Las ciencias sociales en la era neoliberal

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Boron, Atilio A.. Las ciencias sociales en la era neoliberal: entre la academia y el pensmaiento crítico. En
publicación: Tareas no. 122. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos “Justo Arosemena”. Enero-Abril 2006.
ISSN: 0494-7061
Disponible en la World Wide Web:
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LAS CIENCIAS SOCIALES EN LA ERA NEOLIBERAL: ENTRE LA ACADEMIA Y EL
PENSAMIENTO CRITICO*
Atilio A. Boron**
Voy a arriesgar una reflexión en voz alta (que por razones de tiempo deberá ser un poco esquemática)
sobre la situación de la sociología y, por extensión, de gran parte de las ciencias sociales en América
Latina. El punto de partida es una constatación que todos comparten: las ciencias sociales _de ninguna
manera la sociología es una excepción- enfrentan una serie de retos de crucial importancia no sólo en
América Latina sino también en el resto del mundo.
Si ustedes releen las páginas del informe Gulbenkian, el excelente trabajo que produjera un equipo de
eminentes científicos coordinado por Immanuel Wallerstein, verán que nos
invita precisamente a "impensar" las ciencias sociales, o sea, repensarlas pero a partir de premisas
radicalmente distintas a las convencionales.1 No se trata de volver a recorrer con el pensamiento el mismo
camino ya trillado. Repensar, en este caso, y ante la gravedad de la crisis que afecta a todo ese conjunto
de disciplinas, significa "impensar" las ciencias sociales. ¿Por qué? Porque en el mencionado informe
_documento centrado en el desarrollo de las ciencias sociales de los países avanzados, que supuestamente
estarían al margen de ciertos problemas que nos afectan gravemente a nosotros- el diagnóstico reviste tal
gravedad que los académicos involucrados optan por hacer una explícita y urgente convocatoria a
repensar todo desde nuevos comienzos.2
En nuestro caso, a las causas que alimentan la crisis de las ciencias sociales en los países más avanzados
debemos agregarles dos factores que merecen una consideración especial: el triunfo ideológico del
neoliberalismo y el auge del postmodernismo.
Dos nefastas tradiciones intelectuales
En primer lugar, entiendo que es posible establecer un parangón entre la reestructuración del capitalismo
en el último cuarto de siglo y el neoliberalismo como una corriente ideológica que expresa este proceso
en el plano de las ideas. Corriente que, digámoslo de entrada, no es sólo ni exclusivamente económica,
sino una filosofía integral. Sería un gravísimo error de nuestra parte concebir al neoliberalismo
simplemente como un programa económico. Ojalá fuera eso, pues entonces se trataría de un rival mucho
más fácil de derrotar.
El triunfo ideológico del neoliberalismo es el de una concepción holista de la sociedad, de su naturaleza,
de sus leyes de movimiento -explicadas desde las antípodas de las que postula el marxismo- y de un
modelo normativo de organización social. Así como Marx en algún momento dijo que la economía era la
ciencia de la sociedad burguesa -por supuesto refiriéndose a la economía política clásica y a los grandes
fundadores de esta disciplina, básicamente Adam Smith y David Ricardo, y no a los pigmeos que se
proclaman sus sucesores-, hoy podríamos decir que el neoliberalismo es la corriente teórica específica del
capitalismo en su fase actual. Esta perspectiva ha tenido una gravitación extraordinaria en América Latina
y ha ejercido una profunda influencia sobre la sociología y las ciencias sociales.
El postmodernismo, a su vez, podría ser cabalmente definido como un pensamiento propio de la derrota, o
tal vez un pensamiento de la frustración. Es decir, es el resignado reconocimiento de que ya no hay
transformación social posible, de que la historia ha concluido (aunque sus exponentes se horroricen ante
esta conclusión que los hermana con la obra de Francis Fukuyama) y de que lo que hay es lo único que
puede haber. El postmodernismo como actitud filosófica refleja el fracaso de las tentativas de
transformación social en los capitalismos metropolitanos en los años de la posguerra. Su ancestro -de
muchísima mayor calidad teórica y compromiso político, por cierto- podría ser el "marxismo occidental"
que Perry Anderson identificara como producto del fracaso de las revoluciones en Occidente al finalizar
la Primera Guerra Mundial. Podría hipotetizarse que el punto de partida del postmodernismo sería el
fracaso de lo que Wallerstein denomina en el informe Gulbenkian -a mi juicio un tanto exageradamente"las tentativas revolucionarias de 1968 en Europa". Personalmente creo que no hubo tentativas
revolucionarias en el `68 europeo. Lo que hubo fue una serie de revueltas populares, que no es lo mismo.
Esas revueltas fueron aplastadas primero, y luego sus líderes fueron cooptados por el sistema, al punto tal
que alguno de ellos son hoy figuras importantes del neoliberalismo europeo. El postmodernismo es hijo
de esta tragedia.
En el terreno más concreto de las ciencias sociales se comprueba que el neoliberalismo ha instaurado la
barbarie del reduccionismo economicista que hoy nos aqueja. Su impacto se corrobora en la exaltación
del influjo de los elementos económicos en todo el conjunto de la vida social. Estos no son concebidos,
como se hace en la tradición marxista, como elementos articuladores de una totalidad compleja,
mediatizada y dialéctica, siempre en movimiento, sino como factores causales aislados que en su
predominio se convierten en los únicos hacedores de la historia. Al hablar de barbarie economicista me
refiero por ejemplo al individualismo metodológico que pesa sobre algunas teorías y ciertos supuestos
epistemológicos, que entre otras cosas consagra _no por casualidad- la desaparición de los actores
colectivos (las clases sociales, los sindicatos, las organizaciones populares, etc.) y la exaltación del
formalismo matemático como inapelable criterio de validez de los argumentos sociológicos, lo que en el
mejor de los casos no es otra cosa que una hoja de parra pseudo-científica bajo la cual se pretende ocultar
que el rey -es decir, el pensamiento convencional de las ciencias sociales- está desnudo.
Los supuestos del pensamiento neoliberal que vertebran la teoría económica neoclásica han colonizado
buena parte de las ciencias sociales. ¿De qué supuestos se trata? De los que predican que los únicos
sujetos relevantes de la vida social son los actores individuales, respecto de los cuales se asegura que: (a)
cuentan con plena y adecuada información sobre el universo en el cual se desenvuelven; (b) lo anterior los
habilita para tomar decisiones fundadas racionalmente en la ponderación precisa de costos y beneficios, y
por lo tanto (c) pueden actuar con plena libertad y adecuado conocimiento para satisfacer sus intereses
egoístas. Este modelo, extraído de la ficción del homo economicus, se aplicaría por igual a todas las
esferas de la vida social, desde las cuestiones más crematísticas tratadas por la economía hasta las más
elevadas manifestaciones del espíritu humano.
Otro de los impactos del neoliberalismo sobre la sociología y las ciencias sociales se puede sintetizar en la
desconcertante premisa, sobre todo para un sociólogo, que afirma que en realidad la sociedad no existe.
La añeja idea del contractualismo del siglo dieciocho que postulaba que la sociedad no era otra cosa que
la suma de los individuos retorna triunfalmente en el neoliberalismo (lo cual, entre otras cosas, nos
obligaría a replantearnos cuánto hay de nuevo, si es que hay algo, en el "neo"liberalismo...). Esto se puede
ver en los planteamientos teóricos pero también en los argumentos políticos que se nutren de esta
tradición. Por ejemplo, en las declaraciones de la ex primera ministra de Inglaterra Margaret Thatcher.
Poco después de su feroz represión de la huelga de los mineros que habría de significar el quiebre de la
resistencia popular a las políticas neoliberales, algunos periodistas le preguntaron cual creía que sería el
impacto de la destrucción del sindicalismo sobre la sociedad inglesa. La Sra. Thatcher _insigne exponente
de la filosofía neoliberal- se limitó a responder: "no existe la sociedad inglesa. Lo que hay son ingleses,
como John, Peter, Christine, María, etc.". La sociedad inglesa, para ella, era una peligrosa ficción
inventada por la izquierda. Una perniciosa leyenda carente de connotaciones reales. Ahí está, encerrada
en una cápsula, una muestra de la influencia del neoliberalismo sobre el pensamiento político y
sociológico de nuestro tiempo.
