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Artículos de reflexión
Representaciones sociales de la enfermedad,
por una comprensión integral de la
experiencia patológica
Pablo Cuartas*, Ph.D.(c)1
1Faculté des Sciences Humaines et Sociales Sorbonne, Université Paris Descartes, Francia
Recibido: 15 de enero del 2012. Aprobado: 30 de agosto del 2012.
*Autor de correspondencia: Pablo Cuartas, Faculté des Sciences Humaines et Sociales Sorbonne, Université Paris Descartes, 45 rue des Saints-Pères - Bâtiment
Jacob 75270, Paris, France. Teléfono: (0-33-10) 6 2582 6742. Correo electrónico: [email protected]
Cómo citar este artículo: Cuartas P. Representaciones sociales de la enfermedad, por una comprensión integral de la experiencia patológica. Curare. 2014;
1(1): 83-91.
Resumen. Además de ser un hecho biológico, la enfermedad se constituye siempre como un objeto de representaciones sociales. La
historia de la medicina enseña que el conocimiento biológico de las enfermedades nunca ha excluido la reflexión sobre los imaginarios
y las prácticas vinculadas a ellas: desde la teoría humoral hipocrática hasta la epidemiología moderna, desde la medicina galénica
hasta la cancerología del siglo xx, el acontecimiento patológico ha exigido el concurso de un saber que dé cuenta de sus características
orgánicas y de un discurso que permita establecer las causas y las consecuencias sociales de la enfermedad. Entonces es necesario
restituir el diálogo entre la medicina y las ciencias humanas, un diálogo que la especialización científica de ambos dominios del saber
no debería impedir sino enriquecer. Solo en ese contexto de diálogo es posible una comprensión integral del fenómeno patológico. Inscrito en esa perspectiva, este artículo presenta algunas reflexiones que podrían contribuir a un análisis de las representaciones sociales
de la enfermedad, que pueden explicar aquello que, manifestado en el cuerpo individual, se construye, sin embargo, colectivamente.
Palabras clave: enfermedad, hecho social total, representaciones sociales, salud.
Social Representations of Illness on
Behalf of a Comprehensive Understanding
of the Pathological Experience
Abstract. Besides being a biological fact, disease is always an object of
social representations. The history of medicine teaches that biological
knowledge of disease has never ruled out thinking about collective imaginations and their associated practices. From the Hippocratic humeral
theory to modern epidemiology, from Galenic medicine to twentieth
century oncology, pathological events have required the application of
knowledge that takes into account their organic characteristics along
with requiring a discourse to determine the causes and social consequences of the disease. It is therefore necessary to restore the dialogue
between medicine and the humanities, which the scientific expertise of
both domains of knowledge should enrich rather than impede. Only in
this context of dialogue is it possible to gain a comprehensive understanding of pathological phenomena. From this perspective, the article
expresses reflections that could contribute toward an analysis of social
representations of disease, which may explain that what is manifested in
the individual body is nonetheless built collectively.
Keywords: disease, total social fact, social representations, health.
Representações sociais da doença, por uma
compreensão integral da experiência patológica
Resumo. Além de ser um fato biológico, a doença se constitui sempre
como um objeto de representações sociais. A história da medicina mostra que o conhecimento biológico das doenças nunca excluiu a reflexão
sobre os imaginários e as práticas vinculadas a elas: desde a Teoria Humoral Hipocrática até a epidemiologia moderna, desde a medicina galênica até a cancerologia do século xx, o acontecimento patológico continua exigindo o concurso de um saber que dê conta de suas características
orgânicas e de um discurso que permita estabelecer as causas e as consequências sociais da doença. Portanto, é necessário restituir o diálogo
entre a medicina e as ciências humanas, no qual a especialização científica de ambos os domínios do saber não deveria impedir, mas sim enriquecer. Somente nesse contexto de diálogo é possível uma compreensão
integral do fenômeno patológico. Inscrito nessa perspectiva, este artigo
apresenta algumas reflexões que poderiam contribuir para uma análise
das representações sociais da doença, que podem explicar aquilo que,
manifestado no corpo individual, constrói-se, contudo, coletivamente.
Palavras-chave: doença, fato social total, representações sociais, saúde.
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Artículos de reflexión
Introducción
El problema de la representación
En La salud, concepto vulgar y problema filosófico [1],
Georges Canguilhem señala, primero, que no existe en
rigor una “ciencia de la salud”, al tiempo que nos exhorta a confesarnos el carácter filosófico, no científico, del
concepto “salud”: “Admitámoslo por un instante. Salud
no es un concepto científico, es un concepto vulgar. Lo
que no quiere decir trivial, sino simplemente común,
accesible a todos” [2]. Es tal vez la creencia, largamente sostenida en Occidente, de que la salud es “el silencio de los órganos”, lo que explica que la investigación
científica se haya dirigido con más inquietud al concepto de “enfermedad”. Por otra parte, si se acepta con
Kant —como hace Hans-Georg Gadamer en El estado
oculto de la salud— que “todo nuestro conocimiento
empieza con la experiencia”, se entiende por qué la experiencia ruidosa, torcida e imperfecta del enfermo ha
resultado más interesante a la indagación científica que
la plenitud silenciosa del cuerpo saludable.
