Los hijos de la dictadura: construir la historia con ojos de niño

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Letras N° 49: 205-217, 2011 Los hijos de la dictadura: construir
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Los hijos de la dictadura: construir la historia con
ojos de niño
Sons of the Dictature: Constructing History with Child’s eyes
Lorena Verzero
lorenaverzero@gmail
Universidad de Buenos Aires - CONICET
En el marco de las actuales reconstrucciones de los años 70, el campo teatral ha demostrado una especial puesta en práctica de mecanismos para evocar la militancia,
la tortura, el exilio, la apropiación de bebés y la desaparición de personas. Se ponen
en práctica diferentes lenguajes escénicos, que otorgan distintas funcionalidades a
dispositivos teatrales y documentales, y participan de las disputas por la memoria
desde posicionamientos simbólicos divergentes. En este contexto, proponemos una
lectura diacrónica de tres obras en las que la focalización está colocada en el punto
de vista infantil.
El hombre de arena (El Periférico de Objetos, 1992), La Chira (El lugar donde conocí
el miedo) (Ana Longoni – Ana Alvarado, 2004) y Mi vida después (Lola Arias, 2009)
ofrecen reflexiones sobre la pérdida de identidades heredadas y la construcción de
identidades nuevas en la figura del autómata y la escritura en primera persona. Las
obras permiten delinear un arco que tendría inicio con lo siniestro como expresión
del pasado y terminaría con la experiencia del juego como motor de la construcción
del presente y del futuro.
Palabras claves: Teatro, punto de vista infantil, identidades.
In the context of the current reconstructions of the ‘70s, the theatrical field has shown
a special practice of mechanisms to evoke militancy, torture, exile, ownership of babies
and disappearance of persons. Different scenic languages are applied, which offer different functionality to theatrical and documentary devices, and participate in disputes
for memory from divergent symbolic positions. In this context, we propose a diachronic
reading of three works in which the focus is placed on the child’s viewpoint.
El hombre de Arena (The Peripheral Objects, 1992), La Chira El lugar donde conocí el
miedo) (Ana Longoni - Ana Alvarado, 2004) and Mi vida después (Lola Arias, 2009)
offer reflections on the loss of inherited identities and construction of new identities
in the figure of the automaton and writing in first person. The works permit to draw
an arc that would begin with the uncanny as an expression of the past and would
with the experience of the game as a drive of construction of the present and future.
Keywords: Theater, identity, children’s point of view.
Recibido: 30 de mayo de 2011
Aprobado: 29 de agosto de 2011
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En este ensayo nos proponemos reflexionar en torno a los modos en que
el punto de vista infantil incide en la construcción de la historia argentina de
los años setenta en tres obras de teatro que se realizan en tres contextos
sociopolíticos perceptiblemente diferenciados: El hombre de arena (1992),
de El Periférico de Objetos; La Chira (El lugar donde conocí el miedo) (2004),
de Ana Longoni, con dirección de Ana Alvarado; y Mi vida después (2009)
de Lola Arias. Desde estéticas muy distintas, estas obras se presentan como
un teatro material en el que la mirada infantil es un generador de imágenes
del pasado y de sentidos asociados a ellas. Además, quienes realizaron las
dos primeras obras eran preadolescentes durante la dictadura, mientras que
Mi vida después es producto de la generación de los “hijos” que no tienen
recuerdos propios de esos años. Estas piezas nos permiten establecer un arco
que tendría inicio con lo siniestro como expresión de la pesadilla del pasado y
terminaría con la experiencia del juego como motor de la construcción tanto
de la historia como del presente y del futuro.
Estas obras ofrecen, en última instancia, reflexiones sobre la construcción
identitaria a partir de las cuales es posible establecer un arco paralelo al
anterior, que tendría origen en la figura del autómata que en El hombre de
arena pone en tensión la noción de subjetividad y concreta una disrupción
del sujeto a partir de su pérdida de identidad, y finalizaría en Mi vida después
con la escritura en primera persona como vehículo de cuestionamiento de
las identidades heredadas y construcción de otras nuevas.
La adopción de un punto de vista infantil para la construcción de la historia
reciente en Argentina es un recurso que también ha sido implementado en
otro tipo de obras. Tal es el caso de Los rubios, film de Albertina Carri (2003);
La casa de los conejos, novela (según se autodefine el mismo texto) de Laura
Alcoba (Buenos Aires, Edhasa, 2008); la novela Historia del llanto, de Alan
Pauls (Barcelona, Anagrama, 2007); o los cuentos del libro El principio del
terror, de Diego Fischerman (Buenos Aires, Mondadori, 2010).
En muchos de estos casos los materiales autobiográficos se exponen en
un entramado de dispositivos textuales, escénicos o visuales que ostentan
la reflexión en torno de los límites entre ficción y realidad, presentación y
representación.
