Texto 1 Desnuda está la tierra, Y el alma aúlla al horizonte pálido

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Texto 1
Desnuda está la tierra,
Y el alma aúlla al horizonte pálido
Como loba famélica. ¿Qué buscas,
Poeta, en el ocaso?
Amargo caminar, porque el camino
Pesa en el corazón. ¡El viento helado,
Y la noche que llega, y la amargura
de la distancia!... En el camino blanco
algunos yertos árboles negrean;
en los montes lejanos
hay oro y sangre… El sol murió…
¿Qué buscas, poeta, en el ocaso?
Antonio Machado, Soledades, galerías y otros poemas
Texto 2
Decíase que había entrado en el Seminario para hacerse cura, con el fin de atender a los hijos de
una su hermana recién viuda, de servirles de padre; que en el Semi¬nario se había distinguido por
su agudeza mental y su talento y que había rechazado ofertas de brillante carrera eclesiástica porque
él no quería ser sino de su Valverde de Lucerna, de su aldea perdida como un broche entre el lago y
la montaña que se mira en él.
¡Y cómo quería a los suyos! Su vida era arreglar matrimonios desavenidos, reducir a sus padres
hijos indómitos o reducir los padres a sus hijos, y sobre todo consolar a los amargados y atediados,
y ayudar a todos a bien morir.
Me acuerdo, entre otras cosas, de que al volver de la ciudad la desgraciada hija de la tía Rabona,
que se había perdido y volvió, soltera y desahuciada, trayendo un hijito consigo, Don Manuel no
paró hasta que hizo que se casase con ella su antiguo novio, Perote, y reconociese como suya a la
criaturita, diciéndole:
-Mira, da padre a este pobre crío que no le tiene más que en el cielo.
-¡Pero, Don Manuel, si no es mía la culpa...!
-¡Quién lo sabe, hijo, quién lo sabe...!, y, sobre todo, no se trata de culpa.
Y hoy el pobre Perote, inválido, paralítico, tiene como báculo y consuelo de su vida al hijo aquel
que, contagiado de la santidad de Don Manuel, reconoció por suyo no siéndolo.
Miguel de Unamuno: San Manuel Bueno, mártir
Texto 3
JUVENTUD
El verso que definía a la juventud como un divino tesoro dejó de resonar hace tiempo salvo
para evocar la melancólica pérdida del esplendor. Nuestra forma de progreso, definida como
sistema a falta de mejor nombre, colocó en las manos de los jóvenes tanto poder adquisitivo,
decisión e influencia sobre el gusto general que desde entonces, interesadamente, solo se
entona el verso siguiente: juventud, divino botín. Las maniobras para hacerse con ella son
casi siempre toscas, pero la más sutil se ha basado en la adulación. Si uno mira la publicidad
directa y también la indirecta, la que se transmite bajo la imagen del éxito, el reparto en los
concursos y la idea dominante de joven voceada por los medios, descubrirá un taimado
ejercicio de adulación. Y como toda adulación, lo que persigue de su objeto es poseerlo y
desactivarlo.
Por eso los jóvenes que salen a las calles en toda España lo que intentan, y ojalá les salga
bien, es sacudirse la imagen de chicos de macrocentro comercial cuyo único ídolo es un
futbolista cachas y su dinero. Pero en lugar de dejarse mecer por la adulación fácil de una
sociedad que los necesita como agua de mayo para lavarse la culpa, estaría bien que
desconfiaran de los elogios y comprendieran que una gran parte de su revuelta es contra ellos
mismos. Puede que los políticos representen el último eslabón de la perversa inercia que está
degradando a pasos agigantados los ideales democráticos europeos, incluida la propuesta de
bienestar y protección, pero ellos también forman parte indisoluble de esa cadena.
En Los juegos del hambre, película popular a día de hoy, la autoridad está retratada como
pérfida red corrupta defendida por la fuerza policial. El resto de la sociedad es imbécil y cursi,
abotargada frente a la tele que emite concursos de talentos que en su última expresión
obligan a competir por la supervivencia a víctimas, siempre jóvenes sin futuro, que ganan la
competición volviendo al estado salvaje. De fiarse por el diseño de esta superproducción, la
adulación ahora adopta el vestido revolucionario. Ante la enorme frustración general, los
jóvenes tienen que pelear contra sí mismos, descubrir que la frustración es la cara real de los
anhelos que les invitan a soñar.
David Trueba, El País
Texto 4
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
Antonio Machado, Campos de Castilla
Texto 5
Por fin, llegó [el capitán Alegría] a Somosierra, un pueblo de granito y pizarra que necesita
el paisaje para ser hermoso. Llegó al atardecer, con un sol oblicuo y denso a sus espaldas que le
permitió acercarse a la caseta del fielato* donde los guardianes del camino habían instalado sus
reales. Allí estaban los soldados del ejército que había ganado la última batalla, con los uniformes,
las botas, los tabardos y las armas que él había administrado tantos años. No sintió ni nostalgia ni
arrepentimiento, pero sí melancolía.
Les observó tras su difusa miopía durante horas, incluso cuando la noche se echó encima y
los soldados tuvieron que encender hogueras para iluminar el camino y calentarse. Observó la
parodia de un cambio de guardia, hecho al buen tuntún y con una desgana que reflejaba más hastío
que victoria.
Debió de ser entonces cuando nació la reflexión que recogió en unas notas encontradas en su
bolsillo el día de su segunda muerte, la real, que tuvo lugar más tarde, cuando se levantó la tapa de
la vida con un fusil arrebatado a sus guardianes.
«¿Son estos soldados que veo lánguidos y hastiados los que han ganado la guerra? No,
ellos quieren regresar a sus hogares adonde no llegarán como militares victoriosos sino como
extraños de la vida, como ausentes de lo propio, y se convertirán, poco a poco, en carne de
vencidos. Se amalgamarán con quienes han sido derrotados, de los que sólo se diferenciarán por el
estigma de sus rencores contrapuestos. Terminarán temiendo, como el vencido, al vencedor real,
que venció al ejército enemigo y al propio. Sólo algunos muertos serán considerados protagonistas
de la guerra.»
Todos los pensamientos y con ellos la memoria debieron de quedar sepultados bajo la fiebre,
bajo el hambre, bajo el asco que sentía de sí mismo, porque haciendo acopio de la poca fuerza que
aún le quedaba, arrastrándose ya, pues ni siquiera incorporarse pudo en el último momento, se
aproximó al cuerpo de guardia lentamente, sin importarle el asombro y la repulsión que sintieron los
soldados al ver arrastrarse esos despojos.
Cuando el llanto se lo permitió, dijo:
–Soy de los vuestros.
Alberto Méndez, Los girasoles ciegos (Primera derrota: 1939 o “Si el corazón pensara dejaría de
latir”).
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