el libro del eclesiastés. el despertar de la conciencia

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MARIE MAUSSION
EL LIBRO DEL ECLESIASTÉS. EL DESPERTAR DE LA CONCIENCIA
CREYENYE
Esta contribución, resultado de una larga reflexión doctoral sobre este libro del
Antiguo Testamento, pretende despertar en todos el deseo de leer y degustar este
notable librillo sapiencial, cuya profundidad no deja de sorprendernos y cuya
actualidad puede también descubrir un fallo en la indiferencia de que alardean
muchos de nuestros contemporáneos.
Le Livre de l’Ecclésiaste. L’éveil de la consciente croyante, Christus 200 (2003)
427-434
El Eclesiastés, Qohélet en hebreo, fue un maestro de sabiduría. De su propuesta, el
lector moderno a menudo sólo retiene el recuerdo de la vanidad universal de todas las
cosas y su pesimismo difuso que se refleja en su frase: «¡Para qué, pues todo es
vanidad en este mundo vulgar!» Su relativismo general se refuerza, así como su deseo
de exteriorizar el deseo religioso o espiritual que le invade. Sin embargo, si se le
observa más detenidamente y se sobrepasa la extraña sensación de fatalidad originada
por el leitmotiv de la vanidad, el lector siente despertar su atención por unas preguntas
lúcidas y cortantes que emanan de este pequeño libro y que pueden resumirse en una
sola: «¿Qué vale la vida si existe el mal?». Con el espíritu crítico puesto en guardia por
este razonamiento, que resuena de un modo muy existencial en sus oídos, el lector
emprende entonces con Qohélet un verdadero diálogo del cual acabará, ciertamente
fatigado, pero también asombrado, pues la obra de este sabio judío del tercer siglo
antes de nuestra era no deja a nadie indiferente. En efecto, cuando él somete a la
inteligencia creyente a una prueba de la verdad o cuando interpela al agnóstico en su
propio terreno, Qohélet suscita una profunda reacción que no deja a nadie indiferente.
Ante la modernidad de sus propósitos es necesario tomar posición: la indolencia no es
de recibo.
Para acercarnos a Qohélet y entrar en un diálogo fructífero con él procederemos en
dos tiempos: 1. La existencia incontrovertible del mal y sus consecuencias; 2. Las
alegrías de la vida como dones de Dios: alternativa al consumismo desnudo de sentido.
El mal: brecha en la indiferencia
La apatía religiosa o espiritual que se manifiesta en la actualidad tiene su origen en
numerosas y variadas causas, ciertamente, pero podemos preguntarnos si algunas de
ellas no tienen su origen en un cuestionarse primordial que afectaría a la humanidad
desde la noche de los tiempos. Las respuestas desfasadas o alejadas de la realidad
contribuirían entonces a reforzar este sentimiento de abandono o de réplica de la
conciencia religiosa, que nos llevarían finalmente a su eliminación o negación.
El problema del mal contribuye así a alimentar la indiferencia o la frialdad frente a un
Dios que deja hacer o, peor aún, consiente los sufrimientos del inocente, a pesar del
carácter bimilenario del mensaje cristiano. Ante esta aporía que es el escándalo de la
inocencia martirizada, el hombre moderno, cuyos reparos espirituales tienden a
esfumarse, se sumerge en la alternativa de la banalización: la violencia filmada y
comentada cotidianamente no le hace reflexionar, a menos que se sienta tocado
personalmente. Entonces puede despertarse su conciencia crítica suscitándole un
cuestionamiento radical: «¿Por qué este mal, injustificado, me llega a mí?» Debido a
esta ruptura existencial, a todos nos llega tarde o temprano que la inteligencia creyente
nos hace reflexionar, no para aportar respuestas a las cuales se habría de adherir o
rechazar, sino para interrogarse, saliendo de su letargo, sobre el sentido de la vida y de
la muerte.
