RESPONSORIOS DE TINIEBLAS Es sabido que la variabilidad de las fechas de la Semana Santa cada año está en función de los calendarios solar y lunar: el domingo siguiente al primer plenilunio después del equinoccio de primavera (21 de marzo) será la fecha del domingo de Pascua de Resurrección, fin de la Semana Santa. La luz (y la oscuridad, por tanto) ocupa una posición primordial en la liturgia de esos días, en interpretación fiel de los textos evangélicos: la cena, el sueño de los apóstoles en el huerto, el canto del gallo, «llegado el amanecer», la pesadilla de la mujer de Pilato, «y era ya como la hora sexta, y se produjeron tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora nona, habiendo faltado el sol». Noche, luna, tinieblas. Solamente a la luz de una candela, como observa José Jiménez Lozano, podemos entender la mirada de los iconos antiguos, y nos sitúa en aquel tiempo «en que se encendían candelas, y había llamas en un horno o en la chimenea, en la lumbre campesina, o en las fogatas del campo en el crepúsculo» y por supuesto en las vidrieras y las velas de las iglesias. A la hora litúrgica de los maitines del Jueves, Viernes y Sábado santos se llamaba oficio de tinieblas. Cantados la víspera por la tarde, los maitines de cada día se dividían en tres nocturnos y la ceremonia estaba presidida por el tenebrario, artístico candelabro de forma triangular, cuyas llamas se iban apagando detrás de cada responsorio hasta quedar la iglesia a oscuras. Simbolismo y teatralidad al servicio de unos textos estremecedores sobre el misterio esencial del cristianismo: la cruel e injusta muerte del Dios, previa a su resurrección. Estos textos son, fundamentalmente, lecturas de la Biblia y responsorios (que “responden” a esas lecturas). Cada nocturno consta de tres responsorios, por lo que cada día hay nueve. Cuando Tomás Luis de Victoria emprendió su producción más ambiciosa, esto es, componer música para todas las celebraciones de la Semana Santa (el célebre Officium Hebdomadae Sanctae publicado en 1585), escribió polifonía para los responsorios de los nocturnos segundo y tercero de cada día, de acuerdo con las prácticas litúrgicas de muchas iglesias de cantar en gregoriano los responsorios del primer nocturno. Por tanto, Victoria escribió seis responsorios para cada jornada, lo que hace un total de dieciocho. Todos ellos son a cuatro voces, aunque en la parte central (el verso) se reduce el número de voces a tres o a dos para practicar un estilo más imitativo sin caer en complejidades excesivamente artificiosas. La mejor manera de escuchar estas obras maestras es seguir su texto. Esto es una obviedad en cualquier música vocal, pero en el caso de Victoria cobra especial relevancia dado el mimo con que ha tratado las palabras. Unas palabras que recrean el sentimiento temático propio de cada una de las tres jornadas: el abandono y la traición constituyen el eje semántico del Jueves Santo; la crucifixión, el Viernes; y el cadáver en el sepulcro, el Sábado. En cierto modo, la liturgia ha resumido el relato de la pasión y muerte de Jesús en estos breves textos como si fueran “píldoras” o “microrrelatos” a la manera de Augusto Monterroso, que concentran la esencia de cada momento con sólo tres frases: el cuerpo del responsorio, el estribillo y el verso, más la repetición del estribillo (y otra repetición de cuerpo y estribillo en el responsorio final de cada nocturno, por tanto los múltiplos de tres). Victoria se recrea en estos textos para expresar con imágenes musicales algunas de las frases literarias más significativas o evocadoras. Multitud de detalles colorean musicalmente las palabras, desde la propia elección de voces: Unus ex discipulis es iniciado por una única voz, y cantan las cuatro a partir de la aparición de «los discípulos»; Seniores populi es una obra a cuatro voces mixtas (SATB) que comienza con sólo las tres más graves para señalar a aquellos ancianos del pueblo, sensación tímbrica acentuada al venir detrás de Una hora, para voces agudas (SSAT). También recursos rítmicos, como la aceleración para indicar la prisa que se dan los persecutores («cum gladiis et fustibus», en Seniores populi o en Tamquam ad latronem), frente a los acordes lentos que acompañan la muerte y la sepultura del justo; recursos armónicos, como los intervalos menores para sugerir la oscuridad (Tenebrae), o el no concluir en la tónica para dibujar la “suspensión” de Judas («se suspendit», en Amicus meus); recursos melódicos, como las impresionantes escalas descendentes para indicar la resignación («ductus sum ad immolandum», en Eram quasi agnus o «quia elongatus est a me», en Caligaverunt) o el sinuoso movimiento circular para indicar los pasos del león por la selva («ut leo in silva», en Anima mea). Nada, sin embargo, es forzado. En unas recientes declaraciones, el gran director inglés Bruno Turner señalaba que los responsorios «presentan una forma y técnica absolutamente perfectas» y que en la música de Victoria «nunca hay una nota de más, un pasaje superfluo; muestra en su escritura una especie de discreción casi aristocrática, en el buen sentido del término». Así es, en efecto. Uno recuerda la definición del estilo (literario) que diera un maestro de las palabras como Azorín: «el estilo no es nada. El estilo es escribir de tal modo que quien lea piense: Esto no es nada. Que piense: Esto lo hago yo. Y que sin embargo no pueda hacer eso tan sencillo –quien así lo crea–; y que eso que no es nada, sea lo más difícil, lo más trabajoso, lo más complicado». Es lo mismo que uno siente al escuchar o al cantar la música de Victoria: todo está tan bien puesto como en la naturaleza misma, pero ¡ay qué difícil es crear naturaleza! Para el primer nocturno de los maitines del triduo sacro, Victoria compuso la música de las lecturas, que son las lamentaciones, terrible texto del profeta Jeremías sobre la destrucción de Jerusalén. Lo característico de estas obras es la estructura de los versículos ordenados por las letras del alefato hebreo. Otros muchos polifonistas escribieron estas mismas obras y entre ellos el que fuera maestro de la Capilla Real de la catedral de Granada entre 1581 y 1596, Ambrosio Cotes, de quien se conservan manuscritas tres en el archivo de esta institución, una de ellas incompleta, por lo que se interpretan dos pertenecientes a dos días distintos del triduo sacro, el Jueves y el Viernes santos. © Alfonso de Vicente