en Ítaca - Universidad de Antioquia

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Ensayo
Para Viviana Restrepo Osorio
Cuando llueve
en Ítaca
Luis Durango Echavarría (1935-¿?)
Memoria del Amazonas
Felipe
Restrepo
David
L
uis Durango Echavarría parece ser el autor de
una sola obra: único testamento de su paso por el
mundo. En Memoria del Amazonas no hay mucha
información sobre su vida, a excepción de lo que vive y
cuenta en ese instante que constituyó su errancia por un
río de fábula, casi mítico para un hombre de montaña
como él, y, es de suponerse, como toda su familia.
Sabemos que hizo su viaje en 1965 y que para
entonces tenía treinta años (que cumplió a bordo de
uno de los navíos que conoció), que era de Santafé de
Antioquia y que allí se ganaba la vida como abogado,
que tenía dos hijos que recordó cuando le tiró unas
monedas a un grupo de niños indígenas que movían
sus manos como pájaros mientras los dos más grandes
remaban, que tenía una esposa a quien no sabemos si
amaba, que pudo llegar a ser algo más que un abogado: escritor quizás (como tantos en su época), que se
enamoró del Amazonas en las láminas y relatos que
encontró en la biblioteca municipal, y que durante más
de quince años preparó un viaje que duró un mes.
Todo empezó en la víspera, que fue como un interminable esperar entre su adolescencia y su adultez. (La
víspera de cada viaje es una hermosa parte que siempre
recordamos con gratitud, como el silencio
que precede a la tormenta; es lo que dice
Borges en su más confesional libro, Atlas,
que también es un relato de muchos viajes
al final de su vida, o como le gustaba decir:
del final de la existencia de su cuerpo). Por
ello, al momento de la partida, un hombre
como él jamás dudaría, y mucho menos en
la decisión de lo que deja y lleva: el equipaje.
Cada detalle, cada movimiento, fue
amorosa y obsesivamente pensado, planeado en una dolorosa paciencia; la supuesta improvisación de cada viajero nace,
en realidad, de una meditada preparación.
Qué libro llevar: las obras completas de
Shakespeare en la edición de Aguilar;
cuántas camisas: las de algodón de colores
claros, seis no más; cuántos zapatos: solo un
par y unas sandalias; un cuaderno de hojas
amarillas y lápices; un sombrero; y cualquier
otra cosa que cupiera en su morral. En él,
ese empacar fue un ritual y así lo narra, o,
mejor, así lo testimonia en ese estilo suyo
tan cercano al informe.
El miedo se le revolvió en el estómago
cuando dejó su pueblo, y no tuvo más opción
que entrar en cuanto baño iba encontrando
o aguantarse en silencio. Poquísimas veces
se había distanciado de su hogar; cuando
mucho, había visitado pueblos vecinos. Ni
el mar conocía, solo había contemplado un
gran río en su vida, el Cauca, y siempre tuvo
miedo de bañarse en él y de que su poderosa corriente lo arrastrara, como había sucedido años antes con un familiar cercano.
Sin embargo, se empeñaba en repetirse con
alegría la misma filosofía de un libro que
admiraba, Viaje a la Alcarria, y cuyo autor
era entonces poco conocido, Camilo José
Cela: en el andar, todo lo que surja es lo
mejor que puede acontecer.
A propósito, en esos mismos años
decía Mariana Picón Salas que un viajero
debe ser de estómago firme. Y quizás tenga
razón: de allí podría surgir nuestra resistencia, y más aún, podría estar el termómetro
de las emociones. La apertura de visión,
en realidad, sería la del estómago. Si esa
fuese la pieza clave, entonces tendríamos
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el lugar exacto del pulso. Imagino el tremendo equilibrio digestivo de Simbad o de
Robinson, con ese cuerpo siempre preparado para recibir que, como el dar, es un duro
aprendizaje. En todo caso, firme o no, Luis
Durango Echavarría siguió su camino.
Nada de extraordinario le ocurrió hasta
Leticia. Los días fueron llegando con una
pasmosa facilidad que más parecía una
indeseada y monótona buena suerte, que
a veces se convierte en uno de los temibles enemigos del viajero: tedio de quietas
cotidianidades.
