Primeras páginas - La esfera de los libros

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william napier
ATILA
El fin del mundo vendrá del Este
Traducción
TA M A R A G I L S O M O Z A
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Prólogo
Monasterio de San Severino,
cerca de Neápolis, 488 d. C.
i padre siempre me decía que para ser un buen historiador se necesitan dos cosas. «Hay que saber escribir —afirmaba— y hay que tener algo sobre lo que escribir». Ahora sus palabras me parecen irónicas. Sí, padre: tengo cosas sobre
las que escribir. Cosas que apenas creerías.
Puedo contar las historias más terribles y magníficas. Y en
estos años oscuros, en que tanto cuesta hallar hombres con los
talentos del historiador, es muy probable que yo sea la última persona sobre la tierra capaz de contarlas.
Me llamo Prisco de Panio y tengo casi noventa años. He vivido algunas de las épocas más calamitosas de la historia de Roma,
y sigo vivo ahora que la historia ha terminado y Roma ha desaparecido. Tito Livio escribió sobre los fundadores de Roma. Me ha
tocado en suerte a mí hablar de sus últimos defensores, y de sus
aniquiladores. Es una historia para las amargas noches de invierno; una historia de horrores y atrocidades, salpicada aquí y allá por
rayos de coraje y nobleza que tal vez puedan redimirla. Es, en
muchos sentidos, una historia atroz, pero, a mi juicio, en absoluto
tediosa. Y, aunque soy muy viejo y mis temblorosas manos se estremecen mientras sujetan la pluma sobre estas hojas de vitela, creo
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sin embargo que aún me quedan fuerzas para narrar los capítulos
finales de la historia. Por extraño que pueda parecer, sé que, cuando haya escrito la última palabra de mi relato, mi tiempo en este
mundo habrá terminado. Como le ocurrió a san Severino, conozco
el día de mi propia muerte.
¿San Severino? Mientras escribo están enterrándolo en la
capilla de este monasterio donde voy consumiendo mis últimos
días. En vida fue un misionero y un santo que sirvió a los pobres
en la provincia del Nórico, más allá de los Alpes, y desempeñó un
inesperado papel en los últimos días de Roma. Murió hará unos
seis años, pero sólo ahora han conseguido sus devotos seguidores
traer su cuerpo hasta aquí, atravesando los pasos alpinos y cruzando toda Italia hacia el sur, mientras en cada etapa del camino
se multiplicaban los milagros. ¿Quién soy yo para dudar de esos
milagros? Los tiempos que vivimos son misteriosos.
Este monasterio que ahora me acoge, en las costas bañadas
por el sol cercanas a Neápolis, cuidado con tanto esmero por monjes cuya fe, debo confesarlo, mal comparto, este monasterio, hoy
consagrado a san Severino y a la religión de Cristo, tiene una historia curiosa e instructiva. En otro tiempo fue la lujosa villa costera de Lúculo, uno de los grandes héroes de la Roma republicana, en el siglo I antes de Cristo, cuando vivían grandes hombres
como Cicerón, César y Pompeyo (había en aquellos días gigantes que caminaban por la tierra). Entre todos ellos fue Lúculo el
más aclamado por su notable victoria sobre Mitrídates, rey del
Ponto; aunque los epicúreos siempre han afirmado jocosamente que
entre sus logros admiran mucho más el que introdujera en Italia
la cereza.
Tras la muerte de Lúculo, la villa pasó por diversas manos
hasta que finalmente, por una de esas extrañas ironías de las que
tanto gusta Clío, la musa de la Historia, se convirtió, tras su forzada abdicación, en residencia del último emperador de Roma: el
niño de dorados cabellos Rómulo Augústulo, con tan sólo seis años.
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Hoy es el hogar de más de cien monjes, que en estos momentos se reúnen en torno al féretro que contiene los restos mortales
de su amado san Severino, mientras alzan al cielo sus voces en un
canto triste y melodioso, entre el humo del incienso y el brillo del
oro sagrado. Fue san Severino quien le dijo a Odoacro el Ostrogodo que su destino estaba en las soleadas tierras del sur. Fue Odoacro quien depuso al último emperador, Rómulo Augústulo, disolvió
el Senado y se proclamó primer rey bárbaro de Italia.
