José Varela Ortega Los señores del poder y la democracia en España: entre la exclusión y la integración Una explicación a modo de introducción De un homenaje, por tardío no menos sentido ni merecido, al Profesor Santos Juliá, así, en efecto, nace este ensayo: de que no llegué a tiempo de su Festschrift. Luego, lo que debía haber sido un artículo, se convirtió en el libro cuyas páginas abre el lector. En realidad, un ensayo –no podría ser otra cosa, en virtud de la variedad de temas que trata y periodos que recorre. Y como tal debe entenderse. No es, pues, un trabajo de investigación sistemático, por más que haya un acopio, a veces considerable, de fuentes primarias. Ni lo pretende. En definitiva, se trata de dar vueltas alrededor de las muchas preguntas y sugerencias que, de palabra y por escrito, nos ha formulado Santos Juliá durante tantos años, sin que por ello se le convierta en víctima inocente de reflexiones que me son propias. Estas líneas están también extraídas de –y orientadas por– un trabajo de mayor aliento y amplitud, que pretende observar la política desde la perspectiva de los (señores) empresarios o profesionales del poder. Una idea que me asaltó a raíz de algunas preguntas provocadoras de Javier Zarzalejos en torno a políticas de exclusión. Se trata de un enfoque que rastrea el origen y destino del sistema democrático en un acuerdo de reglas fijas para resultados inciertos que, a veces, renace de experiencias traumáticas, pero aleccionadoras –para tomar prestada una reflexión de Prieto. Porque, aseguraba Hayek, los pueblos aprenden del desastre producido por sus errores, muchomásque [de]laprosperidad –escribía Cánovas de la misma guisa. Una idea que, al parecer, también expresó Carlos Pellegrini en la Argentina por la misma época 22 LosseñoresdelpoderylademocraciaenEspaña –me sopló mi maestro, y sin embargo amigo, Ezequiel Gallo– si bien articulándola de manera inversa, aunque no menos contundente: según el fundador del Jockey Club –y de su biblioteca– las épocas de bonanza son peligrosas, a los efectos que hablamos, porque la gente, empezando por los políticos, se encuentran con recursos ingentes para financiar disparates. En mucho de la Europa que vivimos no se requiere de mayor aparejo para compartir la citada aseveración. Y, si limitamos la ambición genérica del sujeto, reduciendo lo de «pueblos» que propone Hayek a algunos políticos profesionales en determinados contextos, que, víctimas de sus propios excesos, rectifican y reflexionan, quizá podamos articular una propuesta funcional interesante. Seguramente, Sagasta era un ejemplo de ello cuando, escribió que unapolíticadeexclusivismoeintransigencianopuedeterminarmásqueporcatástrofes. La reflexión del político liberal debía llegarle de largos años de amargas experiencias, cárcel, persecuciones y… exilios, para evitar males mayores, como el que se cumpliera alguna de las condenas a muerte que pesaban sobre la cabeza del otrora fogoso revolucionario e impenitente conspirador. Ahora fruncimos el ceño ante las noticias de revoluciones islámicas que comienzan su itinerario en libertad pero acaban imponiendo la Sharia. Y con razón, desde un punto de vista de la democracia en versión occidental. Pero olvidamos demasiado pronto que el tránsito a lo que mayoritariamente consideramos hoy la modernidad política no fue un itinerario corto ni apacible en nuestras sociedades occidentales. Basta releer algo sobre la Inglaterra del seiscientos para matizar severamente nuestro etnocentrismo. Lesemigrés no son sólo figuras de la literatura de memorias de los aristócratas franceses, fino il settecento. Prácticamente, desde la frustrada fuga de Varennes (1791) –y hasta entrada la III República francesa (1880)– los exiliados son un tipo social recurrente en el paisaje político y cultural de la Europa continental. Y no sólo en España. Durante mi estancia en El Colegio de España en París apadriné –y algo contribuí también– un trabajo sobre los Unaexplicaciónamododeintroducción 23 exilios españoles en Francia. El propósito de la colección de episodios que pueblan el citado libro1 no es la emigración económica que, desde mediados del ochocientos poblaba la llamada PetiteEspagne del barrio de Saint Denis. Dicha colección de ensayos se centra, por el contrario, en la historia del destierro, del exilio político español en Francia desde principios del xix: los trabajos, aventuras, venturas y desventuras –que de todo hubo– de los refugiados políticos españoles en la nación vecina. Se trata, en suma, de una serie de historias de vida, de grupos e individuos muy heterogéneos, de épocas diversas e ideas distintas, procedencias y educación, orígenes sociales y situación económica muy diferentes. Martínez de la Rosa tenía muy poco que ver con los cabecillas carlistas que cruzaron la frontera de Valcarlos con el Pretendiente en 1840. Sagasta, un ingeniero progresista que conspiraba en las afueras de París en 1867, no se parecía mucho a los encopetados títulos del Partido Moderado, como Cheste o Valmaseda, que le sustituyeron en el destierro tras la Gloriosa (1868). El exilio de Isabel II en París fue coetáneo del de Ruiz Zorrilla, pero ambos nada tenían en común; como medio siglo después, muy poco emparentaba a Unamuno y sus conspiraciones inocentes desde el café de La Rotonde, en el bulevar Montparnasse, con las actividades violentas de anarquistas como Durruti. Los propósitos y, desde luego, ocupaciones y métodos, de unos y otros también eran muy distintos. Calzado era un banquero republicano que ayudaba, pero también especulaba, con la revolución, mientras Salmerón daba clases en la Sorbona y Castelar pronunciaba conferencias. Eran actividades diversas, aunque no del todo incompatibles. Pero todas ellas completamente opuestas a los trabajos revolucionarios del general Lagunero, a quien la policía francesa sorprendió –a pesar de su nommedeguerre (Joaquín Leal)– en el hotel 1. F. Martínez et al. (eds.), París,ciudaddeacogida.Elexilioespañoldurantelossiglosxixyxx, Madrid, Marcial Pons, 2010. 