Crítica 144

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Una edición cubana
de Sergio Pitol
ANTÓN ARRUFAT
Comienzo con una cita de la
primera estrofa de un soneto de Du
Bellay. Él lo escribió en francés, en
el francés renacentista del siglo XVI,
yo he de decirlo traducido al castellano de esta edad tecnológica, y
quedará así: “Feliz quien, como
Ulises, regresa de un largo viaje... /
y vuelve pleno de experiencias y
razones, / a vivir junto a sus padres
el resto de sus días.”
Largos viajes emprendió Sergio
Pitol desde joven, permaneció por
años en diversos países de Europa,
dentro del servicio diplomático más
de veinticinco años, y al cabo
regresó —definitivamente— a
México, regresó a vivir, como dijera
en su época Du Bellay, junto a los
suyos. Semejante a los seres insatisfechos, regresa a su lugar de origen,
después de haber visto mucho
mundo. Cumplida la intensidad de
sus estancias en el extranjero,
reside ahora en Xalapa, capital
provinciana, circundada de hermosos paisajes.
En uno de sus libros que más he
disfrutado, El arte de la fuga, este
× SERGIO PITOL
perfecto violador de fronteras
geográficas y culturales, tanto
como de géneros literarios, en ese
singular manual de huidas en que
conjuga diestramente los viejos
géneros del relato y el ensayo, las
memorias, el diario y la crónica de
viaje, se encuentra esta descripción
de una clásica vida retirada a lo
Fray Luis: “Por las mañanas salgo
al campo, donde tengo una cabaña,
y dedico varias horas a escribir y a
oír música. De cuando en cuando
hago alguna pausa para jugar en el
jardín con mi perro. Regreso a la
ciudad a la hora de comer... Me
comunico con amigos por medio del
teléfono. A partir de las seis de la
tarde, salvo casos extraordinarios,
no hay poder que me haga salir de
casa... Este ritmo de vida que a muchos podría parecer desesperante es
el único que me resulta apetecible.”
Este párrafo confesional aparece
al principio del libro, dentro del
ensayo titulado con una sentencia de
sabiduría zen: “Todo está en todas
las cosas.” Como Pitol tiene la costumbre de fechar, y va colocando
cronológicamente huellas visibles
de su existencia, el texto está fechado en Xalapa, en febrero de 1996.
Cuando su vida se hacía de viajar y era tan diferente al reposo de
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su cabaña, plagada con miles de
libros en diversos idiomas, traídos
de todas las partes en las que estuvo, quince años antes de su regreso
escribió los cuatro relatos que forman Nocturno de Bujara. Los
escribió en Moscú, en momentos
muy cercanos, dos en 1979, el primero en marzo y el otro en junio,
con escasos tres meses de distancia,
y en 1980 los dos restantes, uno en
octubre y el siguiente en noviembre, tan solo días después. Se trata
de relatos extensos (alrededor de
treinta cuartillas cada uno). En
aquellos meses estuvo poseído por
una violenta energía creadora, a la
que no son ajenas sus cuantiosas
lecturas apasionadas y numerosos
viajes por diversas ciudades europeas.
En el curso de una entrevista,
residiendo su autor ya en México, y
para imitar su exactitud cronológica, realizada un 16 de junio de
1990, confiesa haberlos escrito
durante una especie de singular
“afiebramiento”, lo mismo físico
que intelectual. Por el fervor creativo
que los une, y porque intentó con
ellos ampliar su concepto del relato, los declara entre sus páginas
favoritas.
La primera edición se imprimió
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en México, 1981, varios meses
después de haberlos escrito. No
obstante, la edición que conozco es
la de Barcelona, pasados cuatro
años, segunda obra que incluyó
Anagrama en su colección Narrativas Hispánicas, cambiado el
título original por Vals de Mefisto.
Durante una de las muchas veces
que Sergio Pitol y yo nos hemos
encontrado, me dedicó un ejemplar.
Recuerdo que fue en Guadalajara y
que, naturalmente, aparece fechada la dedicatoria: 25 de febrero del
89.
Al presente el papel, alto gramaje, ha amarillado en algo, lo que le
otorga como un atractivo de otro
tiempo. Ahora, lo que llama mi
atención es la portada compuesta
sobre un cuadro original de Gustav
Klimt, Música I, pues me parece
percibir una relación curiosa entre
esta portada y el contenido del
libro. Sospecho que a Sergio Pitol le
complace la obra del pintor modernista, al que a menudo ha mencionado. Hay en sus cuatro relatos, al
igual que en ciertos cuadros de
Klimt, una superficie traslúcida,
resplandeciente, que parece entregarse de inmediato al lector, y al
espectador por supuesto, y un fondo
sinuoso, de líneas curvadas, que por
el contrario emite señales indecisas,
amaga con una verdad o una certeza difícil de descifrar, junto a una
ambigua y oculta intensidad erótica.
Es lícito suponer que Pitol estuvo
involucrado, como suelen estarlo
tantos autores, en la realización de
la portada de su libro. Si escogió o no
el cuadro de Gustav Klimt, lo que
ignoro, debió al menos aprobarlo o
admitirlo, por una sencilla razón
sensible, como demuestran algunos
de sus textos: no es extraño al
grabado o a la encuadernación, a la
presencia tangible de un libro, y
principalmente a la relación, de
coincidencia o ruptura, cuya eficacia gráfica es la misma que la portada puede establecer con el sentido de una obra impresa.
En la segunda narración, “El
relato veneciano de Billie Upward”,
se halla una confirmación del
interés en que el libro como objeto
—un cuaderno en el relato—
adquiera un valor significativo para
el lector: “la composición de aquel
cuaderno —se dice, alguien dice en
los párrafos iniciales— era una de
las mejor resueltas. Los enigmas del
texto se insinuaban ya en la misma
por tada...” Subrayo los términos
“enigmas” e “insinuaban”, enigmas
e insinuaban, decisivos en el discurso narrativo de Pitol.
La misma voz nos ofrece, a nosotros, sus lectores, la descripción de
esa portada que insinúa los enigmas que han de venir con el resto del
texto. Una fotografía trunca, borrosa y color sepia, refleja un palacio
en el agua de un canal de apariencia
viscosa. Más abajo una palabra al
menos efectiva: Venecia.
El sepia contrasta y se opone a
los refulgentes colores de Gustav
Klimt, pero el resto, la apariencia de
un canal, lo borroso, lo trunco, lo
eminentemente evanescente y esfumado, podrían ser elementos indudables, o mejor, dudosos, de algunos
cuadros del pintor austriaco.
Dos de estos cuentos, “Vals de
Mefisto” y “El relato veneciano…”
se inician con un aparente hecho
casual o totalmente fortuito: la
revista en la que aparece publicado
un cuento que ha de revelarle a la
protagonista ciertas razones de su
fracaso matrimonial cae inesperadamente de su bolso cuando buscaba su pijama de seda azul, o el
libro olvidado que es necesario
volver a leer. En parte, cuanto
ocurrirá a los protagonistas de
Pitol se halla prefigurado, aunque
de manera oblicua, en algún texto
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escrito con anterioridad, y donde
han de buscar la comprensión o la
reivindicación de personajes o acontecimientos posteriores, parece estar
en estas escrituras previas que han
de leer como se leen los libros sagrados, Vedas o Talmut, en busca de
algún desciframiento del misterio
de sus vidas.
Ellos también intentan comprender y comprenderse mediante
la lectura. En “Nocturno de
Bujara”, cuento que da título al
volumen, Juan Manuel le hace leer
un texto de Jan Kott al protagonista narrador, Breve tratado del
erotismo, que luego él volverá a leer
buscando una confirmación sobre
la carencia de identidad en los cuerpos conocidos en la oscuridad tan
solo a través del tacto.
Varias figuras filiales pasan por
estos cuentos. “Hay influencias evidentes —se nos advierte en ‘El relato veneciano’— de Henry James,
de Borges, del Orlando de la Wolf.”
Sirviéndome de esta clave, recuerdo
momentos semejantes que Borges
ha destacado en otras escrituras o
los que ocurren en la suya propia, y
escojo dos de entre ellos: cuando
Eneas encuentra en un bajorrelieve
sus propias aventuras, y en la
segunda parte del Quijote los
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protagonistas han leído la primera
parte de la novela, es decir, son
también lectores de la obra que
ellos protagonizan.
Estos relatos, principalmente los
dos primeros, son evidencia de su
poética. Abundan inesperadas
definiciones, citas de autores que
ofrecen alguna pista, como Arthur
Schnitzler, advertencias al lector,
enumeración de posibilidades narrativas. “La trama se teje en el subsuelo del lenguaje.” Pequeños
núcleos dramáticos (o más bien
esperpénticos), a punto del estallido.
Desinterés por esa dudosa categoría
llamada desde hace siglos realidad
sin que el hombre o la mujer conozcan hasta ahora definitivamente en
qué consiste. Tensiones cuya causa
hay que buscar en un juego de
hipótesis, creación de una distancia
entre el autor y el narrador del relato, la anécdota como pretexto para
establecer un tejido de asociaciones
y reflexiones libres. Imágenes y
acontecimientos unidos por una
“sutura muy enterrada”, cuya
conexión el lector no advierte hasta
que ha avanzado en la lectura. Algo
de crónica de viaje, de novela, de
ensayo literario. De su fusión o
choque se desprende la expresión
dramática de la narración, conti-
nuamente interrumpida y diferida
reiteradamente.
Como sabemos por sus fechas y
por confesión del propio Pitol,
entre la redacción de estos cuentos
media poca distancia, y tal vez por
ello tienen vínculos y semejanzas
sorprendentes y reveladoras. Están
como contaminados entre sí. En la
entrevista que antes mencioné, el
autor nos revela que han brotado de
una necesidad profunda, estado de
casi inconciencia, como visiones de
las que resulta imprescindible
deshacerse.
Si esto es cierto, no obstante, el
trabajo con la prosa es tan
extremado y hermoso a la vez, que
no puedo dejar de pensar que en
esta poética hay también mucho
oficio. Una frase acorde excluye la
ambigüedad total. Ha salvado del
naufragio o de la oscuridad una
forma, un orden dentro (o sobre) el
desorden, algún sentimiento del número y de la belleza, hechos que
contradicen en algo la afirmación del
autor.
En esa especie de conflicto entre
las visiones y la lucidez de la escritura: de una parte la palabra, con su
antigua tradición racional y nominativa, se aproxima a ellas intentando
reducirlas a la claridad de la página
escrita, y de la otra, y a su vez,
adquiere un esplendor de metal
oscuro que no es el de la razón o no
lo es del todo.
Al referirse a las atmósferas de
pesadilla mediatizadas por el arte,
inevitablemente mediatizadas, en
su artículo sobre la primera novela
de Pitol, El tañido de una flauta,
observa con acierto Carlos
Monsiváis: “su maestría verbal
contradice cualquier complacencia
en el desastre, equilibra con la
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razón el desfile de la teratología”.
Antes señalé el afán y la
minuciosidad de Pitol, su
diafanidad en la relación con la
sucesión temporal, al menos con su
grafía numérica, que siempre consiste en consignar, al final de sus
textos, la fecha en que fueron
redactados.
Uno de sus personajes tiene por
igual la costumbre de fechar cuanto escribe. Tal vez en el caso de
Sergio Pitol no se trata solamente
de costumbre, sino de un acontecimiento más profundo y previo a la
costumbre: fijar, en la medida de lo
posible, la fluencia asimétrica de la
conciencia, dentro de la oscura fluencia temporal, y ponerle marco a
esa inagotable oscuridad del enlace
de sus anécdotas. Estas visiones e
imágenes de dos estructuras, o de
dos cápsulas dentro de una
estructura, que se prestan luces,
entablan un diálogo subterráneo.
Cuentos libres en su estructura, y
clásicos, aunque parezca una
paradoja, en su estilo o ejecución.
Mentalidad barroca que se expresa
en una prosa clásica. Hay sin duda
la necesidad, en el forcejeo con las
visiones, de alcanzar lo que podría
llamarse visualidad. La narración
es puntual: escribe el nombre de las
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ciudades, de las calles, el título y el
autor de los libros citados, mundo
tangible que de pronto se vuelve
inasible, como si comenzara a
desintegrarse. Sus personajes, y
nosotros los lectores, alcanzan (o alcanzamos) solo vislumbres, aproximaciones, en eso que Pitol llama,
en El arte de la fuga, “la delgada
zona que se extiende entre la luz y
las tinieblas”.
La tesis del carácter doble en la
estructura de un cuento —en la
que Ricardo Piglia ha insistido en
nuestro idioma— podría convertirse en un método válido de interpretación de esta aparente discontinuidad.
Según esta tesis, un cuento siempre narra dos historias. Una en
primer plano, y la otra, en uno más
secreto, el relato visible que esconde
un relato secreto, narrado de modo
elíptico y fragmentario. El cuento
concluye cuando esta historia secreta aparece en primer plano.
En “Vals de Mefisto”, la presencia de dos relatos es muy perceptible, y el autor trabaja en él dos historias sin resolverlas nunca. La
primera, el final y el desencanto de
una relación matrimonial entre una
pareja de escritores, y la segunda
historia, cargada de un erotismo
indefinido pero muy agudo, el
drama entre un anciano director de
orquesta, ya retirado, y un pianista
al que ha ayudado a triunfar.
Ahora bien, estas dos historias se
prestan luces y se reflejan la una en
la otra, hasta el punto de que la
segunda se convierte en la conclusión de la primera, mediante,
como se dice precisamente al principio, “una sutura muy enterrada”.
Vuelvo al nómada, al trashumante que era Pitol cuando
escribió Nocturno de Bujara. Sus
viajes, lo sabemos, están fechados y
registrados por él mismo. Los
diversos escenarios se suceden:
Praga, París, Varsovia, Moscú,
Venecia, Nueva York, uno tras otro
van pasando. Subía a trasatlánticos
y a aviones, iba en tren, llevaba un
pasaporte y cartas credenciales, sus
ropas y maletas, compraba libros en
cada lugar, miraba y oía, probaba
comidas exóticas y hablaba
idiomas que no eran el suyo,
desplazaba su cuerpo incansable.
A tales desplazamientos, diré
físicos y tangibles, que también figuran en sus cuentos, donde sus personajes parecen que van a morir
por desplazamiento, sucede un
viaje distinto, íntimo y silencioso,
sin documentos ni transporte, en el
que las fronteras se difuminan,
pierden la sucesión cronológica, y
los acontecimientos se amontonan
en un espacio sin límites y se disuelven entre ellos. Es el viaje de la
memoria, el viaje del recordar.
Estos cuatro relatos ocurren también en ese espacio de la memoria.
Empiezan a media res, cuando
los sucesos decisivos ya han ocurrido, y si ocurren en el presente narrativo, serán contados como si se
evocaran. Una oscura pradera los
convida al asombro nocturno de la
memoria, una oscura pradera va
pasando: allí ven ilustres ruinas,
ciudades reales y soñadas, paisajes
sin nombre, cuerpos del deseo,
nombres extraordinarios, callejones
de Samarcanda...
El primer libro de Sergio Pitol
que se publica entre nosotros,
Nocturno de Bujara, espera a su lector. A ese lector futuro no he podido
más que darle una pequeña muestra
de residuos de una lectura inquietante. El encanto que produjeron
en mí estos relatos, y que producirán sin duda en el lector
cubano, resulta difícil de comunicar, y aún más, de explicar.
Pienso que el encanto es una cualidad decisiva del arte. Sin encanto
no hay literatura que valga la pena.
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Pero el encanto elude las explicaciones lógicas, el discurso racional:
es un efecto que determinadas
cosas y algunas personas, el arte y
la literatura, con cierto misterio
inasible, nos producen apenas sin
proponérselo. Me parece que no
hay quien pueda ser, a propósito,
encantador.
Hacer la poesía
JEAN-LUC NANCY
Traducción de Juan Soros
Si comprendemos, si accedemos de
una manera o de otra a un linde de
sentido, es poéticamente. Eso no
quiere decir que cualquier clase de
poesía constituya un medio o un
centro de acceso. Eso quiere decir
—y es casi lo contrario— que sólo
este acceso define la poesía, y que
no tiene lugar más que cuando
tiene lugar.
Es por esto que la palabra
“poesía” designa tanto una especie
de discurso, un género entre las
artes, o una cualidad que se puede
presentar fuera de esta especie o
este género, tanto como puede estar
ausente de las obras de esta especie
o de ese género. Según Littré, la palabra tomada en sentido absoluto
significa: “Cualidades que ca10
racterizan los buenos versos, y que
pueden encontrarse en otros
lugares además de los versos. (...)
Brillo y riqueza poéticos, incluso en
prosa. Platón está lleno de poesía.”
La poesía es, entonces, la unidad
indeterminada de una serie de cualidades que no están reservadas al
tipo de composición llamada
“poesía”, y que no pueden ellas
mismas ser designadas más que
asignándoles el epíteto “poético” a
términos como riqueza, brillo,
audacia, color, profundidad,
etcétera.
Littré también declara que, en
su sentido figurado, “poesía se dice
de todo lo que hay de elevado, de
conmovedor, en una obra de arte,
en el carácter o en la belleza de una
persona e incluso en una producción natural”. Así, desde que sale
de su empleo literario, esta palabra
toma un sentido sólo figurado, pero
ese sentido no es, sin embargo, más
que la extensión de su sentido absoluto, es decir, de la unidad indeterminada de cualidades cuyos términos “elevado” y “conmovedor” dan
los caracteres generales. La poesía
como tal es, entonces, siempre idéntica a sí misma, de la obra en verso
hasta la cosa natural, y, al mismo
tiempo, siempre solamente una fi-
gura de esa propiedad inasignable
bajo ningún sentido propio, propiamente propio. “Poesía” no tiene
exactamente un sentido sino, más
bien, el sentido de un acceso a un
sentido cada vez ausente, cada vez
más distante. El sentido de
“poesía” es un sentido siempre por
hacer.
La poesía es por esencia más y
otra cosa que la poesía misma. O
bien: la poesía misma puede muy
bien encontrarse ahí donde no hay
poesía. Ella misma puede ser lo
contrario o el rechazo de la poesía,
y de toda poesía. La poesía no coincide con ella misma: puede ser que
esa
no
coincidencia,
esa
impropiedad sustancial, la convierte, propiamente, en poesía.
La poesía no será entonces lo que
es más que a condición de ser al menos capaz de negarse: de renegarse,
de denegarse o de suprimirse.
Negándose, la poesía niega que el
acceso al sentido pueda ser confundido con un modo cualquiera de
expresión o de figuración. Ella
niega que aquello que es “elevado”
*
El anglicismo original faire sens se
traduce por tener sentido, pero conservamos la traducción literal ya que hay un
juego de palabras con el título del ensayo
Faire la poésie, Hacer la poesía. (N. del T.)
pueda ser puesto al alcance de la
mano, y que aquello que es “conmovedor” pueda ser sacado de la
reserva a partir de la cual, precisamente, conmueve.
La poesía es entonces la negatividad donde el acceso se vuelve lo
que es: eso que debe ceder y, por eso,
empezar por eludirse, negarse. El
acceso es difícil; ésa no es una cualidad accidental, eso quiere decir
que la dificultad hace el acceso. Lo
difícil es lo que no se deja hacer, y
es propiamente lo que hace la
poesía. Ella hace lo difícil. Porque
ella lo hace parecer fácil, y es por
esto que, desde hace tiempo, la
poesía es llamada “cosa ligera”.
Ahora bien, ésa no es solamente una
apariencia. La poesía hace la facilidad de lo difícil, de lo absolutamente difícil. En la facilidad, la dificultad cede. Pero eso no quiere decir
que ella sea allanada. Eso quiere
decir que es posicionada, presentada por lo que ella es, y nosotros
somos comprometidos en ella. De
repente, fácilmente estamos en el
acceso, es decir en la dificultad
absoluta, “elevada” y “conmovedora”.
Aquí se ve la diferencia entre la
negatividad de la poesía y su gemelo, la del discurso dialéctico. Ésta
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aplica, idénticamente, el rechazo del
acceso como verdad del acceso.
Pero ella se vuelve así un problema
a resolver, y una tarea cuyo carácter infinito engendra tanto una
extrema dificultad como la promesa, siempre presente y siempre reguladora, de una resolución y por
consecuencia de una extrema facilidad. La poesía, por su parte, no
está en los problemas: ella hace en
la dificultad.
(Esta diferencia, sin embargo, no
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se puede resolver en una distinción
de la poesía y de la filosofía, puesto
que la poesía no admite ser circunscrita a un género de discurso y
puesto que “Platón” puede estar
“lleno de poesía”. Filosofía versus
poesía no constituye una oposición.
Cada una hace la dificultad de la
otra. Juntas, son la dificultad misma: de hacer sentido.)*
De esto se sigue que la poesía es
igualmente la negatividad en el
sentido que ella niega, en el acceso
al sentido, lo que determinaría ese
acceso como un pasaje, una vía o
un camino, y que ella lo afirma
como una presencia, una invasión.
Más que un acceso al sentido, es un
acceso de sentido. De repente (fácilmente) el ser o la verdad, el corazón
o la razón, ceden su sentido, y la
dificultad está ahí, sobrecogedora.
De manera correlativa, la poesía
niega que el acceso pueda ser determinado como uno entre otros o uno
relativamente en otros. La filosofía
admite que la poesía sea otra vía (y
la religión a veces). Incluso
Descartes pudo escribir: “Hay en
nosotros semillas de verdad: los
filósofos las extraen por la razón,
los poetas las arrancan por imaginación, y ellas brillan entonces
con mayor resplandor.” (Recitado
de memoria.) La poesía no admite
nada de recíproco. Ella afirma el
acceso absoluto y exclusivo, inmediatamente presente, concreto y,
como tal, incambiable. (No estando
en el orden de los problemas, no hay
tampoco diversidad de soluciones.)
Ella afirma entonces el acceso,
no en el régimen de la precisión —
susceptible de más y de menos, de
aproximación infinita y de
desplazamientos ínfimos—, sino en
aquel de la exactitud. Está hecho,
está cumplido, el infinito es actual.
Así, la historia de la poesía es la
historia del rechazo persistente de
dejar a la poesía identificarse con
ningún género o modo poético —
no, sin embargo, para inventar uno
más preciso que los otros, y tampoco para disolverlos en la prosa
como en su verdad, sino para determinar inmediatamente otra, nueva
exactitud—. Ésta es siempre de
nuevo necesaria, porque el infinito
es actual un número infinito de
veces. La poesía es la praxis del
eterno retorno de lo mismo: la
misma dificultad, la dificultad
misma.
En este sentido, la “poesía infinita” de los románticos es una presentación tan determinada como la
cinceladura de Mallarmé, el opus
incertum de Pound o el odio a la
poesía de Bataille. Lo que no significa que todas estas presentaciones
sean indiferentes o no sean más que
figuraciones de una idéntica infigurable Poesía, y que, por el mismo
hecho, serían inconsistentes todos
los combates de “géneros”, “escuelas” o “pensamientos” de la poesía.
Pero esto significa que no sólo hay
tales diferencias: cada vez el acceso
no se hace más que una vez, y siempre debe ser vuelto a hacer, no
porque sería imperfecto sino por lo
contrario: porque es, cuando es
(cuando cede), cada vez perfecto.
Eterno retorno y reparto de las
voces.
La poesía no enseña nada más
que esta perfección.
En esa medida, la negatividad
poética es también la posición rigurosamente determinada de la
unidad y de la unicidad exclusiva
de acceso, de su verdad absolutamente simple: el poema o el verso.
(Se lo podría también nombrar: la
estrofa, la stanza, la frase, la palabra o el canto.)
El poema, o el verso, es todo uno:
el poema es un todo del que cada
parte es un poema, es decir, un
“hacer” acabado, y el verso es una
parte de un todo que es también un
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verso, es decir una vuelta, un verso
o un reverso de sentido.
El poema, o el verso, designa la
unidad de elocución de una exactitud. Esa elocución es intransitiva:
ella no reenvía al sentido como a
un contenido, ella no comunica
sino que ella lo hace, siendo exacta
y literalmente la verdad.
Ella no pronuncia nada más que
aquello que hace el oficio del
lenguaje, al mismo tiempo su
estructura y su responsabilidad:
articular el sentido, quedando
entendido que no hay sentido más
que en una articulación. Pero la
poesía articula el sentido, exactamente, absolutamente (no una
aproximación, una imagen o una
evocación).
Que la articulación no sea únicamente verbal, y que el lenguaje
pase infinitamente al lenguaje, es
otra cuestión —o bien, es la misma:
“poesía” se dice “de todo lo que hay
de elevado y conmovedor”—. En el
lenguaje o en otra parte, la poesía
no produce significaciones, ella
hace la identidad objetiva, concreta
y exactamente determinada, de lo
“elevado” y de lo “conmovedor”
con una cosa.
La exactitud es la realización
integral: ex-actum, lo que se hace,
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lo que se efectúa hasta el final. La
poesía es la acción integral de la
disposición al sentido. Ella es, cada
vez que tiene lugar, una exacción de
sentido. La exacción es la acción de
exigir una cosa debida, incluso la
de exigir más de lo que es debido.
Lo que es debido por la palabra es
el sentido. Pero el sentido es más
que todo lo que puede ser debido.
El sentido no es una deuda, no es
requerido, y se puede hacer sin él.
Se puede vivir sin poesía. Siempre
se puede decir “¿para qué poetas?”
El sentido es un aumento, es un
exceso: el exceso de ser sobre el ser
mismo. Se trata de acceder a este
exceso, de cederlo.
Por eso por qué “poesía” dice
más que lo que “poesía” quiere
decir. Y más precisamente —o
mejor, exactamente: “poesía” dice
el más-que-decir en tanto que tal y
en tanto que estructura el decir—.
“Poesía” dice el decir-más de un
más-que-decir. Y dicho así, por consecuencia, el no-decir-lo. Cantar
también, por consecuencia, timbrar, entonar, sacudir o golpear.
El semantismo particular de la
palabra “poesía”, su perpetua
exacción y exageración, su manera
de otro-decir, le es congénita. Platón
(otra vez él, el viejo contrincante de
la poesía) apunta que poiesis es una
palabra a la cual se la ha hecho
tomar el todo por la parte: el todo
de las acciones productivas por la
sola producción métrica de palabras
escandidas. Esta última agota,
entonces, la esencia y la excelencia
de esas primeras. Todo el hacer se
concentra en el hacer del poema,
como si el poema hiciera todo lo
que puede ser hecho. Littré (otra
vez él, el poeta de la oda a “La
Luz”) recoge esta concentración:
“poema... de poiein, hacer: la cosa
hecha (por excelencia)”.
¿Por qué la poesía sería la
excelencia de la cosa hecha? Porque
nada puede ser más realizado que el
acceso al sentido. Es todo entero, si
es, de una exactitud absoluta, o
bien no es (ni siquiera aproximativo). Es, cuando es, perfecto, y más
que perfecto. Cuando el acceso tiene
lugar, se sabe que siempre estuvo
ahí, y que igualmente regresará
siempre (aunque uno mismo nada
supiese: pero se debe pensar que a
cada instante alguien, en algún
lugar, accede). El poema obtiene el
acceso de una antigüedad inmemorial, que no debe nada a la reminiscencia de una idealidad, sino que es
la exacta existencia actual del
infinito, su retorno eterno.
La cosa hecha es finalizada. Su
finalización es la perfecta actualidad del sentido infinito. De ahí que
la poesía sea representada con más
antigüedad que toda distinción
entre prosa y poesía, entre géneros
o entre modos del arte de hacer, es
decir, del arte absolutamente.
“Poesía” quiere decir el primer
hacer, o bien el hacer en tanto que es
siempre primero, original cada vez.
¿Qué es hacer? Es posicionar en
el ser. El hacer se agota en la posición como en su fin. Ese fin que ha
tenido como su objetivo, he aquí
que ella es su fin como su negación,
porque el hacer se deshace en su
perfección. Pero lo que es deshecho
es, idénticamente, lo que es posado,
perfecto y más que perfecto. El
hacer cumplido cada vez alguna
cosa y él mismo. Su fin es su finalización: en eso se posiciona infinito,
cada vez infinitamente más allá de
su obra.
El poema es la cosa hecha del hacer él mismo.
Esta misma cosa que es abolida
y posicionada es el acceso al sentido. El acceso es deshecho como
pasaje, como proceso, como visado y
encaminamiento, como acercamiento y aproximación. Es posicionado
como exactitud y como disposi15
ción, como presentación.
Es por esto que el poema, o el
verso, es un sentido abolido como
intención (como querer-decir) y
posiciona como finalización: no
devolviéndose sobre su voluntad
sino sobre su fraseo. No haciendo
problema sino acceso. No para
comentar sino para recitar. La
poesía no es escrita para ser aprendida de memoria: es la recitación de
memoria la que hace de toda frase
recitada al menos una sospecha de
poema. Es la finalización mecánica
la que da acceso a la infinidad del
sentido. Aquí la legalidad mecánica
no está en antinomia con la legislación de la libertad, pero la
primera libera a la segunda.
La presentación debe ser hecha,
el sentido debe ser hecho y perfeccionado. Eso no quiere decir producido ni operado, ni realizado ni
creado, ni actuado ni engendrado.
Exactamente, eso no quiere decir
nada de eso, nada menos que no sea
para empezar, en todo eso, lo que el
hacer quiere decir: lo que el hacer
hace al lenguaje cuando él lo perfecciona en su ser, que es el acceso
al sentido. Cuando decir es hacer y
cuando hacer es decir. Como se
dice: hacer el amor, que no es hacer
nada, sino hacer existir un acceso.
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Hacer o dejar: simplemente posicionar, depositar exactamente.
No hay hacer (no hay arte o técnica, no hay gesto, no hay obra)
que no sea más o menos sordamente trabajado por esta deposición.
Poesía es hacer hablar a todo —
y depositar, a cambio, todo hablar
en las cosas, él mismo como cosa
hecha y más que perfeccionada.
Recitación de infancia: Es schläft
ein Lied in allen Dingen, / Die da
träumen fort und fort, / Und die Welt
hebt an zu singen, / Triffst du nur
das Zauberwort.
Este asunto de la poesía, tan
viejo y tan pesado, cargante y pegajoso, resiste a nuestro aburrimiento
y a nuestro hastío más fuerte por
todas las mentiras poéticas, por los
amaneramientos y por las sublimidades. Incluso si no nos interesa,
ella nos detiene necesariamente.
Tanto hoy como, de otra forma, en
la época de Horacio o la de Scève,
la de Eichendorff, de Eliot o de
1
Georges Perec, Un hombre que duerme,
Impedimenta, Madrid, 2009, p. 24.
Traducción de Mercedes Cebrián.
2
En carta a Felice Bauer, citada por
Elías Canetti en El otro proceso de Kafka,
Muchnik, Barcelona, 1981, p. 185.
Traducción de Michael Faber-Kaiser y
Ponge. Y si se ha dicho que después
de Auschwitz la poesía era imposible, y luego que, por el contrario,
después de Auschwitz era necesaria, es precisamente a la poesía a
la que le parece necesario decir una
y otra cosa. La exigencia de acceso
del sentido —su exacción, su solicitud exhorbitante— no puede cesar
de detener el discurso y la historia,
el saber y la filosofía, el actuar y la
ley.
Que no nos hablen de ética o estética de la poesía. Es más arriba,
en su más que perfecto inmemorial,
que se sostiene el hacer llamado
“poesía”. Se sostiene agazapado
como un animal, tenso como un
resorte, y así en acto, ya.
Ninguna melodía
MARTÍN CINZANO
JOSEPH JOUBERT
Pero muchos, después de anudar
bien, desenlazan mal; es preciso,
sin embargo, que ambas cosas
sean siempre aplaudidas.
Aristóteles,
Poética
Alguien escribe.
3
Georges Perec, Un hombre que duerme,
p. 20.
4
Aristóteles, Poética, (30-35a), p.157:
“Es preciso, por tanto, que, así como en
las demás artes imitativas una sola imitación es imitación de un solo objeto, así
también la fábula, puesto que es imitación
de una acción, lo sea de una sola y entera,
y que las partes de los acontecimientos se
ordenen de tal suerte que, si se traspone o
suprime una parte, se altere y disloque
todo; pues aquello cuya presencia o
ausencia no significa nada, no es parte
17
Es lo único y no hay más: ni versos, ni poemas, ni capítulos, ni
aforismos. Nada; sólo alguien,
cualquiera, trazando grafías susceptibles de reconocerse como
letras. Si estas letras se encuentran
alineadas o no, es algo que entrará
también en el juego de ese reconocimiento donde saldrán a relucir las palabras y las frases y los
párrafos. Después, si ese alguien
convierte tal re-conocimiento en un
conjunto arbitrario de sentido y le
asigna divisiones, funcionalidad,
interdependencia, “nudos” e historicidad a esas grafías que ahora va
tejiendo una a una sin visos de
miramientos hacia la totalidad o la
fragmentación, no impedirá arrancar de esa escena un hecho tan simple como el del comienzo: alguien
escribe.
Imaginar escribir una sola letra
sin considerar la posibilidad de
seguir por el camino de una “obra”,
eludir el desafío de la “pieza” y no
5
Joseph Joubert, Pensamientos,
Aldus, México, 1996, p. 33. Traducción
de Luis Eduardo Rivera. Recueil des pensées de M. Joubert se dio a conocer por
primera vez en 1838, en París, catorce
años después de la muerte de Joubert, en
una edición preparada y prologada por
Chateaubriand. Un siglo más tarde,
18
atender al llamado de la continuidad ni tampoco al de la discontinuidad como participación
anómala del conjunto: incluso en
una época en la que aún se aprecian
tanto las “obras”, las “obras acabadas”, “redondas”, en las cuales “no
queda nada suelto” y “todo está en
su lugar”, es posible imaginar a ese
alguien ataviado con la cobardía
necesaria para sólo escribir. El que la
valentía se asocie a la obra y la
cobardía a su ausencia, dice bastante respecto del rango alcanzado
por la productividad. Frente a la
inacción, siempre será preferible
hacer cosas. “Eres un holgazán, un
sonámbulo, una ostra… te sientes
poco hecho para vivir, para actuar,
para hacer cosas; no quieres más
André Beaunier publica la totalidad de
sus manuscritos bajo el título de Cuadernos (París, Gallimard, 1938). En
español permaneció inédito hasta 1995,
cuando Edhasa publica en Madrid una
breve selección de sus Pensamientos, traducida por Carlos Pujol. Véase, en la edición española aquí utilizada, “Joubert,
nuestro contemporáneo”, prólogo de
Luis Eduardo Rivera, además de los
ensayos de Maurice Blanchot, “Joubert y
el espacio” (también incluido en El libro
que vendrá, pp. 69-76) y “Joubert”, de
Georges Perros. Por otra parte, existe
otra selección de sus escritos publicada
que durar, no quieres más que la
espera y el olvido… La vida moderna generalmente aprecia poco tales
anhelos.”1 Pero cuando Kafka se
estira sobre la hierba y ve pasar a
“un hombre más bien distinguido”,
que lleva prisa, siente con orgullo
“las delicias (…) de ser un desclasado”.2 El anhelo de sólo escribir,
fuera de la obra, tampoco es apreciado. Debe existir un proyecto, algo
más que la espera y el olvido, o por
lo menos un programa que los justifique. Debe, pues, existir una
obra. “No acabarás tu licenciatura,
no empezarás ningún posgrado. No
estudiarás más”:3 de tal antiproyecto no se podrá esperar nada
bueno, mucho menos un aprecio por
parte de la vida moderna. Elogiar
la vagancia (o preferir no hacerlo,
estirado sobre la hierba), sólo podrá
participar dentro de una apuesta
mayor y más digna, pues de lo contrario no hay negociación posible.
A veces, en el mundo loco, las viejas reglas de antaño se mantienen
firmes en su lugar. La normativa
aristotélica relativa a la unidad de
la fábula —en cuanto imitatio de
una sola y entera acción—, a pesar
del largo historial de refutaciones y
remisiones, goza de excelente salud
en la crítica literaria y se cuela
entre la multitud de juicios del
habla cotidiana.4 En ese orden —el
orden del todo— los que no se
arman de valor y resultan incapaces de acometer la empresa exigida por la entereza de la obra, será
porque el requerimiento es demasiado grande para ellos, y, por tanto, no
responderán al dictum. ¿Era el caso
de Joseph Joubert? Al menos será
otro nombre del que este ensayo
podrá servirse para indagar las relaciones entre la pareja “escritor”/
“autor” y las atribuciones de esa
“curiosa unidad” —al decir de
Foucault— llamada “obra”.
Previamente a la declaratoria
hegeliana del agotamiento del arte
como expresión privilegiada de los
contenidos del espíritu, es decir,
sólo un poco antes de que al arte se
lo diera por muerto, se reflexionaba
acerca de las relaciones entre los
libros y sus “autores”, entre la
“obra” y el artista. A la sombra de
Chateaubriand y Diderot, y sin
haber publicado durante toda su
vida, Joubert, en Francia, escribía
hacia finales del siglo XVIII —esto
es, en medio de un clima revolucionario— lo siguiente: “El
obrador debe tener sus manos fuera
de su obra, es decir que no necesita
apoyarla con sus explicaciones, con
19
género del “diario de vida” es practicado por los poetas (y no sólo por
ellos) hasta el embelesamiento
autocontemplativo, constituye una
disonancia y aún hoy (en especial
hoy) resulta un desatino.
El fragmento citado de Joubert
podría leerse como un antecedente
valioso a la hora de escarbar en el
pasado de aquel “nacimiento del
lector” anunciado por Barthes, tan
importante, a su vez, para los modelos hermenéuticos establecidos por
aquella escuela crítica que mucho
tiempo después de Joubert se dio en
sus notas y prefacios: que el pensamiento sea subsistente fuera de las
aptitudes, es decir fuera de los sistemas y de las intenciones del
autor.”5
Exigir la subsistencia del
pensamiento por sí solo, señalar la
sola presencia de la obra “fuera” ya
de cualquier alcance por parte del
“obrador”, en un siglo como el de
Joubert, donde ese obrador es una
personalidad
suficientemente
acreditada en tanto clave de inteligibilidad de sus obras, y donde el
6
La mención al insecto, claro está, se
dirige a Kafka. El proyecto de “hacerse
cada vez más pequeño”, como apunta
Canetti, se revuelve en primer lugar con20
tra las tentativas de matrimonio, pues en
el matrimonio “uno no puede disimularse en lo pequeño: hay que mostrarse”.
La estrategia de hacerse pequeño como
un insecto y sustraerse “ante la supremacía
del prójimo”, de todos modos, implica un
esfuerzo, y ahí radica quizá la mayor distancia entre Gregorio Samsa y la “duración” sin temor del personaje de Un hombre que duerme.
7
“Por lo regular —señala Luis
Eduardo Rivera a propósito de este
“escritor sin obra” que sería Joubert—, la
justificación de un Diario literario presupone la existencia de una obra publicada y avalada, y funciona como un
apéndice de ésta; a través de él nos acercamos a las motivaciones de su autor, a
sus procesos creativos, a sus gustos personales, a su concepción del arte, de la
vida, etc. Su principal interés se halla en
llamar estética de la recepción
(Rezeptionsästhetik); pero si junto a
ello recordamos que para producir
tal “nacimiento” era necesario asegurar en primer lugar la “muerte
del autor”, entonces, en cuanto a
nuestros propósitos, Joubert se constituye en un sospechoso de primer
orden y en un desafinado.
Sospechoso del crimen del autor,
por cuanto advierte una separación
radical, en el terreno del arte y la
filosofía, entre el productor de una
obra y la obra misma. Un sentido
de no-pertenencia o de desapropiación, un corte, una interrupción de la conexión, en apariencia tan natural, establecida entre la
obra y el artista, que es artista
porque hace obra. Pues aun cuando
la obra siga siendo, según todos,
“su” obra, la intencionalidad y el
“sistema” del autor han sido
apartados cada cual en virtud de
una subsistencia separada y exterior como la del pensamiento, tal y
como si éste permaneciera bajo un
orden distinto, acaso impersonal, y
sin necesidad alguna de incluir a los
autores. Hoy resulta más o menos
que nos introduce en ciertas zonas de la
creación artística que la obra acabada nos
oculta. Un Diario literario, pues, depende
reiterativo hablar de “autor sin
obra” y de “obras sin autor” (o de
“verdaderos” poetas, que lo son
porque no escriben y en cambio
viven el poema) pero las fórmulas
suelen tragarse mucho más de lo
que dicen y tornarse inexplicables.
El problema de la obra, su sola pregunta, y no la pregunta por su
definición, es difícil de materializar.
Joubert, por lo pronto, ha descartado la pregunta por el autor en tanto
origen, al tiempo que ha interpuesto una distancia irrecuperable
entre ese supuesto origen y “su” producto. Si tal autor se encuentra de
golpe con una “obra” de quien presume ser el productor, no será para
reclamar la adjudicación de una
paternidad —a través de una
aclaración de intencionalidades, por
ejemplo—, sino para enfrentarse a
ella como cualquier otro lector.
Por otra parte, la exigencia de no
explicación de las obras (la ausencia
de prólogos, en lo sucesivo tan presentes en gran parte de la escritura
filosófica y literaria), marca una distancia importante en un momento
histórico donde al arte le apremia la
prescripción de un acompañamiento
8
Michel Foucault, ¿Qué es un autor?, p.
13.
21
teorético capaz de sustentarlo (a
través de un programa estético) en
cuanto respaldo filosófico indicado
para hacer juego con la deliberación política, entroncándose de
tal modo con los requerimientos de
una época en la que nada es seguro
y se habla, se mira y se escribe bajo
el sesgo de la traición. Pero Joubert
pareciera estar lejos de esos programas y respaldos; no contra ellos, ni
siquiera aislado de ellos, sino simplemente en otra parte, escribiendo.
Pareciera que, como el hombre que
duerme, sólo quisiera durar entre
los hombres: ni tan siquiera darles
la espalda mediante la sustracción
de “hacerse cada vez más pequeño,
cada vez más callado, cada vez más
liviano, hasta desaparecer” como el
Kafka de Canetti, sino, en lo posible, emitir los ruiditos de siempre,
apoyar una taza sobre la mesa, bostezar, aplastar un insecto, pisar las
calles, repetir.6
En cuanto a su carácter desafinado, aquí no se apunta nada
extraordinario; Joubert ha sido considerado una rara avis que escribió
9
“Cuando en el interior de un cuaderno lleno de aforismos se encuentra una
referencia, la indicación de una cita o una
dirección, una cuenta de la lavandería:
¿obra o no obra? ¿Y por qué no?”
22
fragmentos o notas breves relacionadas con diversas materias
durante más de cincuenta años, anotaciones cuya escritura sólo estaba
reservada para quienes poseían una
“obra a cuestas” y que precisamente fueran capaces de esclarecer
los pormenores y dar luz sobre el
proceso de producción de tales
obras.7 Por el contrario, “Soy, lo
confieso, como un arpa eolia, que
produce algunos bellos sonidos,
pero que no interpreta ninguna
melodía”. ¿Es el “sistema” de
Joubert? No interpretar ninguna
melodía y sólo “sonidos”, bellos o
no, pero que en todo caso no se
inscriben en el marco más general
de una partitura, sin duda marca
una posición alejada del retrato
que podríamos esbozar —así sea en
torno a su época como en la nuestra— de un “autor”. Todavía más:
el que aquí se inserten dos citas
provenientes de Joubert no permitiría proclamar “el pensamiento de
Joubert”, ni tampoco hablar de “la
teoría de Joubert acerca del autor”;
si los “sonidos” han sido agrupados
en unos cuantos libros (siendo de
tal modo contenidos bajo una idea
más cercana a lo melódico), eso no
corresponde sino a uno de los tantos
accidentes tan bien planeados por
la industria editorial (y gracias a los
cuales, dicho sea de paso, hoy es
posible leerlo), pues la “obra a cuestas”, la melodía de Joubert, no
existe. No apoya nada, no tiene
posibilidad de hacerlo ya que no hay,
en su caso, imagen ya instituida. Es
quizá sólo un murmullo discursivo,
una superficie de contacto “carente
de arrugas”, como querrá, dos siglos más tarde, el filósofo enmascarado. Sus Pensamientos se podrán
leer bajo la forma del “diario” de
un hombre sin sistema ni tratados,
pero qué extraño “diario”: es
imposible hallar en él “intimidad”,
fechas o elementos autobiográficos.
Sin embargo, el terreno se nos
puede volver impenetrable al preguntar: ¿y si tales anotaciones
hicieran, después de todo, la “obra”
y pasaran a leerse entonces como
las notas de alguna extraña “melodía”? Este tipo de preguntas,
extensibles a todo cuanto alguien
haya dejado escrito, dicho o dibujado durante su vida, es lo que a
Michel Foucault le lleva a cuestionar a la “obra” como unidad válida y propia de la especificidad de
un “autor”.
“‘¿Qué es una obra?’, ¿qué es,
pues, esa curiosa unidad que se designa con el nombre de obra?, ¿de
qué elementos se compone? Una
obra, ¿no es aquello que escribió
aquel que es un autor? Se ven surgir
las dificultades. Si un individuo no
fuera un autor, ¿podría decirse que
lo que escribió, o dijo, lo que dejó
en sus papeles, lo que se pudo restituir de sus palabras, podía ser llamado una ‘obra’?”8 “La palabra
‘obra’, y la unidad que designa —
concluye Foucault— son, probablemente, tan problemáticas como la
individualidad
del
autor.”
Dificultades insalvables, además,
porque de paso las preguntas de
Foucault proponen varias definiciones de obra. “Unidad”, “papeles”, “composición”, “escritura”,
“decir”, “palabras” (“una cuenta de
la lavandería”):9 todas ellas tienen
clara posibilidad de conformar y
definir —en el sentido de delinear—
una obra. Pero así como la tienen,
no la tienen, y el problema permanece porque los “papeles” andan
por ahí volando y las “palabras” se
10
Maurice Blanchot, El libro que vendrá, p. 223.
11
Ibidem. “De ahí que (…) Kafka y
Valéry, separados por casi todo, próxi-
mos por su único afán de escribir rigurosamente, se encuentren para afirmar:
Toda mi obra es sólo un ejercicio.”
23
derraman. Otro tanto ocurre con las
“clases”, las “entrevistas”, las
“conferencias”, los “discursos”, las
“discusiones”, los “seminarios”, en
fin: hasta la misma “sesión” en la
que Foucault plantea estas preguntas quizás no sea propiamente considerada una “obra de Foucault” en
el “sentido estricto” de una “obra”,
en el supuesto de que tal sentido
sea posible de precisar.
Pero la búsqueda del escritor, al
igual que la del autor, quizá no
vaya por el camino sin fin de la
definición o indefinición de una
obra. Aunque, por otro lado —y
ésta es la gran dificultad anclada en
establecer lo que “es” o “no es” una
“obra”—, tal vez sí se encamine
por ahí. Las preguntas abiertas por
Foucault son cruciales porque aun
cuando vayan dirigidas hacia el
supuesto lugar ocupado por el autor
después de declarada su muerte,
plantean además la cuestión de la
obra “fuera” de la autoría, de modo
tal que ese “alguien que escribe”,
aun si no le incumbe atender a un
supuesto horizonte donde le esperaría una obra, podrá tener relación
con ella. Lo publicado o lo no-publicado, punto de separación entre el
author y el writer, no dice tampoco
nada respecto a lo que es o no es
24
una obra; cualquier escrito o
declaración, inclusive cualquier
“clase” o “sesión”, en algún
momento deberá encontrarse en
estado inédito, pasar por su estado
de no-publicación, estar derramada, y no por ello un autor es menos
autor ni se encontrará en un estado
más cercano al del escritor. Por
tanto, otra vez, el establecer una
posible distinción está y no está en
la pregunta por la obra. Dicho de
otra manera, no interpretar la
melodía y salvar el obstáculo de consagrarse a una “composición”, pero
escribiendo, tal vez separe al
“escritor” (no importando dónde
esté su obra y cuáles sean sus
límites) del “autor”, pero al mismo
tiempo quizá no los separe en absoluto y, aún más, los vuelva indiscernibles.
