la verdad sobre la guerra justa the truth about just war

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Artigo Original – Original Article
1
LA VERDAD SOBRE LA GUERRA JUSTA
THE TRUTH ABOUT JUST WAR
Rafael Alejandro Anzures Mercado Ocampo
Licenciado en Derecho y Maestro en Política Criminal y
Seguridad Pública por la Universidad del Pedregal, México
Subdirector de Área en la Secretaría Técnica de la
Comisión de transparencia del consejo de la Judicatura Federal, México
[email protected]
Resumen:
La guerra es un objeto de estudio sumamente complejo y no se puede analizar desde una única
perspectiva. Esta constante tensión no necesariamente implica contradicción, simplemente nos
recuerda que no debemos perder de vista que tanto Ares como Atenea juegan un papel
importante en el desarrollo de los conflictos bélicos y que, a fin de cuentas, seguimos siendo
humanos los que peleamos las guerras, por lo que no existe tal cosa como un “enemigo de la
humanidad” a quien combatir.
Palabras clave: Derecho Internacional Humanitario; Política Internacional; Sistema Europeo
de Estados.
Abstract:
War is a highly complex subject of study and it can’t be analyzed from a unique perspective.
This constant tension is not necessarily contradictory, it just remembers us not to forget that
both Ares and Athena play an important role in the development of armed conflicts and that,
ultimately, we who fight wars are still humans, so there is no such thing as an "enemy of
humanity" against who we must fight.
Keywords: International humanitarian law; Foreign Policy; European State System.
AMPLIANDO Revista Científica da Facerb, v. 3. n. 2. Jul./Dez.2016.
Rafael Alejandro Anzures Mercado Ocampo
ISSN 2359-1366
I.
INTRODUCCIÓN
La guerra es una actividad humana de la mayor trascendencia, tanto por sus
consecuencias inmediatas como por sus implicaciones históricas en el largo plazo. Hablar de
la guerra, no obstante, no es sencillo. La tradición pacifista de nuestro país y la relativa
seguridad de amenazas externas, generan cierto desinterés por algo que sentimos tan lejano.
Como resultado, frecuentemente escuchamos hablar de “guerra contra las drogas” o “guerra
contra el crimen” con la atrevida ligereza e irresponsabilidad que impulsa la ignorancia,
queriendo atribuir a lo conocido, elementos de lo que se desconoce. La guerra es un objeto de
estudio sumamente complejo, donde convergen disciplinas de diferentes ramas del
conocimiento. La guerra no es una ciencia, pero sí puede estudiarse científicamente. Esto no
quiere decir que uno deba ser un experto en Ética, Derecho Internacional, Teoría de Juegos y
demás áreas; sólo que, cuando menos, hay que tener una noción para poder hablar el mismo
idioma.
Con este trabajo, mi objetivo no es explicar los lugares más recónditos de la Teoría de
la Guerra, sino invitar a la reflexión sobre este fenómeno. El ser humano siempre busca
justificar sus acciones, como natural resultado de la convivencia en sociedad, pero la pregunta
que quiero formular y pretendo responder desde mi muy particular punto de vista, es si cabe
hacer juicios morales sobre la guerra, y bajo qué condiciones.
Considero importante esta formulación, dado que la guerra sigue y, al menos por el
futuro previsible, seguirá formando parte de la cotidianeidad. El estudio de la guerra no es
sólo un asunto de militares y políticos, sino que concierne a la sociedad en su conjunto, dado
que todos la padecen. El hecho de que nuestro país no haya entrado en un conflicto bélico
internacional desde la Segunda Guerra Mundial, no nos garantiza la paz perpetua. No estamos
aislados respecto del resto del mundo, allá afuera ocurren cosas sobre las que,
desgraciadamente, se opina mucho y se argumenta muy poco.
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II.
1.
Consideraciones Históricas
De la Guerra Justa al Derecho de Guerra
Se considera que el sistema europeo de estados nació con la firma de los tratados de
Münster1 y Osnabrück que dieron fin a la Guerra de los Treinta Años en 1648, lo que se
conoce como la “Paz de Westfalia”. Este evento, es tradicionalmente reconocido como el que
consolida la soberanía y los estados nacionales. 2 Antes de dicha consolidación, la guerra era
conducida por señores feudales, familias e, inclusive, por quienes simplemente tuvieran
suficiente dinero para pagar mercenarios que pelearan por ellos. Los motivos de las guerras
iban desde cuestiones religiosas hasta venganzas familiares. Por lo mismo, no se hacía
diferencia entre combatientes y no combatientes: el saqueo, el rapto, las violaciones, las
masacres; todo ello eran consecuencias normales en los conflictos armados. Esta forma de
hacer y conducir las guerras alcanzó su máxima expresión en la Guerra de los 30 años, que
implicó la pérdida de la vida de casi tantos civiles como militares, y que dejó Europa
devastada. Westfalia (no el acontecimiento, si se quiere, sino el proceso histórico que
llamamos así) cambió todo eso. En el afán de evitar que se repitieran las cataclísmicas
consecuencias de aquella guerra, para la que sirvieron de pretexto motivos religiosos, se
impusieron reglas. La más importante de estas reglas, es la distinción entre combatiente y no
combatiente (el uniforme, ausente hasta entonces, ayudó a tal fin en años posteriores), lo que
trajo como consecuencia, por ejemplo, que las batallas se libraran lo más lejos posible de los
centros de población.