24 LosseñoresdelpoderylademocraciaenEspaña Calvados, rue Ámsterdam n.º 20, de París, con un alijo copioso de armas1 –lo mismo que les ocurriría a algunos pistoleros anarquistas en los años veinte del siglo pasado. Todos eran exiliados. Pero algunos eran conspiradores, profesionales de la violencia, cuyas actividades estaban tipificadas en el código penal de cualquier país occidental. Mientras, otros huían de la persecución política y buscaban refugio en Francia. No es lo mismo. Sin embargo, unos y otros, conspiradores y refugiados, tenían en común la tragedia que suele escoltar al exilio: el desgarro del extrañamiento, el drama del desarraigo, la desorientación ante lo desconocido, el arcano de una lengua diferente, la extrañeza de otras costumbres; con frecuencia, el rechazo de la xenofobia, la humillación del diferente, las penalidades para subsistir…Y la nostalgia de la patria negada: un sentimiento que los nacidos tras la posguerra –no digamos, las generaciones actuales de Erasmus– tenemos que esforzarnos por comprender. A quienes crecimos ya en el trepidante desarrollo de los años sesenta, nos iniciamos con la Reivindicación delcondedonJulián y el gusto por las Letters de Blanco White, pudimos vivir muchos años fuera sin sentir esa angustia del «trasterrado», que decía Gaos. Y quizá porque podíamos regresar àvolonté, nos cuesta imaginarnos ese componente psicológico del exilio. Pero debemos tratar de representarnos ese sentimiento que llevaba al Profesor Casalduero a considerar al Cid como ejemplo del primer exiliado2, o a los refugiados republicanos en México –no obstante la generosidad de la acogida y su éxito personal, profesional, y hasta social y económico– a no hacer otra cosa, como alguno de los personajes de Max Aub, que hablar de la «pérdida de España», tener las maletas siempre preparadas 1.Archives de la Préfecture de la Police de Paris [en adelante, APPP], Affaires d’Espagne, A/B 1262: n.º 23-24, 29, 30 de junio y 1 de julio de 1877. Informe del comisario de policía E. Dauder. 2. A. Ramos, «Imagen de España», conferencia pronunciada en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, 27/viii/1991. Unaexplicaciónamododeintroducción 25 o, como Prieto, ir al aeropuerto local a ver aterrizar aviones de Iberia. El destierro, pues, ha sido, en general, interiorizado por sus protagonistas como un drama. Si fue así, bastaría el título –y, sobre todo, las fechas– del trabajo de Marie-Catherine Talvikki Chanfreu, «Espagnols en territoire français de 1813 à 1971», para recibir el impacto de una tragedia que se extiende por buena parte de los siglos xix y xx1. En la Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón se custodia, por deseo y gentileza de su vicepresidente, Gregorio Marañón Bertrán de Lis, una colección de papeles que sus abuelos, don Gregorio Marañón Posadillo y doña Dolores Moya, fueron recogiendo entre 1936 y 1939, durante su exilio parisino. Una simple ojeada al índice del trabajo produce la misma sensación de vértigo y melancolía. El repaso del citado índice, y la lectura de los ensayos aludidos, reflejan otro hecho muy destacable; a saber: que desde principios del xix y hasta la muerte del general Franco en 1975, todos los colores políticos están representados en el exilio. La afirmación con que cerrábamos el párrafo anterior es un hecho que nos conduce a una primera conclusión inevitable, a la par que incontestable: durante largos periodos, entre 1813 y 1975, los políticos españoles se exiliaban unos a otros. Un panorama, por cierto, presente de tiempo inmemorial y no muy distinto del que, al parecer, existió en la Grecia pre-democrática, entre los siglos vii y vi, antes de nuestra era, en que los autócratas o «tiranos» se sucedían unos a otros en el exilio y el poder2. Así pues, como más que de ciudadanos de a pie el asunto va de políticos, me propongo observar el fenómeno desde su punto de vista: el de los señores del poder, en otro tiempo; de los políticos 1. Vid. también el excelente artículo de J. F. Fuentes, «Imagen del exilio y del exiliado en la España del siglo xix», en Ayer, n.º 47, 2002, pp. 35-56. 2. F. Rodríguez Adrados, La Democracia ateniense, Madrid, Alianza Editorial, 1975. 26 LosseñoresdelpoderylademocraciaenEspaña profesionales o empresarios del poder, en la edad contemporánea. Que los profesionales productores y acaparadores del poder padecieran los excesos de su propia soberbia e incontinencia no debiera producirnos gran desasosiego. De hecho, la democracia clásica inventó el ostracismo como un juicio de intenciones para apartar de la ciudad a los políticos sospechosos de «tiranía». El ostracismo y sus efectos, aun cuando inimaginable en un sistema garantista como el nuestro, nos conduce a la constatación de algunos hechos fascinantes para el hilo y madeja de nuestra historia. En primer lugar, con el ostracismo los clásicos establecen una relación dialéctica entre poder arbitrario y cambio violento, exilio y democracia. En segundo lugar, el ostracismo fue una manera, todo lo injusta que se quiera a nuestros ojos, pero una forma de evitar los viejos conflictos violentos entre familias aristocráticas; en definitiva, un instrumental democrático para cercenar de raíz ambiciones autocráticas, controlando y reduciendo el exilio a políticos individuales, pero sin implicar a un número crecido de seguidores que pudieran reproducir el ciclo político catastrófico de la stásis pre-democrática: autocracia-exilio-revolución1. De esta suerte, el destierro reducido y singularizado de políticos –y sólo de ellos– se perfila, a un tiempo, como la consecuencia histórica de un poder arbitrario y descontrolado, la condena preventiva de un delito de tiranía y la prevención de stásis, reduciendo el destierro a determinados señores del poder para evitar que arrastraran al exilio a sus correligionarios y numerosos ciudadanos simpatizantes2. En el mundo moderno –en que nos protegen derechos fundamentales, con garantías individuales que excluyen juicios de intención, salvedad hecha de los mediáticos– sin 1. M. I. Finley,PoliticsintheAncientWorld, Cambridge, Cambridge University Press, 1983, pp.54 y 111. 