12
Witold Gombrowicz, Diario argentino, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires,
2001, pp. 44 y 46. Traducción de Sergio
Pitol. Por su parte, Deleuze es quien
escribe: “La literatura se decanta más
bien hacia lo informe, o lo inacabado,
como dijo e hizo Gombrowicz.” (“La literatura y la vida”, en Crítica y clínica, p.
11). Además, en el prólogo a Cosmos,
Gombrowicz se plantea una pregunta
muy alusiva al respecto: “¿Es que
realmente no se puede expresar nada en el
momento de su nacimiento, cuando se
En cambio, “lo que atrae al
escritor, lo que hace vibrar al
artista no es directamente la obra,
sino su búsqueda, el movimiento
que conduce a ella, la aproximación
de lo que hace posible a la obra (…)
De ahí que un pintor, antes que un
cuadro, prefiera los diversos estados
de ese cuadro.”10 Que tal
“movimiento” contornee con más
precisión la pregunta por el
escritor, y no ya la pregunta por el
autor, ha de considerarse en relación
con un deseo —de ese “alguien
escribe”— que se niega a cerrar o a
empezar la “obra” y, por tanto, a
interpretar melodías. Una suerte
de poética de la inconclusión o de lo
inacabado, de lo que sigue pero que
aun así se corta, tal cual ocurre en
las novelas de Kafka o en las de
Roberto Bolaño, comienza a acometer el avance de la escritura hacia
un lugar equidistante a todos los
trata aún de algo anónimo? ¿Es que
nunca nadie será capaz de transmitir el
balbuceo del momento que nace? ¿Por
qué razón si hemos salido del caos no
podemos nunca entrar en contacto con
él?” (Cosmos, Seix Barral, Barcelona,
1984, p. 35. Traducción de Sergio Pitol).
13
“Hay que añadir, además —dice
Gombrowicz recordando sus primeros
años en Argentina— que cuando no se
tiene una situación social, honores,
WITOLD GOMBROWICZ
inicios pero también a todos los
finales: “muchas veces el escritor
desea no terminar casi nada, dejando en estado de fragmentos a cientos
de relatos que tuvieron el interés de
conducirlo a un punto determinado
y que debe abandonar para tratar
de ir más allá de este punto”.11
Lo inacabado: cabría pensar si
desde allí también se puede leer.
Pensar lo inacabado no ya bajo el
horizonte de la obra: pensar lo
inacabado de una escritura que
nunca emprendió el camino para
14
Giorgio Agamben, “Genius”, en
Profanaciones, Adriana Hidalgo Editora,
Buenos Aires, 2005, p. 14. Traducción de
Flavia Costa y Edgardo Castro.
25
acabarse, no importándole si de
golpe se cortaba. Eso tal vez sea
más difícil de asumir (y quizás
habría que imaginar otra palabra)
mientras “lo inacabado” mantenga
una relación, aunque sea negativa,
con lo acabado, como si lo inacabado fuera en todo caso una promesa,
una promesa de melodía. En ese
sentido, “descomposición”, “fragmentación” y “poética” (aunque
sea de “lo inacabado”) son palabras
renuentes a abandonar por completo la promesa de una composición y
26
una totalidad: como se quiera, esas
palabras han contraído deudas con
la melodía.
Pero de esta oscura dialéctica,
aparentemente sin salida, no hay
por qué extraer conclusiones de
imposibilidad; la escena donde
“alguien escribe” se sigue desenvolviendo lejos de posibles o imposibles, y tanto el “punto” como la
“búsqueda” mencionados por Blan15
Roland Barthes, “De la escritura a
la obra”, en Barthes por Barthes, p. 147.
Lobos para un amor que se despide
y otros poemas
JUAN JOSÉ MACÍAS
de los viejos amores. En los campos
la primera flor de los rosales es un pasado vivo.
NO TE OLVIDES
No te olvides de mí.
Tengo el corazón repleto de caballos
que antes dormían en mi respiración.
No te olvides mucho menos de las viejas palabras de la tribu.
Las palabras perdidas dormitan en el aire.
Su música especial que ya no conocemos
se habrá ido, modesta, humilde, deslizándose
por la oreja de un dios que ha quedado en silencio.
que da el árbol es pan elaborado.
Y el agracejo, el cabrahígo, el acebuche
EL FRUTO
27
y el peruétano aun, se han convertido en vid,
higuera, olivo y peral.
Quédate por aquí.
Ándate por estas tierras que son tuyas,
como tuyos son los capones
que tienen a sus gallinas; y el agua, los abonos,
los animales útiles.
Quédate por favor.
Estos prados no tienen más rey que el sol en el verano.
Se acabaron los ilotas, los siervos, los vasallos,
fenecieron a dicha los repartimientos,
y sola se siembra y crece la hierba.
Mírate en igualdad con la tierra y la lluvia,
con el trigo y la uva.
Quédate a conjurarme de otra prueba de hambre,
de otra muestra de sed.
corazón en arresto a la muerte.
Mujer también como tú, pero ligada
de otro modo al ángel que es la dicha.
TENGO EN MI
El filo del amor que ya no hiere
ella sabrá recobrarlo para mí.
28
Quién sino ella
tan similar al corazón que es ciego en lo que busca.
Así ha de ser mi espíritu: el último vapor
de una seca rivera.
Suena un laúd en Languedoc. Escucha.
Queda un poco de aquel remoto cielo, todavía,
bajo la luz presente.
una puesta de sol y su salida
guárdame la esperanza.
TÚ QUE ERES
Detente en los castillos,
descorre los cendales,
pregunta a los romeros adónde fue la amada.
¿Quién la tendrá en su aduar?
¿Quién otro en su cabaña?
Las tiendas del amor acogen cualquier forma.
No te afanes, me dice
un dios sólo palabra,
en sortear el destino que es mi esclavo:
el barro vive aun en sus pedazos.
29
LOBOS PARA UN AMOR QUE SE DESPIDE
Oh mujer que te alejas de mí para matarme,
no te apartas con ello del amor que lastima.
No hay mejores amores, no hay seguros caminos.
No olvidará tu paso
ese modo de andar cuando vivíamos.
Mujer por ti crecían como selvas los árboles
y al pie de los sembrados murmuraban los ríos.
Ay mujer tú sabías:
en nuestras humedades dios estaba formándose.
Ay mujer tú sabías
que a la duda no llegan los sentidos.
Ay mujer tú veías
que en mi presa los peces son rebaño y pastor.
Oh mujer que despiertas los lobos de mi alma,
escúchalos aullar en la noche incesante.
Mujer que comparaba con el trigo y la uva
como un niño que juega en el país de los víveres.
Aya de la esperanza, ajena a toda culpa,
del bosque recogía para ti sus leyendas.
Oh espejismo de flores que en el erial de mi alma,
tenías por centinela a un lobo que no duerme.
Hermana de la piedra que construye el hogar,
dama de la semilla que trabaja el mendrugo.
Oh espejismo de flores, oh fronda de esmeraldas.
Ay mujer que despiertas los lobos de mi alma
y que han de morderte un día.
30
El soldado desconocido
ALEJANDRO MENESES
Alejandro Meneses debió tener 24 o 25 años cuando escribió este relato. Poco después aparecería, en 1987, su primer libro. “El soldado desconocido”,
que presenta diversas similitudes con “El fin de la noche”, la suerte de noveleta que cierra Días extraños justamente, sería sin duda parte de éste si las
circunstancias no hubiesen obrado en contra de su autor. No se puede decir,
sin embargo, que en la existencia azarosa de Meneses semejantes pérdidas
se convirtieran en lamentos. Ni siquiera, para acabar pronto, menciones al
desgaire. De ahí que quienes lo tratamos con frecuencia tengamos hoy serias
lagunas en cuanto a obras inconclusas u olvidadas en alguno de los muchos
sitios que habitó. Para muestra basta un botón: no tenemos certeza alguna
acerca del año de su nacimiento ni contamos con algo más que conjeturas sobre
la fecha precisa de su muerte, que podría haber ocurrido entre el 2 y el 3 de
julio de 2005.
Durante poco menos de un año, entre 1984 y 1985, Alejandro Meneses obtuvo un empleo en Tapachula. Mientras se adaptaba a la vida chiapaneca, se acogió a la hospitalidad de la familia Santizo Rodas. Un cuarto en
el traspatio fue su habitación hasta que cambió de domicilio. Con el paso del
tiempo, ese lugar se fue llenando de trebejos. El año pasado, al efectuar un
reacomodo de su contenido, localizaron una carpeta de cuartillas
mecanografiadas en papel oficio. Además de “El soldado desconocido”, corregido de puño y letra por su autor, figuraba un par de cuartillas más.
Cuando se cumplen seis años del fallecimiento de Alejandro Meneses,
haya tenido lugar el 2, el 3, publicamos este relato gracias a Sara Inés Santizo, quien tiene bajo su custodia el manuscrito.
(JES)
31
ALEJANDRO MENESES
para Norman Mailer y Jim
Morrison
(por ciertas palabras, la historia y algunos nombres propios)
En los ojos del cadáver vio países que nunca había visitado, rostros, ríos
o montañas que sólo eran imaginación de la muerte.
El japonés se le murió en las manos: una bocanada de sangre y sus
ojos clausuraron la entrada a ese lugar imposible que había vislumbrado. Recordó el sitio donde estaba, recordó el ruido de las bombas que
hacían profundos hoyos a medio kilómetro. Dejó caer la cabeza del
japonés, que hizo un ruido de cacharro inservible al rebotar en las piedras de la colina.
Una cosa que siempre le pasaba en la guerra (cuando sentía miedo,
cuando reflexionaba en su situación) era esa oleada de piedad por sí
mismo, vagas estampas de otros tiempos más felices en su ciudad, Boston,
cuando estaba con su mujer y la hija que casi no conocía.
El cuerpo era pequeño, su rostro el prototipo del oriental anónimo,
perdido en una maraña de ciudadanos retratados en alguna vasija de porcelana. Era un japonés, un enemigo, el que había muerto en sus manos.
No recordaba quién había sido el que disparó. Hopkins había dado
la voz de alarma (más bien un grito de pánico), pero no pudo precisar
quién había accionado la ametralladora. Recordó el sobresalto, la salida brusca del sueño, cuando el centinela gritó, cuando alguien que no
recordaba saltó al nido y apuntó a la maleza. El saldo era un japonés
muerto.
Poco antes había terminado su turno de guardia y ese azar lo angustió por un momento: él pudo haber matado al pobre diablo (en las últimas semanas de la campaña los cadáveres japoneses eran más flacos, más
miserables), pero pensó “Esto es la guerra, esto es lo que me pagan por
hacer, no importa, en cuanto más mejor. Lo que no llego a entender es qué
hacía este tipo en nuestras líneas, porque no era una patrulla, fue él solo
quien se delató al mover una rama o al suspirar lo suficientemente fuerte
como para alertar al centinela. ¿Qué hacías, maldito japonés, hijo de tu
32
EL SOLDADO DESCONOCIDO
puta madre, no sabías que te ibas a morir?”
Al poco rato regresaron los que habían ido a buscar a la posible
patrulla. Él ya sabía que no habían encontrado a nadie más. El muerto era el único contra el que había disparado un pelotón completo.
—Nadie más… —la voz de Gallaher sonaba irreal, como si hablara en sueños.
—Al diablo con el asunto, llévalo a la barranca y tíralo. Mañana
ya estará apestando.
—No, no podemos hacer eso. He oído decir que en el Japón hay más
de cien mil católicos… éste podría ser uno de ellos. Mejor hacemos con
enterrarlo.
—Te vas al diablo, Minneta, no voy a perder una hora de sueño
para enterrar este bicho… Si no lo hubiera oído tú podrías ocupar la
fosa en este momento.
Las voces de Gallaher, Hopkins, Minneta y Red aumentaban su
sensación de crimen. “Una banda que desaparece el cuerpo del asesinado”, pensó con cierto enojo.
—Hey, Pollak, los judíos no creen en Jesús, ¿verdad?... deja esa
basura o llévala a la barranca. No pierdas el tiempo en tus reflexiones,
que sólo nos desvelan.
Ése era el problema. Era una pieza que no encajaba en el grupo de
soldados. Sintió que su cuerpo le estorbaba, que estaba de más en esa
selva, en esa noche del Pacífico. “Mejor estaría ahora en casa”, pensó con
cierta nostalgia y se imaginó un cuadro que había añorado desde que el
barco que lo trajo al frente salió de la bahía de San Francisco (la última
postal que se trajo en los ojos fue un amanecer ceniciento, acomodado
como un gato sobre la ciudad): May servía la sopa mientras él jugueteaba con su hijita, el vapor del guiso lo hacía sentir una especie de cariño
filial por su esposa, veía su cara y la sonrisa que demostraba una boca
sensual. Pensó que ahora estaría perdido en los olores de May bajo las
sábanas, en la alegría que le daba escuchar la respiración tranquila de
su hija en la habitación contigua mientras él tocaba los senos pequeños
y firmes de May.
—Judío cagón, tira esa basura y déjanos dormir —la voz de
33
ALEJANDRO MENESES
Hopkins desdibujó la imagen y el tacto de su esposa.
Los hombres se iban metiendo en las tiendas, Hopkins tomaba su
puesto en el hoyo de guardia. “Él lo mató”, pensó mientras imaginaba
la cara huesuda y amigable del japonés. Trató de definir la expresión
que había tenido el tipo mientras las balas le perforaban la barriga y le
hacían una flor blancuzca de intestinos en la piel.
Minneta se acercó y trató de levantar el cadáver, lo tomó de los
tirantes de la mochila pero de pronto se contuvo. Soltó el peso muerto
y empezó a hurgar en la mochila.
—Siempre es bueno guardar un recuerdo —dijo mientras se afanaba y tiraba objetos que iba extrayendo del interior.
—¡Nada!... sólo trapos y comida podrida. Se ve que están en las
últimas, nada.
En la campaña de las Filipinas, Minneta había despojado a un
cadáver de sus dientes de oro, a otro de un puñal que según él era de
samurái, y a un oficial de sus insignias.
Al tomarlo de los brazos, Minneta sintió el reloj.
—Vaya con el chinito —la confusión era usual en él—; era raso
pero mira la joya que se gastaba.
Le quitó al cadáver el reloj y lo guardó en un bolsillo de la chaqueta. Pollak estaba a un lado y trataba de reconstruir su odio contra
los que lo llamaban judío de mierda y la imagen de su mujer, dormida
bajo el cuadro de los Alpes que colgaba en su recámara de San
Francisco.
—Anda, judío, vamos a tirar el cacharro.
—Llévalo tú… antes querías enterrarlo y ahora te da lo mismo.
Minneta suspiró y arrastró el cadáver hasta el borde de la barranca. Pollak oyó el ruido sordo que hizo al chocar contra las piedras del
río, pensó en los ojos del japonés nuevamente.
Quiso regresar a su tienda y tratar de dormir, pero algo en su interior estaba colgando, como un trapo sucio que se ha lavado y debe de
recibir el viento y el sol de varios días. “Ésta es la guerra”, trató de convencerse, pero siempre sentía esa escoria que lo molestaba en momentos como ése.
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Él mismo había matado. Pero
eran hombres sin rostro, eran puntos
que se movían, y cuando era artillero
ni siquiera eso porque no se podían
ver los cuerpos que a tres millas se
retorcían bajo el bombardeo, se agarraban el vientre o la cabeza y chillaban. Ni siquiera eso era la muerte en
esos momentos. Simplemente se
accionaba la perilla del mortero y el
infierno se realizaba muy lejos,
donde no se podían ver los rostros de
los japoneses agonizando.
No se dio cuenta cuando se
quedó dormido. Lo último que sintió
fue la piel de May, sus senos rozándole la
cara, el calor de las sábanas en San
Francisco.
—Apaga ese radio de una vez —Hopkins se había despertado de mal
humor. Poco antes había sudado en la letrina del campamento mientras
sus vísceras se estiraban con furia, había visto la luz lívida del amanecer
de la selva en cuclillas, sintiendo que su estómago se iba yendo, que una
tenaza le jalaba el culo. Una gota de sudor le escurría aún cuando se
acercó a la hoguera donde estaban los demás.
—Alguien hiede… los cabrones de la cocina no lavan bien los trastos —la voz burlona y pastosa de Minneta se dirigía a Hopkins con un
dejo de camaradería.
—Te vas a la mierda…
Pollak seguía entre el sueño y la vigilia. Tenía conciencia parcial
del entumecimiento de sus piernas, trataba de retomar la historia que
estaba soñando cuando decidió despertarse del todo. La selva empezaba
con sus maitines, un pájaro invisible contestaba el llamado de otro, los
monos se rascaban y buscaban los primeros frutos del día.
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ALEJANDRO MENESES
—Pollak, también los judíos desayunan, ¿no?
Las carcajadas ante la broma tan absurda a esa hora. Pollak entró
de lleno a la realidad y se levantó, sintiendo que podía nombrar cada uno
de sus músculos, que podía sentir hasta el último cabello del cuerpo.
De la tienda del Estado Mayor entraban y salían ordenanzas, oficiales que iban con despachos, con instrucciones para la actividad de ese
día. Hopkins fue el primero en notar el trajín inusual en esa tienda:
—Les juro que hoy uno de nosotros va a estar igual que el japonés,
miren qué jaleo se traen allá… una incursión en la línea de esos perros
es lo que menos nos toca hoy.
Y era cierto, pero de alguna forma que él desconocía.
La voz del sargento de su pelotón los acabó de despertar.
Evidentemente no había dormido, estaba tambaleante, cargado del
sueño de varios días:
—Hijos, esto va en serio. No repito la orden: en quince minutos están
con todo el equipo encima y con raciones para una semana.
—Te metes tu orden en el culo —susurró Gallaher en el oído de
Red, masticando un trozo de jamón enlatado.
Pero todos sabían que en quince minutos el día comenzaba.
La lancha los dejó en un paraje desolado de la costa. Estando allí la
guerra parecía irreal, una pesadilla que al amanecer se desvanece. Era
como llegar a veranear a una playa de California.
Ninguno de ellos sabía a ciencia cierta qué era lo que hacían allí. En
la mente del sargento se enredaba una serie de órdenes y coordenadas,
trataba de fijarlas para siempre en su memoria.
Era sencillo el objetivo (aunque las claves e instrucciones se complicaran): revisar la retaguardia de las líneas niponas y regresar con el
informe.
Pollak tuvo el deseo de quitarse la camisa hedionda y meterse al
mar, quiso arrojar todo el equipo (mejor quemarlo) y quedarse muchas
horas tirado en la arena.
—Después de la guerra me mudo a este sitio… pongo un hotel y
traigo putas de todos lados. —Minneta miraba con arrobo el paisaje; la
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EL SOLDADO DESCONOCIDO
playa se extendía interminable, la selva parecía otra y no la fábrica de
miasma y serpientes que hasta entonces había conocido.
—Pues ciertamente que será después, Al Capone, porque ahora
hay que descargar la lancha.
“Este sargento de su puta madre sólo sabe mandar y limpiarse el
culo”, pensó Minneta mientras iba al transporte anfibio. Los hombres
del pelotón dejaban las cajas en la arena y regresaban por más a la lancha, hasta hacer un montículo de unos tres metros de alto.
A la hora de haber llegado a la playa, la lancha ya iba de regreso
y era sólo un punto grisáceo que daba vuelta a la ensenada que separaba
a esa playa del resto de la isla.
“Me pregunto qué venimos a hacer a este sitio”, pensaba Pollak
mientras secaba su fusil, que se había mojado en el desembarco. “Deben
de estar seguros que no hay japoneses en este sitio, si no, no habríamos
desembarcado con tanta confianza.”
Los demás estaban tumbados en la arena, bajo unos cocoteros. Se
habían quitado los cascos y las camisas percudidas por el sudor; algunos
cambiaban las vendas de sus pies ulcerados por las caminatas de la
semana anterior.
El sargento cerró el mapa donde había trazado líneas, donde había
marcado puntos, y encendió un cigarrillo. Después caminó a donde
estaba el pelotón:
—Tienen media hora para hacer un hoyo de cinco metros de
profundidad y otros tantos de ancho… Ahí van las cajas.
Hubo ciertos murmullos de protesta y hasta algún insulto entre
dientes. Pero no le molestó. En esos momentos sentía su autoridad gravitando sobre los hombres como una espada, como una advertencia del
poder que él representaba lejos del Cuartel General.
—Lo que quieran argumentar me lo mandan escrito en una postal
después de la guerra, ahora a trabajar, extranjeros de su perra madre…
—dicho esto volvió a abrir el mapa y se perdió en las estribaciones de una
sierra marcada con una línea roja en las coordenadas del papel. A decir
verdad, era el único netamente norteamericano del grupo.
—Lo que yo digo es que cada quien tiene el apellido que puede, no
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ALEJANDRO MENESES
el que eligió —Minneta fue el primero que se sintió aludido.
—Porque tu madre no supo qué gañán le hizo el favor —Hopkins
rió y dejó ver el hueco de tres dientes, sus labios con bubas y su lengua
negra de tabaco.
Esa noche el primer turno de guardia le tocó a Red. Tenía la sensación
de que alguien lo señalaba continuamente desde un punto indefinido de
la oscuridad y esto le hacía tener las manos sudorosas. No lograba aferrar bien el mango de la metralleta que habían colocado en una duna
de la playa.
A unos cien metros los demás dormían, hablaban en sueños. Sus
cuerpos adquirían extrañas posturas por el calor y las pesadillas. Eran
hombres que huían de una selva que se hacía más cerrada a medida que
su sueño se alargaba, parecían correr, atravesar distancias enormes perseguidos por un enemigo transparente. Muchos despertaban y tardaban
unos minutos en darse cuenta del sitio donde yacían; después volvían a
dormirse sólo para continuar la persecución que habían dejado en el
sueño.
Red oyó que una rama crujía entre la selva, casi en los linderos de la
playa. Movió la boca de la metralleta en esa dirección y secó sus manos
en los muslos; nunca fue más consciente de su soledad: estaba a punto
de disparar aunque sólo fuera para descargar sus nervios, alterados
desde que su compañía se vio rodeada tres días seguidos por una artillería tupida en Okinawa.
El ruido se repitió y sintió que un dedo húmedo le recorría la espalda. “El mismo dedo de esas noches en Okinawa”, pensó mientras trataba de localizar una sombra, un cuerpo, sobre el cual disparar y justificar su miedo.
Tuvo el tiempo suficiente para ver el rostro del japonés a la luz de la
luna, antes de que se metiera nuevamente en la maleza. “Me cago, estamos rodeados.” La opción era estrecha: esperar en su sitio y que, con el
ruido de las balas, se despertaran los demás o echar a correr a donde
estaban dormidos. Otra vez el dedo en la espalda. Si estaban rodeados,
estaban perdidos porque habían elegido el peor lugar para acampar (no
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EL SOLDADO DESCONOCIDO
tenía ninguna protección natural) y serían fácilmente cazados.
Vio correr al japonés hacia unas rocas, desapareció tras ellas. Todo
había sido rápido, increíble, hasta el punto de que Red pensó que lo había
imaginado. “Creen que estoy solo, no han visto a los demás”.
Nuevamente el japonés corrió a otras rocas y Red estuvo a punto de
hacer fuego, pero el dedo no le respondía, trataba de serenarse y mostrarle calma al enemigo. “¿Dónde están los otros?” Se mordía los labios,
buscaba en los contornos, esperaba que de un momento a otro apareciera toda una compañía de japoneses e hiciera fuego sobre los que
dormían. Pero volvía rápidamente la vista al lugar donde el japonés se
había escondido.
Después de quince minutos el japonés no aparecía, no asomaba la
cara. El sudor le hacía pestañear a Red, secarse continuamente las manos
en el pantalón. Tuvo un acceso de enojo al pensar que en una de sus
observaciones a la selva el otro se había desplazado sin que él lo notara.
“Puede estar ahora atrás de mí.” Eso ya fue insoportable, abrió la boca
para gritar y alertar a los otros.
—Lo tiene hasta la empuñadura —dijo Gallaher y retiró la vista del
cadáver de Red. Un hilo de sangre seguía alimentando el charco que se
había formado justo en la base del cráneo. Sin embargo no había mucha
sangre, la arena la absorbía de tal forma que no era impresionante.
El sargento hizo el intento de sacar el puñal de la garganta de Red
pero la sensación blanda y fibrosa del arma en la carne lo hizo retirar la
mano con un escalofrío.
Era algo descabellado.
—¿Qué hacía una patrulla de estos bichos a tres kilómetros de sus
líneas? —Minneta no se explicaba el hecho, sentía que estaba solo y la
playa ya no le parecía tan atrayente como el día anterior.
—Sobre todo a tres kilómetros de su retaguardia… es imposible
que se hayan enterado de nuestra presencia, deben estar atareados con
la artillería que les estamos mandando en el frente.
—No era una patrulla, si no a esta hora no sólo sería Red sino
todos nosotros. —El sargento casi hablaba para sí mismo, diciendo en
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ALEJANDRO MENESES
voz alta la explicación que había estado buscando desde que Pollak lo
despertó para darle la noticia. “Fue uno solo. Lo que hacía por aquí,
vaya el diablo a saber.”
Levantaron el cadáver y lo arrastraron unos metros fuera del hoyo de
guardia. Allí mismo lo enterraron, no sin cierta premura. Después de cerciorarse del sitio exacto donde quedaban enterradas las cajas, emprendieron la marcha, internándose por la selva. En uno de los primeros descansos, a mediodía, Minneta supo qué era lo que le daba vueltas en la
cabeza desde que vio el cadáver. Era algo familiar pero que en el primer
momento no supo definir. Después de meditarlo un rato a la sombra de
un árbol, mientras oía el confuso rumor que salía de la vegetación, dio
con la respuesta: el cuchillo con el que habían asesinado a Red era igual
al que él había robado a un cadáver en la campaña de las Filipinas.
Todo marchó mal desde entonces. No lograban hacer contacto por
radio en un punto que debía lograrse una transmisión casi perfecta, no
sabían que estaba ocurriendo en sus líneas, más allá del frente de batalla: a un calor que pudría los frutos en las ramas seguía un aguacero;
una noche tibia se resolvía en una madrugada que dejaba tiesas sus frazadas.
Por las noches, después de la jornada, era más difícil poner el orden
de las guardias: todos sentían cierta repulsión a ser los primeros. Aun
los que estaban acostados no podían conciliar el sueño, se despertaban
alarmados, sintiendo el frío de un puñal en la garganta. Después de
varias pesadillas, Minneta optó por deshacerse del puñal: siempre era un
objeto que intuía en el interior de su mochila como un peso muerto que
arrastrara por una pendiente resbalosa. En un río cenagoso lo tiró, procurando no ver el sitio donde caía.
A la semana de iniciada la patrulla, estaban dando vueltas en
redondo, buscando un desfiladero que había de llevarlos a través de la
sierra que el mapa señalaba.
—Al tipo que hizo el mapa deben de colgarlo de la lengua… Ese
paso no existe más que en su imaginación —se repetía el sargento cada
vez que trataba de poner en orden su cabeza. Las coordenadas estaban
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EL SOLDADO DESCONOCIDO
en regla, todos los accidentes del terreno correspondían a los que señalaba el mapa, pero ese desfiladero no aparecía por ningún sitio.
Por si fuera poco, al sexto día tuvieron que racionar la comida.
Habían llevado provisiones para una semana y ésta llegaba a su fin sin
que se le viera solución al asunto.
La cordillera se interponía entre ellos y la retaguardia de los japoneses, entre su misión y su hambre, entre sus tropas y la desesperación
de la región desolada que habían caminado.
—Esto no funciona, hace tres días que deberíamos estar de vuelta
en nuestras líneas o por lo menos atravesando la japonesa y hacer contacto con los nuestros. —Se repetía el sargento, tratando de hallar algo
de donde asirse para justificar una retirada, una vuelta a la normalidad
de la guerra.
Decidió mandar un grupo que intentara atravesar la cordillera escalando por lo más sencillo. Otro grupo de la patrulla esperaría en las faldas
el resultado.
—Traten de buscar un paso lo más cerca de nuestras posiciones —
les dijo a Minneta, Pollak y Gallaher—, si no lo hacen en un día regresen aquí y nos largaremos a la playa para que nos recojan.
Vio ascender a los hombres por los riscos, buscando los lugares menos
pronunciados, las laderas más protegidas del viento. En dos horas no pudo
verlos ni siquiera con los prismáticos. Se sentó a consultar el mapa por
enésima vez:
—¿Dónde estará ese paso de mierda?
En el Cuartel General los habían dado por perdidos. Después de que el
general Leary estuvo seguro de ello (la lancha que había ido a buscarlos a
la playa donde los había dejado una semana antes no encontró nada, a
no ser el hoyo que habían hecho para las guardias; después de esperarlos un día regresó a la base), mandó una ofensiva en gran escala para tratar de hacer un hueco en las líneas japonesas. De haberse realizado su plan
hubiera sido un golpe maestro, algo que los japoneses no se habrían esperado: ser atacados por la retaguardia en un momento en que tenían concentradas sus fuerzas en el frente. Hubiera significado el fin de la campaña y un ascenso en el prestigio del general: para los soldados, unas
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ALEJANDRO MENESES
semanas de licencia en
Australia.
La noche en que regresó
la lancha sin noticias de la
patrulla, el general Leary
decidió jugarse todo para tratar de romper las líneas japonesas. En una maniobra de
escalonamiento movilizó a
sus batallones, que formaban
un arco de diez kilómetros,
hasta concentrarlos en un
solo frente de no más de un
kilómetro, justo en el sitio
donde se encontraba el Alto
Mando japonés y el grueso de
sus tropas. Sólo se reservó un
batallón en la retaguardia para el caso de que el enemigo rompiera el
cerco y atacara por algún punto sin defensa.
Cuando las primeras baterías empezaron el cañoneo sobre las líneas japonesas, ya no se acordaba de la suerte de la patrulla, que en ese
momento se fraccionaba: unos ascendiendo la cordillera y otros esperando el resultado de su exploración en busca de un paso.
Del otro lado de la montaña, cerca de diez mil hombres se concentraban en la batalla; en la cima se libraba otra más, menos espectacular
pero más cercana a la muerte.
Al anochecer estaban a una altura de mil quinientos metros más o
menos. El viento afilaba sus navajas en las ropas acartonadas de los
tres hombres, en sus caras que trataban de ocultar en el cuello de los
capotes. Avanzaban a tientas, abandonados a su cansancio, que se
había vuelto una ira sorda contra el hambre, los tropezones, el frío y el
sueño.
—Gallaher, terminemos esto de una vez. No doy un paso más… —
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EL SOLDADO DESCONOCIDO
la voz de Minneta sonaba entrecortada por las ráfagas de viento, como
envuelta por hielo o por una bruma densa.
Minneta se tiró sobre la roca filosa de una ladera, respiraba con
dificultad y a cada bocanada de aire helado sentía que tragaba trozos de
vidrio. Gallaher trataba de ubicarse, miraba el cielo en busca de la Cruz del
Sur pero una neblina espesa sólo dejaba pasar la luz apagada de la luna.
Pollak sentía el trabajo arduo de cada uno de sus poros; sudando en
frío, se agarraba las piernas creyendo a cada momento que le iba a dar
un calambre.
—No puede faltarnos mucho, esto no mide tanto como para que no
podamos atravesarlo. —Gallaher hablaba desde el rincón de su cansancio,
pensando casi con ternura en la dureza de su catre de campaña que
había dejado en el Cuartel General.
—Lo hacemos hoy mismo y después nos dormimos un día entero.
—Te vas a la mierda… —Minneta tuvo aún fuerzas para protestar.
—No podemos quedarnos a mirar el cielo aquí, antes de la madrugada estaríamos congelados… —Gallaher trataba de pensar en otra
cosa que no fuera su situación. Pensó en la playa donde habían desembarcado, pero vio el puñal en la garganta de Red, vio la sangre manchando la arena, y movió la cabeza como tratando de sacudirse la imagen.
—Vámonos…
Pollak se incorporó. Sentía que las llagas de sus pies se abrían y
dejaban salir un líquido viscoso, sentía que las correas de la mochila le
penetraban la carne de los hombros y llegaban al hueso, pensó en su
mujer. “May”, dijo entre dientes y avanzó.
A los diez minutos se dieron cuenta de que Minneta no iba con ellos.
“Hijo de puta”, murmuró Gallaher, pensando que tendrían que regresar
por él y obligarlo a caminar. Ya iba a desandar el camino cuando Pollak lo
tomó por el brazo: por el camino donde habían venido corría Minneta, tropezando, el rostro en la mueca de un grito que no lograban escuchar, huyendo de algo que no veían.
—¡Minneta! —gritó Pollak, absurdamente.
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ALEJANDRO MENESES
Era la imagen de un sueño: Minneta corriendo de algo invisible en
medio de un paisaje fantasmal, el viento llevando los gritos donde no
debían llegar. Pollak veía todo como a través de un prisma, las rocas
inmensas que bordeaban la ladera de la montaña parecían huecos, geometrías imposibles, construcciones de un loco. Nada parecía cierto.
—¡Aquí, Minneta! —volvió a gritar Gallaher, como saliendo de un
aturdimiento.
Lo último que vieron fue una lucha. Minneta peleaba con alguien
presa del terror, acercándose al borde de un abismo que cortaba de tajo
la montaña. Les pareció que algo brillaba en el nudo que había formado Minneta con su agresor. Después el grito. Se imaginaron la caída de un
cuerpo, setenta metros, un golpe seco, la sangre saltando en un chorro
que poco a poco se agotaba, los ojos abiertos del italiano en el fondo del
abismo, con la cara de esa sombra fija en su acuosidad lenta, en los colores que había visto en vida.
Las noticias del frente creado por el general Leary eran confusas: se
hablaba de una retirada desordenada de las tropas japonesas hacia la
costa, pero la resistencia que presentaba la línea desmentía esa noticia. Se
hablaba de una patrulla que había penetrado el cerco y había hecho una
fisión por donde desahogar su sitio, pero poco después recibía comunicados del lugar, donde supuestamente había ocurrido el hecho, diciendo
que no habían retrocedido una pulgada. El cañoneo continuaba ininterrumpido desde la noche anterior, pero sus tropas no podían acabar por
cerrar la pinza sobre los japoneses.
Su Estado Mayor no lograba explicarse esa resistencia. La campaña
había sido programada para un mes a lo sumo y ya habían pasado dos
semanas del segundo. Uno de los motivos por los que había decidido
mandar la patrulla por la retaguardia de los japoneses fue el deseo de
hacerlo con más rapidez. “Si lo hago en menos de un mes, Mac Arthur
tendrá que hablar de mí”, pensaba los primeros días de la campaña.
Ahora pensaba lo mismo pero veía a Mac Arthur riéndose de su incompetencia ante algo tan sencillo.
En teoría, los japoneses estaban aislados prácticamente del resto
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EL SOLDADO DESCONOCIDO
de su flota en el Pacífico; era un hecho que al inicio de la campaña no
recibían ayuda logística y las tropas de la isla se atenían a sus propios
medios. Los prisioneros que habían hecho presentaban un grado de cansancio y desnutrición extremos. ¿Qué pasaba entonces?
La voz de Pollak casi hizo gritar a Gallaher. Había pasado el resto de la
noche acurrucado en un hueco, temblando, esperando que la misma
sombra que había matado a Minneta se abalanzara sobre él: muchas
veces casi sintió el filo del cuchillo en su cuello.
—Despierta, Gallaher…
Pero no había dormido en toda la noche desde que corrió
desaforadamente, sintiendo que algo obsceno, algo inmundo lo perseguía.
—Gallaher… vámonos, ahora mismo nos largamos… —la voz de
Pollak parecía llegar a los oídos de Gallaher cansada, como si atravesara
una distancia enorme de rocas y vientos antes de poder oírse, más como
un eco que como la voz de un hombre.
Pollak, después del terror de la noche anterior, se había dado cuenta de que a los lejos se escuchaba ruido de artillería. Como no estaba
acostumbrado, no sabía si era norteamericana o japonesa.
Después recordó que los japoneses nunca habían hecho un solo disparo de artillería pesada en toda la campaña. “Son nuestros”, pensó
casi con alegría, sintiéndose acompañado por un momento que quiso
prolongar por todo lo que le quedara de vida. “Seguramente están por
aplastarlos”, se dijo mientras reflexionaba en la inutilidad de su misión,
de la ascensión, del miedo, de su cansancio.
Si era un ataque general, ya no hacía falta penetrar en la retaguardia de los japoneses: habrían hallado otra solución para terminar con el
asunto. Tuvo otro acceso de alegría inocente, casi infantil, al pensar que
ya no tendría que caminar ni fatigarse, ya no era necesario subir el monte
ni entrar en combate en un lugar que desconocía. La luz del sol le hizo
olvidar por un momento el terror que había sentido la noche anterior.
Como si fuera un sueño, recordó que había oído el fuego de artillería en la noche, pero su miedo le había impedido prestar atención a
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ALEJANDRO MENESES
lo que sucedía del otro lado del monte y mil quinientos metros abajo.
Recordó a Gallaher y volvió a temblar, a sentirse desamparado, solo en
esa altura. Solo y buscado: “Quizás también está muerto.” Quiso correr,
pero no sabía a dónde, por qué; el miedo le hacía mirar a todas partes
con desconfianza. A través de la bruma de la montaña pudo ver la selva
que latía en lo bajo, las rocas que bordeaban la ladera por donde habían
ido subiendo, la arenisca que cubría el sendero, el gris triste de la montaña.
Después de unos minutos decidió salir de la pequeña grieta en la
que se había metido. Se sintió observado, que alguien vigilaba sus
movimientos esperando el momento oportuno para saltar sobre él y
matarlo. Corrió unos metros y gritó, se sintió pequeño.
A la vuelta de la roca estaba Gallaher, acurrucado, hecho un ovillo y aferrando su mochila.
—Gallaher, nos vamos ahora mismo. Ya empezó la ofensiva, no
tiene caso continuar con esto…
Vio la cara de Gallaher arañada en muchas partes, sus labios estaban reventados por el frío.
—Nos volvemos, Gallaher. ¡Levántate ya por amor de Dios!
Recordó en ese instante que para encontrar a sus compañeros (en cualquier dirección que tomasen) les faltaban varias horas de camino.
En un esfuerzo parecido al que hace un hombre que se ahoga, el general Leary logró cerrar la pinza. Pero en su interior algo le molestaba: al
final de la campaña no sabía a ciencia cierta quién había ganado la guerra, Norteamérica o el Japón. Sus tropas estaban deshechas, exhaustas,
hambrientas. Si se consideraba la victoria por el hecho de que ahora
controlaba la isla, era un precio muy alto el que se había pagado.
Seguramente esta consideración se la haría el Alto Mando al revisar las estadísticas de la campaña. Sólo en operaciones de limpieza
había perdido cien hombres, es decir, cuando ya no había combate cien
de sus hombres habían sido muertos por los grupos aislados de japoneses que huían a través de la selva una vez que su ejército había sido pulverizado. Para acabar con un ejército que se encontraba prácticamente
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EL SOLDADO DESCONOCIDO
sin municiones ni alimentos había necesitado una cantidad impresionante de municiones y artillería. Al final, la campaña era un desastre.
Lo que en ese momento ignoraba era que había acabado con la
última avanzada del Japón en el Pacífico y que sólo faltaba que llegara el
6 de agosto.
Esa mañana, cuando Gallaher y Pollak descendían de la cordillera, se había programado ya el plan de evacuación de tropas para transportarlas a otro sitio donde hicieran falta. El Alto Mando había decidido no dejar ninguna fuerza de ocupación en la isla. Al fin y al cabo estaba desierta.
Con el sabor agrio de no haber hecho una campaña brillante y con
el desorden de los preparativos de la evacuación, se olvidó de la patrulla que había mandado al otro extremo de la isla.
Iban descendiendo con el sol a la espalda, lo que producía sombras
que los hacían volverse a cada momento, buscando el cuerpo que las producía. Fue un descenso a tropezones, por momentos caían de rodillas y
se arrastraban sobre la arena unos metros antes de que pudieran incorporarse; en una de sus caídas, Gallaher perdió el casco, que rodó hasta
perderse de vista: estaba demasiado agotado para buscarlo.
El rostro de Gallaher ya no era el mismo que había tenido en
Harvard. Cuando se inició la campaña del Pacífico, había sido retratado para los afiches de publicidad que el ejército colocaba en cada esquina: era un muchacho rubio y de amplia sonrisa, con un rostro común y
agradable salpicado por algunas pecas: el prototipo de soldado que los
Estados Unidos requería para sentirse a salvo del infeliz amarillo y
pequeño japonés. Ahora su cara era la de un alcohólico, orillado al
insomnio como una única posibilidad de subsistir.
—Esperemos un momento, Pollak, no puedo más…
Sentía el mismo cansancio del día anterior, todo el terror acumulado de la noche se resolvía en una intensa fatiga, en el nudo áspero de
su garganta, en la tirantez de sus muslos. El esfuerzo de ir controlando
el descenso se había atenuado un poco por el calor de la mañana, pero
ahora nuevamente el sudor se metía en sus ojos haciéndolo pestañar.
—Falta poco para llegar al valle, acaso dos horas… deben de estar
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ALEJANDRO MENESES
esperándonos los otros —repuso Pollak sin mucha convicción: había
perdido la noción del tiempo y tenía la certeza de que los habían abandonado los demás soldados del pelotón. Pensó con coraje en Hopkins y
el sargento. “Hijos de puta, tienen que esperarnos”.
Continuaron la marcha, los descansos sólo servían para acentuar
la fatiga y la sed; a los quince metros ya querían de nuevo detenerse.
Lo primero que vio el sargento fue la caída de Pollak, una caída de cine
mudo, atenuada y quizás un poco cómica a través de los prismáticos.
Pero se levantaba casi en el aire, sostenido por el terror.
—¿Dónde carajo está Gallaher? —y buscó más arriba, entre las
rocas, tratando de localizar otro cuerpo que cayera, que corriera y se
levantara.
Pollak iba levantando una nube de grava y ceniza volcánica, algo
parecido a un hombre que se quema y corre tratando de apagar el
fuego. Vio su cara:
—¿Qué pasa allá arriba?
Hopkins se había acercado y entrecerraba los ojos tratando de ver
lo que el sargento distinguía sin comprender del todo.
—Es Pollak —dijo Hopkins casi con calma, sin distinguir la desesperación del rostro del judío. Siguió comiendo su ración, pensando que
en cinco horas estarían de regreso en la base. Seguramente no habían
encontrado el paso.
Perdido en su esperanza del fin de la patrulla, Hopkins no comprendió porqué el sargento echó a correr hacia la montaña con el fusil en
la mano, como si cargara contra una posición: había visto al japonés que
iba corriendo detrás de Pollak.
Hopkins por un momento vio que nada sucedía, que el sargento trataba de ascender por los riscos; se quedó parado con la lata de carne en
la mano, mirando a la montaña. Por fin llegó a distinguir el otro cuerpo
que iba detrás de Pollak. “Es Gallaher”, pensó, pero no hizo más que
aumentar su curiosidad por la salida brusca del sargento. Miró nuevamente y comprendió: en la mano del que corría detrás de Pollak brillaba
un trozo de acero, una línea que mandaba destellos agudos con la luz del
48
EL SOLDADO DESCONOCIDO
sol.
El sargento casi tenía
en la mira al japonés cuando Pollak cayó y fue arrastrado por el impulso unos
cincuenta metros; con la
nube de tierra que levantó
perdió al japonés. Corrió
un poco más arriba, a unos
cien metros de donde había
detenido Pollak su caída,
pero no pudo localizar al
otro. “Se metió tras una
roca el hijo de puta”, dijo
entre dientes. Se fue acercando poco a poco a donde
estaba Pollak; parecía
muerto.
—Pollak… —y Pollak tuvo un acceso de nervios al escuchar la voz
del sargento, se estremeció y comenzó a sollozar. Todo el tiempo que
estuvo tirado había esperado la puñalada, el frío del metal penetrando en
su camisa, en su piel, en sus músculos, romper una costilla, desfondar el
corazón.
—Pollak… muévete, rápido, vamos a cazar a ese… —el sargento
se había arrodillado junto a él y le tocaba la espalda. Trataba de imaginar dónde se había metido el japonés. El saber que no tenía más que
un puñal le daba confianza, sentía una especie de ánimo justiciero, una
razón que lo asistía para matarlo.
Pollak seguía tirado, ahora tratando de visualizar a su esposa. La
imaginaba lavando los trastes de la cena, canturreando una canción.
Era incapaz de moverse. “May”, balbuceaba con la boca ardiendo por el
polvo y el calor, mordiendo la arena que tenía entre los dientes.
El sargento recordó entonces a Gallaher.
—Pollak, ¿dónde está Gallaher?
49
ALEJANDRO MENESES
Por un momento pensó que Pollak iba a gritar o a echarse a correr,
pero estaba ya sin voluntad, esperando cualquier cosa que lo sacara de ese
terror. Tuvo un ataque de nervios y su cuerpo se arqueó. Vomitó y se
quedó oliendo el vaho de sus propios olores, apretando más la boca,
escupiendo el sabor amargo que le quedaba en la garganta.
Pollak recordaba la escena: un puñal se hundía en la frente de
Gallaher, que todavía alcanzó a caminar unos metros como un ciego que
ha perdido el bastón: con los brazos abiertos, a tientas, tropezando con
sus propios pies. Había alcanzado a oír el grito que lanzó Gallaher pero
al darse la vuelta ya le escurría por la cara un goterón de sangre. Pollak
disparó todo el cargador contra las piedras, contra sombras que imaginaba ocultas en los arbustos. Algunas balas dieron en el cuerpo de
Gallaher.
Al caer, la cabeza le quedó un poco levantada por la empuñadura
que sobresalía unos diez centímetros de la frente. Pollak chillaba y maldecía a todos los japoneses hijos de puta que no han muerto. Entonces lo
vio: venía corriendo y con el puñal en la mano. Apretó el gatillo pero
sólo salió del rifle un chasquido, el aire que expulsaba la recámara vacía.
Ya no pensó en nada hasta que el sargento lo llegó a buscar al sitio
donde había detenido su caída. Hasta ese momento todo su cuerpo se
había vuelto un solo nervio, sin cerebro, sólo atento a lo que sus sentidos percibían.
