Mitos y leyendas. Ricardo Mur Saura.

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La huella de sus gentes
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Peregrinas jacobeas descansando en la fuente de Mianos
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Mitos y leyendas
RICARDO MUR SAURA
Las leyendas, como los mitos, son relatos situados en un
tiempo remoto, que no ficticio, y en un espacio más o
menos determinado, en el que los personajes y circunstancias intentan expresar realidades culturales cuya comprensión escapa a las posibilidades del lenguaje concreto.
Enrique Satué, uno de las personas que mejor ha estudiado la tradición oral del Pirineo aragonés, divide la
“mitología pirenaica” en cuatro grupos: el cielo, el inframundo, la historia y la fiera. Nosotros seguiremos el
mismo camino para describir y analizar las leyendas y
mitos jacetanos. El cielo y la historia acaparan la mayor
parte de nuestra exposición. Como se verá, a menudo se mezclan y es difícil o
imposible separarlos. El inframundo, aunque todavía puede rastrearse, está muy
desdibujado, quizá absorbido por la influencia secular de la cultura cristiana. Al
último apartado dedicaremos menos líneas, pues su permanente actualidad y tangible realidad hacen que la exposición sea tan concreta como limitada.
El Cielo
Los pastores suelen ser objeto de numerosas apariciones marianas, constituyéndose así en intermediarios entre el cielo y la tierra. La Virgen de la Cueva de Oroel
fue hallada por un pastor de cabras; la de Iguácel, en la Garcipollera, se apareció
a otro pastor; los restos de Santa Orosia fueron hallados por el pastor Guillén de
Guasillo y trasladados por él mismo a Yebra de Basa y Jaca. Los pastores son
silenciosos, contemplativos, austeros, líderes y fuertes. Lo reúnen todo para ser
amigos de Dios y escuchar su voz. Por eso aparecen siempre junto a Vírgenes
halladas o en el ámbito de algún santo. Y si suelen ser inventores de imágenes, los
cazadores lo son de lugares sagrados, como los hermanos Félix y Voto, descubridores de la Cueva de Galión (actual San Juan de la Peña), cuando uno de ellos perseguía a un ciervo.
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Inicio del capítulo sobre imágenes de la Virgen halladas en el Obispado de Jaca (de Aragón, Reyno de Christo y dote
de María Santísima…, del Fr. Roque Alberto Faci, Zaragoza, 1739)
Las vírgenes aparecidas o halladas son un mismo fenómeno. O bien se aparecen,
o bien son halladas por una persona o colectivo determinado. A todas luces parece que allí donde se halla o aparece una imagen de la Virgen hubo cultos ancestrales, bien en cuevas, rocas o cimas, bien en árboles o fuentes. El P. Fray Roque
Faci y Leante nos hablan de la Virgen de la Cueva en Jaca, de la de Iguácel en
Larrosa, de la de la Peña en Santa Cilia y en Salvatierra. Alguna, como estas dos
últimas, o la del Pilar de Embún, se restituyen a su emplazamiento original cuando se ha intentado el traslado a una nueva morada.
Además de las anteriores, en la Jacetania hay casi una treintena de imágenes de
Nuestra Señora antiguas y milagrosas, cuya antigüedad oscila entre los siglos XI y
XVIII, y que son objeto de una especial devoción al gozar de un abultado y afamado curriculum. Nos referimos a Nuestra Señora de San Juan del monasterio de
San Juan de la Peña, a la de la Victoria de Jaca, a la de Ipas, a las de Bahón y Ena
en Villarreal de la Canal, a la de Escagüés en Echo, a la de Puyeta en Ansó, a la
de las Maravillas en Santa Engracia, a la del Pilar en Embún, Borau y Salvatierra,
a la de Catarecha en Urdués, a la del Pueyo en Biniés y Ulle, a la de Asprilla en
Espuéndolas, a la de los Ángeles en Villanúa, a la del Arco en Mianos, a la Asunción en Abay y Bescós de la Garcipollera, a la del Carmen en Jaca, a la de las Eras
en Berdún, a la de la Gloria en Ara, a la de la Pardina en Lorbés, a la de la Paruela en Bagüés, a la del Rosario en Guasa y Osia y a la Virgen del Trujillo en Castiello de Jaca.
El santoral jacetano se concentra en torno a dos polos: San Juan de la Peña y la
Catedral de Jaca.
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Comarca de La Jacetania
Cuando Zaragoza se rindió a los musulmanes en el
año 714, un tal Voto salió
de caza por las montañas
del norte y llegó hasta el
mismísimo Monte Pano.
