Con Francisco García Lorca - Biblioteca Virtual Universal

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Gonzalo Sobejano
Con Francisco García Lorca
Tuve la fortuna de ser compañero de Francisco García Lorca en la
Universidad de Columbia durante los años 1963 a 1967, y amigo suyo desde
entonces hasta que la muerte lo ha llevado. Recuerdo la primera vez que le
vi, con Laura, su esposa, en Madrid, antes de incorporarme a aquella
Universidad. Naturalidad y llaneza eran virtudes descollantes de los dos.
El acento de Laura traía a mis oídos una nota casi familiar, procedente yo
de otra vega no lejana de Granada. Me extrañaba en cambio no encontrar en
el habla de él patentes rasgos locales, salvo que alguna vez se le perdían
en un discreto limbo las eses en final de palabra. La habitual seriedad de
Francisco García Lorca, que podía dejar una impresión eventual de
amargura, quedaba borrada en ocasiones por sonrisas que le iluminaban el
rostro descubriendo una insospechada capacidad de ironía y de alegría. Era
su porte como de caballista andaluz no por detalle alguno del atuendo,
sino por el empaque total de la figura y el aspecto de la cabeza, que
parecía labrada por la intemperie: tez morena, pelo firme, pobladas cejas,
perfiles precisos.
En Nueva York vivimos unas semanas en el piso de la familia, entonces
ausente, hasta encontrar otro cerca del suyo, en el mismo Riverside Drive,
en las inmediaciones de Columbia. Desde las ventanas se veía el Hudson
azulado y la crespa fronda del frontero estado de New Jersey. Ya conocía
yo el libro de García Lorca sobre Ángel Ganivet, a mi juicio el mejor que
sobre el pensamiento de este escritor se ha publicado, y testimonio
irreprochable de inteligencia interpretativa, sensibilidad vivificadora y
afección granadina. Un amigo residente en Londres me había dicho que allí
había visto, años atrás, a Francisco García Lorca acompañado de cuatro o
cinco mujeres; anécdota que había yo relacionado en seguida con Pío Cid,
Martina y la madre, tía y primas de Martina. Claro que la relación
silvestre de Pío Cid con éstas no era comparable a la de su intérprete,
enteramente ortodoxa, puesto que se trataba de su esposa, su madre
política (doña Gloria Giner de los Ríos) y las tres hijas del matrimonio
(Gloria, Isabel, Laura). Lo cierto es que en el piso de la familia tuve
ocasión entonces de impregnarme de una atmósfera que doce años de general
Franco y diez de canciller Adenauer me habían impedido vislumbrar.
Componentes de esa atmósfera eran dibujos y fotografías de Federico García
Lorca, el excelente retrato que López Mezquita hiciera de don Fernando de
los Ríos -serio, pulcro, respetabilísimo-, muebles o enseres que traían de
nuevo una sensación andaluza, y libros en abundancia que me permitían
aproximarme a autores españoles del exilio a los que me había sido
imposible tener acceso. Al fin era posible conocer de cerca una parte de
la España amputada. Y todo le parecía a uno nuevo y familiar al mismo
tiempo. Familiar porque en aquella ciudad, alta e inabarcable, era como si
uno hubiese vivido ya antes en un tiempo remoto. ¿Reminiscencias del cine
visto en la niñez? ¿Harold Lloyd arriesgándose sobre la cornisa de un
rascacielos? ¿Tantas arribadas de barcos al horizonte de Manhattan
crestado de fantasmas de cemento? Cuando la familia volvió, tuvimos el
gusto de irles conociendo mejor a lo largo de esos años, y a Francisco yo
en particular como colega y amigo.
Como colega era de una benevolencia ejemplar. Como profesor debía de tener
extraordinarios modos de hacer sentir la poesía (sus cursos versaban
mayormente sobre poesía del siglo de oro y sobre Cervantes). Alumnos ya
con la carrera terminada, y por tanto fuera de la Universidad, me hablaban
de sus fecundas observaciones e intuiciones como de un legado inolvidable.
A los exámenes universitarios asistía como quien comprende que examinar
una persona a otra constituye una considerable impertinencia y pone en la
tarea toda la resignación posible. No le oí ninguna lección, pero recuerdo
y agradezco algunos momentos de su maestría privada.
