Ángel o no Sonia Purkiss Hebreos 13:2 dice: «No se olviden de practicar la hospitalidad, pues gracias a ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles»1. De pequeña estaba familiarizada con ese versículo, y hasta recuerdo imaginar que las personas con las que interactuaba eran ángeles de incógnito, y eso me hacía querer tratarlos con amabilidad y mostrarme amigable en la mayoría de los casos. No obstante, ya de grande, comenzó a parecerme más chévere mostrarme fría y distante, y procurar no ser demasiado amigable (a menos que lo escogiera, por supuesto). A los diecisiete años, sin embargo, tuve un encuentro que hizo que ese y otros versículos sobre la amabilidad cobraran vida para mí. Me encontraba en aquel entonces en Taiwán, y estaba en un hospital esperando mi turno para una cita con el doctor. Mi papá iba a venir al hospital para ayudarme a traducir, ya que aún no había aprendido suficiente chino como para entender la terminología médica. Pues resulta que llegó tarde ya que tuvo que atender a un asunto de negocios y me vi obligada a arreglármelas por mi cuenta. Por algún motivo me resultaba muy intimidante. Recuerdo sentirme frustrada y hasta un poco asustada de tener que hacerlo sola. Justo intentaba con dificultad llenar un formulario en chino, cuando un hombre joven que hablaba perfectamente en inglés se me acercó a preguntarme si necesitaba ayuda. No me hizo ninguna gracia que se me acercara un extraño a ocupar el lugar que en realidad le correspondía a mi papá, pero como necesitaba ayuda, acepté a regañadientes. Cuando terminamos con los formularios, el señor me ayudó a encontrar el piso y la sala de espera donde tenía la cita. Cuando se fue, respiré aliviada. Mi papá ya debe de estar por llegar, pensé. Me llamaron a la consulta, y mi padre todavía no había llegado. Entré al consultorio del doctor y le pregunté si hablaba inglés. Dijo que no. Frustrada, me disponía a irme, cuando de pronto se abrió la puerta y el mismo joven entró y dijo que con gusto traduciría. Sé que debí haberme mostrado agradecida, pero claro, lo único que quería era que mi padre estuviera allí, por lo que me molestaba mucho tener que recurrir a la ayuda de un extraño. Por fin, terminó la cita. «Será mejor que me quede contigo hasta que llegue tu padre, no vaya a ser que necesites mi ayuda otra vez», dijo el joven cuando salíamos del consultorio. En lugar de ponerme a conversar con él, me quedé ahí con los brazos cruzados, y esperé en silencio hasta que mi papá por fin llegó. Enseguida se pusieron a conversar y mientras lo hacían, pensé: A lo mejor no está tan mal. En realidad no sé por qué me puse tan grosera con él, cuando la verdad es que no tenía por qué ayudarme y lo hizo sin segundas intenciones. Al ver que mi papá y el señor se daban la mano en señal de despedida, de pronto me sentí muy avergonzada por mi actitud y casi sin pensarlo, le extendí la mano para despedirme yo también. Pero en el instante en que lo hice y le agradecí, el joven retrocedió y con las manos en alto, dijo: «De nada, fue un placer poder ayudar». Tras lo cual se fue. Me sorprendió mucho lo que hizo, pero además me dejó reflexionando profundamente. Inmediatamente me pregunté si no habría tenido un encuentro con un ángel, en cuyo caso, indudablemente habría sacado cero en practicar hospitalidad. Recordé el incidente varias veces en los días que siguieron, no tanto porque quisiera determinar si se había tratado o no de un ángel, sino porque sentí la necesidad de reevaluar la manera en que había estado comportándome con las personas. Es que, en realidad el que hubiese sido un ángel o no era lo de menos. Aquel hombre me ayudó a recordar el hecho tan importante de que a las personas hay que tratarlas con cariño y respeto, sin importar de quién se trate. Se había desvivido por ayudarme cuando necesité ayuda. ¿Y de qué manera le retribuí? Adoptando una actitud altanera y guardando distancias. ¿Qué tanto le hubiese