Aunque estamos en presencia de un problema que
ha merecido toda la atención científica, no se debería
soslayar su centralidad en el concierto de la filosofía y
de otras ciencias humanas. La prueba está en un hecho tan simple como la mención de Erixímaco, en el
Banquete de Platón, de lo que es “sano” y lo que es “enfermo”, o sea lo que es equilibrado y lo que no lo es. Vinculado con Eros y Afrodita, con la importancia social
y cultural del cuerpo manifiesta en la gimnástica y la
medicina de la Grecia clásica, se comprende que el problema del dolor y la enfermedad sea un problema filosófico antes de volverse un problema técnico. Es cierto
que en pleno nacimiento de la medicina hipocrática y
del arte médico griego se objetiva al cuerpo y a la enfermedad como physis, pero también es cierto que esa
objetivación científica surge de preocupaciones filosóficas a tono con la cultura griega.
Es por eso que la experiencia de enfermar permite y exige una lectura desde las ciencias humanas.
No se trata de explicar técnicamente el efecto de las diversas patologías en los cuerpos, tampoco de investigar de qué se enfermaba la gente en épocas y espacios
lejanos, y menos aún de usurpar el saber que la propia medicina, entre aciertos y equivocaciones, ha logrado construir a lo largo de veinticinco siglos. Esta
tarea, digámoslo con respeto, puede resultar anecdótica
y revelar curiosidades, pero puede también vedarnos la
posibilidad de arriesgar preguntas por el significado de
estar enfermo en un momento histórico determinado:
Curare / Volumen 1, Número 1 / junio 2014
¿Qué significaba tener los “humores” en desequilibrio?
¿Qué alcances puede tener en cada contexto histórico
la tragedia social de estar enfermo, de sufrir en soledad, de ser objeto de rechazo o de compasión? ¿Cómo
se vive o se padece la lucha corporal y simbólica de cargar con un estigma dado por la enfermedad? ¿Cómo los
padecimientos y nuestras experiencias del sufrimiento
en la enfermedad recomponen, transforman, transfiguran nuestra relación con el cuerpo, con la sexualidad
y con los otros? Preguntas del mismo talante podrían
multiplicarse al infinito, y en todas está sugerida la gran
polisemia del concepto de “enfermedad” y la urgencia
de construir un discurso médico tan diverso como la
experiencia que se propone combatir.
Es así como hacemos eco de la perspectiva ilustrada por el médico, sociólogo y lingüista colombiano
Hernando Salcedo Fidalgo:
Desde el punto de vista cognitivo, sólo es posible comprender las formas de enfermar y morir en un momento histórico determinado, gracias a las representaciones
sociales que conforman tanto los discursos autorizados y designados para el conocimiento de estas, como
los discursos ‘profanos’ que conforman los dispositivos
conceptuales con los que es posible generar un sistema
semántico que dé sentido a la experiencia patológica.
Así, las Ciencias Sociales y Humanas tienen un papel
esencial en la comprensión de la dinámica social que
orienta las interacciones dispuestas en torno a la experiencia de enfermar. Si bien es legítima la objetividad
propuesta por el positivismo y el racionalismo que modelan el discurso médico y el tipo de conocimiento y de
prácticas que produce, la Historia de lo terapéutico está
inmersa en los imaginarios tanto de las propias prácticas de los designados para la cura, como en la resistencia o colaboración de quienes pretenden ser curados [3].
Es difícil encontrar un pasaje que sintetice mejor
el complejo de relaciones que se configuran durante el
proceso salud/enfermedad. Sin embargo, bastaría con
retomar dos expresiones rectoras, dos “ideas-fuerza”,
para abrir un campo de reflexión suficientemente vasto: son las categorías “representación” y “sentido”. Con
la sola mención de estos conceptos fundamentales aparecen con claridad los puentes que deben tenderse entre medicina y ciencias humanas. Sobre ambas ideas
recae una significación tan importante para el quehacer
médico, que no resulta concebible una verdadera comprensión del fenómeno patológico que no pase por un
conocimiento del contexto que lo hace posible.
A Michel Foucault, célebre filósofo e historiador
francés, le debemos los análisis más luminosos sobre
Representaciones sociales de la enfermedad
la distancia que hay entre los hechos y sus representaciones. Decidido a establecer “una arqueología de las
ciencias humanas”, Foucault dedica el último capítulo
de Las palabras y las cosas [4] a describir dos epistemes,
es decir, dos sistemas de racionalidad distintos y a la vez
complementarios.
El primer sistema está conformado por lo que él
denomina el “triedro de los saberes”, rótulo para designar a aquellas racionalidades concentradas en revelar
un conjunto de regularidades deductivas y lineales, en
descubrir relaciones causales y en explicar, por ejemplo, qué es la vida, qué es el lenguaje, qué es la sociedad.