Una mañana, en un café (si así puede llamarse con ilusa obstinación ese
menguado local entre cafetería y rápido comedero que tanto abunda en este
país), nos encontramos don Paco (así le llamaban sus alumnos más
allegados) y un servidor. Hablamos de Fray Luís y San Juan, tema sobre el
cual estaba él trabajando, y acerca de un curso que yo daba y que tenía
por asunto el teatro de Unamuno a Lorca. Cuando le dije que de éste
apreciaba yo más que ninguna obra dramática el poema de Doña Rosita, él
autorizó mi opinión con la suya, que era idéntica, y me confesó que él
creía que aquélla era la obra más perfecta de su hermano, preguntándome si
no me había fijado en que Rosita habla poco a lo largo de la acción, pero,
al final, cuando ya no puede más con el dolor que la vence, pronuncia una
explicación o desahogo en que toda aquella acumulada pesadumbre se desata.
No, no había yo contrastado la escasa locuencia de la ensimismada o
esperanzada Rosita con esa elocuencia precipitante de su desesperación
final, y aprendí mucho de aquella observación, que él prometía
manifestarme en proporción casi matemática (mostrar en forma numérica o
geométrica la exactitud de los hallazgos de la sensibilidad era un
característico afán suyo, del que es brillante prueba su libro sobre San
Juan de la Cruz, ilustrado con figuras y cómputos diáfanos). En otra
ocasión, habiendo ido yo a la Casa Hispánica, que él dirigía, una mañana
de sábado en busca de algún libro o revista, noté que, contra lo usual, la
Casa se encontraba abierta aquel sábado, y la sala de conferencias
(pequeña y modesta, pero decorada con buenos cuadros y decentes objetos
españoles) estaba llena de un público de maestros de idioma a quienes Paco
dirigía una charla. No quise molestar y salí pronto a la calle, pero no
sin que llegara a mis oídos un fragmento de la charla en que se trataba de
un verso de San Juan: «y el mosto de granadas gustaremos». Otro recuerdo
es el de la presentación que él hizo de Jorge Guillen en el Museo
Guggenheim. La presentación, tan bien medida y pensada como pronunciada, y
la lectura de Guillen con su tono hablado y su modulación levemente
interrogativa, dejaron en mí la imborrable huella de un verdadero festín
intelectual, y fue aquella la primera vez que vi y hablé a don Jorge
(hablar a él una vez es seguir hablando con él siempre y a cualquier
distancia).
Una de las últimas fotos de Francisco García Lorca, en el patio de su casa
de Nerja. Le acompaña el joven poeta Mario Hernández.
(Cortesía de Francisco Giner)
Francisco García Lorca dirigía la Casa Hispánica de Columbia, fundada por
Onís y regentada anteriormente por éste y por Ángel del Río, con la
dignidad modesta y replegada con que lo hacía todo. Su despacho, en cuyos
estantes se alineaban escogidos y rutilantes volúmenes de Azaña, Onís,
Américo Castro, Fernando de los Ríos, Araquistáin, Carranque, etc., tenía
un severo recogimiento de cámara casi conventual, pero Lorca lo habitaba
de bondad y simpatía. Por la Casa fueron pasando en esos años -me refiero
sólo a los que allí viví- escritores y profesores a quienes unas veces
presentaba al público el director, otras veces el mexicano Andrés Iduarte
(testigo de la guerra española y amigo de tantos exiliados), otras veces
el exquisito poeta cubano Eugenio Florit, y otras veces quien esto
escribe. Por allí pasaron, entre muchos, Francisco Ayala, Camilo José
Cela, Miguel Delibes, Carmen Laforet, Ana María Matute, Manuel García
Blanco, José Luis Cano, Vicente Llorens, Murena, Sábato, Nicanor Parra,
Buero Vallejo...
Residíamos en los aledaños de Columbia numerosos profesores de esta
Universidad y del anexo Barnard College, y en casa de unos y de otros
solía haber reuniones de hispanos, hispanófilos e hispanistas. Esta
especie de colonia, nutrida principalmente de exiliados, ha ido perdiendo
miembros: por desgracia, cuando la muerte ha intervenido; por fortuna, si
llega a significar plenamente que no ha de hablarse más de exiliados.