Mi vida después y Los rubios constituyen dos casos modélicos en este
sentido1. De la misma manera, resultan paradigmáticos en la construcción
de una mirada infantil que pone de manifiesto la búsqueda de las propias
identidades. Como consecuencia de ello, en ambas el presente se antepone
a la representación del pasado.
En las tres piezas que tomamos en esta oportunidad, una incomodidad
con el presente, ya sea en la forma de cuestionamiento, duda, crítica o
desconsuelo, es el motor de exploración de zonas en las que interactúan
1  No
nos detendremos en este punto, pero remitimos a otros ensayos donde hemos
ahondado al respecto: sobre Los rubios, Lorena Verzero, 2009; y sobre Mi vida después,
Verzero 2010.
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Lorena Verzero
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memoria e historia, y en las que coexisten diversas temporalidades. Para
ello se recurre a dispositivos y lenguajes escénicos que tienen en común la
adopción de una percepción infantil en la que se ponen en juego distintos
modos de experiencia. Estas piezas se dejan interrogar por elementos del
pasado que son interpelados a partir de su materialidad. La reflexión sobre el
presente convoca a una construcción material del pasado que revierte en una
nueva reflexión sobre el presente, en la que este se demuestra necesitado
de nuevas respuestas a interrogantes que o bien no han sido abordados o
bien solo han obtenido respuestas desde la lógica dominante.
El pasado como pesadilla
En 1992, cuando los años setenta aún no ocupaban un lugar central entre
las temáticas aludidas desde la escena, El Periférico de Objetos montó El
hombre de arena, basada en el cuento homónimo de E.T.A. Hoffmann. Es la
tercera obra del grupo, que ya se estaba instalando en el campo teatral con
su trabajo con objetos para un público adulto. Aunque su repercusión mayor
se dio con Máquina Hamlet (1995), a partir de la segunda pieza estrenada,
Variaciones sobre B (1991), ya era posible reconocer el objetivo de descentrar
la mirada del espectador y establecer un nuevo ordenamiento de los signos
escénicos a partir de la disociación entre el manipulador y el objeto.
Si bien el referente histórico no estuvo presente en el proceso de creación escénica de El hombre de arena, la obra fue leída como metáfora de los
desaparecidos por la última dictadura. “Los muertos –dice Daniel Veronese–
querían aparecer a la luz para contar su historia”.
En esta obra, cuerpos muertos son recurrentemente desenterrados por
viudas. Las viudas exhuman cuerpos, sacan a la luz aquello que debía permanecer oculto. La pieza no tematiza la desaparición de personas durante la
dictadura ni en general ni en particular, pero en la representación del horror
universal es posible observar la particularidad de la historia argentina de
los años setenta e, incluso, por sinécdoque, historias privadas. Historias de
madres, de abuelas, de familiares, de desaparecidos.
Las muñecas antiguas, autómatas, unas veces con la cabeza ahuecada y
otras con las cavidades oculares vacías, son manipuladas por cuatro titiriteros vestidos de viudas. Estas (sean titiriteros hombres o mujeres2), vestidas
de negro, con un tul que les cubre la cara, no se ocultan, no se disimulan.
Son parte fundamental de la escena. Se vinculan con los muñecos a través
de un contacto corporal que no solo consiste en manipularlos, es decir, en
establecer una relación de dominación, sino en convertirse por momentos
en objetos de los muñecos.
2  Los
actores-manipuladores eran: Emilio García Wehbi, Román Lamas, Ana Alvarado y
Graciela Díaz. La dramaturgia y dirección fue de Daniel Veronese y Emilio García Wehbi;
la música, de Cecilia Candia; la iluminación, de Jorge Doliszniak, y la producción, de El
Periférico de Objetos. La obra se estrenó en el teatro Babilonia de la ciudad de Buenos Aires
y contó con una subvención de la Fundación Antorchas.
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La cercanía del manipulador al objeto manipulado posibilita técnicamente
una mayor precisión en los movimientos de este último. Los muñecos, entonces, cobran vida. Los autómatas les hablan a los manipuladores, les dicen
cosas al oído, y estos desarrollan un vínculo afectivo con ellos. Lo siniestro
que emerge de la animación, de la subjetivización de los muñecos, se potencia
con la actuación de los manipuladores y, más aún, con su objetivación. Es
decir, el manipulador no solo actúa, sino que en el vínculo que entabla con
su muñeco este último cobra vida y la relación sujeto-objeto se invierte.
