Shakespeare en el cine. Relecturas de la historia Graciela C. Sarti

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Shakespeare en el cine. Relecturas de la historia
Graciela C. Sarti
UBA - UNTREF
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Resumen:
Un punto clave de abordaje del teatro shakespeareano es su relación con la historia. Se
destaca netamente allí un corpus de obras consideradas “dramas históricos”, bien que
las grandes tragedias, en la mayoría de los casos, apelan también a referentes históricos
resignificados. Este trabajo de reinvención proporciona argumentos contrapuestos
respecto de una posición del dramaturgo frente a la historia: argumentos que van desde
el contraste con un trasfondo medieval en crisis, a la visión desangelada de un mundo ya
moderno y a la puntualización de conflictos propios del entorno isabelino.
Material tan rico no ha sido un atractivo menor del constante diálogo entre este teatro y
el cine: si Shakeapeare es la fuente literaria más transpuesta, sus piezas históricas y sus
diversas lecturas de la historia no son un punto menor de esta confluencia. Desde el
lejano Rey Juan del cine primitivo, a la renovación del interés en Shakespeare a partir
del inesperado éxito del Enrique V de Kenneth Branagh, puede pensarse en un mosaico
de posibilidades respecto del vínculo entre cine e historia: la reposición de la propuesta
de J. Kott respecto de la historia como Gran Mecanismo en las piezas sobre grandes
tiranos (Macbeth, Polanski; Ricardo III, Loncraine); la épica resignificada en el
contexto de la Segunda Guerra Mundial por Olivier pero, también allí, la representación
de la historia como acto de narración y recreación; finalmente, el contraste entre ese
discurso recreado y hegemónico y el dolor de las historias personales en la versión del
Falstaff de Welles. Es propósito de este trabajo analizar algunas de estas perspectivas,
con especial atención a este último caso y a la posibilidad de visualizar el cine de
transposición shakespeareana como medio privilegiado, no ya de narrar La historia, sino
de replantear su definición y sentido.
Palabras clave: Shakespeare - cine - Historia - relecturas
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Shakespeare en el cine. Relecturas de la historia
El vínculo entre la obra de Shakespeare y el cine es tan viejo como el cine
mismo. Desde la lejana trasposición del Rey Juan en 1899, al revival shakespeareano de
los años '90, a partir del inesperado éxito del Enrique V de Kenneth Branagh, las piezas
del gran dramaturgo han sido objeto de todo tipo de relecturas fílmicas.
Si tomamos las categorías con que Sergio Wolf tipifica los modelos de
transposición de la literatura al cine -desde lo que llama “fidelidad insignificante” al
“texto reinventado” o la “versión no declarada” (2001, 89-157)-, múltiples ejemplos de
obras de Shakespeare procedentes de diversas filmografias, pueden ser invocados para
ilustrar todas y cada una de las variantes. Por lejos, Shakespeare es el autor literario más
transpuesto y releído por el cine. Se respeta su texto o se lo recrea; se sostienen sus
ubicaciones de época y localizaciones o se las altera; se seleccionan algunas de sus
acciones o personajes, ya en clave trágica, cómica, musical, bélica, de suspenso u otras.
A esto se suma la multitud de referencias shakespeareanas, que no transposiciones, que
el cine y otras producciones culturales citan continuamente -por caso, la apropiación de
la frase band of brothers, tomada de Enrique V, y reutilizada en variados contextos del
género bélico-.
En este voluminoso corpus de transposiciones, las llamadas obras históricas
ocupan un espacio de importancia. Son piezas que permiten, desde el teatro isabelino, o
bien recrear condiciones de la historia del presente, o bien repensar el texto histórico
mismo, las condiciones en que este deviene relato legitimado y el papel que esos actos
de representación y discurso juegan en esta legitimación.