En este contexto, es claro que se abandonó el viejo orden de la “guerra justa” (en que
todo se vale, con tal de alcanzar la victoria), para imponerse un nuevo orden de lo que
podríamos llamar “enemigo justo” (BENOIST, 2013), es decir, un trato entre iguales, entre
caballeros que juegan una partida de ajedrez. Al final del día, los generales se acercaban,
estrechaban manos y los jefes de estado firmaban un tratado de paz. En efecto, esto también
1
No debe confundirse este tratado de paz entre el Sacro Imperio Romano Germánico y el Reino de Francia,
firmado en octubre de 1648; con el Tratado de Münster de Enero del mismo año, por el que España reconocía la
independencia de las Provincias Unidas de los Países Bajos. Véase, v. g. Osiander, Andreas. “Sovereignty,
International Relations, and the Westphalian Myth.” International Organization, Vol. 55, No. 2 (Spring, 2001),
p. 268.
2
Desde finales del siglo XX, varios autores han controvertido la relevancia de la Paz de Westfalia, en parte
porque no hay ninguna disposición en el texto mismo de los tratados que impusiera el Estado-Nación como lo
entendemos ahora. Atender esta cuestión aquí excedería los límites de este trabajo, por lo que decidí hacer
referencia al hecho generalmente aceptado por los historiadores y estudiosos de las Relaciones Internacionales,
más por su utilidad práctica como “mito” fundacional, que por tomar partido en este sentido.
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tiene su origen en la Edad Media, pero no en los trabajos de los teólogos (primeros teóricos de
la guerra justa), sino en los conocidos duelos caballerescos que llamaban “justas”, entre
aristócratas. La guerra era ahora una actividad exclusiva y discrecional de los soberanos, ya
no se pelearían más guerras por motivos distintos de la “razón de Estado”. Parafraseando a
Lord Palmerston, las naciones, en tanto que se veían en un plano de igualdad y no ya en
términos maniqueos, ya no tenían aliados o enemigos tradicionales, sino únicamente intereses
permanentes.
Este nuevo paradigma, trajo consigo otras bondades. La disciplina al interior de los
ejércitos nacionales era un reflejo del orden que imperaba en el campo de batalla, por lo que
los oficiales eran responsables de hacer cumplir el Derecho de Guerra entre sus tropas. En ese
sentido, el soberano escapaba a cualquier juicio moral sobre su decisión pues, se entendía, la
decisión siempre se tomaba en virtud del citado “interés nacional”.
2.
La Crisis del Sistema Westfaliano
Las causas de la crisis del sistema europeo de estados son muy numerosas para ser
mencionadas, por lo que expondré las conducentes para efectos de este trabajo.
Antes de la Revolución Francesa, los ejércitos no eran muy numerosos. Su tamaño
estaba limitado al número de soldados que los líderes (frecuentemente los nobles) podían
reclutar y, de acuerdo con William Lind, la principal preocupación de un soldado del siglo
XVIII era huir del campo de batalla, de esa feroz disciplina, de esa cultura del orden (LIND,
2014). La revolución y el nacionalismo invirtieron esta situación. Ahora se hacían levas en
masa, y las personas querían pelear por su país. En el orden westfaliano, se procuraba tener
una buena logística para mantener a los ejércitos en operaciones sin tener que recurrir al
saqueo, afectando con ello a la población civil. Con ejércitos tan numerosos, la logística
tradicional ya no era suficiente, habría que “vivir de la tierra” donde se efectuara la operación.
Desde luego, en el afán de no tener que saquear en casa, se adoptaron políticas ofensivas, de
tal suerte que el saqueo se llevara a cabo en suelo extranjero (SHEEHAN, 2013). Esto genera,
desde luego, resentimiento en la población civil y, como consecuencia tangible, partisanos.
Como consecuencia de las Guerras Napoleónicas, la Europa de los Congresos decidió hacer
algo para mantener el continente libre de conflicto entre las potencias mayores, y por un breve
periodo logró una relativa paz sin precedentes. Hacia mediados del siglo XIX, no obstante,
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Napoleón III y Bismarck se encargarían de reafirmar la razón de Estado que, sólo cambió su
viejo nombre por el de realpolitik. Hacia finales del siglo, este resentimiento por las nuevas
guerras, cada vez más devastadoras y menos discriminatorias para con los civiles, aunado al
sentimiento nacionalista y el imperialismo colonial llevarían poco a poco al límite a la Europa
de Westfalia.