Paralelamente, el postmodernismo ha justificado una indiferencia radical ante cuestiones relacionadas con
la estructura de la sociedad y con su historia. Plantea, en consecuencia, el carácter fútil, absurdo,
innecesario, irrelevante de toda pretensión de conocer la historia y la estructura de nuestras sociedades. Es
más: en su superficial e inofensiva irreverencia, más animada por su afán de despertar la admiración de
sus contertulios por la osadía retórica de sus propuestas que por la profundidad filosófica de las mismas,
el postmodernismo destierra de las ciencias sociales cuestiones tales como "verdad" o "falsedad". En su
visión, se trata de meros asuntos terminológicos carentes de toda sustancia real. No hay por lo tanto una
verdad sociológica, y si la hubiera no habría forma de comprobarla. Pese a que las evidencias señalan
incontrastablemente que el neoliberalismo polariza a la sociedad, empobrece a las mayorías y erosiona la
legitimidad democrática, nada de esto podría ser considerado como una verdad sociológica. El
postmodernismo remata, en consecuencia, en una concepción de la sociedad profundamente reaccionaria
y congruente con la que propone el neoliberalismo. ¿Por qué? Porque si para este la sociedad no es otra
cosa que la sumatoria de infinitos átomos individuales pre-sociales, para los postmodernos aquella no es
más que un conjunto heteróclito e indeterminado de actores, contingencias y acontecimientos fugaces y
efímeros. Toda otra consideración nos llevaría a la triste resurrección de los relatos decimonónicos
carentes por completo de sentido en el mundo de hoy. Bajo ambas perspectivas teóricas, la sociedad, su
estructura e historia, desaparecen por completo como objeto de reflexión crítica, para no hablar de
cualquier pretensión de promover su transformación.
Para resumir: ninguna de estas dos tradiciones teóricas que tanto impacto han tenido en América Latina
nos habilitan para pensar la vida social y para practicar con rigurosidad lo que algunos llamaban "el oficio
del sociólogo". Los sociólogos y la sociología están de más: con los economistas -en realidad,
"econometristas"- y algún charlista entretenido que nos ilustre sobre los infinitos recovecos de la vida
social y lo efímero de todas sus creaciones, basta y sobra.
Obviamente, el influjo de estas dos grandes corrientes sobre la cultura latinoamericana, y no sólo sobre
las ciencias sociales, se tradujo en un verdadero asalto en contra del pensamiento crítico. Bajo su égida no
hay pensamiento crítico posible. Más bien, lo que se impone es una oportuna resignación política, que
brota del reconocimiento de la derrota que hemos sufrido, de lo ilusorio de nuestras utopías y de lo fútiles
que fueron las luchas libradas para crear un mundo mejor. Es decir: en lugar de pensamiento crítico,
pensamiento único, o la dura pero realista admisión de que no existen alternativas, de que este es el único
mundo posible y todo lo demás son melancólicas ilusiones. Hemos sido derrotados, hemos perdido, el
capitalismo ha triunfado definitivamente. Si hay otro mundo posible, como dicen en Porto Alegre,
seguramente será peor que el actual. Claro, no todos los postmodernos dicen esto abiertamente. Eso está
reservado para los teóricos de la derecha norteamericana, como Francis Fukuyama, Robert Kagan o
Thomas Friedman. Pero este mismo discurso está presente, en forma velada -y a veces muy disimuladaen las densas tinieblas retóricas del postmodernismo. Las utopías han muerto, y no tiene sentido alguno
tratar de afanarse en construir la imagen de una buena sociedad. Estos renuncios convierten al
postmodernismo en un cómplice objetivo del orden social vigente, orden que pocos se atreverían a
desconocer como el más injusto en la historia de la humanidad. Según estadísticas oficiales producidas
por diversas agencias de las Naciones Unidas, este orden que neoliberales y postmodernos se resisten -si
bien por distintas razones- a condenar cobra cada noche 100 mil vidas humanas, 35 mil de ellas de niños,
a causa del hambre y de enfermedades prevenibles y curables. Este es el orden social de hoy, al que le
asignan los dones de la inmortalidad. Un "orden" que aparece como el único posible y que condena a que
cada año desaparezca de la faz de la tierra una cantidad de personas equivalente a la población de
Colombia, Argentina o España. Y ante ello la sociología nos transmite un mensaje que explícita o
implícitamente declara la inexistencia de alternativas. No hay lugar para los proyectos de emancipación
social porque ellos, fundados sobre las arenas movedizas de los grandes relatos de la modernidad, son
irremediablemente anacrónicos. Tránsito regresivo de la teoría a la política: es preciso, entonces,
abandonar toda aspiración de cambio y transformación social, toda pretensión revolucionaria de crear una
nueva sociedad. Debemos conformarnos con esto, que es lo que existe, y además lo único que puede
existir. Y entonces a partir de ahí se redefine claramente qué es lo que puede hacer un sociólogo:
convertirse en una especie de inocuo sociómetra, así como los economistas degeneraron en
econometristas arrojando por la borda toda una tradición muy respetable de pensamiento crítico en la
economía. Los sociólogos deben seguir el mismo camino y convertirse en prolijos agrimensores sociales,
o en diligentes trabajadores sociales. Veamos cómo es que se produce esta lamentable metamorfosis.
La crisis del modelo clásico de investigación sociológica
La principal consecuencia de toda esta desafortunada confluencia de tradiciones teóricas e ideológicas
sobre la sociología ha sido el abandono del modelo clásico de investigación que durante un cierto tiempo
tuvo vigencia en América Latina. Me refiero a aquellos proyectos en donde se conformaba un equipo
dirigido por uno o más investigadores formados junto con un grupo de jóvenes estudiantes, que trabajaba,
en un plan de largo aliento, en un proceso simultáneo de investigación y formación que produjo alguno de
los mejores resultados en las décadas de 1950 y 1960 de la sociología latinoamericana. Claro: la
estructura institucional sobre la cual se apoyaba esa tradición de investigación social era la universidad
pública o, en su defecto, instituciones públicas como hubo en algunos países de América Latina, no
universitarias pero destinadas a fomentar y a trabajar en la investigación social. El Colegio de México es
uno de los ejemplos más notables de esta variante.
Ahora bien: este andamiaje institucional fue barrido, con diferentes grados de radicalidad según los
países, por las políticas neoliberales del Consenso de Washington aplicadas en nuestra región. El
reemplazo de este modelo, basado en el vigor de la esfera pública y de las instituciones de enseñanza e
investigación creadas y sostenidas por el Estado, fue propiciado por el debilitamiento sufrido por estos
espacios y las políticas de "reforma del Estado", que en realidad, lejos de reformarlo, lo destruyeron. Su
lugar fue ocupado por lo que podríamos llamar el "modelo de consultoría". Ya no hay más espacio ni
voluntad para financiar una investigación social de largo aliento, en muchos casos comparativa,
internacional, que demandaba dos, tres, cuatro, cinco años de labor de equipos de investigación en
diferentes partes de América Latina. Lo que ahora se ha institucionalizado es un nuevo modelo de
investigación que en poco responde a los cánones más elementales de una metodología científica. Una
investigación breve, acotada _diríamos casi pret a porter, como esas ropas que se compran listas para
usar- realizada sobre la base de otro tipo de soportes institucionales, con las consultoras o firmas de
consultores, públicas y privadas, en primer lugar. En este sentido, un dato muy significativo _y
preocupante- del panorama de la sociología latinoamericana ha sido la transformación de algunos
antiguos centros de investigación en empresas de consultoría, fenómeno que se observa en casi todos los
países en la región. Este estilo de investigación ha logrado introducirse dentro de las universidades e
instituciones públicas, aquejadas por un fuerte déficit de financiamiento y que por lo tanto fueron
cortésmente invitadas por las autoridades a "autofinanciarse", a recurrir a fuentes externas para sufragar
-con proyectos específicos de investigación que obviamente deberán responder a los intereses de los
nuevos financistas- una parte creciente de su presupuesto y, dentro del mismo, las remuneraciones de los
profesores. Otro tipo de soporte institucional de creciente importancia para las ciencias sociales es la
investigación "modelo consultoría" realizada en reconvertidas oficinas y agencias del gobierno. Como
estas también se encuentran afectadas por una crónica debilidad económica y financiera, casi
invariablemente la investigación que se hace en el sector público está financiada - y es cuidadosamente
monitoreada- por préstamos o subsidios especiales, fundamentalmente del Banco Mundial (BM), del
Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y de algunas otras organizaciones financieras de este tipo.
