque allí estaba
acurrucado en el sillón junto a mí.
- ¡QUÉ FINAL TAN LINDO, ME GUSTAN ESTOS FINALES...!
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Sábanas en Tinta, de Cuco Barto
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solían leer eran, invariablemente, sus
finales en la cama. El sabor rosa de cada palabra envolviendo a los personajes de esos
best-seller de peluquería, de suplemento de domingo por sólo uno con noventa, lo
dejaba exhausto y algo mareado. Él hubiese preferido que ella tomara del velador
alguna novela de Bukowski o de Henry Miller, autores que le habían dado, hasta el
momento, buenos y afrodisíacos resultados, y que por lo demás, eran compatriotas de
ella. Pero no. La gringa seguía sacando las novelas baratas del segundo cajón y
empezaba a leer en voz alta, cuando él ya se había quitado las lentillas, y así, casi ciego,
era prácticamente materia dispuesta. La gringa, entre ingenua y despreocupada, suponía
que su cansancio y desgano cuando lo tenía sobre sí, eran por el esfuerzo que le
significaba a él ir traduciéndole no sólo las palabras, sino también las frases completas,
el otro significado, el qué querían decir esas palabras que ella a veces entendía por
separado, pero que no siempre lograba unir. Y él, de tanto explicar clichés y frases
hechas como por estadística, nunca pudo ni supo cómo decirle que cambiaran de género
literario. Ni siquiera él sabia como explicarse el sentimiento que lo asqueaba; porque no
eran los cuartos de terciopelo en los que John, o Stuart, o Michael hacían el amor
fogosamente con Sussy, Melissa, o Laurette; tampoco eran los cuerpos fibrosos y
bronceados en las piscinas de Beberly Hills que los personajes ostentaban; ni las cenas a
la luz de las velas, rodeados de palmeras, con daiquiris y camareros latinos en alguna
playa del Caribe. No era nada de eso y era todo eso al mismo tiempo. Era la confusión
que tenía entre su propio tiempo y el que transcurría cada noche entre esas páginas y
esas sábanas; no saber si las novelas que escuchaba lo determinaban y guiaban o si ellos
eran un par de personajes más de alguna novela perdida en algún kiosco del planeta,
esta vez, con un escenario subtropical en medio del atlántico. Ambas posibilidades lo
dejaban idénticamente igual. Sumido en una bruma rosa que el prefería que fuera roja,
de pasión de fuego y de sangre caliente. Algunas noches, con la gringa ahora sobre él,
no lograba discernir si él era él mismo, o Rodrigo Ramos, el chico que hacia el
mantenimiento de la mansión de Verónica, quien también lo requería para otras labores;
o si ella era Claudia, la camarera del Hotel Tejadillo, en La Habana, al que a él, Michael
Murray, ejecutivo de La Bolsa de Valores de Nueva York, acostumbraba ir a
desconectarse, descansar, comer bien y dejar buenas propinas por el excelente servicio
que daban algunas camareras, especialmente de noche. Se confundía de cama y de
escenario porque confundía una monotonía con otra, un amor en estado vegetal
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permanente, repetido en las páginas y en las sábanas. Ya ni siquiera sabía si los
personajes que nombraba esa voz tan dulce que se esforzaba con un español aprendido
hacía poco más de tres meses, lo habían contagiado de rosa para siempre.
Por eso su sorpresa fue mayúscula cuando vio, antes de la ceguera y la sombra
negra del colchón horizontal, un libro en inglés sobre el velador. La gringa había estado
diferente esos últimos días, como ausente aquí y ahora, pero presente quizás en algún
otro sitio; bien en el Bufete de Abogados Catalá Reinó de Barcelona, donde además de
ser la jefa del área mercantil, usaba de amante a su secretario que dudaba entre
demandarla por acoso sexual o pedirle que se escaparan a vivir juntos a una de las tantas
islas griegas que ella tan bien conocía; o en el establo de su finca de Ontario, Canadá,
donde criaba caballos junto con ofrecer hipoterapias para discapacitados con notable
éxito e infinidad de pretendientes, amantes y ayudantes, dado su condición de única
mujer en un paisaje como aquel. Pensó que se estaba volviendo loco, por lo que hizo
caso omiso al cambio de rutina, al nuevo intruso del velador, y hasta incluso le gustó la
idea de poder empezar la última novela de Bolaño que tenía pendiente, no sin antes
hojear aquel libro cuyo título le pareció extraño, y hasta, pensó riéndose, podía ser
bueno. Pasiones Sangrantes, o Sangre de Pasión, eran las posibles traducciones para el
nuevo componente que quizás le serviría de salvavidas en ese mar de aburrimiento, y se
dio cuenta luego que no entendía bien lo del título. Como tampoco entendió nunca los
llantos de la gringa al ir pasando con rabia las páginas a su lado. Ni las patadas que
empezó a recibir cuando él todavía no terminaba el tercer capítulo de su novela. No
supo cómo, ni porqué, ni de dónde, la gringa había tomado el cuchillo que le enterraba
con furia, una y otra vez, mientras palabras, que él tampoco comprendía, iban
escribiéndose en rojo color sangre en las sábanas de su cama.