—Lo mató el japonés… —alcanzó a decir antes de llorar de nuevo,
antes de ver cómo se hundía el puñal en la frente de Gallaher, tratando de
imaginar lo que sintió Gallaher al ver que una mano se aproximaba a su
cara y le hundía un objeto brillante que chocó en su cráneo con un ruido
seco, apagado. Lo último que vio antes de que la sangre lo cegara fue a
Pollak que caminaba diez metros adelante. Quiso gritar pero el terror,
el comprender de pronto lo que le estaba pasando, fue superior a sus
fuerzas. Antes de caer quiso llorar, pero al tocar con las rodillas la tierra ya estaba muerto, por el puñal y los disparos de Pollak.
Pollak seguía tirado, acumulando el sentimiento de compasión que
se despertaba en él al pensar en lo que le había sucedido. “No es justo, el
ejército debe pensar en el bienestar de sus hombres, debe cuidarlos, que
50
EL SOLDADO DESCONOCIDO
no sufran, que nadie los mate”, pensaba en él mismo y el nudo de la garganta se le deshacía en lágrimas.
El sargento había ido un poco más arriba, con el fusil automático
preparado, pisando en el aire caliente que parecía sentir bajo las botas.
“No pudo haber ido muy lejos, lo habría visto”.
Recordó que Hopkins había quedado abajo y deseó en ese momento que estuviera con él… pero era tarde ahora, si regresaba al campamento el japonés se largaría, si gritaba llamándolo delataría su posición. “Espero que sea listo y suba a ayudarme.” Con Pollak no se podía
contar.
Su cara redonda y llena de arrugas transpiraba, tenía que parpadear para aclararse la vista, sentía que el fusil le resbalaba a cada
momento de las manos. La arenisca le impedía apoyar bien las piernas,
le parecía estar sobre hielo, sobre aceite. Vio que el arbusto se movía y
disparó sobre él, podándole casi todas las hojas. En ese momento
Hopkins echó a correr cuesta arriba.
“Con calma, era el viento, con calma…”, pero ya se había delatado. Ahora el otro sabía dónde estaba y podría tenderle una emboscada.
—Yanqui…
La voz sonó casi en su oído y en un momento no pudo ubicar de
dónde había salido. Era una voz que sonaba extraña, como la de un
niño cuando intenta pronunciar sus primeras palabras. Pero había algo
húmedo en su sonido, un tono oscuro.
—Yanqui…
El sargento se dio vuelta y apretó el gatillo. Alcanzó a ver la cara
sorprendida de Hopkins, los ojos que no llegaban a comprender porqué
el sargento le había disparado.
—Carajo… ¿por qué?... —mientras se agarraba el vientre, tratando de contener la hemorragia que le empapaba la camisa. Vomitó de
rodillas y luego se encogió; entre sus dedos salían trozos grisáceos de
intestino. Dio una bocanada de sangre y se quedó quieto.
Pollak seguía tirado y no se enteró de nada; su mente no había
registrado el ruido de los disparos. Lo ocupaba una serie de recuerdos de
su niñez en Boston, en el barrio judío. Veía a su madre llevando el ritmo
51
Alejandro Meneses: el paraíso perdido
ALEJANDRO BADILLO
La narrativa de Alejandro Meneses (Altzayanca, 1960) aporta una
singularidad indiscutible en la narrativa mexicana por sus atmósferas
devastadas, por la precisión y belleza en su lenguaje. En el 2000 lo
conocí en los talleres literarios del Instituto Cultural Poblano. Además
de la relación amistosa que surgió casi inmediatamente, el trato cotidiano con él me permitió un acercamiento a su idea narrativa, a su poética, que complementaba con la lectura de sus libros. A lo largo de los
años y semanas antes de su muerte en el 2005, en las distintas casas y
departamentos que habitó o en los bares que frecuentábamos, recobraba pequeños detalles, historias que me daban una imagen más completa de él. En sus cuentos, escondido en la cadencia o en la seducción de
las frases, sucede algo terrible, a grado tal que yo trataba de vincular esa
certeza, esa desolación, con el hombre amable, de cabello revuelto, que
semana tras semana iba al taller y que después compartía con generosidad sus lecturas acompañado por un vaso de vodka.
Si exceptuamos las antologías y los libros recopilatorios, la obra de
Meneses es breve y exigente, condensada en cuatro libros de cuentos:
Días extraños (Universidad Autónoma de Puebla, 1987), Ángela y los ciegos (Cal y Arena, 2000), Vidas lejanas (ABZ Editores, 2003) y el libro
póstumo Tan cerca, tan lejos (Ediciones de Educación y Cultura, 2005).
Algo que llama la atención es que dedicó todo su potencial creativo al
cuento y sólo escribió algunos poemas dispersos que, supongo, condenó
al cajón de sus experimentos de juventud. También aventuró algunos
52
ALEJANDRO MENESES: EL PARAÍSO PERDIDO
ensayos y reseñas que permanecen inéditos como libro.
Los cuentos de Meneses, muchos de ellos escritos en primera persona, tienen un tono realista que es perturbado constantemente por el
efecto onírico de sus atmósferas. Como sucede en los sueños, la prosa del
autor transcurre lentamente, sujeta a otras prioridades, a otro tiempo y
fija su mirada en detalles mínimos: el ladrido de un perro, el olor de una
carpintería abandonada, la imagen dolorosa de una Virgen, el humo que
asciende en una taza de café. El estilo de Alejandro Meneses es inconfundible no por su temática sino por su búsqueda constante, su adicción a
ciertos colores, ciertas imágenes, la evocación de algunas palabras. Este
conjunto es lo que da homogeneidad y peso a su obra. Cualquier cuento
tomado al azar ofrece una imagen íntima del autor, un acercamiento al
universo que pobló con sus fantasmas de adolescencia y madurez.
Dos grandes vertientes encuentro en la narrativa de Meneses: una
concentrada en sondear el paraíso oculto de la infancia, transcurrida en el
rancho pulquero de Altzayanca y en su adolescencia en Santa María de
los Niños: campos de maíz, magueyes, una panadería, una llanura
hirviente por el sol; lugares obsesivos, reconstruidos una y otra vez como
si el autor tratara de ubicar una imagen perdida entre el polvo. El otro
foco es el amante que deambula en busca de una mujer dibujada con rasgos efímeros y poco nítidos. En esta vertiente la prosa de Meneses logra
sus mejores momentos, cuadros vivos que transcurren en casas antiguas,
bares deshabitados, cuartos de hotel sumidos en la penumbra; todo
sujeto a la distorsión provocada por el alcohol, por el resplandor de la
soledad. En cada momento el lector enfrenta un territorio movedizo, historias en las que siempre hay algo atrás, un latido, la certeza de que se
descubrirá, siempre, una nueva interrogante.
No se puede entender la narrativa de Alejandro Meneses sin su idea
del cuento. En la antología Insólitos y ufanos. Antología del cuento en
Puebla (1990-2001), de Jorge Arturo Abascal Andrade, publicada en el
2003, en la cual participa con el relato “Ángela y los ciegos”, Meneses
plantea su poética del género: “A veces puede ser simplemente una
atmósfera, no necesariamente un nudo o un planteamiento; puede ser un
trozo de realidad tomado al azar y extenderse en el antes y el después.
53
ALEJANDRO BADILLO
Los cuentos pueden seguir viviendo más allá de donde empiezan y de
donde acaban, el lector puede empezar un cuento mucho antes de
donde inicia y puede seguirlo mucho después de que ya cerró el libro.”
Siguiendo esta poética, en cada tramo de la obra de Meneses se
advierte la necesidad por devolver a la literatura su cualidad de pregunta, de explorar el alma, los resquicios que pasan desapercibidos y que su
narrativa rescata —como objetos abandonados por la marea— para
convertirlos en protagonistas. José Joaquín Blanco refiere en
“Alejandro Meneses: los avatares de Ángela”, una reseña que dedicó a
Ángela y los ciegos y que publicó en su blog: “La trama es la lluvia, o una
tarde de lluvia, o una gota de lluvia.” En el mismo libro, el final del
primer capítulo de “La soledad de los barcos” —deslumbrante— pone
esta imagen sobre la mesa: “Un insecto vuela frente a mis ojos. En sus
patas lleva una diminuta gota de agua. En el fondo de la gota una puerta se abre.” Estas palabras, además de ser detonantes, son un resumen
perfecto del libro y de la apuesta del autor: una historia dentro de otra
historia, una mirada en otra; sugerencias en lugar de certezas. Más allá de
un juego de muñecas rusas, de un rompecabezas o un acertijo borgeano,
esta imagen es el signo del descenso a un infierno particular, el cual se
construye lentamente, en líneas que invocan la derrota y la penumbra.
En Meneses la anécdota no se difumina o se torna críptica como
sucede con el Nouveau Roman o en escritores como Jesús Gardea o Juan
Vicente Melo. Las acciones son nítidas, un movimiento se encadena a
otro, la mirada sigue como una cámara los pasos de los personajes. La
extrañeza, entonces, sucede en las historias incompletas, “espacios en
blanco” que siembra el autor y que funcionan como anzuelos, diminutas interrogantes que mueven el texto en varias direcciones. El lector
recorre un paisaje indefinido, recovecos que devuelven significados
insospechados; incluso en los diálogos se oculta algo, una historia que
ocurre tras bambalinas y que deja breve reminiscencias entre las palabras. Las frases más explícitas parecen recriminaciones a la nada, a un
dios corrosivo cuya violencia silenciosa, su inacción, degrada a los personajes o, mejor dicho, al personaje prototipo de Meneses, un alter ego que
se pregunta constantemente su lugar en el mundo, estar ahí en ese
54
ALEJANDRO MENESES: EL PARAÍSO PERDIDO
momento, cuando todo pierde sentido excepto la literatura: “¿Quién
soy, dónde he sido?”, dice uno de
los personajes de su último libro.
Esa conciencia se transmite a una
corporeidad dolorosa que siempre
bordea el límite y que, a menudo, se
revela con referencias escatológicas:
deyecciones, flatulencias, vómitos.
Cada respiración, cada voluta de
humo expulsada, cada segundo de
vida, es una tortura. En “Cabaret
para ciegos”, en uno de los fugaces
encuentros con Ángela Adónica,
después de observar una pelea,
mientras los meseros recogen
despojos de la fiesta, el personaje se
pregunta: “¿Qué hacía yo tirado,
escupiendo restos de canapés,
sujetándome el pelo para no ALEJANDRO MENESES
quedarme dormido?” Más tarde, Ángela lo guía a la casa que él había
habitado veinte años antes, convertida ahora en un cabaret para ciegos
donde ella es la atracción principal. El personaje reconoce el lugar,
recorre la barda con el tacto, asumiendo la lejanía con la casa de su
infancia. Después aparece una anciana que, por momentos, es su abuela
o una extraña que regentea el cabaret. “Usted no es mi abuela”, le dice
él. “¿Y quién en este mundo quisiera ser tu abuela?”, le responde ella.
Estos ejemplos muestran un tono que abreva de una estética onírica, donde la ausencia de elementos fijos privilegia la ambigüedad en la
trama. Como observa José Joaquín Blanco, el tono de las historias de
Meneses recuerda un decadentismo modernista que no abusa de la
retórica, de estados de ánimo artificiales o impuestos. Incluso podría
añadir que encuentra vasos comunicantes con el expresionismo entendido como una deformación de la realidad, un mundo que no se analiza,
55
ALEJANDRO BADILLO
cuya apuesta no es el análisis sino la fuerza basada en la contención,
donde cobran fuerza las descripciones exactas, instantes construidos
con palabras crudas, concentradas y densas. No es casual que en la portada de Vidas lejanas el autor haya elegido el óleo La muerte en la
habitación de la enferma, del pintor noruego Edvar Munch, emblema del
movimiento expresionista. En la imagen aparecen varias figuras vestidas de negro, sólo dos tienen el rostro descubierto y miran de frente,
con las manos entrelazadas. El escenario parece una obra de teatro
cuyos actores, en su congoja, sólo se limitan a ocupar un espacio, separados unos de otros, en un momento que no acaba. Incluso la última figura de la izquierda parece un bosquejo, un dibujo a medio terminar, con
una mano apoyada en la pared y un rostro al cual se le han borrado los
rasgos. Los personajes de Meneses, al igual que en la obra de Munch,
son figuras lánguidas, de rasgos y rostros indefinidos, en escenarios
llenos de contrastes: oscuridad y luz; revelación y pérdida. A veces recuperan —casi a ciegas— pasajes de su vida, pedazos de memoria vistos
como en una televisión mal sintonizada. Transitan de habitación en
habitación, de pesadilla en pesadilla, sin saber qué esperar, sujetos a
estímulos punzantes que los confunden y los cercan.
Meneses conservó este tono incluso en el tramo final de su obra,
quizá más dócil, en el que sus historias no plantean un ensueño desbordado o alucinante. Sin embargo, las imágenes no pierden su fuerza y las
situaciones son elaboradas con trazos precisos y punzantes. El fraseo,
más depurado, no renuncia a lo sensorial que pasa desapercibido para los
escritores cuya apuesta es la seguridad de contar una anécdota de cabo
a rabo, que delínean con compás y regla las tramas. Meneses, al contrario, deja la historia en el antes y después, en lo que no escribe, en el
silencio.
El primer libro de Meneses, Días extraños, mostró una experimentación con el punto de vista del narrador y un cuidadoso ensamblaje del tiempo. “Cuando sueñe, sueñe usted con eso”, el primer cuento,
es una brillante exploración de la soledad y los desencuentros. La mirada
del escritor se desdobla en acciones simultáneas y voces distintas. El
complejo engranaje del cuento resalta por su corta extensión, por la
56
ALEJANDRO MENESES: EL PARAÍSO PERDIDO
exploración de lo minúsculo: la caligrafía de una carta, una hoja de papel
que se transforma en “una llanura desolada, un desierto aéreo, brillante
de pastos secos, por donde habría de pasar una manada de bestias
oscuras en busca de agua”. “El barco de cristal” aborda la relación con
la figura paterna (elemento central en otros cuentos) detonada por un
telegrama que informa la muerte del padre y el regreso del hijo a su
lugar de origen, un pueblo costero, de aire turbio, salobre, sumergido en
el tiempo. En ese ambiente comienza a recuperar parte de su infancia y,
al mismo tiempo, enfrenta la progresiva destrucción de su padre retratada en objetos abandonados en las repisas, piedras dejadas por la marea,
proyectos inconclusos. Conforme transcurre el relato pasa de una
lejanía cómoda a asumir una pérdida que, en realidad, había sucedido
muchos años atrás. “El fin de la noche”, relato extenso que cierra el volumen, no es redondo por el abuso de cierta experimentación en voces y
tiempos que lo vuelven demasiado críptico. Las acciones son nubosas, la
mirada se dirige a una cortina de niebla donde los elementos parecen
disgregarse. Sin embargo la intención es congruente con el resto del volumen: buscar una aproximación al cuento mediante la atmósfera y que
ésta determine las motivaciones de los personajes.
Ángela y los ciegos es un libro demoledor, empapado de una atmósfera carnavalesca, donde conviven lo surrealista, lo absurdo, lo escatológico. Si en Días extraños los cuentos están envueltos en un simbolismo y en un rodeo en el discurso que se ramifica y que envuelve el lenguaje, en este libro el abordaje es más conciso pero no menos complejo. Le
tomó varios años al autor retar a su obra y podar frases, conducir el
lenguaje hasta un filtro y condensar las palabras hasta lograr las indispensables sin renunciar a los cortes en el tiempo: la anécdota o, mejor
dicho, el punto de partida del libro es Ángela Adónica, maestra para ciegos, que busca infructuosamente la dirección de la escuela donde dará
clases. En esta búsqueda imposible, condenada como el mito de Sísifo a
renovarse una y otra vez hasta el infinito, encuentra a su primo y se
vuelve su compañera y su amante. Pero su relación siempre estará sujeta a lo inconcluso. Así como ella no puede encontrar la escuela donde
dará clases, su primo está destinado a perderla, a ser un extraño en su
57
ALEJANDRO BADILLO
mundo fragmentario y contentarse sólo con atisbos, insinuaciones que
se quedan en el flirteo y que nunca se consuman. Meneses también se
sirve de esta condición incompleta para construir el volumen que no
sigue una línea argumental clara. Intercalados en los cuentos más
extensos hay textos identificados con números que son vínculos nuevos,
detonadores para la persecución amorosa, para un recuerdo en apariencia intrascendente que completa una memoria quebradiza, cuyas ramificaciones involucran una fotografía fragmentada. La unidad, entonces,
sólo sucede en la pérdida de Ángela Adónica, en el desconocimiento del
mundo femenino. El autor evade la idealización fácil de la mujer y elabora un personaje complejo no por una gran tragedia o una profundidad
psicológica al estilo de las novelas de Dostoievski, sino a través de
instrumentos sutiles: un personaje narrado indirectamente, desolado
por algo de lo que apenas tiene consciencia, entonces sólo puede pasear
la mirada en busca de detalles: imágenes, sensaciones, perspectivas
cuya característica no es una acción definitiva sino una tarde nublada,
hojas flotando en un estanque, la sombra de un cuervo en un campanario. Esto, en la imaginación del lector, convoca nuevas palabras, un
escenario completo que trasciende el tiempo y convierte a los personajes en figuras entrevistas en la lluvia.
En otro cuento notable, “Sedaine está muerto”, el narrador asiste
al entierro de su maestro de biología, después la trama se concentra en
varias escenas donde el tiempo fluctúa del pasado al presente. El común
denominador es la locura de su maestro, la inmersión en su oficina
donde predomina lo extravagante: fósiles, libros extraños, telarañas
abandonadas. Sin embargo, la estrella principal es el maestro que vive
exiliado del mundo que genera, incluso después de muerto, asco, lástima, morbo, reacciones corporales en sus alumnos. Meneses nos muestra
este mundo evadiendo lo explícito, lo fácil. Su prosa va de escena a escena, privilegiando la cadencia, el trance hipnótico que va in crescendo. El
punto climático sólo puede revelarse como una escena delirante: el maestro, “un dechado de locura”, baila con una muñeca de plástico. “Crea el
infinito con lo impreciso e inacabado”, reza el epígrafe de André Gidé que
inaugura “Cabaret para ciegos”, sin embargo Meneses me confesó —
58
ALEJANDRO MENESES: EL PARAÍSO PERDIDO
después de dar un trago a su vodka en el bar que habitaba todas las
tardes— que la cita era una alegoría del baile de Sedaine, la eternidad
en la locura insondable, lo irracional como forma de arte, incorrupta,
que gira en círculos mientras el exterior se desmorona.
Vidas lejanas, tercera obra de Meneses, se enfoca en la niñez y en
la distancia. En esta obra se advierte un intento de recrear una escena
familiar perdida, un hecho no explicado que, en el recuerdo, ofrece un
nuevo atisbo. “Cuaderno de viajes”, tercer relato del libro, es un homenaje a la imaginación como trascendencia. En “Escalera al cielo”,
quizás el más representativo del volumen, reconstruye una infancia alejada del núcleo familiar, en donde la atmósfera está determinada por los
rituales de la cocina, por las cosas que se dejan en el camino y que, años
después, se intentar recuperar sin mucho éxito. Como indica el título de
la obra, hay vacíos entre los personajes, los “espacios en blanco” del
tramo surrealista se transforman en las cosas no dichas, en acciones
mecánicas cuando no se tiene nada qué decir, cuando las relaciones
familiares se transforman en una soledad inmensa, en la búsqueda
infructuosa de una vocación mientras el tiempo pasa cada vez más
lento.
Tan cerca, tan lejos es un libro disparejo, no por la intención del
autor, sino por la unión de textos sueltos —no considerados por
Meneses para formar parte de un volumen— con los últimos cuentos
que escribió pensando en un proyecto que abordaría temáticas de
España y México y que no pudo finalizar por su temprana muerte. De
entre ellos hay relatos redondos y viñetas como la muerte de Scott
Fitzgerald en una noche de lluvia, asediado por un dolor en el pecho
que le arranca la vida y que evidencia la filiación literaria de Meneses
con el autor estadunidense. “Luna árabe”, por su simbolismo, encuentra correspondencias con Días extraños. De entre los cuentos publicados
en vida del autor destaco “Cosas veredes”, que se construye con trazos
rápidos y capítulos muy breves. La historia es una nueva visita al Quijote pero, en esta ocasión, el hidalgo de La Mancha, Quijano, se transforma en un sicario oriundo de Tlaxcala que viaja a España con la
encomienda de matar a un hombre que no conoce. Sin embargo, más
59
ALEJANDRO BADILLO
allá del detonante, la intención de Meneses es retratar a un Quijote
decadente, enfermo de una vida que se le escapa por los riñones, en densas gotas de sangre, en una vía dolorosa que lo degrada poco a poco
hasta que desee su final, añorando los llanos de Tlaxcala: “Era suficiente. Ya no más. Hasta ahí. Que el dios bendito de su infancia tomara
su vida.” El asesino se aferra a la muerte del otro en su agonía, en una
misión cuyo sentido quedó atrás y a la cual no volverá. Este cuento cierra la obra de Meneses y ejemplifica una arista de su narrativa: personajes
extranjeros no en otra tierra, sino de sí mismos, buscando explicaciones,
certezas que se evaporan pero que dejan su aguijón envenenado.
Es difícil señalar influencias en la narrativa de Meneses, pues en su
obra no hay un autor que destaque sobre otros; en primer lugar por sus
lecturas voraces, que abarcaban un sinfín de autores e, incluso, libros de
historia, filosofía y divulgación científica. Otro factor es la experimentación con su prosa que se constata, sobre todo, en el progresivo
despojo de cierta retórica, de cierto regodeo que depuró hasta conjuntar
precisión y belleza. De lo que puedo hablar es de autores que, en algunas
noches empapadas de vodka, mencionaba con devoción: Augusto Roa
Bastos, Ernest Hemingway, William Faulkner, Scott Fitzgerald, Juan
Vicente Melo, Julio Ramón Ribeyro, Juan Carlos Onetti, el primer
García Márquez.
Así como íntimo es su mundo narrativo, de igual forma era la visión
monástica de la literatura, lejos de glorias, Meneses vivió su vida encerrado en su literatura, dando la espalda a las cosas que otros escritores
consideraban importantes. Quizás su reclusión en los últimos años de su
vida impidió que sus cuentos llegaran a un público más amplio, sin
embargo la fuerza de su prosa, de sus imágenes, se mantiene viva y pelea
un lugar de privilegio en la literatura mexicana. Durante el tiempo que
lo conocí no encontré ninguna grieta en su vocación de escritor; esta fidelidad se percibe en cada línea, en cada frase. También destaca la sensación en su obra que, con el tiempo, hace que se vuelva imprescindible:
historias que se expanden en el tiempo, personajes que laten en cada
frase y que tienen plenitud de significados y dimensiones. En el vuelo
oscuro de los cuervos, en la risa de Ángela que se nos escapa, en un llano
60
Tres poemas
MARIO ARTECA
FAIBLE INFLUENCE D’UN POÈME D’UN TEXTE NON-COMMUNISTE
CHINOIS (UNE ÉTAPE AU COURS DE LA
“BABEL
HÔTEL”)
Su suerte sólo le pertenece
a él, pero él pertenece a lo
que expresa. La desaparición
de cierta unidad es incluso
presentada cuando percibimos
lo que no logramos saber.
Quiero intervenir sobre ese
problema. Quiero conocer
lo que se aparta. Lo que sin
discusión pertenece a la
experiencia, sin daño alguno
para eludir todo poder central.
Una manera de pronunciar será
una sentencia al parecer definitiva:
“el desciframiento de las estructuras”.
Porque este momento está tanto
más ausente de nuestro presente
61
cuanto que no está integrado
a la memoria. Sin embargo,
estamos lejos del uso único
del lenguaje. Tracción de fárrago;
el prisma en tanto secuencia
que pacta su latencia. Así,
fueron días, noches, semanas.
La mirada, detenida, por el agua
muerta. Una manera de pronunciar
será definitiva: “Estaban solas
en la casa, dos personas y la lluvia.”
Imagino lo que viene: somos tres.
ԺԱՄԱՅԻՆ
ԳՈՏԻՆ (ՄԻՆՉԵՒ ԿՏՈՒՐ ՄԻ ՇԱՏ ԱՂՔԱՏ
ՀՅՈՒՐԱՆՈՑՈՒՄ BABEL)
*
Estamos en plena estación, el sol
mengua, y nuestros especialistas
deambulan a determinada hora,
en calle y número, cuadra y región.
No reconozco el momento en que
enloqueció por ese ceceo. Antes
había cancelado dos bodas propias
y abortado cinco ajenas. Y todo
por adquirir ese tono impertinente,
que a nadie hacía gracia salvo
*
62
En armenio: Huso horario (desde la terraza de un pobrísimo “Hotel Babel”)
a personas dispuestas a salvar
sus vidas y perderlas en el mismo
instante de ganarlas. Por eso huía
de la tierra prometida de la literatura.
El silbido le reportaba cierta
cartografía europea, una piel
momentánea. Era el soporte ideal
para un grupo de mujeres que
caminaba a ambos lados de él,
tragando asimismo cada palabra
suya. Ya está, c’est fini.
Lo imagino de rodillas, pegado
a un arcón repleto de materia
irrelevante, con el objeto de leer
en voz alta lo que le dicta una sola
luz posible. Es una instantánea
del siglo XIX. Nada habrá que decir:
le gusta el olor de los libros antiguos.
Lo que sucedió por aquel entonces
fue movido por una duda repentina.
ESTE UN ADEVĂR PE ACEST SILOGISM DIAVOLUL
(UN
TEST DE
“HOTEL
BABEL”, VREAU SA SPUN)
*
Un poema encerrado en un film de Terence
*
En rumano: Es una verdad relativa este silogismo del demonio (a las pruebas de
“Hotela Babel”, me refiero)
63
Fisher. Un film de Terence —encerrado—
Fisher, o bien un lobo temeroso en la bahía
de San Lorenzo. Nada habrá en la bahía
de San Lorenzo porque no está habitada,
y su fotograma expresa un nudo que celebra,
d’annunziano, d’annunziano, d’annunziano,
“el grande, el inefable goce de vivir”.
Celebra: el inefable goce de vivir. Inefable,
tachado. De ser joven, hincaría los dientes
“ávidos y blancos”; no soy tal para cual.
Tal para cual. Entiendo el estupor, cosa
palpable, hacia una movilidad que anticipa
el jubileo de un poema y encima de un poema
en un film de Terence Fisher. Dificulta
la celebración: tal para cual. En un poema,
los mismos silogismos. No se despeguen
del habla; no se aparten de las palabras.
¿Cuándo sentiste que pegaba duro el llamado
de la barricada? El sonido de un ave de pantano
cuenta con ventaja: su alfabeto no es traducible.
Sin embargo, son de las pocas cosas que
conocemos. Otra, muy diferente, es el lenguaje
envenenado, herido de muerte cuyo antídoto
está a la vuelta de la esquina ¿Pero de cuál?
64
Diarios, 1946-1949
JULIEN GREEN
Traducción y nota de Armando Pinto
Julian Green (1900-1998), ciudadano norteamericano, vivió la mayor parte de
su vida en Francia y, aun cuando escribió también en inglés, es considerado, bajo
el nombre de Julien Green, uno de los mejores escritores franceses del siglo XX. Entre sus obras, sus diarios constituyen una parte sumamente importante de las mismas. Comenzó a escribirlos desde muy joven y casi hasta el final de su vida. En
total doce tomos. Hemos hecho una selección del tomo que corresponde a los años
1946-1949, justo el que escribió al regresar a Francia una vez terminada la
Segunda Guerra Mundial, la cual pasó en los EU. El lector encontrará que las
entradas del diario aparecen algunas veces inmediatamente después de la fecha y
otras están precedidas por un “balazo” (l). Esto se debe a que, en el primer caso, el
fragmento seleccionado inicia la entrada del día respectivo, y en el segundo está
entresacado de los apuntes del día que no hemos recogido en su totalidad por falta
de espacio, y porque nos han parecido menos interesantes para el lector en español
del siglo XXI.
1946
14 DE ENERO
Un diario es una larga carta que el autor se escribe a sí mismo, lo más
sorprendente es que se da a sí mismo sus propias noticias.
l
8 DE FEBRERO.
Traduje un poema breve de Donne, otro de Herbert y un
tercero de Hopkins. Releí una parte de mi Malfaiteur lamentándome de
no haberlo publicado jamás; hay un capítulo en ese libro que aún me
65
JULIEN GREEN
parece bueno.
26 DE FEBRERO.
Ayer en la noche,
un poco antes de acostarme, saqué
de mi secreter un sobre lleno de
papeles a los que me había aferrado a un grado apenas concebible si
lo contase. Sabía bien lo que quería
hacer, pero durante un buen cuarto de hora me quedé cerca de la
estufa con el sobre en las rodillas.
Por fin, abrí la estufa y lo deslicé
al fuego.
22 DE MAYO.
Visita a Gide. Me recibió como de costumbre en su
biblioteca, en un rincón cerca de la
ventana, sentado en la pequeña
mesa de madera pulida. Su cráneo
está a medias cubierto por la boina
negra a la que es afecto. Me habló
de su viaje a Egipto y a Líbano…
JULIEN GREEN
Un poco después llegó Jef Last,
un muchacho alto, holandés, de ojos claros. Hablamos de Browning,
quien les gusta a los dos, y de la forma en que yo pronuncio el nombre
de Hopkins, me sorprendió que no lo conocieran, que nunca hubieran
oído hablar de él. La conversación indecisa rozaba un tema y otro. En
cierto momento, Jef Last citó a Rilke y dijo, dirigiéndose a Gide: “Él
cree, como tú, que son los hombres los que han creado a Dios” (en ese
instante pensé en el “Dios será” de Renan). Él, con cierta vivacidad, negó haber tomado algo de Rilke. Un poco antes de la llegada de Jef Last
le había dicho que Mencken, en su diccionario de citas, atribuía a
Verlaine en su lecho de muerte el dicho: “¡Victor Hugo, qué desgracia!”
“Es una respuesta que yo di hace mucho y que tal vez no hubiera sido
recordada si Remy (él pronunciaba Reumy) de Gourmont no la hubiera
66
DIARIOS, 1946-1949
citado diciendo que resumía todo. Y es ‘¡Hugo, qué desgracia!’, que no
es lo mismo (resoplido de impaciencia). Además no es algo que Verlaine
hubiera dicho. Verlaine apreciaba mucho a Lamartine…” Todavía en
presencia de Last, me habló larga y, me pareció, afectuosamente. A
propósito de Mark Rutherford, me dijo que Bennett lo había hecho leer
ese libro admirable y totalmente desconocido en Francia.
19 DE JUNIO.
Domingo, al Français para ver Esther. Siempre he preferido leer a Racine que verlo interpretado, pues por más dotados que sean
los actores me parece que se quedan un poco por debajo de lo que, por
el texto, se podría esperar. Se trata tal vez de una música muy difícil de
cantar de forma exacta. Sólo la voz y entonación de Yonnel me pareció
que le daba el tono que requería.
9 DE JULIO.
Hay en mí una tendencia a desconfiar de todo lo que escribo, sea una carta o una novela. Esta tendencia es la causa de que jamás
continuara Les pays lointains, uno de cuyos fragmentos apareció en uno
de los volúmenes de mi diario. En las horas de desánimo por las que
atravieso actualmente, me agarro a la idea de que mi novela pueda ser
mejor de lo que creo. Otra tendencia aún más misteriosa es la que me
empuja a comprometer el éxito de lo que emprendo. Por razones que no
alcanzo a descubrir, pero que pueden ser de origen religioso, le tengo desconfianza al éxito. Cuando vi que Léviathan era mejor recibido que mis
otros libros, hice a propósito una novela en la que no pasaba nada y que
no podía tener éxito: Epaves. ¿Por qué? No lo sé. El fracaso de Epaves
me hizo muy sensible. Me hicieron falta años para comprender que, de
todos mis libros, ése era el más difícil de escribir y en el que más había
reflexionado. Como sea, era necesario escribirlo si quería pasar al
siguiente.
11 DE JULIO.
Alguien me dijo: “Hay un artículo sobre ti en tal diario.”
Compré el diario, encontré el artículo y la primera frase me disgustó.
Había una alcantarilla cerca. Deslicé suavemente el diario como si lo
metiera en el buzón. No fue del todo un gesto de mal humor. Por el con67
JULIEN GREEN
trario, quise detener de golpe cualquier acceso de mal humor.
15 DE JULIO.
R. me pregunta si leí un artículo que alguien escribió sobre
mí en tal diario. Era el del otro día. Le respondí que había leído la primera frase. “Deberías leerlo hasta el final. Es excelente.” La verdad me
obliga a decir que es totalmente cierto. No puede uno escribir con mucho
tacto sobre temas difíciles. Envié por la tarde una carta al autor, quien
ignorará siempre la primera impresión que tuve de su artículo.
21 DE JULIO.
Leí a Auden, primero con admiración, después con cierta
fatiga. Su extraordinaria facilidad de expresión provoca el efecto de
alguien que siempre gana en la lotería. Hay algo que irrita y acaba por
exasperar. Evidentemente está orgulloso de su agilidad verbal; dice todo
lo que quiere sin balbucear jamás, incluso dice lo que tú piensas, lo que
estás a punto de decir y de decirlo mucho menos bien que él. La emoción en él es rara pero exquisita (por ejemplo en el poema sobre los dos
refugiados).
22 DE AGOSTO.
Trabajé esta mañana, como de costumbre, pero sin ánimos. ¿A quién le gustará este libro? Pensé que la única cosa de la que
puedo enorgullecerme es jamás haber escrito una línea por dinero ni
haber hecho la mínima reverencia para obtener un premio.
27 DE AGOSTO.
Releí el Narcisse de Valéry. Casi todo el tiempo pensé en
Marlowe al leer estos versos deliciosos. ¡Qué no hubiera hecho él con un
tema tan de acuerdo con su naturaleza! Me asombra que no lo haya
intentado, ni Shakespeare, todavía más indicado tal vez, pues él hubiera podido llevar más lejos el refinamiento cerebral, el concepto.
30 DE AGOSTO. Leí en Ovidio la historia de Eco y de Narciso. Ahí están estas
palabras patéticas: sed tamen haeret amor. Conocía bien este pasaje, pero
ahora me ha emocionado. Imposible recordar un tiempo en el que no
hubiera estado enamorado, imposible concebir la vida sin el amor; desde
la infancia hasta el momento en que escribo estas palabras ha estado ahí,
68
DIARIOS, 1946-1949
dándole sentido a todo.
15 DE SEPTIEMBRE.
“La brillante vanagloria de su peluca rubia”. Ese
simpático verso de Molière. Y este otro: “En un pequeño rincón
sombrío con mi negra pesadumbre…” Pero no puedo dejar de pensar
que Le misanthrope pierde en escena. Alcestes es interpretado por un
viejo hombre joven. Un verdadero hombre joven no sabría, no tendría la
experiencia necesaria. Es exactamente el mismo problema que con
Hamlet, al que vi interpretado, un poco someramente, por L. O. en
Londres, en 1937. Un actor tan bueno no fue suficiente. En Les fourberies de Scapin, Denis d’Inès exagera a placer las desgracias de la edad y
parece el decano de los ancianos. Cuando entra en escena, uno cree ver
a Louis XI cubierto con un sombrero alto de una condición tal que podía
haberlo encontrado en un bote de basura. Pero la tradición pide que con
Molière los hijos tengan 20 años y los padres 90.
1 DE OCTUBRE.
Pasé a ver a Gide al final del día. Le dije en sustancia:
“Estoy lejos de compartir las opiniones que expresa en su Thésée, creo
sin embargo que no hay nada suyo que me haya parecido más bello en
relación a la forma.” Me dijo que escribió ese libro en dos meses y con
alegría. La simplicidad con la que me habla me parece muy concreta y
me permito decirle que el último monólogo de Thésée me ha dejado una
sensación de melancolía porque no he podido dejar de verlo como una
suerte de despedida comparable al de Prospero en La tempestad. “Por
supuesto, me dice, es un adiós.” Sin embargo de inmediato agrega que
podría escribir “aún otro libro” y pronuncia esas palabras con una especie de arrebato que le quita cuarenta años de encima. Enseguida se
declara harto del mundo en el que vivimos y de la marea creciente de
autoritarismo, que él aborrece. Un poco más tarde me confía que saldrá
en enero. “¿Para Egipto? —Mucho más lejos. —¿Para América?” Me
mira un instante. “Para Tahití”, responde por fin separando las sílabas
de la palabra. “Y puede ser que ya no regrese.” Me habla de mi diario,
donde “muchas cosas pasan en silencio”; le pregunto si se refiere a las
cosas carnales. “Sí, ésas”, dice. “¿Pero, le pregunto, conoce usted un dia69
JULIEN GREEN
rio, uno solo, que se haya publicado y que no pase en silencio por esas
cuestiones?”
23 DE OCTUBRE.
“La belleza, ese don injusto…” ¿De quién son esas palabras? Pensé en eso el otro día, al ver un rostro cuyo poder sería terrible
si la belleza no pasara, en general, desapercibida. Larvata prodeo,
podríamos decir.
3 DE DICIEMBRE. Vi a Laurence Olivier en el Rey Lear. Me parece pleno de
inteligencia y autoridad en ese papel que se le parece tan poco. Dijo O
fool, I shall go mad de un modo y con una exaltación que se le oía muy
lejos de la escena. Así de profundo era el silencio que había sabido lograr.
Pero el lado melodramático de esta obra es mucho más evidente que en la
lectura, y por desgracia la belleza práctica de ciertas escenas, como la de
la tormenta, está muy disminuida por la óptica deformante del teatro.
Me pregunto si Charles Lamb no tenía razón cuando desaconsejaba la
representación de Shakespeare.
l El domingo anterior, en el convento de Latour-Maubourg para escuchar a Camus. Había mucha gente y los dos salones del primer piso estaban llenos. Nos pusieron en la primera fila. Camus estaba sentado a dos
metros, frente a nosotros, detrás de una pequeña mesa. Junto a él, el
padre Maydieu vestido de blanco. En la pieza vecina, un dominico parado sobre la chimenea fumaba tranquilamente su pipa. Camus, visiblemente enfermo, habló, sin embargo, de una forma que me pareció muy
conmovedora de lo que uno espera de los católicos en 1946. Es conmovedor a pesar de él, sin ninguna pretensión de elocuencia; es su honestidad lo que produce esa sensación. Habla con sencillez, rápidamente,
con la ayuda de algunas notas. En su rostro un poco lívido, la mirada es
triste, e igualmente triste su sonrisa. Al terminar la conferencia, el padre
Maydieu me pregunta si tengo alguna cosa que decir, le hago señas de
que no, no puedo responder sin tener antes algunos minutos para reflexionar. Ni Jean Wahl, ni Beuve-Méry, ni Pierre Leyris, ni Marcel Moré,
todos presentes, tomaron la palabra. Algunos oyentes tomaron la palabra, pero tan mal que hubiera sido mejor que guardaran silencio. Uno
70
DIARIOS, 1946-1949
de ellos, un revolucionario de mirada cándida, dice algo que a todos nos
provoca un sobresalto: “Yo tengo la gracia, y usted, monsieur Camus,
se lo digo con toda humildad, no la tiene.” La única respuesta de Camus
es esa sonrisa de la que hablé hace poco, pero un poco más tarde dice: “Yo
soy vuestro Agustín antes de la conversión. Me debato con el problema
del mal y no logro salir.” Agustín, en efecto, pensamos en él frente a
este latino de África del norte que busca descubrir cómo nos comportaremos en presencia de los vándalos. Otro oyente que lo ha escuchado
con atención se levanta y dice: “Monsieur, no puedo decidir en cuarenta segundos la conducta que adoptaría si la iglesia fuera perseguida.
Meditaría en eso toda mi vida.” “Monsieur —responde Camus—, tiene
usted cinco años.”
13 DE DICIEMBRE. Regreso fatigado y desmoralizado de una reunión de
hombres de letras. Una vez más constato hasta qué punto me siento
ajeno a ellos.
1947
8 DE ENERO.
Cocteau desayuna con nosotros. La continuidad de su largo
monólogo es admirable (no hablo de su inteligencia: ni qué decir
tiene)… le hace falta un Boswell. A propósito del teatro, dice que siempre es curioso observar la sala, sobre todo en “el momento de la hipnosis” que llega tarde o temprano. Es el momento en que todo mundo está
prendido, momento muy breve, “porque, en Francia, la sala siempre
está vacía. Todo el mundo está en el escenario. Todo el mundo es la
reina”. Sentimos ganas de aplaudir cuando habla así. Impresionados
por lo que nos dice de “la conspiración del plural contra el singular”
cuyos signos él ve por todas partes. Los extremistas le han dicho que su
obra es insultante porque no se ajustaba a los modelos recibidos por
ellos. “Tus libros son insultantes, me dice. Minuit es un libro insultante. (Me felicito por ello.) Nos habla de su mansión de Milly, la llamada
mansión del bailli, y que él ya adora, nos dice que quiere que se le entierre en el jardín, “¡y que los perros vengan aquí a levantar su pata sobre
mí si les place!” Habla con tristeza de la Francia que ve toda cambia71
JULIEN GREEN
da, de los jóvenes desdichados y sin ambición… de nuestros días no
queda nada, cree que la santidad es un ideal valedero. Los monasterios
han recibido lo que hay de mejor… Su pesimismo me impresiona.
“Somos como aquellos que antes decían: “¡Ah, si hubieran conocido a
Rachel!” Nosotros decimos: “¡Ah, si hubieran visto 1920!” Y tenemos
razón.
20 DE ENERO.
Novelas, etapas de un largo viaje interior.
SIN FECHA.
Hablé con Robert del irritante problema de las traducciones.
Apegarse al sentido literal es a menudo un error, pues el escritor que traducimos seguramente habría empleado otras palabras y dicho cosas
diferentes si hubiera escrito en la lengua del traductor. Es necesario por
lo tanto tratar de descubrir el libro que él habría escrito en esta lengua.
Con la rapidez e inteligencia que siempre admiro en él, Robert resumió
la cuestión con una sola frase: “Una buena traducción no es un guante
de revés: es otro guante.” No se podría decir mejor.
9 DE FEBRERO.
Esta mañana escribí varias páginas de mi novela. Mi
mano corría más rápido que de ordinario y trabajé con el mismo placer
de otros tiempos, pues ni los años ni los acontecimientos han matado en
mí lo que Goethe llamaba die Lust zu fabulieren, este placer de contarme historias que se remonta tan lejos en mi infancia que no sabría decir
cuándo no lo he tenido.
20 DE FEBRERO.
Ayer, a medianoche, terminé mi libro. Tres largas páginas escritas en dos horas, lo que no es mi paso ordinario, pero había decidido terminarla esta noche. Hacia la 11 sentí que comenzaba a hacer
frío en mi recámara y agregue un tarugo al fuego. No sé porque anoto
estos detalles ¡pero la última hora consagrada a un libro que se termina
adquiere a los ojos del autor una importancia particular! El fin de la
novela no fue como había previsto. La idea de Fabien envolviéndose en
una cobija para ver quién tocaba a la puerta es sin duda un recuerdo
inconsciente del episodio de Juan Marcos envuelto en su sábana y que es
72
aprendido al huir desnudo (Marcos,
XIV, 52).
21 DE JULIO
Fui a ver a Gide. Me había escrito un pequeño recado muy cordial,
pero por primera vez yo no auguraba nada bueno de esa visita. Me
recibe en su pequeña recamara
donde está escribiendo. Arriba de
su cama una máscara de Goethe.
Viste camisa gruesa de lana verde
a cuadros. Casi de inmediato me
habla de mi novela de la que no
tenía buena opinión. “¡Usted
quería salvar su alma, pero vea lo
que le ha costado!” Le respondo
entonces: “Me obliga usted a citar
el Evangelio: ‘Qué aprovechara al
hombre si ganare todo el
mundo’…” “Sí, dice rápidamente, pero considérelo a pesar de todo.” Y
desarrolla la idea de que un converso pierde su talento y que la Iglesia
es la responsable. De pronto parece furioso contra mí, como si fuera yo
culpable de una mala acción. “Espere a que actúe mal para juzgarme.
—¡Pero usted nunca actuará mal, Green!”, exclama. “Usted es muy
honesto para hacerlo y porque es honesto lo quiero.” Entonces es la
Iglesia quien tiene la culpa. De nuevo arremete contra ella. Vio a C. en
Alemania y ahora es “más protestante que nunca después de haber
visto el mal que le hizo la Iglesia”. Reconozco que ese argumento no me
subleva, pero él dice algo que me parece más grave: “He comprobado que
los conversos jamás son mejores que antes de la conversión. El orgulloso
sigue siendo orgulloso, etc. No hay bonificación.” Y me pregunta a boca
de jarro: “Usted mismo, ¿se siente mejor?” ¡Como si pudiera uno responder sí a semejante pregunta! “Copeau ha seguido siendo el mismo de
l
73
JULIEN GREEN
antes de su conversión, y de una forma más acusada.” Se extiende largamente sobre este punto y, siguiendo el juicio a los católicos, les reprocha
tener, como los comunistas, respuestas para todo bajo cualquier circunstancia. (Yo les he hecho siempre el mismo reproche, pero no rechisté nada esa mañana. Yo creo que las respuestas que ellos suministran
para todos los problemas los hacen perder la sensación de misterio, pero
no es de esto de lo que hablaba Gide.) Hacia el final de nuestra entrevista, pone frente a mis ojos un futuro literario magnífico: “Usted puede
hacer grandes cosas. Ya tiene detrás de sí una serie de libros notables…
Vuestra responsabilidad es grande. Será usted causa de que muchos se
aparten de la Iglesia al ver el mal que le ha hecho a un hombre como
usted.” (¿De dónde viene esa preocupación por la Iglesia?) Me hacer ver
el lugar que yo podría ocupar y bruscamente lanza esta frase: “¿Por qué
no da usted un bandazo al lado del demonio?” Le digo que jamás me
pondré al lado del demonio: “Fingiría usted estarlo…” Le digo una vez
más que no. Volviendo a mi diario, que él mencionó junto a mi novela,
me dice que está lleno de reticencias, que no he puesto más que “cosas
convenientes”. “Sí, le digo, pero he indicado claramente las omisiones y
la naturaleza de aquello que omito. ¿Pero, usted mismo, no ha publicado un diario en el que hay muchos silencios? ¡Qué de cosas no dice
usted! “Pondré orden en esas lagunas”, contesta simplemente. Había
pasado una hora y media. Creí que nos habíamos dicho todo lo que
teníamos que decirnos y me levanté para partir. En ese momento Gide
hace algo que siento en el corazón profundamente: se levanta también y
me abraza.
La conversación con Gide me conmovió tanto que al regresar a mi casa tuve que acostarme. Durante casi una hora el corazón me
latió fuertemente. Me pregunto ahora si al abrazarme no me estaría
diciendo adiós. Me confió que “pensaba sin cesar en la muerte” y que la
veía venir “con serenidad”. Una frase en particular me vuelve a la
mente: “Pienso en la muerte con perfecta indiferencia, si es eso lo que
entiende uno por serenidad.” A propósito de la fe católica, dice que no
puede ver en ella más que un fenómeno de autosugestión o de herencia.