Sería útil hacer algunas consideraciones previas. En primer lugar a qué se
considera dramas históricos en la obra de Shakespeare. Entra en este grupo una serie de
obras dedicadas a la historia inglesa no demasiado lejana del presente del autor;
especialmente, el conjunto que, iniciado con La primera parte de Enrique VI (1591),
culmina en el estreno de Enrique V (1599): obras que reponen un siglo de la historia
medieval de la isla, con la inclusión de algunos de los avatares de la Guerra de los Cien
Años, sostenida contra la corona francesa, y el dilatado conflicto civil llamado Guerra
de las Dos Rosas (1455-1485). A este conjunto se suman El Rey Juan y Enrique VIII,
obra esta última escrita tardíamente y en colaboración.
En verdad el vínculo de Shakespeare con la historia excede la consideración
de estas obras. Tanto Macbeth como Rey Lear ficcionalizan sobre la existencia de
personajes reales, así como Coriolano, Tito Andrónico o Julio César. Sin embargo,
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estas últimas enlistan en el grupo de las Grandes Tragedias. ¿Qué permite hacer esta
distinción? Unas y otras dialogan con temas profundos: la esencia del poder, la
ambición, el crimen, la dificultad para distinguir lealtad de traición, los valores
quebradizos. Pero, mientras que las recién citadas se ubican en un pasado lejano, las
consideradas propiamente históricas asientan en una historia que se visualiza
medianamente reciente, y con efectos en el presente de producción. Además, hacen de
la construcción del relato de ese pasado, uno de sus ejes fundamentales.
La bibliografía ha releído este corpus desde diversos ángulos. ¿Añora
Shakespeare, en los finales del siglo XVI, la jerarquía armoniosa de un cosmos político
medieval, metaforizado en “la Cadena del Ser” (Tillyard, 1984, 46 y ss.). ¿O bien señala
con gesto moderno, la historia misma como asunto trágico por excelencia, escenario
irremediable de esa lucha encarnizada y criminal por el poder que Jan Kott alegoriza
como “Gran Mecanismo” (2007, 37 y ss.)? La dificultad de la interpretación radica en la
ambigüedad de las obras mismas, cargadas de posibles lecturas dicotómicas. Los textos
se ofrecen tanto desde lo discursivo como desde lo performático y lo espectacular, como
debates posibles sobre el contraste entre el trasfondo de un mundo medieval en crisis y
la visión pesimista de una época ya moderna, con la necesaria puntualización de
conflictos específicos, propios del entorno isabelino. Ante todo, está la cercanía de un
siglo que proyecta sus disensos de modo señalado sobre el presente del autor y su época.
Luego, un diálogo con lo histórico, propiamente dicho, que ha sido objeto de múltiples
reflexiones: en los extremos, la lectura modernizante de Kott en el sentido de un
desplazamiento de lo trágico, del personaje, al concepto de la historia misma, frente a la
concepción de quienes subrayan la no contemporaneidad del autor, sus resabios
medievales. Pero, también, el señalamiento de Borges: “Menos escrupulosa y crédula
que la nuestra, la época de Shakeapeare veía en la historia un arte, el arte de la fábula
deleitable y del apólogo moral, y no una ciencia de estériles precisiones” (1996, 136).
En unos u otros, hay sin embargo un consenso generalizado: Shakespeare ha releído la
historia utilizando sus fuentes -las crónicas de Halle y Holinshed, entre otras-, de modo
muy libre y en función de un efecto dramático. Pese a esto, más allá del desapego al
dato exacto, estas piezas están cargadas de reflexiones respecto del proceso histórico, su
construcción y su sentido.