2. S. Forsdyke, Exile,ostracismanddemocracy, Princeton, Princeton University Press, 2005, passim. Unaexplicaciónamododeintroducción 27 embargo, los políticos profesionales han provocado la expulsión de grupos crecientemente numerosos de ciudadanos, consumidores de voto y derechos. Así lo corroboran las interminables columnas de refugiados dirigiéndose a la frontera francesa al final de la Guerra Civil, proyectando escenas desgarradoras –que ilustran y se resumen en la fotografía terrible del niño cojo, apoyándose en una muleta, y la cara medio barbada, macilenta y demacrada de Antonio Machado– cuyo final de capítulo, y comienzo del exilio, son las escenas estremecedoras –escribía Azaña1– «de los gendarmes y los senegaleses, dando caza al español fugitivo», hasta terminar en los campos de concentración de Saint Cypriens, Le Vernet, Arlés y Bacarés, entre otros: en la primavera de 1939, la población de refugiados hacinada en los campos franceses al aire libre alcanzaba la cifra de 236.000 personas2. Al parecer, pues –y formulado en jerga de politólogos– demasiados regímenes y sistemas políticos españoles de la edad contemporánea confundían competencia con pendencia, generando una reducida capacidad de integración. La pregunta inevitable reaparece al doblar esta esquina del discurso: ¿es el caso español una rareza en el contexto occidental?; ¿o, más bien, el desarrollo de sistemas integradores también es en muchos otros lugares penoso, prolongado y complejo? A los efectos, quizá fuera pertinente recordar que John Locke, uno de los padres del liberalismo y la tolerancia, falleció en su exilio holandés. La otra cara de la cuestión, que también resulta intrigante, al tiempo que ilustrativa, es la de los orígenes, características y peculiaridades que presentan los sistemas representativos con alta capacidad de integración. Porque 1. M. Azaña, Memorias de Guerra, Barcelona, Crítica, 1978, p. 448. 2. V. Alfonso Maldonado, «Vías políticas y diplomáticas del exilio», apud F. Martínez de la Vega et al., ElExilioEspañolenMéxico, 1939-1982, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 35. 28 LosseñoresdelpoderylademocraciaenEspaña esos periodos de integración, en lugar de expulsión, existen fuera, pero también dentro de España: de hecho, los sistemas de integración, que también son importantes y prolongados –y en los que debemos buscar una explicación de su éxito, no menos que del fracaso de los otros– se localizan en determinados periodos de la época isabelina, en los primeros años del Sexenio y durante la Restauración, a comienzos de la II República y, sobre todo, en el prolongado periodo actual abierto por la Transición. El problema es que estos sistemas de integración, que se alimentan de una cultura de moderación, de la idea de que las cosas en general, y la gobernación, en particular, tienen límites y medida –díke y metrón, que decían los antiguos– sistemas que se nutren de la aceptación del pluralismo y la tolerancia de lo diverso, son –la idea es orteguiana– un artilugio de la cultura; es decir, artificiosos, ya que no artificiales: en suma –y en palabras de Ignace Lepp– «una conquista sobre la naturaleza», sumamente funcional1. Pero difícil de lograr. Porque la democracia –escribió Edgar Allan Poe, que la celebraba– isanunnaturalsystem, en cuanto que laprimerainclinacióndetodalahumanidad –nos asegura Hobbes con énfasis– es unperpetuoeincansabledeseodeconseguirpoder. Se entiende que poder sobre otras personas: a decir de Max Weber, «la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social»2. A los efectos –nos recuerda Marina3– los escolásticos distinguían entre «poder monástico» (o solitario) y «poder político», que domina a otros y que es propiamente el referente de este ensayo. Y, en este sentido, parece que lo «natural» es menos la moderación que la tendencia a lo absoluto: porque –la reflexión es 1. J. A. Marina, Lapasióndelpoder.Teoríayprácticadeladominación, Barcelona, Anagrama, 2008. 2. M. Weber, EconomíaySociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 43. 3. J. A. Marina, Lapasióndelpoder.Teoríayprácticadeladominación, op. cit., p. 29. Unaexplicaciónamododeintroducción 29 de Adam Smith– a los productores (de bienes) no les gusta el mercado, la concurrencia de, y competencia con, otros actores. Tienden al monopolio. De igual modo, se diría que a los políticos profesionales, productores de poder, tampoco les gusta la oposición: tienden al poder absoluto, a la hegemonía, cuando no a la omnipotencia. Y, desde luego, su oficio consiste en maximizar poder. Si esta última premisa es cierta, el mercado político quizá fuera el «orden espontáneo» de Hayek –pero no se comportaría como máquina de utilidad colectiva del modelo ideal1. En definitiva, la historia –larga, compleja, plagada de altibajos y retrocesos– de estos sistemas de libertad e integración de la discrepancia es la de transformar el poder, desde una tendencia a considerarlo casi como una suerte de «monopolio natural», en un bien a competir: a repartir (en los «modernos») o a compartir (en los «antiguos»). Fue Joseph Schumpeter2 quien supo interpretar la democracia de masas –que apenas alumbraba en su mundo de entreguerras– como un mercado… ¿de votos? Quizá en este punto, que hace al objetivo de los productores de poder, podíamos hacer alguna apostilla, matizando la brillante interpretación del gran economista austriaco. En su misma línea, cabría introducir una variante considerando que el voto es únicamente una divisa inelástica que no se intercambia más que por poder. De tal suerte que, del mismo modo que productores y comerciantes maximizan beneficios, los políticos profesionales persiguen la acumulación de poder. ¿Se cumplirá acaso la fórmula de Ostrogorski3, según la cual «la ley de la gravedad del orden social consiste en que la propiedad natural de todo poder es concentrarse», en cualquiera de las 1. F. A. von Hayek, Los fundamentos de la libertad, Madrid, Unión Editorial, 1991. 2. J. Schumpeter, Capitalismo,socialismoydemocracia, Barcelona, Folio, 1996. 