La ruptura de la convención del espectáculo de títeres quiebra el espacio
de lo lúdico que puede consignar el trabajo con objetos (y que se daba en
la primera obra de El Periférico, Ubú Rey (1990), dirigida por Emilio García
Wehbi). La técnica depurada de manipulación a través de la cual se mantiene
el pacto de lectura del espectáculo de títeres –esto es, observar a un objeto
que es manipulado por una persona que se oculta– produce un efecto de
distanciamiento que permite al espectador sumergirse en el juego escénico
sin entrar en conflicto. En la medida en que esos roles son quebrantados, la
tranquilidad del lugar de espectación se fractura y emerge la primera instancia
de lo siniestro. Lo siniestro –que según analiza Freud (1989) en relación al
cuento de Hoffmann en un texto que es la segunda fuente de la obra– se
origina cuando se diluyen los límites entre la fantasía y lo real, cuando algo
propio del universo de lo fantástico aparece como realidad y, más aún, en
la recurrencia de esa aparición, en el retorno involuntario a un mismo lugar.
Lo siniestro, que estaba ya bosquejado en Ubú Rey, en El hombre de
arena se profundiza y se instala como elemento diacrítico de la estética del
grupo. En esta obra, lo siniestro se potencia en la acción por parte de los
manipuladores de echarles tierra en la cara a los muñecos, del mismo modo
que la leyenda que se relata en el cuento de Hoffmann (2002): “[El hombre
de arena] es un hombre malo que viene a buscar a los niños cuando no
quieren irse a la cama y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos
llorar sangre. Luego los mete en un saco y se los lleva a la luna creciente
para divertir a sus hijos, que esperan en el nido y tienen picos encorvados
como las lechuzas para comerles los ojos a picotazos”. El mismo individuo
que recupera al muñeco de la muerte y le devuelve la vida es el hombre
de arena que le echa tierra en la cara para que le sangren los ojos y se lo
coman sus hijos para entretenerse. Esta ambivalencia en la que se descubren dos figuras en una representa la fragmentación del imago-padre, tal
como ha comentado Freud (1989). El hombre de arena pone en escena una
constelación de miedos infantiles, donde la pérdida del padre es una de las
figuras que con mayor densidad remiten a la historia social.
Podríamos pensar que esta pieza ejemplifica la imposibilidad de narrar el
horror a la que se refería Adorno en 1966 con su famosa sentencia respecto
del obligado silencio que debía proseguir a la barbarie de Auschwitz. Ya en
1933, Benjamin había diagnosticado la “pobreza de la experiencia” (165) que
siguió a la Primera Guerra Mundial. En la inenarrabilidad de la experiencia
y, por ende, en su pérdida, se engendra la crisis de la experiencia moderna.
El silenciamiento que recayó sobre cuestiones sensibles de los años setenta
responde, en alguna medida, a esta expropiación de la experiencia sufrida
durante la última dictadura militar.
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En El hombre de arena no hay palabra alguna que sea proferida. La historia no es aludida, sino que su representación, en todo caso, es parte de
un efecto de lectura. Como hemos dicho, aunque la experiencia del horror
no está en esta obra nombrada explícitamente, aparece evocada a través
de la interpretación de la pieza como metáfora de los desaparecidos. Esto
demuestra, entonces, que la inenarrabilidad ha comenzado a ceder. Sin
embargo, aún no ha aparecido la palabra.
Las imágenes alegóricas toman la forma de lo siniestro, del horror que no
puede ser representado, pero que sin embargo se filtra por los intersticios
de la representación. En la obra aparecen con fuerza las ideas del anonimato
y de la pérdida de la identidad. Estos autómatas, muñecos y titiriteros, han
perdido su identidad. Todos son parte de una maquinaria siniestra en la que
son convertidos en engranajes de una cinta sin fin de muerte y vida. En una
estructura recurrente motorizada por acciones automáticas, el sentido último de
la experiencia está dado por la posibilidad de “renacer luego de estar muerto,
[por] la necesidad de revivir para poder morir en paz” (Veronese 1999-2000).
La experiencia del miedo
Doce años después, y en un contexto político en el que desde el gobierno
se comenzaba a asumir la tarea de revisar la historia reciente, La Chira (El
lugar donde conocí el miedo) continúa creando una atmósfera oscura y extraña como espacio de un pasado que, aunque confuso y fantástico, ahora
es aludido explícitamente. El prólogo de la obra comienza así:
La Chira es un convite.
Un tratado secreto sobre la melancolía, aunque una
melancolía impiadosa consigo misma por su exceso. La
incorrección de decir lo que nunca pudimos decir.
La invención de la cosmogonía mágica y precaria de una
niña encerrada en un ropero (Ana Longoni 2010).
La posibilidad de enunciar “lo que nunca pudimos decir” da cuenta de un
nuevo orden social que se mostraba permeable a nuevos tipos de experiencia. El pasado excesivo y tenebroso, origen de la melancolía del presente,
es ahora nombrado.