Enrique V ocupa un lugar particular en este contexto. Es, por lejos, la pieza
más patriótica del dramaturgo, la que porta mayor carga épica y triunfalismo. Sus
arengas son famosas; sus batallas, asunto para despliegue espectacular, con el trasfondo
de un tema halagador para la cultura inglesa: la conquista de Francia, culminada en la
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batalla de Agincourt. Sin embargo, Enrique V no es un texto plano, ya que al mismo
tiempo devela algunos de los mecanismos de poder: las verdaderas razones para la
guerra aparecen en el diálogo inicial del primer acto, entre los arzobispos de Canterbury
y Ely, y poco tienen que ver con posturas patrióticas, sino con intereses sectoriales que
se pondrán inmediatamente en juego para convencer al rey. Por otro lado, subraya
contrastes humanos: para transformarse en un rey respetable, justo y exitoso, el joven
Harry debe abandonar a sus viejos amigos y compañeros de juerga. Finalmente, en
medio de la campaña militar, acaba dictando sentencia de muerte contra uno de ellos,
Bardolf. El contrastre mayor es, naturalmente, con la colosal figura de Falstaff. El viejo
bribón, líder de andanzas juveniles, muere de pena en el comienzo de la obra, tras el
rechazo y la humillación sufridas al finalizar La segunda parte de Enrique IV. Como
bien sabemos, esta contrafigura del héroe era un personaje amado por el público inglés,
que había seguido sus andanzas a lo largo de varias obras y esperaba su reaparición en
escena. Sobre este personaje, la bibliografía ya canónica es abundante. En ella se señala
la necesidad dramatúrgica de eliminar a Falstaff en el primer acto de esta obra, habida la
conversión y el protagonismo que debía asumir el nuevo rey.
Ante todo, entonces, una transposición de estas piezas, ha de optar entre estos
términos contrapuestos, eligiendo qué facetas ocupan el primer plano. El trabajo de
transposición, como el de la puesta en escena de una obra teatral, es siempre una
cuestión de selección de relieves, de planos. Es propósito de este trabajo oponer dos
versiones fílmicas sobre piezas dramáticas de Shakespeare que, si bien abordan el
mismo asunto, y no son demasiado lejanas en el tiempo, representan dos miradas
contrastadas sobre la construcción del relato histórico.
¿Por qué se ha interesado el cine en estos personajes? ¿Qué lectura de la
historia ha tomado de allí? En 1944 se filma Enrique V, de Laurence Olivier. El éxito
fue clamoroso y los premios, destacados: en 1946, Olivier recibe un Oscar -premio
especial- por esta película y nominaciones como productor y actor principal, así como
nominaciones para la música de William Walton y el diseño de arte de Paul Sheriff y
Carmen Dillon. Es que en esta obra se cifraban hechos recientes y su épica confluía con
otra épica epocal: el final de la Segunda Guerra Mundial. Efectivamente, la arenga “otra
vez por la brecha”, con que el joven rey alentaba a su ejército en el norte de Francia,
ante el puerto de Harfleur, fue recitada por Olivier para la tropa acantonada que
preparaba el desembarco de Normandía. Con lo que los versos “¡Otra vez por la brecha,
queridos amigos, otra vez/ o tapiemos la muralla con nuestros ingleses muertos!” (Acto
III, escena I) se resignificaban como revancha de la derrota y el retiro de Dunkerque y
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como reivindicación del papel de Inglaterra en la resistencia contra el avance alemán en
Europa. Este ángulo de lectura está patente en el film, pero no es el único. Es la
superficie.
A. Stott ha destacado el diálogo que la película entabla con las nociones de
historia e historicidad, en la selección y el subrayado de algunas escenas particulares
(1999). La historia como fruto de una construcción y una interpretación, no fijadas a
priori, aparecen como trasfondo del discurso principal. En ese sentido, se vuelve crucial
el tratamiento de la escena de lectura de los supuestos derechos del rey inglés sobre el
trono de Francia. El texto, de por sí paródico, se potencia en la enunciación de un
emisario que confunde los papeles, los deja caer, tartamudea su incomprensible fárrago
de “documentos”, para terminar concluyendo que resulta “clara como el día” esta
pretensión, que fundamenta la inminente invasión. El rey observa, divertido, esta farsa
sobre sus discutibles derechos al trono de Francia y a la inminente campaña militar.
A este juego se suman los niveles discursivos que propone el film. Si la
historia es relato y construcción, la película indaga sobre los lenguajes posibles que la
encarnan. Se inicia con la reposición del ámbito de representación, el Teatro del Globo,
con su escena y sus detrás de la escena, y la presencia del Coro, tal como lo escribió
Shakespeare, personaje que introduce la acción y su lectura heroica, llamando a la
complicidad del espectador.