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Si me dan a elegir…, de Darune
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Por eso últimamente había cogido la costumbre de leer siempre la última página
antes que nada, y a partir de ahí, decidía si le daba una oportunidad o no a la novela que
tenía entre sus manos. Gracias a eso se había librado de no pocas desilusiones, y de lo
que ella consideraba graves pérdidas de tiempo.
De todos los libros que leyó de pequeña, hubo uno que la cautivó para siempre, y
que aún conserva como un tesoro, con las hojas amarillas y el lomo roto. Se llama
“Cuentos para jugar”, de Gianni Rodari. Lo que sorprendió a la niña de entonces sobre
este libro fue que el autor contaba el cuento hasta un punto, y a partir de ahí proponía
tres finales diferentes, dejando a elección del lector algo tan esencial. Había finales para
todos los gustos: finales amables, finales lógicos, finales surrealistas, finales utópicos y
finales desgarradores. Incluso se atrevía a añadir a continuación una hoja en blanco para
que el lector escribiera otro final si ninguno le convencía.
Esta idea le pareció
fascinante a aquella niña curiosa y exigente, y leía y releía los cuentos en diferentes
momentos de su vida, cambiando su final favorito a medida que pasaban los años.
Pero lo que nunca se atrevió a hacer es a escribir un final propio. Las hojas en blanco
permanecieron siempre en su sitio, vacías, tentadoras, esperando a ser escritas.
Uno nunca piensa en su propia muerte. No es algo de lo que nos guste hablar,
aunque sea lo único verdaderamente cierto del futuro. Pero cuando se sabe que ese
futuro está demasiado cercano, no queda más remedio que mirarlo de frente. Hace tres
meses fue al hospital a escuchar cómo un médico no sólo le decía el cuándo, sino que
además se prodigaba en detalles realmente aterradores del cómo. Entonces fue cuando
volvió a recordar aquel libro, y aquellas páginas en blanco.
No tiene opciones. No puede elegir. A ella le ha tocado el peor de los finales.
Al principio dudó mucho. No sabía si sería buena idea. Sin embargo, cada día
que pasa crece su osadía. Lo primero que tiene claro es que no quiere inmiscuir a
ninguna persona de su entorno en esta decisión, para no contribuir a los sentimientos de
culpa de nadie. Y lo segundo, es que tiene que ser rápido y eficaz, para no dar lugar a
errores.
No lo va a pensar más. Está decidida: va a pasar las páginas que quedan de su
vida de un salto, y tranquilamente, sin dudas, va a escribir, por fin, su propio final.
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Siempre hay tiempo para vivir, de Zanidel
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales…
Quizás por eso tenía una estantería llena de novelas sin concluir.
Quizás por eso también volvía una y otra vez atrás y leía sobre lo leído sin llegar
al final.
Y quizás por eso estaba leyendo una y otra vez el informe sin atreverse a
acabarlo. ¿Qué ocurría?, ¿era miedo a enfrentarse a su pasado?, ¿a mirar en su interior?
¿Por qué trataba por todos los medios de retrasar ese momento?
El inspector cerró el informe y lo dejó sobre una de las carpetas que se
amontonaban en aquella mesa vieja y cansada. Cansada como él, de vivir encerrada en
ese cuarto maloliente, contaminadas las paredes por el humo de 60 cigarrillos diarios
durante 5 años, el suelo manchado por el alcohol con que calmaba su dolor… Cansada
de soportar ese repugnante cenicero y las mugrientas carpetas que se agolpaban
desordenadamente y no la dejaban respirar. Cansada de no poder contar a nadie todo lo
que sabía, lo que había visto. Resignada a no poder aliviar la angustia que atormentaba a
su inseparable amigo, que se extinguía poco a poco sucumbiendo sin remedio a sus
propios demonios.
El inspector se retrepó sobre la silla y miró hacia la ventana. Llovía de nuevo y
decidió aproximarse al cristal para intentar apartar, como tantas veces, los dolorosos
pensamientos que constantemente le asaltaban, y que, como tantas otras veces, no
consiguió.