Poco más hace falta conocer de mí. Llevo una vida sencilla,
que paso en esta tranquila celda o encorvado en el frío scriptorium,
con mis hojas de vitela, mi pluma y mis ochenta años de recuerdos por toda compañía. No soy sino un cronista, un escriba. Un
narrador. Cuando la gente se reúne en torno a un fuego en las
frías noches del invierno, escuchan las palabras del narrador, pero
no se fijan en su cara. No lo miran mientras escuchan. Miran el
fuego. No lo ven; ven lo que les cuenta. Él, por así decir, no existe. Sólo sus palabras existen.
Platón decía que en esta vida, como en los juegos, hay tres
tipos de personas. Hay héroes que participan y gozan de las glorias de la victoria. Hay espectadores que se quedan al margen y
observan. Y hay ladrones que se aprovechan de las circunstancias.
Yo no soy ningún héroe, es cierto. Pero tampoco soy un ladrón.
El sol ya está bajando, allá a lo lejos, sobre el mar Tirreno,
cuyas saladas aguas surcaban en otro tiempo los barcos cargados
de grano que viajaban desde África del Norte hasta Ostia para
llevar alimento al millón de bocas de Roma. Ahora ya no navegan. África del Norte es un reino vándalo, hostil, los campos de
cereales se han perdido y los vándalos saquearon y se llevaron a
África los pocos tesoros que no robaron los godos, incluso los tesoros de valor incalculable del templo de Jerusalén, que Tito trajo
triunfal a Roma hace cuatro siglos. ¿Qué ha sido de esos tesoros?
¿Qué ha sido de la dorada Arca de la Alianza, que según dicen contenía los Mandamientos de Dios mismo? Hace mucho que la fun-
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dieron para fabricar monedas vándalas. Del mismo modo, la Columna de Trajano se levanta hoy desguarnecida de la gran estatua
de bronce del soldado emperador que un día la coronó, y ese mismo bronce acabó en las humeantes forjas de la ciudad, donde se
transformó en hebillas, brazaletes y cazoletas para los escudos bárbaros.
Roma es una sombra de la ciudad que fue en otro tiempo, y
a fin de cuentas parece que no era inmortal. No más que los hombres que la construyeron, aunque en el pasado así lo creíamos cuando gritábamos «Ave, Roma immortalis!» en los triunfos y en los
juegos. No, no era una diosa inmortal, sino tan sólo una ciudad
como cualquier otra; como una mujer vieja y cansada, arrasada, violada y abandonada, dejada a un lado por sus amantes, que de noche
se entrega al amargo llanto, igual que antes que ella hicieron Jerusalén y Troya y la eterna Tebas. Saqueada por los godos, pillada
por los vándalos, conquistada por los ostrogodos. Pero los mayores estragos fueron los que causó un pueblo más terrible y, sin
embargo, más invisible que cualquiera de ellos: los hunos.
Hoy, en el fantasmagórico esqueleto de Roma hay gatos
callejeros y medio muertos de hambre que escarban en las ruinas
del foro y hierbas que crecen en las grietas de lo que otrora fueron
edificios dorados. Los estorninos y los milanos construyen sus nidos
en los aleros de palacios y villas donde en otro tiempo hablaron
generales y emperadores.
El sol se ha puesto ya y hace frío en mi celda, y yo soy muy
viejo. Mi cena consiste en un pequeño bollo de pan blanco y un
par de tragos de un vino claro, aguado. Los monjes cristianos con
los que vivo en este elevado y solitario monasterio enseñan que a
veces este pan y este vino son el cuerpo y la sangre de Cristo. Cierto es que abundan las maravillas y puede que hasta eso sea verdad. Pero para mí es sólo pan y vino, y ha de bastarme.