En los albores del siglo XX, el proceso se completó. En gran parte por este proceso
histórico y en otra tanta por la influencia del Presidente Wilson de los Estados Unidos, el
sistema colapsó con un breve y sencillo artículo en el Tratado de Versalles, en que se
estableció que el Káiser ya no era un enemigo justo, era un “criminal” a quien se le acusaba
de la “ofensa suprema contra la moral internacional y la santidad de los tratados” (Artículo
227). No hace falta relatar aquí el conocido desatino que, en virtud de este nuevo paradigma
moralista americano, representó el tratado en su conjunto. Los alemanes pelearon por su
patria, al igual que los ingleses, los franceses y los americanos. Sin embargo, se les trató como
criminales, se les humilló y culpó. ¿El resultado? Más resentimiento que supo aprovechar un
hombre que desataría el infierno en la Tierra, aquello que el sistema westfaliano tanto buscaba
impedir: la “guerra total”. Hizo falta esta “segunda guerra de treinta años” (en la que,
casualmente, al igual que en la primera, murieron tantos civiles como militares), para que
comprendiéramos que el infierno podía volver, sobre todo ahora que las superpotencias
contaban con armas nucleares. En ese contexto nacieron los “estudios estratégicos”, como se
les llamaba en Inglaterra, o “estudios de seguridad nacional”, en Estados Unidos.
Con el fin de la Guerra Fría y el advenimiento de los Estados Unidos como la
indiscutida primer potencia, muchos analistas adelantaron la posibilidad, un tanto ingenua, de
que las guerras podrían haber llegado a su fin. Los estudios estratégicos también entraron en
una especie de “crisis” dado que, se decía, ya no tenían ese propósito al que servir. Terrible
forma de pensar aquella, aunque no necesariamente mal intencionada, y es que no es la
primera vez que ello ocurre, se decía de la Primera Guerra Mundial, que habría de ser “la
guerra que terminaría con todas las guerras”.3 Es, por tanto, una idea recurrente en el hombre
erradicar la guerra, no obstante que siempre pruebe su falsedad en el corto plazo. Los
pensadores realistas, sin embargo, siempre se han mantenido alerta. Si bien resultó
3
Alain de Benoist ubica el nacimiento de esta idea de que uno podía suprimir definitivamente la guerra en la
obra Querela pacis de Erasmo de Rotterdam, donde afirmaba que “no hay paz, incluso si es injusta, que no sea
preferible a la más justa de las guerras”. Véase Benoist, Alain de. Carl Schmitt Today: Terrorism, ‘Just’ War,
and the State of Emergency. Arktos Media Ltd., London, 2013.
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sorprendente para algunos de ellos que no se formara una especie de “coalición
antiamericana” en los años noventa, para contrarrestar el poder del vencedor de la Guerra
Fría, los eventos de septiembre de 2001 y años posteriores pondrían de manifiesto que la
guerra (y, por tanto, su estudio más allá del ámbito histórico) es un tema vigente.
III.
1.
Consideraciones Teóricas
Las tres perspectivas sobre la guerra
De acuerdo con Anatol Rapoport (WILLIAMS, 2013), hay tres filosofías de la guerra:
la política, la escatológica y la cataclísmica. La primera y la última son más sencillamente
explicables si las etiquetamos en una antigua deidad griega. La visión cataclísmica es Ares,
dios de la guerra como violencia irracional, como un fuego o una enfermedad que se esparce
sin control, un mal que aqueja a la humanidad con el azote de su crueldad. La visión política,
por otro lado, es Atenea, diosa de la guerra como juego de ajedrez, es la parte estratégica,
racional de la confrontación bélica. ¿Qué decir de la visión escatológica? Para ponerlo en
términos sencillos, sin pretender sobresimplificar el asunto, es la Cruzada, la Yihad, la guerra
justa librada contra los enemigos de Dios (sea cual sea el nombre que se dé a Dios).
Como puede apreciarse, entre la filosofía política de la guerra y la cataclísmica, la
diferencia reside en que la primera ve en el fenómeno una utilidad práctica, 4 mientras que la
última no encuentra ninguna, sólo ve destrucción irracional. Asimismo, la diferencia entre la
visión política y la escatológica, reside en la intensidad del conflicto. Mientras en la filosofía
política de la guerra, se reconoce al enemigo como “enemigo justo”, como igual, como una
entidad pública equivalente a la propia; en la filosofía escatológica se ve al enemigo como
“enemigo total”, como representante del mal a quien necesariamente hay que destruir. En
resumen, lo que diferencia a Atenea de Ares es la racionalidad en la guerra, lo que diferencia
la justa medieval de una Cruzada es la motivación que lleva a la guerra y determina su
conducción.
