documental - Maxillaris

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documental
Luis Sáenz de la Calzada
Lavanguardiasilenciosa
Pintor, poeta secreto, ensayista, actor, biólogo, antropólogo… y médico estomatólogo.
Luis Sáenz de la Calzada, reconocido dentista
leonés, presidente de la Junta Provincial de
este colectivo entre 1961 y 1969, compatibilizó
su impecable carrera profesional y
científica con una rica y original vida artística,
principalmente como pintor metafísico y
surrealista. Con el objetivo de dar a conocer al
público general a este artista del exilio
interior, el Centro Cultural de la Villa de
Madrid ofreció, desde el 22 de septiembre
hasta el pasado 31 de octubre, una amplia
exposición con sus cuadros, además de fotografías y documentos inéditos sobre su etapa
en La Barraca, junto a Federico García Lorca,
y algunas muestras de su creación literaria.
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Compañero de Federico García Lorca en la Residencia de Estudiantes y en La Barraca, autor de uno de los más importantes
ensayos testimoniales sobre este grupo de teatro (La Barraca.
Teatro Universitario, 1974) y relevante pintor leonés de vanguardia, Luis Sáenz de la Calzada (1912-1994) se convirtió, sin
quererlo ni buscarlo, en un referente ético y estético de varias
generaciones. “Caballero sin espada”, consiguió superar, con
humildad, dignidad, ironía y una gran creatividad, las asfixiantes estrecheces que el franquismo supuso para toda una generación que había perdido la guerra. Sus pinturas, como el ejemplo más plástico de su vocación creadora, y algunas otras
muestras de su polifacética actividad, llenaron este otoño la
sala de exposiciones del Centro Cultural de la Villa de Madrid,
con el objetivo de dar a conocer al público en general una figura muy respetada de la cultura leonesa, pero también un testimonio clave de una parte fundadental del siglo XX español.
Como joven estudiante en Madrid durante la etapa republicana, fue testigo y protagonista de la gran impronta cultural que vivió España en esos años. Después, como exiliado
interior, supo sacar adelante y compatibilizar una excelente
carrera médica y científica con unas inquietudes artísticas
que desarrolló “en silencio”, en la pintura y en la literatura,
ajeno a la búsqueda de proyección y renombre y haciendo
suya la frase de Walter Benjamin: “Grandeza sin fama, gloria
sin brillo y dignidad sin dinero”. En palabras de Juan José
MaxillariS
Autorretrato (1980).
Echeverría, director general de Patrimonio Cultural, “fue una
intensa suma de vocaciones, que hicieron de él un hombre
de reminiscencias renancentistas”.
El gran amor por la ciencia y la cultura ya le venía de familia a Luis Sáenz de la Calzada. Nació en León, en 1912, en el
seno de una familia liberal y de una gran riqueza intelectual.
Su padre, don Crisanto, era odontólogo y veterinario, además de catedrático de Fisiología. Su figura adquirió un gran
relieve durante la II República, en la que ejerció como director general de Ganadería, siendo la cabeza más visible de
un activo grupo leonés que impulsó la modernización y el
reconocimiento de la profesión de veterinaria en España.
El pintor tuvo seis hermanos, algunos de los cuales también alcanzaron gran éxito en sus ámbitos profesionales.
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Andrómeda (c. 1940).
La soñadora (1938).
Así, Isaac Sáenz de la Calzada, catedrático de Estomatología
y fundador y director de la revista Anales Españoles de
Odontoestomatología, que figura como “una de las glorias
de la odontología española de mitad de siglo en adelante”,
como expresa el profesor Javier Sanz. Pero también su hermano Carlos fue un destacado geógrafo y Arturo, reconocido arquitecto durante el periodo republicano, realizó una
excelente carrera en México tras su exilio.
En el marco del Instituto Escuela y de la Residencia de Estudiantes, organismos herederos de la Institución Libre de Enseñanza, Luis Sáenz de la Calzada, al igual que sus hermanos, fue
educado en la tolerancia como base de la conducta, en el
amor a la cultura y en la necesidad de la formación constante.
Empezó a pintar desde muy joven. Sus dibujos, precisamente, serían los que le llevarían a llamar la atención de
Federico García Lorca unos años después, en la Residencia
de Estudiantes de Madrid, ciudad a la que, siguiendo los
pasos familiares, se había trasladado en 1929 para estudiar
Medicina. Junto a su hermano Arturo, que estudiaba arquitectura, fue alojado en la Residencia de Estudiantes, centro
“de alto rendimiento” de la vanguardia cultural española de
aquella intensa época. Los círculos lorquianos, el caudal de
modernidad y la cultura en estado puro no tardaron en acogerle porque, afirma Aguirre, “ya llevaba dentro la semilla
para que la Residencia sacase lo mejor de él”.