Lo que importa, claro está, son los hechos, de manera
que presenciaremos, en este periodo histórico (siglos
xvi y xvii), el surgimiento de las ciencias matemáticas
y físicas, el de las ciencias de la vida, del lenguaje y de la
producción, y el de las filosofías ontológicas de la vida,
el lenguaje y la producción. Nacen entonces la biología,
la filología y la economía. La formalización matemática sirve de fundamento común a estas ciencias niñas
que por el momento dominarán el panorama cultural
de una modernidad embriagada de positivismo, exactitud y progreso.
Pero a la sombra de esa episteme presentada como
sólida y completa, como fórmula de avance en pos de
la perfección del espíritu humano, nacerán ciencias
aún más niñas, enfants terribles como se dice en francés (“niñas terribles”) que serán menos dóciles a los hechos, casi rebeldes al orden, y nada sensibles al Hombre
como referente universal: se trata de las ciencias humanas. En efecto, otra racionalidad aparece cuando los hechos son pensados de manera indirecta, y sobre todo
cuando son tomados como producciones históricas, es
decir, como construcciones sometidas al cambio y a la
contingencia.
Si la obsesión de la biología es el Hombre como
hecho físico y orgánico, si el problema de la filología
es el lenguaje como dato constitutivo de Humanidad,
y si la economía piensa la producción como un hecho
que separa al ser humano del reino animal, las ciencias humanas desbaratan la ficción del Hombre como
universalidad al introducir la perspectiva de las representaciones. Ya no será el hecho físico de la vida el que
interese a esta racionalidad; serán las representaciones
que el individuo construye sobre la vida lo que dará
lugar a otra ciencia: la psicología. Tampoco interesará el lenguaje como herramienta general de comunicación, sino las apropiaciones particulares que se hacen
del habla, el carácter mutable de los significados; interesarán, en suma, las representaciones que habitan el
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hecho lingüístico. De ahí que la filología abra paso a la
lingüística.
Por último, el trabajo y las relaciones sociales dejarán de ser abordadas como hechos de los cuales el
“sujeto alienado” no puede escapar, y pasarán a ser incluidas en el mismo ejercicio de representación: cuáles son las representaciones sociales sobre la sociedad
misma, cómo piensan los hombres la riqueza, cómo se
imaginan los individuos que son vistos por otros individuos… He ahí, entre otras, las preguntas centrales de
la sociología.
De suerte que estamos frente a dos racionalidades
gestadas en el corazón mismo de la modernidad, dos
universos simbólicos que persiguen, de acuerdo con lógicas del saber muy concretas, demostrar hechos, en un
caso, e interpretar representaciones, en el otro caso. Muy
pronto aparecerán otras ciencias humanas que siguen
la misma intención interpretativa, ciencias que terminan por derribar la noción abstracta del hombre que
vive, trabaja y habla: la historia se encarga de señalar
que no siempre ha sido así, que las maneras de vivir,
trabajar y hablar cambian con el discurrir temporal de
los hombres. Por su parte, la antropología muestra que
no en todos los lugares se vive, se trabaja y se habla
igual, y, más interesante aún, nos enseña que no hay
un parámetro universal para medir todas las conductas humanas. Finalmente, con el descubrimiento del inconsciente gracias a los primeros trabajos clínicos de
Freud, comprendemos que no para todos es igual la
vida, la riqueza y el lenguaje. Evidentemente estamos
autorizados para extender a otros verbos la misma consecuencia: en general, los modos de sentir, pensar y actuar están sometidos a la triple referencia del tiempo, el
espacio y el individuo.
La manera como Foucault nombra este proceso es electrizante: las ciencias humanas conducen a la
“muerte del Hombre”. Efectivamente, ya no es posible
pensar en el Hombre con mayúscula, como si se tratara de una abstracción universal, como si siempre y en
todas partes la experiencia fuera igual, como si el tiempo, el espacio y su propia noción del devenir que lo contiene no hicieran bascular los órdenes establecidos. La
lección que recibimos de las ciencias humanas es la evidencia de que cada sistema cultural produce sus propias representaciones sobre el mundo y sobre los otros,
sobre el dolor y la felicidad, sobre el cuerpo y su muerte, la existencia y sus anomalías. Lección humilde quizás y por eso mismo indispensable.
Hablando del arte médico, de la relación médico/
paciente, ese modesto descubrimiento de las ciencias
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Artículos de reflexión
humanas tiene el mérito de situar en contexto el interés terapéutico que está en el centro de ese arte y de
esa relación. La comprensión del fenómeno patológico depende tanto de la utilización de los recursos técnicos que tanto han servido para atenuarlo, como del
conocimiento de los imaginarios que circulan sobre él.
Solo una mirada a las representaciones circulantes sobre la salud y la enfermedad abre el espacio donde el
acto médico por fin tiene significado. “La existencia de
la enfermedad como hecho biológico universal, y singularmente como experiencia existencial en el hombre,
suscita una interrogación sobre la precariedad de las estructuras orgánicas” [5], y al mismo tiempo abre la necesidad de conjugar ambas dimensiones en el proceso
terapéutico. La medicina nunca ha dejado de ser sensible a ese ejercicio holístico, y habría que propender
con la suficiente obstinación para que no dejara de serlo ahora que tiene casi todos los medios técnicos para
alcanzar sus más caros propósitos.