3. M. Ostrogorski, Democracyandtheorganizationofpolitical parties, Nueva York, Macmillan, 1922. 30 LosseñoresdelpoderylademocraciaenEspaña formas que adopte?: porque –nos advierte Bertrand de Jouvenel– «el poder cambia de apariencia pero mantiene la realidad de su naturaleza»1. La verdad es que, desde las primeras fuentes de la antigüedad clásica, la evidencia empírica en este sentido y dirección es considerable. Por otra parte, la ecuación votos-poder es un planteamiento muy reciente. Esa resultante que conocemos como democracia de masas, gestionada por partidos movilizadores, organizados como maquinarias electorales, no ha cumplido aún el siglo. Salvo significativas excepciones, es algo desarrollado al pairo de la Gran Guerra. Todavía en 1917 y en el Reino Unido, de cada diez electores varones mayores de edad (de las mujeres, ni hablemos), cuatro carecían del derecho al voto2. Para que las votaciones adquieran el rango –y la virtualidad– de elecciones, se requieren ciertas condiciones mínimas de seguridad jurídica, independencia y separación de poderes. Sólo en ese contexto, en que la libertad está suficientemente garantizada, opera un mercado político que asegura y promueve la alternancia. Y es entonces cuando se produce el incentivo, y el interés, de los profesionales del poder –como advirtió sagazmente el clásico escocés en su famoso ejemplo del carnicero– de competir, respetando las leyes del mercado político (o marco constitucional) y promoviendo políticas públicas positivas que les conduzcan a la conquista o conservación del poder. Pero ese nivel de controles, equilibrios y contención, que convierte una votación en una elección, propio de la democracia participativa y pluralista, es un artificio precario que se ha logrado en el mundo occidental no sin años de violencia, descalabros y retrocesos. En definitiva, las tensiones, retrocesos y tropiezos son manifestación de una tendencia, si no «natural» –quizá nada 1. B. de Jouvenel, Onpower.Thenaturalhistoryofitsgrowth, Indianapolis, Liberty Fund, 1993, p. XVII. 2. Apud C. Dardé, «La democracia en Gran Bretaña. La reforma electoral de 1867-1868», en Ayer, n.º 3, 1991, p. 63. Unaexplicaciónamododeintroducción 31 en la naturaleza humana lo sea– al menos muy frecuente en el hombre en cuanto «animal político», en los señores del poder del tiempo antiguo o en los políticos profesionales de nuestros días: una predisposición a acaparar, a incrementar poder. De igual modo que en el mundo de la economía –nos cuenta Adam Smith– los productores «conspiran sobre los precios» y tienden al monopolio, en el universo de la política los productores del poder rechazan la concurrencia y buscan la hegemonía y, si logran la omnipotencia, eliminan a la oposición. Puede que esa omnipotencia sea una expresión «natural», pero, sin duda, es también una manifestación abusiva de la libertad: liberty –sentenciaba Hobbes– is theabsenceofopposition.Traduciendo Iwill por Ican, observaba Isaiah Berlin, se identifica libertad y poder1: «quiero, luego puedo». Se trata de una noción ilimitada de la libertad que provoca el conflicto entre dos concepciones de la misma. Dicho esto, estoy lejos de militar en las nutridas huestes que hoy andan a la caza intelectual del político. Cuando los frustradosno son capaces dereemplazaralosfracasados –explicaba Maura, con ocasión de la resaca del 98– ydesesperados gritan ¡lospolíticosalavidaprivada,elpuebloala vidapública!,en general, hay que traducir por el ambicioso genérico de «pueblo» a algunos de los que gritan.Pero tampoco estoy por organizar monterías con reses de banqueros, cuya veda parece haber abierto una interpretación equivocada de esta crisis profunda que padecemos. En este punto y hora, me parece divertida la escena de muchos políticos saliendo en tromba de la timba del poder, cual capitán Renault en Casablanca, pidiendo justicia contra «el mercado» y venganza contra los financieros, al grito de «aquí se especula». ¡Como si ellos no hubieran hecho otra cosa desde Pisístrato que especular!... Sobre el poder. Y especular, especular, claro que se ha especulado en demasía. Suele ocurrir, cuando, de 1. I. Berlin, Cuatroensayossobrelalibertad, Madrid, Alianza Editorial, 1998. 32 LosseñoresdelpoderylademocraciaenEspaña un sistema pensado con el freno de la quiebra, se percibe que, en lugar de arruinado, sale uno indemnizado y, en vez de juzgado, con las pérdidas socializadas: en ese contexto de irresponsabilidad, los incentivos para tomar decisiones prudentes son mucho menores que las tentaciones para correr riesgos descontrolados. Los excesos del poder, lo mismo que la codicia, probablemente, sean consustanciales a la naturaleza del poder y al componente de ambición de la condición humana. Los FoundingFathers, a pesar de su radicalismo casi libertario, añadieron unas gotas de hobbesianismo –me explicó un día el Profesor Gallo– al precipitado, integrando desde el principio en su ecuación política idealista la presencia del poder como una consecuencia inevitable, por más que desagradable y temible, delladooscurodelanaturalezahumana, en la conocida expresión de Thomas Paine. Lasociedad–escribía Paine– esproductodenuestrasnecesidades;elgobiernode nuestrasdebilidades1: si se gobernaranángeles–concluía Madison–no sería necesaria su existencia. La idea de una venalidaduniversalenlanaturalezahumana –advirtió Hamilton–es,enelrazonamientopolítico,unerrorapenasmenorqueeldecreerenunauniversalrectitud. Al parecer, pues, los primeros americanos, y primeros demócratas también, estuvieron pronto en el secreto –quizá escarmentados en cabeza familiar, por medio de sus lecturas del tremebundo seiscientos inglés–, y desistieron de fabricar un modelo político pensado para doblegar o ignorar la naturaleza humana.Madison llamaba, en El Federalista, a extinguirparasiemprelaambiciosaesperanzadehacerleyes paralamentehumana2. No buscaron lo imposible: suprimir la competencia con una autocracia de la que querían escapar. Omnipotencecannotdoit,ni siquiera Dios puede convertir en verdadero lo que es falso, afirmaban los revolucionarios americanos, en 1. T. Paine, Commonsense, Nueva York, Penguin, 1986. 