Para Sáenz, éste fue uno de los periodos más importantes de su vida, dejándole una marca imborrable, como
MaxillariS
luego reconocería en multitud de ocasiones: “Más adelante
empezarían los días de tinieblas, de telarañas en las bibliotecas, de silencios múltiples en las gargantas. Nos damos
cuenta, hace mucho tiempo que nos hemos dado cuenta,
del enorme privilegio que fue para los muchachos de
entonces vivir en la Residencia de Estudiantes; allí nos hicimos hombres de una manera peculiar y, seguramente, nuestras vidas no hubiesen sido tan ricas en contenido de no
haber pasado por la Residencia de Estudiantes” (Luis Sáenz
de la Calzada, en León y la Residencia de Estudiantes).
Aunque su hermano Arturo fue cofundador de la emblemática Barraca, el grupo de teatro que dirigió Federico
García Lorca, fueron los primeros dibujos del joven pintor y
estudiante de medicina, colgados en las paredes de su
habitación de la Residencia, los que atrajeron la atención del
poeta. En ellos se percibían las huellas del surrealismo y de
la pintura metafísica de De Chirico, dos formas de expresión
que se mantendrían a lo largo de toda su carrera pictórica.
Entre Federico y Luis comenzó una relación de amistad y
gran respeto, que se intensificó con la participación del
joven estudiante, como actor, en las giras de La Barraca por
la geografía peninsular. Tenía 20 años, y se estrenó en
Valencia con Fuenteovejuna, en el papel de comendador, y
con El retablo de las maravillas. También sus paisanos tuvieron la oportunidad de verlo sobre el escenario, en 1933.
Sobre este grupo de teatro, sobre su funcionamiento y sus
protagonistas, escribiría, en los años setenta, un ensayo que
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Luis Sáenz de la Calzada, en su estudio de León.
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se ha convertido en valiosa referencia
histórica de aquella irrepetible experiencia: La Barraca. Teatro universitario.
Ian Gibson, uno de los más importantes
hispanistas y estudiosos del mundo lorquiano, lo define como “uno de los testimonios más importantes que tenemos, no sólo acerca de las andanzas de
aquella juvenil farándula capitaneada
por García Lorca, sino acerca de la
misma Segunda República”.
Todo esto se acabó irremediablemente con la Guerra Civil, que sorprendió a Sáenz de la Calzada en zona nacional. Pudo salir adelante con la
ayuda de Luis Escobar, director general
de Teatro en aquel momento, que le
ofreció trabajo para montar autos
sacramentales por las catedrales de
España. Como contaría él mismo, “me
libró del exilio o de la represión”.
Durante aquellos terribles primeros
pasos de la posguerra, el joven artista
compartía estudio en Madrid con José
Caballero y Juan Antonio Morales, pintores cuya influencia también se dejaría notar en sus obras.
En 1942, Sáenz de la Calzada,
médico, pintor y actor, tenía 30 años y
el duro golpe de una guerra perdida.
Lorca (1988).
La aparición en su vida de la que se
convertiría en su mujer, María Zuloaga,
le ayudó a cambiar de rumbo y a
superar la resignación, no sólo de
verse obligado a pasar página, sino
también de tener que enviar al exilio
interior una parte fundamental de sí
mismo. “Senté la cabeza, me licencié
en Estomatología en un año y me
casé”, contaba en 1975 en una entrevista publicada en el Diario de León.
“Así fue como acabó mi aventura escénica, etapa de la que no me arrepiento, porque si bien es cierto que me
robó mucho tiempo que podía haber
dedicado a otras cosas, tal vez más
sustanciosas, me enseño otras, para mí
muy queridas y que de otra manera
hubiera sido imposible aprender”.
“Exiliado” en León
De vuelta a León, se colegió como estomatólogo en 1945, con el número 146
de la XII Región (Asturias-León). En su
afán de formación constante, se licenció también en Biología y llegó a impartir clases de Fisiología en la universidad,
al igual que hiciera su padre. Incluso
llegó a hacerse cargo de la represen-
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tación de los dentistas leoneses, ya que
fue su presidente entre 1961 y 1969. En
1974 ingresó en la Real Academia de
Medicina de Asturias y León, con un
discurso titulado “Algunos aspectos
psicosomáticos en estomatología”.