Por lo pronto, el tema de las representaciones sociales debe reconducirnos al tema del sentido que las
épocas, las culturas y los individuos depositan sobre
el hecho de enfermar. Lo que está en juego en las ciencias humanas es, finalmente, la cuestión del sentido: si
el Hombre no está determinado por los hechos sino
que construye representaciones sobre ellos, quiere decir por extensión que existe la posibilidad de otorgarle
sentido a las cosas dadas, de dar significado a los hechos que el azar ofrece, de cambiar incluso aquello que
se presenta como “irrevocable”. Las interacciones del
paciente con su enfermedad están atravesadas por representaciones que son útiles en el proceso de anamnesis, pero también son prácticas que, en medio del dolor,
tratan de restituir un poco de sentido.
Si es cierto que por “sentido” debe entenderse “dirección” y “significado”, entonces es posible afirmar que
en muchos casos el éxito del tratamiento depende de
la comprensión del sentido de la enfermedad por parte del paciente. Cuando se establece una relación enfermedad/enfermo desprovista de sentido, es decir,
sin dirección ni significado, la experiencia patológica se vuelve a tal punto irrisoria, que las posibilidades
de cura se reducen porque el paciente abandona la voluntad que lo conduce al terapeuta. Excesivamente objetivada, la experiencia patológica corre el riesgo de
llevarnos en dirección de nada, de no significar nada, y
por tanto tiende a convertirse en un evento cuya trivialidad ya no exige el concurso del “buen médico” que la
medicina ha soñado desde Hipócrates y Galeno. En el
momento en que la enfermedad pierde sentido, cuando
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ya no es una dirección que se puede torcer a favor de la
vida, o cuando ya no es un significado que amenazándola la ennoblece, los saberes dispuestos para erradicarla se ven igualmente empobrecidos.
Ahora bien, se trata de reconstruir una imagen
integral de la enfermedad a fin de comprenderla y de
comprenderla con el fin de poder enfrentarla. Tomar
la enfermedad solo como hecho y no como representación, atacarla solo en sus aspectos orgánicos sin considerar los aspectos sociales que están en su base y en
su desarrollo, es no solo un error sino un franco retroceso con respecto a la medicina de siglos anteriores.
A eso se refiere Georges Canguilhem cuando observa
que “el estudio de las enfermedades desde un punto
de vista estadístico referido a su aparición, su contexto
social, su evolución, es precisamente contemporáneo
de la revolución anatomoclínica que tuvo lugar en los
hospitales austríacos, ingleses y franceses a principios
del siglo xix” [6]. En síntesis, siguiendo a Canguilhem, hay que ver una continuidad y no una ruptura
entre el tratamiento científico de las enfermedades y
el conocimiento de las condiciones sociales en las cuales aparecen, hay que superar los falsos problemas que
aíslan medicina y cultura y favorecer un encuentro dinámico y creativo entre el discurso autorizado del médico y el discurso existencial de quienes necesitan ser
curados.
Un balance de la recepción social de la institución
médica, y no de sus innegables logros técnicos, puede
contribuir en la comprensión de fenómenos cruciales
como el resurgimiento de las medicinas “paralelas” a
escala planetaria. Parece que el recurso técnico-científico no basta para devolverle a la medicina tradicional el lugar de centralidad que hoy comparte con otras
prácticas y discursos terapéuticos. Para recuperar la
legitimidad tanto tiempo ostentada por la medicina
tradicional, para devolverle su “autoridad”, o sea su capacidad de hacer creer, es necesario equilibrar el entusiasmo que se presta al avance técnico y científico con
el análisis a veces marginal que se hace de las condiciones sociales de apropiación de esos mismos avances.
Relacionados con pacientes cada vez más reflexivos,
más conscientes de su subjetividad y más interesados
en formar parte activa de su tratamiento, los representantes del saber médico contemporáneo tienen, como
en tiempos de Galeno, dos opciones: ser lo que el padre de la anatomía llamaba “simples recetadores”, o tomar el camino de ser “verdaderos médicos”. Georges
Canguilhem nos presenta una vez más la semblanza de
quienes toman la segunda opción:
Representaciones sociales de la enfermedad
Mi médico es aquel que acepta corrientemente de mí
que lo instruya sobre lo que sólo yo estoy habilitado para
decirle, a saber: lo que mi cuerpo me anuncia a mí mismo a través de síntomas cuyo sentido no me resulta claro. Mi médico es aquel que acepta de mí ver en él a un
exegeta, antes que aceptarlo como un reparador […] la
definición de salud introduce subrepticiamente el concepto de cuerpo subjetivo en la definición de un estado
que el discurso médico cree poder describir en tercera
persona [6].