2. J. Madison,Federalistpapers, Harmondsworth, Penguin, 1987. Unaexplicaciónamododeintroducción 33 un dictum derivado de Grocio y destinado a establecer la soberanía radical del ciudadano individual frente al Parlamento británico1 –en una exclamación que debería hacer a algunos periodistas europeos reflexionar sobre el movimiento del TeaParty. De esta suerte, los primeros americanos procuraron controlar y equilibrar excesos, enfrentando podercontrapoder,fuerzacontrafuerza,interéscontrainterés (John Adams). Laexperienciadebesernuestraúnicaguía,la razónnosllevaráalaconfusión –afirmaba John Dickinson, en una estudiada, pero «cándida simplicidad», en su pose como «granjero de Pensilvania»2.Es posible que esa combinación de experiencias severas y supuestos filosóficos pragmáticos, conducidos por un sano temor a que «el experimento» saliera mal y acabara en caos, como preludio de una tiranía peor de la que buscaban escapar, les condujera a montar un sistema lleno de cautelas y contrapesos, producto de una noción libertaria, profundamente escéptica y desconfiada del poder. El hecho es que aquel idealismo cauteloso les llevó a construir el sistema democrático más profundo, más estable y más prolongado que ha conocido el mundo occidental. Estas páginas no ambicionan hacer una historia del poder en España; ni siquiera del poder en la España contemporánea. Se trata, simplemente, de proponer ciertas reflexiones en torno a las historias de algunos hombres con poder. Una historia de poderosos, que ni siempre –ni fundamentalmente– son los ricos ni tampoco se conducen como «el Estado Mayor de la burguesía», como advirtió –y rectificó– Marx en ElDieciochodeBrumariodeLuisBonaparte. Los políticos de raza son, por definición, traidores de clase. De cualquier «clase» –sobre todo, desde que el voto del señor Botín 1. B. Bailyn, TheideologicaloriginsoftheAmericanRevolution, Cambridge, Harvard University Press, 1967. 2.Apud M. Yazawa, «Experience must be our only guide (History may mislead us)», en ReviewsinAmericanHistory, v. 35, n.º 1, marzo de 2007, pp. 18-24. 34 LosseñoresdelpoderylademocraciaenEspaña no vale más que el del más modesto de los jornaleros, que decía hace años, y con razón, Felipe González. La venalidad no es el problema de la gran mayoría de los políticos profesionales, sino la ambición de poder, que es su objetivo central. Sin embargo, lo aparatoso y difundido de los casos de corrupción ha canonizado, desde el tiempo clásico, ese matrimonio espurio entre política (democrática) y corrupción. Sobre todo desde que, en el siglo v a.C., Efialtes y Pericles idearon la remuneración de cargos públicos como forma de contrarrestar el mayor poder económico de sus rivales aristocráticos1, la mistoforia se convirtió en el centro de la crítica conservadora y aristocrática, en la medida en que se le hacía responsable de la degradación de la política2. Además, se consideraba –escribiría Cicerón siglos más tarde en DeOfficiis– un ejemplo del angustusanimus, el alma innoble, que había perdido la viarecta3:losvalores aristocráticos(areté) de generosidad, desprendimiento y honor en el servicio público, para sustituirlos por la sórdida ambición económica. Un hecho que había dejado al pueblo –en palabras de Platón, recogidas por Plutarco–comocaballosinfreno, encumbrando a gentes, dispuestasavenderla ciudadporundracma4,a ocupar cargos que antes sus agobiantes ocupaciones les vedaban su aceptación gratuita. Ése fue el argumento básico de Platón. Quizá haya que buscar en esta aversión posterior a la mistoforia –que se extiende desde Aristóteles hasta los FoundingFathers5 y, en cierto sentido, incluso hasta nuestros días– el origen de una resurrección de la concepción idealizada de la política, como 1. M. I. Finley, PoliticsintheAncientWorld, op. cit., p. 40. 2. Plutarco,VidasParalelas, Madrid, Calpe, 1919. 3. M.T. Cicerón, DeOfficiis, libro I, capítulos 11, 16 y 32, en OperaOmnia, 11 vols., Leipzig, ed. C.F.A. Nobbe, 1848-1850. 4. Teramenos, apud C. Mossé, LesGrecsinvententlapolitique, Bruselas, Complexe, 2005. 5. G. S. Wood, RadicalismoftheAmericanRevolution, Nueva York, Alfred Knopf, 1991, pp. 83 y ss. Unaexplicaciónamododeintroducción 35 un oficio noble, altruista y desprendido. Un oficio, en suma, inspirado en los valores aristocráticos de la areté pre-democrática. Una noción que ha llegado hasta el presente y resistido embestidas tan ilustres y contundentes como las de Maquiavelo, en su momento, o las de Bertrand de Jouvenel1, en nuestro tiempo. Lo interesante de la noción virtuosa del oficio –de nobles con más frecuencia que noble– es que el negativo de la virtud política, puede que desde la mistoforia clásica, se haya interpretado como consistente en la venalidad y la corrupción. Una conclusión que, en mi opinión, desenfoca gravemente la naturaleza de la profesión –y que, por cierto, ya aparece denunciada en Mirabeauoelpolítico2.Porque la degradación de la política no es la corrupción. Y la mejor prueba –como observara lord Acton– es que la corrupción aparece en política como una derivada del ejercicio abusivo del poder. En la famosa fórmula del pensador británico–el podercorrompeyelpoderabsolutocorrompeabsolutamente–el sujeto que corrompe es elpoder. Porque, en efecto, la dirección del movimiento discurre comúnmente del poder a la corrupción, que no al revés. Así pues, la naturaleza del oficio político –y el objetivo del mismo– es, pues, el poder; su riesgo y cara negativa, el abuso de poder, no la venalidad. En todo caso, me parece empíricamente demostrable que, en política, la tendencia al abuso de poder es la regla, en tanto que la corrupción es una derivada excepcional: por eso, precisamente porque es excepcional, deja un margen de beneficio atractivo a los corruptos. ¿Que muchísimos políticos profesionales son más sacrificados, generosos y entregados que vanidosos –que ya es decir– y mejor intencionados que la mayoría de nosotros?, es probablemente una hipótesis más razonable que verifica1. B. de Jouvenel, Onpower.Thenaturalhistoryofitsgrowth, op. cit. 2. J. Ortega y Gasset, Obrascompletas(1926-1931), t. IV, Madrid, Taurus, 2005, pp. 195-223. 