22 DE JULIO.
74
DIARIOS, 1946-1949
Olvidaba decir que en cierto momento me preguntó por qué no escribía
un libro sin firmarlo, como había hecho el autor de De l’abjection. (Eso,
pensé, habría sido dar el bandazo al lado del demonio, pero un bandazo sin
demasiados riesgos.) No es posible, le respondí. “Escribo libros de un
carácter muy particular como para que el autor no sea reconocido.” En
este punto me dio la razón. Igualmente he olvidado decir que al principio también me preguntó: “¿Por qué no toma usted las órdenes? ¿Cómo es que no ha dejado el siglo?” Le digo que no se entra a las órdenes
sin vocación. “Precisamente, dice entonces, no comprendo cómo con su
vocación cristiana no esté usted en un monasterio. —Pero una vocación
es una cosa muy precisa. Uno puede ser un católico muy convencido y
no tenerla.”
3 DE AGOSTO
Cuando un hombre rebasa los 40 años, descubre que su mundo ha
desaparecido y que él sobrevive en las ruinas.
l
8 DE DICIEMBRE
Ayer, en la Comédie-Française, dieron L’avare. Un actor muy conocido interpretó el papel de Harpagon, al cual sobrecargó demasiado, me
pareció, en el famoso monólogo. Exprimió el texto de una manera general y lo hizo dar hasta la última gota, no de sangre, sino de significado.
Nada se dejó a la imaginación del espectador, jamás un margen en el
que pudiera uno bosquejar mentalmente algo: el actor quiere decir todo
y explicarlo todo con sus gestos, sus suspiros, sus parpadeos y estertores; a fuerza de literalidad casi mata ese texto admirable. Composición
escrupulosa y además al gusto de un público que descubre, sin duda, no
tener nada que proporcionar ni que inventar. Y además, este Harpagon
es repugnantemente viejo y sucio: parece que uno lo pudiera oler.
l
15 DE DICIEMBRE.
Se cuenta que Charles Lamb amaba tanto sus libros
que después de terminar una lectura rozaba ligeramente el volumen con
sus labios antes de devolverlo al estante. No sé por qué recuerdo hoy esta
historia, pero yo amo a mis libros un poco de esa forma.
75
JULIEN GREEN
1948
10 DE ENERO.
Llega el momento en que uno se pregunta si tiene la vida
que quería tener. A los 20 años soñaba con una vida de escritor en un
decorado de biblioteca. He tenido eso. La tengo en este momento. Leo y
escribo. Es lo que quería. A decir verdad, no esperaba tener lo que la vida
me ha dado, este estudio desde donde veo árboles y viejas mansiones,
estos muros cubiertos por hileras de libros y este silencio extraordinario.
En cierta forma, la habitación en la que escribo corresponde casi exactamente al sueño de mis 20 años. ¿Pero entonces, qué pasa? ¿Por qué no
estoy contento? ¿Será que llega un poco tarde? ¿El que escribe estas
palabras está demasiado desencantado para creer en la realidad del
decorado donde vive? No es un público tan bueno como el muchacho de
20 años que escribía sus relatos en un cuarto demasiado sombrío, sobre
una mesa demasiado estrecha y que hubiera aplaudido al ver el estudio
de su… sucesor.
3 DE FEBRERO.
Le maître de Santiago. “Las grandes aventuras son interiores.” Esta obra maestra extraña, escuchada con el más profundo
silencio por un público que durante varios segundos de estupefacción se
olvidó de aplaudir cuando bajó el telón. Yo mismo estaba aturdido…
4 DE FEBRERO. Escuché decir muchas tonterías sobre Montherlant y en
particular sobre esta obra. ¿Qué necesitan, pues? No comprendo que no
sepan guardar más o menos silencio frente a una obra de tal belleza,
belleza irritante, puede ser, exasperante incluso, porque el autor, con
todo su genio, toca cosas muy graves con una especie de insolencia que
da miedo, juega con la electricidad, dirige su mano hacia el arco que no
necesita sino rozar. Dudaría en publicar esto, pero lo puedo decir en este
diario: él juega con la Gracia, juego terrible. A él le compete. Por mi
parte, considero sólo al artista, que es muy grande y solitario, me parece.
9 DE FEBRERO.
El silencio de esta habitación donde escribo es una de las
más grandes riquezas de mi vida; es también un lujo en los tiempos que
76
DIARIOS, 1946-1949
corren, y me pregunto si no seré uno de los últimos hombres en disfrutarlo. En un cuarto de siglo, una vida de escritor como la mía, ¿será
posible? A veces me siento ya de otra época.
Desayuno en un restaurante con una veintena de personas. Camus estaba sentado frente a mí e intenté conversar. Su semblante tan sensible y humano me impresionó vivamente. Hay en este
hombre una probidad tan evidente que inspira respeto casi de inmediato; no es como los demás, sencillamente. Hablamos de Malaparte y de su
libro Kaputt. Mme. X cuenta que cuando vio al autor, le dijo: “Leí su
libro. Me hubiera gustado leer el otro.” (Es decir, el que hubiera escrito
si Alemania hubiese ganado la guerra.) A lo que Malaparte no replicó,
parece. Sobre esto, Camus exclamó: “¡Madame, si usted me hubiera
dicho eso yo habría abandonado el lugar!” “Oh, los franceses son tan
sensibles, dijo Madame X. Los italianos no son así.”
20 DE FEBRERO.
SIN FECHA.
Al Français para ver Andromaque. En el intermedio,
Mauriac se acercó a platicar con nosotros, nos dijo que le admiraba que
la sala estuviera llena y el público estuviese atento. “Los franceses sólo
comprenden la poesía en la tragedia”, dijo. La obra tuvo un efecto en
mí que yo no esperaba, me quedé aturdido como si una gran tormenta
hubiera pasado sobre mi cabeza. Se trata, en efecto, de una tormenta,
una tormenta de deseo y de cólera que te estremece. Andrómaca era
bella y conmovedora, como debía (en realidad era una tigresa que había
hecho asesinar a un niño en lugar de su hijo). Hermione, no sé por qué,
se había hecho una cabeza de águila americana. Orestes, el mejor de
todos, junto con Annie Ducaux, parecía un viejo león a quien la fantasía
le hubiera hecho disfrazarse de echador de cartas, pero él temblaba y
hacía temblar. Había en su actuación algo que me pareció más cerca del
alma griega que de la majestad convencional de tantos actores del teatro clásico. Perturbado por esta obra atemorizante, por esos gritos, por
ese furor que lanza a unos en persecución de los otros. Conozco eso, sé
lo que es, lo he sufrido.
77
JULIEN GREEN
10 DE MARZO.
Impresionado por una carta de Keats en la que describe un
viaje de excursión a Escocia y, curiosamente, a la gruta de Fingal, de la
que habla a las mil maravillas: “Imaginad que los gigantes que se alzaron contra Zeus hubieran tomado un montón de columna negras, las
hubiesen atado como un rollo de fósforos y en seguida, con hachas enormes, hubieran esculpido una gruta en la masa de esas columnas…” Uno
ve lo que quiere decir… es esta precisión particular de los poetas, y que
los novelistas no tienen, lo que indica la medida en que son poetas. Al leer
estas páginas me siento invadido de un renovado amor por Keats, al que
considero el poeta por excelencia y que, con Hölderlin, pongo a la cabeza de todos los demás. Pero no es sólo el poeta, es el hombre el que me
seduce. Me gusta que este hombre joven, que está lejos de ser un alfeñique
y que en ocasiones se muestra luchador y bastante rudo le haya escrito a
la mujer que amaba: “El mundo es demasiado brutal para mí —me alegra que el sepulcro exista.” Durante su enfermedad final, dijo que oía a
las flores crecer encima de él. I hear the flowers growing over me.
17 DE ABRIL.
André Breton, a quien le pregunté por qué no había aprendido inglés en Norteamérica, ha dado esta respuesta que lo pinta tal
cual es, y por lo que lo admiro: “Para no empañar mi francés.”
l Trabajé con ahínco en mi traducción de la Charité de Jeanne d’Arc, mi
mano corrió sobre el papel varias horas seguidas. Me produce placer buscar el equivalente en inglés de esos largos monólogos discutidores, pero
hay momentos en que sofocan.
30 DE MAYO.
Ayer en la mañana llamé a Gide por teléfono. “Por supuesto, venga, usted siempre será bienvenido.” Le propongo el día de mañana. “Falta mucho. Venga hoy.” Primero quería visitarme él, verme en mi
nuevo departamento, pero los cuatro pisos lo asustaron. Pasé a su casa
hacia las seis. Está en su rincón habitual, entre la ventana y el piano, y
cada vez que lo veo de este modo me viene a la mente la idea de un gran
pájaro en su nido. Hoy está vestido con un batín de franela blanca y, en
la cabeza, la boina negra tan graciosamente descrita por Guth (“una
foto en la que lo vemos con la boina de remero y tocando alegremente el
78
DIARIOS, 1946-1949
piano”). Le llevo un regalo que pongo sobre la mesa y que él contempla,
me dice, “con atención y devoción”. Es, de hecho, un molde de la mano
de Chopin. Mira atentamente esta mano de yeso, le da vuelta cuidadosamente, lamenta que no tenga líneas en la palma, admira la extrema
finura de los dedos y la fuerza del ligamento: mientras la mano es de
una delicadeza femenina, la muñeca es una muñeca de hombre; toda la
fuerza se ha refugiado ahí. Además, me dice Gide, no es una mano de
pianista: no hay diferencia entre los dedos. Al oírlo tengo conciencia de
su palidez, pero él se mantiene muy derecho, sus ojos brillan, y su palabra, como su pensamiento, es de una claridad admirable. La conversación se desliza de un tema a otro y no sé con qué propósito me pregunta si conozco el Informe Kinsey. Le iba a decir que no estaba al corriente de la política (algo que él sabe, por lo demás), pero algo me retuvo y
contesté simplemente: “No”. Gran sorpresa, sorpresa algo escandalizada. “¡Cómo! Se la voy a buscar.” Deja el cuarto por unos minutos y
regresa con un grueso volumen repleto de notas y me hace leer algunos
pasajes, en particular una serie de preguntas planteadas a doce mil norteamericanos por tres profesores. Me maravilla que hayan podido obtener las respuestas porque las preguntas se refieren a actos que castigan
las leyes del país, y el norteamericano tal como lo conozco es refractario
a las confidencias de ese género, teme por encima todo lo que sabemos,
pero tal parece que los profesores en cuestión las han planteado como
era preciso. Según el autor, me dice Gide, el sesentaicinco por ciento de
los norteamericanos debería estar en prisión si les aplicaran las leyes.
En cuanto a las norteamericanas, pues en el primer volumen no se trata
más que de hombres, tendrán también su reporte Kinsey y creo que
ellas nada pierden con esperar. Lo que me irrita más de ese grueso libro,
debo decirlo, es la locura de las estadísticas. Me niego a creer que doce
mil norteamericanos, por bien que hayan sido elegidos, nos informen de
una forma precisa de la mentalidad de toda la población masculina.
“Los números no mienten”, es una expresión corriente en estados
Unidos. (Figures don’t lie). Ya veremos.
15 DE JUNIO.
Hojee hace poco en una librería la reedición del Diario de
79
JULIEN GREEN
Gide que nunca leí entero, pero la lectura de algunas páginas me convenció, una vez más, de que jamás podré llegar hasta el final. ¿Por qué?
No lo sé muy bien. Está escrito a las mil maravillas y cada página está
llena hasta los bordes de una gran riqueza intelectual, pero al mismo
tiempo que da todo lo que tiene que dar, hiela el corazón, y conforme
avanza uno en la lectura menos se cree, menos se espera y, lo digo con
pena, menos lo ama.
Una frase maligna y lúcida de Stendhal me viene a la mente
de tanto en tanto: “En el seminario existe una forma de comer un huevo
pasado por agua que indica el progreso conseguido en la vida devota.”
Este hombre, que me gusta tan poco y cuyos libros no puedo abrir sin
devorar de inmediato algunas páginas, cómo me disgusta y cómo lo
admiro.
SIN FECHA.
21 DE JUNIO.
Vi a Gide hace un rato, en su pequeño estudio. Me hace sentar en un sofá desfundado sobre el que ha puesto una colcha doblada en
cuatro. Me muestra, quitando la colcha, cómo el sofá ha perdido crin.
“Me digo algunas veces que debo hacer que lo reparen, y luego pienso
que durará más que yo, así que ¿para qué?” Lo dice alegremente. No
creo haberlo visto abatido nunca…
26 DE JUNIO.
¿Volveré a escribir libros? ¿Tendré el tiempo? Me planteo
estas cuestiones sin angustia, y eso es lo que más me sorprende.
Pensando en Bloy me digo que sus enemigos harían que lo
leyera si no me gustara ya. No solamente exaspera a los imbéciles, como
es su deseo más caro, irrita también a lo que hay de menos bueno en los
mejores.
3 DE JULIO.
12 DE JULIO
Con mucha tristeza me enteré de la muerte de Bernanos. Él conocía todas esas cosas que nos hacen sufrir. De eso mismo estaba hecha su grandeza. Le gustaba presentarse a nosotros con un saco; era el hombre de
l
80
DIARIOS, 1946-1949
lo invisible.
16 DE JULIO
Los libros responden a veces con una curiosa pertinencia a nuestras
preocupaciones secretas. Esta noche releía Otelo cuando encontré esto en
el Tercer acto, escena tres:
l
Who has a breast so pure,
But some uncleanly apprehensions
Keep leets, and law days, and in sessions sit
Whit meditations lawful?
27 DE
JULIO. Zurich. De nuevo esa pesadilla de la neurastenia. En
Nápoles, una vez, y en Estocolmo. Casi una hora en un banco en un
estado muy parecido a la desesperanza. Lo sentí también en 1925, en
Montfort l’Amaury y de ahí salió Adrienne Mesurat. Me pregunto cómo
hacen los demás.
l Releí aquí el Journal de l’année de la peste. No se ha contado una historia de una forma más creíble. Al mirarlo con más detenimiento, el
resultado es el fruto de una acumulación de detalles reportados en un
tono de extrema simplicidad y con una ingenuidad que creemos voluntaria. Los hechos que relata el autor se producen cuando él tenía cinco
años, pero uno ve de una forma inolvidable todo lo que nos describe. No
conozco ningún otro escritor francés o inglés que haya poseído hasta tal
grado ese don extraordinario. Lo más notable de esta historia es que
Defoe es sin duda uno de los más grandes embusteros que han tomado
la pluma.
6 DE AGOSTO.
Esta mañana recomencé mi novela o, más bien, reescribí la
primera página. Creo que la llamaré Celina [finalmente, Moïra]. Será la
historia de una mulata.
23 DE AGOSTO.
Esta mañana me desperté en la madrugada y vi mi libro
de comienzo a fin. Me arrancó de mi sueño. Frente a mí, en la penumbra, ese personaje inmóvil. Como si todo me hubiera sido dado, como si
todo me estuviera permitido. Mucho más relacionado con la historia de
81
JULIEN GREEN
Celina, tal como me había propuesto escribirla. Repentinamente le
había tomado nuevamente el gusto al trabajo, a la vida, y sentía la
pluma correr en la punta de mis dedos. Feliz, a pesar de los problemas
que ensombrecen mi vida, pero eso también pasará a mis libros.
29 DE AGOSTO.
Claudel, en una carta a Rivière (29 de mayo de 1913),
habla de las exigencias del cuerpo y del alma embrollando la cuestión
como a capricho. Dice del alma que “es una realidad exigente”, pero se
burla enseguida de la “vanidad romántica del amor puramente carnal”
y agrega algo que es por lo menos sorprendente: “El amor humano no
tiene nada de bello cuando es acompañado por la satisfacción. La voluptuosidad del amor satisfecho… no existe.”
9 DE SEPTIEMBRE.
He pensado mucho en mi libro. Creo que el personaje
al que le confié la narración (Joseph) no es capaz de escribir un libro. Si
lo fuera, no sería el que yo vi en la madrugada del 23 de agosto; no sería
el muchacho que se me apareció, algo rudo y fanático, obsesionado a la
vez por la religión y por los deseos. Imposible suponer, por ejemplo, que
pueda superarse a sí mismo al punto de describir una recamara, de
observar los gestos de un amigo. Por lo tanto volveré a comenzar
mañana, esta vez en tercera persona.
11 DE SEPTIEMBRE.
Trabajé en mi libro con el deseo de hacer bien lo que
veo tan distintamente, pero no quiero explicar nada. Se verá a los personajes como en un escenario. Serán ellos los que digan lo que pasa en
sus cabezas y en sus corazones.
15 DE SEPTIEMBRE.
Releí The winter’s tale. El primer acto es una maravilla, pero comprendemos bien la irritación de un lector francés que lo
lee en traducción y no encuentra más que lugares comunes como hay
tantos en Shakespeare. Lo que él dice ha sido dicho antes que él y lo
será sin duda hasta el final de los tiempos, pero nunca de esta forma que
es la suya, pues es en verdad el mago que transfigura todo lo que toca.
La desgracia es que esas cosas transfiguradas vuelven a ser lo que eran
82
DIARIOS, 1946-1949
cuando son transportadas a otra lengua, y particularmente al francés
(pero no, parece, al alemán). Así, cuando Polixenes le dice a Hermione:
We were, fair queen,
Two lads that though there was no more behind
But such a day to-morrow as to-day, and to be boy eternal…
Shakespeare no nos dice nada nuevo sobre la infancia, pero sería
necesario ser muy frío para no sentirse conmovido por tales versos. Qué
decir también de las peroratas del rey celoso (1, 2). Nada lo salva de la
banalidad sino una extraordinaria felicidad de expresión.
20 DE SEPTIEMBRE.
Creo que hace veinte años comencé a llevar este
diario, casi día por día, de una forma regular, pero no será leído integralmente sino después de mi muerte.
27 DE SEPTIEMBRE.
Ayer en el Odéon para ver Lucrèce Borgia, de la que
tenía un viejo recuerdo, un recuerdo del liceo. Pensábamos reír, pero no
tanto. Evidentemente, sin embargo, trataron de atenuar los efectos
involuntariamente cómicos. Se han saltado finales de frases. En la última escena Lucrecia dice rápidamente y muy bien: “Vosotros estáis envenenados.” No es el sorprendente: ¡Mis señores, vosotros estáis envenenados! De la bella época. Lo mismo, Genaro le dice a Lucrecia: “Decid
vuestras plegarias y decidlas rápido.” No agrega esta reflexión deliciosa:
“¡Estoy envenenado, no tengo tiempo para oírlas! La obra me pareció
mediocremente representada por actores que no creían en sus papeles y
que, tengo la impresión, se avergonzaban de ese texto, hoy imposible.
Dichas estas reservas, resulta divertido ver este melodrama.
l Esta mañana, en la madrugada, reflexioné en mi novela. Debo evitar
que se incline al erotismo —tiene la tendencia a hacerlo por sí misma—
porque el contrapeso espiritual no es lo suficientemente fuerte para asegurar el equilibrio. No será necesario expresar que todo mundo está
enamorado del héroe. Tengo contra el erotismo su facilidad. No es audacia, es incluso una suerte de tópico, y es suficiente para mí que esté de
moda para que lo deteste.
83
JULIEN GREEN
28 DE SEPTIEMBRE
Noto en el William Shakespeare
de Hugo esta burrada de talla
excepcional: “Considera esta cosa
profunda, Otelo es la noche. Y en
tanto noche, y queriendo matar
¿qué elige para hacerlo? ¿El
veneno? ¿La porra? ¿El hacha?
¿El cuchillo? No, la almohada…”
Pero como, a pesar de todo, es
Hugo quien escribe, lleva un poco
más lejos lo que me parece una
crítica excelente: “Lear es la
ocasión de Cordelia. La mater-
l
nidad de la hija sobre el padre.”
Releyendo esta mañana una escena de Romeo y Julieta en la edición
Rolfe, percibí con indignación que había sido expurgada (Acto II, fin
de la primera escena). Un dicho particularmente grosero [an open arse]
ha sido reemplazado por etcétera, lo que lo convierte en un verso falso y
en un extraño eufemismo que el poeta norteamericano Cummings ha
imitado de una forma muy divertida.
l
1 DE OCTUBRE.
Hace poco R. me hablaba de la Reine morte y me decía:
“Cómo me molesta oír a la gente decir que en esta obra hay demasiado
verbalismo. Hay un análisis admirable del personaje de Ferrante, sin
contar el infante y el curioso Egas Coelho. No hablamos sólo de belleza
verbal. Hay también psicología. En Hugo hay verbalismo y nada
detrás. —Pero, le dije, el verbalismo puede ser de una gran calidad.
Hay cierto verbalismo en Valéry.” Sin duda. Y además tenemos el verbalismo de Rabelais, pero quieren reducir el talento de Montherlant a
poca cosa y la más poca cosa posible. Son muy injustos. Hablando de
Egas Coelho, que me interesa por todo lo que el autor no dice, me pre84
DIARIOS, 1946-1949
gunto si la clave del personaje no nos es proporcionada en su primer
diálogo con el rey. Coelho dice en esencia: “Hay dos culpables: el abad
que ha casado a don Pedro y doña Inés.” A lo que el rey responde: “Por
qué no nombráis a todos los culpables. También lo es don Pedro.” Pero
Coelho se guarda muy bien de incluir a don Pedro entre los culpables.
El rey no adivina todo pero presiente algo y lo dice brutalmente. Figura
biliosa e inteligente la de Coelho, de ojos huidizos, boca despiadada,
máscara terrible colocada sobre un cuello duro que le da el aspecto de
una dama envenenadora de provincia. Tiene una forma casi púdica de
decirle al rey: “Yo nací para castigar.”
l
Treinta y cinco líneas esta mañana. Es mucho.
7 DE OCTUBRE.
Esta mañana, extraño descubrimiento, casi perturbador.
La mañana del 23 de agosto tuve la impresión de que mi libro me había
sido dado de cabo a rabo, personajes, intrigas, circunstancias. Lo había
visto todo de un solo golpe mediante una suerte de revelación interior,
cuando Joseph Day se me presentó (no lo veía con los ojos del cuerpo y
sin embargo él estaba ahí y al mirarlo podía describirlo; es imposible explicarlo, pues ni siquiera yo lo comprendo; y algunas horas más tarde me
senté en mi mesa de trabajo para escribir lo que acababa de ver, pero lo
más singular de la historia no fue eso, y cierro el paréntesis para concluir): de pronto, al recopilar mi diario para el editor, topé con esto: “10
de octubre de 1944. Retomé mi novela fantástica a la que llamaré
Baphomet (que se convirtió en Si j’étais vous…). La otra, la historia del
fanático con una mujer a la que estrangula porque le estorba para
alcanzar su salvación, la escribiré más tarde, tal vez en Francia.” Es el
tema de mi libro, lo había olvidado profundamente, digo bien,
profundamente. En qué profundidades, en efecto, sin que yo lo supiera, se
había construido con toda su frescura y novedad. Me faltaba esa frescura y esa novedad para retomarlo, y quizás si no lo hubiera olvidado no
habría emprendido su elaboración. Le hablé de esto a Robert, quien,
como yo, se sintió impresionado.
85
JULIEN GREEN
10 DE OCTUBRE.
Hay muchas puerilidades en ciertas comedias de
Shakespeare, como la elección de sus temas. Esas historias fastidiosas de
mujeres vestidas de hombres (“No vestirá la mujer traje de hombre, ni el
hombre vestirá traje de mujer; porque abominación es a Jehová…”, dice
el Deuteronomio); en cualquier caso es ridículo, y no me puedo interesar en esos anillos intercambiados a destiempo y en esas identidades
mantenidas en secreto hasta el final. Uno siente más de una vez el cansancio del autor en presencia de temas tan apagados, pero hay momentos en que su genio retoma las alturas con una gracia que salva todo. Por
ejemplo, en A buen fin no hay mal principio, en medio del acto de los
reconocimientos (V,3), el rey dice esto que voy a copiar:
Our rash faults
Make trivial Price of serious things we have,
Not knowing them until we know their grave:
Oft our displeasures, to ourselves unjust,
Destroy our friends and after weep their dust:
Our own love waking cries to see what’s done,
While shameful hate sleeps out the afternoon.
Es exquisita la belleza de estos versos, pero traducidos ¿qué
transmiten? Un lector francés estaría en su derecho al decirme. “¿Esto es
todo? ¿Qué es lo que admira usted?” Sin embargo son versos como esos
los que hacían palpitar mi corazón a los 20 años, y veo que también hoy.
12 DE OCTUBRE. La Biblia sería citada con menos inexactitud en Francia
si las traducciones fueran más bellas. En Inglaterra, el texto de la traducción se aloja más fácilmente en la memoria de sus lectores porque es
bella; literalmente memorable. La traducción de Crampon no lo es, es
aburrida. Esto es lo que sobre todo reprocho a los traductores modernos;
esparcen el tedio sobre las Escrituras. Me decía todo esto esta mañana
mientras leía esta frase sorprendente de Bernanos: “Uno encuentra en
el Evangelio una voz muy singular: ‘¿Cuando regrese, encontraré en tu
casa a mis amigos?’” (Dans l’amitié de Léon Bloy, p. xii). Infinitamente
menos seria pero curiosa a pesar de la falta de atención de M. Claudel,
86
DIARIOS, 1946-1949
gran amante de las Escrituras: “No hay monos en la Biblia.” (Interroge
les animaux. Figaro Littéraire del 9 de octubre de 1948). ¿Qué hacen
entonces los monos que los vasallos de Tarsis le llevan al rey Salomón
cada tres años, con marfil y pavorreales? (Reyes, 1,10,22). Si hubiese
escrito esta frase en un diario inglés más de una voz se habría levantado
para responderle: Ivory, apes and peacocks! Todo el pasaje en cuestión
parece hecho, además, para agradar al gran poeta por su tono y
magnificencia, y me gusta imaginar el relajo de los monos alrededor del
rey sol judío, pero me consolaría más fácilmente de la ausencia de los
monos en la Biblia que de los gatos, de los que no hay rastros del génesis al apocalipsis.
l Atrapado por la lectura de un volumen de relatos de Ambrose Bierce
(In the midst of death). Sus cuentos californianos no me parecen buenos;
ante mis ojos, su pesada ironía los estropea, pero todas sus historias de
la guerra de secesión lo ponen en la primera fila de los escritores de su
país. Por la fuerza, el tono, la elocuencia, no de la frase sino de la manera
de presentar los hechos y sobre todo por ese don excepcional que tiene de
sorprender, no conozco más que un libro que puedo colocar a su lado —
un poco arriba sin embargo—, es Sueur de sang, de Léon Bloy.
Impresionado por la historia del capitán que tiembla sobre el campo de
batalla y que, por miedo a morir, muere por no haber entrado al combate. Igualmente el del saboteador que atrapan y tiene un largo sueño de
evasión en el instante de su muerte. Un poco por todas partes, los
detalles que le hubieran encantado a Bloy —o a Hugo—: por ejemplo, el
cañón que mojan para enfriarlo en el fragor de la batalla, a falta de
agua, con sangre.
16 DE OCTUBRE
Releí de nuevo a Balzac, no sin una gran admiración, pero lo que ha
envejecido en él ha envejecido mal. Hay en L’Auberge Rouge un joven que
llora a lágrima viva porque ha perdido “la virginidad del alma”. Y ese
vocabulario: inexpériente. Intususpection. Todos los paréntesis filosóficos me han parecido fastidiosos. El papel del novelista es el de ver y decir
lo que ha visto. Si quiere “pensar” que lo haga en otra parte, no en la
l
87
JULIEN GREEN
novela. Ese alarde intelectual vuelve pesada y fatigosa la narración.
l Copiar mi diario entero, tarea gigantesca. Me pregunto si el papel del
que me sirvo durará lo suficiente para que pueda leerse este libro
extraño. Le dije al padre B.: “Decir la verdad es difícil, casi imposible.
Intenté hacerlo y no he acabado de intentarlo.”
27 DE OCTUBRE.
El placer de la relectura. Salammbô. Las frases del principio son de una resonancia maravillosa. Me divierte encontrarme a
viejos conocidos. Matho. Nos hace felices volver a ver al sufete Hannon
con sus colleras y su espátula de áloe que le sirve para rascar su lepra.
No lo había visto desde el liceo: “¡Cómo!, ¿todavía te rascas?” La
descripción de los ricos, o más bien, de los ricos de Cartago me encanta
al grado de que no resisto copiarlo aquí: “En tres ocasiones, durante
cada luna, hacían subir sus lechos a la terraza que bordeaba el muro del
patio, y desde abajo se les podía ver sentados como en el aire, sin
coturnos y sin mantos, pero con los diamantes de sus dedos paseando
por las carnes y sus grandes aretes inclinados sobre las jarras. Todos
ellos fuertes y obesos, medio desnudos, felices, riendo y comiendo a
pleno cielo, como tiburones retozando en el mar.” Qué bien maneja el
efecto final, ¡la imagen de los tiburones! Todo el coraje de Flaubert se
encuentra en esta imagen magnífica, todo su talento. Jamás se entrega
al vértigo de la palabrería que hace zozobrar a ciertas narraciones de
Balzac.
l No conozco un diario de escritor que diga toda la verdad. El contexto, que echaría luz sobre esas páginas sabiamente oscuras, siempre
falta. Peor todavía, las confesiones, pues es el cuerpo el que habla, el
que ocupa todo el lugar, o es el alma la que amordaza al cuerpo y “habla
por él”. ¿Sería difícil escribir un libro en el que ambos tengan voz y
voto? Hay vidas en las que el asceta se bate con el juerguista. ¡Que
hablen los dos! ¡Que se expliquen por fin! Pero no, no lo soportaríamos.
Lo que más temor me da es la dosificación; en general, el asceta se
encarga de hacerlo con una deshonestidad de la que no tiene conciencia.
Él encuentra que lo que hace está bien. Los hombres más sinceros sólo
88
DIARIOS, 1946-1949
dicen verdades a medias.
12 DE NOVIEMBRE.
Estas líneas extraordinarias en Le chef-d’ouvre inconnu: “El dibujo no existe… no hay dibujos en la naturaleza, donde todo
es compacto… Los escultores pueden acercarse a la verdad más que los
pintores por esa causa… La naturaleza comprende una serie de
armonías que se envuelven las unas en las otras.”
Llamo al número de Gide. Muchos problemas para
lograrlo. La persona que contesta por fin es ininteligible y, para colmo,
no comprende. Voy a colgar cuando llega Gide. “¡Me dijeron que era M.
Scribe quien me llamaba y dudé en responder!” Me dice que está
demasiado enfermo para recibirme, que sólo dejó la cama para contestar cuando comprendió que se trataba de mí, pero que va a acostarse
otra vez, que espera “tener cuerda” en dos o tres días.
20 DE NOVIEMBRE.
27 DE NOVIEMBRE.
En The story of my heart, de Jeffries, hay un pasaje
muy curioso sobre el sentimiento de adoración (Worship) que la visión de
un cuerpo bello despierta en el autor, lo cual es profundamente pagano.
Muchas veces he sentido eso, le digo. Algo religioso. Y creo que Jeffries
tiene razón al decir que los impuros verdaderos son los ascetas, pero
hubiera preferido que dijera: los puritanos.
l “La mayoría de los hombres mueren de tristeza”, escribe Buffon. Pero
el corazón de un hombre no se quiebra de un solo golpe; hacen falta
veinte, treinta años para eso.
14 DE DICIEMBRE.
En un desayuno, Mauriac nos habla de Jammes,
quien le dijo un día: “Conozco el lugar que ocupo en la literatura francesa: ¡el primero!” Después, de Doumic. El día en que Mauriac recibió el
gran premio de novela, Doumic le dijo: “Ahora, François Mauriac, usted
está en la gran vía, la vía real: la de Bazin, Bordeaux y Bourget.” Y,
dice Mauriac, bajé la cabeza y respondí: “¡Sí, señor!” Sólo él puede contar eso con esa mezcla de gracia y juventud.
89
JULIEN GREEN
19 DE DICIEMBRE.
Esta mañana, una amistosa llamada telefónica de
Gide. Me recibe un rato después en la pequeña recámara donde trabaja.
Un gran cojín de cuero sobre el sillón que ya no tiene sentido reparar.
Sobre la chimenea, una cabeza de bronce de Gide sobre la que se ha
echado, no, sobre la que se ha puesto cuidadosamente una bella boina
de terciopelo verde. Gide tiene un sombrero de pescador de línea bajo el
cual su rostro me ha parecido de una palidez extrema y su mirada, tras
sus lentes, un poco cansada; su voz más dulce, más baja que de ordinario, pero distinta y clara como si tuviera 20 años. Le doy a leer las
páginas sobre él que deben figurar en el cuarto tomo de mi diario, lee la
primera y se dice conmovido de que no le encuentre la mirada aguda
que le atribuyen los fotógrafos, sino una mirada atenta. Como me pide
la siguiente, le digo que prefiero dejárselas. “Ya me las devolverá más
tarde. Si las lee ahora me sentiré robado: prefiero hablar más con usted.”
Él accede con una sonrisa. Le pregunto si tiene alguna objeción a que
hable de nuestra entrevista a propósito de la carta atribuida a Baudelaire, y reacciona con cierta perplejidad. Lo pensará, me dice, y me
repite que Proust creía en la autenticidad de esa carta. Le digo por qué
yo no… Sartre tampoco la cree auténtica. Me dice que va a publicar su
correspondencia con Claudel… Como me pregunta lo que pienso de
Partage de midi, no le oculto la admiración que tengo por esa obra.
“Pero, me dice, el texto fue modificado en nombre de la ortodoxia…”
Poco después me retiro.
20 DE DICIEMBRE.
Dos frases cuyo contenido es inagotable. Pensamos en
ellas indefinidamente. Por ejemplo la de Claudel, sobre el grito del
ganso en la extensa humedad (Connaisance de l’Est ) o la de Cocteau
sobre la casa de Keats en Roma (la compara a un molino bajo dos caídas de agua).
l Gide me dice: “Claudel es un señor que cree que al cielo se va en pulman.”
1949
2 DE ENERO
90
DIARIOS, 1946-1949
Paul Guth relata la siguiente
historia que le contó Paulhan.
Cuando todavía era estudiante,
trabajó de figurante con Antoine
para ganar un poco de dinero.
Antoine, quien estaba poniendo
Julio César de Shakesperare, dijo,
refieriéndose a Paulhan: “Éste es
demasiado tonto para hacer de
hombre de pueblo. Hará de senador.” Y dirigiéndose a Paulhan:
“No es difícil: ¡sólo tienes que salir
levantando los brazos!”
l
16 DE ENERO
JULIEN GREEN
Ayer revisaba las pruebas de Si j’etais vous traducido al inglés, cuando de pronto tuve un estremecimiento. En el prefacio había un verso de
Milton que yo había citado en francés, y mi traductor inglés simplemente lo retradujo a pesar de que yo había indicado su procedencia, la
cual era muy fácil de encontrar. Lo que hizo no tiene nombre en ninguna lengua. En lugar de un verso muy bello, una frase dura y a la vez
banal.
l
2 DE FEBRERO.
Extraño oficio. Trabajo mucho, con la intención de olvidar, de sumergirme en un mundo imaginario. ¿Y qué encuentro en este
mundo imaginario? Mis problemas desmesuradamente agrandados
hasta alcanzar proporciones terroríficas.
7 DE FEBRERO.
Seguí con la traducción al inglés de Mystère de la charité
de Jeanne d’Arc. Con toda la admiración que le tengo a Péguy, esta infatuación que tiene por lo que escribe acaba siendo exasperante. El razonamiento avanza milímetro a milímetro. Lo hemos comprendido hasta
el cansancio y él vuelve a comenzar por él sólo placer de cambiarle una
palabra a su frase. Pero esta lentitud prepara magníficos acordes.
91
JULIEN GREEN
15 DE FEBRERO
Son curiosos los descuidos de los escritores. Encontré esto en Renan
(Ma soeur Henriette, p. 7): “Ella heredó de nuestro padre una disposición melancólica que le impedía disfrutar de las distracciones vulgares
e incluso le inspiraba una cierta disposición a huir del mundo y sus placeres.” En esta disposición que inspira una disposición, veo una disposición a adormilarse.
l
27 DE FEBRERO.
Esta mañana, acabando de regresar de misa, recibí un
telefonazo de Gide para que lo fuera a ver. Fui sin tardanza. Gide, después de una crisis cardiaca, está mejor. Lo encontré en su biblioteca, su
lugar de costumbre. Delante de él, la pequeña mesa sobrecargada de
papeles y libros. Un cuaderno abierto en el que reconozco media página
de su escritura, y un volumen de sus obras completas. Está un poco
encorvado, su semblante triste y las mejillas cubiertas de una barba
completamente blanca de, parece, dos o tres días. Me estrecha la mano
y me hace sentarme frente a él. “Me encontrará usted disminuido”, me
dice riendo. Yo río también y respondo: “¡Me lo dice usted con alegría!
—No, me dice dejando de reír, me siento disminuido. —No lo parece. Si
me lo encuentro trabajando. —Finjo que lo hago. Vea, mi pluma está
seca.” (La señala con el dedo.) Tiene mucho valor al hablar así de él, de ver
las cosas tan claramente. Poco después me dice que recibió un cable de
Norteamérica de treinta palabras (es su voz la que subraya) invitándolo a ir allá a recibir el premio Goethe. “¿Qué premio es ése? —No lo sé.
Me ofrecen cinco mil dólares, con todos los gastos pagados. —Son muy
fastuosos! —Fastuosos, sí, pero no iré, estoy muy agotado.” Me habla de
una carta que le envió un norteamericano de nombre Henson, quien le
habló de mí. “¿Pero quién es?”, me pregunta. Yo se lo digo. Henson lo
admira mucho, y yo elogio a ese muchacho que conocí en Estados
Unidos cuando yo era soldado. “Sí, dice Gide, hay gente muy correcta,
como se dice. Hay mucha. No me gustan los que ‘denigran’ a unos y a
otros, los que son derrotistas. Yo dejaré esta tierra con la idea de que
hay gente muy correcta en el mundo. Lo digo sin melancolía. No hay
92
DIARIOS, 1946-1949
melancolía en mí. No, no me gustan los que se complacen en escupir en la
sopa. —¡A mí tampoco!, digo escandalizado por esa imagen. Tampoco a
usted, lo sé. Por eso es que nos vemos. Y además, usted lo ha dicho,
siempre es en la sopa de los otros…” Pero me quedo una media hora más
y es hora de que me retire. A propósito de Escandinavia, donde pienso
ir este verano, Gide me hace preguntas y suspira: “Si me cuidara…
Pero no, no es posible. ¿Irá usted este verano? Sin embargo… pero no.”
No dijo nada más triste esa mañana. Me levanto y me estrecha la mano.
Al momento en que estoy a punto de cruzar el umbral de la biblioteca,
me pregunta por lo que estoy leyendo en ese momento y si tengo un
libro que aconsejarle a Catherine. Reflexiono. Mis lecturas son tan
serias que dudo en hablar de ellas. No obstante he releído a Montaigne
con placer y se lo digo. “Ah, dice Gide, pero en qué edición lo lee usted?
—En la pequeña edición Jouast que recoge el texto de 1588 y el de la
segunda edición. —Se lo pregunto para saber si tiene usted las variantes. Es muy importante. (Olvidaba decir que cuando dije el nombre de
Montaigne él exclamo: “¡Me sorprende eso de su parte! —¿Porque soy
católico? Pero Pascal lo leía y releía —solamente para refutarlo.”
Ciertamente. Pascal lo admiraba y lo odiaba. Hubiera podido responderle, pero recordé muy tarde que san Francisco de Sales recibía un placer
enorme de la lectura de los Ensayos. Me pide, estaba cerca de mí, que
alcance uno de los cuatro grandes volúmenes que están en un estante.
Es un notable Montaigne con grandes márgenes. Las variaciones vienen
en cursivas. Conoce usted la famosa frase sobre La Boëtie… Y bien,
“porque él era yo” fue agregada más tarde. —Sí, dije, no figura en la
primera edición. —Se cita esta frase como un bello entusiasmo repentino, añadió Gide. “¡Le tomó treinta años escribir su entusiasmo repentino!” De pronto volvió a ser el Gide de siempre y durante esos últimos
minutos lo vi exactamente como era antes. Me estrechó una vez más la
mano. “Fue muy gentil de su parte venir a la primera llamada.” Creo
que rara vez se mostró tan afectuoso como en esa pequeña frase. Lo que
admiro en él es esta lucidez que no se desdice nunca, ese deseo de ver lo
más claro posible, de no engañarse sobre sí mismo.
93
JULIEN GREEN
4 DE MARZO.
Esta tarde R. fue a oír Tristan e Isolda. Hubiera querido
acompañarlo; seguramente lo hubiera hecho hace diez años, pero cuatro
horas de Wagner… hoy ya no puedo.
20 DE MARZO.
Leí poemas de Hörderlin con profunda alegría. Dice en
alguna parte que jamás ha comprendido el lenguaje de los hombres.
¡Cuántas veces no he sentido lo mismo! Tiene mucho que darme.
30 DE MARZO.
Un joven interno en un hospital le dice a un religioso: “No
quiero conversar conmigo mismo y figurarme que Dios me habla. Dios
no habla. Hay silencio de Dios.” El silencio de Dios. He pensado en eso
todo el día.
4 DE ABRIL.
Páginas interesantes de Gourmont sobre Renan. Para
Renan el talento es “una cualidad inferior” al que el público no le daría
tanta importancia si no fuera tan “infantil.”
10 DE ABRIL.
Al informarle a Claudel el dicho de Gide: “Claudel es un señor que cree que al cielo se va en pulman.” Claudel responde: “Gide va al
infierno en el metro.”
l Alguien habla en su diario de “su horrible modestia” de la que no
puede curarse. Pero ahora, podemos decir, se ha reestablecido completamente.
18 DE ABRIL
Acabé la primera parte de mi novela. Hay tantos diálogos que parece teatro, pero es así como el libro se me presentó. No quiero a ningún precio
entorpecerlo con explicaciones. La página demasiado densa me aburre.
Es necesario que tenga aire.
l
1 DE MAYO
Leí lo que llevo escrito de mi novela. ¿Cómo no vi que es la transcripción de mi propia historia? La eterna lucha contra mí mismo. He puesto
en escena un protestante como quien adopta un seudónimo, pero ahí me
l
94
DIARIOS, 1946-1949
oculto muy visiblemente, si puedo decirlo así.
2 DE MAYO
Le leí a R. un pasaje de Paraíso en el que el sol se compara con el metal
líquido que sale del horno y veinticuatro horas más tarde R. encontró esa
imagen en Le repos du septième jour, de Claudel. A propósito de poesía y,
sobre todo de la primera parte de Enrique IV de Shakespeare, especie de
torrente poético al que no le encuentro un equivalente francés, digo que
la poesía francesa me hace pensar algunas veces en un riachuelo de cristal. “¿Pero Claudel?” Claudel es inexplicable. Debe haber caído del
cielo como un aerolito. No representa ni a su tiempo ni a su país. Las
grandes influencias que ha sufrido vienen más de fuera que de aquí: los
trágicos griegos, la Biblia, Dante sin duda, Shakespeare.
l
25 DE MAYO.
No sé por qué en la obra de Mauriac no se le da el mejor
lugar a su Sainte Marguerite de Cortone. Haciendo a un lado sus novelas, es junto con su Racine, el que considero el mejor de sus libros, en el
que creo que se muestra más al descubierto, y tal vez nada más doloroso
y más humano ha salido de su pluma. Me gusta que se acerque a nosotros así, desde la sombra de un gran penitente y que a media voz nos
hable de su tristeza. Su Racine nos hace verlo con un fulgor de triunfo
en sus ojos; adivinamos al escritor impaciente de avanzar hasta el límite de sus dones, al hombre que siente toda su riqueza interior, pero entre
esas dos biografías ha habido para el autor, como para la mayoría de
nosotros, una especie de noche oscura de la que salimos instruidos, pero
horrorizados, hemos vislumbrado el abismo. El amor de Dios para el
alma no es jamás un idilio y es extraordinario que la ruta hacia él no
pase por las tinieblas. Este encaminamiento a lo absoluto, la vida de
santa Margarita, nos permite reconocer los recovecos, las incertidumbres, las paradas, el acenso de la angustia. Todo eso nos hace muy preciado este libro tan cargado de sufrimientos y de sabiduría. Hay dos o
tres puntos de vista sobre la fe desnuda y el carácter sospechoso de la
piedad sensible. Lo que parece dominar en el autor es la intuición, una
intuición siempre en guardia que lo hace escribir a veces cosas de una
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JULIEN GREEN
gran profundidad. El cristiano de Mauriac marcha “a lo largo de una
cresta entre dos abismos” y no espera sino temblando; no puedo, por lo
demás, negarle la razón, pero ya que hablamos siempre de Port Royal al
hablar de Mauriac, prefiero ponerme del lado de M. de Saint-Cyran,
quien decía “¡Dios es tan bueno!”, que de M. Arnauld, quien decía:
“¡Dios es terrible!” Por más lejos que me sienta hoy del rigorismo jansenista no puedo olvidar que, de los 16 a los 20 años, Pascal era para mí
la religión misma y que a veces me ponía de rodillas para leerlo.
Volviendo al libro de Mauriac, lo encuentro de una nobleza que llamaría
desesperada si esa palabra no entrara en contradicción con la profunda fe
del autor. Sin embargo, hay en él una tristeza cuyo eco resuena a través
de todo el libro: “Nosotros que no somos santos… Si hubiéramos sido
santos…” (“No hay más que una tristeza, repite Bloy, la de no ser santos.”) “¡Qué vergüenza que la vida cristiana no se convierta en santidad!”, exclama, y habla, duramente, me parece, de “esas recaídas seguidas por el regreso rastrero al confesionario”. Es, sin embargo, de ese
modo que la mayoría de nosotros se escurrirán al Paraíso —después del
Purgatorio… Pero esa tristeza honra a Mauriac. Recuerdo haber leído,
sin embargo, que en Port-Royal no se estaba triste y que se cantaba en
todas las celdas. Temo que nuestra tristeza es sólo lo que en nosotros
hay de menos cristiano. Stendhal, al hablar de no sé qué iglesia, decía
que tenía apariencia cristiana, “es decir severa y desgraciada”. ¿Cuándo,
entonces, recobraremos la risa de los primeros franciscanos, la sonrisa de
la piedad salesiana? Los religiosos más serios tenían bajo el silicio un
corazón lleno de alegría. Bremond, citando a un autor de ese tiempo, nos
dice que la madre Anne de Jésus, de una austeridad ejemplar, hacía
bromas frente al sagrado sacramento del Carmelo de Dijon, y cantaba
aplaudiendo.
PENTECOSTÉS. Releí el ensayo de Kleist sobre las marionetas. Conozco
pocas obras breves que sean de una perfección tan acabada. Esas páginas quitan el gusto por las obras grandes. Cada vez más estoy tentado
a ser breve.
10 DE JUNIO
96
DIARIOS, 1946-1949
Un dicho simpático del abad Mugnier. Citaba a Claudel, quien habría
dicho: “Si yo fuera Dios le echaría más leña al infierno.” “Con ello mostraba, dijo el abad, ¡cuánto miedo le tenía!”
l
16 DE JUNIO
El otro día, una dama extranjera me agradeció las magníficas páginas
que había yo escrito sobre Siena. Desafortunadamente jamás he puesto los pies en esa ciudad.
l
19 DE JUNIO
En una comida con hombres de letras, alguien pronunció el nombre de
Valéry y, para mi gran sorpresa, vi a un escritor hacerse de la boca chiquita. Dijo que los textos de ese poeta no significaban gran cosa y que
en el fondo no sabía casi nada. Como yo protestara, mi vecino de la
izquierda murmuró suavemente: “¿Qué es lo que encuentra usted bello
en Valéry? —¡Pero cómo!, la belleza de la lengua, la música de ciertos
versos —hay mucho…” Hizo un mohín de escepticismo. “La belleza de
la lengua, sí, sin duda, pero el resto…” Esas opiniones confusas me
hundieron en una especie de estupor. Circuló la palabra embaucador.