Por lo tanto, ante la crisis de lo público y lo estatal en América Latina, esos organismos de financiamiento
terminan por definir una parte importante y creciente de la agenda de investigación sociológica de
nuestros países. Instituciones mal llamadas "multilaterales" _dado el unilateral predominio del que goza
en ellas Estados Unidos- como el BM o el BID definen cuáles son los problemas que merecen ser
investigados en la región y cuáles no. No sorprende que entre los temas menos investigados en América
Latina se cuenten la distribución del ingreso, la inequidad en el reparto de la riqueza y la regresividad de
la estructura tributaria, pese a que nuestra región sobresale entre todas las demás por ser precisamente
aquella en donde estos problemas asumen ribetes escandalosos. Según estudios de diverso tipo, el 10 por
ciento más rico de la población latinoamericana paga menos impuestos en proporción a sus ingresos que
el 10 por ciento más pobre. Sin embargo, esos datos están ausentes en los informes que sobre América
Latina y el Caribe elaboran la CEPAL, el BID o el BM. ¿Por qué? Porque no son asuntos prioritarios para
las agencias, que gracias a su influencia financiera definen cuáles son los temas importantes de
investigación, las teorías a ser utilizadas, las hipótesis a ser trabajadas, las metodologías a ser
implementadas, e incluso el estilo, el lenguaje y las palabras "políticamente correctas" que deben ser
utilizadas en los prolijos informes y resúmenes ejecutivos resultantes de la investigación. En otras
palabras, en medio de esta crisis gravísima de los estados en América Latina, estas agencias _que ya
sabemos para quiénes juegan y qué intereses defienden- definen qué se investiga; cómo se investiga;
quién, cuándo y dónde lo hace, y para qué; y sobre todo, cuáles son los resultados aceptables de la
investigación.
Un ejemplo de los muchos que podríamos citar para demostrar la distorsión que esto produce es el
siguiente: en América Latina, la abrumadora mayoría de los estudios sobre la pobreza utiliza los modelos
teóricos desarrollados por el BM, construidos a partir del supuesto de que la pobreza es un fenómeno que
debe ser atacado de manera focalizada. A pesar de que cualquier sociólogo presente en esta sala puede
demostrar que en países en donde la pobreza afecta al 50, 60, 70 por ciento de la población una estrategia
focalizada de combate a la misma constituye un absurdo mayúsculo, este es el único modelo
"científicamente correcto". Lo demás es populismo, estatismo, clientelismo, etcétera. Sin embargo, en
países como los nuestros la única estrategia razonable para combatir la pobreza es una política de tipo
universal, por la sencilla razón de que la pobreza no se encuentra focalizada en unos pocos reductos o
sectores sociales, sino que constituye un problema generalizado. El enfoque nada inocente que propone el
BM podría ser apto tal vez -no lo sé- en Dinamarca o en Suiza, donde la pobreza afecta a un segmento
muy pequeño de sus sociedades, pero no en realidades como las nuestras, en donde aflige a más de la
mitad de la población, proporción que en algunos países llega hasta el 80 por ciento. ¿Qué sentido tiene
"focalizar" el combate contra la pobreza circunscribiéndolo a un "foco" casi tan grande como el conjunto
de la población?
Sin embargo, los modelos teóricos que guían la mayoría de las investigaciones que vemos sobre pobreza
(y las políticas sociales que ejecutan los gobiernos "democráticos" de la región) asumen que el enfoque
del BM es el correcto y el único que debe implementarse. Por supuesto, se excluye de estas
investigaciones auspiciadas por dichas instituciones cualquier reflexión rigurosa acerca de las causas que
generan esa pobreza, de por qué el capitalismo latinoamericano se ha convertido en una fábrica
impresionante de producir pobres e indigentes, y por qué la desigualdad económica y social se acrecienta
aún en aquellos países en donde aparentemente el modelo neoliberal ha producido sus mejores frutos,
como en Chile. Lamentablemente estas preguntas son inaceptables: para la práctica convencional de las
ciencias sociales, regidas por el modelo de consultoría, tales cuestiones son rápidamente descartadas
como "no-científicas" o meramente ideológicas, y no deben ser introducidas en una investigación seria y
responsable sobre estos asuntos, sobre todo si se tiene en cuenta que sus resultados habrán de servir de
fundamento "científico" para las políticas sociales que adopten los gobiernos.
Todo esto obviamente va configurando el difícil panorama por el cual transita hoy la sociología
latinoamericana. Y este panorama se agrava cuando analizamos la verdadera "contrarreforma
universitaria" puesta en marcha en América Latina en las décadas de 1980 y 1990. Contrarreforma que ha
consistido en limitar la autonomía y los recursos financieros de que disponen las universidades, limitación
llevada a cabo de maneras más o menos encubiertas pero en cualquier caso inocultable. Hay una creciente
discrepancia entre el proceso de masificación de la enseñanza superior en América Latina -que responde,
entre otras causas, al acelerado ingreso de las mujeres a la educación universitaria, las legítimas
aspiraciones de ascenso social de diversos grupos y las nuevas necesidades del paradigma productivo
prevaleciente en la mal llamada "sociedad de la información"- y la dotación de recursos presupuestarios
que los estados han asignado para atender a esa renovada presión sobre las estructuras universitarias. Pero
esta contrarreforma también se hace presente en los criterios establecidos en casi todos nuestros países
para evaluar el desempeño del cuerpo de profesores, para, en otro absurdo de la época, intentar medir su
"productividad" con el objeto de establecer criterios de remuneración diferencial, habida cuenta de que en
muchos países de la región los salarios universitarios han quedado congelados por años. Fieles a las
recomendaciones del FMI y el BM, los gobiernos procuraron reducir la remuneración básica a los
profesores a un piso mínimo, y a partir de ahí otorgar selectivamente complementos salariales en función
de grotescos criterios economicistas de "productividad" académica (que de haberse aplicado a Copérnico,
Newton, Darwin, Marx y Freud, probablemente hubieran llevado a su expulsión de los claustros,
cubiertos de ignominia).
Estos criterios introdujeron y/o agravaron problemas que tornaron más difícil el desarrollo o el
fortalecimiento de cualquier perspectiva crítica en el marco de la sociología latinoamericana. Les pongo
un ejemplo que seguramente todos conocen. En sus esfuerzos por establecer una evaluación "objetiva" del
desempeño de nuestros profesores, los comités y jurados de los diversos organismos estatales encargados
de supervisar la actividad académica otorgan a un artículo publicado en alguna revista académica
norteamericana un puntaje muy superior al asignado a un libro publicado en nuestros países. O sea, se
recompensa con más generosidad la publicación de un pequeño artículo en el extranjero
-fundamentalmente en Estados Unidos, y en menor medida en Europa- que un libro publicado en México,
Río de Janeiro o Buenos Aires. ¿Cuál es el argumento? El argumento, revelador de la humillante
colonialidad que abruma a nuestros grupos dirigentes, asume que "allá", en Estados Unidos, se hace una
ciencia social de altísima calidad, y que si un trabajo de alguno de nuestros investigadores es aceptado
para ser publicado en el Norte, eso quiere decir que es una obra que se encuentra al nivel de excelencia
que indiscutiblemente prevalece en aquellas latitudes. Por contraposición, un libro publicado en América
Latina es una incógnita, pues su mera publicación en este paraíso de compadrazgos y amiguismos no
ofrece ninguna garantía de calidad. No hace falta extenderse demasiado sobre los efectos devastadores
que sobre el pensamiento crítico tienen la colonialidad y el racismo implícitos en tales criterios de
evaluación1.