Con este fin, Qohélet ofrece un impresionante y lúcido cuestionamiento, pues la
existencia innegable del mal que se produce cada día alrededor suyo le sitúa en el
centro mismo de su teología y de su obra. Ciertamente, otros libros bíblicos se
enfrentan también a este hiato: los salmos se hacen muchas veces eco del grito del
justo perseguido, y Job, alrededor del siglo IV antes de nuestra era, se revuelve: ¿Cómo
él, el justo por excelencia, puede ser castigado por faltas que no ha cometido? La
pregunta de Job queda en eso, no aporta ninguna respuesta al problema del mal. Ante
Dios, que se manifiesta en una gigantesca teofanía, Job reconoce su trascendencia, se
reprocha por haber hablado demasiado precipitadamente y transfigura su confesión de
fe: «Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos « (42,5). Y el epílogo
del libro restituye a Job a su felicidad terrestre. ¡Pero el mal y la desgracia siguen siendo
un escándalo cuando el inocente es golpeado! Le corresponde a Qohélet, un siglo
después de Job, universalizar este problema. La pregunta crucial, que impregna toda su
teología, Qohélet es el primero en proponerla claramente: ¿Cuál es la parte de Dios y
cuál la del hombre en la presencia incontestable del mal en este mundo? ¿Cómo un
Dios bueno, como el de la Biblia, puede crear el mal que golpea ciegamente al sabio y
al loco?
El hombre moderno no puede sino sentirse interpelado por estas palabras de
Qohélet, tan lúcidas que llegan a ser casi crueles en su aparente contradicción: «He
detestado la vida, porque me repugna cuanto se hace bajo el sol» (2,17); «Dulce es la
luz, y bueno para los ojos ver el sol» (11,7). ¿Quien de nosotros no ha detestado algún
día esta vida vivida como inexorable, y quien no se ha alegrado de un día feliz? Esta
paradoja de Qohélet, que se le reprocha a menudo, ¿no es la imagen del destino
humano?
Y el sabio observa alrededor suyo, medita, y nos libra el fruto de sus reflexiones: sí,
el mal existe, temible e implacable; pero, no, Dios no es ni su creador ni su donante. El
mal habita en el corazón del hombre, esencialmente, pero existe un medio para escapar
a la servidumbre de sus cadenas, de las que Qohélet no cesa de darnos las llaves.
Las alegrías de la vida como don de Dios
Si es cierto que la realidad cotidiana nos ofrece el espectáculo siempre renovado de
un consumismo desenfrenado que crece sin cesar, que solemos designar por medio de
un vocabulario emparentado al religioso (los «nuevos templos del consumismo», el
«dios del consumismo»…), también es verdad que el deseo que lo origina parece no
estar jamás saciado, perpetuamente en busca, originando un vacío que el hombre no
puede colmar de esta manera. ¿Se debe rechazar, por consiguiente, toda forma de
consumismo o hay uno que puede satisfacer permanentemente el apetito humano?
En una época de relativa estabilidad política y de prosperidad comercial -que nos
recuerda, guardando las debidas proporciones, el confort occidental actual-. Qohélet ha
podido hacerse la pregunta. Bajo la figura del rey Salomón, cuyo pretendido fasto no fue
jamás igualado, experimenta de manera sistemática todas las posibles ofertas que se le
presentan al hombre para aprovechar los bienes y riquezas de este mundo, tanto
materiales como humanas: «De cuanto me pedían mis ojos, nada les negué, ni rehusé a
mi corazón ninguna alegría» (2,10). Habiendo alcanzado un consumo paroxístico, harto,
saturado, no teniendo nada más que desear, se llega a este desengaño: «Todo es
vanidad y atrapar vientos, y ningún provecho se saca bajo el sol» (2,11). En sus
momentos de lucidez, el consumista moderno siente esta clase de disgusto que sigue al
exceso, la saciedad hasta el asco que no puede enmascarar completamente otra
espera.