Un rayo fue el preámbulo, quizás necesario, para que por fin llegara la luz que le
indicase de una vez y sin lugar a dudas que la única escapatoria era tomar la
determinación de pasar definitivamente a la acción. ¿Se atrevería por fin a dejar de
pensar qué iba a hacer para empezar a hacerlo? Sí, lo había decidido, su tiempo se
acababa… el desenlace estaba cerca.
Guardó la pistola y se deshizo de la llave: esa había dejado de ser una opción. Se
sentó de nuevo a la mesa y volvió a empezar; tomó el informe en sus manos y relajó su
mente para que no interfiriera cuando los fantasmas vinieran a visitarle. Releyó de
nuevo, esta vez de una manera distinta: “15 años, hermosa, muy hermosa, jovial, dulce,
inteligente…”lo tenía todo, como él lo había tenido, ¿por qué habría actuado así?
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Había terminado el informe, que concluía que resbaló en el trampolín, se golpeó
la cabeza y cayó inconsciente al agua, ahogándose. Él y solo él conocía los detalles que
revelaban que Ana María se había suicidado. “Suicidio, sin lugar a dudas. Y fue tan
ejemplar que ni en su despedida quiso hacer sufrir a nadie...”
Sólo él sabía la verdad, y nadie mejor que él para comprender el daño tan grande
que podría producir su confesión. Él mismo lo había estado sufriendo los últimos 5
años. ¿Cómo le iba a decir a su padre que se había suicidado? Él era su amigo. Él estuvo
a su lado cuando fue su hija quien se suicidó 5 años atrás.
Ahora la angustia se había hecho insoportable; los sentimientos se agolpaban y
nublaban su mente. Ernesto fue quien con sus palabras, su cariño, su comprensión y su
apoyo, evitó tantas veces que le pusiera fin a su vida… “tú no tuviste la culpa” repetía
sin cesar una y otra vez; pero sí, sí la tuvo. Después de tantos años de negarlo, de evitar
pensarlo y enfrentarse a la realidad aferrándose a las palabras de su amigo, ésta, tozuda,
se había impuesto y no dejaba resquicio a la más mínima duda: la culpa había sido suya.
De su mujer, sí, de la sociedad, por supuesto, pero suya en tan gran medida que el peso
que había sentido durante tanto tiempo sobre sus hombros le había impedido moverse.
Lo dejó anclado allí; para él el tiempo no había transcurrido. Y ahora lo veía claro como
el agua.
Todo había sido un error, un tremendo error. Cuán equivocado había estado, y
qué precio tan grande había pagado. Pero ahora, la aceptación le había liberado. Había
desaparecido la angustia. Sí, podía vivir, incluso con su culpa; aún le quedaba mucho
tiempo, podía ser muy feliz y hacer feliz a alguien, podría hacer mucho bien. Podía
salvar a su amigo y salvarse él.
El inspector se levantó y se dirigió hacia la salida; abrió las puertas de par en
par, miró a su alrededor y salió a la calle, con paso firme y seguro por primera vez en
cinco años. Y la mesa sonrió, tranquila, sabiendo que su amigo ya no iba a dejar ningún
final sin leer.
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Sin final feliz, de Orquídea
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales felices. Ya desde la mitad del relato podía adivinar cómo terminaría la historia y
eso que leía para poner un poco de acción a su aburrida vida. Una vida insípida, en una
casa enorme, con muchísimo tiempo libre… En aquel momento se encontraba en su
habitación ya que en la piscina había gente y ella quería estar sola para leer sus
aburridas historias. Cuando de repente, levantó la cabeza y vio a su cuñado que se
dirigía hacia ella. Apenas lo vio supo que algo terrible había pasado. Tan sólo los
separaban unos metros y ella, Isabel, rogó a Dios con todas sus fuerzas para que nunca
llegara el momento de tenerlo a su lado y escuchar la trágica noticia.
-Dime de una vez que pasó.
-Tu hermana ha muerto. La han asesinado y ahora está en la piscina, boca abajo
y sangrando por la cabeza. La policía está de camino.
-¿Cómo es posible? Había mucha gente con ella?
-No tengo ni idea, vamos para allá.
Isabel se derrumbó, no sabía como afrontar una situación así, nunca en su vida
tuvo que resolver problemas. Pensaba en su hermana, una chica feliz a la que todo el
mundo adoraba, siempre era el centro de atención.
