Andrés Felipe Martínez Contreras

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EL ÁRBOL QUE QUERÍA SER MUEBLE
(Andrés Felipe Martínez Contreras)
Había una vez un viejo roble, con sus ramas retorcidas, sus ya marchitas y pocas
hojas, y con un robusto y enorme tronco color ocre, cuyas grietas y marcas se
dibujaban en la corteza como muestra de sus largos años. Tan fuerte, tan álgido
como su vejez. Se mostraba hermoso y vital ante los demás árboles del bosque.
Había servido de hogar a muchos animales, pájaros de todo tipo, ardillas,
serpientes, escarabajos, saltamontes, y otro montón de insectos cuyos nombres
no recuerdo ahora.
Como todo buen árbol, ya entrado en ancianidad, había decidido que quería ser
mueble, un gran y hermoso trono en el que se sentaran nobles, caballeros,
príncipes y princesas, o, por qué no, hasta un rey o un emperador. Hermoso
deseo aquel, pero a su lado había vivido, casi desde siempre, un pino. Éste era
envidioso, altivo, presumido y escamoso. También, estaba entrado en años y,
como el roble, decidió ser también un mueble, de los más finos y exquisitos. Así
que le dijo al roble: tú amigo no te hagas ilusiones, a ti nunca te usarían para algo
más un rústico lecho, un tosco taburete, o una simple porqueriza… tablón tras
tablón.
El roble silenció por un instante y luego en tono humilde le contestó: --- soy más
duro que tú, mi madera es más resistente y un buen tallador haría un mueble
eterno conmigo, ¿por qué no habría de escogerme? --- jajaja --- dice el pino con el
tono pedante que lo caracterizaba: --- soy suave para tallar, y aunque no tan
resistente como tú, poseo buena madera en la que se pueden repujar infinidad de
esbeltos adornos. Pero ¿sabes?, mañana vendrá el leñador y sabremos a quien
escogerá. Conoces tan bien como yo que el emperador de estas tierras ha
contratado a los mejores ebanistas para que le hagan un nuevo comedor.--Amanecerá y veremos --- contestó el roble con algo de decepción.
Al día siguiente el leñador entró al bosque, observó detenidamente los dos árboles
y decidió que los talaría a ambos. Así lo hizo, comenzó por el duro roble, hachazo
tras hachazo, un largo y duro trabajo hasta que por fin se desplomó. Luego
continuó con el pino, que fue más fácil de derribar. Hecho el trabajo los árboles
fueron llevados donde los ebanistas, quienes escogerían y harían de uno de los
dos árboles el comedor para el emperador y su familia.
Hubo una gran querella, uno de los ebanistas defendía al roble aduciendo que
éste era fuerte y duradero, que aunque su madera era difícil de labrar, la obra
terminada duraría por lustros. Otro ebanista se opuso, dijo que era mejor el pino,
de madera suave y más lisa, fácil de trabajar… el grupo de ebanistas no se ponía
de acuerdo; discutieron durante horas, pero finalmente llegaron a un consenso.
Los ebanistas prefirieron el pino. Así pues, el grupo comenzó a cortar y a tallar la
madera del pino, pieza después de pieza una obra magnífica, sin duda, se
cincelaba en cada espacio: rosas, ramas de olivo, pendones, espadas y escudos
con su elegante heráldica: tenares, lambrequines, bureletes, yelmos y coronas,
hermosos blasones; fieros leones, armiños y veros se hicieron a la par en la mesa
y en cada silla del comedor; era una genialidad.
El triste roble miraba cómo su cuerpo era desechado, omitido y casi olvidado.
Entretanto, un carpintero, ávido y creativo, comenzó a desbastar el gran roble.
Tomo su serrucho y cortó dos gruesos y largos trozos. No los pulió mucho, no
puso esfuerzo en hacerles arte, ni se molestó en tratarlos con sutileza. Sólo los
hizo dos troncos.
Al día siguiente fueron arrastrados, halados por bueyes hasta una gran plaza. Allí
las gentes estaban alborotadas, gritaban por todos lados y abucheaban; la razón,
un juicio público. Terminada la sentencia, de inmediato, un soldado que se
encontraba cerca tomó los dos troncos los amarró entre sí y los puso en la
espalda de unos de los condenados. Los cuerpos de madera fueron arrastrados
loma arriba en la espalda de aquel individuo; ungidos de su sangre e impregnados
por su sudor se incrustaban en su piel ya magullada por los azotes. Ya arriba,
fueron quitados de su espalda y con ellos se hizo una cruz, acto seguido, el sujeto
quien los cargó todo el camino, fue crucificado.
No recuerdo muy bien que pasó después, era común en aquellos días que se
diera muerte de esta manera a los malhechores. Pero si la memoria no me falla, el
nombre de aquel fulano era Jesús.
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