Adoptar una filosofía u otra, incide directamente en la actitud que tomamos ante la
guerra. Quien la ve como un cataclismo, procurará evitarla a toda costa; quien la ve como un
instrumento de la política, buscará aprovecharla; finalmente, quien la vea como algo “justo”,
4
Recuérdese el famoso pasaje de von Clausewitz, donde define la guerra como “la continuación de la política
por otros medios”. Clausewitz, Karl von. De la Guerra. Terramar, Buenos Aires, 2008, p. 46.
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querrá pelearla. Estas breves referencias teóricas nos serán útiles para comprender los
extremos de la “guerra justa”.
2.
Crítica de la Teoría de la Guerra Justa
Para explicar mi punto, quiero traer a colación un magnífico ensayo donde George
Friedman (FRIEDMAN, 2015) (Socio fundador de Stratfor, una de las empresas de
inteligencia estratégica más prestigiadas) da una explicación histórica sobre la lógica militar
que llevó a las detonaciones sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945, en el marco de los 70 años
que se cumplen del terrible evento. No repetiré lo dicho por Friedman, sino que intentaré
poner en contexto su tesis principal, para establecer que los juicios morales que se pretendan
hacer sobre la guerra y las decisiones que se toman en ella, deben comprender primero esta
lógica.
El autor sostiene que Hiroshima no es Hiroshima, sino un proceso histórico de muchos
siglos que inició en la Baja Edad Media, con el advenimiento de las armas de fuego. Con el
tiempo, la industrialización comenzó a diluir la distinción entre combatientes y no
combatientes. De eso se trata la famosa blitzkrieg, de destruir la capacidad industrial del
enemigo para mermar, en consecuencia, su capacidad de combate, y la forma de hacer esto
era atacando las fábricas que se encontraban en las ciudades, con el inevitable efecto de
causar bajas civiles, como ya se mencionó con anterioridad. Estos “bombardeos estratégicos”
estaban justificados por los teóricos del poder aéreo del periodo de entreguerras, como bien
hace ver el autor.
Ya hemos establecido que, por diversas circunstancias históricas, para el siglo XIX
hubo un incremento en los efectivos de los ejércitos combatientes. 5 El argumento tecnológico
del autor tiene sentido, aunque para mi gusto se queda corto. En palabras del Coronel J.
Boone Bartholomees, Jr., mientras que la tecnología avanza predeciblemente, su aplicación
no necesariamente lo hace, sino que tendemos a “reinventar la rueda” (BARTHOLOMEES,
2012), es decir, que frecuentemente desempolvamos viejas tácticas para aplicarlas a
determinadas situaciones. Las armas de fuego disparan proyectiles a distancia, lo que las hace,
en esencia, no muy distintas de un arco y una flecha, la diferencia radica en la distancia a la
5
Friedman, por ejemplo, lo atribuye a la imprecisión de las armas de fuego, (dado que a mayor número de
soldados con armas de fuego, mayor la posibilidad de infligir daño en los efectivos del enemigo).
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que pueden dispararse, y la potencia de fuego, y si bien es cierto que su imprecisión podría ser
una causa de emplearlas en grandes números, lo cierto es que el arco y flecha también son
todo lo precisos que la pericia y temple de su dueño les permiten, y también se empleaban en
masa en batallas grandes. En ese sentido, son muy pocas las verdaderas revoluciones en la
forma de hacer la guerra, y me parece que parte del argumento central de Friedman reside
exactamente en esta coexistencia del cambio y la continuidad en la guerra.
Cambiemos por un momento el adjetivo “justa” por “honorable”, para seguir con esta
lógica de cambio y continuidad. Hace tiempo me preguntaron ¿te parece que las bombas
atómicas en Hiroshima y Nagasaki fueron un acto honorable? No fue una pregunta sencilla de
responder, pues se trata de una cuestión de empleo del lenguaje. Veamos un ejemplo en dos
situaciones que se presentaron en momentos distintos de la Guerra de los 100 años: al
principio de la guerra, los ingleses iban ganando, en parte gracias a la invención de una de las
armas más mortíferas de la Edad Media: el arco largo. Su eficacia era tal, que los franceses
amenazaban con cortar tres dedos de la mano derecha a los arqueros ingleses que capturaran,
para que nunca volvieran a disparar tal arma. De antaño, siempre se consideró más honorable
combatir cuerpo a cuerpo, de modo que los franceses (acostumbrados desde la época de
Carlos Martel a luchar principalmente con la caballería pesada dirigida por sus nobles) lo
consideraban “poco honorable”, por el poco peligro que corrían los arqueros disparando desde
lejos, así que lanzaban románticamente su caballería contra la infantería inglesa, cubierta por
una lluvia de flechas, lo que hacía sus cargas inútiles. Hacia finales de la guerra, serían los
franceses quienes desarrollarían la nueva arma letal: la artillería. Cabe destacar que los
ingleses consideraban su uso “deshonroso”, curiosamente por las mismas razones que tenían
los franceses contra el arco largo. La artillería ganaría para los franceses la batalla de
Castillon, que puso fin a la guerra en 1453. Ese mismo año la nueva arma también probaría su
eficacia en la toma de Constantinopla a cargo de los turcos, lo que supone el fin mismo de la
Edad Media.6
Nótese cómo cada innovación resulta útil a los desarrolladores y “deshonrosa” para
quienes padecen sus efectos. Las armas contemporáneas permiten atacar al enemigo desde
distancias estratégicas. ¿Qué son los misiles balísticos intercontinentales, sino flechas
lanzadas desde una distancia segura? La diferencia es que va cargada de una o varias cabezas
6
El libro de Isaac Asimov La Formación de Francia. Alianza Editorial, México, 1983; no es a mi parecer la
versión más exhaustiva de estos hechos, pero sí la más accesible, por lo que es ampliamente recomendable.