La enfermedad como hecho social total
Con la intención de señalar el entramado en el que está
inscrita la experiencia de enfermar, y, más que eso, con
el ánimo de proponer una lectura versátil de un fenómeno tan esquivo como el proceso salud/enfermedad,
es posible valerse de la lucidez de algunos clásicos de
las ciencias humanas. En particular, cuando se trata de
pensar las enfermedades como algo más que un desequilibrio corporal, la noción de hecho social, acuñada
por Émile Durkheim en Les règles de la méthode sociologique [7], nos permite registrar ese carácter “abierto” de la enfermedad. Con el concepto de hecho social,
Durkheim comprende una serie de acontecimientos
que tienen dos características dominantes: son, por un
lado, exteriores a la voluntad del individuo y, por otro
lado, tienen un poder coactivo sobre quienes participan de ellos. Así, exteriores y coercitivos, los hechos sociales abarcan modos de sentir, pensar y actuar que se
enclavan en la cultura a través de la costumbre, esa “segunda naturaleza” según la definición de Galeno. Sin
documentar a fondo un tema cardinal de las ciencias
sociales y humanas, es suficiente con detenerse un instante en esas dos cualidades de los hechos sociales para
descubrir que encajan perfectamente en una definición
provisoria de lo que es la enfermedad. Las enfermedades pueden ser exteriores a la voluntad del individuo
desde un punto de vista patogénico, es decir, pueden
ser una imposición del medio ambiente; pero aun si
la enfermedad se origina en el interior del organismo,
es evidente que se trata de un proceso ajeno y exterior
a la voluntad individual. Salvo casos muy particulares
que valdría la pena analizar en otras circunstancias,
como el de la anorexia nerviosa, la enfermedad es casi
siempre una entidad que actúa sin la complacencia
voluntaria de quien la padece. De ese atributo de “exterioridad” se desprende el otro rasgo, el de coacción,
que no es más que la violencia con la cual suelen imponerse las enfermedades. La enfermedad es coactiva,
en definitiva, al reducir las capacidades del organismo,
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al alterar el funcionamiento del cuerpo y al afectar las
diversas interacciones sociales del individuo que cae
bajo su dominio.
Esa amplitud del concepto de enfermedad estaba presente ya entre los griegos, en los albores de la
profesión médica. Así nos lo hace notar el gran historiador de la medicina Mirko Grmek cuando distingue
cuatros campos semánticos de la experiencia patológica en el mundo clásico: primero, un significado político
de la enfermedad, la define como debilidad, carencia de
fuerzas para el trabajo y aislamiento de la vida pública
y de las decisiones de la polis; segundo, un significado
estético, asocia enfermedad con fealdad, desequilibrio
humoral con desarmonía corporal; tercero, un significado social la relaciona con la incomodidad, el trastorno y la molestia; cuarto, un significado físico la
identifica con el sufrimiento y el dolor. De suerte que
hay criterios objetivos y subjetivos que confluyen cuando alguien cae enfermo: no solo su cuerpo se ve transgredido por una potencia exterior y coercitiva, sino que
también se pone en entredicho su ser social al no poder trabajar, decidir, ni participar en la intensa actividad cultural de la ciudad.
Otras lenguas expresan mejor que la nuestra la diversidad semántica de la enfermedad, y por tanto han
podido diferenciar finamente los momentos que marcan la experiencia patológica. Por ejemplo, el inglés
tiene tres vocablos distintos para designar el estado
de enfermedad y sus representaciones sociales: illness,
“sentirse enfermo”, se utiliza cuando aparecen los primeros signos de que “algo no está bien”, es decir, illness es “estar enfermo”. Cuando la palabra del médico
aparece, lo hace a través de otro vocablo, y el enfermo
pasará a ser disease, que quiere decir “declarado objetivamente como enfermo”. Al momento de escucharla,
el enfermo se convierte en “paciente” pues desde ahora
sabe que “tiene una enfermedad”. Finalmente, llega la
presentación ante los otros, la inserción en la vida colectiva por la cual el sujeto descubre lo que es “ser un
enfermo”. Lo descubrirá cuando sea llamado sick.
La evolución paralela de la enfermedad en el cuerpo y en los usos lingüísticos da cuenta otra vez del carácter a la vez corporal y social de las enfermedades.
Para traducir al vocabulario de las ciencias humanas
esa doble percepción, se puede invocar el concepto de
hecho social total introducido por Marcel Mauss como
variación a la categoría precedente de su tío y maestro
Durkheim. Tratando de abarcar las realidades sociales en su totalidad, Mauss propone considerar sus dimensiones económicas, corporales, políticas, estéticas
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Artículos de reflexión
y morales sin reducirlas a uno de esos aspectos. Además de esta noción, Mauss también elabora todo un
plan de trabajo antropológico bajo la fórmula “concreto/completo”, que consiste en revelar los nexos que hay
entre fisiología, psicología y sociología. Siguiendo esa
línea de pensamiento, estaríamos frente a la interacción
entre hechos fisiológicos, percepciones psicológicas y
representaciones sociológicas, lo cual afirma el interés
contemporáneo por restituir la condición “total” de la
enfermedad.