36 LosseñoresdelpoderylademocraciaenEspaña ble. Pero también comprendieron los fundadores de la democracia moderna que grandes desastres son, con frecuencia, el parto indeseable de las consecuencias, ni queridas ni planeadas, de las políticas mejor intencionadas. ¿Que muchos políticos han tenido y tienen buenas ideas, que impregnan políticas públicas, funcionales desde determinados puntos de vista, y que tienen el desprendimiento, el tesón y la entereza que nos falta a la mayoría para llevarlas a cabo?, es seguramente cierto –aunque en estos tiempos parezcan vivir más de encuestas que de ideas. Pero todo eso no quita para reconocer que la libidodominandisea uno de los grandes deseos del hombre, según Agustín de Hipona, y elpoderarbitrario,elobjetonatural delatentacióndelPríncipe, nos recuerda el Profesor Brogan citando a Swift. Porque «hay un grupo de seres humanos para los que el mando es, por sí mismo, el fin de su instintivo afán: mandar por la fruición pura de mandar, como el avaro ama el oro por el oro». No se puede decir mejor que lo hizo Marañón en su CondeDuquede Olivares. Por eso –escribía Chesterton, desalentado tras la Gran Guerra– estemundo nuncaseráseguroparalademocracia1. Ésta, pues, es la aventura de algunos políticos profesionales que ambicionaron el poder con pasión y buscaron maximizarlo con dedicación. En ocasiones, lo hacen en alianza con el demos, extendiendo e impulsando derechos. Sin embargo, a veces, sus querellas les llevan hasta su propio descalabro –arrastrando con ellos a los ciudadanos a quienes dicen representar o alardean de beneficiar. Por eso, ésta es también la conmovedora historia de quienes aprenden de las catástrofes que genera su propia incontinencia. Decía Ortega que de la historia, lo más interesante era aprender de los errores. Y, no obstante, demasiados políticos, en lugar de interpretarla como fórmula de comprensión, se aferran a Clío con voluntad anacrónica, cual maza de alabardero, que 1. B. de Jouvenel, Onpower.Thenaturalhistoryofitsgrowth, op. cit., pp. XVIII y XIX. Unaexplicaciónamododeintroducción 37 es un símbolo de poder. Ahora la llaman «Memoria Histórica». Pero, desde una perspectiva tal, es más fácil manipular que interpretar las posibles consecuencias indeseables de la propia desmesura. En la perspectiva aquí elegida, por el contrario, se procura huir de la proposición. Y se busca la exposición. «La tarea fundamental de un profesor que se precie de tal –decía Weber– consiste en enseñar a sus alumnos a fijarse en los hechos incómodos; es decir, en aquellos hechos que son incómodos a sus opiniones personales». Por eso, hay que procurar argumentar desde el punto de vista de cada uno de los actores en cuestión, gusten o disgusten. En 1.º de Inglaterra, y en 2.º de EE.UU., me enseñaron que la manera menos insegura de evaluar a unos personajes determinados y sus políticas consiste en medirlos con arreglo a los resultados obtenidos, en relación a sus propios objetivos. Examinarlos, por así decir, de la asignatura a la que representan, con preferencia a aquella que a nosotros nos hubiera gustado que cursaran, procurando no olvidar la sabia advertencia de Finley, en el sentido de «que una ideología no es una teoría que deba exponerse al mismo análisis riguroso que ésta, por cuanto la prueba de una ideología es pragmática» y la medida está en sus propios términos. Evaluar –pongamos por caso– a Cánovas como «demócrata» no ayuda mucho a la comprensión del sistema que ideó, porque el político liberal-conservador eligió la carrera de «alternancia», que es requisito necesario, pero no suficiente, de una democracia àla occidental. Por la misma razón –aunque motivos opuestos– al general Mola hay que examinarle de «golpismo», una asignatura nada fácil de aprobar, pero que fue a la que se presentó nuestro generalconspirador; materia, por cierto, muy distinta a la de guerra civil que es, más bien, la expresión de haber suspendido la primera de las citadas evaluaciones. De la misma suerte, a los «caballeristas» hay que medirlos en función del objetivo que ellos mismos se marcaron, la revolución, en lugar de pedirles cuentas por haber dejado caer una república demo- 38 LosseñoresdelpoderylademocraciaenEspaña crática de corte occidental en la que ni creían, ni querían entonces, aunque la echaran de menos después. Militares golpistas y socialistas bolchevizados, sindicalistas revolucionarios, pistoleros fascistas y católicos integristas, partidos anti-sistema, a derecha e izquierda, eran parte del paisaje europeo –y no sólo español– desde elsuicidiodelosbárbaros,como José de Ingenieros, el pensador positivista argentino, llamaba a la Gran Guerra. Para políticos liberales (de la Restauración) o para demócratas (de la República), cuyo objetivo consistía en preservar la libertad y consolidar la democracia, eran datos del problema: obstáculos severos e indeseables que dificultaban el examen, pero que no les eximían de la prueba. Desde su perspectiva revolucionaria, Lenin desarrolló el razonamiento con precisión: nobastaconfulminar,maldeciry «negar»el militarismo,criticarloydemostrarsunocividad –escribía el práctico de la insurrección, tratando de extraer enseñanzas del fiasco de 1905. Una forma de razonar que puede servir también a políticos con objetivos contrarios a los del líder revolucionario. El lector comprobará que en este texto se hacen frecuentes referencias al mundo clásico. Desde Constant, a todos se nos alcanza que «la libertad de los antiguos» era cosa de naturaleza diversa. Incluso la famosa Oración Fúnebre de Pericles, «que se acerca» –nos dice Sartori– no llega a nuestra noción de libertad individual. Y su democracia, tampoco. Por más que hubieran inventado la palabra, la democracia clásica era cosa muy distinta a la nuestra. Hay, empero, al menos cuatro razones que le llevan a uno a esos autores y sus reflexiones. En primer lugar –comenzaba Hayek su famoso