Desde que volví a París es lo más sorprendente que he oído.
l
26 DE JUNIO
En un manual de literatura inglesa encontré esta frase que me parece
justa: “Aunque estén profundamente comprometidos con las aventuras
o los placeres, los anglosajones se mantienen sensibles como barómetros
cuando se trata de influencia espiritual, poco importa que se trate de un
cura o de un campesino; ellos reconocen lo que Emerson llamaba el
acento del Espíritu Santo.”
l Jouhandeau me cita un dicho admirable de su abuela: “Conforme más
veo lo que veo, más pienso en lo que pienso.”
27 DE JUNIO. Ayer leí en voz alta el principio de Pilgrim’s progress. La
primera frase es una de las más bellas que conozco por la permanente
resonancia que deja tras de sí. Eso me recordó el monumento a Bunyan
en el centro de Londres, de pie en medio de ese tumulto, con esa inscripl
97
JULIEN GREEN
ción tomada de su libro: “Mientras atravesaba el desierto de este
mundo… me recosté para dormir, y mientras dormía soñé un sueño.”
29 DE JUNIO
Releí esta mañana el principio de De senectute en la edición que tenía
en el aula. El autor pretende que una de las ventajas que tenemos en la
vejez es que ella nos libera de las pasiones que oscurecen la inteligencia.
Ya veremos, pero me parece que me gustaría tener la inteligencia
oscurecida de un hombre de 30 años en lugar de la liberada inteligencia
de un octogenario. El siniestro dicho de Bourget me ha venido a la
mente (Mauriac me la ha repetido, después de oírla de Bordeaux).
l
6 DE JULIO
Robert, que lee los Ensayos de Bacon, los encuentra ingenuos, pero es
la ingenuidad de ciertas grandes épocas literarias. Bossuet también es
ingenuo. Es necesaria la ingenuidad para creer no solamente en lo que
decimos, sino en la importancia de lo que decimos. El mejor ejemplo es
el de Flaubert, quien se creía totalmente desengañado. A propósito de
la ingenuidad, leí hace poco un sermón de Donne que no puedo copiar
sin sonreír (sermón LXII). Habla del pecado de la lujuria (la lujuria y
la muerte, sus dos grandes temas) y de aquellos que al multiplicar lo que
llamaré las variantes hacen de ese pecado algo todavía más monstruoso
de lo que de por sí es; él recuerda al sobrino de un célebre Papa, un regalo para los protestantes, cuyo sobrino, no contento con la fornicación, el
adulterio y el incesto, vuelve sus deseos hacia las personas de su mismo
sexo y entre ellos hacia un Principe espiritual, alcanzando su objetivo
no mediante el ruego, sino por la violencia, en suma: He ravished a
Cardinal.
l
8 DE JULIO.
Un poco desanimado por mi novela porque estoy en una
parte en la que hacen falta explicaciones. Hay dos páginas que voy a
resumir simplemente en dos líneas pues esas páginas no sirven a la
acción y es la acción lo que más importa. La explicación psicológica
muy a menudo es el signo de una acción insuficientemente motivada. La
98
DIARIOS, 1946-1949
acción debe revelar lo que está en el fondo del alma, es su papel; las palabras no son más que su ampliación. Uno ve eso en casi todas las novelas que se escriben hoy. No hay época más habladora y argumentadora que la nuestra.
12 DE JULIO. Un joven escritor viene a pedirme consejo. Lo pienso mucho.
Finalmente le digo: “Se mantiene usted a un lado de sí mismo, las palabras lo intimidan. Jamás hará algo valioso si observa siempre esa prudencia…” Me dice que le preocupa sobre todo hacer su síntesis. Le pregunto qué entiende por eso y él me explica que, siendo de dos razas diferentes, como francés quiere a toda costa ser uno. “¿Y usted?”, me pregunta. Yo no tengo tiempo de preocuparme por esas cosas. Yo escribo
mis libros.
15 DE JULIO.
Una frase de sir Thomas Browne sobre la belleza de los
monstruos me ha dado en qué pensar. ¿Quién me asegura que son verdaderamente bellos los rostros que admiramos? Me he hecho muchas
veces esa pregunta, y en este mismo diario. La belleza del cuerpo es más
fácil de demostrar, me parece (hablamos de arquitectura, de proporciones), pero el rostro es más misterioso, con los órganos de cuatro sentidos reunidos en un pequeño espacio.
18 DE JULIO.
Novela. Es necesario evitar que la acción se atasque en las
conversaciones, como sucede con los despliegues psicológicos. En cuanto a un personaje se le oiga hablar, cerrarle la boca. De tanto en tanto,
retomo el libro desde el principio, entiendo por eso hojearlo de modo
que vea en pocos segundos el contenido de cada página. Veo así si la
cosa avanza, si se mueve o si, por el contrario, se atasca. Es preciso que
al comienzo de la segunda parte, que abordo este día, haya el mismo
impulso que al principio de la primera. Son los personajes mismos los
que me proporcionan la acción, y a ellos me remito. En cuanto trato de
dirigir la acción, estoy casi seguro de equivocarme; ellos saben; lo vi de
inmediato cuando Joseph rechazó el pedido de Mrs. Dare de cederle su
cuarto que ella quería darle a Moïra. Yo había imaginado que al volver
99
JULIEN GREEN
a su cuarto ese día el muchacho
encontraría a la joven mujer
tomando posesión de su antigua
recamara, pero era necesario que
preparara la aparición de Moïra.
Mi idea no era buena.
l A propósito de Descartes, Gide
escribe: “Es extraordinario y casi
incompresible que Descartes considerara a la sensatez ‘la cosa
mejor distribuida del mundo’.”
Pero la frase de Descartes es irónica pues de inmediato agrega:
“pues todos piensan estar bien
provistos, incluso aquellos que son
muy difíciles de complacer en cualquier otra cosa, etc.”
19 DE JULIO.
Este diario, el único libro que he escrito de corrido y con un
placer permanente…
20 DE JULIO.
Al leer un libro, bien que sentimos si es necesario o si no lo
es, y no tanto para el lector ¡como para el autor mismo! ¿El impulso inicial es lo suficientemente fuerte para llevar el relato hasta el final? Sería
necesario que en cada página tuviera uno la impresión de un irresistible
empuje interior; en lugar de eso, más a menudo, uno tiene la sensación
de un castigo del que el autor se desembaraza porque le hace falta un
cierto número de billetes de banco. Ocurre que el libro, al principio,
experimenta este impulso misterioso que viene de adentro pero que
pierde su vigor en el camino y cesa por completo, y el libro entonces
continúa como puede. Esas palabras inertes con las que cubrimos las
páginas, esas largas frases de haragán obligado a terminar… Siempre me
ha dado desconfianza un libro demasiado grande pues a menudo es signo
de una falta de energía y no, como se cree, la señal de un gran trabajo.
100
DIARIOS, 1946-1949
15 DE AGOSTO.
¿Qué sentido puede tener todo esto? Nuestra vida es un
libro que se escribe solo, cuyos temas principales a veces se nos escapan.
Somos personajes de una novela que no siempre comprenden lo que
quiere el autor.
l El consejo del padre de Miguel Ángel a su hijo: “Si quieres llegar a
viejo, mantén la cabeza caliente y no te bañes jamás.”
22 DE AGOSTO
Leí con mucha emoción Billy Budd de Melville. El final es insoportable, habría preferido que el escritor no lo hubiera escrito. ¿Dónde
encontró el coraje para hacer sufrir una muerte tan cruel y vergonzosa
al ser angelical que nos describe? Veo ahí una suerte de crueldad
desagradable. Es más indignación que piedad lo que provoca.
l
2 DE SEPTIEMBRE.
En las últimas páginas del ensayo de Zweig sobre
Kleist, ¿cómo no ver una profecía lírica de su propio suicidio, el cual
habría de tener lugar quince años después? Mediante una especie de
imitación del poeta alemán, no ha querido morir solo sino acompañado
de una mujer. La compañía que escogió Kleist sufría de una enfermedad incurable. “Felices como una pareja de novios —nos dice
Zweig— se dirigen hacia el Wansee, toman su café al aire libre. Se les
oía reír y retozar en el prado. Entonces, justo a la hora prometida (cita
casi palabra por palabra), Kleist dispara una bala en el corazón de su
compañera y se mete otra en la boca. ¡No tembló su mano!” Estas cosas
son relatadas y sobre todo comentadas por Zweig con una suerte de
exaltación fúnebre que produce un ruido muy particular hoy día. “La
muerte de Kleist —escribe— es su obra maestra tanto como El principe
de Hombourg… es necesario que al lado de hombres poderosos que dominan la vida, como Goethe, surja de vez en cuando un hombre que
domeñe la muerte…” Y termina con esas palabras que tal vez le
vinieron a la mente en 1941: “Sólo quien es acorralado alcanza el infinito.”
18 DE SEPTIEMBRE.
Correspondencia de Hölderlin. La cuerda patriótica
101
JULIEN GREEN
vibra a ultranza en una carta a su madre (1792). Nada envejece más
mal, nada se hace ridículo tan pronto como lo que escribimos en tiempos de guerra bajo el imperio de sentimientos convencionales. Lo que
dice de los jóvenes franceses fanáticos recuerda extrañamente lo que se
nos decía de los jóvenes hitlerianos en 1940.
21 DE SEPTIEMBRE
Al leer la poesía de Hölderlin me he hecho la pregunta que me viene
tan a menudo a la mente en casos parecidos: ¿entiendo esas palabras
como un alemán? Seguramente no. Siempre habrá algo que se me
escape y de lo que dudo incluso con esta música. Sin embargo me siento muy conmovido por la belleza de sus versos. En An die Parzen hay
una sonoridad que me ha parecido adaptada exactamente a los sentidos
(pienso en el sonido sordo y siniestro de la u en el segundo verso: “Die
Seele, der im Leben ihr gottlich Recht nicht Ward, sie ruht auch drunten
im Orkus nicht…” ¡Cómo hubiera querido conocer a este ángel del crepúsculo!
l Mucho trabajo esta mañana. De las tres o cuatro frases que se me presentan para decir alguna cosa, es necesario elegir sólo una, pues escribir
es elegir, pero debemos adivinar la presencia de frases no escritas.
l
24 DE SEPTIEMBRE.
En el Diario de Barbellion, que leo por primera vez,
hay grandes gritos de angustia que uno le reconoce haber lanzado. Él
grita lo que no se osaba decir en esa época: “Tengo hambre de sexo.”
Hay también odio al instinto sexual, a esta bestia feroz que vive en
nosotros y nos devora desde dentro. En cierto momento dice una frase
que yo había puesto en la boca de Joseph, pero, mala suerte, no cambiaré nada de lo que he escrito.
l Escribo estas cosas porque expresan una parte de la verdad que llevo
en mí, y que es mi verdad, pero me pesan y las detesto. Todo eso pasará
de una forma u otra a la novela que estoy escribiendo. Reflexiono de
nuevo sobre el problema de las frases, entre las cuales hay que escoger,
que conviene descartar, pero cuya presencia debe hacer sentir ese libro
102
DIARIOS, 1946-1949
subyacente, no escrito. El defecto de muchos escritores trasatlánticos es
querer escribirlas. La mayoría no elije.
26 DE SEPTIEMBRE.
Hace poco escribía un diálogo muy difícil entre
Joseph y David cuando de pronto tuve ganas de lustrar los muebles.
Cogí un trapo que guardo para ese efecto y froté mi secreter y mi cómoda hasta que brillaron como escamas, después regresé a mi trabajo sin
mucho daño. Releí algunas páginas de la versión primitiva (en primera
persona); las frases me parecieron más ágiles, más certeras, pero siempre es así cuando escribo en primera persona. Desafortunadamente,
Joseph no hubiera sido capaz de escribir un libro, en primera persona o
en cualquier otra, y la verosimilitud de este personaje hubiera sufrido.
28 DE SEPTIEMBRE.
Leí con admiración el Libro de Esther, en hebreo.
Más de diez años de esfuerzos recompensados. Puedo por fin prescindir
de las traducciones.
l He reflexionado mucho sobre mi novela. Con la idea de que pudiera
no moverse si no pongo orden de inmediato, fui invadido por una
especie de pánico, como si eso no dependiera de mí. Pues veo que debe
seguir adelante, pero me doy cuenta de que vacilo en hacer entrar en
escena a esta odiosa Moïra a quien con gusto estrangularía con las
manos de Joseph.
29 DE SEPTIEMBRE.
Hace poco, en la librería Galignani a la que voy
varias veces a la semana y desde hace años. Compré una traducción inglesa de Crimen y castigo, gesto tal vez imprudente, ya que siempre he pensado que era mejor no leer a Dostoievski por temor a verme desalentado a escribir. Compré también los poemas de Burns. Y el tiempo para
leer todo eso, ¿dónde lo comprarás? Pensé en la observación de Robert.
30 DE SEPTIEMBRE.
Deprimido porque recibí las pruebas de mi traducción de Jeanne d’Arc, de Péguy. El editor me ha escrito para decirme
que la encontraba admirable, pero no puedo compartir su opinión.
Ciertamente es de una gran fidelidad, pero también tan pesada como el
103
JULIEN GREEN
original. Mauriac, a quien le conté que estaba traduciendo a Péguy al
inglés, exclamó: “¡Alguien debería traducirlo al francés!” Hay unas
páginas de un aburrido casi insoportable. Le había dado a Wolf lo
mejorcito de los extractos que había hecho de la poesía de Péguy y él
quiso irse a fondo.
l Algunas veces me siento tan feliz de estar vivo que canto solo. Creo
también que sería perfectamente feliz si no tuviera ese problema del que
no quiero hablar. Esta mañana tuve que dejar mi libro al cabo de media
hora. No se sabrá hasta después de mi muerte contra qué he tenido que
luchar para ser yo mismo y hacer acto de presencia casi hasta el fin.
1 DE OCTUBRE
En una antología erótica en la que están representados muchos
escritores conocidos, sólo Colette ha producido una página legible, hasta
tal punto es verdad que ese asunto tan rico y tan serio, el amor físico, no
inspira en general más que miserias.
l
5 DE OCTUBRE.
La lectura de Father and son, de Edmund Gosse, me produce un placer excepcional, una suerte de redescubrimiento de un
mundo que había entrevisto en Mark Rutherford, el cual, además, no
carece del todo de relación con el libro de Gosse. Me gusta su economía
de palabras, su rigor en la elección de la expresión, ¡su eterna preocupación por decir la verdad! Hay en el fondo una emoción que aflora sin
cesar y le proporciona a sus frases controladas y severas una especie de
palpitación. El dicho de Whistler que me cita Robert encuentra aquí su
perfecta aplicación: “La parte es mayor que el todo.” El relato de la
enfermedad y de la muerte de la madre es una obra maestra, discreta y,
a la vez, patética. Vemos de dónde ha salido un libro como Olivia
(ninguna relación, y a pesar de ello…)
16 DE OCTUBRE.
Escribo lo que veo. Si tuviera que definirme como
escritor, creo que esta frase diría casi todo. Si no veo no puedo escribir,
quiero decir que si no tengo frente a los ojos de la mente una representación muy clara de la escena que quiero describir, y digo bien, representación, como se dice representación teatral, no puedo hacer nada.
104
DIARIOS, 1946-1949
No soy como los escritores que pueden inventar a voluntad sin ver
nada, que inventan con el auxilio de las palabras, no con los ojos de la
mente (y a la larga eso se siente). Dije en otro tiempo que no podía más
que inventar, pero no había reflexionado lo suficiente en el problema y
me expresé de una forma inexacta. La verdad es que no sé inventar.
Hay alguien o algo en mí que me hace ver mis personajes y me hace verlos actuando. La intensidad de la visión no ha sido más grande que
cuando escribí mis tres primeras novelas. Se redujo con Epaves (influencia del medio y deseo incomprensible de ir contra el éxito). De nuevo
ese don me fue proporcionado con Minuit y Le visionnaire, me faltó casi
por completo en Varouna y Si j’étais (con excepción de la escena con el
infante y tal vez en la que se desarrolla en la travesía del Cairo). En la
novela que me ocupa, la visión es tan límpida que impide cualquier
explicación de orden psicológico, y eso vale mucho más.
l A propósito de un libro de Renan sobre los orígenes del lenguaje, hable
con Robert de la progresiva desaparición del subjuntivo. (Qué de veces he
oído, después de regresar a Francia: “Aunque es…” Un día lamentaremos
ese modo, porque el subjuntivo es un matiz muy necesario, pero la
lenguas se van simplificando (no digo que se aligeren) y sería ridículo
tratar de evitarlo. Los ingleses abandonaron el subjuntivo de una forma
casi completa; no hay más que un género para designar las cosas (excepto ship que se mantiene obstinadamente femenino). Renan hace
señalamientos luminosamente inteligentes sobre la complejidad de las
lenguas primitivas y cita el caso del groenlandés, que aglutina todas las
palabras de una frase, por larga que sea, y conjuga el conjunto. He devorado su obra casi entera, la otra noche, asaltado por un renacimiento de
afección por el viejo buen hombre a quien le debo haber aprendido
muchas cosas con placer y facilidad. Era un profesor de carácter; tenía
el don de comunicar su saber con la simplicidad de un manantial que
corre. Las extrañas debilidades de su estilo son las debilidades de un
escritor que a veces dormita. Lo testimonia el inicio de Ma soeur
Henriette. Su tics irritan a Bloy con razón, le reprocha sus eufemismos
y sus “desvaríos con el matiz imperceptible”. Creo que ya no se le lee,
más que cuando cuenta la historia de Israel o de la Iglesia en sus comien105
JULIEN GREEN
zos, con todas las reservas que nos veamos obligados a señalar sobre su
interpretación de los hechos o incluso sobre la exactitud de su información no puede negarle uno su ejecución, el tono y muchos de los favores
necesarios para reanimar la verdad histórica. Para juzgar su verdadero
valor, basta con leer, si puede uno, a algunos de los “vulgarizadores” bien
pensantes que lo han seguido e imitado.
21 DE OCTUBRE.
Releí los Cuadernos de Malte Laurids Brigge, pero recuperé muy poco de mi antigua admiración. Muchas páginas me resultaron estropeadas por el evidente deseo de agravar la tristeza natural del
autor, de “reponerla”, de recurrir a la angustia a propósito de todo, de
una mujer que vende lápices, de un inmueble en demolición, de una palabra pronunciada en cierta forma, de una corriente de aire. Yo, desgraciadamente, sé lo que es la angustia. No es gratuita, y cuando se manifiesta es por razones de peso. De refinamiento en refinamiento cae uno
en la literatura, y en la más falsa. Pero hay partes de una belleza excepcional (la descripción de la sala de lectura de la Biblioteca nacional, por
ejemplo.) Admiro a ese gran artista, pero no me gusta la forma que
tiene de decirnos: “Atención, voy a sufrir y ya verán de qué forma tan
sutil.”
22 DE OCTUBRE.
Obligado una vez más a volver sobre la opinión que me
he hecho de Rilke. Al reabrir los Cuadernos, caí en la admirable historia del epiléptico. Hay en esa narración una simpatía tal, tomo esa palabra en su sentido literal, una compasión tan grande y tan auténtica,
que me parece ver a un escritor ruso practicando esta cualidad del amor.
(¿Cómo decirlo de otra forma?) Se trata de eso, del don que distingue a
los santos del resto de la humanidad. Sin embargo, un poco después,
exasperado por el catálogo de miedos que el autor dice sufrir o haber
sufrido: miedo a un pequeño hilo de lana, miedo al botón de su camisón,
miedo a una migaja de pan, pero para juzgarlo es necesario recordar lo
que él se propone hacer, a saber, “descubrir por medio de las cosas visibles el equivalente de las visiones interiores”.
l El deseo de leer alemán, de fortalecerme con la poesía alemana me ha
106
DIARIOS, 1946-1949
hecho releer el poema de Goethe sobre la luna y experimenté un placer
tan vivo que, habiéndolo leído una vez, no pude contenerme de
recomenzar su lectura tres o cuatro veces; la última estrofa me encanta
sobre todo por el eco que deja tras ella, es algo que se prolonga en el
silencio como la vibración del arpa.
l En las conversaciones de Goethe con Eckerman, algo que pinta la
bajeza del gran hombre: “Mi Werther fue objeto de tantas censuras que
si hubiera tenido que tachar todos los pasajes que le reprochaban no
hubiera quedado una sola línea… Por suerte la crítica me deja frío: los
juicios tan subjetivos de parte de individuos particulares, por más eminentes que sean, eran contrabalanceados por la estimación de la multitud.” Soy yo quien subraya, por supuesto. Y como si la frase vergonzosa
que acabamos de leer no fuera suficiente, él agrega lo que un autor de
éxito, incluso hoy, no se atrevería a decir: “Quien no espere un millón
de lectores debería abstenerse de escribir.” En éste caso, ni Höderlin, ni
Keats, ni Baudelaire, por no citar más que los primeros nombres que me
vienen a la mente, hubiesen dejado un solo verso. Por lo demás, me
agrada saber por qué el hombre me desagrada tanto, con toda la
admiración que haya tenido por él.
l La lectura de Rilke me encanta. Habría que citar casi todo de estos
cuadernos extraordinarios: la frase sobre el rostro de su padre muerto
que “tenía el aire de acordarse por cortesía”; la descripción del pastor
Jespersen, el retrato de Marguerite Brigge, la perforación del corazón de
su padre, con la herida que deja escapar dos gotas de sangre como una
boca que pronuncia una palabra de dos sílabas. Retiro todo lo que haya
podido decir de severo sobre este gran escritor, aunque continúe haciendo algunas objeciones a ciertas afectaciones, como el afán de refinamiento que arruina las primeras treinta páginas de su libro. Entre las
cartas que he recibido hay una página escrita por uno de los amigos de
Rilke, hace quince años; la encontraré; en ella dice que a él le había gustado mi primer libro. Hoy me doy cuenta del enorme valor de un sufragio semejante.
107
JULIEN GREEN
25 DE OCTUBRE.
Leyendo las cartas de Hölderlin a Schiller, que son, me
parece, de una humildad singular, incluso excesiva, no he podido evitar
decirme que jamás hemos tenido un poeta inglés que escriba a un hombre célebre en ese tono. Nos apena Hölderlin por esta modestia injustificable. ¿Cómo es que no tenía la intuición de lo que era él realmente?
¿Cómo pudo consentir en rebajarse de ese modo?
28 DE OCTUBRE.
Novela. Primera aparición de Moïra. Joseph se abalanzará contra ella como contra un muro, para estrellarse.
29 DE OCTUBRE.
Mi novela avanza, tal vez demasiado lentamente, pero
la claridad de la visión tiene ese costo, me parece. Podría cubrir una
extensión más grande de papel todos los días, pero entonces inventaría
de una cierta forma, mentiría en lugar de describir lo más verídicamente posible lo que veo. A menudo no me parece ver más que el
extremo de una mesa, un gesto, la parte inferior de un rostro, y no oigo
sino una o dos palabras; en otras ocasiones, una escena entera me llega
con una superabundancia de detalles, con detalles que no sé cómo
emplear y entre los cuales debo escoger. Si examinamos mis manuscritos, nos damos cuenta de que todos los pasajes suprimidos fueron
inventados con el deseo de ir más rápido para alcanzar la verdad que,
sabía, me esperaba más adelante. ¿Quién trabaja así estos días? Es una
pregunta que le hice a un joven crítico belga, M. Théo Louis, porque me
pareció que le interesaría. Me dijo que, por lo que sabía, el hecho de ver
a los personajes no les parecía muy importante a los novelistas contemporáneos, los cuales estaban más preocupados por las ideas que por
las imágenes, “pero, agregó, si es verdad que vuestros personajes no
expresan sino rara vez lo que llamamos ideas, hay en vuestros libros una
visión del mundo, una filosofía”. Si usted lo dice. Lo que reprocho a
ciertos novelistas de nuestros días no es hacer que sus personajes expresen ideas. No, lo que les reprocho es que las ideas de sus personajes no
formen parte de quienes las expresan, sino de su autor. Cuando un personaje en una gran novela rusa manifiesta sus ideas, son su sangre y su
carne las que hablan y uno las cree, pero ¿cómo no ver que los person108
DIARIOS, 1946-1949
ajes de tal escritor moderno no
son sino sus portavoces y que
sus discursos son intercambiables?
l El lector ve estrictamente lo
que el novelista ha visto, y lo
muestra porque lo ha visto,
pero el lector sabe por instinto
cuándo el novelista ve y cuándo, al no ver nada, cuenta
chascarrillos.
30 DE OCTUBRE.
Persistentes
rumores de guerra. No compramos un libro sin preguntarnos si tendremos tiempo de
leerlo, pero esta amenaza, sea la que sea, ¿no es la amenaza de muerte
que pesa sobre nosotros sin importar la edad? Deberíamos pensar en la
guerra como la inevitable tragedia personal que nos espera a todos
desde el momento que estamos en el mundo. Trabajar me interesa tanto
como si estuviera seguro de vivir todavía muchos años. Esta mañana
puse mucho cuidado en escribir un diálogo un poco difícil. ¿Quién lo
leerá? Debo decir que no me preocupa mucho. Escribo mi libro porque
si no lo escribiera reventaría.
Le he dedicado a la lectura mucha horas que podría
haberle dedicado a mis libros, pero es mi forma de elevar el dique, y de
resistir. Es la pereza de estudiar mucho, decía Bacon. En mi caso, no. Le
dedico tres horas por día a la lectura, más una hora y media al estudio
de la Biblia. A mi novela una hora y media más o menos; es todo lo que
puedo hacer, lo que escribo después de esa hora y media lo tengo que
rehacer al día siguiente. Veinte líneas, algunas veces treinta, eso es todo.
Sólo escribo en las mañanas porque es el momento en que el sentido
crítico está más despierto. La tarde es la hora del lirismo. No escribo
1 DE NOVIEMBRE.
109
JULIEN GREEN
cartas más que cuando me veo forzado a hacerlo y no veo en ello más
que una pérdida de tiempo. El tiempo que tengo prefiero pasarlo con
mis libros más que con mis cartas.
3 DE NOVIEMBRE.
Esta mañana, al estar escribiendo mi libro, tuve conciencia de un nuevo impulso de la novela, una suerte de nuevo comienzo. En general, la revigorización de la narración anuncia el final, el
comienzo del último galope. Es la recompensa de una larga sucesión de
esfuerzos.
4 DE NOVIEMBRE. Ayer escuché con delicia escenas de Boris Godunov pre-
sentadas en Praga y cantadas en ruso. El tenor (Dimitri) tenía una voz
que te hacía un nudo en la garganta. Una vez más, me di cuenta de que
la lengua rusa es en sí una especie de música. No conozco una lengua
más bella, diría que tan bella como el español, al escucharla. En lo que
concierne al francés, al no haberla escuchado hablar nunca, no puedo
juzgarla, pues en el caso de una lengua de la que conoce uno cada palabra, el oído no es libre de juzgar. Podemos apreciar la belleza de las
sílabas, su disposición en el orden más eufónico, nunca podemos oírla
como la oye el extranjero que no comprende nada.
6 DE NOVIEMBRE.
Hoy, como me sucede a menudo, un acceso de melancolía inexpresable al pasearme por estas piezas que amueblé con tanto
cuidado. ¿De dónde viene esta tristeza? No lo sé. Es la tristeza de estar
vivo y de sentir la amenaza que pesa sobre todo lo que uno ama. No
puedo ser completamente feliz en un mundo en que la muerte tiene
siempre la última palabra y en el que puede intervenir en cualquier
momento. Pero, si se tratara sólo de mí… Me asombra que podamos
reírnos tan seguido, que podamos hacer como si ella no estuviera ahí.
l Es el silencio de estas dos piezas donde vivo lo que me asombra y
encanta —y, a veces, me inquieta también, como si estuviera disfrutando de algo prohibido.
8 DE NOVIEMBRE. Me pregunto si los demás escritores están tan a disgusto con su trabajo, con lo que escriben, como yo lo estoy con el mío.
110
DIARIOS, 1946-1949
Creo que no. Esta mañana comencé a copiar mi novela y desde la
primera página me sentí decepcionado pues la había visto más bella en
la mente de lo que es. Pero hay vida en esas páginas. Los personajes respiran.
10 DE NOVIEMBRE
Summing up de Somerset Maugham es una lectura que me encanta.
La honestidad y buen sentido del autor hacen del libro algo raro e inesperado, y habla de su oficio con un profundo conocimiento de todas sus
dificultades. Lo que nos dice de él mismo es también muy interesante
porque sentimos que es verdadero. Nada extraordinario; su experiencia
de la vida no difiere mucho de lo que todos sabemos, pero dice simplemente lo que es, con una elección de palabras de primer orden, y eso es
suficiente para que cada frase atrape la atención. La receta es tan simple que me pregunto por qué no la empleamos más seguido, pero pienso que entonces no existiría esta especie de alarde que llamamos literatura. A pesar de ello, la verdad es interesante, ¡por el solo hecho de
serlo! Incluso en las cosas pequeñas proporciona un tono inimitable,
tiene un encanto y una fuerza de persuasión que todas las mañas de
estilo no pueden sino imitar.
l Maugham cuenta que cuando joven quiso escribir un relato sin adjetivos. Yo tuve la misma idea en 1923. Bajo la influencia de la Biblia
escribí una larga historia en la que los sustantivos decían lo que tenían
que decir, y salían de apuros sin el auxilio de palabras que los calificaran. Obtuve de ese modo frases, a mis ojos, de una desnudez ejemplar.
l
11 DE NOVIEMBRE.
Pensé hace poco que si no hubiera tenido ciertas dificultades en mi vida, si no hubiera estado dominado por esta hambre
ingober nable, habría hecho una obra completamente diferente.
¿Mejor? No lo sé, pero diferente. Mis libros son libros del prisionero que
sueña con la libertad… La novela que escribo es un largo grito de odio
contra el instinto... No es para compadecerme que digo esto, sino intentando poner en claro la cuestión. Creo que algún día mi caso parecerá
111
JULIEN GREEN
extraño, cuando se sepa todo, sin embargo me siento inclinado a pensar que es menos raro de lo que uno supondría. La fe es la causa de este
violento conflicto.
l Lectura de Maugham. No puedo darle siempre la razón, sobre todo
cuando dice que releer libros es estúpido, que no tiene ningún provecho
aprender lenguas muertas o vivas; pero estoy de acuerdo cuando dice
que el francés y el inglés son suficientes para el hombre culto, pues
Francia e Inglaterra son los únicos países que tienen una literatura: los
demás sólo tienen grandes escritores. Sólo en esos dos países encuentra
uno, en efecto, la continuidad de las grandes obras, el río que fluye hasta
el borde sin jamás secarse.
16 DE NOVIEMBRE.
Sin importar lo fatigado que me siento esta noche,
voy a intentar contar mi visita a Gide. Lo fui a visitar en la mañana para
pedirle permiso para reproducir en Biblio-Hachette una carta que me
escribió en 1934 a propósito de Visionnaire. Me hizo entrar en el
pequeño cuarto donde trabaja y que da sobre los techos. Nos sentamos
frente a frente; entre nosotros una pequeña mesa cubierta de libros y
papeles. Gide tiene una tez rosada que desde mi regreso de Norteamérica
no le había visto y me pareció tan joven y alerta como antes de la guerra. Jamás se había mostrado tan encantador conmigo, tan sencillo en
sus modales, tan cordial. Creo que realmente estaba feliz de verme,
porque me lo dijo varias veces como si quisiera que yo estuviese bien
convencido. Cuando le hablé del objeto de mi visita, pareció ligeramente sorprendido, lo que me hace pensar que no siempre tienen tales
escrúpulos con él. Él leyó la carta, su carta, con una gran atención y se
detuvo un momento para exclamar a media voz: “¡Pero está muy bien,
me alegra haberla escrito!” Le extendí enseguida un post scriptum suelto
muy largo, que era una lista de erratas encontradas por él en mi libro.
“Hágala imprimir también, me dijo con buen humor. Eso hará ver mi
lado de inspector escolar…” Hablamos sin orden ni concierto y no sé
por qué motivo le confié que dormía mal. “¿Conoce usted la carta de
Descartes sobre el insomnio?” No la conocía. Me condujo a su biblioteca, donde, cogiendo un Descartes de la Pléiade, se sentó en el rincón cer112
Cinco poemas
FÉLIX SUÁREZ
TELEGRAMA PARA GONZALO ROJAS. URGENTE
He sabido que estás muriéndote en Chile, Gonzalo.
Tan acostumbrado has estado a la vida, a sus deleites,
pero si ya lo hablaste, si ya lo tienen contemplado allá arriba
(o donde sea), vete en paz, bien comido, Gonzalo, bien bebido,
viajado, amado hasta la saciedad.
El mundo que tú conociste no cambiará: medio nublado a veces,
a veces con sol, con lluvia a veces. Lo de siempre.
Los canallas y las víctimas de siempre.
No te distraigo más: no todos los días se muere uno,
y tú, viejo lascivo, has de querer estar atento,
muy atento, para ver qué se siente
entrar desnudo y cantando en la eternidad.
113
SALMO
Madre, los lívidos señores de la guerra
han acampado en torno mío,
desatan sus jaurías
y envenenan el agua alrededor de mi tienda.
Aquí están, ebrios de ira y sangre,
magníficos en sus furores.
Y yo, tu niño de antes, Madre,
he salido a la noche, con la lluvia,
para que vuelvas a poner
tu mano fresca sobre mi cara.
VERANO
Arde el mediodía
de vocinglera miel.
Y en sus notas últimas
la tarde al fondo me pronuncia:
niño, hombre cansado.
Estremecida nube que pasa.
114
EL DÍA DE LA RESURRECCIÓN
Ese día, amada,
sobre el umbroso Valle de Josafat,
no despertaremos tampoco juntos.
Ni volveré a mirar
como hoy, en otros días,
el primer rayo de luz sobre tu cara.
Nada
—está Escrito—
nos volverá a la dicha.
ABRASADOS
Arden con piel y huesos
sobre el pabilo trémulo del día.
Las manos y los muslos enlazados,
las bocas ávidas, convulsas.
Saben que luego de la inmensa llama,
luego del fuego que los hiere y los alumbra,
un día, amargos,
se llenarán de frío.
115
Straub very feels for Eva
CARLOS VELÁZQUEZ
Today is the greatest day I’ve ever known
cantan los Smashing Pumpinks en la grabadora Paioner.
Y Straub canta también (pinshi disco ya stá más aplaudido quel
de Neil Young con Pearl Jam) mientras piensa en si existen los sueños
siameses. Un sueño es como meterse coca, considera, nunca la experiencia es la misma. Algunas veces la pesadilla se repite, pero siempre con
pequeñas variaciones que hacen el mundo más insoportable.
Muy bien planshado y con camiseta, frente al espejo se aplica un
generoso tratamiento antiarrugas. Una crema redentora y preciada que
compra su jefa en oferta y con dinero electrónico en Soriana. Apenas
tiene 22, pero stá obsesionao mal plan con sus patas de gallo.
Atemperado, como mecotaxi recién desempacaíto de lagencia, sale
a la calle a hacer gruvi. Tunait’s de nait, se dice pa que amarre. Sta esu
noshi, su sabadancin. Se siente sabrosuras. Eva morderá el polvo del
amor. Onque del disho al hesho haya una maquinaria, piensa que la teibolerita se derretirá diatiro como barquillo napolitano ante sus naipies.
Stá en edad de Bing. Carga 5 mil varos en la cartera. Pa sacarla del congal y gozarla hastalamanecer. Quiobo reina, ya llegó tu piratón. Tu don
Pedro con agua mineral.
Son las ochoa melo y asociados. Faltan dos orejas tía rosa pa que las
morras arriflen a la pista. Antesitos de llegarle a la tablita, tira pal
cerro a conseguirse una grapa. Sabe que la soda siempre se requiere. Yu
bi olgüeis on mai main. O no? Agüelita, soy tu nieto.
116
STRAUB VERY FEELS FOR EVA
Se mete al Sabino Gordo, no sin antes sonarse apreciativo,
cauteloso, conocedor, pasesinar el tiempo. Ignora por quéso, pero recuerda las palabras de su jefita: ya no uses esa mierda. Se te va a joder el
disco duro. Pos será mierda, pero ah qué sabrosa popó. Se atranca uno,
dos Tecates de 16 onzas. Ya sizo, dice y se despasha un saque de 80
kilómetros por hora. Digno de Güimbledon.
En el Infinito la onda stá detenida. Como la pausa de los dos minutos en los partidos de futbol americano. Todas las morras del teibol la
rolan trepadas en las dos pistucas. Es día de privados 3 x 1. Por 50 varos
puedes escoger una piel y amasarla como tortilla de harina cruda 3 rolas.
Por 100 más le puedes dar su bombeada. Pero eso lo arreglas acá en
corto con la morra.
Eva no se guasha. Pos una tina de Cartas, no? Termina la barata.
Última oportunidá, 9 minutos por 50 varos. Son una mini mami las que
agarran cliente. La raza anda sharra. Prefiere invertir en el taxi de
regreso o en cargar saldo pal celular.
Dos morras aparecen sobre la pista 1 y son recibidas con una
ovación. Hesha por los mismos batos que celebran un gol en el estadio
de los Tigres. Somos un solo público. Somos todos un mismo pito que
igual se levanta con el niño Maseca del Kikín que con unas tetas operadas.
Las morras sencueran toditas y desocupan. No se permite el tráfico en la pista. Le toca a otras douglas. Imaginen si llegan a colapsar
nalgas contra nalgas, podría ser un accidente como los de Formula 1.
Para cuando suben las que siguen, el culo de Straub dice suelo. La
rola que bailan es Easy Money de King Crimson. Y por primera vez,
desde hace 10 años que compró el disco Siamese dream, el pendejo de
Straub ntiende. Sto, se confiesa, es un sueño siamés. A sto se refiere el
pinshi Billy Corgan. La unión de carne y música es el perfecto sueño
siamés. Es tan certera la rola bailada por las teibols que incluso se le
para el pito a pesar del ntosque de coca. Es posible que hasta unas gotas
de líquido lubricante alcancen a brotarle.
Se acaba el shou y salen dos morras más. Gemelas. Repetición
instantánea. Qué nombre más atinado pa un teibol: Infinito. Entonces,
117
CARLOS VELÁZQUEZ
Eva sale del área de privados después de como shingo mil servicios.
Segurito más aplaudida quel disco de Neil Young con Pearl Jam.
No esu turno, sin embargo se trepa a la pista. Nunca hay más de
dos shavas arriba. Pero nadie la sordea. Cómo si anda hastal ful. Bien
tasha. Con los ojos más vidriosos que una virgencita de guadalupe en
miniatura. Por eso Eva scapa al formato. Mientras las otras morras se
desprenden de sus prendas con la sórdida monotonía habitual, ella
yanda por completo desnuda. Víctima de la química.
Desafía las reglas. Los preceptos básicos y sagrados del oficio.
Obsequiarse al público. Permite que un tumulto de manos la transite.
Cada trozo de su carne se ha revelado al manoseo. Eva se entrega, a la
trasgresión sensorial, a la auscultación vulgar, a la báscula insultante.
Eva se reparte, democrática. No como las otras. Que al sentir un
dedo más allá de la cancha permitida, se retractan, se repegan a la
seguridad que proporciona el tubo. Lejos de ese proletariado rabioso e
infiel que las perturba. Eva no. Eva stá perdida. Contraindicada.
Straub no lo soporta no lo tolera. Que Eva se regale no es problema. Pero el ultraje. El saqueo. Qué le pasa al mánayer que no cambia de
pisher. Que alguien hable con el coush de pisheo. Neitamos un relevo del
bulpen. Ya van doce carreras en un inin.
Eva es latracción dese parque de diversiones ques el Infinito. Su
cuerpo es el neón más atrayente. Así, pequeño, plano, moreno, sin
shiste. Pero mejor ntrenao pal sexo que aquellos que se revuelcan en la
moda de la cirugía. Un cuerpo de niñita que ni creció. Un cuerpo de 18
años endeble, blandengue, que no se derrumba, no se exhausta.
Se crea una fila pa darle sexo oral. Y Straub se forma. Y Eva stá viviendo su propio sueño siamés. La mezcla de contacto y la voz de Marilyn
Manson que canta Sweet dreams son un mellizo al que Eva se retrae. Se
retribuye. Una misma matriz sensorial, receptiva a la que le ha nacido
otra pero que son la misma.
Después de musho ai va lagua, por fin Straub queda frente a ella.
Ha sido tan exhaustivo el recorrido para llegar a ella, que se siente
como el primer astronauta en pisar la luna. Pero Eva no lo reconoce.
Anda pasada. No sacaría a flote ni a su jefa. Es una paleta clavarse con
118
stas morras. Son como los perros.
Pero ellas no huelen tu miedo.
Perciben tu interés y te mandan a la
shingada. Las mujeres pagan remal.
Ojalá Jesús no baje pronto a la tierra. Si con los romanos le fue gasho,
con las teiboleras no se la va a andar
acabando.
Straub la abraza a la altura la
cadera. Eva sólo sonríe, con los ojos
cerrados. Ni al casting decirle Qué
onda, morrita. Te acuerdas? hace un
mes te dije quiba a recibir una prima
en el jale y que hoy hoy vendría por
ti pa comprar un buen de polvo y
enjaularlos en un cuarto hay un
hotel rebara por el café Brasil te
acuerdas? Me dijiste simón Straub
le ponemos yorch y snifamos y snifamos y snifamos.
Pero qué caso decirle aora Eva tudai is mai dei hace un mes que no
baila el muñeco hace un mes que ni siquiera una shaquetita me disparo
mestoy reservando pa tus güesos hace un mes sueño con pasarla contigo toda una noche solitos lejos del congal encuerados y todo.
Eva se safa de los brazos que la retienen. Otra fila, más prolongada,
más sensorial, la reclama. Y Straub comienza a oír en su interior una
stación de radio conocida. El f. m. que le dice que le hace urge un pase.
Una rayita. No puede digerir sus emociones sin cocaína. Entre dientes se
pregunta: oye dios, qué me has dao, que todo el tiempo quiero star drogado.
Entral baño a atenderse. Lo primero que ve es a un par de baserolos fumando piedra en unas pipas heshas con botes aplastaos de Tecate.
Encimita, lee en la pared: El pinshi sueño siamés existe. Abajo hay otra
frase. Dice: Como los Gremlins. Y debajo una más: Como tu shingada
119
CARLOS VELÁZQUEZ
madre.
Uno de los basucos le pasa a Straub la pipa y el encendedor. El otro
hace lo mismo. Y Straub empieza a darse. Se quema el pulgar con el
encendedor. Por las frases, se acuerda de los Gremlins. Que se reproducían con agua. Todos son siameses, no? Por qué no se parecen, pues?
Dos saca borrashos del Infinito ntran al baño. El guarura gordo y
prietote que stá en la ntrada y otro que no conozco. Quién shingados te
dijo que se puede fumar eso aquí, eh puto? Algún pitorra shismeó que
staban quemando en el baño. Ecuánime, casi hasta podría afirmar que
elegantemente, le quitaron las pipas. Una vez concluida la transacción,
comenzaron a madrearlo.
Lo sacan a patadas en el culo. Pero los putazos ni le saben. Straub
anda bien priedrólar. Prendidote. Para un taxi. A ónde va, joven? A la
Nuevorepueblo. Durante el vieje tararea today is the greatest day i’ve
ever know, cant’ live for tomorrow, tomorrows much to long. La
pesadilla se repite. Al parecer sin variaciones. La pesadilla es la misma.
No se cumple su sueño siamés. Quemar los 5000 con Eva.
Regresa solo a casa. A tratar de masturbase sin conseguir eyacular.
Hasta quedarse dormido con el miembro fláccido en la mano. Lo sabe.
La pesadilla nunca se transforma. Es como una fotografía. Tal vez los
sueños siameses existan, pero como otros mushos sueños, sabe que no
stán a su alcance.
120
Dos poemas
HÉCTOR M. SÁNCHEZ
CATEDRAL
Una mujer ha parido un sol;
la ciudad se levanta con un grito de sangre,
un himno de guerreros muertos,
una voz de comerciantes en la plaza;
de lo alto del templo, al mediodía,
un sacerdote entrega el incienso
y danza con la piel de la doncella sacrificada;
las muchachas preparan los tejidos y las flores
y la lluvia se resquebraja como una olla de barro;
la ciudad brilla, tiembla, se derrama
(viajo hacia el final de la tierra,
donde los autos pasan
con su ráfaga de aire),
es un estallido de cadáveres y polvo,
flechas, caballos, armaduras:
todos los dioses la han abandonado;
121
IDALIA MOREJÓN ARNAIZ
la ciudad se levanta sobre piedras, claustros,
conventos, monasterios de esquina en esquina
(cae la tarde en Tepotzotlán);
el virrey sale al balcón de su palacio
y las mujeres caminan por la plaza
cuando llegan las fiestas de la Virgen
(viajo de vuelta
para contemplar
la muerte de los dioses);
la noche es un misterioso gigante
que murmura y canta,
un cuarto de hotel vacío
(voy por las salas de un museo,
por los pasillos de una galería deshabitada),
estallido de cohetes y cornetas,
baile de máscaras en los parques
(observo vasijas, cajetes,
cristos, pelucas, casacas, pasamanerías);
la noche es una carcajada,
retablo convertido en alameda
(naves de una catedral que nunca,
hasta hoy, había visitado);
la ciudad es una luz de neón:
danzamos con la doncella que será sacrificada por la mañana.
122
ROSARIO
El recuerdo vivo de la tierra
aún llueve sobre mí como una marejada,
reina de los mares,
diosa de los vientos;
una tarde, sobre la avenida,
vi a una mujer vestida de noche
(…las casas del pueblo se apagan a las ocho
y el olor de las panaderías
perdura aún entre las iglesias…);
tu vientre es la casa vacía,
espacio de la locura,
recinto de los enamorados
(…los días en Naolinco, los días en Perote,
Tlapacoyan, Teziutlán, Martínez de la Torre…);
la historia, en su trono de estrellas,
se ha sentado a escuchar al tiempo
que pasa ya de distinta manera,
Dios se reconcilia con el Diablo
y el reloj se detiene, de pronto,
en su miseria infinita;
habría deseado casarme contigo,
y tener una casa, un gato, tres hijos,
pero vino la muerte muy temprano:
espejo de sabiduría,
virgen de la tierra;
123
cuando niño, cada verano íbamos a la playa
(…Jalcomulco, Carrizal, Molino de agua…)
y juntos rezábamos el rosario:
torre de marfil,
refugio de los desamparados
(…Jalapa, Coatepec, Las Vigas, Cruz Blanca…);
viajamos a Puebla una tarde de verano,
a ti: hermosa como un campo de girasoles,
distante como el suave olor de la contingencia
(… los años que no viví ni viviré contigo…);
me sangras con el dolor de un recuerdo vivo,
entraña ardiente, herida mal cicatrizada;
te aguardo con la ansiedad de un hijo desterrado:
templo de la noche,
imagen de la luna,
espejo vivo de la tierra
(…ruega por nosotros).