Las páginas que narran esa travesía
son una lista de buses que se toman hasta Florencia, Caquetá, donde el narrador
aborda una avioneta que atraviesa el primer
océano que presencia en su vida: inmenso
mundo verde cubierto por estrías de aguas
amarillas.
A los cuatro días tomó su primer barco
en un puerto cercano a Leticia, de jurisdicción brasilera. Era pequeño, escasamente
cabían cincuenta pasajeros, ya que el espacio era en gran parte para la carga. A la larga, nada pudo ser más ventajoso: el acceso a
la cubierta fue permitido día y noche; aunque él apreciara sobre todo la luz porque,
otra vez como el viajero de la Alcarria, le
gustaba pensar que el mundo se entregaba
mejor y más completamente en la mañana.
Las noches durante las cuales permaneció en la cubierta fueron completamente
solas y calientes como las que más. Era imposible encender cualquier lámpara, pues
cualquiera sabe, incluso alguien tan poco
diestro en proezas como él, lo que significa
una luz en medio de la oscura selva, y más
en la amazónica, en la que todo parece triplicarse en tamaño.
Los días pasan con calma y Luis comenta prudentemente, como con pena de
ser descubierto, que no consigue acostumbrarse a la dieta de pescado y camarón,
ni menos a la farinha, aunque el hambre
sepa ser acomedida, dice. En su narración hay constantes referencias a viajeros,
Marco Polo y Herodoto, pero poco a poco
se va desprendiendo de ellos para dejarse
impresionar por sus compañeros, parlanchines y juguetones, aun conociendo solo
lo básico del portugués.
Por esos días: “En el Amazonas llueve
cada madrugada. ¿En Ítaca también llovería?”. Cada hombre encuentra una justificación a su vida, y él descubrió que ese río que
tanto anheló conocer era como un sueño en
el que llovía siempre al amanecer. Ese rutinario hecho fue la esencia de su viaje. Y lo
encontró como quien busca sin desear: se le
anunció de repente, al abrir los ojos.
La narración se detiene cuando llega
a Belem do Pará un mes después de haber
dejado su pueblo entre las ya lejanas montañas de Antioquia. No sé si regresó o se
quedó para siempre en esa hermosa ciudad
brasilera, hecha de antiguos ladrillos y de
iglesias de piedra, o si continuó su viaje hacia otros lugares. No hay cómo averiguarlo.
En Memoria del Amazonas no hay momentos gloriosos. Todo es sencillo y moderado como su escritura, como su viajero.
La vitalidad que atraviesa ese relato es prudente, y no pretende llegar más allá de sus
propios pasos.
Con ese final de puntos suspensivos
podríamos imaginar que ni siquiera fue
él quien publicó su libro sino uno de sus
hijos años después de su muerte. Un hijo
que apenas seleccionó algunas partes del
cuaderno de hojas amarillas, pues las otras,
al ser escritas a lápiz, fueron diluyéndose en
el tiempo en una perfecta labor de edición.
En el que parece ser el último párrafo
del libro, Luis Durango Echavarría escribe
con cierta solemnidad un consejo (que en
realidad pudieron haber sido palabras del
hijo que publicó su libro, o una paráfrasis de
uno de los autores que tanto leyó para tomar
las fuerzas y lanzarse al viaje): uno siempre
sabe lo que deja, lo que pierde, por eso cada
partida es dolorosa pues lo cercano se aleja;
sin embargo, por más que nos esforcemos
no podemos predecir lo que ganaremos, lo
que recibiremos. Al final, es bueno llevar en
el corazón el pensamiento de que, cuando
algo concluye, algo comienza.
La Revista de la Universidad de Antioquia
es una alquimia muy singular pues, cada
tres meses, presenta el material académico
e investigativo de los catedráticos de la
universidad, de la ciencia a la historia, de
las matemáticas a la ingeniería. Todo ello
está enmarcado en un diseño creativo,
con énfasis en el arte y la fotografía y
con una apertura intelectual de múltiples
columnistas que nos orientan sobre el cine
y la música, los últimos libros y las más
recientes exposiciones. Pero están, además,
conmemoraciones y aniversarios donde se
rescatan figuras y se renuevan lecturas, sea
Nicolás Gómez Dávila, sea Octavio Paz, o
se busca que otras literaturas vecinas (el
caso de Brasil o Ecuador) nos presenten
sus propuestas y nos amplíen el horizonte.