Para finalizar esta breve mención del concepto
de hecho social total, y para terminar de argumentar
la utilidad que puede prestar al discurso médico actual, es interesante recordar lo que concluye Claude Lévi-Strauss, fundador de la antropología estructural, en
su famosa Introducción a la obra de Marcel Mauss [8]
publicada en París en 1950: según Lévi-Strauss, lo importante de los hechos sociales totales es que el observador está implicado en lo que observa, no es ajeno a
sus determinaciones y no escapa a las variaciones que
tiene lugar en la realidad social. Miradas con cuidado,
las características analizadas por Durkheim, Mauss y
Lévi-Strauss son aplicables al acto médico y al proceso
salud/enfermedad. Aunque se separen de la racionalidad científica y se inscriban del lado del conocimiento
ordinario, tomar la enfermedad como hecho social total
exige un esfuerzo de comprensión en el que las representaciones sociales ya no son un resto de equivocaciones de las que cabe deshacerse sino un intento colectivo
de expresar lo que no se puede expresar: el miedo y la
certidumbre ante la muerte.
Representaciones sociales de la enfermedad
En razón de los límites que impone una intervención
corta sobre un problema extenso, se pueden reducir a
tres los aspectos sobre los cuales es preciso volver en
busca de una “comprensión integral de la experiencia
patológica”: política, economía y estética serán, ahora,
los escenarios donde se representan distintas versiones
de la enfermedad.
Las relaciones entre política y enfermedad pueden
ser objeto de muchas reflexiones, pero es tal vez Michel
Foucault quien brinda la mirada más completa sobre
la irrupción de la enfermedad como problema durante la construcción del Estado moderno. Con la expresión “biopolítica” o “políticas de la vida” [9], Foucault
se propone designar los dispositivos que intervinieron
en la aparición de instituciones públicas consagradas a
hacer frente a la enfermedad, impulsadas no tanto por
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un interés filantrópico o humanitario sino por motivaciones políticas y económicas muy precisas.
Por extraño que pueda parecernos a nosotros,
lectores del siglo xxi, temas como la natalidad, la reproducción, la mortalidad y la longevidad apenas se
convierten en asuntos de Estado hacia el siglo xviii.
Ante la necesidad de fortalecerse como institución contra otros poderes que lo asedian —la Iglesia, la burguesía, los imperios— el Estado moderno comienza a
pensar en tecnologías que hagan del cuerpo un instrumento de producción y una realidad controlables. A esa
preocupación política debemos el nacimiento de la escuela, el ejército, la cárcel, la fábrica y el hospital. Para
dar cumplimento a ese mandato doble de productividad y control, estas instituciones darán lugar a múltiples mecanismos de los que participa, en más de una
ocasión, la institución médica. Por ejemplo, ese es el
contexto en el que emerge la higiene, un discurso productor de normas de comportamiento garante de la
buena salud, las costumbres sanas y la limpieza como
fundamento de bienestar. También durante la consolidación del Estado moderno aparece la medicina como
protección social, es decir, como saber dispuesto para
afrontar los accidentes laborales, los problemas de la
vejez en la producción y las enfermedades que impedían que el cuerpo realizara bien su trabajo. Simultáneamente, la medicina adopta la forma de un saber
preocupado por la conservación de la especie humana, e introduce en sus prácticas y discursos los problemas de la contaminación, las condiciones geográficas
y climáticas, y los efectos de la naciente ciudad industrial sobre los cuerpos de quienes las habitan. Por último, la medicina recompone sus posiciones frente a la
sexualidad y comienza a propender por una sexualidad
disciplinada, de lo cual da buena cuenta el tristemente
célebre Dr. Tissot.
Es así como se construye una imagen de la enfermedad como problema público. Pero, más que eso, la
enfermedad se vuelve un problema público que debe
ser públicamente resuelto. Es entonces cuando las condiciones económicas se hacen tan indispensables como
las condiciones médicas en la disposición de actitudes
contra la enfermedad. Los trabajos sobre la historia de
la cancerología en Francia del médico y sociólogo Patrice Pinell [10] son, a este respecto, iluminadores. La
campaña que a principios del siglo xx libró toda la sociedad francesa contra esa enfermedad “democrática”
que es el cáncer no sería posible sin la consideración de
aspectos a la vez económicos y terapéuticos: por ejemplo, la implementación de la radiología es imposible sin
Representaciones sociales de la enfermedad
el apoyo económico del Estado, única institución capaz
de pagar, en los años veinte, la adecuación de los hospitales para tratar a los enfermos con ese nuevo pero muy
costoso recurso tecnológico. La lucha contra el cáncer
en Francia tampoco hubiera progresado sin la decisión
política del Estado que, además de pagar por los instrumentos necesarios para controlarlo, ideó un sistema de
equidad social en el que los mejores oncólogos del país
trabajaban en los hospicios que acogían a los pacientes
más miserables en la escala social. Invirtiendo el sistema simbólico de prestigio, los pacientes menos favorecidos tuvieron la oportunidad de ser tratados por los
especialistas mejor calificados de Francia. De tal modo,
el esfuerzo público francés por contrarrestar los efectos
del cáncer contó con la intervención activa de médicos,
políticos, biólogos, radioterapeutas, grupos filantrópicos y pacientes que, cada vez más informados, contribuyeron de manera decisiva en esa movilización total
contra la enfermedad.