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nucleares, lo que nos horroriza, pero difícilmente nos horroriza más de lo que un proyecto de
ametralladora horrorizó a Luis XVI cuando le dijeron la cantidad de disparos que podía hacer
en poco tiempo. Otra vez, la diferencia es que a las ametralladoras ya estamos acostumbrados.
¿Dónde reside esa “honorabilidad”?, ¿dónde reside la justicia en la guerra? Como ya hice
evidente, no puede decirse que una guerra es injusta sólo porque un bando tiene mejores
armas que otro, porque tiene mayores soldados, porque estén mejor entrenados, o porque
simplemente aprovecha su astucia y las oportunidades que le ofrece. Si ese fuera el caso,
ninguna guerra podría llamarse “justa”. Es el viejo dilema entre Ares y Atenea o, como diría
Lawrence Freedman, entre los héroes homéricos Aquiles y Odiseo:
“The man of action could either be admired for his courage or
dismissed as a fool for his sole reliance on strength, while the man of
words could be celebrated for his intelligence or treated warily
because words could be deceive” (FREEDMAN, 2013).
Si hablamos de la guerra en abstracto, y no de alguna guerra en particular, la respuesta
sí es simple: no hay honor alguno, así como tampoco una calificación moral posible al
fenómeno mismo de la guerra, pues es un efecto sistémico de la convivencia humana.
Volviendo a Hiroshima, mucho menos podemos juzgar el empleo de un arma cuyos efectos
no se comprendían a cabalidad en su momento (cantidad de muertos, radiación, etc.). Los
estrategas de las superpotencias durante la Guerra Fría, salvo algunas (esas sí honrosas
excepciones), no se contuvieron de emplear las armas nucleares por juicios morales, sino por
razones estratégicas. Por estas razones, es que la Teoría de la Guerra Justa sólo es aplicable
casuísticamente, es decir, analizando guerras particulares.
La doctrina que llamamos “Guerra Justa” es una herencia del pensamiento religioso de
la Edad Media. Presupone, desde luego, que hay tanto guerras “justas”, como guerras
“injustas”. Aquellos tratadistas dividieron este “Derecho de Guerra” en dos partes, ambas
igualmente interesantes e igualmente complejas: ius ad bellum y ius in bello, el derecho a
hacer la guerra y el derecho en la guerra, o Derecho de Guerra propiamente dicho. Este
Derecho de Guerra en sentido estricto, estudia la forma en que se conduce la guerra desde un
ámbito moral, y sólo en tiempos más recientes, jurídico; esta rama es lo que actualmente
llamamos Derecho Internacional Humanitario, que se condensa mayoritaria, aunque no
exclusivamente, en lo que conocemos como Derecho de Ginebra, Derecho de la Haya y
Derecho de Nueva York; son las reglas de combate que, de ser violentadas constituyen lo que
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el Estatuto de Roma, remembrando los juicios de Nüremberg, llama “crímenes de guerra”. La
otra rama, analiza las razones que llevan a los estados a ir a la guerra, y repara en la justicia de
dichas razones, en caso de resultar injusta lo llamamos “crimen de agresión”. La diferencia
radica en la gramática, el ius ad bellum analiza si la guerra es justa, es decir, se trata de un
adjetivo; mientras el ius in bello analiza si la guerra es luchada justamente, es decir, es una
función adverbial (WALZER, 2000).
Como ya se expuso anteriormente, la Teoría de la Guerra Justa decayó junto con la
Res Publica Christiana, como consecuencia de la crisis del universalismo imperial y
pontificio (TRUYOL, 2001), y cedió el paso al sistema westfaliano y, con él, a la regulación
de la guerra. Al abandonarse el ius ad bellum y quedarse únicamente con el ius in bello, los
europeos hicieron algo más que darse la mano, aseguraron la supervivencia del sistema, al
menos por unos siglos. Esto es lo que Carl Schmitt llamaría el Jus Publicum Europaeum, lo
único que evitaba que se desatara el infierno, lo único que impedía que los estados europeos
se destruyeran unos a otros, el katechon.