Soy un historiador que debe contar una historia magnífica y
terrible. No soy nada, pero parece que lo he conocido todo. He leí-
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do hasta la última letra, hasta el último fragmento de las crónicas
que se han salvado de los tiempos que he vivido. He conocido y
he hablado con todos los actores principales de la escena de la historia durante esos años tumultuosos que sacudieron el mundo. He
sido escriba tanto en la corte de Rávena como en la de Constantinopla, y he servido tanto al general Aecio como al emperador
Teodosio II. Siempre he sido un hombre en quien confiaba la gente y nunca he faltado a mi discreción; aunque cuando se cruzaban
en mi camino habladurías y rumores íntimos tampoco me tapaba
los oídos, sino que más bien les prestaba la misma atención que a
las narraciones más solemnes y objetivas sobre poderosas hazañas
y batallas, pues creía, igual que el dramaturgo Terencio, que «Homo sum; humani nil a me alienum puto». Sabias palabras, que son
ahora mi lema, como podrían serlo de cualquier hombre que se propusiera escribir sobre la naturaleza humana. «Soy humano, y nada
humano me es ajeno».
He conocido la Ciudad Eterna de las Siete Colinas, he conocido la fragante corte de Rávena, he conocido la Ciudad de Constantino, dorada y celestial. He subido por el poderoso Danubio,
he cruzado las Puertas de Hierro, he llegado al corazón de los dominios hunos, he oído de los propios labios de su pavoroso rey el relato de sus primeros años y he sobrevivido para contarlo. Yo he estado en la vasta campiña de los Campos Cataláunicos y he sido
testigo del sangriento enfrentamiento de dos de los mayores ejércitos de todos los tiempos, de aquel entrechocar de armas y aquella nube de furia que ninguna época anterior ha conocido, cuando
se decidió el destino del mundo: un destino tan extraño que ninguno de los combatientes podía predecirlo. Pero algunos sabios lo
sabían. Los bardos y los vates y el último de los Reyes Ocultos:
ellos lo sabían.
He conocido esclavos y soldados, rameras y ladrones, santos y hechiceros, emperadores y reyes. He conocido a una mujer que
dominaba el mundo romano, primero por medio de su hermano
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imbécil y luego por su hijo imbécil. He conocido a la hermosa hija
de un emperador, que se ofreció en matrimonio a un rey bárbaro.
He conocido al último y más noble de todos los romanos, que salvó un imperio ya casi perdido y como premio recibió la muerte por
obra de una daga imperial. Y he conocido al muchacho orgulloso
con quien jugaba en su despreocupada infancia, en las vastas y ventosas llanuras de Escitia, el amigo de la infancia que en la edad
adulta se convirtió en su enemigo más mortal, que cabalgó a la
cabeza de medio millón de jinetes, oscureciendo el cielo con su lluvia de flechas y destruyéndolo todo a su paso, como un incendio
en el bosque. Al fin los dos amigos de la infancia se enfrentaron
cara a cara, ya viejos y cansados, a un lado y otro de las líneas de
batalla en los Campos Cataláunicos. Y, aunque ninguno de ellos
se diera cuenta, era una batalla que ambos habían de perder. El
más noble de nuestros romanos perdió todo lo que amaba, pero igual
le ocurrió a su enemigo bárbaro, el hermano oscuro de Rómulo, la
sombra de Eneas, al que los hombres llamaban Atila, rey de los
hunos, pero que se regodeaba en el nombre que sus aterrorizadas
víctimas le habían dado: el Azote de Dios.
Con todo, de aquella furia de batalla y destrucción en el fin
del mundo nació un mundo nuevo; todavía está naciendo, lenta y
milagrosamente, de entre sus cenizas, como la propia esperanza.
Pues, como muchas veces me decía un sabio, con una sonrisa que
reflejaba el peso de los años y las preocupaciones, «la esperanza
puede ser falsa, pero nada hay más engañoso que la desesperación».
Y todo esto es Dios. Eso dice el más sabio de todos los poetas, el grave Sófocles. Insondablemente nos describe todas las
cosas, tanto las luminosas como las oscuras: nobleza y valor, amor
y sacrificio, crueldad, cobardía, atrocidad y terror. Y luego, con calma, nos dice:
Y todo esto es Dios...
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