Pero si la política y la economía han hecho de la
enfermedad un problema público, la literatura se ha
acercado con no menos frecuencia a la morbidez. Igual
de importante a los autores y trabajos mencionados
hasta ahora resulta el gran ensayo La enfermedad y sus
metáforas, seguido de El sida y sus metáforas, escrito
por la novelista norteamericana Susan Sontag [11]. Se
trata de más de un centenar de páginas en las que discurren personajes literarios, pacientes anónimos y escritores mismos que hicieron de sus relaciones con la
enfermedad un tema propicio a la invención poética.
En un momento vemos a Marguerite Gautier, la protagonista de La Dama de las camelias, bella y cortesana
doblegada por la tisis, presa de una enfermedad que era
asociada, en el siglo xix, con los fervores del enamoramiento. Luego presenciamos ciertas dosis de orgullo en
Novalis, poeta del romanticismo alemán, quien se sentía más enamorado en la medida en que más invadido
estaba por la tuberculosis. Sin ir muy lejos se pueden
encontrar, en la poesía colombiana, dos ejemplos notables de elaboración poética de la enfermedad: el primero es el poema “El mal del siglo” [12], escrito por
José Asunción Silva en la agonía del siglo xix, y el segundo la excepcional Reseña de los hospitales de ultramar de Álvaro Mutis [13]. El fenómeno es extensible
incluso a otras producciones culturales como la música. De Chopin se decía que “era un tuberculoso en un
momento en que la salud no era chic”, y después Claude Debussy compuso una obra conmovedora sobre un
mundo lleno de emanaciones metílicas. Para la fecha
de su presentación, la teoría del contagio microbiano ya
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había sacado al miasma del panorama científico, pero
este sobrevivía en los imaginarios populares y en ciertas creaciones artísticas. De tal manera desembocamos
en la más alta romantización de la tuberculosis, lograda por Thomas Mann en La montaña mágica [14], un
hospicio de la primera posguerra donde se escucha la
bella declaración de amor de Hans Castorp a Madame
Chauchat: “El amor, la muerte y el cuerpo… esos tres
no son sino uno”.
Esta dimensión estética de la enfermedad se corresponde con la necesidad antes mencionada de dar
sentido a una experiencia de la cual el solo tecnicismo
no puede dar cuenta en su totalidad. Las representaciones estéticas de la enfermedad no son la enfermedad
misma, pero es innegable que conforman un conjunto
más o menos ordenado de percepciones comunes y de
posibilidades de acción que la medicina tradicional no
debería pasar por alto. Al pasar revista a algunos ejemplos concretos de esta construcción de una imagen pública del estar enfermo, se entiende bien por qué las
representaciones sociales de la enfermedad son decisivas aun para su tratamiento: de la tuberculosis y el
cáncer se decía a menudo que son enfermedades de la
pasión, pues se manifiestan con fiebre; el contacto con
quien las padece toma la forma de tabú; son “indecibles”, da vergüenza mencionarlas; son procesos en los
que el cuerpo se corrompe, ya que son patologías del
espacio, es decir, se expanden, se extienden o invaden.
Sin embargo, estas representaciones constituyen
un peligro cuando dejan de ser simples imágenes y pasan a ser matrices de prácticas cotidianas. En el momento en que se pasa del libro y de la alegoría de la
enfermedad a la vida real, es claro que estas representaciones pueden impedir que se busque ayuda profesional a tiempo, inhibir al paciente de confesar su dolencia,
avergonzarlo al punto de frenar su impulso hacia la vía
terapéutica. El exceso de metáforas y mitos sobre la enfermedad resulta en ese caso mortal. Está por fundarse
entonces un nuevo significado de la enfermedad que, a
medio camino entre la objetividad científica y la sensibilidad común, logre despojarla de los significados que
impiden tratarla con eficacia.
Por el filósofo del lenguaje Ludwig Wittgenstein
[15], sabemos que la manera de nombrar las cosas determina su comprensión, que la forma de aproximarnos lingüísticamente a un hecho dado condiciona la
manera de interpretarlo. El conjunto de imágenes y
conocimientos ordinarios sobre la enfermedad pueden estar plagados de errores, pero ni siquiera entonces son un ruido incoherente ante la palabra autorizada
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Curare / Volumen 1, Número 1 / junio 2014
Artículos de reflexión
del médico. Son más bien, siguiendo a Wittgenstein,
“juegos de lenguaje” distintos pero no contradictorios,
formas de decir, y por tanto de pensar, que habría que
poner en diálogo antes que oponer. Amparada en la soberanía de su poder, la medicina estaría en capacidad
de vincularse de manera efectiva en las narrativas cotidianas de la enfermedad, ayudando de paso a derribar
los prejuicios que dificultan su intervención. Haciendo
de la enfermedad un proceso “demasiado humano”, la
palabra médica puede favorecer acercamientos menos
estigmatizantes que los sufridos por los pacientes de
cáncer y más aún por los de vih/sida (para citar ejemplos actuales). Una nueva posición frente al dolor deberá ser construida, lo mismo que una nueva posición
frente a la fealdad, la muerte y la pobreza, otros resquicios de humanidad que las actuales sociedades de consumo no perdonan.