Como consecuencia de todo lo anterior, la agenda de investigación de las ciencias sociales en América
Latina, y fundamentalmente de la sociología, no solamente está controlada por las agencias de
financiamiento -cada vez más escasas, concentradas, y con un control ideológico muy fuerte- sino
también por los comités editoriales de los journals norteamericanos y en menor medida europeos, que son
quienes dictaminan si un artículo de un latinoamericano es pertinente por su objeto de estudio y correcto
en su formulación teórica y metodológica. El problema es que esas revistas publican artículos en función
de las necesidades de un público muy especial y además poco estimulante: el que habita el pequeño gueto
académico. Este se encuentra dominado por las necesidades de promoción individual de los nuevos
profesores, la búsqueda frenética de jobs y tenure tracks, el establecimiento de una reputación
inexpugnable en nuevas sub-áreas y sub-especialidades que garanticen la continuidad laboral en los cada
vez más tambaleantes puestos de trabajo, y otras por el estilo, que tienen muy poco que ver con las
nuestras y por supuesto, sublimadas y elevadas a un plano su puestamente teórico, se convierten en la
línea editorial de las revistas profesionales. Esto no sólo es así en las ciencias sociales sino también en
otros campos, inclusive en la Biología. Por ejemplo, en Estados Unidos hay muy poco interés en publicar
en cualquiera de las grandes revistas de ciencias médicas artículos sobre el Mal de Chagas _enfermedad
que afecta a millones de personas en América Latina. ¿Por qué? Porque no hay Chagas en Estados
Unidos, o por lo menos no lo había hasta hace poco. En los últimos tiempos, con las intensas migraciones
procedentes de algunos países en donde el Chagas es una enfermedad endémica, ha surgido un cierto
interés en recibir artículos sobre esta dolencia, sobre todo después que se detectó su presencia en el
Bronx. Por lo tanto, nuestros investigadores en ciencias biológicas deben ocuparse de asuntos que
importan "allá" si es que quieren mejorar sus salarios aquí. Si se quiere publicar "allá", hay que trabajar
sobre los temas que interesan a la comunidad académica norteamericana y utilizar las teorías aceptables
para el cada vez más estrecho mainstream teórico y metodológico dominante. Dado que publicar en
Estados Unidos es fundamental para que nuestros profesores mejoren sus puntajes, pues con ello
aumentan su retribución salarial (en un contexto de salarios deprimidos y/o congelados), nuestra agenda
de investigación y las orientaciones teórico-metodológicas de los investigadores han pasado a estar
crecientemente dominadas por los comités editoriales de aquellas revistas que establecen prioridades que
poco tienen en común con las nuestras.4
Como un ejemplo de las prioridades de prestigiosas revistas académicas norteamericanas y la distorsiones
que estas pueden generar entre nuestros investigadores, quisiera compartir con ustedes algunas
reflexiones que surgen de la lectura de un libro muy interesante escrito por un lúcido intelectual
norteamericano, Russell Jacoby, en donde este cita un estudio realizado sobre una de las dos principales
revistas de sociología de Estados Unidos, la American Sociological Review (ASR). El trabajo tomó en
cuenta los artículos publicados entre 1936 y 1982, época marcada por grandes procesos políticos y
sociales tanto en lo doméstico como en lo internacional que van desde la Gran Depresión y el New Deal
hasta el auge del neoconservadorismo, pasando por la segunda guerra mundial, las guerras de Corea y
Vietnam, los movimientos por los derechos civiles y de la mujer, varios magnicidios, etcétera. ¿Qué es lo
que descubrió ese estudio? Que sólo un 5 por ciento de los artículos se dedicaban a esos temas, mientras
que el asunto que concitaba mayor atención y que motivaba la aprobación del comité editorial de la ASR
era el proceso por el cual se construían las parejas en todas sus variantes -heterosexuales, homosexuales,
transexuales, etc.- en Estados Unidos. El problema que ocupó más espacio en la revista -¡en ese período!fue el modo en que los norteamericanos construían sus parejas, cómo se citaban, las estrategias de
seducción, quiénes eran los que finalmente se unían, qué los atraía y por qué algunas parejas persisten y
otras no. Y los investigadores latinoamericanos deben esforzarse por tratar de encontrar un nicho -valga la
expresión un poco lúgubre _ para hacer que publicaciones que manifiestan preferencias como estas hagan
lugar a nuestros intereses temáticos.5
Para consuelo de los sociólogos, en la ciencia política el panorama no es mucho más halagador.
Nuevamente, Jacoby señala que en la década de 1960, de un total de 924 artículos de las tres principales
revistas de ciencia política norteamericanas, solamente uno -repito, uno sobre 924- abordaba el tema de la
pobreza. Tres trataban la crisis urbana, y sólo uno se preocupó por analizar la guerra de Vietnam. Nótese
la extraordinaria alienación de este mundillo académico, su total falta de contacto con la realidad, tal que
en plena década de 1960 _insisto, cuando se producen la gran conmoción de la guerra de Vietnam, la
multiplicación de movimientos por los derechos civiles, la aparición de los Black Panthers, las
movilizaciones pacifistas y los atentados y asesinatos de John F. Kennedy, su hermano Robert, Fiscal
General de Estados Unidos, Martin Luther King y tantos otros- estos temas no aparecen reflejados en la
producción de los ajetreados ocupantes de la torre de cristal académica. Ello revela el enorme hiato que
separa las preocupaciones de nuestros escolásticos de la producción de la vida real. 6 Habría muchos otros
ejemplos semejantes que podrían extraerse de la economía, cuya crisis es muchísimo más grave que la de
la sociología, pero ya me he extendido demasiado. En todo caso, este recuento sobre la sociología y la
ciencia política deja ver los problemas que enfrentan los investigadores que se ven inducidos a tratar de
publicar en revistas cuyas prioridades no son las nuestras, sino otras muy diferentes, que tampoco tienen
mucho que ver con lo que ocurre en la sociedad norteamericana, y por el contrario, revelan que la
academia estadounidense se ha convertido en un gueto dorado, con escasísimos contactos con las gentes
comunes, de carne y hueso, de su propio país. El riesgo que corremos en América Latina es el de
subordinarnos a una agenda de investigación que nada tiene que ver con nuestra realidad social, y de ese
modo recrear en la periferia la construcción de otro gueto academicista que nos aísle por completo de los
problemas que afligen a nuestras sociedades.
La necesidad de un pensamiento crítico y radical
Evidentemente, en este contexto -con las señaladas limitaciones de financiamiento, con los
constreñimientos en relación a la agenda de investigación, el estilo de trabajo y los modelos teóricos
utilizados- hay pocas posibilidades de que pueda prosperar un pensamiento crítico, emancipador, radical
como el que América Latina requiere impostergablemente. Un observador que descendiera de Marte
podría preguntar: ¿y por qué América Latina requiere un pensamiento radical? Por una cuestión muy
simple: porque la situación de América Latina es tan radicalmente injusta, tan absolutamente injusta, y se
ha visto tan agravada en los últimos años, que si queremos hacer alguna contribución a la vida social de
nuestros países, al bienestar de nuestros pueblos, no tenemos otra alternativa que la de repensar
críticamente nuestra sociedad, explorar los "otros mundos posibles" que nos permitirían salir de la crisis,
y comunicarlos con un lenguaje llano, sencillo y comprensible a los sujetos reales, hacedores de nuestra
historia. Pero claro, es muy difícil alimentar la pasión por el pensamiento crítico a partir de las
coordenadas examinadas más arriba.