¿Cuál es la crítica a la Teoría de la Guerra Justa?, ¿acaso no busca acabar con las
guerras?, ¿no es mejor tratar de terminar con todas las guerras a sólo aceptar que ocurran? La
crítica viene, precisamente, de Schmitt. Esto es a lo que volvimos después de las guerras
mundiales, a la visión escatológica, aunque con una ligera diferencia: ya no se interviene en
otro país en nombre de Dios, ahora se hace en nombre de los Derechos Humanos, es decir,
defendiendo a la Humanidad como si, por tanto, el enemigo no sólo fuera nuestro enemigo,
sino enemigo de la Humanidad. En palabras del famoso teólogo:
“Si un Estado combate a su enemigo en nombre de la humanidad, la suya no
es una guerra de la humanidad, sino una guerra por la cual un determinado
Estado trata de adueñarse, contra su adversario, de un concepto universal,
para poder identificarse con él (a expensas de su enemigo), del mismo modo
que se pueden utilizar distorsionadamente los conceptos de paz, justicia,
progreso, civilización, a fin de reivindicarlos para sí y expropiárselos al
enemigo.” (SCHMITT, 2001).
Cuando la “humanidad” lucha, lo hace necesariamente contra lo que le es ajeno, contra
otro grupo que no es la humanidad, si seguimos esta lógica, terminamos por deshumanizar al
enemigo, lo que es, desde luego, inaceptable. La catástrofe igualmente sobreviene cuando a
alguien se le ocurre propagar de nuevo la idea de que el enemigo es “malo”. Este calificativo
moral cambia radicalmente la dinámica de la guerra, ya no son dos caballeros en un tablero de
ajedrez, si existen malos, necesariamente existen buenos. Si el enemigo es el “malo” entonces
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nosotros somos… ¿los “buenos”? ¿Qué nos hace pensar que el enemigo no cree que él es el
bueno y nosotros los malos? Bajo estas circunstancias, no cabe detenerse a negociar la paz
con el enemigo al alcanzar nuestros objetivos, porque no hay nada que negociar, porque
nuestro objetivo es destruirlo, por el mal que representa. Eso sintieron los americanos al no
tomar Bagdad la primera vez, en 1991, por eso volvieron. Esta lógica está en los discursos del
Presidente Bush y de Osama Bin Laden. Eso es a lo que llamamos “guerra total”, un estado de
cosas en que se utilizan todos los recursos del poder nacional para el esfuerzo de la guerra,
por tanto no es válido detenerse a pensar en las reglas de combate, sólo importa ganar, a
cualquier precio. ¿Por qué? Porque si ganamos derrotamos al mal, acabamos “con todas las
guerras”. ¿Se nota cómo el empleo del lenguaje nuevamente hace de las suyas? Recuerde,
amable lector… si para derrotar al enemigo hay que destruir su capacidad industrial, está
“justificado” bombardear las fábricas con civiles dentro o en los alrededores. En este estado
de “suprema emergencia” como lo llamó Churchill, estaba “justificado” bombardear a los
civiles, para que la presión de la población obligara al enemigo a rendirse
incondicionalmente.7 Todo ello, en el afán de alcanzar la victoria sobre el mal. Fiat iustitia,
pereat mundus!, reza la máxima latina, ¡Que se haga justicia, aunque perezca el mundo!
Bernard Brodie se refería a la bomba atómica como “el arma absoluta”8 por su
capacidad destructiva, y sin embargo resultó no ser tan absoluta, pues se trataba de una bomba
“A”, de fisión; poco pasaría para que se desarrollara la bomba “H”, de fusión de la que, en
palabras del propio Churchill, bastarían unas cuantas detonaciones para dejar inhabitable a su
país (GADDIS, 2011).
9
En términos estratégicos clásicos, la guerra no es violencia pura y
desenfrenada, sino un medio para alcanzar fines políticos, consistentes en la imposición de la
voluntad de una nación sobre otra. Si la segunda nación es destruida, la guerra no tuvo sentido
alguno, dado que ya no hay a quien imponerle absolutamente nada, es el triunfo de Ares.
Ahora bien, desde el principio de este artículo he partido de tipos ideales. Incluso en
las guerras más “civilizadas” se han cometido atrocidades y, de igual forma, en plena tercera
cruzada Ricardo y Saladino eran capaces de verse mutuamente como legítimos enemigos. El
mejor defensor de la guerra justa en nuestro tiempo, Michael Walzer, asegura que el mal tanto
7
Sobre esto consúltese el trabajo de Walzer, Michael. “Emergency Ethics”. En Walzer, Michael. Arguing About
War. Yale University Press, New Haven & London, 2004.