Cuando llegó a la piscina y vio a Cristina allí en el agua, tan inmensamente sola,
pensó en sus novelas, en ellas siempre ocurría algo inesperado donde lo malo se
convertía en bueno, pero por más que esperó, no sucedió nada.
- Aquí me temo que el final es terriblemente horroroso-pensó-y no cambiará.
Pero sí cambió, es decir, se empeoró aún más cuando el jefe de la policía se acercó a su
cuñado y le dijo:
- Queda detenido por el asesinato de su esposa.
Ahora, después de que ha pasado u tiempo de aquella desgracia, Isabel sigue sin
entender por qué Matías mató a su hermana. Cuando ella fue a la cárcel a preguntárselo,
él le dijo que Cristina no era lo que parecía. En realidad era muy cruel, además de muy
lista. Le hacía creer a la gente que era maravillosa pero en realidad era un demonio. Le
martirizaba psicológicamente y poco a poco iba minando su autoestima, constantemente
le decía que no servía para nada y que la gente se reía de él a sus espaldas.
Ese día estaban en el trampolín, discutiendo como siempre y no aguantó más.
Comprobó que nadie miraba, la empujó y ella se dio un golpe en la cabeza al caer. Lo
primero que sintió fue alivio, luego desesperación.
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Isabel seguía sin entender a Matías, porque aunque se salvó del yugo de su
hermana ha arruinado su vida; por eso, aunque en una época le aburrían los finales de
sus novelas ahora ha vuelto a leer esas mismas historias donde los personajes no se
complican la vida y siempre terminan resolviendo sus problemas haciendo a todo el
mundo feliz.
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La soledad, de La Oramas
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales, pero hoy lo que realmente le fastidiaba era no alcanzar de una buena vez el final
de esa piscina.
Soledad siempre había sido una mujer muy activa pero cada vez le costaba más
trabajo continuar con su rutina diaria. La edad y las vivencias de una mujer cuyo
nombre hizo honor a su existencia, comenzaban a limitarla considerablemente. Justo se
cumplía hoy el quinto mes desde que le informaran de su irremediable final. Sin
embargo, esa noticia más que aterrarla lo que hizo fue liberarla, liberarla de una prisión
en la que había vivido muchos años. En el momento de recibir la noticia vino a su
mente el recuerdo de aquel hombre que marcó su destino. Soledad tenía entonces veinte
años, y como de costumbre, pasaba el verano en la playa, en una bella casa familiar
junto al mar. Cada mañana daba largos paseos por la orilla y las tardes las ocupaba
nadando durante largo rato. Sin embargo, esa tarde de julio, en lo que se suponía un día
normal de verano, se convirtió en una desesperada operación de rescate. A lo lejos se
veía una pequeña embarcación con, al menos, una decena de hombres subsaharianos.
Parecía que podían alcanzar la costa por su propio pie, pues al fin, tras muchos días de
agonía, veían algo de luz al final del túnel. Sin embargo, ahí estaba él, a punto de correr
peor suerte que sus compañeros de travesía. Soledad nadó veloz alcanzando
rápidamente la orilla con el joven. En el momento en que él abrió los ojos y la miró, con
expresión de agradecimiento, ella lo tuvo claro. Supo que ese iba a ser el hombre daría
un nuevo rumbo a su vida. Muchos días pasaron hasta que pudo volverlo a ver.
Enseguida se acostumbraron a estar el uno con el otro, y lo que empezó siendo
costumbre se transformó en una enorme necesidad. Los días pasaban cómodos y
tranquilos. Él consiguió asentarse y adaptarse a su nuevo país, a sus nuevas costumbres
y su nuevo idioma. Juntos construyeron con ilusión un futuro imaginario, las esperanzas
de una vida común donde serían felices para siempre. Se querían tanto… Pero lo bueno
acabó pronto, tan rápido como la familia de la joven conoció de esta peculiar amistad
decidió intervenir separando a Soledad del joven africano. Ella no tuvo el valor de
enfrentar a su familia, unas personas carentes de todo sentimiento y reticentes de aceptar
en su familia a un hombre cuya piel era una ofensa para ellos. Cada día que pasaba
distanciados, ella se apagaba poco a poco. Sin ganas de seguir adelante, sin una razón
por la que luchar, Soledad pasaba su tiempo sin esperanzas. Hasta aquel día en el que el
doctor Martín le dio esa determinante noticia. Ese fue el momento en el que se armó de
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valor, apartó de su vida a quienes decían quererla reprimiendo sus sentimientos y fue en
busca de ese hombre. Sus prioridades empezaron a cambiar tan rápido como avanzaba
su enfermedad, pronto se convirtió en una mujer fuerte y decidida, como esas mujeres
que veía en la tele o en las revistas. Quién iba a decir que tantos años después, sería él
quien la salvara a ella de la soledad que la estaba ahogando.