Si el lector de Qohélet no se ha detenido ante esta triste constatación de vanidad, si
ha proseguido su lectura a pesar de esta náusea que a veces se parece tanto a la suya,
entonces puede sentirse atrapado en su corazón por el mensaje profundo que conlleva
este pequeño libro de sabiduría. Ello supone el surgimiento quizás de un deseo
enloquecido que hace estallar la indiferencia que amuebla superficialmente su espíritu,
como el consumismo que satisface temporalmente sus sentidos. Así, a partir del tercer
capítulo, Qohélet abandona el proyecto del lujo y del fasto evocado anteriormente y se
sitúa en experiencias vitales que pueden ser participadas por todos. Su propósito, que a
primera vista parece escéptico o pesimista, deja estallar, para quien sepa entenderlo,
uno de los más bellos himnos de alegría de la literatura bíblica. Este canto de victoria de
la vida sobre la muerte, nos lo presenta de la manera más humilde y simple posible,
dando así a cada hombre, devenido la antítesis de Salomón, la posibilidad de acoger las
alegrías de la vida como otros tantos dones divinos.
Un Dios que se revela en nuestros caminos
Siete tramos, que devienen como otros tantos motivos musicales, puntúan el libro.
Leídos uno a continuación del otro, nos invitan a descubrir que el proceder divino está
en el origen de nuestras alegrías, y diseñan así el retrato de un Dios que se revela, no
en acciones esplendorosas o extraordinarias, sino de una manera discreta en la vida de
cada uno
Para degustar mejor el ritmo semítico propio de estas estrofas, que progresa en
forma de un balanceo armonioso y repetitivo, proponemos una lectura seguida que
manifieste su desarrollo cuidadosamente construido por Qohélet hasta su final:
• Primera estrofa (2,24-25): «No hay mayor felicidad para el hombre que comer y
beber, y pasarlo bien en medio de sus afanes. Yo veo que también esto viene de la
mano de Dios».
Qohélet, en un primer tiempo, invita al hombre a apreciar las alegrías simples de la
vida, pero añade también que son dones de Dios
• Segunda estrofa (3,12-14): «Comprendo que no hay en ellos más felicidad que
alegrarse y buscar el bienestar en su vida. Y que todo hombre coma y beba y lo pase
bien en medio de sus afanes, eso es don de Dios. Comprendo que cuanto Dios hace es
duradero; nada hay que añadir, ni nada que quitar. Y así hace Dios que se le tema»
Esta estrofa recuerda que aprovechar los dones divinos debe conducir al hombre a
temer a Dios, lo que, en el concepto de inmanencia de este pasaje, denota más bien el
amor y reconocimiento hacia Dios.
• Tercera estrofa (3,22): «Veo que no hay para el hombre nada mejor que gozarse en
sus obras, pues ésa es su paga. Pero ¿quién le guiará a contemplar lo que ha de
suceder después de él?»
Y Qohélet añade que hay que saber aprovechar las alegrías de la vida al instante,
sin dejar para más tarde estos placeres legítimos, pues el hombre no sabe lo que le
ocurrirá al día siguiente, siendo el presente el único tiempo que le es dado.
• Cuarta estrofa (5,17-19): «Esto he experimentado: lo mejor para el hombre es
comer, beber y pasarlo bien en todos sus fatigosos afanes bajo el sol, en los contados
días de su vida que Dios le da; porque ésta es su paga. Y además cuando a cualquier
hombre Dios da riquezas y tesoros, le deja disfrutar de ellos, tomar su paga y holgarse
en medio de sus fatigas, esto es un don de Dios. Porque así no recuerda mucho los
días de su vida, mientras Dios le llena de alegría el corazón.»
Este pasaje representa sin duda el clímax de la obra de Qohélet y el apogeo de
estas estrofas, por su insistencia en la revelación de Dios que se manifiesta en la
alegría del corazón del hombre.
• Quinta estrofa (8,15): «Y yo por mí alabo la alegría, ya que otra cosa buena no
existe para el hombre bajo el sol, si no es comer y beber y divertirse; y eso es lo que le
acompaña en sus afanes en los días de vida que Dios le hubiere dado bajo el sol.»
En esta estrofa Qohélet responde a la revelación de Dios haciéndose a sí mismo el
elogio de la alegría, como una quintaesencia personal del hombre que acoge el don de
Dios.