8
Véase Brodie, Bernard. “The Absolute Weapon”. En Mahnken, Thomas G. & Maiolo, Joseph A. (Editors)
Strategic Studies: A Reader. Routledge, London & New York, 2014, pp. 207-222.
9
Gaddis, John Lewis. Nueva Historia de la Guerra Fría. Fondo de Cultura Económica, México, 2011, pp. 8788.
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del presidente Bush padre como del hijo fue, precisamente, confundir la guerra justa con una
cruzada (WALZER, 2004). Como ya expuse, pasamos de un tipo ideal de guerra justa en
donde todo se vale, con tal de obtener la victoria en contra de los “infieles”, a un sistema
donde no se requería justa causa, sino razón de Estado, y donde la guerra se peleaba de
acuerdo con reglas establecidas. La moderna teoría de la guerra justa pretende que sólo se
pelee por causas justas, y siempre con las reglas consensuadas por la comunidad internacional
de por medio. No puede dejar de reconocérsele a Walzer que entiende los peligros de creer
que sólo hay guerra justa cuando las fuerzas del bien combaten a las del mal.
No obstante el loable esfuerzo teórico de Walzer, tengo mis dudas en cuanto a su
principal argumento para fundamentar su Teoría de la Agresión: la analogía doméstica. Las
naciones no se comportan como los individuos, en el sistema internacional no hay (y no habrá
en el futuro previsible) algo similar a un “gobierno mundial” y Walzer lo sabe. Sin embargo,
decide emplear dicha analogía, pues la considera una herramienta útil para aproximarse al
problema de la guerra desde una perspectiva moral (y casi jurídica). No concuerdo. Al
constituirse en la mayor potencia, los Estados Unidos no han comprendido este nuevo
significado de “justicia”, en el mejor de los casos, o bien han sacado el mejor provecho del
renacimiento de esta teoría para imponerse como una especie de “policía internacional”. La
distinción entre policía y ejército se diluye, al igual que la distinción entre combatiente y no
combatiente. En esta “Guerra Global contra el Terrorismo” los ejércitos realizan acciones
policiacas contra los “Estados Criminales”, 10 mientras las policías aseguran el orden interno
por medios militares. Asimismo, los americanos imponen un orden para el que ellos mismos
son “excepcionales”, pues no están sujetos a las mismas reglas que los demás miembros de la
comunidad internacional. Los Estados Unidos sistemáticamente actúan de manera unilateral,
violentando los principios que ellos mismos alegan que los demás países deben seguir, baste
presentar tres ejemplos. Rehusaron unirse a la Liga de las Naciones, por un lado, y por otro se
reservaron el derecho de juzgar lo que constituía una agresión. Asimismo, financiaron la
creación de la Corte Internacional de Justicia, pero no reconocen su autoridad, alegan, por
respeto a sus ciudadanos. Finalmente, invadieron Irak sin la aprobación de las Naciones
Unidas, y con la mayoría de la comunidad internacional en contra (BENOIST, 2013).
10
En inglés Rogue State. El término fue desarrollado durante la administración Clinton, aunque no hay una
definición universalmente aceptada de los elementos que lo constituyen.
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La tipificación del crimen de agresión aún está en desarrollo, pero dudo mucho que la
entrada en vigor el próximo año (si es que se cumplen los requisitos para tal efecto), y
posterior implementación de las Enmiendas de Kampala al Estatuto de Roma cambien
radicalmente el panorama. No digo que el Derecho Internacional no sea de utilidad, pues de
un modo u otro incide en la toma de decisiones de los gobiernos pero, en vista de los
numerosos antecedentes que todos conocemos, ser optimista desde una posición realista no es
sencillo sino que, por lo menos, resulta un poco ingenuo pensar que con ello podremos evitar
todas las guerras futuras. La doctrina Wolfowitz-Bush11 sólo está momentáneamente
congelada, no obstante todo lo “inmoral” que se le considere, y nos demuestra que los
americanos tienen la intención de detener preventivamente a cualquiera que se atreva a
amenazar su posición como primer y única superpotencia. ¿Suena familiar? ¡Claro! Es la
teoría del equilibrio del poder12 que, a pesar de la retórica escatológica en que quiera
contextuarse, parte de las premisas realistas que se derivan de la visión política de la guerra.
Que no nos engañe el discurso.
El mundo no va a funcionar como nosotros quisiéramos, por eso primero hay que
tratar de entender cómo realmente funciona, para después intentar cambiarlo, es decir,
empujar la esfera del “ser” hacia el dominio de la del “deber ser”, tratar de que empaten, pero
para eso hay que poner los bueyes delante de la carreta, y no al revés. A mi parecer, el
realismo en general sigue dándonos la cuenta más acertada de cómo funciona el sistema
internacional, y por eso está vigente.
IV.