libro–, porque «para que las viejas verdades mantengan su impronta en la mente humana deben reintroducirse en el lenguaje y conceptos de las nuevas generaciones»1. Verdades cosechadas, quizá, por el hecho –del que ya nos alertó Finley– de que entre los antiguos, no había pensamiento po1. F. A. von Hayek, Losfundamentosdelalibertad, op. cit., p. 15. Unaexplicaciónamododeintroducción 39 líticamente correcto; un corsé asfixiante de nuestro tiempo, que se parece más a la autocensura –o a la «tiranía de la opinión pública», para utilizar la reflexión orteguiana– que a la censura o al miedo al sátrapa de turno. La democracia clásica coexistía con sistemas de gobierno muy distintos en otras ciudades: una circunstancia que llevaba a los pensadores clásicos a reflexionar sin tanta beatería, quizá porque no estaban «al final de la Historia», sino en su principio. En segundo lugar, los clásicos habían descubierto al ciudadano individual y pensaban menos lastrados por los grandes agregados sociológicos de nuestro tiempo. La democracia clásica nació mystós, mestiza porque construyó al ciudadano individual rompiendo con la servidumbre de tribu y territorialidad. Por fin, «el culto de la Antigüedad», el modelo y la imitación de los clásicos, todavía estaba muy presente en la política occidental del ochocientos1. Dicho sea esto con toda suerte de precauciones. A los efectos, recordemos que ya Guicciardini nos previno con ironía sobre lo que cuatrocientos años después descubrimos en las pantallas de Hollywood: que Elisabeth Taylor describe mejor a una opulenta americana de Sausalito que a la legendaria Cleopatra ptolomeica. Pero, en fin, ésos son problemas curiosos y menores; entretenidos y hasta divertidos con la ayuda de la pluma de los novelistas románticos. Sin embargo, la cosa se torna peliaguda cuando en las «películas de romanos» –o de «espartanos», habría que decir en tiempos de la Gran Revolución– los políticos se animan a rodar escenas anacrónicas con un reparto encomendado a personajes fuera de época y de contexto, como los revolucionarios franceses, inspirados en los lienzos de David y entusiasmados con la escena del cónsul Bruto sacrificando a sus hijos en el altar de la virtud republicana. «El imaginario de la anti- 1. H. T. Parker, ThecultofAntiquityandtheFrenchRevolutionaries.Astudyinthedevelopmentoftherevolutionaryspirit, Nueva York, Octagon Books, 1965, passim. 40 LosseñoresdelpoderylademocraciaenEspaña güedad asillonélarévolution», escribía Claude Mossé1. Y la verdad es que, desde que algunos de sus intérpretes convirtieron la Germania de Tácito en uno de «los libros más peligrosos» de la historia2, los desastres sobrevenidos eligiendo modelos equivocados (Esparta), o a una peculiar interpretación de esos modelos, y articulados con el culto a los sacrificios ofrendados en el altar de una supuesta virtud germánica ancestral, fiera y severa, austera e incorruptible, no han sido menores, como señaló Aulard hace más de un siglo3. Clásicos o modernos, este discurso está cosido con ejemplos de situaciones y personajes fuera de los españoles. Comparaciones que se han formulado con una intención referente, que no concluyente. No son parte de la trama central del relato. Como el paisaje en los cuadros flamencos renacentistas, buscan ganar perspectiva, sin mayores pretensiones demostrativas. A veces, nos sirven para evitar descubrir Mediterráneos, colocando el caso español en su contexto general, más cerca de la imitación que de la invención u ocurrencia. En ocasiones, la reacción del forastero enfrentado a situaciones semejantes, nos ayuda a la reflexión, a cuestionarnos lo que deja de parecernos tan evidente y a formularnos preguntas alternativas. Eso es todo. Benigno Pendás, con sabiduría y buen sentido, me ha prevenido ante lo que podría entenderse como una interpretación edulcorada de la III República. No ha sido ésa la perspectiva y menos el objetivo de este texto. Soy consciente de que la República Francesa de antes de la II Guerra ha sido citada reiteradamente como ejemplo de parlamentarismo 1. C. Mossé, L’AntiquitédanslaRévolutionfrançaise, París, Albin Michel, 1989. 2. Ch. B. Krebs, Amostdangerousbook.Tacitus’s«Germania» FromtheRomanEmpiretotheThirdReich, Nueva York, W.W. Norton & Co., 2011. 3. A. Aulard, Étudesetleçons:quatrièmesérie, París, Alcan, 1904; y E. Rawson, TheSpartantraditioninEuropeanthought, Oxford, Clarendon Press, 1969. Unaexplicaciónamododeintroducción 41 alambicado y disfuncional1, amén de protagonizar escándalos de corrupción sonados, y no sólo del Partido Radical. La RépubliquedesCamarades2, es un libro jugoso, cuyo título da idea de una red de intereses políticos, mutuos pero no precisamente santos. Sin embargo, el propósito aquí con los ejemplos referidos a la III República no es buscar la ejemplaridad, sino iluminar una estrategia política enfocada en lo que los americanos llaman institutionbuilding, que parece ausente de la retina política de la mayoría de los republicanos españoles, quizá porque –nos enseña Tocqueville– nada esmásduroqueelaprendizajedelalibertad3. Una palabra acerca del significado de algunos términos delicados que inevitablemente salpican este texto. «Descubrir cómo “se llaman” las cosas en el contexto de un determinado sistema –nos advertía Richard Weaver– es el primer paso del conocimiento4.» Por eso, he procurado respetar el sentido que las fuentes dan a las palabras. Tarea difícil, cuando no imposible, por lo difuso, vaporoso, contradictorio, a veces, indefinido, casi siempre; y, sobre todo, porque, a lomos del tiempo, cabalgan las palabras para cambiar de significado. Así, por ejemplo, por «pueblo», los viajeros románticos quier[en]decirloscampesinos, nos aclara Mérimée5. Pero unos campesinos de estampa e imagen que apenas responden a la variedad del ciclo agrícola; mucho menos, a la complejidad del mundo rural. Para Borrow, por ejemplo, «pueblo» son loscampesinos,losarrieros,lospastores,a completar, quizá, con bandoleros y –en su caso, muy destacadamente– con los gitanos. Ese «pueblo» –y por la 1. B. Mirkine-Guetzevitch, Le Régime parlementaire dans les constitutionseuropéennesd’après-guerre, París, F. Alcan, 1934. 