Hoy se cumplía el quinto mes desde que recibió la noticia, hoy, por fin dejaba
atrás una existencia banal e insignificante, hoy alcanzaban juntos el final de la piscina.
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Una terapia llamada Fantasía, de Lana D.
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Los odiaba sin importar cuál fuese el desenlace, los odiaba sólo por ser finales.
En esos momentos la maldita realidad se presentaba de nuevo ante sus ojos, y, sin pedir
permiso, se acomodaba de nuevo en sus entrañas, anulando una vez más esos atisbos de
felicidad que le acariciaban cuando se entregaba a la lectura.
“La pobre se quedó loca”, chismorreaban. “Nunca lo superará”, murmuraba la
gente cuando paseaba por la calle absorta en uno de sus libros. No los había escrito ella,
no, pero eran más suyos que del mismísimo autor. Percibía a los personajes de tal
manera que traspasaba este mundo y penetraba en el otro, transformándose cada vez en
cualquiera de ellos sin que le costara más que pretenderlo. Y en esos momentos no le
tenía miedo a nada, el mundo cedía ante ella, todos los obstáculos podían ser superados.
Afortunadamente, no se enteraba de las habladurías, estaba demasiado ocupada
venciendo a un poderoso Mago en las tierras de Oz, intentando librarse de las garras de
un feroz león cavernario, o enfrascada en un descubrimiento que cambiaría el mundo.
Mientras que ellos… Ellos sólo eran personas aburridas, que se habían olvidado incluso
de disfrutar de los maravillosos rincones de su propia isla. No se perdía nada por no
advertirlo.
Odiaba ol s finales de sus novelas, cierto, pero el resto del tiempo, mientras las
leía, sentía algo muy parecido a lo que recordaba como felicidad. Se fundía con los
protagonistas, derribaba con ellos todos los muros que se interponían en el camino, y
descubría maneras de luchar contra las adversidades. Sentía que nada era imposible, se
hacía más fuerte…
Y así pasaron los años, entre la felicidad que le producía sumergirse en una
nueva lectura, y la angustia que se derramaba en su corazón al terminarla, y llegó un día
en el que al finalizar de leer una de las más palpitantes novelas con las que se había
topado, la realidad no se presentó tan maldita, tan descarada, tan terrible… Apareció
como siempre, sin pedir permiso, sin haber sido llamada, pero la sintió más benévola,
más indulgente, más piadosa… ¿O quizás era la misma, y sólo había cambiado su forma
de percibirla? No lo sabía, pero por primera vez en muchos años, una sonrisa se reflejó
en sus ojos. Entendió que lo había superado, que aunque nunca podría olvidar la agonía
de aquel fatídico día, y la angustia de todas las noches que vinieron después, era capaz
de vivir de nuevo. Y comprendió que cada uno de los personajes en cuya piel se había
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metido, le había traspasado algo de sí mismo, pues ella los había acompañado en su
viaje, sí, pero también ellos la acompañaban en el suyo.
Hoy en día, siguen fastidiándole los finales de las novelas, pero no sufre, no se
incomoda. Sólo le importuna el saber que, una vez más, perderá la tarde de mañana en
la biblioteca, el saber que tardará horas en ser capaz de decidir en qué mundo quiere
vivir esta vez, en qué época, y qué aventura…
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Trágicos deseos, de Mariítas Osha
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Mariela a sus 17 años estaba completamente convencida que la vida real tenía
muy poco que ver con esos relatos rosas con final feliz, pero a pesar de ello seguía
emocionándose con esas historias que tanto le hacían soñar y delas que siempre
aprendía algo pero no dejaba de preguntarse por qué nunca tenían un final trágico ya
que ciertamente las historias reales no siempre acaban bien. Hoy no había salido en todo
el día de su habitación, su madre preocupada le había presionado para que le contara lo
que le ocurría. Mariela nunca había tenido secretos con su madre pero le avergonzaba
muchísimo tener que haber vivido una experiencia semejante.
- ¿Quieres contarme de una vez? -insistió la angustiada madre.
- La verdad es que no es tan grave pero... odio que se rían de mí - dijo, con tanta
rabia que las venas del cuello se le hincharon.
- ¿Pero qué pasó hija?,Dímelo por dios que esta angustia me va a matar.