Persiguiendo a un ciervo,
espoleó a su caballo y,
como la pieza se viera acorralada, ésta prefirió arrojarse al abismo en vez de
caer en manos de su perseguidor. El jinete, al no
poder controlar el caballo,
se encomendó a San Juan
Bautista y, en el acto, en el
mismo borde de la peña,
el corcel se detuvo. Bajó a
buscar al ciervo y cuál fue
su
sorpresa
cuando
encontró bajo el abrigo de
una inmensa cueva el
cadáver incorrupto de un
ermitaño conocido como
Juan de Atarés. Voto
corrió a buscar a su herGrabado de Beratón (Zaragoza, 1741) que representa el hallazgo de
mano Félix y junto a los
Juan de Atarés por parte de los hermanos Voto y Félix, en el lugar
donde se levantaría San Juan de la Peña
también hermanos Benito
y Marcelo comenzaron
una nueva vida en la cueva, después Monasterio de San Juan de la Peña. Del santo
de Atarés y de los hermanos Benito y Marcelo no hay constancia de canonización
alguna, no obstante está atestiguado su culto desde tiempos medievales. Además,
se dice que yacen en el Monasterio los restos de los santos Julián y Basilisa, y los
de San Iñigo, abad de Oña. Durante ocho siglos estuvieron también en el Monasterio los restos de San Indalecio, uno de los Siete Varones Apostólicos, trasladados allí desde Almería en tiempos de Sancho Ramírez. Hoy día reposan, como los
de los santos Félix y Voto, bajo el altar mayor de la Catedral de Jaca.
Santa Orosia, según Alavés, era hija de los duques bohemios Boriborio y Ludmila. A los quince años de edad, en 870, fue casada por poderes con el mítico
rey aragonés Fortún Garcés. Así las cosas, fue enviada a Aragón. Una vez aquí
la joven y su comitiva, el obispo Acisclo y el infante Cornelio, fueron detenidos
en los montes de Yebra de Basa. Los varones fueron ejecutados en el acto, a la
joven se le dio a elegir entre la misma suerte o el matrimonio con Miramamolín,
de Córdoba. Al no ceder, fue descuartizada y sus restos abandonados en la
explanada del Puerto. Dos siglos más tarde, el pastor Guillén de Guasillo fue
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avisado en sueños de la ubicación de los restos de la santa y, también por indicación celestial, llevó la cabeza a Yebra de Basa y el cuerpo a la Catedral de Jaca,
donde todavía se encuentran.
La versión aragonesa de la leyenda del Santo Grial sirve a la perfección para unir
estos dos centros aglutinadores del santoral jacetano.
El cáliz que utilizó Jesucristo en la última cena fue llevado a Huesca por San
Lorenzo, como obsequio a su ciudad natal, donde estuvo custodiado hasta la invasión musulmana. Se dice que entró a la península por el puerto de Panticosa o de
Mercadau y que fue traído por un tal Perilo de Capadocia. Tras el 714, el Santo
Grial recorrió el siguiente itinerario: Huesca, Yebra de Basa, Siresa, San Adrián de
Sasabe, Bailo, Jaca y San Juan de la Peña, donde permaneció al menos durante dos
siglos y medio, hasta que en 1399 Martín I el Humano decidió llevarlo primero a
Zaragoza y después a Barcelona. Posteriormente, en 1424, Alfonso V el Magnánimo lo hizo llevar a Valencia, donde hoy se custodia.
Se dice que si la Catedral de Jaca tiene la envergadura que ostenta es porque fue
concebida para albergar el Santo Grial, una reliquia de primer orden. Luego, la
realidad fue otra. Éste marchó al monasterio y a la Seo jaquesa vinieron a parar
los restos de Santa Orosia.
El Inframundo
Las huellas de “Mari”, omnipresentes por las cumbres y cuevas del País Vasco y
Navarra, apenas son perceptibles en la Jacetania. Sin embargo, no es difícil reconocerlas en las cuevas con vírgenes o en otras apellidadas “Mora”, dentro de su
mismo ámbito territorial.
Las ninfas, criaturas elementales que habitan en las aguas, están presentes en las
fuentes (también en ibones, aunque en menor medida) también apellidadas
“Mora”. La Fuente la Mora en Jaca, en el Monte San Salvador (Santa Cruz de la
Serós), en Guasillo; también en Siresa, en Jasa o en Echo hay “Moras”.
Apenas ocupan sitio gigantes como “O Fotronero” (el Basa Jaun eúskaro) o los
duendes o “follets”. Sin embargo, las cuevas occidentales de la Peña Oroel, a la
vista de Atarés, han custodiado dragones dignos de renombre.