Personajes extraños, un Hombre-Muerto, un Papá Noel embarazado o
una Prima-Bruja, que nunca se sabe bien qué vínculos tienen entre sí, encarnan acciones fragmentarias que describen el lugar donde la voz infantil
del Hermano Menor dice haber conocido el miedo: La Chira, una playa al sur
de Lima, en Perú. El pasado aparece como un extraño y siniestro lugar que
puede ser reconstruido pero que es imposible de ser narrado en un relato
sin fisuras. Juegos ceremoniales, reminiscencias de la infancia, rituales repetidos una y otra vez (como el juego con los vestidos, el de los huesos o
el de la botellita) son las acciones aprendidas que transportan los relatos
de manera fragmentaria a través de los cuerpos de estos niños, tal vez
ya preadolescentes. El lugar de enunciación está situado en el pasado. La
transmisión de la experiencia del pasado se revela imposible por fuera de la
mirada infantil que la transitó.
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Según Benjamin (1967), la poesía moderna, con Baudelaire en el centro3,
respondió al vaciamiento de la experiencia, planteado por él mismo y por
Adorno, “transformando esa expropiación en una razón de supervivencia y
haciendo de lo inexperimentable su condición normal” (Agamben 55). Esta
nueva forma de experiencia no se fundamenta en la búsqueda de un nuevo
objeto, sino “que implica por el contrario un eclipse y una suspensión de la
experiencia” (55). Un nuevo modo de experiencia se funda, entonces, en el
extrañamiento. La nueva experiencia del mundo se basa en lo inexperimentable, en la suspensión de la mirada corriente por el retorno a un estadio
anterior.
Así, la Modernidad fundó su sentido de la experiencia en la investigación
científica, en la búsqueda de una certeza, de una verdad, del conocimiento
como garantía de autoridad, para luego hacer estallar esa experiencia, generando la necesidad de una reversión a un estadio original. Para Agamben
(59-74), ese locus originario de la experiencia se asienta en la infancia del
hombre, en su existencia previa al lenguaje4. La preexistencia de la infancia
al lenguaje no es cronológica; lenguaje e infancia coexisten y se remiten
el uno al otro. La infancia es el límite del lenguaje que lo constituye y lo
condiciona, al tiempo que lo instaura como lugar donde la experiencia se
vuelve verdadera. Consecuentemente, la infancia es garantía incierta de
una verdad, destina al lenguaje a una verdad, y el lenguaje establece la
verdad como destino de la experiencia. El problema de la experiencia, como
el de la infancia, se convierte también en un problema de lenguaje: “Como
infancia del hombre, la experiencia es la mera diferencia entre lo humano y
lo lingüístico. Que el hombre no sea desde siempre hablante, que haya sido
y sea todavía infante, eso es la experiencia” (70).
Además, la experiencia instaura la escisión entre lengua y discurso. El
pasaje de la primera al segundo –dirá Agamben (80)– define la naturaleza
humana y, por tanto, la historia. El discurso es, entonces, el lugar donde
la experiencia se vuelve política. El momento del habla es el momento de
ruptura que convierte al hombre en un ser histórico y, por ende, político. La
recuperación del misterio de la infancia como modo de percepción no reducido permite la toma de conciencia del hombre de su condición histórica.
Así, la historicidad del ser-humano se afirma en un acto de ruptura, en la
enunciación como acto de afirmación pública: yo-hablo / yo-actúo. La afirmación pública de la potencia natural de actuación convierte a esa potencia
en una posibilidad social, la de vincularse con el otro, de intervenir en un
orden colectivo.
Si El hombre de arena puede concebirse en una dimensión en la que el
silencio cobra significación, en La Chira la palabra se vuelve discurso. En
3  Walter
Benjamin. “Sobre algunos temas en Baudelaire” (1939). 1967. 7-42; y “París,
capital del siglo XIX”. 1999. 171-190.
4  “La idea de una infancia como una ‘sustancia psíquica’ pre-subjetiva se revela entonces
como un mito similar al de un sujeto prelingüístico. Infancia y lenguaje parecen así remitirse mutuamente en un círculo donde la infancia es el origen del lenguaje y el lenguaje, el
origen de la infancia. Pero tal vez sea justamente en ese círculo donde debamos buscar el
lugar de la experiencia en cuanto infancia del hombre” (Agamben 66).
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Lorena Verzero
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ambas, el cuerpo se convierte en acción, en un instante en el que la historia
(privada y colectiva) se revela en un retorno a lo originario (a un estadio de
comunicación preingüística, en el que los cuerpos entran en conexión, se
reflejan y se potencian).
Como en la obra de El Periférico, el universo de La Chira gira en torno a
los miedos infantiles, pero mientras que la pérdida del padre constituía un
motivo central en la primera, aquí las figuras del padre y de la madre son
aludidas indirectamente, están desdibujadas (Longoni, en Maximiliano De
la Puente, 2010). Esta presencia-ausencia del padre es aún más notable en
el caso del Hermano Mayor, que está muerto y que solo el Hermano Menor
puede verlo. La presencia-ausencia construye la figura del desaparecido y
la experiencia del Hermano Menor expone la “tensión entre lo que se puede
ver y lo que no, lo que se puede decir y lo que no. Entre los personajes
circulan distintas versiones, algunas muy incorrectas con respecto al país,
en donde se juega incluso con el discurso oficial de la dictadura” (Longoni,
en De la Puente 2010).