Esto, sin olvidar nunca traducciones,
crónicas viajeras, la preocupación por el
patrimonio cultural antioqueño y el toque
original explorando la ciencia ficción, la
novela negra, la novela gráfica o todo el
espectro de la creación contemporánea
con entrevistas de primer nivel y voces
soslayadas que reclaman nuestra atención.
Cada tres meses, la vida se renueva y la
cultura se enriquece con esta propuesta
imaginativa y original que es siempre la
Revista de la Universidad de Antioquia. Juan Gustavo Cobo Borda
revista UNIVERSIDAD
DE ANTIOQUIA
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Peregrinación
del origen
Manuel Zapata Olivella (1920-2004)
Pasión vagabunda
M
anuel dio una de sus últimas entrevistas para
televisión en un patio de hortensias y de rosas en flor: él está en el centro, envuelto en
una ruana café, su cabello está casi blanco y ha pasado
de los ochenta años con una tremenda historia tras de
sí. Y a pesar del tiempo hay algo que conserva con la
misma fuerza, un gesto que resplandece volviéndolo
a iluminar: la carcajada que le cubre el rostro, y que
parece que lo levantara de su silla cuando estalla como
un carnaval.
La entrevista transcurre en tono sereno y más bien
solemne, sus pausas no son para descansar o para distanciarse sino para pensar, lo que en su caso es puro
recuerdo. La memoria lo traicionará en detalles pero
no en lo esencial. Ese Manuel es el mismo que una
vez entregaría su humanidad entera a su creación y a
su trabajo.
Entre el brevísimo recorrido que hace de su vida,
un detalle es precioso: “Mi mamá me dijo que cuando
me parió, lo primero que vi no fue la luz sino el agua.
Esa noche caía un aguacero de aquellos que no se olvidan”. Y no agrega nada más; después de otro silencio,
habla de su padre severo y de su hermana Delia, decisiva en su trayectoria, y habla y habla de los otros como
quien atraviesa puentes sobre ríos.
No es que el agua sea el eje de su narrativa, dramaturgia o ensayística; aparece sí, pero no con la intensidad
que representa, por ejemplo, la tierra para Rulfo o la
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biblioteca para Borges. Es que esa sensación
de agua sonora haciéndose sentir en esas gotas que caen como infinitos ejércitos son el
espíritu que tanto animó su obra. Torrente
de lo incontenible, fuerza que se abre camino en los lugares más insospechados, y cuya
vida es ese movimiento de sentirse siempre
libre, desatada, inundándolo todo.
En esa imagen del nacimiento hay una
clave de comprensión, no tanto literaria
como humana. El viajero que Manuel fue
es esa lluvia que cae, y que ese remoto 17 de
marzo de 1920 quiso tragarse su casa. Él es
esa agua que se riega entera mientras intenta andar casi con desesperación. Andar hacia su mar: peregrinar a su origen. O, lo que
sería lo mismo, regresar. Pasión vagabunda
fue su primer libro de viaje y en el que dejó
como testamento para los suyos la que consideraba su mayor virtud: vagabundear. Ir
por los caminos consigo mismo llevado por
el ímpetu de su cuerpo torrentoso. Viajero
de piel mulata, color de aguas caudalosas y
barrosas, como de tierras antiguas.
El viaje es la historia de su errancia por
Centroamérica durante dos años, hasta su
llegada a Estados Unidos, donde comenzaría otro viaje, en que el vagabundo, el
poeta, los escasos conocidos, los muchos
anónimos y las interminables travesías por
Norteamérica son las historias de los que
serían su segundo libro, He visto la noche,
y su primer drama, Hotel de vagabundos.
Años después aparecería China 6 a.m.,
relato de su visita política a Asia junto a
una comisión de escritores e intelectuales
colombianos; con él estaba otro viajero impenitente que también habría de relatar su
experiencia en un bellísimo diario de viaje,
Jorge Gaitán Durán.
