documentos oficiales - Ministerio de Relaciones Exteriores

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Traducción no oficial (*)
DOCUMENTOS
OFICIALES
Introducción del Cónsul General de la República
del Paraguay Henri A. Laplace en relación a la
publicación de los documentos oficiales
relativos a la mediación de la República del
Paraguay en el diferendo existente entre los
Gobiernos de la Confederación Argentina y
Buenos Aires.
(*) Traducción no oficial al español, realizada por el señor Carlos Miguel Torres
Romero, funcionario de la Secretaría General del Ministerio de Relaciones Exteriores.
INTRODUCCIÓN
El gobierno del Paraguay ordenó la publicación de los documentos
oficiales relativos a su mediación en la cuestión que separaba a Buenos
Aires y al resto de la Confederación Argentina.
Esta mediación, que tuvo como resultado reunir las dos fracciones
de una misma nación lamentablemente divididas por mucho tiempo y
evitar lo máximo posible las funestas consecuencias de una lucha
fratricida, hace el máximo honor al gobierno que ha tenido la idea y al
diplomático hábil que supo llevar a cabo esta delicada negociación.
La publicación de estos documentos no sólo tuvo interés para la
República del Paraguay, que jugó un rol brillante en esta difícil tarea; es
una página importante para la historia de las repúblicas de América del
Sur, en las que se inaugura un derecho público nuevo para ellas. Puede
ser, al menos para los estados del Río de la Plata, el punto de partida de
una política pacífica que sustituyó a esa política belicosa que tanta
sangre derramó en las luchas civiles.
Es por ese doble título que quisimos hacer la traducción de esta
Memoria, tanto por su importancia histórica como por la necesidad de
dar a conocer la verdad sobre un gobierno cuya buena fe nos
obstinamos a desconocer, a disfrazar las intenciones leales y la
conducta prudente.
Desde que las repúblicas de América del Sur proclamaron su
independencia sobre las ruinas de la monarquía española, la guerra casi
siempre reinó en esas bellas y ricas comarcas. Una vez roto el lazo que
las unía, todas se observaron con recelo, cada una temió la ambición de
su vecina. De la parte que correspondía a cada una de esta inmensa
herencia, no estando netamente limitada, casi todas se esforzaron por
quedarse lo máximo posible con ella. Se miraron mutuamente como
enemigos, vieron en la prosperidad del otro Estado un síntoma de fuerza
que había que hacer desaparecer para no tener que temer los efectos,
en lugar de unirse, de ir adelante juntos, de apoyarse para lograr la
prosperidad y la grandeza comunes de la gran familia americana.
De ahí, independientemente de las calamidades que trae siempre
consigo la guerra, resultó otro infortunio para estos estados: la
intervención extranjera. En lugar de ser puramente comercial, esta
intervención se hizo política; cada pueblo se creyó con el derecho no
solo de hacer prevalecer su influencia sobre las naciones divididas, sino
también de imponerles su voluntad, de llevar a ese terreno sus pasiones,
sus odios y sus luchas, bajo pretexto de comercio; las cuestiones de
bandera se transportan de Europa al territorio de América.
Pero no es de pueblo a pueblo que la guerra se hizo con más
encarnizamiento. Cada república de América del Sur vio nacer en su
seno una multitud de ambiciones rivales. Alrededor de cada una se
agruparon partidos; unos luchaban por una idea, otros por un nombre.
En cada nueva elección en la presidencia, las diversas facciones se
agitan, se toman las armas, el más fuerte comanda el voto. Una vez
hecha la elección, la guerra no termina, el vencido iza la bandera de la
rebelión, se niega a todo aplazamiento de sus pretensiones. A veces dos
o tres presidentes electos por diversas fracciones del territorio o por
partidos contrarios combaten entre ellos.
Estas guerras civiles tan lamentables y que tanto comprometen en
estos países la seguridad individual, la prosperidad comercial y los
intereses de la civilización, son debidas a la falta de organización. Casi
en todos lados, adoptando el nombre de República, los nuevos
ciudadanos se creyeron capaces de gozar de la plenitud de su libertad.
Ellos, siendo pueblos jóvenes, sin pasado, sin historia y sin experiencia,
adoptaron los principios proclamados en las constituciones de los
pueblos más avanzados, constituciones lentamente elaboradas,
concebidas paso a paso, obra de siglos.