124
Una noche en Oaxaca
EUSEBIO RUVALCABA
para Teresa Mondragón
Y abiertamente consagré mi corazón a la tierra grave y
doliente, y con frecuencia, en la noche sagrada, le prometí
que la amaría fielmente hasta la muerte, sin temor, con su
pesada carga de fatalidad, y que no despreciaría ninguno de
sus enigmas. Así me ligué a ella con un lazo mortal.
Johann
Christian
Friedrich
Hölderlin, La muerte de Empédocles
I
Siempre lo supe. No quiero que se piense que soy idiota, que la vida
habría de darme esa lección como se alecciona a un aprendiz de carpintería. Sin duda la vida se la pasa dando lecciones, y yo soy el primero en
aceptarlas, y me mantengo con los brazos abiertos a su espera, pero aquí
no se está hablando de dar o recibir lecciones sino más bien de asumirse
como una cucaracha cuando le encienden la luz a la mitad del trayecto
del bote de la basura al fregadero y no le queda más remedio que correr y refugiarse. O morir.
Y yo opté por morir.
La vi venir desde las primeras veces que hacía el amor con ella. Nos
entregábamos con tanta pasión como si nos hubiesen quitado las amarras.
Y los dos nos comportábamos exactamente como perros. Yo tengo más
125
EUSEBIO RUVALCABA
de 59 años y Amaranta apenas ha rebasado los treinta. La gente se nos
queda viendo cuando caminamos en la calle —algo hay en nuestros cuerpos que nos delata, aunque ni siquiera vayamos tomados de la mano—. O
cuando comemos o bebemos en un bar. Porque de inmediato nos calentamos. Yo más que ella. O es que Amaranta sabe exactamente qué
mecanismo accionar en mi cabeza que me acelero y me disparo como
proyectil en llamas arrojado por una catapulta.
Hubo varias pistas que debieron haberme alertado.
En el automóvil ―de ella, yo prefiero no sacar mi carro si no es
totalmente necesario― sufrimos una experiencia atroz. Estábamos en
mi barrio ―barrio es un decir, vivo en la colonia Cuauhtémoc―, en el
fragor de la noche, digamos hacia las once, cuando nos sorprendió una
patrulla. No es difícil imaginarse lo que pasó. Amaranta se encontraba
practicándome una felación cuando la luz de la lámpara de los
patrulleros iluminó la escena. Por supuesto que no alcancé a cubrirme
con la suficiente rapidez. Pero lo curioso, lo verdaderamente curioso, es
que los patrulleros nos dispensaron de cometer faltas a la moral sólo y
nada más por mi edad. Entre bromas de mal gusto, miradas de franca
obscenidad dirigidas a Amaranta ―que no hallaba cómo cubrir su
escote, y que sin embargo se reía, muy sutilmente pero lo hacía―, me
palmearon la espalda y me dijeron, no sin un dejo de admiración, que yo
no era cualquier viejo, que más bien tenía actitudes de adolescente, y que
de cuáles camarones comía para mantenerme en forma. Todo quedó en
doscientos pesos, cien por cabeza. Cuando nos subimos al auto e intenté
arrancarlo ―Amaranta prefiere que yo maneje porque de noche su
vista falla por los brillos de las luces―, se aproximó y volvió a
extraerme el pene, aun con más furia que como lo había hecho antes.
Quise apartarla pero no pude. Le rogué que se estuviera en paz, que no
tardarían los patrulleros en regresar, que fuera sensata. Pero fue como
si mis palabras hubiesen significado exactamente lo contrario. Se
prendió peor. Me succionaba como si fuera nuestra última oportunidad.
Yo intentaba mirar los espejos. Percatarme de lo que sucedía a nuestras
espaldas. Inútilmente. Si los patrulleros nos descubrían ahora sí no
habría dinero que nos sacara del aprieto. Por el espejo retrovisor vi
126
UNA NOCHE EN OAXACA
pasar las luces azules de una patrulla, pero siguió su camino hacia la
derecha. Decidí guardar mis temores en la guantera y dejarme ir. Y juro
que ha sido de las felaciones que más he gozado. Por cierto, cuando esa
noche llegué a casa, mi esposa Carmina quiso que la amara. Increíble que
eso haya acontecido. Cada vez estamos más separados, pero finalmente se
impuso. Estaba con ella, y lo que yo veía era la boca de Amaranta. La
oía gemir y lo que yo escuchaba eran los gemidos de Amaranta. Sentía
sus manos ásperas y grandes ―Carmina ha trabajado toda su vida― y
lo que yo sentía eran las manos pequeñas y frágiles de Amaranta.
Supongo que gracias a estas introproyecciones logré excitarme y concluir.
Viene a mi mente otra experiencia.
Amaranta vive en casa propia. Miguel, su padre, se la heredó en vida
por la simple razón de que su hija viva en un lugar seguro. Pues bien. En
cierta ocasión invité a un par de amigos a beber a la casa. Está en la
colonia Escandón, sobre las calles de Martí, a unos pasos de
Patriotismo. Bebimos bastante. Como siempre. Digo que tengo casi 60
años, pero por mi trabajo —soy dueño de un taller de motos― estoy
rodeado de jóvenes. Y los jóvenes ―y algunos viejos, como yo― siempre están ávidos de vivencias, de tocar fondo. Aquella vez Amaranta
llevaba una falda que casi en su totalidad dejaba al desnudo sus muslos. Pero no he dicho lo hermosísima que es. De verdad. Esto puede
sonar exagerado, e insistiré en que no lo es. Hasta las mismas mujeres
―una mesera, una empleada de librería― han ponderado su belleza; sin
más le han dicho lo bonita que es. Así pues, invité a dos de estos amigos
a beber de un tequila que recién había adquirido yo en un viaje fugaz
que hice a Ciudad Guzmán, Jalisco. Ella también bebió, y mucho. Todo
era cordialidad y buena vibra, pero de pronto el tequila empezó a hacer
de las suyas. La mirada sin dobles intenciones de aquellos hombres
pronto se tornó grave y torva, y de sus labios escurrían palabras que
más sonaban a procacidad que a gentileza. La conversación de ella, en
cambio, era demasiado alegre, demasiado gentil. Como si en lugar de
poner un hasta aquí a la presencia de los intrusos, los animara a no abandonar la casa por los siglos de los siglos. Yo me enfurecí. ¿Qué esperaba
127
EUSEBIO RUVALCABA
de ella?: ¿un gesto de solidaridad?, ¿una mueca en la que me diera a
entender que no había que guardar temor alguno? No lo sé, aunque
confieso que alcancé a percibir una sonrisa que a mí me pareció de complicidad. En fin. Claramente me percaté de que estaba radiante, de que
para ella esa noche era el escenario de su estrellato. A la primera oportunidad los despedí. Desde luego ella se molestó, y casi los obligó a
beber más con tal de que se quedaran otro rato.
II
La ciudad de Oaxaca siempre ha representado para mí una extraña mixtura del cielo y el infierno. Conozco ciudades que tienen fama de intensas, como Chicago, Nápoles, Estambul, pero Oaxaca no les pide nada. No
sé por qué razón, pero todo en Oaxaca roza en el extremo. O la gente es
amable y cálida, o desconfiada y hostil. Y esta misma sensación se respira en sus calles. En el mercado. En sus rincones y recovecos. Aunado al
mezcal. Para los turistas el mezcal es algo así como el guía insobornable.
El mezcal es un demonio. Quien lo bebe, sabe que va a emprender un viaje
hacia sus interiores más profundos, a su propio precipicio, allí donde
nadie se atreve a meter la nariz más de la cuenta.
Y yo lo hice. Al lado de Amaranta. Puse en sus labios la copa de
mezcal con que Oaxaca nos dio la bienvenida.
Fuimos por insistencia de ella. Desde hacía mucho me lo había
estado pidiendo. Quería caminar de mi cintura por aquellas esquinas,
por aquellas avenidas peatonales. Y aclaro que de mi cintura porque en
la ciudad de México siempre pesa sobre nosotros ―más sobre ella que
sobre mí― la sombra de Carmina, mi esposa. En cualquier momento se
nos va a aparecer, dice, sonríe con cierto desafío, y me suelta la mano.
Yo mismo sé que eso podría acontecer. Pero me la juego porque también
sé que la vida es una moneda al aire. Que todo se puede venir abajo por
circunstancias ajenas a nuestra voluntad. Aunque todo esté armado a
la perfección. Que hay cónyuges que se cuidan hasta rayar en la demencia y que, de pronto, se atraviesa algún incidente que nadie hubiera
supuesto. Así que decidí echar todo eso por la borda y exhibirme con
128
UNA NOCHE EN OAXACA
Amaranta sin ninguna precaución.
Comérmela a besos donde se me diera
la gana. Si la moneda caía águila o sol
ya no era asunto mío sino del azar. Y si
esto lo hacía en la ciudad de México,
con mayor razón en Oaxaca. Desde los
amigos con los que me topé, oaxaqueños de buena cepa, cuyas mujeres son
amigas de mi esposa, hasta los lugares
que visitamos. Galerías que suelo visitar precisamente con Carmina para
adquirir pinturas de artistas oriundos
de aquellas tierras. Acaso alguien se
pregunte cómo es posible que el dueño
de un taller de motocicletas coleccione pinturas, y yo podría contestarle
que el arte siempre me ha fascinado. Quizás porque mi padre fue un
escritor frustrado que jamás en la vida publicó un libro, pero que siempre me inculcó el gusto por la literatura y la plástica. Toda mi vida he
devorado libros. Mi casa está abarrotada de volúmenes de poesía y de
novela, y he comprado tantas pinturas que ya no caben. Llegó un momento en que las paredes fueron insuficientes. Hasta el baño fueron a
dar. Y en la misma medida el motociclismo me atrae. Creo que es de las
pocas sensaciones verdaderamente emocionantes a las cuales puede
aspirar un hombre de nuestros días. Tuve una educación que iba de la
universidad a la conducción y arreglo de motos. Me vanaglorio de no
haber seguido la carrera de comunicación. Los grilletes vienen por otro
lado.
III
Llevábamos varios mezcales cuando el hambre me hizo pensar en mi
condición de diabético. No puedo sobrepasarme más de unas cuantas
horas sin alimento, así que nos propusimos buscar un sitio donde comer.
Nos encontrábamos en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, y
129
EUSEBIO RUVALCABA
alguien nos recomendó un restaurante de comida itsmeña. Nos fuimos
para allá —con un pintor oaxaqueño que se nos unió en el instituto—, y
apenas pusimos un pie en el restaurante, el mesero nos ofreció un mezcal
de prodigio (ésas fueron sus palabras). Bebimos y casi de inmediato ordenamos de comer. Todo transcurrió sobre ruedas, como se esperaba;
aunque, para ser sinceros, yo no le quitaba la vista a mi amigo el pintor.
Amaranta lo había inquietado. De vez en cuando depositaba sus ojos en
los ojos de ella ―profundamente verdes, si es que el verde puede ser
profundo―; por segundos, porque de inmediato los míos se interponían.
La botella de mezcal fue bajando ostensiblemente. Si hubiésemos llevado la cuenta por copa, estoy seguro de que la habríamos extraviado siglos ha. Pero no sé este comentario a qué viene, porque a quién le puede
importar llevar la cuenta cuando lo que se consume es mezcal. Sin
embargo, por muy borracho que estuviera, me repetía que Amaranta
no me podía engañar. Que encima de todo mi amigo el pintor me era
leal. Leal como una carretera que no cambia al paso de los años.
Por fin terminamos y nos salimos de ahí. Más bien sumidos en el
silencio nos alejamos del restaurante. La avenida Macedonio Alcalá se
abrió ante nosotros como un mar de posibilidades. Aunque mi amigo
salía sobrando.
Cierto es que siempre he sido proclive a compartir a las mujeres
con las que ando. Sea el tipo de relación que sea. Lo mismo si se trata de
la esposa que de la novia, de la amante que de la amiga ocasional. Y
curiosamente ellas han accedido. Como si el hecho las atrajera. Como si
desafiar ciertas normas les resultara inequívocamente atractivo. Acaso
por peligroso. Pero en este ¿juego?, ¿deporte?, ¿entretenimiento?, siempre hay un lado de dolor y congoja, de desconsuelo y desdicha: ver a la
mujer que amas en brazos de otro, o imaginártela, es un estímulo
increíble para tu adrenalina sexual, pero también es un golpe a tu estructura: sientes que todo está perdido, que en medio de ese placer todo se
está desmoronando. Y sobrevienen los celos más abyectos y devastadores. Quedas hecho polvo, mejor aún: ácido corrosivo del que gota a
gota perfora metal y granito. Me pregunto por qué es tan fuerte y tan
brutal. Y por qué no puedo dejar de hacerlo. O cuando menos de pro130
UNA NOCHE EN OAXACA
vocarlo.
En cuanto lo perdimos de vista, Amaranta me empezó a echar en
cara por qué había despedido a mi amigo. Me dijo que yo era un
cobarde y que en el fondo de mi corazón todo en mí era pusilanimidad.
Que ni había sido artista ni corredor de motocicletas ―aspiración, ésta
última, que alguna vez, en mi juventud, había contemplado―, y que
finalmente no era yo más que un mediocre y un cobarde ―palabras que
decía en un tono cantadito.
Yo ni le respondía. Qué caso hubiera tenido. Ya la conozco. No era
la primera ni sería la última que afloraba una parte suya desagradable
y provocadora. Dejé que el tiempo transcurriera y nuestros pasos nos
llevaron a una cantina que se le conoce como La Muralla, que está
enfrente del mercado 20 de Noviembre. No es precisamente la más
recomendable para llevar a una mujer hermosa y distinguida. Pero esas
cosas tampoco se piensan cuando el alcohol ha tomado el poder. Nos
metimos y lo primero que hice fue preguntar por mi amigo, el dueño:
Alejandro Cabrera. Pero no estaba. Nos sentamos hasta el fondo y pedimos nuestra jornada de mezcales. Que finalmente fueron cuatro. Cuatro
rondas. La mirada libidinosa de los borrachos revoloteaba alrededor de
la mesa. A tal punto que me empezó a inquietar más de la cuenta. Y eso
para no hablar de las ganas de orinar de Amaranta. Cada vez que iba al
baño me obligaba a levantarme e ir tras ella. Hasta que me harté.
Pagué y salimos de allí.
IV
Una vez más, emprendimos la caminata. Sin destino alguno. La quería
abrazar y me quitaba el brazo de encima. Le quería hacer conversación
y me eludía. Siempre me ha parecido incomprensible esta actitud de
muchas mujeres, que se encierren en sí mismas y que no sea posible sacarles una palabra. Aun ebrias. Como si de ese modo las cosas fueran a
resolverse.
Seguimos la orientación que caía de las estrellas y de pronto ya
estábamos ordenando un mezcal más, pero ahora en un restaurante
caro: Los Danzantes. Ordené además una botella de vino. Ella miraba
131
EUSEBIO RUVALCABA
hacia todos lados. Me voy, dijo. Pues lárgate, repuse yo. Cancelé el vino,
pedí un whisky —según yo, para contrarrestar el efecto del mezcal— y
un sirloin. Cené con la serenidad de un monarca que tiene todo resuelto
en la vida, pedí mi cuenta —que obviamente no revisé— y me dirigí al
hotel.
Pero he aquí que Amaranta no estaba.
Sentí que un relámpago me partía en dos.
Regresé una vez más a la calle y comencé a buscarla. Cada vez más
preocupado, entraba a cuanto antro veía y revisaba el lugar. Nada.
Nada de nada. A la preocupación sobrevino la ira y luego el nerviosismo más acuciante. ¿Dónde diablos se había metido? ¿Estaría con algún
hijo de puta? ¿Me merecía yo eso? ¿O en ese momento, justo en ese
momento, correría algún peligro? El alcohol —mejor dicho, el mezcal— no me dejaba pensar con claridad. Compré un whisky doble en
algún antro y me lo llevé en un vaso desechable hasta el hotel. Intenté
esperarla en el lobby, pero no aguanté más. Subí a mi habitación, bebí
de un trago el whisky que restaba y caí dormido en calidad de fardo.
V
No sentí cuando entró, no sentí cuando se acostó, pero sí sentí cuando
se metió bajo las sábanas y me abrazó. No lo hubiera hecho. De inmediato me llegó el olor a semen. Hueles a hombre, le dije. No, no huelo a
nada, bésame, hazme el amor. ¿Con quién estuviste cogiendo?, ¿quién te
cogió, hija de tu puta madre?, le pregunté y le solté un golpe en la cara.
Un hombre, un hombre me la metió hasta el fondo y me encantó. Pero
no dejaba de pensar en ti. En que nos estabas espiando tras la ventana.
Si lo hice, fue por ti, porque eso te gusta y te excita. Y yo estoy para complacerte. Ahora te amo más. Lo hice porque te amo, porque vine al
mundo a hacer realidad tus fantasías. ¿Crees que lo hubiera hecho de no
ser así? La puse en cuatro y la penetré. Conforme mi miembro se atascaba en su ano, no dejaba de gritarme que me amaba. Que lo nuestro
era para siempre. Y yo sabía que estaba diciendo la verdad.
VI
132
Tres poemas
ANDRÉ VELTER
Traducción de Andrés Sánchez Robayna y Joséphine Cabello
En el panorama de la poesía francesa contemporánea, la voz de André Velter (Signy-l’Abbaye, Ardennes, 1945) ocupa un espacio singular e inequívoco. Su primer
libro es Aisha (1966), junto a Serge Sautreau. Lo que ha seguido es una amplia
trayectoria lírica marcada por un raro sentido de la libertad, que va desde la más
rabiosa exaltación del amor hasta una nueva y peculiar versión de los valores de
la oralidad, en buena parte aprendida en sus múltiples viajes y contactos con las
culturas más diversas. Entre sus libros figuran Ce qui murmure de rien (1985),
L’Arbre-Seul (1998), L’Amour extrême (2000) y el muy reciente libro-recital
Paseo Grande (2011).
André Velter, también ensayista y animador cultural, ha recibido importantes reconocimientos, como los premios Mallarmé (1990) y Goncourt (1996).
Los tres poemas que aquí presentamos, pertenecientes a L’Arbre-Seul, forman
parte de un amplio conjunto de versiones de poesía moderna llevadas a cabo en el
seno del Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna
(Tenerife).
Fundado en 1995 por Andrés Sánchez Robayna, el Taller de Traducción Literaria persigue dos objetivos fundamentales: estudiar y difundir las cuestiones y
los problemas de los que se ocupan la traducción literaria y la traductología, de una
parte, y, de otra, emprender diferentes trabajos prácticos de traducción, sobre todo
de aquellos textos que por su nivel de elaboración o de “información estética” presentan un grado especial de dificultad y de complejidad. Ha publicado hasta el
presente más de una veintena de volúmenes (Keats, Wordsworth, Flaubert,
Samuel Johnson, Valéry, Stevens, Jabès, Luzi, etc.). En 2006 vio la luz De Keats
a Bonnefoy. Diez años del Taller de Traducción Literaria, que reúne una amplia
muestra de poesía moderna, al que seguirá, en breve, Ars poetica, en el que se
incluyen los poemas de André Velter que aquí damos a conocer. “Fado” y
“Epitafio” han sido traducidos por Andrés Sánchez Robayna; “Sed de realidad”,
133
por Joséphine Cabello.
FADO
à Pierre Léglise-Costa
Tatuó sobre su pecho
el nombre intraducible
de una mujer de ausencia: Nada
Nada, noche de nada
Nada, mi sombra fiera
Nada, para la risa y para el no
Salmodiaba embriagado
el mantra de carbono
en recuerdo del oro
Nada, sultana mía
Nada, desgarro mío
Nada para el fin último
Bajo su máscara de ceniza
seguía con los ojos
FADO // à Pierre Léglise-Costa // Il avait tatoué sur son cœur / le nom intraduisible /
d’une femme de néant: Nada // Nada, ma nuit de rien / Nada, mon ombre fauve / Nada,
pour le rire et le non // Il psalmodiait avec ivresse / ce mantra de carbone / en souvenir
de l’or // Nada, ô ma sultane / Nada, ma déchirure / Nada pour la fin des fins // Sous son
masque de cendre / il suivait du regard / une sombre déesse //
134
a una deidad oscura
Nada que sabe a tempestad
Nada en cuerpo y espíritu
Nada que todo borra
Nada llevada al infinito
SED DE REALIDAD
el sol
en la piel
seca los secretos
cuerpo a cuerpo
de la arena
y los sueños
es
un destello
del ser
Nada au goût d’orage / Nada de corps et d’esprit / Nada qui tout efface // Nada
portée à l’infini
UNE SOIF DE RÉEL // le soleil / sur la peau / sèche les secrets // corps à corps / du sable
135
el despertar
crudo
del presente
donde la sal
cristaliza
el océano
donde las piedras
son testigos
del fuego
donde el deseo
alcanza
su hálito de hueso
así nace
una fuerza
sin sombra
pues la noche
disipa toda idea
de la noche
du présent //où le sel / cristallise / l’océan // où les pierres / témoignent / du feu // où
le désir / rejoint / son haleine d’os // ainsi naît / une force / sans ombre // car la nuit /
dilapide toute idée / de la nuit // ce qui vient /
136
lo que viene
es más
que una llamada
a vivir
al
descubierto
EPITAFIO
Nada ha pasado, caminante:
no te detengas.
Las estelas, los mausoleos y los templos
celebran sueños tristes.
De mi cuerpo sin vida ha nacido una hoguera
est plus / qu’un appel // à vivre / en terrain / découvert
ÉPITAPHE // Passant, il ne s’est rien passé: / ne t’arrête pas. / Les stèles, les mausolées et les temples / célèbrent de tristes songes. / De mon corps sans vie est né un feu
137
Juana Borrero en el país de las sombras
ELIZABETH MIRABAL
para Abilio Estévez, porque el reino también es suyo
En abril de 1941, cuatro años antes de morir, Dulce María Borrero
aventuró por escrito una especie de fatal imposibilidad que hoy intentaré burlar. En una conferencia de evocación sobre su hermana, aseguró
que el temperamento que había florecido tempranamente en la figura
de Juana Borrero no podría nunca, y subrayo el empleo categórico de
este adverbio, ser comprendido por los investigadores sistemáticos, fuese
cual fuese el grado de fervor que aquellos pusieran en el descubrimiento
de sus virtudes artísticas o de sus asombrosas cualidades mentales.
Fuese cual fuese la acuciosa paciencia empleada en la búsqueda y clasificación de sus inclinaciones más recónditas.
El marasmo que se impone en la vida de Juana Borrero tras la
muerte de Julián del Casal no comenzará a ceder hasta que, a finales de
1894, el padre Esteban Borrero coloca en sus manos el poemario que
dos jóvenes le habían enviado desde Matanzas a la redacción de El
Fígaro. En la primera página podía leerse: “A la memoria del maestro
Julián del Casal: consagran sus primeras poesías C. y F. Uhrbach.”1
Para ese entonces, hacía muy poco que los hermanos habían perdido a
la figura paterna y estaban bajo la tutela de su madre María del Pilar
1
Carlos Pío Uhrbach y Federico Uhrbach, Gemelas. Primeras poesías, Biblioteca de
“La Habana Elegante”, 1894.
138
JUANA BORRERO EN EL PAÍS DE LAS SOMBRAS
Campuzano y Lamadrid. Carlos
Pío, el primogénito, tenía 22 años,
y Federico 21.
Tras los primeros repasos, a
medianoche, de Gemelas, Juana
anotó en su diario: “He leído de
prisa y sin detenerme las rimas de
Federico. Me fascinan. Pero
Carlos… no sé por qué me atrae
con su semblante enigmático y
triste. Vuelvo a leer sus estrofas.
Enclaustrado… ¿será sincero?
¡Oh Dios mío, así es el hombre que
yo he soñado!”2 La atracción que
Juana siente es fecunda gracias a
la poesía y a un retrato. No necesitaba más. Ella se descubre como
una virgen de toca en los sueños
del bardo y se siente optimista
porque él aspira a las dichas ideales, las mismas a las que se sentía
inclinada tras la muerte de Casal.
No es posible hablar de la
obra de Juana sin intentar recon- JUANA BORRERO
tarles cómo se anida el torrente pasional generador del más impresionante
epistolario de amor de la historia de la literatura cubana. La fuerza y la
debilidad se compensan en una joven capaz de declarar que antes de dos
meses Carlos Pío será suyo con otra de aparente victimismo: “la mayor
tristeza es no hacerle falta a nadie. Como me pasa a mí”. Convertida en
crítica literaria, se muestra implacable al inicio. Las composiciones de
2
Juana Borrero, Epistolario, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura
y Lingüística, La Habana, 1966, t. I, p. 40. Hasta donde se indica lo contrario, las
citas siguientes proceden de este libro.
139
ELIZABETH MIRABAL
Uhrbach quedan reducidas a unas “estrofitas” “muy correctas” que
carecen de dolor. La perfección de la forma no interesa si los versos no
emocionan.
El carácter se afirma en decisiones disyuntivas, expresadas lo
mismo en el todo o nada escrito en el escudo de los márgenes que en los
retos de conquista impuestos en su diario. Ella aspira siempre a la posesión absoluta, lo reclama como un botín de guerra o un esclavo de su
ternura. En él encuentra su faro y su puerto, es decir, la guía, el remanso, el amparo, el refugio. Ama a Carlos porque se adora a través de esa
imagen idéntica a ella misma. Casi desde el comienzo del epistolario, el
novio pasa a sustituir al Padre Nuestro de sus rezos. Primero se limita a
convertir algunos poemas de Gemelas en sus oraciones, luego el esquema
le sirve para encomendarse a su ídolo: “Dios te guarde amado mío, mi
esperanza es contigo… preferido tú eres, entre todos los seres…”
Interpreta la costumbre como una evidencia de la religiosidad de su
amor: “Esto, ¿es sacrílego, o simplemente sublime? Yo creo en lo último.” Como suele acaecerles a los amantes que intentan traducir su sentimiento, Juana desde muy pronto padeció ante la ineficacia del lenguaje.
Se preguntaba por qué no se podría escribir con besos.
Por la fuerza de la emoción que experimenta, desea ocultarse en
Carlos; renunciar a su condición de artista al menos en la esfera pública,
ser solo para amar: “No vuelvas a decirme que escriba para la prensa. Mi
mayor anhelo es anularme aparentemente para vivir en ti y en mí solamente sin llamar a los extraños a comulgar con la hostia blanca de
nuestro ensueño.” El ansia de soledad y la simpatía hacia la vida ermitaña emanan de una relación sometida a la vigilancia estricta y la desaprobación, sobre todo paterna. El noviazgo existía en un plano ideal,
pero de férrea clandestinidad. Las confesiones, en las cartas y en los
sueños de futuro. En su afán de entrega suprema, Juana renuncia a su
personalidad, aun cuando en un temperamento “escéptico y altivo” esto
resulte inconcebible. Y por este sacrificio, prueba de su grandeza, ella
demanda a cambio la devoción.
No deben asombrarnos entonces los intensos celos de los que da fe
en las cartas, capaces de extenderse hasta el terreno de la literatura y
140
JUANA BORRERO EN EL PAÍS DE LAS SOMBRAS
el arte. Descubre en Afrodita o silueta ducal, no ensoñaciones abstractas
de Carlos Pío, sino inspiraciones a partir de modelos reales. Este sentimiento se erige como una prueba de amor, y al celar, exige ser celada:
“Yo quisiera que tú fueras muy celoso, tanto como yo y que no me permitieras salir ni mirarle la cara a ningún hombre.” En su caso, no es
hipérbole cuando asegura que le molesta hasta el aire que roza su cara
sin su permiso y que, de ser posible, lo envolvería en un manto y le
cubriría los ojos con una pantalla para que nadie los viera o lo metería
en el fondo de un abismo muy hondo. Quisiera transformarse en el
ángel tutelar de sus correrías y paseos bohemios, haberlo conocido siendo niña para aniquilar el pasado. No obstante, lo temible que puede ser
Juana cuando sospecha o las apariciones imaginarias la atormentan, en
ocasiones conserva la capacidad de discernimiento suficiente para calificar sus celos de infundados, bromear (como cuando le escribe que lo
tiene circulado), propiciar hasta un punto las salidas nocturnas e incitarlo para que incluya el poema que le molesta en un libro: “Soy demasiado artista para permitir la omisión de esa maravilla.” Pero ella no solo
celaba, sino que buscaba celar, necesitaba el sufrimiento que le generaban las dudas y cuando el novio, tras muchas exigencias, incurre en el
error de confesarle sus amores pasados (Carlos había tenido una novia en
Matanzas que había muerto en un incendio) ella no puede soportarlo y
le suplica que no vuelva a contarle con lujo de detalles nada sobre ese
asunto porque “Es que estoy segura de que a la segunda confidencia me
suicido”. Éste será un conflicto que reaparecerá una y otra vez en las
cartas. En los instantes más delirantes, Juana asegurará haber sostenido conversaciones con la “pobre muerta” y, en gran medida, su resistencia a intercambiar besos y caricias con Carlos Pío se deberá a su deseo
de colocarse por encima de este recuerdo. Como parece que en sus
remembranzas el joven aludió a sus primeros contactos físicos con la
novia fallecida, ella encuentra en su afirmación de la pureza el único
modo de sentirse superior: “Seamos poetas. ¿Por qué no hemos de tener
nosotros en nuestro espíritu grandeza bastante para contrarrestar la
tradición y rechazar la costumbre?” Como el beso no será el primero,
aspira al menos a que sea el más libre de pecado. Le hace prometer que,
141
cuando se unan, tendrán un matrimonio casto, no solo porque,
como han señalado algunos investigadores, quiera mantenerse fiel a
la imagen acuñada por Casal en
Virgen triste, sino principalmente
porque está convencida de que
Carlos está sediento de goces ideales.
A medida que la oposición
familiar se recrudece, Juana comprende que para que no la aparten
de Carlos Pío han de casarse. En la
exposición de sus consideraciones
sobre lo qué significa el matrimonio desde el punto de vista formal,
demuestra su desprecio por las convenciones: “…la sociedad exige
que, para obtener lícitamente esta
dicha inmensa, es necesario legalizar, formalizar y consagrar con la fórmula fría ceremoniosa y superflua
la unión de dos existencias… Pues bien, sea! Si ella lo exige, que se cumplan sus estúpidas farsas… Yo soy tuya tuya sin remedio como tú eres
mío, mío hace tiempo… ¿No están ya desposadas nuestras almas?”
Podemos inferir, por el tono de la carta, que el novio dudó que Juana
estuviera dispuesta a renunciar a su promesa de castidad para unirse a
él. En misivas anteriores, ella había sido muy explícita: le horrorizaban
las habitaciones cerradas, le pedía no adelantar los acontecimientos y conformarse con un sofá entre dos pianos. La prohibición y la amenaza
latente, sin desestimar la proximidad lógica que se iba produciendo
entre los dos amantes, le arrancan la primera confesión de que estaría
dispuesta a ceder en caso extremo: “Si la sociedad me exige que yo te
compre a ese precio, no vacilaré un momento… El jazmín aquel... se
convertirá en rosa… y tú saldrás ganando en el cambio… Me entiendes
142
JUANA BORRERO EN EL PAÍS DE LAS SOMBRAS
ahora? Voy a concluir con el primer punto, y si no me has entendido…
¡no puedo hablarte más claro!”
Sin embargo, estos arranques los concilia con la esperanza, nunca
despreciada, de lograr un acercamiento entre Esteban Borrero y Carlos
Pío Uhrbach. Se convierte en una auténtica estratega. Le recomienda
al novio que cuando se sienta enfermo solicite los servicios de su padre
médico. Lo impulsa para que le dedique el soneto de próxima salida y
mantenga una amistad influyente como la de Dolores Rodríguez Tió.
Poco a poco, la figura paterna va quedando sola en su negativa, es “el
único inabordable”: las hermanas, desde siempre, fueron sus confidentes y la madre y la abuela ya han cedido. Es él quien le infunde mayor
temor, está consciente de la inflexibilidad de sus principios. Cuando
todo se descubre, a la hora negra, como ella la llama, se mantiene dispuesta y optimista. Tras permanecer hasta las tres de la madrugada
sentada en un sillón recibiendo los regaños, escribe: “¡Sí! Triunfaremos.” No le complace desafiar al doctor Borrero, de hecho teme que en
un ataque de desesperación sea capaz de matarse, pero le entusiasma
este obstáculo real, le alegra tener un impedimento que le permita demostrar la fuerza y constancia de su amor. Por el cariz de las reprimendas
(el padre le retira la palabra durante tres días y no le hace el acostumbrado obsequio el día de su santo), se deduce una severidad pasada por
el filtro de la idolatría. Las razones que sostenían aquella resistencia
van manifestándose: Borrero pensaba que Carlos Pío debía estudiar
para asegurarse un porvenir que le permitiera asumir un compromiso
serio con Juana, no le causaba mucha gracia la libertad de la cual gozaban los hermanos al vivir distantes de su casa materna ni tampoco le
simpatizaba la admiración que mostraban por los bohemios. El ultimátum llegó en la noche del 24 de julio de 1895: no quería compromisos
mientras no pudieran casarse al término de un año; le pedía una tregua
a Juana de cinco a seis meses, antes de entrar en relaciones formales,
para comprobar las seguridades que Carlos ofrecía y conocer a su madre
y, aunque la incitaba a quererlo y serle fiel, le prohibió escribirle. De
más está decir que la enamorada desobedeció cada una de sus exigencias.
143
ELIZABETH MIRABAL
En su epistolario, Juana Borrero desarrolló un lenguaje cargado de
simbolismos y mensajes en clave, un idioma singular invadido de códigos de amor. Dejaba filtrar palabras muy simples de algunas de las lenguas aprendidas de niña, como cuore, o se dejaba llevar por una inclinación lúdica y, para reprocharle cuando no le escribía con la vertiginosidad que ella necesitaba, le trastrocaba el nombre al novio llamándole Carlos imPío. Cuando estaban mucho tiempo sin verse, que en su
calendario podían ser apenas dos o tres días, le lanzaba dulces amenazas: “Prepárate para el jueves miedoso. Voy a ser tierna muy tierna.” Y
para referirse al instante en que se decidiría a hacerle una petición formal al padre, reacomodaba frases alusivas a la situación del país a su
historia personal: “…espero verte para saber de tus labios cuándo piensas declarar la isla en estado de sitio”. En sus esquelas, la autora se escinde en la novia que puede llamarse desde Ivonne hasta Santuzza, y “la
Borrero”, una joven literata con criterios de valor para juzgar las poesías
o comentar de forma muy esporádica una pintura. La personalidad literaria desaparece ante su yo enamorado. Se molestaba si descubría un
tono solemne en las misivas de Carlos Pío, ansiaba que él le escribiese con
confianza, sin pretensiones, tal como ella lo hacía. Con frecuencia, en los
párrafos de despedida, dejaba correr la pluma como si le hablase, construía un discurso muy coloquial, suponía las respuestas y adoptaba un
tono maternal. Le chiqueaba el nombre y lo llamaba Uhrbita o acudía
a expresiones populares, consciente del humor que provocarían: “Con
que tú me idolatras y yo te amo? (…) Si estuviera de humor para pelear
te armaba una pelotera por esa frase.”
Como podían verse si las visitas parecían sorpresivas y estaban
sometidos a una fuerte vigilancia, los novios alcanzaron la intimidad
primero en las cartas y sólo después presencialmente. Por ello no debe
asombrarnos que Juana se queje de la timidez de Carlos, o que pida
perdón por no haber sido muy expresiva en su último encuentro. Fue
escribiendo que alcanzaron la compenetración de sus seres morales y,
muy pronto, la joven se percató de que esas esquelas eran su gran obra:
“Son la expresión más fiel de mis sentimientos… En ellas estoy yo toda
entera con todos mis defectos y también con todas mis grandezas.” La
144
JUANA BORRERO EN EL PAÍS DE LAS SOMBRAS
conciencia del valor que tenían
asoma cuando le pide a su destinatario que las numere, las ponga en
orden de fecha y las cosa en forma
del libro. El género epistolar, al ser
hijo de su corazón, va desplazando lo demás. La pintura y la
poesía quedan en el terreno de los
ejercicios cerebrales.
En muy escasas oportunidades encontramos una alusión a la
apariencia física de Juana, a no ser
algún cuadro burlesco que ella
hace de sí misma. Pero gracias a la
preocupación manifiesta del novio
por su salud, sabemos que se acercaba al ideal de belleza romántico,
y que recalcaba cierto aspecto lánguido con que creía verse espiritual. No tenía una alta opinión de
cómo lucía, se sentía insegura y CARLOS PIO UHRBACH
creía en el amor como fuerza regeneradora: “Con decirte que me miré al
espejo y me encontré casi bonita! Mira tú si me transfigura la felicidad.
Pero pasa muy pronto… el espejo se arrepiente de su impostura, y por
eso tengo miedo de volver a mirarme. Después de todo qué me importa
ser fea?” Se pintaba los labios, los pómulos y los ojos para disimular la
palidez y ocultar las ojeras que tanto hacían sufrir a Carlos, pero libre
del efecto y sin dejar que el detalle de tocador la absorbiera.
Virginia Woolf especuló sobre la posibilidad de que muchas de las
mujeres acusadas de brujas y condenadas a la hoguera o el ahogamiento durante el Medioevo fueran en realidad potenciales escritoras, las
pocas que se resistieron al mundo de ignorancia al que estaban sometidas. Al conocer que las madres del barrio de Puentes Grandes escondían
a sus hijos de Juana porque le temían a sus ojos “negros y penetrati145
ELIZABETH MIRABAL
vos” y que la gravedad de una niña había sido achacada a su capacidad
para el “mal de ojo”, no pude evitar relacionar los dos hechos y pensar
que a pesar de las distancias temporales la inteligencia ostensible en
una muchacha continuaba sembrando prejuicios y era sospechosa.
Cuando cuenta este incidente, la joven bromea preguntándose si será
cierto “el poder magnético de su influjo” al que Carlos Pío había cantado en Esbozo, pero en realidad está disgustada. Aunque tuvo el innegable estímulo de su entorno familiar para crear, no escapó de los ataques externos. La comunidad letrada acogió sus primeros versos con
admiración y beneplácito, pero la publicación satírica Gil Blas los arremetió. Incluso quienes la alabaron, también la encasillaron en estereotipos de los que ella pronto renegó: “Soy para algunos una cerebral que
obra inconscientemente impulsada por su imaginación. (…) Para otros
soy un temperamento de fuego atormentado por la fiebre de las emociones
(…) Otros descubren en mí un poder maléfico del que no pueden darse
cuenta exacta pero que los predispone contra mí de un modo nada favorable.”
Mientras la intimidad se hace más escurridiza, las ansias por conversar sin testigos y los ardides para burlar las barreras y lograr algo tan
simple como estar en los bajos de la casa cuando Carlos Pío arribe a
Puentes Grandes, van en notable aumento. Rompe su collar la noche en
que no puede aproximársele. Ella quiere volar lejos de la tierra, los
hombres y su propio cuerpo, quizá con esas mismas alas que sintió
nacer alguna vez en la espalda. El rechazo a esa luz invasiva, que todo
lo devela, se reitera. Ella quiere escapar “muy lejos de mis compatriotas,
muy lejos de esta isla tórrida cuyo sol me hace sufrir tanto!”,3 habitar
un sitio ideal donde desparezcan sus identidades y no exista el pasado.
Le satisface peinarse como al novio le gusta, con el cabello flojo y rizado. Acosada por padecimientos constantes como las neuralgias, la fiebre,
las alucinaciones, el insomnio y los dolores intercostales, se deja minar
por los celos, aun consciente de que el estado nervioso que le causan la
3
Juana Borrero, Epistolario, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura
y Lingüística, La Habana, 1966, t. II, p. 56. Las citas siguientes proceden de este
146
JUANA BORRERO EN EL PAÍS DE LAS SOMBRAS
conducirán a la demencia o la muerte. La planta fatal abre la corola
roja con “toda la fuerza de lo involuntario” y “el poder de lo ilógico”.
Desatinada, se atreve una madrugada incierta a inyectarse morfina en
el brazo derecho. La asedian visiones oníricas, en las que casi siempre
un ente puro se pervierte: la luna aparece herida y el campo lilial se
inunda de una lluvia de sangre. Lo blanco pasa a ser rojo. Lo inmaculado fenece. Las inclinaciones suicidas surgen una y otra vez como amenazas latentes, orientadas a manipular el comportamiento del novio o
esbozadas como un acto de venganza. De Carlos depende por entero su
existencia: “Más me encadena a la vida una palabra tuya ‘cuídate’ que
todas las lágrimas de mi madre y que todas las tristezas de mi padre.”
Vive por él, pero le advierte que si quisiera morir le sería muy fácil. De
pronto la casa se dibuja como un siniestro abanico de posibilidades: el
río, el botiquín, las tres pistolas del padre siempre cargadas y, bajo su
almohada, la daga obsequiada por Casal. El ansia de compenetración
con el amado alcanza una densidad tal que Juana aspira a fundirse con
él, padecer su dolor y llorar su llanto. En su febril sed de posesión, confiesan que podrían llegar a matarse el uno al otro.
Juana se inundó de Carlos Pío Uhrbach. Ese amor descolocó los
otros, desplazó y atomizó las jerarquías establecidas. Su pasión por
Casal, por el arte, la fidelidad a sus padres, quedaron en un segundo
orden. Y junto con ellos, también fue movido de su sitio el amor a su país.
En diciembre de 1895, el joven bohemio, escribidor de versos parnasianos, siente que sumido como está en los brazos de la dicha no ha escuchado “la voz vibrante del deber”. La dicotomía ya se insinuaba cuando Juana le escribe que, si le faltara él, estaría desterrada de su suelo
natal. Su lógica no da cabida a las dudas. “¿Por qué —se pregunta—
han de ser más poderosos los reclamos del honor que los vínculos de la
pasión suprema?” Ella lo sabe desde hace mucho tiempo: la patria
puesta a su lado se reduce a un grano de arena. La dimensión de estas
palabras se comprende al pensar en el círculo eminentemente revolucionario en que había crecido la joven. ¿Qué inmenso cambio había
acontecido en el interior de quien había rechazado una beca para perfeccionar sus estudios por un sentimiento patriótico? ¿Dónde estaba la
147
ELIZABETH MIRABAL
cantora de los héroes que había llamado a la batalla con sus versos?
Permanecía allí, pero amordazada
por un infinito amor que la hacía
sentirse orgullosa porque la voz
de su patria no había sido más
alta que la de su ternura. Ese concepto nebuloso, hecho de tantas
sensibilidades inexplicables, la
Cuba emotiva, se había achicado
y ahora cabía, con toda su complejidad, en Carlos Pío. Ella dice:
“¡Mi patria mi patria mi patria!
Está donde tú estés.” No es el patriotismo el que se reduce al amor de
pareja. El proceso va en sentido inverso. La entrega espiritual a otro ser
alcanza la magnitud de un país, con todo lo que ello supone. Juana se
resiste a creer que ella esté en el corazón de Carlos a la izquierda de su
devoción por Cuba. No le importan las recriminaciones y se impone
autoritaria: “Tú no irás? ¿verdad alma mía? ¡Qué se hunda la isla entera qué me culpen todas y que todos me condenen! Tú no irás!” El riesgo de que el novio marche a la guerra va derrumbando el apego unívoco al amor espiritual. Ella clama por otro tipo de entrega; el temor que
le infundían las estancias cerradas se resquebraja: “¡Oh si pudiera estar
contigo, sola en una habitación semialumbrada y protegida por la complicidad de los portiers… ¡entonces! Entonces no me reiría!”
A medida que la intensidad de las cartas cruzadas va en aumento,
Juana comienza a dejar constancia de una crisis creativa. En una de las
primeras misivas, todavía a Federico, ésta sólo se circunscribe al ámbito de la poesía. A pesar de que nota que no faltan sensaciones que rimar,
no produce nada: “La Primavera me encuentra esta vez muda.”4 Poco des4
Juana Borrero, Epistolario, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de
Literatura y Lingüística, La Habana, 1966, t. I, p. 44.
5
Juana Borrero, Epistolario, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de
Literatura y Lingüística, La Habana, 1966, t. II p. 93.
148
JUANA BORRERO EN EL PAÍS DE LAS SOMBRAS
pués, le dice a Carlos que le resulta inexplicable la “pereza intelectual”
que la desconsuela y le quita fe para el trabajo artístico.
Determinados indicios hacen pensar que Juana tenía todas las facilidades creadas, siempre que se inclinara hacia la pintura. Algunas de
sus misivas están escritas desde su “atelier” (en otra ocasión lo llamará
“mi cuarto de pintar”), y si disimulaba dibujar la dejaban en paz y
podía concluir las cartas clandestinas a Carlos Pío Uhrbach. Pero se
advierte que el discurso amoroso es valorado por encima de cualquier
otro modo de expresión. No duda en afirmar que los dibujos que ilustran
la misiva floreal carecen de mérito, en comparación con la sinceridad de
las palabras. Se angustia por llevar al escrito (no por ilustrar) los latidos de su corazón. Su esperanza de manifestarse en algún soporte con
éxito se reduce al escritural. Esta teoría se reafirma cuando, en su afán
de traspasar parte entrañable de sí, escribe una carta con su propia sangre.
La entrega al oficio de amar se desborda, y la domina: “Te pertenezco tan totalmente que ya no soy ni del arte…”,5 hasta llegar a un
punto crítico en que la pintura comienza a convertirse en una obligación,
una tarea impuesta por el padre, una actividad que le impide hacer lo
único que desea y que ocupa toda su capacidad intelectual y espiritual:
escribirle a Carlos Pío Uhrbach. A finales de 1895 le confiesa: “…el
tiempo que paso escribiéndote es el único que aprovecho. Lo demás,
todo lo demás, es superfluo, secundario e insignificante. La pintura, que
antes llegó a constituir mi vida está hoy relegada a segundo término.”
Juana descubre que amar es el verdadero arte, y por eso no duda en
decir que el beso primero será su obra maestra. Excepcionalmente, se
deja convencer y dibuja o pinta algo en los albúmenes de las señoritas.
Si ya en Puentes Grandes o muy cerca, en la casa de los Larrazábal
en Marianao, asomaba este desinterés, después de la partida hacia Cayo
Hueso en los primeros días de 1896 pasará a ser una sensación perma6
Juana Borrero, Epistolario, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de
Literatura y Lingüística, La Habana, 1966, t. I, p. 367.
7
Juana Borrero: Epistolario, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de
Literatura y Lingüística, La Habana, 1966, t. II, p. 341.
149
ELIZABETH MIRABAL
nente. El exilio y la espera del novio que ha quedado en la Isla la neutralizan y lo expresa no sin cierta ironía: “Estoy de una incapacidad tan
absoluta y de una nulidad tan completa que pienso decirle adiós al arte
y dedicarme… a la cría de aves domésticas, por ejemplo.” Sin embargo,
todo indica que Juana hacía grandes esfuerzos, y que dedicaba tardes
enteras al ejercicio de la pintura, independientemente de que la solución artística le angustiase. Sobre Madonna, otra de las creaciones del
periodo, explica: “Mi Madonna… no creas que la he abandonado. La
mano es rebelde. El problema plástico es difícil. Ayer lloré de desesperación porque no acertaba con una media tinta delicadísima y necesaria. Espero salvarla con un esfuerzo heroico.”6 Una de las últimas
referencias a la pintura aparece en febrero de 1896, cuando le anuncia a
Carlos Pío que debe ir hasta el convento cercano “a pintar durante el
día”.7 Quizás en estas sesiones hayan surgido los Pilluelos (pintura que
en algún momento titularon Negritos, pues así se refiere a ella José
Lezama Lima), y otras dos piezas: un óleo sobre tabla que muestra dos
tiendas indias similares a las típicas de las praderas norteamericanas y
una de tema árabe.