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Pero luego cuando la trama de la guerra avanza, y se desata la campaña
militar, se pasa al verosímil fílmico por mediación de otro acto de representación, la
pintura. Y la cita es a algunos frisos medievales y, sobre todo, a las miniaturas de los
Hermanos de Limbourg (siglo XV), cuyos castillos y paisajes brindan los fondos de
algunas matte painting.
Estos fondos se corporizan en tercera dimensión en algunas escenas de
talante alegre, cortesano, como las que tienen por protagonista a la princesa Catalina, la
futura reina de Francia e Inglaterra. Tonos pastel y castillos de ensueño para la dama y
su entorno.
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Para las escenas épicas, en cambio, se guarda una resolución no pictórica,
dejando al juego del montaje y el movimiento de cámara el peso de la acción y de la
construcción de sentido. Así, la memorable escena de la arenga en Harfleur, donde al
sonido constante del mar, que nos recuerda el acto de desembarco, se sobrepone la
dicción vibrante de Olivier y una cámara que se eleva desde un plano americano del rey
a caballo, hasta una posición en picado que lo incluye entre su tropa: las palabras
convencen, abrazan a los subordinados. La escena se resuelve con el ingreso del tropel
de soldados corriendo hacia la brecha, todos-uno tras el discurso real.
El teatro dentro del cine -al que se vuelve en la última escena-, la pintura, el
dispositivo cinematográfico, confluyen en la construcción de una historia que fagocita
otras, menores: las dudas de los soldados y del propio rey la noche previa a Agincourt,
el desastrado final de la vieja pandilla de amigos, la humillación de Falstaff, todo se
subsume en el acto celebratorio final. La película por n lado selecciona los aspectos más
positivos de protagonista; por el otro, subraya la ficcionalidad del discurso histórico al
tiempo que lo reivindica en una épica resemantizada. Hoy, como ayer; el espíritu de
esos gloriosos ancestros renace en nuestros días.
Opuesto es el discurso que encontramos en Campanadas a medianoche
(Chimes at midhight, 1966) de Orson Welles. Obra atípica que elige, como Olivier y
otros, respetar la palabra de Shakespeare, pero instaura un recorrido particular, un acto
de ensamblaje que se constituye en profunda relectura. Welles no elige una obra, elige
un personje, Falstaff. En función de esa elección retoma La primera parte de Enrique
IV y La segunda parte de Enrique IV, y tan sólo el comienzo del Enrique V; es decir,
todo aquello que compete al personaje del gran bufón, del viejo lord borrachín venido a
menos y su filosofía antiheroica.
La película fue filmada en España, en escenarios naturales y en blanco y
negro. Naturalmente, quien encarna a Falstaff es el propio Welles que años atrás había
asumido la heroica filmación de Otello en una clave comparable: personajes que
nacieron del teatro shakespeareano pero que luego fueron retomados por Verdi,
influencia no menor en Welles. No porque haya elegido una transposición operística,
sino por cierta acentuación del pathos en tanto que personajes. Una y otra vez lo ha
señalado la crítica, enamorada del personaje: sir John Falstaff, truhán, estafador y ladrón
de poca monta, cobardón y ruidoso, que opone al discurso del honor el elogio de la
botella de jerez, en suma, la antítesis del caballero, muere por amor. Ama al príncipe
como a un hijo, se siente “hechizado” por su figura -”¡Que me cuelguen si el tunante no
me ha dado algún filtro que me obliga a amarlo!”, declara-, y no sabe ver las señales
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inequívocas de que éste es, en realidad, una buena ejemplificación de El Príncipe de
Macchiavello , influencia más que evidente en estas obras históricas. La elección de
Welles será la de acentuar este amor no correspondido.
Ya los títulos se presentan de un modo peculiar: sobre un fondo de paisaje
bélico se recortan imágenes de ahorcados. Si este film nos va a hablar desde la historia
de un personaje, lo particular se recorta sobre el trasfondo de la gran historia como tapiz
amenazador, cruel.