Manuel tenía veintidós años y era estudiante de medicina en Bogotá. Gorki y
Panait Istrati eran sus héroes, y con ellos
creía que la literatura, mientras más denunciara los crímenes sociales y contara la vida
de los desposeídos y desamparados, más
se acercaría a su destino. Y quiso emularlos en cuanto pudo, sobre todo en lo que
tenían de aventureros y sobrevivientes. Así,
sintiéndose discípulo fiel, suspende la universidad y, tan rápido como puede, se lanza
a los Llanos colombianos tras las huellas de
su otro maestro: Arturo Cova.
El plan era atravesar la selva hasta el
río Amazonas y seguir el río llevado solo
por el fluir de esa herida que siempre sangra. Pero la muerte, la locura y la violencia le cierran el camino. La vorágine y sus
sombras le advierten de la inevitable caída
en esas tinieblas. Y regresa. Ese es el inicio
de Pasión vagabunda. Lo que viene después
es una ruta inesperada que lo llevará por
Buenaventura y Chocó hasta Panamá.
Ya en la lejanía comienza el despojo
del pasado. Y Manuel, o el personaje que
él hace de sí mismo, se entrega al absoluto
presente: no hay un mirar hacia el frente: el
tiempo es cada paso. Solo lleva su nombre
que, como él mismo, también se transforma.
London es el otro héroe invocado, uno
al que la orfandad y la miseria lo agobiaron
muy temprano, y apenas adolescente viaja
en vagones de tren comiendo con premura
y escasez con su única familia: los que están
de paso y cuyas huellas las cubre la arena;
uno al que la fama y el éxito también le llegaron rápido aunque con dolor y amargura; uno al que la lucha por la sobrevivencia
jamás lo abandonó, solo pasó de la calle al
papel, de la arena a la palabra.
Durante un año, 1943, Manuel es
otro London. Resiste como puede, y con
engañadora suerte atraviesa Costa Rica,
Nicaragua, El Salvador y Honduras; cuando
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llega a Guatemala, lo arrasan el hambre y la
mendicidad, y se pone a prueba su voluntad y aguante como cuando uno cree que la
cuerda interior está a punto de reventar de
tanto templarla.
Ese llevar al límite la propia condición
es la de esos viajeros que lo apuestan todo en
un solo gesto: el riesgo. No hay otra forma
de movimiento. Existen el miedo y el pavor
pero justo en el mismo lugar, en el centro
del pecho, donde hierven la alegría y la excitación. Es como si fueran dos viajes en uno,
vividos por dos cuerpos que son uno solo.
Manuel se denomina vagabundo, no
como quien da vueltas en círculo o está
perdido en laberintos sino como el que se
aleja de lo ya conocido. Él no se nombra
nómada, pues este lleva su hogar y su destino en los pies sin jamás detenerse porque
tampoco existe principio ni fin: se nace y
se muere nómada. Manuel, en cambio, ha
dejado su casa, el primer nacimiento de
la lluvia, porque ahora hay algo más, y es
quizás otro despertar en la palabra de un
origen que comienza a tener su propia voz,
aunque él aún no lo sepa con exactitud.
Después de muchos meses logra salir
de Guatemala gracias a una pelea de boxeo
de la que sale recogiendo sus propios huesos. Su contrincante había sido nada más
que un bravísimo indígena campeón centroamericano. Con el dinero de la derrota
entra en México como ilegal, que era su
condición regular.
Allí encuentra la generosidad de muchas manos amigas. El escultor Rodrigo
Arenas Betancourt le ofrece un techo; Jorge
Zalamea, entonces embajador en México, le
propone regresar a Colombia en avión, propuesta que sin duda rechaza; el novelista y
periodista Martín Luis Guzmán lo contrata para su periódico; y el famoso cantante y
médico, Alfonso Ortiz Tirado, lo viste de
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bata blanca y lo lleva a trabajar en clínicas
siquiátricas y sanatorios. Y entre uno y otro
trabajo pasa un año hasta que la ansiedad
de los pies apremia y ese presente de sus
pasos lo acosa como cazador a su presa.