Los miedos de los niños de La Chira recubren un abanico que va desde el
miedo a ser descubierto y que los maten, miedo a llegar y encontrar a papá
muerto “porque yo no estoy” (Longoni 9), hasta el miedo a que sobrevenga
una catástrofe, a que el cielo se ponga rojo o comience una guerra, miedo
a las masacres, miedos nocturnos, como el miedo a una jauría de perros…
El universo infantil es un espacio onírico en el que lo real es y lo irreal son
entidades indiscernibles. En la lógica de la pieza no se busca distinguir unas
de otras. La historia se construye en ese límite imposible de definir entre
lo que históricamente ocurrió y lo que ocurrió al interior del sujeto de la
experiencia.
De la misma manera, si bien se trabajó a partir de materiales autobiográficos y documentos de archivo5, en el proceso de creación estos fueron
entretejidos con elementos no biográficos aportados por todos los integrantes
del elenco6. El mundo de La Chira resulta, entonces, doblemente escurridizo: a la indeterminación entre lo real y lo irreal que construye un universo
fantástico, se suma la representación de unas situaciones que ocurrieron y
otras ficcionales. Las memorias de lo que fue y lo que no fue conviven, como
los espacios y los tiempos.
Entonces, en estas obras la construcción de una mirada infantil es vehículo
de la experiencia. Ahora bien, si en El hombre de arena la infancia es remitida a través de lo siniestro y en La Chira a través de lo fantástico que por
momentos puede ser siniestro, en Mi vida después aparece como espacio de
5  Ver
al respecto Longoni, 2010b.
los aportes de textos poéticos iniciales de Ana Longoni, se sumó la dramaturgia de Lilian
Celiberti y Rodrigo Quijano; la dirección fue de Ana Alvarado y el elenco estuvo conformado
por Julián Felcman, Martina Garello, Ezequiel Gelbaum, Natividad Alvarado, Patricio Zanet.
El vestuario fue de Rosana Barcena; la escenografía, de Laura Poletti; la iluminación, de
Ricardo Sica; la música original fue realizada por Cecilia Candia; la fotografía, por Mariana
Felcman; el diseño gráfico, por Mariana Felcman; la asistencia de dirección fue de Mariela
Della Vecchia; y prensa la llevaron adelante Daniel Franco, Paula Simkin.
6  A
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lo lúdico. Veremos que el enfoque diferente manifiesta una vivencia distinta
de la experiencia tanto del presente como del pasado.
Dobles de riesgo
Hay una foto mía a los nueve años vestida con la ropa
de mi madre, sus anteojos y un diario en la mano. En
esa foto yo actúo de mi madre y actúo mi propio futuro
al mismo tiempo.
Lola Arias (2009).
En la obra se transitan los límites entre realidad y ficción y entre lo íntimo
y lo público. La herramienta fundamental de construcción es el montaje y
el dispositivo principal mediante el cual esto se lleva a cabo es la escritura
en primera persona.
La obra trabaja a partir de un actor que habla desde un yo que parece
no ser únicamente el yo del personaje o del creador escénico, sino su yo
autobiográfico de actor, convirtiéndose él mismo en personaje. El actor,
instrumento por excelencia de la palabra del otro, del autor o del director
–en los términos que tradicionalmente se han definido estos roles-, se
presenta ahora de un modo personal, sale a escena, se acerca al público y
se dirige a él directamente. En el centro de este espacio de representación
surge un yo íntimo, físico y privado, que al mismo tiempo se proyecta a un
horizonte social y público, personificado en primer lugar por los mismos
espectadores7.
Como en La Chira, en Mi vida después no hay una diégesis que nos permita
asir una historia lineal. Hay huellas, trazos, marcas. La obra transcurre como
los recuerdos, a partir de fragmentos dispersos, asociaciones, yuxtaposiciones y planos superpuestos. Las significaciones de los materiales son móviles
y permeables a interpretaciones diversas, pero el lugar de enunciación ya
no está situado en el pasado, sino en el presente. Esto produce un efecto
de recepción que nos convoca a concebir el pasado, el presente y el futuro
como siempre disponibles para la asignación de sentidos.