Hacia una perspectiva hermenéutica de la salud
A falta de mejores oportunidades para aventurar algunas percepciones del quehacer médico desde afuera, como me corresponde en este caso, es importante
mencionar las redundancias prácticas de una comprensión integral de la experiencia patológica. Cuando
se echa un vistazo a la inmensidad de temas con los
que está relacionada, la enfermedad adquiere por fin el
estatuto que se merece. Y el paciente, dueño del cuerpo
en el que las afecciones residen, pasa a ser tomado no
como objeto sino como sujeto.
Sin mencionar las desigualdades sociales que hay
frente al dolor, sin detallar la precariedad de los sistemas de seguridad social, es posible comprender cómo
la enfermedad participa en la subjetividad de quien la
padece. Algunos médicos contemporáneos hablan a
ese respecto del “relato patográfico”, que no es más que
la puesta en marcha de ese ejercicio anamnésico que los
griegos pusieron en la base de su arte médico. Aunque
la experiencia que designa es muy antigua, la expresión
es afortunada al decir “relato”, pues como en todo buen
relato la enfermedad entra como una situación imprevista después de la cual ya nada puede ser como antes.
Tratándose de sujetos y no de objetos, la enfermedad
es una suerte de contrarrelato que desvía el curso del
relato vital. Así, los relatos de la vida familiar, laboral y
amorosa, por decir apenas algunos, se ven de repente
impugnados por una presencia ajena a la voluntad de
todos, pero a todos igualmente cercana.
La subjetividad del paciente se evidencia hoy más
que nunca en esa especie de “escena” que es la consulta
médica. El papel protagónico sigue siendo el del médico, pues el paciente ha depositado en él su voluntad de
ser tratado. Pero también es cierto que el paciente contemporáneo tiene más conciencia de su papel, se sabe
actor de una obra común de la que quiere participar y
de la cual también prescinde en el momento en que es
ignorado. Salvo en los casos de urgencia, en los que la
voluntad del paciente se pone entre paréntesis en vista
de la gravedad de las cosas, resulta crucial para la institución médica establecer puentes más fluidos con los
pacientes, dedicar un esfuerzo mayor a la comprensión
total de la enfermedad, y disponer de una actitud abierta a los fenómenos culturales que moldean la experiencia patológica.
Finalmente, es esperable que una profesión que jamás ha dejado de ser humana, cuyo objeto siempre ha
sido la vida, vuelva a interesarse por todo lo que no es
la enfermedad pero que incide en su aparición, desarrollo o exterminio. La historia del saber médico cuenta
con los suficientes ejemplos para ilustrar que el avance
técnico jamás ha sido indiferente a las condiciones sociales en las cuales debe ser aprovechado. Y no debería
resultar extraño que en el camino hacia una comprensión integral de la experiencia patológica fuera el saber
médico el que propiciara una invitación fundamental:
hacer una vez más que la vida merezca ser vivida.
Referencias
[1] Canguilhem G. La salud, concepto vulgar y problema
filosófico. Revista Unaula, 1998. [Artículo en internet.
Citado: 2012]. Disponible en: www.saludcolectiva-unr.
com.ar/docs/SC-167.pdf
[2] Canguilhem G. La salud, concepto vulgar y problema
filosófico. Revista Unaula, 1998. p. 152.
[3] Salcedo-Fidalgo H. El amor, la muerte y el cuerpo…
esos tres no son sino uno. Bogotá: Universidad Nacional
de Colombia, 2007. [Memoria de ponencia en Internet.
Citado: 2012]. Disponible en: http://www.12congreso.
unal.edu.co/pdfdocs/simp46.pdf
[4] Foucault M. Las palabras y las cosas: Una arqueología
de las ciencias humanas. Madrid: Siglo xxi; 1991.
[5] Canguilhem G. Escritos sobre medicina. Barcelona:
Amorrortu; 2004.
[6] Canguilhem G. Escritos sobre medicina. Barcelona:
Amorrortu; 2004. p. 5.
[7] Durkheim E. Les règles de la méthode sociologique. Paris: Flammarion; 1895.
Representaciones sociales de la enfermedad
[8] Lévi-Strauss C. Introducción a la obra de Marcel Mauss.
Paris: Editorial Tecnos; 1950.
[9] Foucault M. Estética, ética y hermenéutica. Barcelona,
Paidós; 1999.
[10] Pinell P. Naissance d’un fleau: Histoire de la lutte contre
le cancer en France, 1890-1940. Paris: Metailie; 1992.
[11] Sontag S. La enfermedad y sus metáforas: el sida y sus
metáforas. Barcelona: Debolsillo; 1978.
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[12]Silva JA. Gotas amargas. Barcelona: Instituto Caro y
Cuervo; 1979.
[13]Mutis A. Reseña de los hospitales de ultramar. Bogotá: Separata Revista “Mito”; 1955.
[14] Mann T. La montaña mágica. Berlín: S. Fischer; 1924.
[15]Wittgenstein L. Tractatus Logico-Philosophicus. Madrid: Alianza Editorial; 2009.
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