2. R. de Jouvenel, LaRépubliquedesCamarades, París, Slatkine Repr., 1979. 3. A. de Tocqueville, LademocraciaenAmérica, vol. I, Madrid, Sarpe, 1984. 4. R. M. Weaver, Lasideastienenconsecuencias, Madrid, El buey mudo, 2011, p. 178. 5. P. Mérimée, ViajesaEspaña, Madrid, Aguilar, 1988, p. 155. 42 LosseñoresdelpoderylademocraciaenEspaña misma época– es también populus, y ahí sí coincide su significado clásico con las guerrillas que hostigaban a los imperiales franceses o a los liberales, años después. Con algo más de dificultad es posible añadirle a los menestrales de barriada, el mob de Londres o thecrowd en Rudé, la «turba» en colère, que protagonizaba revoluciones y asediaba palacios. Sin embargo, ese «pueblo», siglo y pico más tarde, ya son sólo los trabajadores; aunque no todos. Trabajadores eran sólo los que realizaban tareas físicamente exigentes: en el Madrid de la Guerra, para camuflarse, no bastaba con hacerse con un «mono» de trabajador, porque, con frecuencia, los milicianos exigían comprobar manos encallecidas por el trabajo1. Trabajadores eran, pues, jornaleros del campo y, sobre todo, obreros industriales; esos a los que, un siglo atrás, Mérimée encontraba indignos de tal condición popular por su vulgaridad y uniformidad. En el otro extremo del paradigma social, la noción marxista de «burguesía» lleva en la virtud de su precisión el pecado de su limitación. En tanto que entender por «burguesía» a aquellas gentes de formación y estilos de vida urbanos o urbanizados abarca un conglomerado social variopinto, a veces contradictorio, casi siempre heterogéneo en sus intereses y actitudes. En el mundo de ayer, la brocha gorda social ayuda algo a la distinción. De modo que cuando el secretario en las Cortes de Julián Besteiro anotaba en su dietario que laburguesíahabíadesaparecido de las calles de Madrid y Barcelona en guerra, quería decir que el atuendo de corbata, sombrero y zapatos se había borrado del paisaje urbano. Una identificación que en el mundo de «marcas» de nuestros nietos se nos haría hoy mucho más difícil. El texto que aquí se ofrece está infestado de referencias, pero he intentado encastrar lo que nos dicen las fuentes en el discurso de este ensayo y he procurado reducir la literatura del aparato crítico a su mínima expresión, para que pueda leerse sin apenas bajar los ojos a las notas. Las fuentes prima1. Apud C. Dardé, entrevista con el autor, de julio de 2012. Unaexplicaciónamododeintroducción 43 rias, manuscritas o impresas, van en cursiva; las secundarias, aparecen entrecomilladas: con el propósito de subrayar la diferencia entre testimonios y «opiniones» o «demostraciones». Muchas personas que han revisado este ensayo, a distintas alturas y en diversas versiones, me han hecho multitud de observaciones y correcciones, casi siempre atinadas. El homenajeado al inicio de este trabajo me pidió mayor claridad en el propósito del mismo y a ello he dedicado esta introducción, aunque sigo convencido que este libro no debe aventurar conclusiones. Bastará con haber logrado enhebrar algunas reflexiones que estimulen preguntas y provoquen debate. En el Seminario de Historia que preside y anima Santos Juliá en la Fundación Ortega, junto con José Álvarez Junco y Mercedes Cabrera, se me hicieron demoledoras observaciones a un primer borrador de este ensayo. He procurado recoger muchas de ellas y, de resultas, le he dado la vuelta al texto, organizándolo de manera sincrónica, aunque me temo que con ello pague un peaje teleológico que pudiera desvirtuar su sentido y adulterar mi propósito. Porque la realidad, al menos la realidad de la política, no es una película. Más bien, son fotogramas superpuestos –«aquí y ahora», como piensan y actúan los políticos– con los que nosotros articulamos exposiciones e incluso nos atrevemos a dar explicaciones, interesantes, a veces, aunque, al menos, tan discutibles como plausibles. En Historia, decía Prescott, esraramenteadmisibleelusodeuntérminomáscontundentequeeladverbio«probablemente». El Profesor Ben-Ami nos ha regalado el prólogo. Jugoso e inquisitivo, como todo lo suyo. Shlomo Ben-Ami aúna a un conocimiento e inteligencia sobresaliente, el plus de percepción que presta haber vivido la realidad. Porque es de esos historiadores que, como Constant, Cánovas o Churchill, además de reflexionar sobre el poder, se ha atrevido a ejercerlo. José Manuel Cuenca Toribio ha corregido el texto con la paciencia que le presta su generosidad y con la garantía que le da un conocimiento exhaustivo de las fuentes. Juan Francisco Fuentes me ha alertado sobre referencias 44 LosseñoresdelpoderylademocraciaenEspaña históricas relevantes, en relación a conflictos civiles y exilios. Víctor Morales Lezcano me ha ayudado a enfocar con propiedad el tema de Marruecos que conoce al dedillo. El Doctor Carlos Dardé, otrora discípulo, hoy maestro, ha aportado referencias muy oportunas al texto y me ha sugerido acertadas variantes en cuanto a la organización del mismo. Aurora Nacarino Brabo me ha ayudado a precisar ciertas referencias. Andrea Donofrio me ha encontrado y corregido citas, a veces complicadas, y ha revisado el texto con acierto y paciencia. Los bibliotecarios de la Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón me han facilitado, con celeridad y dedicación, bibliografía de difícil acceso, en ocasiones. Mi editora, María Cifuentes, ha desplegado comprensión y demostrado paciencia en unas dosis que sólo la amistad de varias generaciones puede explicar. Por fin, mi mujer, Carmen Spottorno, ha soportado el trabajo y mejorado su resultado con preguntas y aclaraciones llenas de buen sentido. Como no podía ser menos, lo que resta son errores propios de mi torpeza y fruto de mi cosecha. Edición al cuidado de María Cifuentes Publicado por: Galaxia Gutenberg, S.L. Av. Diagonal, 361, 1.º 1.ª A 08037-Barcelona [email protected] www.galaxiagutenberg.com Círculo de Lectores, S.A. 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