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Sofía y el terco
Andrés Burgos
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© 2012, Andrés Burgos
© De esta edición:
2012, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.
Carrera 11A Nº 98-50, oficina 501
Teléfono (571) 7 057777
Bogotá - Colombia
• Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.
Av. Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires
• Santillana Ediciones Generales, S. A. de C. V.
Avda. Universidad, 767, Col. del Valle,
México, D.F. C. P. 03100. México
•Santillana Ediciones Generales, S. L.
Torrelaguna, 60. 28043 Madrid
ISBN: 978-958-758-438-7
Impreso en Colombia - Printed in Colombia
Primera edición en Colombia, agosto de 2012
Diseño:
Proyecto de Enric Satué
Diseño de cubierta: Santiago Mosquera Mejía
Agradecimientos especiales a:
Faldita Films por la imagen del afiche promocional e imágenes interiores
de la película Sofía y el terco, Carolina Arango Amaya, Derechos Reservados.
Dirección creativa y concepto del afiche promocional: Jaime Perea.
Dirección de arte y diseño gráfico del afiche promocional: Nicolás Acosta.
Fotofija: Emilio Barriga.
Cinematografía: Manuel Castañeda.
Prensa: Catalina Figueroa y Adriana Ávila. Seis Grados Comunicaciones.
Todos los derechos reservados.
Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,
ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación
de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,
o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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A Matilde, que no alcanzó a llegar a este viaje
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Contenido
La novela
9
Nota del autor
115
El guión
121
Detrás de cámaras
203
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Sofía y el terco
(la novela)
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El mar es de celofán. De papel celofán, como el
que envolvía un regalo que le dieron cuarenta años atrás.
O por lo menos de un material muy parecido.
Azul es, por supuesto. Y huele a ropa nueva.
El mar en el que Sofía flota, de espaldas, resulta
apacible. No tiene olas. No crepita como el celofán cuando se arruga. En cambio, emite el susurro de un cepillo
que surca una cabellera dócil. La superficie permanece
intacta frente a los vaivenes que columpian su cuerpo
de niña.
Porque en este momento, bajo un cielo de trazos
simples y juguetones, bajo la mirada de un sol rubicundo, bajo una nube pequeña y solitaria, literalmente hecha de algodón, Sofía es una niña.
Y su sueño es de niña.
O tal vez no.
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¿Existen diferencias entre los sueños de los niños
y los viejos? ¿Las fantasías se añejan y se vuelven porosas
a la par con nuestros huesos?
Cualquiera pensaría que los sueños de Sofía, canas en la cabeza y manos pecosas, son de una niña. En
ellos, en este en particular, un delfín salta sin descanso
y sin avance en una esquina, y algunos peces de colores
trazan arcos sobre su cabeza.
El sueño podría ser de David, testa cuadrada y
ojos achinados. David, niño eterno que viene todas las
mañanas de visita a tomar chocolate. Podría ser uno de
sus dibujos. Tal vez se lo prestó a Sofía para pernoctar
esta noche. Para tener un día en medio de la oscuridad.
La corriente marina es una fila de hormigas cosquilleras que caminan por sus orejas y enrarecen con
burbujas el canto quejumbroso de gaviotas lejanas.
Gaviotas y hormigas que de repente desaparecen.
Tal cual lo hacen los mofletes del sol de plastilina.
Y la lisura del celofán.
Y el delfín que se sumerge definitivamente cuando todo se opaca, como si al cuadro se le hubiera derramado encima el agua donde se limpia el pincel. Unos
nubarrones de plomo se plantan tan bajo que da igual
que sea día o noche en este sueño. Sofía levanta la cabeza
y mueve las piernas para no hundirse entre las aristas del
agua, que ahora es papel carbón arrugado y le pincha
los riñones. Hosco el cielo, áspero el mar. Ella no sabe si
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continúa siendo una niña. No importa, tiene que luchar
por no hundirse.
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Quizás los sueños sí envejecen.
Este, por lo menos, es un anciano gruñón. Refunfuña paseando del pecho a la garganta sus flemas,
que son relámpagos sobre la cara atemorizada de Sofía. Relámpagos que ocultan la llegada de un monstruo
marino y sólo se repliegan cuando la bestia emite un
alarido temible.
Un grito hondo que hiere los tímpanos. Un lamento de cachalote tenor. La sección de vientos del
Apocalipsis. El desplome del techo del océano. Un cuerno vengador. Una bocina descomunal: la de un buque
mastodóntico que se yergue ante los ojos desorbitados
de Sofía. El monstruo no es un monstruo. Es el Titanic
amenazando con hundirla y rastrillarla como un fósforo contra la arena áspera del fondo.
De nada valen sus pedidos de auxilio, la voz potente que nunca le sale fuera de los sueños. Nadie de
una tripulación inexistente ve los movimientos desesperados de sus brazos. La cuchilla de la proa está tan
cerca de su nariz que puede distinguir el labrado del
óxido sobre el metal cuando la embiste hasta obligarla
a despertar.
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Encalla boca arriba en la cama y no es más una
niña. Sofía, bolsas bajo los ojos claros y cansados, echa
anclas en casa. Sin asombros. Como toda la vida.
Del otro lado sólo se han quedado con ella un
jirón de estupor, que ya desaparece, y la sirena del buque.
Motor descompuesto, morsa enferma, ronquido de su
copiloto de colchón por más de medio siglo. Alfredo, semejante a un osezno polar, entre mantas pesadas, asoma
un brazo peludo, casi tan peludo como su cara. Cuando
duerme, él a veces ronca. Y otras veces también.