Entre buses y trenes, huidas y largas
esperas, logra llegar a Estados Unidos, a
Harlem, ese barrio renaciente donde fecundan el jazz y la poesía de Langston Hughes,
y donde cobrará forma definitiva ese otro
origen suyo, intuición que lo había impulsado sin saberlo: lo afro, lo mítico negro que
le ofrendará el fuego de sus raíces africanas
y que tanto se esmerará en reavivar en la
obra que vendrá después y de la que Changó,
el gran putas será su mayor elaboración.
Al final, lo que a uno le queda de Pasión
vagabunda, en cada experiencia de esos largos e intensos meses, es que Manuel no dejó
Colombia solo porque quería llenarse de
mundo así no más, y ampliar sus horizontes, como se suele decir del que siempre se
va. Sí, él quería llenarse, pero de sí mismo, o
de ese que era él y aún no conocía. Manuel
fue tras su propia humanidad queriéndola
descubrir dentro de sí y a través de los otros.
En todo caso, quería vivir lo que una
persona vive en este mundo, en la única
realidad que se nos ha entregado: sufrió y
aguantó hambre como cualquiera y se lastimó y se alegró como cualquiera; calló y
despreció; toleró e insultó; se extravió mil
veces y muy pocas se encontró; y sus deseos
de cuerpos y sus anhelos de arte fueron los
de un hombre tan común, o tan especial,
como él.
Por eso cuando llegó a Estados Unidos,
más que estar preparado como artista e intelectual para iniciar una labor y una obra, el
que había llegado era un hombre que había
aprendido a ser un ser humano dispuesto a
encontrar su lugar en ese mundo que había
comenzado a conocer tan bien.
Aguas de
negra piel
Eduardo Cote Lamus (1928-1964)
Diario del Alto San Juan y del Atrato
E
n la corta travesía de Eduardo Cote Lamus por
los ríos San Juan y Atrato como representante a
la Cámara en 1958 hay una imagen que resuena como golpe de taladro, y que él mismo se encargó
de retratarla en su intensidad: en una noche de lluvia
parece ver cómo el Atrato se pone de pie estirando sus
aguas de negra piel.
Él es un poeta y eso no puede olvidarse (aunque
a esa fecha aún no haya publicado la que será su obra
maestra, Estoraques); se deja impresionar porque confía
en las emociones, y les entrega la voz de sus palabras
sugerentes que él mismo teje en cuidadas notas de
viaje, a veces breves y sentenciosas como aforismos, a
veces sinuosas y misteriosas como versos que demoran
en entregarse. No hay premura ni ansiedad, su propia
respiración se acoge a la cadencia del remo que obedece
como un ciego a su lazarillo. Uno de sus dones, al menos como viajero poético, fue la levedad que habitaba
su expresión y su mirar. Cada palabra parecía tener un
contorno delineado y transparente.
Nunca se sintió como parte del paisaje por más familiar que le pareciese. Fue un extraño durante esos días
en el Chocó que registraba sin alarmas ni estridencias;
hacía del viaje una sucesión de imágenes que ni él mismo recordaría como realidades alguna vez tangibles sino
como sombrías y volátiles fantasías. En esas tierras y en
esas aguas, en esas selvas y en esos cielos, Cote Lamus
viajó con su pluma. Una pluma que fue su cuerpo.
Recorrió gran parte del río San Juan y casi todo el
Atrato hasta Turbo, en el golfo de Urabá, entre el 12
y 18 de septiembre. No es por su condición política u
oficial que lleva su diario de ríos, sino por esa conciencia
de quien acepta, como un pacto que ni el tiempo violará,
que será leído en todo aquello que piensa y siente. Ese
otro hombre que escribió para informar fue uno que
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rápidamente se agotó pues a ese no le pertenecía
la creación; fue el otro, el poeta y diarista, quien
entró en esas aguas silenciosas e inagotables.
Me lo imagino montado en esas lanchas
por parajes húmedos y sofocantes, con su bigote
perfecto, erguido bajo su sombrero de ala ancha
y con su figura de aventurero aseado; tomando
siempre notas, es decir, escuchando con esmero y
paciencia, acogiendo generosamente las voces de
la selva y de los hombres, de la noche y del agua,
de la lluvia y de la arena.
No creo que callara para escucharse a sí mismo y alejarse, pues su escritura siempre está narrando el afuera en esa delicada concisión tan suya.