El pensamiento crítico tiene como punto de partida una especie de juramento hipocrático como el que
hacen los médicos, que los compromete a luchar sin cuartel por la vida de sus enfermos. Creo que sería
bueno que en las ciencias sociales, en la sociología, tuviéramos también nosotros que someternos a un
juramento hipocrático, asumir el compromiso de luchar sin desmayos por el bienestar de nuestras
sociedades y la felicidad de nuestros pueblos. Un juramente que debería inspirarse en la definición que
Noam Chomsky dio acerca de la misión del intelectual: decir siempre la verdad y denunciar las mentiras.
A mí me parece que esto, decir la verdad y denunciar las mentiras, es muy importante si se recuerda el
sugestivo deslizamiento producido en el léxico de las ciencias sociales, que convierte a los sociólogos -a
veces involuntariamente y en otros casos no tanto- en cómplices de una situación indefendible por su
escandalosa inmoralidad. Por ejemplo, en América Latina, para referirse a los gobiernos que hoy
prevalecen en la región ya se ha hecho una costumbre caracterizarlos sin más como "democráticos". Sin
embargo, si hiciéramos un pequeño experimento mental, si tuviéramos la posibilidad de volver a traer a
este mundo a Aristóteles -que buena falta nos haría- y le dijéramos "a ver maestro, usted que fue el que
primero en elaborar la tipología de los regímenes políticos, díganos, en función de lo que observa en
América Latina, ¿cómo clasificaría a nuestros gobiernos?" Afirmo, sin la menor duda, que Aristóteles
diría algo así: "son una mezcla extraña, nunca vista en la Grecia clásica, de gobiernos oligárquicos pero
con la intrigante particularidad de estar basados en el sufragio universal. No hay aquí metecos, esclavos ni
mujeres excluidas del proceso electoral, y es esto lo que les otorga una apariencia democrática. Pero,
analizando las cosas con el rigor con que he escrito todas mis obras, bajo ningún concepto podrían estos
gobiernos ser considerados como democráticos". Aristóteles se escandalizaría si le replicáramos que la
gran mayoría de los científicos sociales así las consideran. Y seguramente diría que estamos muy
confundidos, que en realidad se trata de una variedad anómala de gobiernos oligárquicos, y enfatizaría
-seguramente ya un tanto enfadado- que "tal cual lo he demostrado en mi Política un gobierno
democrático es el gobierno de los más en beneficio de los pobres. Es, en otras palabras, un gobierno de
mayorías en beneficio de los pobres. El destinatario privilegiado de la política de un gobierno
democrático son los sectores desprotegidos y explotados de una sociedad. Y acá lo que ustedes, con una
sorprendente laxitud de lenguaje, llaman `democracias', son regímenes en los que los beneficiarios
fundamentales son pequeñas oligarquías que se enriquecen día a día mientras que el pueblo se hunde cada
vez más en la miseria".
Preguntémonos, acicateados por este imaginario análisis de Aristóteles, quiénes han sido los grandes
beneficiarios del mal llamado proceso de redemocratización en América Latina en los últimos veinte
años. La respuesta es contundente: aquellos que componen una elite que no abarca a más del 10 por
ciento superior en la distribución de los ingresos. Les pongo el caso de mi país, Argentina, que se
enmarca claramente dentro de la tendencia general. Cuando salíamos de la dictadura, la distancia entre el
10 por ciento más rico y el 10 por ciento más pobre de la sociedad argentina era de 14 a 1, ya de por sí
bastante preocupante si la comparamos con la existente en algunos países europeos, 6 a 1, o en Corea, 5 a
1, por ejemplo. Ya veníamos mal. Después de veinte años de consolidación democrática, Aristóteles nos
diría: "Si ahora esa distancia es, en la Argentina, de 35 a 1, ¿cómo decir que este aberrante resultado pudo
haber sido producido por un régimen democrático? En realidad, esa es la marca distintiva de toda
oligarquía". Si vamos a Chile, a Brasil o a México, el fenómeno se reitera con mayor o menor intensidad,
pero siempre dentro de esta misma tendencia general. Pese a lo cual son muchos los científicos sociales
que difunden la mentira de que estamos en presencia de gobiernos democráticos. En lugar de ser
gobiernos del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, como quería Abraham Lincoln, lo que tenemos en la
región son gobiernos de los mercados, por los mercados y para los mercados. Faltamos así a nuestro
juramento hipocrático al abstenernos de someter a una discusión rigurosa los conceptos fundamentales de
nuestra disciplina y admitir acríticamente los criterios establecidos por la ideología dominante.
Toda esta lamentable confusión en relación al concepto de democracia también se reitera con otros
términos, en gran parte debido a las distorsiones semánticas que el BM y sus expertos han venido
introduciendo lentamente en el lenguaje académico. Por ejemplo, esa institución cosechó un éxito notable
cuando ya desde la década de 1980 comenzó a considerar a cuestiones tales como la educación y la salud
no ya como derechos ciudadanos, sino como bienes y servicios. Como derechos, estas debían ser de
adjudicación universal; si se las convierte en bienes y servicios, deben ser adquiridas en el mercado por
quienes puedan hacerlo. La influencia del BM en las ciencias sociales ha hecho que todo un conjunto de
otrora derechos ciudadanos como la educación, la salud, la justicia y la seguridad social hayan pasado a
ser considerados sin más trámite como bienes y servicios sometidos por completo a la lógica mercantil,
abriendo paso a su privatización, cuando en América Latina habían sido garantizados en muchos casos
durante más de un siglo. En toda la región la palabra "ciudadano" ha venido cayendo en desuso
progresivamente, siendo reemplazada por términos supuestamente más precisos como "cliente" o
"consumidor". En este perverso festival de eufemismos, la destrucción del Estado es caracterizada por los
publicistas del BM como "reforma del Estado": reformar el Estado es lo que se hace cuando se lo
desmantela, se despide a su personal, se liquidan sus agencias y se destruyen sus bases financieras. En
nuestra región, este proceso, por el cual hemos acercado el perfil del gasto público de los países de
América Latina a los países del África Sub-Sahariana en lugar de aproximarlo al que impera en el mundo
desarrollado, es pomposamente celebrado como una exitosa reforma de la institución estatal. Si antes
estábamos a mitad de camino entre el África Sub-Sahariana y los países miembros de la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), ahora nos hemos pegado mucho más -¿tal vez
por solidaridad tercermundista?- a los primeros, al paso que nos alejamos presurosamente de los
segundos, países que adoptan políticas totalmente diferentes a las nuestras, que no creen en el
neoliberalismo, el libre mercado o el Consenso de Washington. Eso es retórica para consumo de los
nativos; es decir, nosotros.
Muchas otras palabras también se enfrentan a lo que parecería ser un inexorable crepúsculo: "clase", por
supuesto, es una palabrota en vías de extinción en el léxico de la sociología, reemplazada con el término
mucho más amorfo y amable de "gente", palabrita favorita de gran parte de los dirigentes de la adocenada
"centro-izquierda latinoamericana", o en otros casos substituida por el concepto -rodeado de
impenetrables halos metafísicos- de "multitud", que tantas esperanzas suscitara en algunas coyunturas
críticas recientes de América Latina. También desapareció la palabra "nación". Cuando se habla de
nuestros países, los sofisticados científicos sociales del Norte y sus lenguaraces locales prefieren
llamarnos "mercados". Nuestros países no son ya más naciones, son mercados. En algunos casos se nos
dice incluso con un tono condescendiente que son "mercados emergentes", fomentando la ilusión de que
estaríamos en un claro proceso de emerger, no se sabe desde ni hacia dónde, cuando una visión más
sobria nos indicaría que nos estamos sumergiendo, y no emergiendo. La noción de "ideología" también ha
sido desterrada: se habla en su lugar de "opinión pública", o peor, de "marketing político", palabra que se
ha puesto muy de moda recientemente en varios países de América Latina, donde aparentemente ha
surgido un gurú, Duda Mendonça, capaz de montar exitosísimas operaciones de marketing político cuyo
secreto fundamental es hacer que un líder radical de izquierda abomine de su pasado y de todo cuanto ha
creído, se alíe con los poderosos y renazca como un inofensivo patriarca de su pueblo que derrama por
doquier amor y buenas ondas y que, por lo tanto, tranquiliza a las clases dominantes al asegurarles que no
hará nada que pueda incomodarlas. La palabra "imperialismo" también había desaparecido, reemplazada
con otras tales como globalización, "economía global," etcétera. Ahora por suerte la derecha más radical
norteamericana ha dicho desafiantemente "sí, somos un país imperialista, ¿y qué? ¿Cuál es el problema?",
con lo cual aún los más timoratos practicantes del saber convencional no han tenido otra opción que
comenzar a hablar del tema, una vez que Washington habilitó la discusión dotándola de una legitimidad
que no tenía en el pasado. Quien antes hablara del imperialismo era considerado un curioso fósil parlante;
ahora, gracias a Bush Jr. y los horrores del imperialismo norteamericano, el asunto ha vuelto a ocupar la
atención de algunos sociólogos.