CONCLUSIONES
Las formas de hacer la guerra pueden cambiar con el tiempo, y la guerra misma puede
estudiarse desde muchas perspectivas, pero su naturaleza siempre se ha mantenido intacta: es
un cálculo frío para obtener la victoria sobre el enemigo, por lo que sí debe regularse la
conducción de las hostilidades, pero no por ello adjudicar calificativos morales al enemigo en
abstracto. Como el propio Friedman advierte sobre Hiroshima, las discusiones al respecto
suelen tener menos que ver con honrar a los muertos y más con poner en duda la calidad
moral de los Estados Unidos. En este punto quiero hacer una recomendación: un magnífico
11
Sobre la Doctrina Wolfowitz-Bush, véase Jervis, Robert. American Foreign Policy in a New Era. Routledge,
London & New York, 2005. En especial consúltese el capítulo 4.
12
Sobre el “equilibrio de poder” la mejor aproximación, desde mi punto de vista, la da Kissinger, Henry. La
Diplomacia. Fondo de Cultura Económica, México, 2001.
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trabajo (disponible en www.fallen.io) consistente en un video que muestra las bajas causadas
en la Segunda Guerra Mundial. Como dice el multicitado autor, las ciudades ya estaban
siendo destruidas con el propósito de rendir al enemigo, y los japoneses resistían hasta la
muerte, baste analizar las gráficas proporcionadas por el video en comento, para percatarse de
que el número de muertos por las bombas atómicas no supera por mucho al causado en los
bombardeos incendiarios a otras ciudades japonesas.
La guerra está regulada por disposiciones internacionales, pero más que por un
imperativo moral, por la conciencia de que seguimos siendo humanos los que peleamos la
guerra, y ya conocemos las consecuencias de una guerra total y sin restricciones, además, no
tenemos que iniciar un ataque nuclear para estar seguros de que podríamos destruirnos a
nosotros mismos en el proceso. Si somos humanos los que peleamos las guerras, no existe tal
cosa como un “enemigo de la humanidad” a quien combatir, al menos no en este planeta
(SCHMITT).
Coincido con Walzer en cuanto a que hay que regirse por un criterio de “necesidad”,
pero si la Teoría de la Guerra Justa volvió para ser empleada como arma retórica, con el único
objetivo de justificar acciones meramente políticas, debemos rechazarla enfáticamente, diga
lo que diga la teoría. Tanto Ares como Atenea juegan un papel importante en el desarrollo de
los conflictos bélicos. La guerra inevitablemente implica violencia, por lo que hay que
procurar evitarla, pero sin perder de vista que a veces es necesaria.
Los estrategas realistas (entre los que me gusta contarme), no somos hombres
desalmados y sedientos de sangre. Por el contrario, un verdadero discípulo de John Herz no es
un realista duro, sino un partidario de un “Realismo Liberal”,13 comprometido con la paz,
pero consciente de que hay que luchar por ella. En sus propias palabras:
“…a conscious balance-of-power policy, despite the opprobrium
attached to the term, has in modern times maintained a system of
major and smaller nations which, while not able to prevent wars,
injustice, or even the independence of all units in the system, at least
preserved many of them from total subjugation at the hands of one
hegemonial power.”14
13
John Herz, uno de los primeros grandes teóricos de los Estudios Estratégicos, padre del famoso “dilema de la
seguridad”, argumentaba en favor de un “Realismo Liberal”, que superara los cálculos fríos y deshumanizados
del realismo crudo, pero sin caer en la ingenuidad del idealismo utópico. Véase Herz, John H. “Idealist
Internationalism and the Security Dilemma”. World Politics, Vol. 2, No. 2 (January, 1950): pp. 178-179.
14
Ibidem, p. 180. Resaltado en el original.
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Decidí escribir esta personal opinión, porque creo que desde nuestra privilegiada
posición (posterior a los eventos) juzgamos muy rápidamente el pasado, a veces sin
comprenderlo. Mi intención, que siento como mi responsabilidad por haber dedicado años al
estudio de la guerra, es ayudar a esa comprensión, y ayudar a que no se olvide la lección
histórica que nos dejó la última gran guerra, la locura más grande que ha cometido la
humanidad, pues esa comprensión del pasado nos da la perspectiva que nos permitirá, si no
erradicar la guerra, disminuirla lo más posible en el futuro. Todos queremos, idealmente, un
mundo donde reine una paz justa. No obstante, la realidad nos golpea con cualquier cantidad
de guerras discutiblemente llamadas “justas” y aún más ejemplos donde la paz es
injustamente impuesta. Por tanto, estoy convencido de la conclusión a la que llega John
Garnett (GARNETT, 2013), en el sentido de que en el interés de ese ideal de paz, quizá sea
tiempo de volver a luchar las guerras que son necesarias, antes que las que son “justas”.
V.
REFERENCIAS
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Recebido em 11.05.2016
Aceito em 30.06.2016
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