Resulta llamativo, pero no paradójico, que Juana dedicara una
pintura a la alegría en instantes de desoladora incertidumbre y fuertes
enfrentamientos con la autoridad paterna. Se da cuenta de la falsedad
de los tonos conciliadores del pasado y de que la oposición se adormeció con la esperanza de un rompimiento. Se avecina la tortura de
Tántalo, pues aunque Carlos Pío viaje a Estados Unidos, la familia no
consentirá que se vean sin la seguridad de un casamiento. En estas
horas de impotencia, el padre se erige en el “árbitro directo” de su vida.
Siguiendo los patrones de los cuentos de hadas, Juana le pide al noviopríncipe que venga a rescatarla de la cárcel de tristeza en que tienen
cautivo su espíritu. Incluso valora recluirse en el convento cercano hasta
que él pueda buscarla. Al retratar a estos tres niños negros, con su sonrisa pícara, quiere atrapar la felicidad con la que sueña.
Las cartas del novio postergan cada vez más la posibilidad del
reencuentro y Juana desata una carrera contra el tiempo. Su única
esperanza es verlo llegar en febrero. Teme desde Cayo Hueso el contagio
150
del ejemplo y que Carlos Pío termine marchando a la guerra. La
acosa un malestar creciente, tiembla de frío estando abrigada, pero
todo lo oculta a su familia. Así
puede ella misma caminar hasta
la casa de la Posta para enviar sus
cartas. Inventa una historia
increíble sobre Sara, una mujer de
Cárdenas que huyó de Cuba con
un hombre casado, para probar el
sentido de justicia de Carlos. Le
molesta la “chusma enlevitada”
que se encuentra en el exilio y
rechaza a los jóvenes cubanos que
se han norteamericanizado.
Piensa que las muchachas, al cuidado de varios hijos y consagradas de forma exclusiva a la casa,
se han vendido a la vulgaridad. La
familia de Carlos Pío, que vive en
Estados Unidos, la fustiga y le lanza condenas evidentes por sus “pretensiones de genio”. Impresionantes premoniciones sobrevienen.
Mientras pasea sobre las tumbas en el cementerio, piensa que quizás allí
descansará ella también. Ve la muerte como un hada blanca y cree descubrir, en los grandes ojos fosforescentes de un gato negro que duerme
junto a su cama, una fijeza de insistencia extraña. La hostiga el presentimiento de que no volverá a besar a Carlos y su único temor es apagarse de un momento a otro sin volver a verlo. El 6 de febrero de 1896,
es ella quien abre la puerta a Federico Uhrbach y su turbación es
inmensa al verlo llegar solo. Desesperada, le escribe a Carlos: “¡Ah,
compréndeme! Tu Juana se va… Espero que estés aquí dentro de 14 días
a los sumo. Ya no puedo más…” Siente que una sierpe oculta en su
pecho la muerde sin piedad. El terrible malestar la mantiene nueve
151
ELIZABETH MIRABAL
noches sin dormir y ve con una lucidez profética la cercanía de su fin.
Comprende que en el futuro tendrán que sepultar el ensueño y la estrofa para poder sobrevivir en un país ajeno, relegar la actividad intelectual y desempeñar trabajos humildes como lo hicieron Goethe o Heine.
Le promete cuidarse para lograr verlo, pero a mediados de febrero tiene
una recaída de tal envergadura que debe dictarle las cartas a su hermana Elena. Alcanza 41° de temperatura y, en su delirio, sólo sabe llamarlo a él. Apenas logra una ligera mejoría, se finge dormida. La dejen
sola y puede tomar la pluma y el tintero para consolar a Carlos por la
muerte de su abuela en el exilio. Las últimas cartas escritas por ella se
van haciendo más sintéticas. Para ese entonces el dolor en el pecho sólo
puede ser controlado con el opio y los calmantes. Las drogas le producen extraordinarios sueños: viven juntos en un país donde la única
mujer es ella y en donde redactan un semanario llamado El Buril.
Cuando leemos que el 24 de febrero es el propio Esteban Borrero quien
está recogiendo las cartas de Carlos Pío en el correo, deducimos la gravedad de la joven musa. Todas las antiguas defensas pierden sentido ante
el deteriorado estado de salud de Juana.
La enamorada concentra todas sus fuerzas para escribirle meramente al novio, y en ese sacrificio identifica un premio de amor. Le dice,
acongojada, que ha tenido que cortarse el pelo a la altura de los hombros porque se le caía todo arruinado producto de las fiebres, pero que
le ha guardado una larga crencha. Cuando la inminencia del fin parece
posible, el miedo suplanta la visión noble sobre la muerte. El hada blanca alza el vuelo. Un arranque de egoísmo la sacude y el terror a lo desconocido se impone de manera desoladora: “No quiero irme porque no
sé lo que pasará allá… entre los muertos. Es necesario que me acompañes tú. No me iré sola! No te dejo en el mundo. Tú eres mío!...” A
pesar de que en las últimas cartas enfrentaron una desavenencia temporal, las últimas palabras que Juana recibió de Carlos fueron de una
gran ternura. Tratando de tranquilizar sus celos, le decía que se recogía
temprano, lo más tarde a las nueve y la regañaba dulcemente: “Ah mi
intransigente! Qué grande eres y cuánto me amas!” Ella, en medio de los
cáusticos sobre el hígado, las inyecciones de quinina y los baños helados,
152
JUANA BORRERO EN EL PAÍS DE LAS SOMBRAS
dicta su última carta, consciente de que lo único importante ha sido el
amor que se han profesado. La fiebre tifoidea hizo uno de sus mayores
estragos en aquella bohardilla de la calle Duval.
Un viejo recorte de un periódico desconocido recoge la noticia de
la muerte de Juana, el 9 de marzo de 1896:
Casi niña —diez y siete años apenas contaba— bajó ayer a la tumba la
señorita Juana Borrero, después de 27 días de enfermedad rebelde a todo
tratamiento. La antes plácida morada de sus amantes padres los esposos Dr.
Esteban Borrero Echevarría, ha quedado huérfana de una de sus mejores
galas; la sociedad también huérfana de una de sus joyas más preciosas; la
Patria herida, en una de sus más legítimas esperanzas; la Poesía y la
Pintura sin esa estrella brillante que el cielo del Arte apenas…
Juana, debido al refinamiento de su sensibilidad, desarrolló una
mayor capacidad para el dolor. Los escasos momentos de felicidad que
se registran en su epistolario, como aquellos en los que da su primer beso,
entrega sus párpados a los labios del amado o logra burlar el acecho e
inclinar su cabeza sobre el pecho de Carlos, aparecen como pinceladas en
un cuadro desgarrador, donde los jóvenes se enfermaban de epidemias
incurables, morían en las guerras y padecían una doble necesidad de
libertad: la de su país y la de las estrictas convenciones sociales. La vida
no le alcanzó para huir de la tórrida isla a ese páramo distante y paradisiaco que tantas veces anheló. No pudo disfrutar de los travestismos con
que sus hermanas se divirtieron a principios de siglo (hay fotos que las
muestran con sombrero y bastón, mientras los muchachos usan vestidos
largos y se cubren el rostro con un abanico). No asistió al primer baile
del Ateneo en el Carnaval de 1908, no lució un disfraz de japonesa ni
conoció las primaveras en Buen Retiro, las excursiones a Hershey, los aviadores norteamericanos en Columbia, las primeras carreras de auto en
El Heraldo o las regatas con ocho remos.
Si hoy preguntamos por ella en Puentes Grandes, nadie la recuerda. Solo un amable señor llamado Domingo Nazábal, que haciendo
8
Esteban Borrero, Autobiografía (manuscrito), p. 9.
153
Dos poemas
DANIEL TÉLLEZ
CIUDAD VERGEL (I)
diez veces diez ojos para visar este Paseo Escultórico
Nezahualcóyotl
litigios entre la estatuaria figurativa y 5 doctrinas atrayentes:
González Cortázar, Regazzoni, Cuevas, Rojo y Mayagoitia
mixturas temáticas y tridimensionales=5 imperios del hábitat
híbridas pericias a La mano roja, 2005, de Fernando González
Cortázar, placa de acero al carbón y pintura de poliuretano, 7.35
m. de altura y 6.20 m. por 4.48 m. de planta
(salvado: forraje: La gran espiga en Tlalpan y Tasqueña y Cubo de
herrumbre en el Museo Tamayo)
trabado más cristal más inestable=El poliedro, 2005, de Ricardo
Regazzoni, placa de acero inoxidable y sand blast, 6.87 m. de
altura y 6.40 m. por 6.40 m. de planta,
comprimido a ojo del grabado Melancolía del renacentista Durero
adulta-cara mitad/cónyuge-niña, Carmen, 2005, de José Luis
Cuevas, tubo y placa de acero al carbón y pintura de poliuretano, 6.70 m. de altura y 1.70 m. por 1.12 m. de planta;
154
consorte de La Giganta-El Gigante y Hombre mirando al infinito
(en Pánuco y Sena de la Colonia Cuauhtémoc)
altozano Volcán iluminado, 2005, de Vicente Rojo, agrimensura en
tubo y placa de acero al carbón y pintura de poliuretano, 7.15 m.
de altura y 3.40 m. por 3.32 m. de planta;
consanguíneo de Volcán encendido 929 y Estela Pluvial en Paseo de
la Reforma
geomorfológico artilugio es Tríada espacial, 2005, de Jesús
Mayagoitia, placa de acero al carbón y pintura de poliuretano,
7 m. de altura y 2.69 m. por 2.12 m de planta,
soporte del geometrismo antes mostrado en Tríada, en Ciudad
Universitaria y Danza y acrobacia en la FES Zaragoza
léxicos fundacionales + una ciudad de 63.74 Km. cuadrados + un
emplazamiento
nomeolvides + síncopes al cuadrado
semiendurecidos de pe a pa
pantitlán bocagrande sobre la olorosa clandestinidad arribaabajo
artería disipaniebla Pilares de oro y plata
CIUDAD VERGEL (II)
dilatación de vigilancias este Coyote de Sebastián
emboscado como sólido/augusto como la costumbre
tramo atravesado a tres kilómetros de horizonte
la ley del embudo
155
atolladero al repliegue
obsceno privilegio tan abundante
accesorio
aquí, comer con los ojos
(cadena dilecta cafetera)
entre col y col, lechuga
escruta la marginalidad quimérica : embaucadora
capaz de proveer esta holgura desertora
esta mansedumbre urbanizada tienta
no tener para un diente/
la petulancia estilizada de la grandeza del ayuno
clarearse de hambre/
ora coyote
ora boato
156
La vigilia de la aldea
Un caso de fervor
GABRIEL WOLFSON
Jorge Aguilar Mora, La sombra del tiempo. Ensayos sobre Octavio Paz y Juan Rulfo,
Siglo XXI Editores, México, 2010, 136 p.
¿Quién es Jorge Aguilar Mora? En
alguna ocasión reciente, un grupo de
escritores mexicanos jóvenes escuchó
tal nombre y se hizo la pregunta.
Varios eran buenos lectores de Bellatin,
Fadanelli, Sada o González Rodríguez;
sobre el crack se soltaron en general
comentarios duros y terminantes, pero
en cualquier caso todos manejaban los
nombres de sus integrantes y algunos
títulos de sus obras; se hablaba de
Toscana, González Suárez, Parra, Enrigue, si bien, junto al conocimiento de
montones de nombres, afloraba el
escepticismo conforme las fechas de
nacimiento de otros autores nombrados
se acercaban a las de los jóvenes
escritores; Villoro parecía una asignatura obligada, evocable gratamente
por unos y con tedio por otros; y aun
había quien se decantaba por el canon
de rarezas, de Tario a Alain-Paul
Mallard. Pero de Aguilar Mora apenas
llegó a deslizarse una referencia borrosa: “Creo que vive en Estados
Unidos”.
Como quizá les pasó a otros lectores
de generaciones posteriores a la de
Aguilar Mora, yo llegué a sus libros
atraído por esa especie de ejercicio honesto y masoquista en que ha consistido
la crítica que le ha dedicado
Christopher Domínguez. Entre mis
ensayos favoritos de Christopher, el destinado a Reyes en Tiros en el concierto:
ante uno de los más normativos de los
escritores mexicanos, Christopher
puede hacer los deberes a un lado y
distraerse un poco, intentar una lectura sesgada, no tan definitiva y territorializante como otras suyas y sí en
cambio molesta, inconforme, impertinente. Y lo mismo ha ocurrido con
algunos escritores que, en cierto sentido, le quedan en el extremo opuesto:
ya no Reyes sino Revueltas, Salazar
Mallén, recientemente Fabre, y también Aguilar Mora: en su devoción lectora, en su entrega a una verdad sólo
emergente en el espejeo entre escritura
157
y mundo, Christopher ha intentado,
digamos, traerlos al redil, y sin embargo no ha podido dejar de fascinarse con
ellos, autores que, si Christopher sólo
hablara desde ese redil, no podrían ni
mucho menos fascinarlo.
Yo no sé si sea cierto lo que dice
Christopher de Aguilar Mora: “tiene
más lectores, devotos e irritados de los
que su personalidad, entre hosca y
mustia, haría sospechar”. Yo sospecho, más bien, que en México lo leen
unos pocos o muchos académicos,
quienes siguen sus pistas en el rastreo
de obras como la de Guzmán o como
las de autores —Nellie Campobello,
Rafael F. Muñoz— que Aguilar Mora,
casi en solitario, puso de nuevo en circulación. Fuera de ese ámbito, y del de
algunos entre quienes hubieran leído y
admirado sus novelas de los setenta,
tengo la impresión de que se lo lee y se
lo comenta muy poco, sobre todo dado
el interés que, me parece, podría acarrear involucrarlo en el juego crítico de
la literatura mexicana, sumar sus
libros más decididamente a nuestro
panorama, contraponer su escritura a
muchas escrituras nuestras que, sin
darnos cuenta, se abocan a exploraciones minúsculas en espacios que,
pareciendo gigantes o seductores,
están en realidad acotadísimos: algo
así como una rutina sudorosa en el
gran gimnasio de las transnacionales
de la edición. Y aquí aprovecharía de
nuevo otra frase de Christopher: “Yo le
profeso una admiración plagada de
158
dudas y querellas; admiración honrada pues no exige ni recibe correspondencia alguna”, porque creo
que da en otro clavo: acaso a Aguilar
Mora no se lo comenta porque, como
no vive aquí ni participa en las mesas
redondas o los consejos de redacción de
las revistas, no da premios ni becas ni
escribirá en retribución —y porque,
por decirlo de alguna manera, no ha
dado el famoso “salto” a Anagrama.*
La sombra del tiempo reúne dos largos ensayos sobre dos figuras prominentes de las letras mexicanas, Paz y
Rulfo. Sin embargo, como en otros trabajos críticos de Aguilar Mora —ejemplarmente, en Una muerte sencilla,
justa, eterna—, uno se encuentra no
sólo con disquisiciones más o menos
afortunadas sobre tal o cual autor, tal
o cual tendencia literaria: uno se topa
con un sujeto encumbrado por su
escritura, alguien que halla en la prosa
—aun en la prosa crítica— el único
*
Y otra posible razón, mal que nos
pese a quienes le huimos a las teorías de
la conspiración: La divina pareja.
Historia y mito en Octavio Paz, un libro
tan incómodo que, por ejemplo, mereció
recientemente su exclusión de Luz espejeante. Octavio Paz ante la crítica,
antología publicada en Era hace un par
de años y que, al dejar fuera trabajos
como el de Aguilar Mora o el de Rubén
Medina (Autor, autoridad y autorización.
Escritura y poética de Octavio Paz, Colmex,
1999), a veces parece más un arco triun-
espacio quizá para desentenderse de las
restricciones del pudor, la caridad o la
conveniencia: para combatir la incesante desubjetivación de nuestra tempestuosa o tediosa vida social. En la
actualidad, y no sin cierta desesperación, muchos ensayistas se esfuerzan
—o dicen que se esfuerzan— por ligar
su trabajo crítico o académico a su
propia vida, como si, digamos, se dieran cuenta de que el Sistema Nacional
de Investigadores pudiera evocar una
cadena de producción que los aliena de
su trabajo y frente a la cual sólo puede
reaccionarse merced a unas cuantas
semillas autobiográficas regadas en la
llanura de la retórica académica, o
mejor, mediante un párrafo introductorio donde se “confiesa” el interés
privadísimo que movió a la elección del
especializado y árido objeto de estudio. Diría incluso que, mientras más se
dice tal propósito personalizador, más
nos encontramos al final con las puras
buenas intenciones, o, en el peor de los
casos, con emulaciones irreflexivas de
una tendencia, por otra parte, llena de
sex-appeal.
Muchos años después, frente al
pelotón del CONACYT, Monsiváis descubriría que eso que escribía desde las
páginas de La cultura en México iba a
llamarse, sencilla y prestigiosamente,
Estudios culturales. Muchos años
después, también, tampoco, tal vez a
Aguilar Mora ya no llegaría a interesarle saber que su forma, su impulso de escritura iban a atormentar las
cabezas de muchos ensayistas e iban
incluso a aparecer como la soñada derrota de la barrera entre práctica y
análisis, entre objeto y sujeto de estudio. En el ensayismo, sin duda, hay
más de un camino, y en las páginas de
esta revista he indicado mi admiración
por escritores como Saborit o González
Rodríguez, que están muy lejos de
exhibir su vida en sus textos. Como se
apuntó arriba, desconfío de quienes
programáticamente nos someten al
desfile de sus minucias y miserias personales suponiendo que tales confesiones —y aun el gustito cínico de
jugar con tal suposición— son materia
necesaria y suficiente para el ensayo.
Pero también, qué remedio, me siento
quizá más lejos de quienes, entregándonos prosas pulcras y llenas de
gracia, puedan escribir sin que nada de
lo que escriben, y sin que el hecho
mismo de escribir, les afecte en absoluto.
Y esto para decir que, en todo caso,
en Aguilar Mora hubo desde antes, o
desde siempre, una escritura que, se
tratara de novelas o ensayos, se anclaba confiada, casi candorosamente, en
su biografía: del hermano muerto en el
ya referido Una muerte sencilla, justa,
eterna al azoro frente al nacimiento y la
existencia del hijo en el libro que nos
ocupa. O bien, los desencuentros entre
Aguilar Mora y Paz, las alteraciones de
la ferocidad y la cordialidad en esa
relación, que son ya también, desde
luego, materia vital de Aguilar Mora,
159
y como tal, el punto de partida de este
libro. Que ya de entrada, en la introducción, hay un posicionamiento
categórico y de apariencia muy poco
dialogante no queda duda: “Otra de
las motivaciones —que anuncio aquí
porque tal vez no sea muy evidente en
el cuerpo de mi ensayo— es componer
un lamento: Octavio Paz perdió mucho
tiempo y mucha inteligencia tratando
de ser quien no podía ser. Su fracaso no
es trágico, es patético: quiso cambiar
su pasado, quiso cambiar al Octavio
Paz que no había sido para que correspondiera con el Octavio Paz
famoso y reconocido, y ahí se perdió en
un laberinto más destructor que el de
la soledad, el laberinto del narcisismo
dogmático y dictatorial. No aprendió
nada de lo que había criticado: adoptó
las actitudes de las figuras políticas
que aborrecía. Y no aprendió nada de
lo que había leído: la poesía no fue su
compañera, no fue su destino, fue su
instrumento, fue su escalera para subir
a la sima (sic) del desvarío.”
Y sin embargo, es claro —aun si no
incluyera Aguilar Mora explícitas indicaciones al respecto— que nadie que
no considerara importante, estimulante, aprovechable una cierta obra le
dedicaría mucho tiempo de la propia
vida para leerla, pensarla, anotarla y
construir argumentos sobre y contra
ella. Porque eso es lo que hace Aguilar
Mora: construir argumentos (y al publicarlos, los somete al escrutinio y al diálogo, desde luego) y no simplemente
160
acumular juicios implacables —a
menudo espectaculares en el caso de
que sean negativos; aburridos y no
obstante, como con Paz, proliferantes
cuando positivos—. Así, su ensayo —
por su discurrir reflexivo y filosófico,
también por su inclemencia y contundencia, cercano al ensayismo de
Gutiérrez Girardot— arranca, por
ejemplo, con una línea de Paz, un solo
verso inaugural, con el que abrió la
primera de sus “Vigilias” que a su vez
abrieron la andadura de Taller, la
revista de fines de los treinta. Una
línea: “…y la naturaleza, frente a mí,
muda e indiferente”, luego de la cual
Aguilar Mora ha de trazar un esbozo de
cierta poesía posromántica que tuvo
que lidiar, por fin, con la intemperie,
con la cancelación de la ilusoria
trascendencia —y su acompañante, la
sinceridad “como un valor moral de la
poesía”—, ejercicio poético que,
aunque se desdobla en las voces de
Vallejo, Huidobro o Martín Adán,
parece concentrarse, como lo enfatiza
Aguilar Mora, en José Asunción Silva.
¿Por qué? Porque, como se lee varias
páginas adelante, el trabajo poético de
Paz arranca en el punto donde Silva —
con los versos finales de “La respuesta
de la Tierra”: “La Tierra, como siempre, displicente y callada, / al gran
poeta lírico no le contestó nada”— lo
había dejado, en esa “constatación
definitiva de que la naturaleza no significa nada”. Sin embargo —y para
esto Aguilar Mora ha de leer minu-
ciosamente un ensayo temprano de
Paz, “Razón de ser”, y traer a colación
muchas más obras de las vanguardias
latinoamericanas—, al poco tiempo
del punto inaugural de las “Vigilias”,
Paz la emprende contra esas vanguardias, mezclando y confundiendo
sus límites y objetivos, como si, para el
caso mexicano, todas las tentativas
cupieran en la empresa de los
Contemporáneos, o como si todo fuera
una herencia común de Valéry: “de
manera asombrosa —escribe Aguilar
Mora—, en menos de un año, Paz había
cambiado hacia una dirección exactamente contraria a la que se había
propuesto en la primera de las
‘Vigilias’”, una dirección que pareciera
haber olvidado la lección antitrascendental ya presente desde Silva o la lección antisimbolizante de cierto Novo y,
añade Aguilar Mora, de varios de los
narradores de la Revolución.
Hasta aquí, un resumen de los argumentos sólo de la primera parte del
ensayo sobre Paz, un ensayo que tarda
en arrancar, que luego parece desperdigarse en ligerezas, y que al final, no
obstante, se amarra y resuelve brillantemente como resultado de un
arduo y paciente trabajo. Se le pueden
discutir varios asuntos al resto del
ensayo —yo, por ejemplo, discutiría la
rapidez con que Aguilar Mora se desentiende de los estridentistas, o bien la
preeminencia que otorga a “Piedra de
sol”, un poema donde, me parece,
mucho se subrayan las contradicciones
entre la forma y la composición del
texto, y sus postulados u objetivos
“teóricos”—, pero no que no se sostenga en una lectura meticulosa —el
detalle que sólo puede brindar el fervor,
el fervor crítico—, coherente y argumentada de la obra de Paz, ni que deje
de ofrecer ideas estimulantes sobre
ésta. Por ejemplo, la manera en que el
Paz estructuralista de los sesenta reescribe la obra del Paz casi antivanguardista de los cuarenta, como para
escribir ahora unos ya imposibles poemas surrealistas que entonces no
escribió. O por ejemplo, en torno a El
arco y la lira, las reflexiones de Aguilar
Mora sobre la estructura del pensamiento y el discurso pacianos: si Paz
siempre demandó autocrítica pero fundamentalmente de las pasiones políticas, Aguilar Mora hace ver lo necesario
de un estudio que analice no sólo las
tesis expuestas por Paz en sus ensayos,
sino las formas poco autocríticas y las
condiciones de posibilidad de tales
tesis, algo que, a mi gusto con reveladores resultados, habían probado ya
Bolívar Echeverría al enfrentarse con
El laberinto de la soledad y el propio
Aguilar Mora con La divina pareja.
En último término, la imagen del
Paz poeta que traza Aguilar Mora nos
remite, me parece, a la de aquel frente
a quien Paz muchas veces quiso enseñar
distancia: Alfonso Reyes. Es cierto,
como enfatizó Anthony Stanton, que
cuando Reyes lee El arco y la lira
experimenta una lejanía insalvable, y
161
que las diferencias son fáciles de
percibir sobre todo cuando se contrasta
El arco… con El deslinde. Sin embargo,
como apunta Aguilar Mora, el
pensamiento poético ya consolidado de
Paz resulta sumamente cercano al del
Reyes armonizador, capaz de subsumir
vanguardias y radicalismos nuevos o
viejos bajo el signo de la conciliación:
“La sensación final —escribe Aguilar
Mora— es que Paz no quiso admitir
las posiciones contradictorias como lo
que eran: otras ideas tan legítimas
como las de la armonía universal, y no
sólo confirmaciones paradójicas de
ella. Su gran debilidad fue la insistencia en concebir la teoría de la poesía
como el único camino para regresar al
origen. Esta idea hubiera reforzado su
autenticidad si Paz la hubiera confrontado con otras convicciones igualmente coherentes pero opuestas a su idea
de ‘vuelta’. No lo hizo. Para él, esa relativización de la teoría era algo inaceptable. Estaba más interesado en imponer una verdad que en afirmar una
fe” como también al del Reyes genealogista que, discretamente, acaba siempre por situarse como núcleo o vértice
de sus constelaciones culturales: “En
algún momento, que yo ahora no
sabría precisar, a Paz lo devoró la figura social del poeta en detrimento de la
interioridad de su quehacer poético.
¿Dónde comenzó esa autofagia? No
pregunto ‘cuándo’ porque me parece
más importante indagar en qué punto
de articulación de su proyecto vital
162
como poeta y como pensador cedió
finalmente ante la presión del espejismo de ser ‘un poeta’ y no de ser un
simple ser humano que, con el lenguaje en el cuerpo, se enfrenta a los misterios de este mundo, el único que había
para él y para todos los hombres.”
Y son estas conclusiones las que,
creo, hacen que el ensayo de Aguilar
Mora permita una aproximación a la
obra de Paz mucho más enriquecedora
de lo que en principio podría pensarse,
una aproximación que, en vez de invitar a voltear la vista hacia otro lado,
genere de verdad muchas más lecturas:
¿no podemos empezar a ver a Paz de
manera más humilde y sencilla, más
como un apasionado curioso y singular, como un deslumbrante caso de fervor, en vez de como un iluminado, un
hombre total, una sinécdoque de la
cultura, una suma de lo mejor de la
nación? ¿Más como un escritor —esto
es, un hombre que a veces escribe,
como Christopher justamente lee a
Revueltas— y no como una Ley espiritual del pueblo?
En la misma introducción del libro a
la que me referí arriba, Aguilar Mora
presenta su ensayo sobre Rulfo fundamentalmente como un ejercicio de
devoción. Una devoción que compartimos muchísimos, claro, pero que mediante trabajos críticos como el de
Leonardo Martínez Carrizales —Juan
Rulfo: los caminos de la fama pública—
y el de Felipe Vázquez —Rulfo y
Arreola: desde los márgenes del texto—
puede interpretarse como una devoción
generacional: aquella que, desde los
sesenta, asimiló el mito de la genialidad
de Rulfo y arrancó sus propias lecturas
a partir de darlo por hecho: asentado
el genio inefable, queda sólo cantar las
bondades de lo indescifrable, o en todo
caso describir los rasgos del jeroglífico
rulfiano. Ahora bien, en el texto de
Aguilar Mora aparecen la devoción y
bastantes cosas más, entre otras una
disposición crítica, lo que en todo caso
alimenta de mucho mejor forma la
entrega devota. Y entre otras, también, y de manera aún más acentuada
que en el texto dedicado a Paz, aquel
anclaje, verdadera dependencia del
ensayo con respecto a las peripecias
vitales del autor. Por ejemplo, una
página magistral, donde se cuenta
cómo conoció Aguilar Mora la obra de
Rulfo: gracias a una serie de equívocos
narrados con mano sobria, nada espectacular, el adolescente va a dar a casa
de Sergio Magaña, con quien encarna la
antigua práctica ritual del maestro y el
discípulo y quien una tarde, sorprendido
porque su joven visitante no ha leído
Pedro Páramo, le lee en voz alta, completa, la novela de Rulfo. Junto a ello,
con momentos muy altos, varias páginas deshilachadas sobre la paternidad,
reflexiones a veces privadas, herméticas, que remiten oblicuamente a lo
expresado sobre el símbolo y la
trascendencia en el ensayo sobre Paz:
aun así, o quizá gracias también a
ellas, uno lee ahí a un tipo obcecado,
tan lúcido como por otra parte ciego,
cegado por ciertas obsesiones, es decir:
uno lee a un ensayista verdadero. En
este sentido, leer La sombra del tiempo,
y en particular el ensayo sobre Rulfo,
no es sólo leer un libro sobre Paz y
Rulfo —lo que ya valdría la pena—,
sino leer, inequívocamente, un libro de
Aguilar Mora: puede haber ahí poca
humildad y poca cordialidad con los
benévolos lectores, pero también una
efectiva necesidad intelectual y expresiva.
Pero además, la devoción de
Aguilar Mora (“Vivo […] para tener el
privilegio de poder leer estas palabras:
Vine a Comala…”) supone también un
contrapunto con el primer ensayo y,
sobre todo, una paradójica desmitificación: el autor de esas palabras cuya
lectura justifica una vida no es más el
genio inexpugnable, el creador singularísimo que se distingue con un golpe
de magia del resto de los hombres, sino
“ese hombre cualquiera, taciturno, que
las escribió”. Y dada esa desmitificación del autor, corre natural la
desmitificación de las lecturas mitificantes de Pedro Páramo: a partir de un
examen cuidadoso de la mezcla de estilos directo e indirecto en varias frases
de la novela de Rulfo, Aguilar Mora la
presenta como la culminación de un
proceso no de consolidación de los mitos —como las lecturas típicas del
boom, de las que resulta ejemplar el
ensayo “Juan Rulfo: el tiempo del
mito” de Carlos Fuentes— sino de
163
materialización radical de los símbolos: “No hay final para la historia, el
apocalipsis ha dejado de ser un mito
posterior a la experiencia humana en
esta tierra, para convertirse en una
forma de vivir dentro de este mundo;
no hay orden en la naturaleza, pero sin
el azar de la naturaleza no hay
reconocimiento de que la única salud, la
única belleza y la indispensable tragedia consisten en que las palabras se
transformen en nuestras palabras, los
objetos en nuestros objetos, el mundo
en nuestro mundo. (…) En el eterno
retorno de la única lectura posible de la
novela, todo termina siendo literal. No
se puede hacerle decir al texto, ni a los
personajes, nada más de lo que están
diciendo.”
Los mitos, pues, abandonan en la
obra de Rulfo su imponente pretensión
de señalar el origen y se convierten, en
cambio, en imágenes, las imágenes
obsesivas de un autor que, de igual
manera, deja de ser un sujeto genial
para trabajar en cambio como un
hombre común: no un escritor, alguien
que confecciona novelas, volúmenes de
cuentos, sino aquel que se entrega a
una sola idea, a una imagen.
Imagen ésta de escritor que, por
cierto, una vez más gana para mí
Aguilar Mora con La sombra del tiempo. No es sólo que, nuevamente, cierre
su desbalagado ensayo con una sentencia que lo ata y que, a la vez, aleja a
Pedro Páramo de ese carácter de oráculo nacional que desde hace tiempo se le
164
ha atribuido (“No, Diego, no somos
hijos de Pedro Páramo, ni él fue padre
de ninguno de nosotros”), sino que,
mientras avanza la argumentación,
mientras se cumple propiamente con el
avanzar, aparecen párrafos infrecuentes en nuestras escrituras, líneas
frescas y descarnadas, alegres y patéticas, tremendas e inmediatas, nuestras.
Con uno de esos párrafos me gustaría
cerrar estas notas: “Como en su trato
con los símbolos, Pedro Páramo, en su
trato con la narración, se constituye a
contracorriente: en vez de llevarnos de
la ignorancia a la revelación, nos lleva
del conocimiento a la ignorancia. Nos
hace ver, insoportablemente, que en el
origen del lenguaje hay complicidades
inconfesables, quizás porque el lenguaje se propuso salvarnos de vivir a cada
instante la inevitable impotencia de lo
orgánico y de lo simbólico. Por eso, tal
vez, el lenguaje se propuso convertirse
en un símbolo de símbolos, en una protección contra las intensidades desolladas de la vida. Y gracias a él entregamos sentido, creamos sentido. Es lo
único que sabemos hacer, lo único que
sabemos crear, lo único que sabemos
ser. No es más que ser, pero es más que
morir. Es más, incluso, que vivir. Con
el sentido, al menos, vivimos creyendo
que nuestros destinos son una misma
piel, una misma tierra, un mismo espejismo del cielo.”
Traducir desencuentros
FRANCESCA DENNSTEDT
Mia Couto, Venenos de Dios, remedios
del Diablo. Las incurables vidas de Villa
Cacimba (Trad. de Ana María García
Iglesias), Almadía, México, 2010, 200 p.
Venenos de Dios, remedios del Diablo:
una escritura hace por sobrevivir en
un país que, desde su reciente independencia, aspira a crear no sólo su historia sino también su lengua e identidad.
Para Mia Couto, la literatura juega un
papel importante dentro de la búsqueda de un lenguaje que sirva tanto para
comunicarse como para traducir la
cultura; es decir, un lenguaje que mezcle, de manera natural, el portugués de
Portugal con el de Mozambique y con
las lenguas nativas, lleno de neologismos propios de la palabra oral, y que,
de forma constante, aluda al folclor
mozambiqueño. Tal parece ser la línea
central en que se desarrolla la propuesta literaria de este escritor, con la cual
se ha ganado la atención de la crítica y
la comparación con escritores como
Guimarães Rosa y Mario de Andrade.
En Venenos de Dios, remedios del
Diablo, el escritor busca poner a prueba el discurso de la traducción y hacer
explícitas sus implicaciones; no necesariamente por medio de juegos con el
lenguaje ni mediante la creación
desmesurada de neologismos, sino
poniéndolo a prueba a la hora de interactuar como mediador entre dos culturas. La novela narra la historia de Sidonio Rosa, un médico portugués que
llega a Villa Cacimba buscando a
Deolinda, una mulata que conoció en
Portugal y de quien se enamoró. El
médico rápidamente se entera de que la
mulata está fuera del pueblo; decide
esperarla mientras ayuda a curar un
brote de meningitis. A partir de entonces, Sidonio comienza a frecuentar la
casa de doña Munda y Bartolomé
Sozinho —padres de Deolinda— con el
pretexto de curar a Bartolomé, quien
supuestamente agoniza desde hace
tiempo, encerrado en el cuarto y convencido de que morirá de la misma
manera que su abuelo: convertido en
lagarto. Desde el primer capítulo, el
lector asiste a un diálogo entre
Sidueño —nombre que el doctor recibe
en la Villa— y Bartolomé Sozinho, un
diálogo lleno de tensiones entre la cultura portuguesa y la mozambiqueña,
donde el portugués quiere imponer su
discurso mientras busca recurrir a imágenes familiares para entender el de los
habitantes de la Villa. Por ejemplo, la
gente del pueblo cree que la enfermedad es causada por encargo o por
maldición, y llaman a los enfermos
desandariegos ; pero Sidueño afirma
que “las enfermedades poseen causas
objetivas” y que, aunque “es un bonito
nombre: desandariegos…”, la enfermedad se llama meningitis. De esta
forma, el portugués —tanto el person165
aje como la lengua— se enfrenta a la
inventiva capacidad lingüística de Villa
Cacimba, a sus diferencias culturales,
que no siempre se pueden entender o
traducir, aunque hablen el mismo
idioma:
—¿Llovía en el sueño?
—Ay, Doctor, usted sufre de un exceso de poesía, ¿acaso llueve en los sueños?
—¿Yo? ¿Poesía?
—No es un mal reciente. Ya anda
poeteando desde hace mucho tiempo.
Por ejemplo, cuando me aconseja que
corte las bebidas…
—¿Cree que eso es poesía?
—¿Entonces no lo es? ¿Cortar la bebida? Uno puede cortar los árboles, cortar
la ropa, cortar no sé dónde, pero dígame,
Doctor, ¿qué cuchillo corta el líquido? Sólo el cuchillo de la poesía.
—Usted es el que anda muy inspirado estos días, mi querido Bartolomé.
—¡Ah, es verdad! Hay otra más: dice que beber me provoca gota. Sabiendo
los litros que bebo, Doctor, es necesaria
mucha poesía para hablar de gotas…
El lenguaje también funciona en la
novela como una forma de resistencia
para no perder la memoria. Desde el
comienzo de la historia, tanto los lectores como Sidueño nos enfrentamos a
una trama compleja de recuerdos que
se contradicen y se reinventan a través
de la imaginación, para poder sobrevivir en un país que está enfermo, ya
sea por el exceso o la falta de memoria.
Nos enfrentamos a un rompecabezas
que podemos o no armar, pero ante el
166
cual nos descubrimos limitados: “el portugués confiesa sentir envidia de no
tener dos lenguas, y poder usar una de
ellas para perder el pasado. Y otra para
burlarse del presente”.
Doña Munda y Bartolomé Sozinho
mantienen a Sidueño en la Villa con la
promesa de que Deolinda está por
regresar. Por medio de cartas que doña
Munda le entrega, la mulata le pide a
Sidueño que cuide de sus padres y les
regale, entre otras cosas, una televisión. A lo largo de la trama, el doctor
se da cuenta de los engaños de la pareja: Deolinda está muerta. La trama se
complica y se desdobla: ella pudo haber sido violada por Bartolomé, quien
puede o no ser su padre; o bien, está
muerta por causa de un aborto o por
alguna enfer medad no tratada. La
pareja inventa o no estas historias para
conseguir la ayuda del extranjero:
“Que el extranjero entendiese la razón
y perdonase el motivo. Pedir es mejor
que robar. Y si Dios no nos ayuda,
¿cómo rechazar la ayuda del diablo?”
Finalmente, Sidueño se percata de que
en África él no es una persona, sino una
raza a la que se puede manipular
porque no entiende cómo funciona y
sobrevive la gente de Villa Cacimba.
Hacia el final de la narración, bajo
los efectos de una flor llamada besosde-mulata, Sidueño deja de verse a sí
mismo para incorporarse a la niebla o
Cacimba que, de manera constante,
cubre la ciudad. A través de esa alucinación, el doctor logra develar los
secretos de la Villa: “Por eso le habían
convocado; por eso había desembarcado
en el pueblo. No eran los habitantes los
que estaban enfermos. Era la casa”. La
novela está dividida en dieciocho capítulos, pero se omiten casi todos los eventos ocurridos fuera de casa de los
Sozinho. Sólo se mencionan unos cuantos: la breve conversación de Sidueño
con Suexcelencia, la huida de
Bartolomé Sozinho y, por último, la
alucinación y partida de Sidueño. Es
importante aclarar que la casa no es
un personaje, como puede ocurrir en
Kafka o en Beckett, sino un espacio
que sujeta y construye a los personajes. De esta manera, la casa funciona
como metáfora de un país, en este caso
un país sin historia ni identidad
definidas.
Todos los personajes de la narración
—a excepción de la esposa de
Suexecelencia, doña Esposita— son
personajes con cualidades y defectos
que en algunos momentos de la trama
sirven como remedios y, en otros, como
*
A propósito de este punto, me
habría gustado poner a discusión la originalidad de su lenguaje, porque tengo la
impresión de que podría reducirse a una
imitación de Guimarães Rosa. Pero leí la
traducción al español, así que sería arriesgado afirmarlo. De la misma manera,
aprovecho para mencionar que la traducción me resulta sospechosa, desde la elección de algunos adjetivos hasta la decisión
de traducir algunas palabras y otras no,
venenos. En este sentido, Sidueño es a
la vez remedio y veneno para la familia
Sozinho. Por un lado, busca curar a
Bartolomé por medio de sus conocimientos científicos de la medicina
mientras que, por otro, su raza y su
falso título de doctor lo convierten en
veneno. Otro ejemplo es doña Munda,
quien de forma constante le pide al
médico un remedio que la cure a ella, es
decir, algún veneno que mate a su marido y la deje viuda. Sin embargo, el personaje de Suexcelencia es quien mejor
encarna esta dualidad: a veces es el
típico político ignorante que busca
combatir la pobreza haciéndose rico;
otras veces es víctima de la corrupción
del sistema y una persona que, por
honesta, termina perdiendo su puesto.
Esta dualidad se explica de manera
histórica: los personajes están viviendo
el cambio de la colonia hacia la independencia. Mia Couto parece preguntarse cuál es el precio de dicha independencia: ser una colonia es lo mismo que tener un remedio, que estar
sano. Por ejemplo, para Bartolomé
significa ser empleado en la Compañía
Nacional de Navegación, trabajo que
pierde tras la independencia. Para
doña Munda y doña Esposita la transición no significa nada, ya que siguen
sujetas a su condición de mujeres. Para
Suexcelencia, es la oportunidad de
acabar con la pobreza. Y para el país
entero, como señaló el crítico Padilha,
la independencia es heredar una tierra
cubierta de niebla, es estar exiliado de
167
la propia tierra.
Me gustaría señalar un último punto
de la novela: la habilidad y el sentido
del humor por medio del cual se construyen los diálogos de Venenos de Dios,
remedios del Diablo. Es gracias a este
humor que temas tan discutidos por la
literatura y por otros muchos discursos
—el racismo, la misoginia, la pobreza e
incluso el tema central de la novela, la
poscolonialidad—, consiguen desarrollarse sin caer en el lugar común y en la
caótica acumulación de exotismos para
merecer la atención del lector. Este humor va desde lo simple —la ironía que
encierra el nombre de doña Esposita—
a situaciones más complejas, como la
vergüenza que siente Bartolomé de
que se le caigan los calcetines porque
son lo único que sostiene sus partes
privadas. O como el remedio que solicita Suexcelencia: “un producto para la
eliminación radical de la transpiración.
No un desodorizante sino un anulador
definitivo de sudores”, porque el sudor
es un defecto de los pobres y no de
quien combate la pobreza. Quizá la
originalidad de Mia Couto no radique
sólo en la creación de un lenguaje,*
sino en la forma en que consigue actualizarlo y hacer con éste una literatura de este siglo.
Inventarse una vida
168
JUDITH CASTAÑEDA SUARÍ
Iris García Cuevas, 36 toneladas,
Ediciones B, México, 2011, 168 p.
Hemos llegado a un punto en el cual
los noticieros ya no bastan a la realidad, a ese día a día nuestro cundido de
fosas clandestinas, decomisos, culpables fabricados y jóvenes cuya única
opción de progreso es la delincuencia;
día a día que está lleno de palabras y
frases como “guerra contra el narcotráfico” —degradada a lucha en el discurso oficial—, “narcofosas” y “narcomantas”. Lo que vemos a través de la
pantalla, lo que leemos en los artículos
y crónicas de periódicos y revistas, en
Internet, rebasa no sólo las fronteras
físicas, sino las de la ficción.
Narcocorridos, narconovela, son términos que nos señalan que la actualidad circundante alargó los dedos a
campos de la creación tales como la
música y la literatura.
Y es en esta segunda área, en lo que
toca a la narrativa, donde la mano, el
puño de esa actualidad, comienza a
difuminar la división entre géneros:
podríamos aventurar que la novela
policíaca se ha convertido en novela
costumbrista.
Muchas publicaciones de esta
temática llenan los estantes en librerías, las zonas de novedades. Cada
una de ellas cuenta con puntos de
conexión entre sí y con la realidad,
pertenezcan o no al campo de la fic-
ción: decomisos de droga, corrupción
dentro de las instituciones que
deberían combatir a la delincuencia
organizada —para decirlo en los términos que usan los medios de comunicación—, periodistas en busca del
reportaje de su vida, personas desaparecidas…
El que una mujer inscriba su obra o
parte de ella en dicha temática no debe
ser motivo de asombro: el tipo de violencia que nos rodea no distingue
géneros ni edades, puede tocar a un
grupo de adolescentes que celebra un
cumpleaños en una casa, al hombre
que camina rumbo a su trabajo, a personas que ni siquiera lo imaginan y
amanecen dentro de la cajuela de un
auto. Esta violencia mete a la gente en
su casa, pone enrejados en los comercios, cuelga mensajes y arranca
cabezas. Y las escritoras no son ajenas
a ello —¿quién podría serlo?
Ésta es en parte la temática que
aborda 36 toneladas, primera novela de
la narradora Iris García Cuevas.
Cocaína que se vende luego de
decomisarla, cuarenta toneladas
reducidas a cuatro, son hechos anteriores a la primera página. El protagonista, Roberto Santos, comandante
de la policía judicial del estado de
Guerrero, despierta con un hueco
negro en la memoria. Sólo sabe lo que
le dicen: “No te hagas güey. Te
clavaste la lana de un decomiso grande
de cocaína. Lo que le tocaba al procurador Mendiola y al mayor Domín-
guez”.
A lo largo de la novela, diferentes
voces rodean la de una especie de conciencia que narra cada uno de los
pasos del supuesto Roberto Santos.
Un paciente de 65 años, la mujer del
comandante, desconocidas de bar,
periodistas. Un hombre de gafas
oscuras.
Entre homenajes a autores clásicos
de la novela policiaca, primeras personas y tres fragmentos de diario que
muy bien podrían ser parte de los titulares cualquier día, llama la atención la
segunda persona que Iris García intercala entre los quince capítulos del
libro. Se trata de la conciencia de
Santos que se unta a él, que a veces
pareciera respirar y andar sin depender
del comandante, hasta el punto de gritarle, casi de empujarlo: “Ya estás en la
estación. ¡No dejes que la angustia te
detenga! ¡Entra! (...) ¡Mira bien alrededor! ¿El hombre de las gafas oscuras no
te sigue?” O de llamarle la atención, de
insultarlo: “¡Aguanta! ¡Tienes que hacerle honor al nuevo nombre! Te has
hecho muy chillón desmemoriado”.
Esa segunda persona forma parte
de una atmósfera opresiva, donde brochazos apenas diferenciables se mueven
sobre un fondo nocturno. Cuartos de
pensión compartidos con extraños
para “abaratar la renta”, avenidas
junto a las que un mar invisible suelta
rumores, carreteras a la media noche,
son escenarios que poseen una sordidez
compartida con otras narraciones de
169
Iris García, cuentos antologados en
libros como Volver a los diecisiete o La
muerte es un sueño, por ejemplo, hasta
donde se extienden los matices oscuros
de un cuarto, en el caso del primero, y
el tinte policiaco en el del segundo.