Pero el doctor Sáenz siguió pintando, hasta el punto de ofrecer exposiciones en León y otras ciudades españolas, además de alguna salida al
extranjero. Su lenguaje expresivo se
fue enriqueciendo con elementos de
las nuevas tendencias, pero sin perder
la fidelidad a sus orígenes. “Todo son
matices dentro de una misma tendencia”, asegura en el catálogo de la exposición Javier Aguirre, director de la
misma, “oscilaciones entre la obra
metafísica, la surrealista y el expresionismo, siempre llevados a un lenguaje
muy personal”. También en los años
sesenta se abrió a las nuevas corrientes
críticas, sobre todo al pacifismo.
Prefería el óleo al acrílico y huyó de
los formatos excesivamente grandes.
Con una gran destreza para el dibujo a
plumilla, y con una gran formación
procedente de diversos campos, en
sus cuadros se manifestaban, sin apenas ruptura, representaciones míticas,
figuras sin rostro o fragmentadas, animales imposibles, paisajes oníricos e
incluso imágenes sobre la brutalidad
de la condición humana. Los arlequines, personajes silenciosos y solitarios,
se convirtieron en un tema recurrente a
lo largo de su trayectoria.
Aunque Sáenz de la Calzada sufrió
esa amputación que supuso la guerra
para toda una generación, huyó del
victimismo y se entregó a “una clara
voluntad de aferrarse a la felicidad
posible, que él cristaliza en sus inquietudes artísticas e intelectuales, en su
familia, en educar a sus hijas de acuerdo a unos valores representativos de
aquella generación mágica con la que
compartió juventud y convicciones”,
afirma Aguirre. Así, aunque sus fantasmas acaban manifestándose en su
obra, el pintor leonés nunca fue un
“outsider”, según explica el director de
la exposición, sino “el hombre sabedor de que no siempre todo puede
ser compartido con todos, aunque se
quisiera hacerlo”. Sus pinturas se convertían, de este modo, en contenidas y
a veces tensas válvulas de escape de
alguien profundamente convencido
de la fugacidad de la existencia.
“Comprende, ayudado por su formación científica”, explica su amigo y
también pintor Adolfo Álvarez, “que
se nace para morir. O como él mismo
escribió en un poema: para que mueran, sí, para que mueran, yo he tenido
a mis hijas”.
Pese a llegar a ser bastante conocido
como un importante referente de la
cultura leonesa, Sáenz de la Calzada
nunca quiso sacar provecho de sus
innegables dotes para el arte. “Tengo
para mí”, asegura Álvarez, “que Calzada
no utilizó jamás la cultura como un lujo
o algo que adorna. En su caso, la cultura es una extensión de su humanidad,
como un brazo, como unos dedos
delicados, como la bondad”.
Hasta el último momento fue fiel la
frase de Walter Benjamin: “grandeza sin
fama, gloria sin brillo y dignidad sin
dinero”, que Calzada consideraba un
ejemplo del espíritu que le fue inculcado desde pequeño. Aunque él afir-
Arlequín con dado (c. 1960).
Endimión (1960).
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San Sebastián (1965).
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maba: “hago de todo porque no consigo hacer nada bien”,
destacó en todos los campos en los que se introdujo, sin
buscar en ningún momento que ninguna de estas facetas le
reportara reconocimiento ni, mucho menos, dinero. Tanto es
así, que después de su muerte sus amigos se vieron sorprendidos con la publicación póstuma, en 1996, de un
poemario que había escrito entre los años 1952 y 1953, bajo
el título de Pequeñas cosas para el agua. Su elaboración
coincidió con la dolorosa pérdida de su padre, y en él se
revela como un excelente poeta. “Trabajo personalísimo, de
altura literaria, representativo de su condición de exiliado
interior y de intelectual desolado por la propia existencia
como misterio inescrutable”.
Antonio Gamoneda, amigo personal del médico y artista,
definió a Calzada como un hombre “en el que la bondad
era una forma de inteligencia”. Dos de sus hermanos tuvieron que rehacer su vida en el extranjero, a su suegro lo asesinaron por defender como abogado a unos revolucionarios, pero nunca actuó sobre él ni sobre su familia “el lastre
emocional ni el legítimo resentimiento”, en palabras de
Aguirre, sino que siempre quiso ser “digno de la herencia
ética recibida”. Sus cuatro hijas, Alicia, Marta, Margarita y
Beatriz serían educadas con los mismos principios que a él
le proporcionaron tanta fortaleza y recursos, “como una victoria secreta e íntima sobre un régimen que silenciaba o
manipulaba la España que pudo ser y no fue”.
Arriba, El
mecanismo
de la
Ascensión
(1994).
Abajo,
Rostro de
mujer
(1956).
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