La Historia
La mayor parte de nuestras leyendas históricas remiten a los lejanos tiempos de la
Edad Media. La invasión musulmana del 711 (aquí a partir del 714), fue uno de
los cataclismos históricos más importantes habidos en la memoria de esta tierra,
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Comarca de La Jacetania
que acabó “de facto” y de “iure” con el
Mundo Antiguo, libre y pagano, y dio paso a
una nueva época, coronada y cristiana. La
invasión musulmana sería algo así como el
Año Cero, no sólo de la Era Jacetana, sino de
la Era Pirenaica en general. Antes fue una
cosa y después otra. Casi todas las leyendas
históricas y hagiográficas jaquesas y jacetanas
remiten a esta época: San Juan de la Peña,
Santa Orosia, el Santo Grial... Incluso otras
de ámbito más amplio, situadas en esta época
salpican el contenido de su jugo hacia Jaca y
sus montañas, como los Siete Reyes de
Sobrarbe, Roldán o Sancho Abarca el Cesón.
Pero la leyenda histórica por antonomasia de la
Jacetania es la del Conde Aznar y el Primer Viernes de Mayo. Se dice que, en el año 760, los
moros, en su empuje irrefrenable, subían hacia
Jaca por el camino natural del río Aragón con
Primer Viernes de Mayo, fiesta legendaria
de Jaca
intención de hacerse con la ciudad y con el control de los valles adyacentes. El Conde Aznar
Galíndez salió a hacerles frente con un ejército de jacetanos. Mientras, como telón de
fondo, las mujeres de Jaca, armadas con cacerolas y cuchillos, daban la impresión de
formar un gigantesco ejército de retaguardia. El descalabro pronto surgió en las filas
moras y la victoria jacetana fue total. El Conde Aznar y su séquito entraron victoriosos en Jaca portando las cabezas de los cuatro régulos moros ensartadas en sus lanzas,
“lauburu” que no sólo se repite a lo largo de todo el Pirineo, sino que está presente en
los escudos de Jaca y de Aragón, éste por la batalla del Alcoraz.
No nos olvidamos de los pueblos malditos, como los “agotes”, que habitaron nuestros más altos valles, ni de los despoblados medievales, cuyas últimas moradoras
fueron “dos abuelas” que custodiaban a saber cuántas “ollas de oro” bajo sus “espedregales”, mitos estos últimos creados para justificar apropiaciones de tierras o
ganancias imprevistas. El “gabacho” o francés, vecino natural por el norte, en un
principio fue bueno, pues todo lo que venía allende los Pirineos caía como del cielo:
San Urbez, Santa Orosia... Aún nos queda a los aragoneses, y más a los pirenaicos,
el tópico de que todo lo que viene de fuera es bueno y lo autóctono hay que olvidarlo. Pero tengamos en cuenta que, a partir de la Guerra de la Independencia, el
“gabacho” pasó a encarnar no sólo lo malo sino las pasiones ocultas.
La Fiera
Este mito está basicamente encarnado en el oso y el lobo, ambos omnipresentes
en nuestra toponimia.
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El oso u “onso” es un animal lejano, poco habitual, que desaparece en invierno,
de ahí su permanente carácter mítico. Ha dejado una gran huella en nuestra cultura popular, sobre todo en la tradición oral y en el folclore. Son interminables las
historias contadas por pastores, carabineros, contrabandistas y andarines en general, en las que el plantígrado es el protagonista. En ellas es fácil adivinar quién es
el agresor y quienes son las víctimas, quién es el bueno y quién es el malo. No faltan héroes (chesos y ansotanos, sobre todo) y es fácil ver su imagen en muchos
escudos heráldicos.
Por el contrario, como el lobo ha sido visto más de cerca, es un animal mucho
menos mítico y considerado más dañino y peligroso; incluso se le ha hecho encarnar la astucia, la maldad y la crueldad. Ocupa un lugar muy importante en la literatura infantil y en los repertorios de cuentos y leyendas. Algunas son reales, otras
fantásticas, pero todas tienen en común que son verosímiles y que el lobo aparece disfrazado con atributos psíquicos de persona, aun siendo sólo un animal.
Bibliografía
— MUR SAURA, Ricardo (2002): Montañas Profundas, Editorial Pirineo, Huesca.
— SATUÉ OLIVÁN, Enrique (1995): El Pirineo contado, Edición de autor, Zaragoza.
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Comarca de La Jacetania
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