costado a mi orgullo mostrarme amable y agradecida? Diría que no mucho. Para mí fue una experiencia algo humillante. Le pedí a Dios que me permitiera volver a encontrarme con él para pedirle perdón y decirle lo mucho que sentía haberme comportado de esa manera. Lamentablemente, no siempre se nos concede una segunda oportunidad, como sucedió en este caso. Lo que sí podía hacer, no obstante, era permitir que esa experiencia me cambiara de modo que a la siguiente lo hiciera mejor con otra persona, en otra situación. Y fue eso, exactamente, lo que decidí hacer. No digo que desde entonces haya tenido éxito en todas las oportunidades. He cometido muchos más errores a lo largo de los años, por lo general en los casos en que me sentí justificada de portarme de forma grosera o directamente ruda, ya fuera porque la persona me tratase mal a mí o por considerar que no era una persona «buena» o que no tenía razón. Pero ¿quién soy yo para decidir cuándo debería o no conducirme como cristiana y juzgar quién merece o no mi gentileza? Santiago 4:12 dice: «No hay más que un solo legislador y juez, aquel que puede salvar y destruir. Tú, en cambio, ¿quién eres para juzgar a tu prójimo?»2 A menudo necesito recordarme que no es a mí a quien corresponde pagar a los demás con la misma moneda, sino en todo caso ser bondadosa y humilde. Colosenses 3:12 dice: «Por lo tanto, como escogidos de Dios, santos y amados, revístanse de afecto entrañable y de bondad, humildad, amabilidad y paciencia»3. Todas esas son palabras clave en lo que se refiere a nuestras interacciones con las personas, sin importar cuál sea su condición o apariencia. De eso, justamente, se trata ser cristiano. Dios necesita que seamos amables con las personas con que trabamos relación en la vida. Necesita que les demostremos que son especiales a Sus ojos. Nuestras acciones son capaces de que las personas se sientan importantes, valoradas y respetadas. Tito 3:1-2 dice: «Recuérdales a todos que… siempre deben estar dispuestos a hacer lo bueno; a no hablar mal de nadie, sino a buscar la paz y ser respetuosos, demostrando plena humildad en su trato con todo el mundo»4. Este pasaje también habla del respeto a las autoridades, pero a menudo lo apliqué a la forma en que debo interactuar con otros. Hay varios versículos de Filipenses que también me han servido como recordatorios y que me han orientado a través de los años cuando mi propensión a actuar de manera cínica y soberbia delante de los demás amenazaba con sobreponerse a mi capacidad de demostrar bondad y mansedumbre. Los siguientes versículos son del pasaje Filipenses 2:3-7: No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos [velando] no solo por sus propios intereses sino también por los intereses de los demás. La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo de qué sacar ventaja. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos5. Desde entonces he dejado de buscar ángeles que anduvieran de incógnito (¡aunque no niego que sería emocionante conocer a alguno!). Más bien, me he concentrado en procurar seguir el magnífico ejemplo de Jesús de adoptar la naturaleza de siervo con todas las personas que me encuentro, ya sea que se trate de ángeles o no. Es algo en lo que necesito constantes recordatorios, ya que no se me da eso de ser humilde. Pero me siento muy bien, muy satisfecha, cada vez que sé que he hecho feliz a alguien o que les he retribuido lo que me dieron a mí. Permítanme cerrar este artículo con una cita que me gusta mucho. Trata a todos con cortesía, incluso a quienes son groseros contigo. No porque sean agradables, sino porque tú sí lo eres6. Notas a pie de página 1 Nueva versión internacional. 2 Nueva versión internacional. 3 Nueva versión internacional. 4 Nueva versión internacional. 5 Nueva versión internacional. 6 Autor anónimo. Traducción: Quiti y Antonia López. © La Familia Internacional, 2012 Categorías: amor a los demás, humildad, respeto, justicia