La exposición de los miedos infantiles, modelizados en el miedo a la
pérdida del padre, que se ponía en primer plano en las otras obras, se ha
7  Este
fenómeno es intertextual con numerosos trabajos que se han realizado en la creación
escénica europea de los últimos años. El diálogo de la escena con lo real se ha convertido en
una característica que se ha ido acentuando a lo largo de los años noventa y sobre todo ya
a partir de los dos mil; pero igualmente los comienzos de esta historia se pueden retrotraer
hasta inicios de siglo XX, como ha estudiado José Antonio Sánchez (2007). Un modo similar de presentación del cuerpo del actor frente al público se vio en Open house, de Daniel
Veronese, que se dio entre 2001 y 2008. Allí, sin embargo, la realidad autobiográfica de
los materiales no constituía un eje vertebrador, puesto que se trataba de historias privadas. Entonces, si cada uno de los relatos había tenido lugar en la realidad o no, era menos
importante que el modo de narrarlos. La misma Lola Arias echa mano de procedimientos
similares en El amor es un francotirador (2006), pero allí también la balanza está inclinada
hacia la presentación de situaciones ficcionales.
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transformado en una “voluntad infantil de representar al padre”, que “trajo
la idea de hacer una obra en la que los hijos se ponen la ropa de los padres
para reconstruir la vida de ellos, como si fueran dobles de riesgo dispuestos
a revivir las escenas más difíciles de sus vidas” (Arias 50).
Fotografías, ropa y objetos que pertenecieron o reproducen aquellos que
pertenecieron a los padres de los actores/performers son el motor para la
puesta en escena de situaciones que, en su fantasía, podrían haber protagonizado sus padres. Este gesto expone el universo de lo privado y, al mismo
tiempo, lo construye.
Así también, las acciones y la manipulación de objetos permiten armar
un rompecabezas de la época: entre los padres se encuentran un militante
del PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores y su brazo armado,
el Ejército Revolucionario del Pueblo, de tendencia marxista-leninista); un
oficial de inteligencia de la policía, padre biológico de la actriz y apropiador
de un bebé que es hermano de la actriz; un periodista automovilístico, militante de la JP (Juventud Peronista); un ex seminarista; un empleado de un
banco que fue intervenido por los militares y un intelectual8. De esta manera,
los límites porosos entre lo individual y lo colectivo permiten no solo “una
versión” (programa de mano) de cada una de las historias privadas, sino
también de la historia social, política y cultural.
Junto a la ostentación del artificio de la actuación, se acentúan otros
efectos de creación de realidad: dispositivos multimediales (como proyecciones de fotografías, la reproducción de grabaciones de audio o la creación
de un circuito cerrado de video), o la presencia de un niño y una tortuga
en escena.
En esta obra, la trasposición de la experiencia de la esfera personal a la
esfera histórica se condensa en la imagen del actor en el momento iniciático
de proferir su discurso. En el instante en el que la palabra actúa y con ella
el cuerpo, el sujeto se vuelve social, político, manteniendo un anclaje en la
infancia, en su cuerpo-mudo. Y sobre este momento de ruptura se funda la
historia. En este sentido, el “Capítulo 1” de la obra se titula “El día en que
nací” y comienza con una acción de Blas Arrese Igor que consiste en hacer
una línea histórica con tiza en el piso del escenario, en proscenio. Escribe
1972, 1974, 1975, 1976, 1981 y 1983. Los demás actores se acercan y cada
uno se ubica detrás del año de su nacimiento. Luego, cada uno, parado, con
los brazos al costado del cuerpo y sin hacer gestos, se presenta dirigiéndose al público con un breve texto que conjuga la vida privada y la esfera
pública9.
8  Mi
vida después contó con los siguientes actores/performers: Carla Crespo, Vanina Falco,
Blas Arrese Igor, Mariano Speratti, Pablo Lugones y Liza Casullo; asistente de dirección: Ana
María Converti; vestuario: Jazmín Berakha; coreografía: Luciana Acuña; música: Ulises Conti
(en colaboración con Liza Casullo y Lola Arias); video: Marcos Medici; asesoría histórica:
Gonzalo Aguilar; asistencia artística: Sofía Medici; escenografía: Ariel Vaccaro. Se estrenó
en el Teatro Sarmiento, Complejo Teatral de Buenos Aires.
9  “Mariano: 1972. En los Andes se estrella el avión con rugbiers uruguayos que para sobrevivir se comen a sus compañeros de vuelo muertos. Tres días después, nazco yo. Mi padre
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Los materiales son convertidos en objetos de juego. Y la historia personal y la social se interpenetran en acciones lúdicas, combinando también la
presentación y la representación de los acontecimientos. Cuando Mariano
Speratti tenía tres años, su padre, aficionado al automovilismo, le regaló
una Bugatti modelo Type 35C. Mariano juega a ser su padre con el auto a
control remoto, que es el doble en la escena de la Bugatti de su infancia. Liza
Casullo juega a dirigir la película en la que sus padres deciden casarse y salir
al exilio. En esta escena la realización de la película constituye la presentación
de una acción que ostenta el artificio en un doble plano: el de la realización
fílmica y la teatral que la contiene. En la escena que se representa, además,
lo íntimo y lo político se definen dialécticamente.