Esta libertad, a menudo peligrosa para esos mismos pueblos que,
habiéndola pagado caro, sienten el precio y evitan lo máximo posible los
excesos que pueden comprometerla y hacerla perder, puede, en
naciones aún no organizadas, traer rápidamente la disolución y la ruina.
Las repúblicas de América del Sur deberían tener una fuerza de vida
extraordinaria para haber resistido las revoluciones que las
desestabilizan desde hace cincuenta años, por haber escapado, a pesar
de sus divisiones, de la codicia de los países más poderosos que se
formaron a cuesta de ellos.
Se reprocha al gobierno del Paraguay no haber dado al pueblo el
pleno ejercicio de su libertad. El cuadro desastroso que ofrecen las
repúblicas vecinas es una respuesta a esta acusación. Todas las
revoluciones y guerras civiles expiraron en la frontera de este país.
Cuando el pueblo designó para la presidencia al ciudadano Carlos
Antonio López, este encontró un país cuyo predecesor había sabido
preservar la independencia a expensas de la libertad. Resolvió dotarlo
de esta libertad que le faltaba, pero quiso, proclamando todos los
principios, conceder el ejercicio de la misma poco a poco, propagar la
instrucción, crear el respeto a la autoridad y la ley, freno poderoso pero
único de los pueblos libres.
Hace ya diecisiete años que Su Excelencia, el presidente López,
recibió la misión de dirigir los destinados del Paraguay, y hoy este
pequeño Estado es uno de los más ricos y fuertes de América del Sur.
El progreso parece cumplirse lentamente, pero es más real.
Ningún trastorno alteró la acción. Confiando en la sabiduría de su primer
magistrado, reconociendo esfuerzos que hacía para su desarrollo y
felicidad, el pueblo renovó dos veces el mandato que había confiado al
presidente López.
Hoy la prosperidad interior está asegurada. El Tesoro, que el
gobierno actual recibió vacío, posee riquezas considerables. La
seguridad afuera está garantizada por un ejército de cuarenta mil
hombres, que emplean los tiempos libres que les deja la paz en grandes
trabajos de utilidad pública. El Paraguay cuenta con once vapores de
guerra, otros en los astilleros, y esta escuadra es considerable si se
piensa en la posición geográfica del país, del cual una débil marina
puede asegurar la defensa. La instrucción se ha propagado, el número
de hombres aptos para las funciones públicas aumentó. Para el
Paraguay llegó el tiempo de salir de sus fronteras, donde una política
prudente lo había encerrado por mucho tiempo, y de mezclarse en los
asuntos de afuera.
Después de haber obtenido de los diferentes pueblos de América y
Europa el reconocimiento de su independencia, misión en la cual
comenzó a distinguirse como diplomático el general Francisco Solano
López, hijo del presidente, el gobierno entabló con ellos relaciones
comerciales serias, relaciones que deberían facilitarle las riquezas que
había acumulado.
Pero una ocasión debía ofrecerse para mostrar pronto al mundo
que las ideas liberales habían germinado en el Paraguay, así como en
todos los estados vecinos, que le reprochaban haber quedado atrás en
medio del movimiento común.
La guerra estaba declarada entre Buenos Aires y el resto de la
Confederación Argentina. Graves cuestiones las separaban, cuestiones
cuya solución no parecía deber ser obtenida por la fuerza. Las
dificultades eran tan grandes, que se trataba poco de los principios y
mucho de las personas. Y las cuestiones personales siempre son las más
difíciles de arreglar.
El comercio de Europa se encontraba comprometido por una
guerra en el Río de la Plata. También Inglaterra y Francia entendieron la
importancia de una intervención y ofrecieron su mediación para terminar
con la discrepancia.
El Paraguay se ofreció también; hasta tuvo el honor de tomar la
iniciativa. Cuando se lo acusaba de querer quedar fuera del derecho de
gentes, demostró repentinamente que había estudiado a fondo los
principios y que, lleno de respeto por este derecho, quería inspirar ese
respeto a las repúblicas hermanas, reanudar los lazos que se habían
roto entre ellas.
Este paso tiene una gran importancia y las naciones civilizadas
deben aplaudir tanto la tentativa como el éxito que obtuvo. La querella
entre Buenos Aires y la Confederación Argentina tenía un carácter
demasiado íntimo; resultaban muchos intereses de familia para que la
intervención de un extranjero pueda tener un resultado feliz. Había que
tratar bien las susceptibilidades, actuar con prudencia extrema, estar
unido por lazos a las dos partes beligerantes para hacerles oír, sin
lastimar a nadie, ciertas verdades a veces un poco duras, para hacerles
entender sus errores mutuos, para arrebatarles las concesiones
necesarias para el restablecimiento de la paz.