Recuperar la herencia del pensamiento
crítico latinoamericano
América Latina ha hecho grandes contribuciones pensamiento universal. Según muchos observadores, la
nuestra es, de lejos, una de las regiones de mayor creatividad intelectual, cultural, estética, filosófica,
musical del mundo. Y en el terreno de las ciencias sociales y las humanidades no hay punto de
comparación entre los aportes hechos por América Latina en el pasado y los que hicieron otras regiones
del Tercer Mundo. En parte gracias al trabajo realizado desde CLACSO, he estado un poco más
familiarizado con la producción de las ciencias sociales en Asia y en Africa y les puedo asegurar que
nuestra situación en este campo compara muy favorablemente con la que existe en el mundo asiático.
Salvo en el caso de la India, falta allí una tradición de reflexión filosófico-social. Ellos han tenido, y
tienen, grandes ingenieros y técnicos, y en ese sentido van a la cabeza de una serie de disciplinas; pero
desde el punto de vista de la reflexión social la producción no es muy relevante. El caso africano es un
poco más matizado. Se parecen un poco más a nosotros por su fuerte conexión con el mundo europeo,
pero se encuentran mucho más golpeados por un proceso de devastación imperialista del cual apenas
tenemos una pálida noticia. Un solo dato: hay países en África en donde la aplicación de las políticas
neoliberales ha llegado tan lejos que los restos del Estado que sobrevivieron a las "reformas" no tienen
siquiera condiciones para distribuir, con un mínimo de orden y eficacia, la ayuda alimentaria que les llega
para combatir sus periódicas hambrunas. Las formas predominantes de distribución son el tumulto y el
saqueo, desencadenados por poblaciones desesperadas por el hambre y por la inoperancia de un aparato
estatal carente de las mínimas condiciones para la administración de la cosa pública. Bajo esas
condiciones, la posibilidad de desarrollar un pensamiento crítico se torna muy problemática, sobre todo si
se tiene en cuenta que la diáspora africana, especialmente de los grupos que accedieron a la educación
superior, ha sido mucho más masiva que la latinoamericana.
En consecuencia, América Latina es depositaria de una responsabilidad muy especial en el marco del
Tercer Mundo. Nuestros países produjeron en el pasado contribuciones teóricas de enorme significación,
más allá de las críticas que hoy pudieran formulárseles. Tomemos el caso del desarro llismo. La
aportación realizada por economistas como Raúl Prebisch, Celso Furtado, Aníbal Pinto, María Conçeiçao
Tavares y tantos otros fue original y fecunda, y no deja de ser lamentable el abandono efectuado por la
propia CEPAL de esta vigorosa tradición intelectual. Esta institución, que en la década de 1950 se había
convertido en uno de los principales baluartes de una reinterpretación crítica de las teorías económicas
procedentes de Estados Unidos y Europa, ahora se conforma con jugar el papel de simple divulgadora de
las banalidades conservadoras de la ciencia económica oficial y el Consenso de Washington.
Pero los aportes latinoamericanos no se limitan al campo de la economía. En el terreno de la filosofía este
continente ha dado a luz a la Teología de la Liberación, tan combatida por la derecha internacional, y
entre otros por el actual pontífice de la Iglesia católica. La Teología de la Liberación es considerada, en
las principales universidades del mundo desarrollado, como una de las aportaciones más importantes a los
debates filosóficos de la segunda mitad del siglo XX. Conviene preguntarse si la tomamos igualmente en
cuenta en nuestras escuelas de sociología. América Latina revoluciona el pensamiento educacional con la
obra de Paulo Freire, un hombre de este continente, con la pedagogía del oprimido. Y le cabe a Milton
Santos, gran geógrafo brasileño, el mérito de haber replanteado radicalmente la visión predominante
sobre la geografía en el terreno internacional. América Latina produjo también el resurgimiento de la
discusión sobre la problemática del Estado que los eruditos politólogos norteamericanos de la mano de
David Easton habían desterrado de la academia a mediados de la década de 1950. Lo mismo cabe decir
del papel que nuestros intelectuales críticos desempeñaron en reflotar la discusión sobre el imperialismo y
la dependencia, acallada ante el auge de las teorías de la modernización y el pensamiento económico
ortodoxo. Los integrantes de dos Grupos de Trabajo de CLACSO, el de "Estudios del Estado" y el de
"Dependencia", creados en la segunda mitad de la década de 1960, fueron protagonistas principales de la
renovación teórica experimentada en estos campos.
En consecuencia, no debemos ahorrar esfuerzo alguno en nuestro empeño por recuperar una tradición de
pensamiento tan crítica como la que América Latina alumbró en la segunda mitad del siglo veinte, y que
tiene ilustres antecedentes cuya sola enumeración insumiría el resto de mi conferencia. Pensemos
simplemente en la importancia de los aportes de José Martí, José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de
la Torre _en su mejor período y no en el de su posterior capitulación, José Vasconcelos, José Enrique
Rodó, Aníbal Ponce. Insisto, entre otros notables. Sería imperdonable condenar esa rica tradición al
olvido y marearnos con eso que tan acertadamente condenaba Platón hace dos mil quinientos años: el
"afán de novedades", enemigo mortal del conocimiento verdadero. No se trata pues tan sólo de volver al
pasado y releer los viejos textos como si fueran piezas de un museo arqueológico. Se trata de recuperar
sus trascendentales interrogantes más que sus comprobaciones puntuales, y proyectar todo este aparato
teórico como fuente de inspiración para una renovada interpretación del presente y contribuir a la
creación de nuevas síntesis teóricas.
Nosotros tenemos, además, una responsabilidad adicional ante los pueblos del Tercer Mundo. Al ser el
patio trasero de Estados Unidos, el área geográfica contigua de la nueva Roma americana, nos
encontramos ante una situación paradojal. Por una parte, esta posición nos convierte en víctimas
inmediatas de sus insaciables apetitos imperialistas. Pero por la otra, esta inserción nos permite disponer
de un horizonte de visibilidad que nos habilita a pensar, estudiar e interpretar la realidad del imperialismo
desde una perspectiva mucho más rica que la que podríamos construir desde África o Asia, o mismo
desde Europa. Como producto de nuestra propia sujeción casi sin mediaciones al dominio imperial, como
el lugar donde este se confronta de manera más recia e inmediata con sus adversarios, estamos en
condiciones de analizar este fenómeno en mejores circunstancias que en cualquier otra parte del mundo,
donde los influjos del imperialismo aparecen más mediatizados y entremezclados. Así como Marx en su
momento se instaló en Inglaterra, corazón del capitalismo industrial de su época, porque era ese el lugar
en donde las contradicciones propias de ese modo de producción se desenvolvían y se percibían con
mayor claridad, uno podría decir que es en América Latina donde las contradicciones del sistema
imperialista mundial se observan con mayor nitidez y claridad. Y por lo tanto es nuestra obligación, a
partir de esa posibilidad, elaborar esquemas de interpretación que puedan ser de utilidad en las luchas
emancipatorias de otros pueblos. No sólo para conocer mejor al imperialismo sino, principalmente, para
derrotarlo cuanto antes.