Todos juegan a disfrazarse de sus padres, a imaginar su propia muerte, a
la guerra con ropa. Incluso el futuro se dirime a través de un juego, en este
caso, modelado por el azar: la tortuga del padre de Blas elige en cada función
si “en la Argentina del futuro va a haber alguna revolución”. Una vez más, la
experiencia lúdica funciona como lupa de procesos y fantasías sociales del
presente que, en este caso, en lugar de estar dirigidas a la construcción del
pasado, se orientan a la proyección del futuro.
La atmósfera tenebrosa de El hombre de arena o enrarecida de La Chira
se ha perdido por completo. Aparece aquí un clima fresco, en el que se apela
al humor como recurso estético a través de formas como la parodia o la
repetición de acciones o frases, que generan distanciamiento. Este aparece
en contrapunto con algunas pocas escenas cargadas de emotividad.
La imagen del padre
Podemos decir que en 1992 la propuesta de El Periférico de Objetos ofrece
una ruptura, una discontinuidad con la historia que desde las narrativas dominantes se esperaba que fuera reconstruida. El hombre de arena construye
alegóricamente el pasado de los vencidos, por lo que representa un lugar de
resistencia al mandato de olvido promovido por una conjunción de factores
políticos, entre los cuales es explícita la sanción de los decretos firmados
por Carlos Menem en octubre de 1989 y diciembre de 1990 por los cuales se
indultó a militares que cometieron delitos de lesa humanidad y violaciones
a los DD.HH. durante la dictadura. Medidas como estas se tomaban en el
ama los autos y la política. / Vanina: 1974. Muere Perón y nazco yo, después de un parto
de 14 hs. Soy un bebé en miniatura con unos ojos enormes. Mi abuelo era guardaespaldas
de Perón y mi padre policía de inteligencia. / Blas: 1975. La nave Viking es lanzada hacia
Marte y en la ciudad de La Plata, nazco yo. Mi padre había sido cura y decía que en el seminario no se podía pertenecer a ningún partido político, salvo al de Dios. / Carla: 1976. Se
declara el Golpe militar y un mes después, nazco yo. Soy un bebé muy rebelde. Mi mamá
me pone de nombre Carla por mi padre Carlos que era sargento del Ejército Revolucionario
del Pueblo. / Liza: 1981. Casi nazco en un ascensor en México DF. En esa época, mis padres
viven ahí y trabajan como periodistas. Siete años antes tuvieron que exiliarse porque los
perseguía la Alianza Anticomunista Argentina. / Pablo: 1983. Vuelve la democracia. Nace
mi hermano gemelo y 10 minutos después nazco yo. Mi madre, para poder diferenciarnos,
nos pone una cintita, una roja y una azul: azul peronista y rojo radical. Pero mis padres no
se interesan por la política y trabajan en el Banco Municipal de la Plata” (Texto dramático
cedido por la autora, pp. 1-2).
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Lorena Verzero
Los hijos de la dictadura: construir la historia…
marco del ingreso a la escena mundial neoliberal, forjada sobre programas
de consolidación del capitalismo cristalizado en términos políticos y económicos, continuadores en Argentina de los lineamientos liberales puestos en
marcha durante la última dictadura.
El estreno de La Chira en 2004 se inserta en un nuevo contexto político,
en el que a partir del gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) se comenzaba a instalar la idea de “revisión de la historia” en la agenda oficial. Como
gestos emblemáticos, en 2003 el Congreso sancionó la nulidad de las leyes
de Punto Final y Obediencia Debida. Las producciones teatrales que de algún
modo reconstruían la historia de los años setenta eran aún aisladas (mientras
que en otras disciplinas, como en cine, los documentales o documentales
subjetivos sobre los años setenta ocupaban el centro de las realizaciones)
y, en su mayoría, construían relatos épicos o míticos.
En nuestro corpus, esta obra opera como bisagra entre El hombre de
arena y Mi vida después. Conserva la atmósfera siniestra de El Periférico,
dada por la iluminación, los cuerpos deformes, los objetos extraños,
etcétera. Y, al mismo tiempo, incorpora la proyección de imágenes (en
diapositivas) con función simbólica y documental, la acción de un actor
que se dirige al público, y la combinación de elementos documentales y
ficcionales.
En un contexto de búsquedas de definición de identidades sociales, la
rememoración de ese pasado convirtió en materia de Estado, lo cual, en
alguna medida, opera simbólicamente como legitimación de las producciones culturales al respecto. Hacia 2008, en diálogo –con diferente grado de
deliberación– con las formas oficiales de administración de memoria, en el
campo teatral se produce un aumento exponencial en la tematización de la
historia de los años setenta. En ese marco se estrena Mi vida después. Y se
estrena en un teatro oficial.