Mariela sin más dilación le contó el porqué se rieron de ella sus amigos, creían
que era una cobarde por no querer tirarse al agua desde lo alto de unas rocas, todos se
tiraron menos ella, le hicieron toda clase de bromas pesadas e incluso quisieron lanzarla
por sorpresa pero fue tal el pánico que demostró que la pandilla se asustó en serio y la
dejaron tranquila pero desde ese mismo instante comprendió que ya no sería la chica
más popular, que el resto de sus días tendría que vivir con el peso de no ser perfecta y
eso la torturaba sobre manera.
Su madre no entendía por qué le afectaba tanto ni de dónde venía ese temor a las
alturas siendo ella una excelente nadadora.
- Pero Mari, no te lo tomes tan a pecho, no se puede ser buena en todo siempre
hay algo que nos asusta, que no entendemos o simplemente que no se nos da bien y no
por eso se nos cae el mundo encima, además para mí eres la mejor del mundo, todo lo
que haces lo haces perfecto, así que déjate de tonterías y levántate que te hice un cocido
de garbanzos que te vas a chupar los dedos.
- ¡Mami, es que él estaba allí, Octavio cree que soy una miedosa estúpida y ya
no querrá salir conmigo! -sus ojos se humedecieron y los tiernos brazos de su madre la
rodearon.
- Tengo que vencer mi miedo- dijo con voz débil- voy a demostrarles a todos
que puedo con eso y con mucho más.
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- Escúchame con atención- su madre la separó ligeramente de su pecho- ni se te
ocurra tirarte desde una roca o desde un trampolín sólo por demostrar que puedes
hacerlo, si quieres vencer tu miedo hazlo por ti misma no por nadie.
Mariela no contestó, se dio la vuelta y se acurrucó en su cama.
- Mariela, prométeme que no vas a hacer ninguna locura, prométeme que no vas
a intentar vencer tu miedo, la obstinación siempre trae malos resultados y no quiero que
te pase nada hija, por favor...
- Vale mamá, te lo prometo- dijo ella casi por cansancio.
Cuando casi había aceptado su "derrota" una llamada telefónica la hizo cambiar
de parecer, Octavio, el chico por el que ella suspiraba la había llamado para saber cómo
estaba pero lejos de restarle importancia a lo ocurrido continuó bromeando con el
incidente por lo que Mariela decidió ponerle fin lo más pronto posible.
Lo primero que hizo al levantarse al día siguiente fue inscribirse en un club de
saltos de trampolín. Estaba asustada pero no quería pensar, sólo quería saltar, estaba
segura que si seguía las instrucciones del monitor nada le pasaría. Se disponía a saltar
cuando escuchó que alguien la llamaba a voces, su cuerpo se relajó y su cabeza chocó
irremediablemente con la tabla del trampolín, sintió una extraña calidez en el pelo, la
sangre brotaba con fluidez...
- ¡¡Marielaaa!!, despierta hija, estás soñando- su madre le acariciaba el cabello al
tiempo que intentaba despertarla.
Ella, sobresaltada, abrió los ojos, miró a su alrededor desubicada, se tocó la
cabeza con incredulidad y abrazó a su madre con efusión.
- ¿Sabes una cosa?, me encanta que las novelas siempre tengan finales felicesdijo Mariela con una sonrisa en los labios.
- ¿A qué viene eso, si siempre te quejas de los finales?- preguntó francamente
asombrada.
- Es que estuve pensando que a nadie la gustaría leer una historia en la que no
hubiera solución alguna a los problemas, eso sería terriblemente angustioso.
- Llevas mucha razón cariño por suerte todo en esta vida tiene solución, menos
la muerte.
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Tres finales, de Matilda
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales.
Por eso no me extrañó cuando cerró el libro con brusquedad, abrió el bolso de
playa, lo guardó, sacó un cigarrillo, le dio dos bocanadas para luego aplastarlo en el
cenicero que tenía al lado de su hamaca.
- Acabas de leer el final, y estás desilusionada ¿verdad?- le dije, apartando de mi
cara el periódico deportivo, que hacía la función de parasol.
- Ya sabes, Kike, que lo menos que me gusta de una novela es el final.
Aunque me lo había explicado muchas veces le pregunté.- Pero ¿por qué?
- Porque se acaba.-me dijo. Y acentuó las sílabas de cada palabra como si
estuviera hablando con un niño, o con un sordomudo.
Dando un saltito, se levantó de la hamaca, se ató las finas asillas del bikini.
- Me voy a dar un chapuzón ¿vale?