La academia y el pensamiento crítico
Quisiera concluir con una pregunta, muy apropiada en una reunión de este tipo. ¿Será posible concretar
este proyecto de renovación del pensamiento crítico en el seno de la academia? Mi opinión, la opinión de
un hombre formado desde muy joven en el mundo académico, es que no. Que la academia _es decir, las
universidades y los centros de investigación regidos por el código de la academia- ha sufrido un proceso
involutivo que la ha tornado sumamente refractaria a todo pensamiento crítico, a toda heterodoxia, y que
sólo le permite asimilar y aceptar a quienes, con razón y mucha ironía, Alfonso Sastre denomina
"intelectuales bienpensantes"2. Es decir, gentes a las que jamás se les pasaría por la cabeza tener el
atrevimiento de desafiar los saberes establecidos y los poderes que sobre ellos se levantan. El mundo de la
academia -y las universidades son sus principales bastiones- es un mundo de "disciplinas" rígida y
artificialmente separadas; de carreras que ofrecen conocimientos fragmentados y, por lo tanto, inútiles; de
interminables evaluaciones de informes y proyectos a cargo de "pares" que valoran la tarea de sus colegas
en función de estrechísimos criterios disciplinarios y burocráticos, y en no pocos casos esgrimiendo el
instrumental del análisis de "costo-beneficio" como si este fuera un método adecuado para apreciar la
fecundidad de un pensamiento. La academia se ha convertido en un gueto separado del resto de la vida
social, en un mundo que no acepta como válido sino el estilo de trabajo y los contenidos que derivan del
paradigma teórico-metodológico dominante, no por casualidad desarrollado en el centro del imperio y
cuya crisis es más que evidente por doquier. La academia rechaza, por lo tanto, al intelectual, es decir, a
quien traspasa con su pensamiento universal las absurdas y caprichosas fronteras disciplinarias que
separan la sociología, la ciencia política, la antropología, la economía y la historia, como si en la vida real
de los pueblos y las naciones la sociedad, la política, la cultura, la economía y la historia fuesen "cosas"
separadas o compartimientos estancos que pudieran ser inteligibles en su espléndido aislamiento.
Desoyen, de este modo, el consejo de Gramsci cuando advertía sobre los riesgos de hipostasiar lo que no
son, ni pueden ser, otra cosa que distinciones meramente metodológicas. ¿Qué más artificial y artificioso
que la separación en "departamentos" disciplinarios que terminan por des-educar a nuestros estudiantes,
convirtiéndolos en nuevos bárbaros del conocimiento?
A pesar de las apariencias, existen grandes diferencias entre un académico y un intelectual. Este rechaza
por completo la validez de las fronteras disciplinarias, inclusive de la "multidisciplinariedad" porque cree,
por el contrario, en la "unidisciplinariedad", es decir, en un saber integral y unificado que es lo único que
permite reproducir, en el plano del pensamiento, la totalidad compleja y siempre cambiante de la vida
social. A diferencia del académico, cuya obra se dirige casi exclusivamente a sus colegas y estudiantes y
ocasionalmente a alguna agencia gubernamental, el público al cual se dirige el intelectual trasciende esas
fronteras, y es la sociedad en su conjunto. No escribe, como aquel, apelando al lenguaje barroco,
oscurantista y lleno de tecnicismos propio de los iniciados -y muy a menudo repleto de innecesarias
formulaciones matemáticas- que hace que sus textos sólo sean comprensibles para quienes cohabitan con
él, o con ella, en el gueto académico. El intelectual, por el contrario, trata de comunicarse con los
hombres y mujeres de su tiempo, para lo cual renuncia a la pedantería academicista y expresa sus ideas
con lenguaje llano e inteligible, lo que de ninguna manera conspira contra la rigurosidad de su
pensamiento. Si bien se interesa por las ideas, su interés está puesto en la relación entre estas y el orden
social vigente, y entre las ideas y los proyectos que dialécticamente lo cuestionan y pretenden superarlo.
El intelectual sabe que su misión más importante es la de ser la conciencia crítica de su tiempo; el papel
del académico, en cambio, es respetar celosamente las fronteras disciplinarias, publicar en las revistas
especializadas de la profesión -por supuesto que bendecidas por el fetichiza do referato de sus pares- y
reproducir el primado del paradigma teórico-metodológico convencional. Jean-Paul Sartre fue un
intelectual; Gilles Deleuze un distinguido académico. Noam Chomsky es un intelectual; Samuel
Huntington, un académico. Intelectuales son, además de Chomsky -a quien con total justicia Roberto
Fernández Retamar considera "el Las Casas del siglo XX"- el propio Fernández Retamar, Pablo González
Casanova, Boaventura de Sousa Santos, Eduardo Galeano, Alfonso Sastre, Arundhati Roy, Tariq Alí,
Rossana Rossanda, Gore Vidal, a los que habría que agregar a la recientemente desaparecida Susan
Sontag. Alguno de ellos fueron o son profesores universitarios; lo que no los convierte en adocenados
académicos es que ninguno aceptó permanecer encerrado en sus claustros.
Esta reflexión nos obliga a introducir un par de clarificaciones. En primer lugar, que sería un grave error
suponer que indefectiblemente los intelectuales se identifican con el pensamiento crítico y los proyectos
emancipatorios. Octavio Paz, por ejemplo, fue uno de los más grandes intelectuales latinoamericanos. De
posturas críticas, a veces lindantes con el anarquismo en su juventud, fue lentamente involucionando en
una dirección que con el correr del tiempo habría de desembocar en una escandalosa adhesión "desde
afuera" al PRI y la "dictadura perfecta" que (al decir de su amigo Mario Vargas Llosa) aquel encarnaba
precisamente cuando arrojaba por la borda lo poco que le quedaba como herencia de la fallecida
Revolución mexicana y se convertía en el agente de la restructuración neoliberal de México. Proceso que,
debiera recordarse, pese a su signo reaccionario y a constituir un verdadero festival de corrupción y de
desembozada subordinación a la dominación norteamericana, pudo contar con la invalorable colaboración
de Paz como su principal "intelectual orgánico", propagandista y articulador de amplios consensos
internacionales. En esta labor, el celo desenfrenado puesto poco después de la implosión de la Unión
Soviética en reunir en México a los sedicentes "campeones de la libertad" que de todo el mundo
acudieron para celebrar el acontecimiento y, de paso, dotar de legitimidad a un gobierno como el de
Salinas de Gortari que había robado escandalosamente las elecciones al candidato del PRD, Cuahutemoc
Cárdenas, deshonra irreparablemente los últimos años de Paz. Ejemplo similar, aunque de menor
gravitación, ofrece en nuestros días Mario Vargas Llosa, otro notable escritor y destacado intelectual que
tras un primer coqueteo con la izquierda y la Revolución cubana se pasó rápida e inescrupulosamente -y
sin las sutilezas intelectuales y las iniciales ambigüedades políticas de Paz- a las filas de la reacción y el
imperialismo. Como muchos de los de su bando (en esto Paz era un poco más cuidadoso), Vargas Llosa, y
en general los "perfectos idiotas colonizados", son estentóreos y pródigos a la hora de pontificar sobre la
libertad y la democracia y de combatir con encendida verborragia las ideas, partidos y gobiernos de
izquierda. Sin embargo, caen en un mutismo catatónico -que no engaña sino a unos pocos ingenuos- a la
hora de juzgar los crímenes de sus patronos. El referéndum revocatorio ganado por Chávez en el 2004,
bajo el atento escrutinio de la OEA y la Fundación Carter, es un repugnante ejemplo de populismo
autoritario; el descarado robo de las elecciones presidenciales por George W. Bush Jr. en el 2000 una
brillante muestra de la vitalidad de la democracia norteamericana. Por consiguiente, no sólo los espíritus
críticos pueden asumir el papel de intelectuales.