La combinación en la obra de Arias de la exposición de una escritura en
primera persona y procedimientos que generan un efecto de distanciamiento
posibilita una objetivación tanto de los procesos personales como colectivos. En otras piezas que tematizan los años setenta (entre ellas, La pesca
(2008), de Ricardo Bartís; Ausencia (2009), de Adrián Canale; o El secuestro de Isabelita (2010), de Daniel Dalmaroni) se apela a distintos recursos
para la toma de distancia respecto del pasado. En piezas que tematizan
otras cuestiones, se recurre a una escritura del yo. Pero la combinación de
la exposición de la primera persona distanciada de su propia historia y, por
tanto, de la historia sociopolítica reciente, se da por primera vez en el teatro
argentino con Mi vida después.
La atmósfera oscura, tenebrosa de El hombre de arena y el clima extraño
de La Chira remiten a la representación de una pesadilla. La “tarea de la
infancia” –dice Benjamin– es “introducir el nuevo mundo en el espacio simbólico. Pues el niño puede hacer aquello de lo que el adulto es completamente
incapaz: reconocer lo nuevo” (2005, 395). Y a toda nueva configuración le
corresponden nuevas imágenes. La perspectiva infantil que ponen en escena
El hombre de arena y La Chira se corresponde con los años tenebrosos como
pesadillas que han vivido los hacedores de las obras. Las imágenes que esa
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Taller de Letras N° 49: 205-217, 2011
generación ha descubierto y en su adultez recupera como recuerdo son las
imágenes del horror.
La pérdida del padre, fuente de conflicto de El hombre de arena, se convierte en La Chira en la referencia a una figura presente-ausente que, según
la autora (Longoni, en De la Puente), no solo alude a los desaparecidos, sino
que es el dispositivo mediante el cual se dota de palabra a una multitud de
niños. Esta palabra no jerarquizada “es la palabra de otra generación” (Ibíd.).
“Sería una voz muy ordenadora si hubiese un personaje que representara
al padre. Y lo que hay en cambio es un tremendo caos” (Ibíd.). En Mi vida
después, la reconstrucción volitiva de la figura del padre es considerada una
necesidad para la construcción del presente.
De la pérdida del padre no explicitada (en El hombre de arena), se pasó a la
representación de su desaparición (en La Chira) y, de allí, a la reconstrucción
(versionada, cuestionada, parodiada) de su historia (en Mi vida después),
lo cual da cuenta de complejos mecanismos de construcción identitaria a lo
largo de los últimos quince años.
Cada una de estas obras, entonces, puso en escena una discontinuidad
que rompió, en cada coyuntura, no solo con el pasado heredado, sino también con los modos de contarlo.
Obras citadas
Adorno, Theodor. Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad. (1966).
Madrid: Akal, 2005.
Agamben, Giorgio. Infancia e Historia (1978). Buenos Aires: Adriana Hidalgo,
2007.
Arias, Lola. Mi vida después. Buenos Aires: el autor, 2009.
Benjamin, Walter. Libro de los Pasajes (1982). Madrid: Akal, 2005.
. “Experiencia y pobreza”. En Discursos interrumpidos I, (1972). Madrid:
Taurus, 1987. 165-173.
. Ensayos escogidos (1955). Buenos Aires: Sur, 1967.
De La Puente, Maximiliano. “Entrevista con Ana Longoni”. En Afuera. Estudios
de Crítica Cultural 8 (2010): Http://www.revistaafuera.com/articulo.
php?id=49
Freud, Sigmund. “Lo ominoso” (1919). En Obras Completas Vol. XVII. Buenos
Aires: Amorrortu, 1989.
Hoffmann, E.T.A. “El hombre de la arena” (1817). En Cuentos, 1. Madrid:
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Longoni, Ana. La Chira (El lugar donde conocí el miedo) (2010). En Afuera.
Estudios de Crítica Cultural 8 (2010): Http://www.revistaafuera.com/
articulo.php?id=47&nro=8
Sánchez, José Antonio. Prácticas de lo real en la escena contemporánea.
Madrid: Visor, 2007.
Veronese, Daniel. “El periférico de Objetos” (1999-2000). En Http://www.
autores.org.ar/dveronese/periferico.htm
Verzero, Lorena. “Estrategias para crear el mundo: la década del setenta en
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Lorena Verzero
Los hijos de la dictadura: construir la historia…
(comp.). El pasado que miramos: Memoria e imagen ante la historia
reciente. Buenos Aires: Paidós, 2009. 181-217.
. “Políticas del cuerpo o cómo poner en escena el horror”. Ponencia leída
en el III Seminario Internacional Políticas de la Memoria “Recordando a
Walter Benjamin: Justicia, Historia y Verdad. Escrituras de la Memoria”.
Buenos Aires, 28-30 de octubre de 2010.
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