Siempre recordaré -centrada esta incompleta enumeración en el ámbito de la
familia Lorca- la desbordante proyección dinámica de Amelia del Río, la
callada atención de Margarita Ucelay, la estimulante alianza de agudeza y
llaneza de Francisco Ayala, el ánimo tertuliano y la diserta amenidad de
Vicente Llorens y de Emilio González López, la respetuosa ironía y
sutileza mental de Joaquín Casalduero, la risueña cordialidad de Florit,
la presencia afectuosa siempre de Graziella y Soledad Carrasco Urgoiti, la
prestancia sin entono de Carmen de Zulueta, el cáustico ingenio del
novelista-pintor-pianista Eugenio Granell, y, flotando sobre estas
veladas, la hospitalidad de Laura y Francisco García Lorca, a cuya casa
íbamos llegando azotados por la nieve o el viento, en la profundidad del
invierno, estos y otros comensales, luego de haber sorteado, ávidos de
amistad, la redonda esquina descendente de la calle 116 con Riverside
Drive, escollo boreal de aquella vecindad. Y a veces, cuando la reunión
remontaba la cima de la euforia, ocurría que quedásemos Francisco García
Lorca y quien esto escribe, en algún rincón de la sala, intercambiando
pareceres y preocupaciones. Con refinado gusto de auscultador de la
poesía, ponderaba García Lorca, por ejemplo, aquel verso de Góngora: «En
el cristal de tu divina mano»; a lo que uno, por oposición meramente
formal, argüía con Quevedo: «Verdad severa enmiende el sentimiento». O
García Lorca declaraba de pronto que Lope de Vega, con sólo una copla
creada o recreada por él, había llegado adonde nadie: «Mariquita me llaman
/ los carreteros. / Mariquita me llaman... / voime con ellos». Y
sobrevenían, inevitablemente, preocupaciones de otro género que el lector
fácilmente puede imaginarse y que le ensombrecían el ceño. Pero otras
veces reía y hacía reír con cualquier salida inesperada, como por ejemplo
cuando alguien mentaba algún nombre italiano y él proclamaba brillándole
la mirada y abriendo una sonrisa que pretendía resultar enigmática: «Ugo
Fóssscolo». De su hermano se refieren altibajos parecidos en el trato
«social»: bromas hilarantes, veras muy de veras.
Más tarde marchó a Madrid casi toda la familia, y en Madrid su piso de la
calle de Miguel Ángel reproducía más espaciosamente el ámbito de Riverside
Drive, a otra luz, en otras circunstancias. Supongo que en sus últimos
años nuestro amigo sintió el beneficio, demasiado tardío, del contacto con
su tierra: Andalucía, Granada, Nerja. En Madrid era visible que echaba de
menos a sus amigos de Nueva York, como nosotros todos notábamos el vacío
que había dejado. Ahora el vacío es ya irreparable en cualquier latitud.
Pero no se ha ido Francisco García Lorca por la escondida senda, que
prefirió siempre, sin dejar memoria durable de su espíritu en quienes
tuvimos la suerte de tratarle directamente y en quienes pueden conocerle
por sus obras. Escribió seguramente mucho; publicó poco, creo que por
varias razones: la primera, su enorme capacidad de autocrítica, su no
perdonarse nada (condición ingénita, pero acaso acrecentada por ser
hermano de poeta tan universalmente conocido, lo que parecía extremar su
exigencia de no dar a luz cosa que no fuese de primera calidad); otra
razón pudiera ser ese hábito de desprendimiento que el exilio crea; otra,
el lento ritmo que él ponía en sus obras, movido por su voluntad de
verdad, puesto que la verdad pide contemplación desde múltiples ángulos,
serenidad y rumia, cuidado y ahínco. Su modo de interpretar la poesía era
reacio a generalizaciones, propicio a la estimación escrupulosa del
detalle para, desde él, elevarse a una comprensión límpida. Aborrecía el
apresuramiento, la palabrería y la brillantez sin soporte. Cuanto ha
publicado, lleva el mismo sello de exigencia y selección, esmero y
acendramiento.
No me referiré a lo que ha hecho por el mejor entendimiento de la persona
y la obra de su hermano: en la memoria de todos debe estar. Sólo quisiera
mencionar, a manera de ejemplo, ciertos ensayos de admirable lucidez:
«Espronceda y el paraíso» (The Romanic Review, XLIII, 1952), «Hermana
Marica: Análisis de un romancillo de Góngora» (La torre, III, 1955), «El
Licenciado Vidriera y sus nombres» (Revista Hispánica Moderna, XXXI,
1965), y aludir a otras páginas en que ejercitó una estilística que podría
calificarse de musical, encaminada a mostrar qué luminoso es el misterio,
qué decible lo inefable. Tales son las páginas dedicadas al «Análisis de
dos versos de Garcilaso» (Hispanic Review, XXIV, 1956), a «Dos sonetos y
una canción» (Revista Hispánica Moderna, XXXIV, 1968) y al verso «Verde
que te quiero verde» (Verde, en el homenaje a Casalduero, Madrid, Gredos,
1972). Los versos de Garcilaso son éstos: «somormujó de nuevo su cabeza /
y al fondo se dejó calar del río». Los dos sonetos, el de Góngora «Oh
excelso muro» y el de Quevedo «Miré los muros de la patria mía». La
canción, la del jinete antes de llegar a Córdoba.