• Sexta estrofa (9-7,9): «Anda, come con alegría tu pan y bebe de buen grado tu
vino, que Dios está ya contento con tus obras. En toda sazón sean tus ropas blancas y
no falte ungüento sobre tu cabeza. Vive la vida con la mujer que amas, todo el espacio
de tu vana existencia que se te ha dado bajo el sol, ya que tal es tu parte en la vida y en
los afanes con que te afanas bajo el sol.»
Después de haberse implicado personalmente, Qohélet exhorta a su lector a hacer lo
mismo en esta estrofa, donde la lista de alegrías de la vida se alarga, pues Dios ha
apreciado las obras del hombre, como si le hubiera autorizado por adelantado no
solamente a usarlas, sino también a alegrarse de ellas profundamente.
• Séptima estrofa (11,9-12,1): «Alégrate, mozo en tu juventud, ten buen humor en tus
años mozos. Vete por donde te lleve el corazón y a gusto de tus ojos, pero a sabiendas
de que Dios te llevará a juicio por todo ello.»
En esta estrofa, que encierra el mensaje de su libro, el sabio invita al hombre en su
juventud, tiempo simbólico de felicidad, a aprovechar la vida, pero le recuerda que Dios
le juzgará. Así, en el corazón mismo de la última y más fuerte invitación a la alegría, la
mención del juicio divino añade una información esencial: el joven deberá rendir cuentas
a Dios por el uso que habrá hecho de los dones que son la vida y sus beneficios en lo
cotidiano. Parece lógico que el uso de estos dones corresponda a la voluntad del
Creador sobre el hombre, si no ¿por qué se revelaría él en la alegría de su corazón?
Conclusión
En el seno de toda vida humana yace la angustia profunda inherente a la
contingencia y a la finitud de la existencia, a menudo burdamente disimulada por una
indiferencia que no es más que superficial: el miedo a carecer (4,7-8), a sufrir y a morir,
cualquiera que sea el género de vida que se haya llevado (2,16-17), acompaña al
hombre durante toda su existencia. Además, toda criatura un día u otro tiene la
experiencia de la desgracia y del mal. Sea sufrido o cometido, el mal parece inherente a
la condición humana. Sin embargo, Dios es «inocente» del mal que el hombre inflinge al
hombre. El mal está en el corazón del hombre, y no es necesario buscar en otra parte
un responsable, de lo que pertenece «al tiempo en que el hombre domina al hombre
para causarle el mal» (8,9).
Pero esta realidad, aunque incontrovertible, no es para Qohélet ni sistemática ni
definitiva. El hombre no sabe y su ignorancia pertenece a su razón de ser (7,14; 9,12). Y
sin embargo se encuentra ante una elección de vida radical que determina totalmente el
sentido mismo que da a su existencia:
O bien niega la acción de Dios o, peor aún, se instala en la indiferencia -en este caso
permanece sólo consigo mismo-, y su angustia permanece.
O bien confía en Dios, reconoce su acción benéfica y, aunque siempre sometido a su
contingencia, se siente «acompañado»; deviene entonces capaz de acoger la alegría en
su quehacer cotidiano, sin miedo ni culpabilidad, pues sabe que ello es un don de Dios.
Pero esta elección requiere un aprendizaje largo y doloroso, jamás acabado. Supone
fundamentalmente la capacidad de desasirse de los apoyos terrenos, sean humanos o
materiales (el poder, el dinero...), a fin de reconocer la vanidad de todas las cosas. Así
aligerado, el corazón simple puede al fin disfrutar plenamente de las únicas verdaderas
alegrías de la existencia, porque nos han sido dadas por el mismo Dios.
En otras palabras, sólo la confianza libera al hombre de su angustia de vivir, porque
ésta actúa como un potente motor que le revela, no su finitud o límites, sino su
capacidad para ser feliz con Dios, por una aquiescencia salvadora de todo su ser.
Tradujo y condensó: JOAQUIM PONS
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