El Paraguay era, más que cualquier otro pueblo, capaz de obtener
este feliz resultado. Tenía con estos estados comunidad de origen,
comunidad de intereses. La guerra no podía estallar tan cerca de él sin
que perjudique sus relaciones nacientes con los países de afuera y al
mismo tiempo sin herir profundamente los sentimientos de afecto que lo
unían igualmente a los dos pueblos con los cuales había tenido, bajo
dominación española, una misma administración.
Esta misión fue confiada al general Don Francisco Solano López.
Leyendo los documentos que publicamos, se verá con qué dificultades
tuvo que luchar, con qué perseverancia y con qué habilidad supo
triunfar.
A cada instante, las cuestiones de persona se representan, las
negociaciones iniciadas se rompen. En la víspera misma del día cuando
debía ser firmado el tratado, todo parece perdido. Sin dejarse desalentar
por todos estos obstáculos y sin detenerse ante los rechazos que le
fueron hechos, el general va de un campo al otro, hace cesar los
malentendidos, subordina todas las cuestiones de interés personal a la
gran cuestión nacional, a la unión de las provincias.
Abiertos los debates, ve representarse las mismas dificultades. Se
apresura a tomar la dirección de las conferencias, a formular él mismo el
orden en el cual se deben discutir los diferentes puntos. Cada vez que se
presentan las discusiones de persona, él las posterga, no da tregua a los
comisarios que no hayan resuelto la cuestión principal y, después de
haberla obtenido, les muestra al final cómo el resto de la obra es fácil de
cumplir: él finalmente triunfa, y la gran familia argentina es
reconstituida.
¿Hubiese sido posible para un extranjero mostrar esta
perseverancia? ¿Hubiesen justificado suficientemente simples intereses
comerciales, a los ojos de las partes irritadas una contra la otra, un
hecho molesto que, de parte del representante del Paraguay, se volvía
una prueba de afecto?
La misión tan hábilmente conducida por el general López tendrá
para América los resultados más felices, si finalmente puede convencer
a estos pueblos de la necesidad que tienen de unirse y sustituir el uso de
la fuerza por la acción diplomática.
Los estados del Río de la Plata lo entendieron, y de todas partes
los testimonios más brillantes del reconocimiento público fueron
dirigidos a la República del Paraguay y a su representante. Los pueblos
se asociaron calurosamente a los agradecimientos oficiales de sus
gobiernos, y el comercio mismo quiso dar al general las marcas
inequívocas de su profunda gratitud.
Todos los ciudadanos notables de Buenos Aires se presentaron
ante el general López. El pueblo había adornado la casa del ministro con
guirnaldas de flores, y una delegación de las damas más distinguidas de
la ciudad le ofrecieron ramos de flores. Los negociadores extranjeros
establecidos en la ciudad cubrieron con sus firmas dos fastuosos
álbumes que fueron dedicados al pacificador de los estados de la Plata.
Jamás un entusiasmo parecido acogió servicios tan eminentes.
Al final del Memorándum, dirigido por Su Excelencia, el general
Don Francisco Solano López, al ministro de Relaciones Exteriores del
Paraguay, y que precede a la publicación de las piezas oficiales, vemos
relatado un hecho lamentable.
En el momento en que el general salía del puerto de Buenos Aires,
acompañado de una delegación oficial y saludado por las aclamaciones
del gentío, el buque paraguayo que portaba el pabellón parlamentario
fue atacado y forzado a retornar a su fondeadero. El ministro
plenipotenciario debió renunciar a volver al Paraguay por el Río de la
Plata y tomar la vía terrestre.
Los navíos que se declararon culpables de este acto inaudito
pertenecen a una de las naciones que se declaran abiertamente
protectoras del derecho de gentes, tan manifiestamente ultrajado por
esta agresión: a Inglaterra.
No podemos abordar la discusión de estos hechos en este trabajo,
únicamente consagrado a la historia de la mediación paraguaya en los
estados de la Confederación Argentina. Preguntaremos solamente cuál
es la nación que mostró en esta ocasión el mayor respeto al derecho de
gentes, por aquella que acababa de asegurar la paz y la unión de los
pueblos de la Plata, o por aquella que dirigía un ataque contra un navío
portador de un ministro plenipotenciario.
A. Laplace,
Cónsul General de la República del Paraguay.
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