Conocí a Macame en una cena a la que me invitó mi amigo Rafa. El amigo de
mi infancia. El mejor amigo. El único amigo que tenía. Él no se olvidó de mí, cuando
me quedé varado en segundo de bachiller. Mis notas salpicadas de insuficientes, me
arrojaron a un taller de mecánica, los primeros seis meses a media jornada; luego, el
mono de gabardina azul marino se convirtió en mi segunda piel.
- Van a venir un par de chavalas, no puedes faltar.- insistió Rafa.
Al final nos juntamos un grupo de ocho, compañeros de clase de Rafa, de cuarto
de Derecho. Y cuando él apareció, con su sonrisa perfecta de dientes de castrense
alineación, blancos, blanquísimos; nos saludó a todos, se acercó y me susurró:-para ti, la
rubia, o la de rojo. ¡Menudas mulas!
Macame no había entrado en su selección. Por eso, cuando dos semanas después,
le confesé que estaba saliendo con ella, reventó en una carcajada interminable. –¿La
flaquita, bajita y culona?
Empezamos a salir en el mes de abril. Entonces mi vida se convirtió en una
mullida, cálida y placentera existencia. Y luego vino el verano. Mi mejor verano. Mi
único verano. Cenas con amigos en el ático de Macame, donde yo no tenía más función
que la de servir bebidas y sonreír, mientras la velada terminaba siempre en charlas sobre
novelas. Y siempre estaba Rafa. El amigo de mi infancia. El mejor amigo. El único
amigo que tenía.
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Esperaba paciente a que se fueran los invitados para vengarme de todos los
escritores. Me reía de ellos. Pensaba, ni enhebrando todas al s palabras del diccionario
pueden esos narrar lo que pasaba después. La tibia ternura del roce de dos cuerpos. La
perfecta coordinación, sin haber pactado nada.
- Amo, los libros- había dicho Macame. Ella no podía entender que yo no
hubiera terminado de leer ninguno. -¿No? Se reía.- Me había aceptado así.
- ¿Pero qué te pasa tío? Te tiene encoñado.- me decía Rafa.
- Anda, no seas infantil- le contestaba yo.
Sí, Rafa era infantil; pero estaba allí. Sentí su mano fría y húmeda en mi
hombro. Cuando lo miré estaba pálido. Con voz temblorosa.
- Lo siento, tío. Cuando me lo dijeron, no lo podía creer. ¿Le hicieron la
autopsia? ¿Cómo es posible? Ella conocía esa piscina desde pequeña.
- No sé, un despiste, un error de cálculo. Se golpeó con el borde al tirarse.
Mi presencia no oficial en el tanatorio había pasado inadvertida. No hubo en
nuestra relación, presentación de padres, ni pedidas de mano.
- Esto no nos puede hundir, con veinticuatro años, esto no nos puede hundir.
Vamos a tomar algo.
Mi amigo Rafa me había librado del lamento sin fin de Doña María del Carmen.
La otra. La madre. Un lamento que a ratos era entendible y decía ‘Dios mío’, ‘mi niña’;
o se perdía en un desmayo.
Entonces, cuando el alcohol me empapó, golpearon en mis sentidos las palabras
de Rafa: ‘no nos podemos hundir’ Sentí unas ganas irrefrenables de vomitar, y le pedí
que por favor me llevara a casa.
Tomé en mis manos la novela que Macame terminó de leer esa mañana, antes
del accidente. Quería leer su último final. Pero las letras de imprenta, aparecieron
borrosas ante mi vista. Vencidas por otras letras, escritas a bolígrafo, una caligrafía
perfecta, de castrense alineación. Inconfundible.
Que decía: Macame. Acabas de leer el final de la novela. Hoy, habrá más
finales. El de un amor, el de una amistad... De ti depende. No te quiero compartir. No
quiero seguir engañando a mi amigo. Habla con Kike. O se lo dices tú, o se lo digo yo.
Rafa
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Últimos momentos, de Poppy
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales. Nunca le pasaba nada a los protagonistas, que lograban salir del apuro tan fácil
y fantasiosamente que resultaba cómico.
Pero ahora, viendo su cuerpo inerte flotar en la piscina había cambiado sus
opiniones radicalmente.
Apenas hacía unos pocos minutos que todo había acabado, que la oscuridad se
había apoderado de ella y la Dama Negra había ido a buscarla. Aunque en realidad,
había ido ella a su encuentro. Ahora le parecía tan absurdo… Un simple problema al
que ahora veía infinitas soluciones. Sólo por un problema había truncado su vida para
siempre.