Reunir en volumen esos y otros ensayos, la mayoría publicados fuera de
España, más otros que presumiblemente dormitan en aquella espera
recomendada por Horacio y celosamente obedecida por nuestro amigo, sería
justo homenaje a su memoria y oportuno llamamiento a la de los lectores,
tal vez menos distraída que obstruida. De algunos de esos ensayos, y en
particular del consagrado al romancillo de Góngora, hacía Claudio Guillén,
en 1957, pertinente encomio, considerándolos «modelos de New Criticism, de
delicada clarividencia, de fina mesura expresiva» («Estilística del
silencio», Revista Hispánica Moderna, XXIII, 1957). Evoco ahora, solamente
el precioso estudio sobre el destino del Licenciado Vidriera a través de
sus nombres sucesivos (Tomás Rodaja, Licenciado Vidriera, Licenciado
Rueda), donde García Lorca, indagando en la identidad del personaje, hace
ver cómo la rueda de su continuidad se hunde al pasar sobre terreno
quebradizo: «Se noveliza el esfuerzo de ser, pero prevalece la fragilidad
de la condición humana». ¿Concluiría Francisco García Lorca el libro que
en este ensayo decía tener en proyecto acerca de la manipulación
cervantina de los nombres?
Los dos libros por García Lorca publicados merecen una atención crítica
que estas líneas de evocación puramente amistosa no pueden incluir. Separa
a esos libros un largo intervalo cronológico: de 1952 es Ángel Ganivet. Su
idea del hombre (Losada, Buenos Aires), de 1972 De Fray Luis a San Juan.
La escondida senda (Castalia, Madrid). El primero es un estudio completo
de la concepción del hombre según Gavinet, y se basa en un análisis a
fondo del ideario ético del escritor granadino. El segundo constituye una
prueba múltiple de la dependencia de San Juan de la Cruz respecto de Fray
Luis de León, dependencia sólo posible por la independencia de uno y de
otro respecto a la Vulgata. Esta empresa probatoria ni fue acometida por
curiosidad de descubrir «fuentes» ni por adhesión a ese procedimiento que
consiste en recorrer los tópicos de una tradición a fin de establecer la
fuerza de ésta o deslindar la originalidad de un artista. Fue acometida y
ejecutada por anhelo de insertarse vital e intelectivamente en el proceso
de gestación de un gran poema, el Cántico espiritual, y reconocer la
libertad de su pensamiento, la plenitud de su sentido y el encanto
imaginativo y musical de su forma. Aunque el Ganivet parece crítica
«contenidista» y el San Juan crítica «formalista», la distancia no es tan
grande como a primera impresión pudiera creerse. Hijos son ambos trabajos
de un mismo espíritu que no escatimaba análisis, detalles y testimonios
siempre que demostrativamente llevasen a la definición íntegra, y que
sabía alentar el reconocimiento de la menos aparente minucia textual
convirtiéndolo en viva experiencia de poesía a través de un método y una
expresión tan preciosos como inspirados. Y otro más hondo enlace cabe
hallar entre ambos estudios: el hecho de que tanto en Ángel Ganivet como
en San Juan de la Cruz se dé una asunción a todo riesgo del destino humano
a través del amor y la muerte. Mortis initium amor podría decirse tanto
para el suicida como para el místico invocando uno de los lemas de Pío
Cid. Sin olvidar que Ganivet era hijo de Granada y que San Juan: fue en
esa ciudad prior de su orden. Bien lo sentía Francisco García Lorca
cuando, a propósito del Cántico, escribía: «Se nos perderá de vista la
paloma en su vuelo; la hemos visto levantar de unas rejas. Nos cegará la
luz nocturna del paisaje sanjuaneño, pero hemos oído con asombro el rumor
de vegas andaluzas».
Que nuestro amigo haya encontrado ahora también, como en vida la encontró
para sí y para sus poetas predilectos, «la escondida senda».
Filadelfia, 15 junio 1976.
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