Se ha cumplido el lapso magro de sueño al que
ella tiene derecho cada noche. Ya no recuperará el paisaje perdido. Pero la costumbre le coloca la mano sobre
el hombro de Alfredo y lo sacude. Se trata de una invitación a que apague el cuerno del Titanic. Sin despertarse, él accede. Se recuesta sobre el costillar y le permite así esperar en silencio que la llegada de la mañana
retire la niebla de la ventana.
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Con el amanecer, la niebla retrocede a regañadientes un par de pasos. Pero sigue ahí, fisgona y tacaña
con lo que descobija. Le corta la cabeza a un pico nevado.
Permite sólo ver pedazos de montañas paramunas de un
verde que quiere ser azul. Un cúmulo de gibas lívidas se
encadena hasta un horizonte acortado por cortinas de
nubes. Una fotografía taimada convertiría el cuadro en
un mar.
Un mar que para Sofía no es. El suyo es ajeno y
desconocido.
En las faldas de algunas de estas cordilleras que
son olas, flotan manchas coloridas. Algas enraizadas en
la superficie. Casitas. Casitas, que fueron plancton luminoso en la noche, apagan sus bombillas. Sombras casi
traslúcidas se abren como cajones desde los aleros de tejas
rojas. Una de las pocas evidencias de que el sol de estas
tierras, flaco de ánimo, anda cerca.
La chimenea de la casa de Sofía se alarga en una
hebra de humo e indica que el día adentro ya empezó.
Un día igual a todos los que se han consumido antes.
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La cama queda vacía.
Las ventanas de madera abren sus hojas.
La jaula del pájaro pierde el trapo que la cubre.
El fogón colorea la cocina. Ella prepara el desayuno. Sofía, manos llenas de años. Dedos entrenados en
ejecuciones milimétricas.
De la boca de Alfredo salta en espasmos una canción de ducha fría. Sobre la cama lo espera, como todos
los días, la combinación que su mujer ha seleccionado
para él. La camisa, el pantalón y los zapatos han estado
ahí desde que se conocen. Desde antes de que el musgo
tapizara la tapia del solar. Antes de que hubiera tapia alguna.
Él nunca ha tenido que pensar en esas cosas. Jamás ha pensado en que no ha tenido que pensar en esas
cosas.
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La mesa está arreglada cuando él pisa la cocina.
Los dos puestos del comedor, inamovibles, se diferencian
por un detalle que Alfredo no nota. No ha notado. No
notará. Un cambio leve en el ángulo y el número de las
servilletas alrededor de su plato pone de manifiesto la
raíz en la que tropieza. Ha tropezado. Tropezará.
Antes de dirigirse a la mesa, él pasa a inspeccionar la evolución del desayuno en la estufa. Esas son las
cosas que él hace. Acerca los efluvios de sus mejillas recién afeitadas a la cara de su esposa. Pero no lo hace para
besarla. Hace décadas que sólo se besan en los intercambios cortos de palabras donde se felicitan por los muchos
años que han pasado juntos sobre este planeta.
Alfredo inspecciona los huevos que Sofía termina
de revolver. Se inclina sobre la sartén con la misma diligencia inquisitiva que emplea en su negocio para reprender a Javier, su ayudante. Ella le dedica una mirada atenta
y tranquila, igual a las que le otorga Javier. Seguramente el
muchacho las aprendió de ella. Inteligente el Javier.
Alfredo se toma un par de segundos para reflexionar. Nariz plena del vapor de los huevos con cebolla. Evalúa si las cosas se están haciendo como él piensa
que se deben hacer. Como deben ser. Y nada de eso está
sucediendo. Se ve así obligado a intervenir.
Le dice a su mujer que le baje al fuego.
Ella asiente silenciosa y mueve una perilla en alguna parte.
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Que revuelva todo un par de veces más, hacia la
izquierda. Indica él.
Dos giros en ese sentido da la cuchara de madera en poder de ella.
El examen debería terminar ahí y él, desempañando sus lentes, tendría que ir la mesa. Pero no está satisfecho. Lleva sus ojos de la sartén a la cara de Sofía. Ojos
guarnecidos bajo cejas que lanzan un par de pelos gruesos hacia adelante. Uno del izquierdo, uno del derecho.
Alfredo, cara llena de arrugas, ceño fruncido y cejas que
parecen las antenas de un insecto que palpa el aire. Ahora
retorna del rostro de ella al desayuno que será. Se rasca
la cabeza, inquieto, tratando de encontrar dónde se están
haciendo las cosas como no se deben hacer.
Pregunta si le echó del frasco de comino que a
él le gusta.
La cabeza canosa de Sofía arriba y abajo diciendo que sí.
Alfredo, brazos en jarra sobre la cintura, suspira,
paciente. Saca de uno de los gabinetes una botella llena
hasta la mitad de un menjurje que ha estado con ellos
más que el pájaro que empieza a cantar en la salida al
patio. Cada vez que está llegando a su fin, él, vigilante
atento, consigue que el recipiente vuelva a llenarse. Eso
le cuesta un viaje a tres pueblos de distancia por el filo de
la montaña a visitar a una prima lejana y medio yerbatera. Sólo ella sabe preparar el condimento, que además de
sabroso es bueno para los huesos. Dice él.
Es que los sabores sin ese comino no son los mismos. No son como deberían ser. Son como son en este
preciso instante. Ahí está el problema.
Hay que echarle más, ordena él, sin probar. Luego se retira para sentarse a la mesa. Lo escolta la satis19
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