Todo por la familia, personas que se han ido o que simplemente no están. Era
mucho dolor que aguantar y ella no se veía capaz de ser tan fuerte como las heroínas de
las novelas que tanto odiaba. Ahora veía un punto de luz al fondo, entre tanta oscuridad.
Algo que no había visto cuando aún tenía cuerpo. Se iba haciendo más grande, o ella se
acercaba, no estaba segura. Ya no podía sentir nada, pero intuía que cuando aquel haz
de luz se la tragara sería el adiós definitivo, cortaría los lazos para siempre con el
mundo de los vivos.
No estaba segura, quería dar marcha atrás, volver a poder sentir y ser como las
protagonistas de sus libros, pero ahora era todo luz y solo le dio tiempo a echar un
último vistazo al que había sido su mundo durante veinte años.
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Vida y muerte de Carla X, de Mat Soldier
“Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus
finales” tan previsibles. A Carla X le parecían una estafa, un engaño que todos
aceptaban guiados por una lógica de la narración impuesta por la anticuada crítica
oficial. En sus disquisiciones argumentaba que la ficción debe seguir los mismos
parámetros de veracidad que la vida real, con cambios de rumbo a veces
incomprensibles e ilógicos. Somos seres irracionales e imprevisibles. Nadie puede
conocer de antemano cuál va a ser el final. Decidió que escribiría una novela diferente.
Una historia de amor sin el consabido happy end. Básicamente el argumento iba de una
heroína decimonónica que fracasaba en sus relaciones amorosas por someterse a la
presión de las convenciones sociales.
La novela fue un éxito comercial. El mercado femenino pareció aceptar sin
cortapisas esas gotas de cruda y frustrante realidad escanciadas por Carla a lo largo de
las quinientas cuarenta páginas de sufrimiento continuo y sin desahogo. La crítica, sin
embargo, fue severa. Se la comparó con las Brönte pero sin su temperamental
romanticismo o con la versión edulcorada y pesimista de Jane Austen. Los críticos más
radicales confesaron añorar a Corín Tellado aduciendo que Carla escribía para
masoquistas recalcitrantes.
Su primera novela convirtió a Carla en una celebridad de la que se hablaba en
televisión, radio y prensa escrita. Su segunda y tercera obra aparecieron en los
escaparates juntas, desafiando las normas más elementales del marketing. Otro éxito
rotundo de ventas que le permitió a Carla aislarse en una mansión con piscina que pagó
a toca teja. La crítica habló por primera vez de previsible pesimismo en sus obras, que
plasmaban fehacientemente sus frustraciones personales. La indignación de Carla crecía
al verse en las portadas de la prensa rosa que especulaban impunemente acerca de su
vida íntima.
Carla fue fiel en el resto de su obra al estilo que se autoimpuso. Cualquiera que
comprara una de sus novelas sabía que estaba expuesto a sufrir una agonía sin alivio.
Sus finales acabaron siendo previsibles en ese sentido peyorativo. Se sabía de antemano
que el desenlace no iba a ser nada halagüeño. Traición, cobardía, enfermedad, suicidio,
soledad, alcoholismo o simplemente un frío desamor, sembraban y culminaban toda la
temática de su obra. Desde la primera página a la última no había un atisbo de
esperanza.
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La imagen del cuerpo de Carla flotando en la piscina con una brecha en la
cabeza salió en todos los noticieros y sacudió a sus incondicionales lectores. Su muerte
sigue siendo un enigma por resolver. Se habla de suicidio premeditado y a conciencia,
mientras que otros especulan acerca de crimen pasional perpetrado por algún psicópata
admirador. La crítica, que nunca le fue propicia en vida, se atreve a postular que murió
tal y como escribió y otras insensateces parecidas. Por lo visto ha aparecido un diario
íntimo manuscrito en el que todo podría esclarecerse. Su editorial ha anunciado que lo
va a publicar a bombo y platillo. La foto de portada es esa escalofriante imagen de su
cuerpo gravitando en el agua. El título va a ser el pomposo y poco imaginativo de “Vida
y muerte de Carla X”.
Me hubiera gustado que Carla me dedicara personalmente esa obra póstuma. Mi
trato con ella fue efímero y pasajero. Dudo mucho que me nombre en su diario y si lo
hace será con el rótulo de presidente del club de lectura. La policía ya habría dado
señales de vida tocando en mi puerta para interrogarme. Aquella tarde fue intensa para
los dos jugueteando amorosamente en la piscina. Sufrí una terrible decepción cuando
Carla me confesó que en su siguiente novela pensaba incluir un previsible y
convencional happy end. Me pareció que se traicionaba a sí misma y a todos sus
admiradores.
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