También aquí se recurre a la evidencia del recurso narrativo, al relato dentro
del relato y al teatro dentro del cine, pero por partida doble y de juego de opuestos.
Previo a los títulos, Welles elige iniciar su película extrapolando la escena segunda del
acto III de La segunda parte de Enrique IV. Allí, Falstaff dialoga con dos viejos jueces
de paz, Shallow y Silent, a quienes está a punto de estafar. La escena tiene un tono bufo,
de burla del discurso de estos personajes torpes que recuerdan los viejos días, lo mucho
que han visto: “Hemos escuchado las campanas a medianoche”. Pero en la versión
fílmica el tono cambia, se vuelve melancólico. Falstaff y sólo uno de los viejos caminan
por un paisaje nevado y desnudo. Entran a una cabaña modesta, se sientan a la luz del
fuego. A partir de aquí, el recuerdo de los grandes días, y de las campanas a
medianoche, se transforma en marco del relato. Leeremos la conmoción política que se
narra de inmediato, las batallas, las intrigas palaciegas, como parte de este recuerdo de
dos viejos junto al fuego. Es una lente.
Luego, entre las andanzas de Falstaff y su adorado Harry -o Hal, como también
lo llama cariñosamente-, la escena de teatro dentro del teatro, de la que Welles saca el
mayor partido posible. El escenario es un burdel. Un delegado de la corte viene a
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amonestar al príncipe y lo conmina a presentarse en palacio. Tras su partida, Falstaff
propone representar el futuro encuentro entre padre e hijo: es una burla, pero también un
juego de espejos. Falstaff, que ama a Harry como un padre, simula ser su padre el rey,
con un almohadón o un cacharro por corona, entre las risas de todos los presentes.
Aprovecha la ocasión para hacer el elogio de sí mismo, el mejor compañero que ese hijo
puede tener. Luego, intercambian papeles. Allí Hal hace una diatriba contra Fasltaff, la
escena culmina con una orden real: “Lo destierro”. La burla es prolepsis y el juego se ha
vuelto serio. El cruce de miradas, el cambio en las voces, repentinamente serias,
anuncian el rechazo final, que llevará a la muerte del viejo sir John.
Entretanto, el film selecciona también aquellas escenas donde el futuro rey,
tras reencontrarse con su padre enfermo, demuestra su ambición al apropiarse antes de
tiempo de la corona, y recibe, ahora sí, las lecciones de astucia política de las que se ha
hecho merecedor: mantener desunidos a los enemigos y también a los aliados, fortalecer
el poder mediante un conflicto externo; nada más alejado del mundo de sir John.
Tras la humillación pública, la escena final. Falstaff muere y asistimos a su
modesto sepelio, contra el fondo de un paisaje desnudo y barroso. La cámara en picado
toma la carreta que lleva sus restos, empequeñeciéndola. Mientas esto sucede,
escuchamos la voz de John Gielgud, quien había encarnado a Enrique IV y ahora lee un
fragmento de las crónicas de Holinshed: justamente aquél que ensalza la gloria de
Enrique V, el esplendor de sus conquistas, sus virtudes de soberano, su generosidad en
la amistad. Efecto anempático, si es que puede extrapolarse el concepto a esta
confrontación de imagen y palabra. Al tomar la fuente histórica primaria de
Shakespeare y contrastarla con la caída del personaje individual y popular –¡y ni nadie
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más individualista y popular que Falstaff!-, el guión ironiza, potencia el texto fílmico en
un gesto también muy “shakespeareano”. La toma se cierra, desplazándose hacia arriba,
en un paisaje de murallas almenadas: economía de recursos sumamente efectiva, para
cifrar ese poder que cierra sus bastiones y establece el texto histórico. La voz de
Gielgud es ahora la de LA Historia, que construye sus certezas y valores fagocitando los
relatos y las vidas de quienes han creído ser participes y testigos de grandes cosas, de
grandes días. Y su hegemonía ya no se justifica en heroicidad alguna, es pura
practicidad vuelta razón de estado.
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