En segundo lugar, es preciso asimismo tener en cuenta que, para cumplir con esta función gramsciana de
proveer una "dirección intelectual y moral" que reverbere por el conjunto de la sociedad, es
imprescindible que los intelectuales, de uno u otro signo, lo sean de verdad. Es decir, personas que deben
poseer un notable manejo del amplio y complejo conjunto de problemas que caracterizan a las sociedades
contemporáneas; ser rigurosos y profundos en sus razonamientos, mismos que deben estar
cuidadosamente argumentados y mejor aún probados; y por último, sobrios y sencillos a la hora de
exponerlos a la consideración del gran público. Recordemos que ellos no escriben para sus colegas y
estudiantes de la academia, sino para una audiencia mucho más amplia. Conserva su vigencia, en cierto
sentido, la clásica distinción de los griegos entre doxa y episteme, entre sofistería y saber verdadero, entre
los sofistas y los filósofos. Estos criterios excluyen, por consiguiente, a una sub-especie que a veces se
confunde con el intelectual y que, a falta de mejor nombre, podríamos denominar el "charlatán" o,
siguiendo a Max Weber, el "diletante". Hay muchos ejemplos a derecha e izquierda de esta categoría.
Vargas Llosa, por ejemplo, no duda en atribuirle esa condición a Jean Baudrillard, y esa sería una de las
poquísimas cosas en las que estaría de acuerdo con el autor de Conversación en la Catedral. Por mi parte
pienso que uno de los más excelsos ejemplos de charlatanería de nuestro tiempo, erigido por la industria
cultural de la burguesía y sus medios de "confusión" de masas al rango de gran filósofo de la época, es
Fernando Savater.8
Retomemos ahora nuestra pregunta. Dadas estas condiciones, ¿se puede recuperar el pensamiento crítico
en el enrarecido ámbito de la academia? No, y la razón es bien simple: su estructura y su lógica de
funcionamiento la llevan a abjurar no sólo de la célebre Tesis XI de Marx que nos convocaba a
transformar al mundo sino que, con su fanática adhesión al conocimiento fragmentado y su intransigente
defensa de los estrechos campos disciplinarios, también ha renunciado a toda pretensión de interpretar al
mundo correctamente. En suma: no quiere cambiar al mundo ni puede explicarlo adecuadamente.
Para que el pensamiento crítico pueda hacer pie en la academia, primero habrá que revolucionar a las
universidades. Las universidades en América Latina no necesitan una nueva reforma que actualice el
programa de Córdoba de 1918 y cancele la contrarreforma que tuvo lugar a finales del siglo XX:
necesitan una revolución. Esto lo han venido planteando hace tiempo Darcy Ribeiro, Pablo González
Casanova y Boaventura de Sousa Santos, denunciando la estructura absolutamente anacrónica y muchas
veces reaccionaria de las casas de altos estudios. Se trata de instituciones surgidas al promediar el
medioevo europeo y que a lo largo de los siglos han demostrado una pertinaz incapacidad para asimilar el
pensamiento crítico de su tiempo.9 Las persecuciones de los heterodoxos, de quienes pensaban diferente,
son parte integral de la historia de las universidades. Desde Tomás de Aquino, Giordano Bruno,
Copérnico, Galileo, hasta Hobbes, cuyos libros fueron quemados en el atrio de la Universidad de Oxford,
el itinerario está sembrado de grandes pensadores críticos que fueron arrojados o expulsados de, o que
jamás pudieron poner un pie en una universidad, como Nietzsche, Engels o Marx. Este carácter
conservador de la universidad, observa de Sousa Santos, ha sido igual o superior al de las Fuerzas
Armadas o la propia Iglesia. Entonces estamos ante un problema: ¿puede una estructura de ese tipo
favorecer el resurgimiento del pensamiento crítico? Para no inducir a un excesivo pesimismo conviene
recordar que si del seno de la Iglesia católica pudo brotar la Teología de la Liberación, todavía podemos
abrigar algunas esperanzas.
Es necesario, por lo tanto, abrir de par en par las ventanas del mundo académico, depurando su enrarecida
y estéril atmósfera, y vincular estrechamente nuestra agenda de trabajo intelectual con las prácticas
emancipatorias de las fuerzas sociales que luchan por construir un orden social más justo en nuestros
países. Se trata de un compromiso ineludible e impostergable. Al haber sido formado en la tradición
sociológica más ortodoxa, me enseñaron, como supongo habrán hecho lo propio con ustedes, que la
neutralidad valorativa era un requisito indispensable para desempeñar con idoneidad el oficio del
sociólogo. Pocas veces, si alguna, se nos enseñó que el primer trasgresor de esa imposible e indeseable
norma fue el propio Max Weber, cuya obra teórica y cuya práctica política constituyen un rotundo mentís
a tal pretensión de neutralidad. Repensando el confuso legado weberiano y su pernicioso efecto sobre las
jóvenes generaciones de sociólogos vino a mi memoria un luminoso pasaje del Dante en La divina
comedia cuando decía que "el círculo más ardiente del infierno lo reservó Dios para quienes en época de
crisis moral optaron por la neutralidad". Los sociólogos latinoamericanos deberíamos tratar de evitar
terminar nuestros días ardiendo, merecidamente, en esas innobles llamas por haber elegido ser neutrales
en un mundo como este.
Notas
*Conferencia magistral pronunciada en el XXV Congreso de la Asociación Latinoamericana de
Sociología (ALAS), Porto Alegre, Brasil, 22 al 26 de agosto de 2005.
**Sociólogo, Secretario general del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).
1.Wallerstein, Immanuel, Open The Social Sciences. Report of the Gulbenkian Comission on the
Restructuring of the Social Sciences, Stanford, California, Stanford University, 1996.
2. Una discusión más detallada sobre el Informe Gulbenkian, sus méritos y sus problemas se encuentra en
el epílogo de mi libro Tras el Búho de Minerva. Mercado contra democracia en el capitalismo de fin de
siglo, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000.
3. El término "epistemicidio" ha sido instituido por Boaventura de Sousa Santos en sus diversas obras
para referirse a la aniquilación de saberes no convencionales promovidos en nombre del progreso y la
"civilización." Sobre la colonialidad del conocimiento ver Edgardo Lander, compilador, La colonialidad
del saber. Eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Buenos Aires, CLACSO,
2000.
4. Una interesante discusión sobre el referato en las revistas de ciencias sociales puede encontrarse en un
dossier especial de la revista Sociedad, publicada por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad
de Buenos Aires (Buenos Aires: Primavera 2003) Nº 22, pp. 253-276.
5. Russel Jacoby, The Last Intellectuals. American Culture in the Age of Academe, New York, Basic
Books, 2000, p. 158.
6. Jacoby, op. cit, pp. 156-157.
7. Cf. Alfonso Sastre, La batalla de los intelectuales o Nuevo discurso de las armas y las letras, Buenos
Aires, CLACSO, 2005.
8. Cf. Mario Vargas Llosa, El lenguaje de la pasión (Buenos Aires: Aguilar, 2001), pp. 193-197.
9. Cf. Boaventura de Sousa Santos, La universidad en el siglo XXI. Para una reforma democrática y
emancipadora de la universidad, Buenos Aires, LPP/Miño y Dávila Editores, 2005) y del mismo autor
Pela mão de Alice. O social e o político na pos-modernidade, Editora Cortez, São Paulo, 2001, y Pablo
González Casanova, La universidad necesaria en el siglo XXI, México, Ediciones ERA, 2001, donde se
plantea una estupenda crítica a la universidad tradicional y a las ideas de las instituciones financieras
internacionales sobre la misma _especialmente acerca de la noción de servir al mercado- así como una
renovadora propuesta para repensar el papel y el lugar de la universidad en una sociedad más justa.
10.Sobre este tema, crucial de nuestra cultura, existe una obra imprescindible que invitamos a consultar:
Roberto Fernández Retamar, Todo Calibán, Buenos Aires, CLACSO, 2004.
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