Allí hay pura entrega, como quien lo da todo. No
es que él se mimetizara o desapareciera, es que con
su palabra podía llegar a fluir con el río siendo otro
río. Escuchar el viento siendo otro viento. Ser todo
ello porque de alguna manera, antes del viaje, ya
los llevaba adentro aunque fuera como una lejana
intuición. Para ese viajero, la navegación por los
ríos de la selva fue una meditación en la escritura.
Pero ese afuera narrado también se transforma
en su interioridad. Esa levedad en su palabra, como
si su pluma volara por esos ríos antes que navegarlos: otra manera de penetrar en lo hondo; la profundidad no solo es una virtud de los mares y de la
tierra. Elevarse, sin duda, puede ser una forma de
hundirse en los propios abismos en busca de voz.
Sabemos que esos ríos que nombra existen en
aquella realidad política y social, y que cada una de
sus descripciones son apenas mínimos cuadros de
la miseria de un pueblo que solo con sus maneras
ha podido sobrevivir en el olvido y el abandono.
Todo ello es real, así como las visitas a las veredas
en la selva y a los caseríos que sobreviven a un
lado de los ríos, o dentro de ellos, siempre esperando que las caprichosas aguas ofrenden mucha
o poca comida; al igual que el analfabetismo, la
violencia, la decadencia, la inclemencia y las dificultades ante una naturaleza siempre indomable e
impredecible. Es real como somos reales nosotros.
Pero tal como los vio Cote Lamus, esos ríos
solo le pertenecen a él; y lo que nos enseña son esas
sombras que se levantan del mismo río y se echan
a correr selva adentro como espantadas ante la imprudencia de las ondas del remo en esas noches espesas. En su viaje poético es la belleza lo que se invoca, aquella que deslumbra por su magnificencia.
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En ese tono bajo y en el volumen que nada
quiere perturbar, y que esconden cierta melancolía del fracaso, hay algo más que atrae poderosamente: la miedosa timidez de un hombre que ni
se atreve a perturbar el propio camino que transita, por eso, sin importar que viaje acompañado,
en realidad lo sentimos siempre solo.
Es el color de la expresión lo que hace singular su diario. Aun a cincuenta años de haber sido
vivido, y de las cosas haber cambiado (o al menos
eso aseguran las historias oficiales), en esa tierra
de verdes que no son de todos los colores, siempre tenues y cansados, la voz de Eduardo Cote
Lamus todavía está allí viajando.
Un poeta que tanto cantó a la muerte y a la
fugacidad, en aquella ocasión en el Chocó, donde
la tierra y las aguas tienen esa quietud del deceso
y la sensación de lo que nunca regresará; allí, donde la melancolía camina entre las selvas y donde
los míticos dolores alimentan a los ríos, en una
tierra de hombres con una sed de mundo ya pasmada, el poeta vio la vida y la celebró.
Y la vio porque sintió la fuerza y la alegría, en
el encanto de las comidas y de las fiestas, y conoció las sonrisas de dientes blancos en esos rostros
negros y mansos. Aun en sus soledades habitadas
por sí mismo, en los matices tristes de su palabra
y en las imágenes tan fantásticas como reales, el
poeta que viajaba puso primero a la vida.
El San Juan, el Atrato y el golfo de Urabá, y
cada afluente por pequeño que fuera, le revelaron
que el vigor de lo que palpita, de lo que resiste e
impulsa, está en las honduras, y que allí la vida
se mueve imparable; honduras que raramente
muestran sus grandezas, a no ser a aquellos que
saben dónde mirar, es decir, escuchar.
Hay un instante conmovedor del viaje en que
él le cuenta a su amada, en una breve carta, que
cree saber cómo nace la música de esas aguas: en
la lluvia que fluye en el fondo denso y que pronto
habrá de ascender para volverse una “soledad sonora”, que ya no es tiempo sino brillante suspensión. Y en fragmentos luminosos de ese diario de
ríos, él mismo pudo atraparla en su palabra como
quien tiene luciérnagas entre las manos.
Felipe Restrepo David (Colombia)
Ensayista. Estudió Filosofia en la Universidad de Antioquia y
una maestría en Literatura en la Universidad de Sao Paulo. En
2008 publicó Conversaciones desde el escritorio.
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