Además, en 36 toneladas, la también
autora del libro Ojos que no ven,
corazón desierto agrega otro elemento a
su ya de por sí densa atmósfera: el olvido, el desamparo. El comandante
Santos escapa del hospital donde estaba internado para encontrarse con que
es un “niño de apenas tres semanas y
media de recuerdos”. De antes, conserva lo que le dijo el hombre de gafas
oscuras: “Te llamas Roberto. Te apellidas Santos. Fuiste judicial. Estás
detenido porque mataste a un hombre”.
Y no sabemos si creerle, pues en un
inicio el hombre de gafas oscuras
pareciera encarnar a la prensa real, a
esa que oculta nombres y maquilla
hechos, la que dice medias verdades.
Quizás este personaje, más semejante a
una alucinación resultado de dos semanas de sedantes en las primeras páginas, tiene la consigna de convencer a
Santos y a su perdida memoria de un
hecho que no es real. Quizá Santos no
sea Santos después de todo.
El lenguaje apuntala tanto la
desmemoria como la voluntad de no
perder otra vez lo recuperado —
“Tenías miedo de volver a dormir (…)
El hombre de las gafas oscuras te pasaba cigarros encendidos. Tú los
170
apagabas en el dorso de tu mano.
Ahuyentabas el sueño. Querías salvar
lo poco que sabías de ti mismo”—,
aspectos que, junto a la intención de
acrecentar esto último con la búsqueda
de la historia propia, terminan convirtiéndose en el tema central de la novela.
Se trata de un lenguaje coloquial con
ocasionales salpicaduras de lo que las
buenas conciencias llaman palabras
altisonantes —“Qué pendejada es ésta de
perder la memoria, te repites”—, trenzado con frases en las que las sensaciones
cobran solidez: las ganas de llorar
cosquillean sobre el rostro, el peso del
fastidio cuelga de los hombros, el
miedo escurre.
Al final esa indefensión, ese no
saber ni su nombre, ese fastidio,
quedan detrás de una posible salida: si
el pasado no gusta, si se sienten ajenas
las imágenes obtenidas luego de armar
un rompecabezas, siempre se puede
conseguir dinero para inventarse una
vida.
Y aunque construir biografías,
pasados y futuros no parezca un buen
consejo en nuestra actualidad de corrupción, tráfico de drogas y casi
cuarenta mil muertos —o daños colaterales, como se les designa en el discurso oficial—, aunque recordar ayude a
no repetir errores viejos, podríamos
terminar escogiendo entre seguir dicho
consejo o hacer propio un reino de
cenizas fruto de golpear avisperos.
estaban
El agujero travestido
CAROLINA CUEVAS PARRA
Luis Felipe Fabre, La sodomía en la
Nueva España, Pre-textos, Valencia,
2010, 88 p.
A manera de palimpsesto, un texto
poético se traviste de puesta en escena
para presentarnos la crónica del juicio
y ejecución de homosexuales en 1658
en la Nueva España. Nefandos afanes
de transgénero se propone Fabre. Tiene
en sus manos los testimonios, las cartas y las confesiones —el legado concreto de la historia—, que ocupará
como materia verbal para transformarla en materia poética.
Sale Juana de Herrera y dice:
¡Estaban dos hombres cometiendo el pecado
nefando!
El Escribano lee otro papel en voz alta:
Juana de Herrera, mestiza, lavandera,
declara
que en la albarrada de San Lázaro, a las
afueras
de la Ciudad de México,
estaban
dos hombres cometiendo el pecado nefando
Dice la Carne: En la albarrada de San
Lázaro,
a las afueras de la Ciudad de México,
bajo los sauces,
dos hombres a la manera de una carne
herida por un cuchillo a su vez
hecho de carne.
Me permito la cita larga porque en
ella queda manifiesta la transformación
a la que serán sometidos los textos de
la historia. Retocarlos hasta hacerlos
invertidos. Incluirlos en bruto en la
escritura poética y después vestirlos y
maquillarlos hasta que, ya travestidos,
desconozcamos lo auténtico de su cuerpo. Así, este libro se presenta como un
palimpsesto herético que, al reiterar y
repetir aquello que la Inquisición
infligió sobre el cuerpo de los condenados, se escribe por encima de aquellas
otras palabras. Sobrescritura del hereje.
En La sodomía… se hace visible el
entrecruzamiento de recursos poéticos
y dramáticos; sus límites se vuelven
imprecisos: “Sale un Escribano disfrazado de escribano”, “Sale de la nada
y hacia la nada, la Nada / envuelta en
uno de sus disfraces de carne”. Desde la
poesía se travisten los recursos propios
de un género u otro para cuestionar las
convenciones que sujetan e inmovilizan
los cuerpos —textuales, sí, pero ya
podemos intuir que se está hablando
también de otros cuerpos—. ¿Cómo
hablar de poesía si cuando ésta se abre
el vestido vemos el sólido cuerpo del
teatro? En esta subversión lúdica de
las formas, Fabre se enfrenta a la tradición y al establishment. No presenta,
171
ingenuo, obvias ideas reivindicativas ni
un texto panfletario. Maltrata la materia y manipula las formas para revestir
con decorados grotescos las imágenes
sacralizadas por la historia. Si los cuerpos de los sodomitas perecieron en la
hoguera, no lo hicieron los textos que
testimonian estos hechos. Fabre sabe
que conservar intocable su materialidad
es aceptar y venerar lo ocurrido.
Entonces se atreve a retocarlos,
aplicándole rubor y delineador al
estéril legado de la Historia.
jeros: ensayos sobre (des)escritura, antiescritura y no escritura, de 2005). Se
abren huecos en el cuerpo de la
Historia, en el cuerpo de la Poesía, en
el cuerpo de la Sociedad, todos
Cuerpos consagrados desde una fingida pureza poco cuestionada por
quienes los conforman. Creo que Fabre
quisiera violentar estos cuerpos con un
taladro. Pero su libro abre este agujero
casi de forma indolora, y por eso corre
el riesgo de que su afán transgénero se
escuche como el monótono ruego del
discurso homosexual por ser incluido
Dice Gregorio Martín de Guijo en una página de su diario:
En el brasero se empezó a dar garrote al dicho
Cotita
y acabaron con todos los catorce
a las ocho de la noche
que les pegaron
fuego.
Sale
el Fuego: aplausos:
sale el Fuego: verdugo en llamas: sale el
Fuego
y ardiente besa a Juan de la Vega en los
labios: aplausos.
¿Cuál es la intención del poeta al
armar este palimpsesto poético? Abrir
un agujero: “Dice / la Carne: Abramos /
un agujero: abramos una ausencia / en
memoria de los sodomitas ajusticiados.” Agujero que nos recuerda a los
sodomitas por su nulidad como materia —nada suyo quedó registrado (no se
olvide que Fabre ya había explorado
esta idea en otra obra: Leyendo agu172
en los castos cuerpos de la literatura y
la sociedad. El libro se halla en contradicción con su propia propuesta,
pues se adhiere a la tradición, quizá
demasiado, al tiempo que su pretensión es darle la vuelta.
Ay, antes que el cuidado,
en estas olimpiadas del instante,
llegó a la meta el disco: laureles para la
venganza.
Ay, el disco
que abrió en la frente del muchacho
atroces labios rojos para el beso de la muerte.
Algo persiste de aquella tradición
que subyuga a la materia. Algo se
resiste a ser ensuciado. Por eso, no sé si
el libro logra a cabalidad ser el cáncer
que se propone ser o, me atrevo a decir,
debiera proponerse ser. Un libro que,
como plaga o tumor, se propagara por
los cuerpos saludables para destruirlos.
Pero Fabre sí logra abrir un pequeño
agujero en estos cuerpos, rememorando la
presencia de aquellos que no quedaron
registrados o no merecían ser registrados por sus actos infames. En la reivindicación de estas voces sin registro
pende el riesgo de que La sodomía…, a
pesar de su festividad e irreverencia, se
escuche como un sollozo, una lejana
súplica por pertenecer y adherirse a
ese corpus que las excluyó.
El hueco que se abre es el culo del
mundo y también es la boca del infierno. Hoyo desde donde se escapan palabras e imágenes penosas —donde
vagamente se distingue el dorso de un
joven asesinado por maricón en 2005
con la leyenda “Soy puto”, grabada a
un costado del tórax para recordarle
que sus puterías son un cáncer, y, en
una nalga, “loca”, para asegurarle que
haremos todo por sanarnos—. No hay
espacio para los hoyos desnudos ni los
agujeros travestidos en la tersa piel de
nuestro cuerpo afanado en su salud. Se
alza la pregunta —y se escuchan risas
incómodas—: ¿seguimos siendo la
Nueva Sodoma que, temerosa del castigo divino, esconde violentamente sus
vicios y pecados?
Así visto, La sodomía… es también
el intento de okupar un espacio negado
desde siempre a ciertos cuerpos hostigados por el doloroso y deleitoso deseo
de sus semejantes. Como la okupación
ilegal de un terreno baldío o de una
casa deshabitada, el libro combate por
desplegar su materia en el espacio
reapropiado. Pero toda okupación
provoca resistencia. Violenta, pasiva,
ignorante, abúlica: ¿no es también la
negativa de las editoriales mexicanas a
publicar este libro la resistencia del
Cuerpo social mexicano intentando
preservar su salud? Procuramos que
nuestros edificios permanezcan inaccesibles a violentas imágenes como la
final del “Retablo...”: los sodomitas
cantando jocosos su deseo por encima
del humo de la hoguera.
Llama mi atención que este libro
haga tan necesaria la reflexión de la
relación entre la escritura de este texto
y la sociedad que la contiene. El poeta
no es iluso. Está consciente de que la
venganza simbólica en La sodomía…
—el indio Miguel incendiando al Niño
Jesús de madera— es simbólica. Dice:
“De este modo termina el poema y
vuelve a comenzar el mundo.”
Advierte: este libro es la representación
de lo que no ocurre en aquel lugar
donde la Santa Doctrina y el mulato
afeminado no pueden bailar juntos al
ritmo lascivo de “Las Tiranas”. Hay
una declarada distancia entre el ejercicio de la poesía y eso que Fabre llama
el mundo. Vuelve a confirmarlo cuando
escribe: “Mas nada puede un escribano
173
contra la Nada.” Subyace la pregunta
de si el ostracismo al que se condenó a
los sodomitas es o no reivindicado
mediante el ejercicio de la escritura.
En otras palabras, ¿puede el poema significar fuera de sí mismo o de la literatura, en aquel plano que Fabre llama
mundo? Sí. Su escritura fue hecha
desde la comprensión de la poesía
como trabajo material y no puramente
simbólico. En este texto se utiliza la
historiografía para anclar el plano
inmaterial de las ideas con la materialidad de los textos que las contienen.
Así, la materia del poema se encima
violentamente en la materia de la historia. Dicho de otra manera, la venganza simbólica es necesariamente
venganza material. ¿Qué importancia
tiene que comience el mundo después
del último verso si al menos, por un
instante, la poesía le abre el paso a los
sodomitas que se encarnan, se hacen
Carne y Materia, en el papel?
Ingobernable poeta
BLANCA LUZ PULIDO
Hernán Lavín Cerda, Alabanza de amor.
Antología en versos más o menos libres
y en prosas casi profanas, CONACULTA,
México, 2010.
Cuenta Vicente Quirarte en el Prólogo
174
de Alabanza de amor algunas anécdotas,
ideas y fabulaciones que caracterizaban las clases de este entrañable poeta y
querido amigo, allá por los años setenta,
cuando recién llegó de Chile y se convirtió en profesor de la Facultad de
Filosofía y Letras de la UNAM. Las clases de Hernán, a las que también me
apunté apenas pude, que ganaron muy
pronto fama de ser únicas, me ayudaron a leer a los autores latinoamericanos del boom como nunca antes. La
ironía apasionada, la duda excéntrica,
la sonrisa y el placer de la lectura y el
descubrimiento en vez de la seca erudición planeaban por las clases, que más
que clases eran talleres, provocaciones,
invitaciones a sumergirse de una
manera otra en la literatura, convertida
en goce tanto de la inteligencia como
de los sentidos. La Ra yuela de
Cortázar, por ejemplo, nos reveló algunos de sus misterios y laberintos, a los
que nos asomábamos tomados de la
mano de Hernán, protectora aunque
discreta, a la vez irónica, divertida y
sagaz, como si fuera un sacerdote profano iniciándonos en un mágico ritual,
el de la lectura atenta, detonadora de
hallazgos que tal vez un día, con suerte, podríamos incorporar a nuestros
textos, si acaso corríamos el riesgo de
volvernos escribientes, nuevos ofician* Hernán Lavín Cerda, “Locura y sabi-
duría en Friedrich Hölderlin”, en
Esplendor del árbol de la memoria.
Ensayos casi ficticios, UACM, México,
tes de los asombros que muchos de
nosotros descubrimos por primera vez
en las páginas de los autores que íbamos leyendo durante el curso.
Esa manera de leer, de pasearse por
las obras no desde la perspectiva del
historiador de la literatura sino desde
la de un más terreno-aéreo lector que
transita por ellas con el entusiasmo de
un niño sabio, pero con esa sabiduría
que no alecciona sino inventa, es la que
nos regaló el maestro Hernán Lavín y
la que sigue practicando el poeta
Hernán Lavín, que es el mismo y es
otro, otros, que se van creando a sí
mismos, transfigurándose año tras año
y libro tras libro, de los muchos que
conforman ya su trayectoria como
autor. Hernán, desde entonces, yo creo
que desde que era un niño y empezaba
a practicar en el mundo su mirada de
poeta, entre apasionada y escéptica,
ha convertido su pasión lectora en una
pasión escritural, en una ars combinatoria donde todo cabe y todo es transfigurado por su pluma, por su pinceloído-tacto-gusto-aroma,
mediante
todos sus sentidos (más de cinco, siempre), donde los poemas son atravesados por historias y sueños y por
supuesto lecturas y más lecturas, lecturas siempre, antes y después del
sueño. Gracias a ello nos ha dado desde
entonces —aproximadamente porque
ya he perdido la cuenta— seis libros de
relatos, cinco novelas, tres de ensayos,
y nada menos que 33 de poesía, 34 con
éste (si mis números no fallan, que es lo
más posible, porque siempre, desde
niña, me han fallado).
En esta Alabanza del amor, obra que
es también una alabanza de la poesía y
de los poetas, el autor elige, con una
metodología cortazariana, poemas de
varios de sus libros anteriores para erigir una libérrima, inmoderada, festiva
reunión de temas, tonos, pasadizos con
contraseña de la imaginación; celebraciones de la lujuria, la lujuria de la
palabra, de la vida, de la luz, de la
ironía, del desacato, de la sombra…,
de la sombra de otros poetas, de nuestros ancestros, de nuestros cómplices;
de la sombra que somos de nosotros
mismos en el pasado; de las transformaciones que nos atraviesan a cada
paso; de los otros todos que nos configuran; de nuestras deudas y nuestros
deudores; de los espejos múltiples en
donde nos reflejamos y nos ocultamos…
Para nombrar los temas, las obsesiones que iluminan los poemas de este
libro plural que nos incluye y nos dice,
nos interroga y cifra; de este libro donde
laten, ciertas y fingidas, las sombras
protectoras de Oliverio Girondo,
Macedonio Fernández, y Borges y
Cortázar y Sabines y muchos otros
poetas más que sería prolijo detallar
ahora, necesitaríamos el abanico de un
gran abecedario, literario y vital, que
en este caso es el mismo porque no
existe o casi no se ve en los textos que
lo conforman una frontera divisoria
entre literatura y vida.
175
Mas como esto excede los límites de
mi breve nota de consignación de
asombros ante Alabanza del amor, tan
sólo citaré algunas partes, versos o
fragmentos que, en mi lectura, dibujan
un primer mapa del tesoro: y tal vez el
mapa del tesoro, en estos poemas, sea
ya el tesoro mismo. Díganlo si no los
primeros versos de “Lento respira el
mundo”:
Lento respira el mundo en mi respiración.
Durante la noche, respiro tal vez
la noche de la noche.
Inspirar, espirar, respirar:
la fusión de contrarios, el círculo
de absoluta conciencia.
Me he sentado, cerca de mí, en el centro
del bosque a respirar.
Me he sentado, lejos de mí, en el centro
del mundo a respirar.
Lento respira el mundo en el viaje de mi
respiración.
Los contrarios, fusionándose siempre, aparecen con frecuencia en este
libro. En uno de sus textos teóricos,
Lavín escribió, hablando de Hölderlin,
algo que se puede afirmar sobre su propia poesía: “La palabra del poeta es
inaugural y toca la esencia de las
cosas, para que las cosas brillen por
primera vez. (…) Gracias a la palabra
poética, somos, existimos en una
atmósfera de esplendor ontológico.”*
Ahora bien, ¿a qué mundos nos
transportan, qué realidades crean e
inauguran estos poemas? Básicamente,
176
realidades que se están recomponiendo,
en perpetuo estado de transformación,
de perplejidad; galaxias mutantes que
la mirada poética clava en el pizarrón
del poema como clava el naturalista a
la mariposa en un cuadro, con la gran
diferencia de que, en el caso que nos
ocupa, la mariposa sigue viva, aleteando, respirando, volviéndose otra
vez oruga o alebrije e incluso, quizá,
guiñándonos un ojo —porque todo,
pero de veras todo, puede pasar en
estos poemas—. Hernán juega, el
poeta se divierte, pero el juego va en
serio, tan en serio como es posible en
este aletear de sombras varias que
somos. Tomemos, por ejemplo, a Dios,
a Dios visto y configurado por Hernán
Lavín en su poema “El canto del zanate”:
Es muy posible que Dios, si existe,
no sea una guacamaya
ni una ninfa gris
—otro tipo de guacamaya vespertina—
sino más bien un zanate gigantesco
de plumas casi azules por lo profundas
y ojos de velocidad amarilla, de ambigüedad
simulada.
Dios es un zanate pero es una ninfa,
otro pájaro, y podría ser también una
guacamaya, así como la mujer amada
—en un poema donde resuena la sombra de José Alfredo (aunque políglota)— es al mismo tiempo italiana,
griega, estelar, odalisca y Cenicienta…
el mundo cambia constantemente, se
agita y muda hacia algo más, muestra
su revés en estos poemas que son un
caleidoscopio verbal, un juego con la
suerte, pero que también labran a
veces (en una especie de descenso, de suspensión temporal del tono lúdico que se
alterna con un dejo más reflexivo,
filosófico) una propuesta, desde mi
perspectiva, central en la poética de
Hernán Lavín: mirémonos vivir sin
prisa: cada minuto puede ser central y
único, nacer de sí mismo e iluminar esa
materia indefinible y plural de la que
estamos hechos. “Cada uno se cae como
puede”, dice el poeta, y esas caídas son
tan o más importantes que las epifanías o las grandes ocasiones. Dice
Lavín: “Ahora vuelvo a caerme, por
séptimo desliz, me alejo paso a paso de
mí mismo. Vámonos cayendo entre un
vaivén y otro vaivén, desde la piel al
alma. (…) ¿Qué más canción que el
transcurso del tiempo? Quiera Dios que
los dioses, cayéndose de bruces, no se
olviden nunca de nosotros. ¿Qué más
canción que el transcurso del tiempo
que no deja de sonreír con piedad y
entusiasmo, como un recién nacido?”
En Alabanza del amor, como en los
demás libros del autor, nos espera, nos
alcanza, si así lo permitimos, una
poesía que está venturosamente habitada por la gracia, por el poder taumatúrgico de la palabra, por la invocación del ser: una poesía que nos ayuda,
a la vez, a merecer, a entender, a escuchar los milagros posibles y los imposibles, una poesía que, como afirman los últimos versos del libro, “se
extiende sobre el mundo / como un
manto de luz infinita, esa luz ingobernable”.
De la realidad a la ficción
ALEXIS MÁRQUEZ RODRÍGUEZ
Mario Vargas Llosa, El sueño del celta,
Alfaguara, México, 2010, 456 p.
I
La publicación de El sueño del celta, la
más reciente novela de Mario Vargas
Llosa, coincidió con el otorgamiento a
éste del Premio Nobel de Literatura.
Feliz coincidencia.
En esta novela Vargas Llosa recurre,
una vez más, a la historia como fuente
narrativa. Se trata, en efecto, de la
biografía novelada de un personaje que
no sólo es histórico, en razón de la importancia histórica de sus actuaciones en
la vida real, sino que su vida fue,
además, realmente novelesca.
Roger Casement, el personaje central de la novela, fue un irlandés que
vivió entre 1864 y 1916, cuando fue
cumplida la sentencia de muerte a que
había sido condenado por un tribunal
británico, acusado, entre otras cosas,
de traición a la patria, agravada por el
hecho de haberla cometido en tiempo de
177
guerra. En ese lapso relativamente
corto de su vida Casement realizó una
serie de actividades que, dado su carácter, bien pueden calificarse de hazañas. Éstas le reportaron un inmenso
prestigio, dadas las dificultades para
realizarlas y la importancia mundial de
tales realizaciones, hasta propiciar que
el gobierno inglés le hiciera un merecido
reconocimiento,
incluido
el
otorgamiento de un título de nobleza.
No obstante lo cual, aquel prestigio
ganado a lo largo de muchos años de
labor, en especial en el campo
diplomático, paradójicamente se vino
abajo de modo aparatoso en dos o tres
meses, hasta convertirlo en un ser furibundamente aborrecido y despreciado.
Casement fue, en la vida real, autor,
por encargo del gobierno inglés, de
sendos informes sobre la vil explotación
de los negros del Congo por la monarquía
colonialista belga, y de los indígenas de la
Amazonía peruana por las empresas
extractoras de caucho, sometidos a un
régimen vilmente esclavista, de una
brutalidad y de una alevosía que aún
hoy, a muchos años de los sucesos que
narra la novela, enmarcados en las dos
primeras décadas del siglo XX, causan
indignación y estupor aun en los lectores
más insensibles o indiferentes. Ambos
informes tuvieron una repercusión
mundial, y aunque no lograron su
objetivo primordial de cambiar
radicalmente las cosas, quedaron en
todo caso como vibrantes denuncias del
colonialismo.
178
Un hecho en la vida de Casement, que
en la novela cobra particular interés, es
cómo aquellas experiencias produjeron
en él un cambio absoluto de pensamiento y de acción, al despertar su
conciencia acerca de las vilezas del colonialismo y convertirlo en un ardiente y
radical combatiente por la independencia de su Irlanda natal, lo que
lo llevó a enfrentarse valientemente con
la Inglaterra imperial, a la cual, no
obstante, había servido con ejemplar
dedicación y pericia.
Su amor a la patria irlandesa y su
odio al colonialismo indujo a Casement
a cometer un grave error: aliarse con
Alemania contra Inglaterra, durante la
Primera Guerra Mundial, convencido
de que la derrota de la Gran Bretaña
por Alemania era la vía más segura
para la ansiada independencia de
Irlanda. Esto dio origen a que,
fracasados los planes militares que
había concebido con los alemanes,
fuese hecho prisionero por los ingleses,
sometido a juicio por traición y condenado a morir en la horca.
La manera como Vargas Llosa enfoca la vida y acción de Casement permite observar que, paralelamente con
la denuncia por este de las atrocidades
del colonialismo y de la explotación de
los negros africanos y los indígenas del
Perú, la misma novela se erige hoy día
como una nueva denuncia de aquellos
hechos, válida en tanto que, si bien la
realidad actual no es idéntica a la que
se muestra en la novela, de todos
modos las circunstancias no han variado radicalmente, y aún se practican
métodos de explotación cercanos a la
más abominable esclavitud.
No menos importante es el hecho de
que esta novela contiene un inquietante muestrario de la perversidad de
que es capaz el ser humano.
Paralelamente se da también en ella un
testimonio de la lucha del hombre por
la libertad, y de cómo esta alcanza,
como dijera José Carlos Mariátegui, el
valor de uno de los grandes y eternos
mitos universales.
II
El sueño del celta no ofrece mayores
aportaciones novedosas al arte de novelar. Su estructura novelística podría
decirse que corresponde a lo que hoy
ya es rutinario en ese punto. Uno de
sus mayores atractivos está en el
juicioso manejo de los planos temporales, dentro de una concepción y una
técnica puestas en práctica principalmente por los narradores del boom, uno
de los cuales, y de los más conspicuos,
es precisamente Vargas Llosa.
La novela, en efecto, se va desarrollando, mediante la técnica de la alternancia o del contrapunto, entre lo que
podría verse como la actualidad para el
narrador, y el pasado correspondiente
a diversos momentos en la vida del
protagonista.
En un primer plano narrativo se va
mostrando sucesivamente lo que es la
vida del personaje en la prisión donde
aguarda, simultáneamente, el momento de la ejecución de la sentencia a
muerte y el resultado de su solicitud de
indulto o conmutación de la sentencia.
Curiosamente, el mayor dramatismo
en la vida del personaje en esta parte
de la novela no está, como pareciera
lógico, en la espera angustiosa de la
muerte que se presiente segura y a
plazo fijo, sino en la expectativa ante
la solicitud de clemencia. Ésta había
contado con el respaldo de numerosas
personalidades de todo el mundo, entre
ellas George Bernard Shaw, y hasta el
presidente Wilson, de los Estados
Unidos, había prometido interceder
ante el gobierno británico, sin que, por
cierto, quede claro en la novela si cumplió o no su promesa.
Los episodios de este primer plano
narrativo se van alternando con los
correspondientes al pasado del protagonista, su viaje tempranero, como simple aventura, al África; su presencia,
sobre todo, en el Congo colonizado por
los belgas, encargado por el gobierno
británico de levantar un informe sobre
las atrocidades a que eran sometidos
los nativos congoleses por los enviados
de la monarquía belga, bajo el reinado
de Leopoldo II, quien pretendía justificar su presencia en la colonia africana
con el pretexto de que se trataba de llevar la civilización a aquellos pueblos
primitivos, cuando en realidad se
trataba de la explotación, en mucho
irracional, del látex que abundaba en
179
los árboles de la selva congoleña.
Lo mismo ocurre con el viaje de
Casement a la Amazonía peruana, de
nuevo con el encargo del gobierno
inglés de un informe sobre el trato
ignominioso que los caucheros de la
compañía del siniestro Julio C. Arana
le daban a los indígenas.
III
Particular interés tiene en esta novela
la maestría con que Vargas Llosa
describe sus personajes. Por ser una
novela histórica, sus actantes no son
creados o inventados por el novelista,
sino sacados de la realidad histórica,
correspondiente al lapso que corre de
1903 a 1916. Sin embargo, una vez más
se pone en evidencia que, cuando se
trata de novelas de alto nivel cualitativo, una cosa son las personas reales que
sirven de referentes de los personajes
novelescos, y otra cosa son estos mismos.
Es decir, los personajes de El sueño
del celta, aunque responden con toda
precisión a seres reales, son los personajes de Vargas Llosa. Su elaboración es
extremadamente
cuidadosa.
Particularmente la del protagonista
principal, Roger Casement. No hay
180
duda de que la persona real de este despertó en el novelista, una vez
descubierta por él a lo largo de sus
investigaciones, primero una gran
curiosidad, trascendida luego a un
especial afecto. El novelista no disimula el atractivo que aquella persona y sus
hazañas despiertan en él, al margen de
su realidad, de sus virtudes y defectos.
De suerte que al construir, sobre esa
base real, su personaje novelesco, no
puede menos que trasmitir al lector esa
simpatía por éste.
Tal simpatía por el personaje se
mantiene aun hasta el final, cuando la
imagen del admirado héroe, del
esforzado irlandés que realiza la
vibrante denuncia de las atrocidades del
colonialismo, cae en el extremo
opuesto, y se trasmuta en un sujeto
odiado y escarnecido por todo el
mundo, acusado de uno de los delitos
más repugnantes como es el de traición
a la patria —aunque irlandés de
nacimiento, Casement era ciudadano
británico, en virtud de ser entonces
Irlanda colonia inglesa—, agravado por
la condición de homosexual, ejercida,
aparentemente, con cierto grado de
depravación, siendo que en Irlanda, y
en general en Inglaterra, tal conducta
despertaba un rechazo virulento, y
sobre todo en una época en que la
homosexualidad padecía en el mundo
entero un atroz desprestigio. Todo ello
agravado aun por el hecho de que
Casement no hacía nada por disimular
su condición homosexual, y aun podría
verse en él cierta tendencia a hacer
alarde de ello.
IV
El sueño del celta se inscribe, como
novela, dentro del concepto de lo real
maravilloso que Alejo Carpentier definió
con gran precisión. No hay en ella, ciertamente, nada fantasioso o inventado
por el novelista. Éste se ciñó en todo
momento a la veracidad de los hechos,
reconstruidos minuciosamente por él a
través de una rigurosa investigación,
que le llevó largo tiempo. Y como se
trata de hechos de por sí maravillosos,
en tanto que insólitos, narrados, además, con una técnica y un lenguaje
adecuados, resulta de todo ello una narración singular, en que el lector, aun a
sabiendas de que se trata de sucesos
históricamente veraces, tiene la
certeza de que aquello que lee no es un
libro de historia, sino una novela, y por
tanto una obra de ficción.
Esto me lleva a un planteamiento que
he hecho otras veces acerca de la
necesidad de redefinir el concepto de
ficción literaria. Ya ésta no sería sólo
producto de la invención del narrador,
sino que habría una ficción que
podríamos llamar estilística, es decir,
una ficción que, más que provenir de la
invención de hechos y personajes, se
basa más bien en la manera de narrar
tales hechos, de modo que, sin perder
estos, ni los personajes, su empaque
veraz, produzcan, no obstante, en el
lector el efecto que produce la lectura
de una narración literaria en la cual
predomine la invención o la fantasía
del narrador.
Uno de los mayores méritos de esta
novela radica en que, no obstante que
narra hechos realmente ocurridos, y
cuyo desenlace es de antemano conocido, o al menos presentido por la mayoría de los lectores, el autor logra mantener en ellos el suspenso durante toda
la narración.
V
Podría decirse que, de las diecinueve
novelas escritas y publicadas por Mario
Vargas Llosa, ésta es la menos novelesca. No es una paradoja. Sin dejar de
ser novela, El sueño del celta, en la
misma línea de La guerra del fin del
mundo y de La fiesta del Chivo, también de Vargas Llosa, muestra una
marcada influencia del periodismo, que
él ha ejercido paralelamente con su oficio de novelista. No sería aventurado
sugerir que esta novela pareciera más
un gran reportaje periodístico en que
se narra la vida de una persona famosa.
En ella la minuciosidad en las descripciones de personajes y de lugares, o en
la narración de determinados episodios, así como la inserción frecuente de
pasajes en los que el narrador emite
opiniones o interpretaciones de los
hechos, parecieran más atribuibles a la
pretensión de objetividad de un periodista que a la subjetividad literaria
de un novelista. Igual ocurre con el
181
“Epílogo” con que Vargas Llosa cierra
la novela, en el cual, prescindiendo de
todo propósito literario, registra una
serie de datos acerca de la vida real de
Roger Casement. La detallada investigación, que el novelista realizó para
documentarse antes de escribir su novela, con observación in situ de los
lugares de África e Hispanoamérica en
que ocurrieron los sucesos que dan
cuerpo a la novela, fue una investigación típicamente periodística.
Pero, como lo escribí antes, el lector
siente que se trata de una novela, y no
de un texto periodístico. Ello se debe a
que, aun cuando el autor usa abundantemente recursos periodísticos, al
mismo tiempo da a los sucesos narrados y a los personajes un tratamiento
novelesco. De ahí que, como también
ya lo he señalado, los personajes, por
ejemplo, todos absolutamente veraces,
cuando actúan en la novela dejan de ser
las personas que en la vida real les sirven de referentes, y pasan a ser los personajes de Vargas Llosa. Trasmutación
vedada al periodismo, pues éste no
puede despojar a los personajes ni a los
sucesos narrados de su auténtica
catadura, mientras que la novela, para
ser tal, tiene necesariamente que dejar
a un lado aquella objetividad real y
asumir una subjetividad estética.
Cabe decir también que es ésta la
primera novela de Vargas Llosa en que
éste descuida, hasta cierto punto y por
decirlo de algún modo, el lenguaje. Las
novelas de Vargas Llosa siempre se han
182
caracterizado, entre otras cosas, por la
perfección formal, en que el lenguaje
alcanza un notable grado de atildamiento. En El sueño del celta pareciera
percibirse lo contrario, pues sin dejar de
ser un texto muy bien escrito, en ciertos momentos se echa de menos aquella perfección lingüística. Quizás en
este caso estemos frente al hecho de
que Vargas Llosa, al escribir esta novela, se atuvo, conscientemente o no, a
su veteranía como narrador, y dejó
plena libertad a su escritura.
En fin, El sueño del celta no es la mejor novela de Mario Vargas Llosa. Pero
es una excelente novela.
Hacia un canon
de la narrativa mexicana
FELIPE OLIVER
Rafael Olea Franco, Doscientos años
de narrativa mexicana, El Colegio de
México, México, 2010, 504 p.
Sumándose a la batahola del
Bicentenario, a finales del año pasado
El Colegio de México publicó una
interesante antología crítica titulada
Doscientos años de narrativa mexicana.
Se trata de dos tomos editados por
Rafael Olea Franco, enfocados a los
siglos XIX y XX, y cuyo propósito
expreso consiste en “ofrecer visiones
generales sobre algunos de los escritores
que, en el ámbito narrativo, han marcado varias de las tendencias más
trascendentes en nuestros dos siglos
como nación independiente”. En efecto,
los artículos que integran ambos volúmenes ofrecen lecturas panorámicas
sobre aquellos autores distinguidos
con la marca de “trascendencia”, postura sobre la que ya tendremos oportunidad de discurrir. La predilección de lo
accesible por sobre la pedantería
académica reservada a la minoría especializada responde al también expreso
deseo de servir como un referente lo
mismo para los estudiantes universitarios que al público en general (ese que,
según las estadísticas, no lee y lamentablemente pasará por alto el notable
trabajo de Olea y sus colaboradores).
De esta manera, uno de los aciertos de
la antología consiste en ofrecer al término de cada trabajo una numerosa
bibliografía crítica sobre el autor en
cuestión. La propuesta, está claro, no es
postular la última palabra sobre, digamos, Juan Rulfo, sino más bien la
primera, aquella que invita al interesado a seguir indagando.
Resumir una compilación de 32
ensayos en unas cuantas páginas es casi
imposible. Ante el riesgo de intentar
una lectura integral fracasada, prefiero
entregar algunas reflexiones sobre el
mapa de la narrativa mexicana que
proyecta la antología. La idea es poner
algunas ideas sobre el tapete para estimular un debate, objetivo natural que
todo trabajo crítico persigue o debiera
perseguir.
Antologar implica, por fuerza,
seleccionar, y aún sin conocer el
“detrás de cámaras” de Doscientos
años de narrativa mexicana es fácil
suponer que el proceso de selección
supuso necesidades y dificultades
opuestas de un volumen a otro. Si la
literatura mexicana del siglo XIX tiene
poco que ofrecer desde un punto de
vista netamente cuantitativo, apenas
un puñadito de narradores cuya obra
logró sobrevivir a las pobres y escasas
ediciones y a casi cien años de guerra
civil ininterrumpida, el siglo XX arroja
demasiados nombres sobre la mesa. No
es entonces precipitado concluir que el
primer volumen exigía ante todo incluir,
rescatar del olvido textos y autores a
estas alturas casi anónimos como
Laura Méndez de Cuenca y Pedro
Castera, mientras que el segundo obligaba a excluir a los “pocos representativos” para delinear las tendencias de
mayor relevancia. Salvar todo lo que se
pueda del pasado y restringir al máximo el presente, he aquí una paradoja
que define el oficio de la crítica literaria. Mientras lo lejano luce siempre
valioso, o cuando menos interesante,
lo cercano produce desconfianza.
A través de las inclusiones y exclusiones presentes en esta antología emerge
una imagen significativa, mas no concluyente, del canon de la narrativa
mexicana (tratándose de literatura la
lista de los prescindibles siempre estará
sujeta a una renegociación histórica).
Ya ha sido mencionado que Doscientos
años… escogió el criterio de tras183
cendencia como principio de constitución orgánica y, en ese sentido, más
que ofrecer sorpresas la selección de
narradores confirma certezas. Por
ejemplo, la presencia de varias figuras
de la llamada novela de la Revolución
Mexicana corrobora la enorme seducción que esta vanguardia ejerció durante
el pasado siglo. Otro tanto ocurre con
la generación del Medio Siglo, sin duda
alguna la que en conjunto ha aportado
más talento a nuestras letras (y no sólo
en el ámbito de la narrativa). Al respecto, el propio Olea admite con pesar
haber perdido en el camino trabajos ya
comprometidos sobre figuras centrales
del periodo como Juan José Arreola y
Fernando del Paso. A la lista de ausencias yo agregaría a Juan García Ponce.
Y hablando de los ausentes, reveladora
es la de los exponentes de la llamada
“Literatura de la Onda”. Pidiendo
prestada una expresión a Guillermo
Cabrera Infante, la no inclusión de
José Agustín o Gustavo Sainz, por
referirnos tan sólo a los miembros más
conocidos, viene a confirmar la cada
vez menor relevancia de esta vanguardia que el tiempo se obstina en
enviar a la retaguardia.
Acaso la única sorpresa de
Doscientos años de narrativa mexicana
resida en la inclusión de Carlos
Monsiváis. No estoy cuestionando el
papel central de Monsiváis en la literatura mexicana; simplemente destaco la
extrañeza que, en lo personal, me produjo encontrar a un cronista y en184
sayista en una antología sobre narrativa. El camino fácil para salvar el desconcierto es apelando al género;
Monsiváis cultivó la crónica urbana, y
la crónica es un subgénero narrativo.
Pero leyendo el texto dedicado al autor
emerge una hipótesis de lectura que
merece una reflexión; la literatura
mexicana del siglo XX recurrió a complicadas alegorías para representar las
contradicciones de un país siempre
debatiéndose en los antagónicos polos
de la tradición y la modernidad. Los
fantasmas prehispánicos del primer
Carlos Fuentes, la fundación de espacios imaginarios altamente sugestivos
como el Comala rulfiano y el Ixtepec
garriano, o el cosmopolitismo evasivo
de Elizondo constituyen sin duda un
corpus literario de primer orden. Sin
embargo en el proceso la “realidad”,
término que siempre conviene utilizar
con reservas, quedó eclipsada por un
exceso de fantasía. El ya mencionado
grupo de la Onda de algún modo
intentó contrarrestar la tendencia apelando al lenguaje coloquial, incluso
soez, al rock y a la representación realista de la ciudad. Y si bien es cierto
que en sus orígenes el impacto no fue
menor, el tiempo demostró que la crónica urbana que Monsiváis llevó hasta las
últimas consecuencias resultó bastante
más eficaz para dotar de visibilidad
espacios y prácticas sociales poco
exploradas. El discurso fácil pero de
ningún modo banal que distingue a
Monsiváis supone un contrapeso ante
las representaciones alegóricas de la
identidad. Dicho con otras palabras,
mientras los autores del Medio Siglo se
detuvieron en el árbol, Monsiváis
describió el bosque.
La necesidad por atender y entender lo inmediato constituye también
uno de los grandes méritos literarios
del José Emilio Pacheco narrador, al
menos el de sus trabajos más conocidos. Aunque escritas en 1972 y 1981
respectivamente, El principio del placer
y Las batallas en el desierto vuelven al
pasado para reflexionar sobre la idiosincrasia de una sociedad atrapada
entre el peso de lo atávico y la seducción por lo nuevo (una sociedad que
incluso inventó el término “malinchista” para hacernos sentir culpables
por subirnos al barco del mundo). En
Pacheco, las complejas y cultas metáforas son sustituidas por referencias
más bien mediáticas, accesibles y
comunes para todo tipo de lector. Al
final, el personaje que sintetiza todas
las contradicciones del mexicano ya no
es un Chac Mool disfrazado de burgués
afrancesado o los hijos bastardos de
Cortés y la Malinche, sino el “clasemediero” común y corriente que se
persigna con la mano derecha al mismo
tiempo que con la izquierda sustituye
el tequila por el jaibol, aunque le sepa a
1
Pongo en redondas las expresiones
que podrían interpretarse como grotescas
o, al menos, risibles, y subrayo aquéllas
que tienen un carácter más serio.
medicina. Tal como Jean Franco lo
postula en su ya clásico estudio
Decadencia y caída de la ciudad letrada,
una vez agotadas las construcciones
“totales” y las mal denominadas novelas mágico-realistas, la crónica urbana,
lo inmediato y la fragmentariedad se
convirtieron en un verdadero asilo
para la narrativa. José Emilio Pacheco
apostó a la desintegración antes que a
la totalidad convirtiéndose así en el
enlace entre los narradores del Medio
Siglo y “los posmodernos”, a falta de
un mejor nombre.
Acercándonos a la última década
del pasado siglo, la selección de narradores se complica. Mientras Azuela,
Rulfo o Elizondo pueden ser incluidos
sin riesgo en el selecto club de los
trascendentes (aun cuando más de un
lector reclame el personal derecho de
abominarlos), otorgar el distintivo a
quienes ahora mismo publican con regularidad de manera inevitable induce a
2
Hay fragmentos que, aunque técnicamente parecen estar escritos en verso,
poseen un ritmo fónico y sintáctico como
de versículos (versos tan largos que pierden ya su carácter de versos) que más
bien los asemeja a la prosa. El ejemplo
citado “Ladridos de metal en vez de campanas…” es uno de los pocos, dentro de
Isla de las breves ausencias, que acusa un
ritmo fónico propiamente versal. Nótese
que no es lo mismo la oposición narrativa/poesía, que he utilizado al principio de este texto, que verso/prosa, a la
185
la polémica. Más de un crítico literario
hubiese reservado un lugar a los ahora
denominados escritores del norte, como
Daniel Sada o Eduardo Antonio Parra,
o a figuras como Mario Bellatin y
Guillermo Fadanelli, que han sabido
construir un estilo y un repertorio personalísimo (la antología incluye una lectura sobre la tamaulipeca Cristina
Rivera Garza, pero en su obra el norte
no es un factor determinante). En su
lugar el lector encontrará a Jorge
Volpi, icono del famoso crack que al
menos en México cuenta con más
detractores que seguidores. Sin afán de
atacar o defender a nadie, la obra de
Volpi debe ser leída al margen de la
producción menos ambiciosa y meritoria de sus colegas, no obstante que
en el pasado la promoción grupal haya
impulsado a éste y a aquéllos. Por lo
demás, el autor de En busca de Klingsor
forma parte de una tendencia narrativa visible pero poco estudiada por la
crítica literaria: me refiero a la germanofilia, corriente que conecta a
Volpi lo mismo con un escritor de la
vieja escuela como Sergio Pitol que a
un novísimo como Tryno Maldonado.
Reitero la imposibilidad de entregar
una imagen más o menos completa de
un trabajo monumental como
Doscientos años de narrativa mexicana.
Aquí me he limitado a presentar algunas reflexiones personales emanadas de
su lectura. Queda todavía mucho por
discutir, y esta antología es un buen
pretexto para tomar posiciones, recla186
mar inclusiones y ausencias, y abrir un
diálogo crítico. No dejemos pasar la
oportunidad.
Poesía de la variedad
HÉCTOR M. SÁNCHEZ
Francisco Hernández, Isla de las breves
ausencias, Almadía, Oaxaca, 2010, 88p.
Cual si se tratara de dibujar un mapa
del tesoro, lleno de peligros, de monstruos acuáticos y de dragones, pero
también de paraísos exuberantes y de
hechiceros prodigiosos, Francisco
Hernández (1946) construye La isla de
las breves ausencias como un espacio
poético en el que la variedad de estilos
y de recursos empleados nos producen
la experiencia estética de la diversidad:
un mapa de las distintas emociones
vitales, pero un mapa condensado y
poderoso, como el lugar al que representa: una isla abandonada, porción sintética del universo.
Veamos, agrupándolas por parejas,
algunas de las rutas trazadas por este
poemario. Aparece en él una cierta narratividad, una historia que se va desarrollando en el tiempo y que se convierte en el hilo conductor de los sesenta y dos episodios que conforman el
libro: la anécdota de un hombre que,
solitario en una isla, comienza a explorarla y, de pronto, se da cuenta de que
alguien más, alguien oscuro y secreto,
vive en ella también. Sin embargo, al
lado de esta trama, importante sólo en
tanto mecanismo de cohesión y de suspenso narrativo, figuran múltiples
instantes de poesía (propiamente
dicha: literatura contemplativa) en los
que recibimos la impresión de que es
negada la temporalidad: fragmentos
que, como en un plano cartesiano,
apuestan por las líneas verticales y, de
ese modo, refrenan un tanto la implacable marcha de lo horizontal. Tales
fragmentos, que brillan en cada página, son los que le dan a este libro su
carácter de delicada permanencia, de
literatura proverbial:
Dice el obelisco:
“El aire tiene dedos, pero no tiene pies
ni tiene manos.”
Dos de las grandes fuerzas de la
existencia, el humor y lo solemne, también tienen armónica cabida, y aun
con diversos matices, en este mapa de la
Isla de las breves ausencias: el humor, a
veces blanco y deliciosamente pueril:
El obelisco y sus sentencias:
“La muerte es saludable”.
(Más vale saludarla con amabilidad
cuando se pasa junto a ella)
Y, a veces, despiadado
francamente grotesco:
y
Al disiparse las nubes bajas, pueden leerse
otros jeroglíficos en el obelisco:
“Más vale incinerar al epiléptico. Su esqueleto
podría poner a temblar a los gusanos”.
Lo solemne, por otro lado, toma la
for ma de sentencias reveladoras e
increíblemente profundas:
Texto aparecido en la quinta cara del
obelisco:
“Un pezón, a la distancia, es una isla.
Después de acariciarlo es un volcán”
O, bien, infinitamente devastadoras
en cuanto a su sentido último:
Pasó rápido el verano.
Como isla que lleva el Diablo.
En otras ocasiones, como en la vida
misma, verdades trascendentes y
ocurrencias frívolas se conjuntan en un
solo texto sin que sea posible tomar
partido por alguna de las dos emociones:
Algunos simios pigmeos también son víctimas del grand mal.
Pierden su posición erguida, su labio superior se convierte en capucha y su comportamiento enfermizo se acentúa cuando
comienzan a masturbarse.
El dedo gordo de su pata derecha, ya
fuera de control, dibuja en el piso símbolos
de amnesia.
*
Gilles Deleuze, Lógica del Sentido,
Paidós Ibérica, Barcelona, 1994, p.33.
187
Las convulsiones cesan al blanquearse su
pecho, ya para entonces parecido a un
bloque de hielo o a un urinario.
Cuando logran ponerse en pie, su boca sangra
y se acercan a los demás miembros del clan
para comunicarles que la vida merece la pena
de ser vivida.1
Finalmente, Isla de las breves ausencias echa mano, así una escritura en
verso en la que, claro está, tienen primacía los sonidos y los silencios de las
palabras:
Ladridos de metal en vez de campanas
cada minuto y medio.
Pájaros que no dejan de ejercitar
el polvorín de su garganta.
Lluvia de insectos contra el techo de láminas.
Así he vivido últimamente
en la Isla de las Breves Ausencias.
¿Y Robinson Defoe?
Duerme a tres metros bajo tierra
acompañado por los ocho días de la semana,
Del mismo modo, una redacción en
prosa (y ésta es la que, al menos cuantitativamente, encabeza el poemario)2
en la que el ritmo de la sintaxis y la precisión del léxico ocupan el lugar principal
—prosa poética, podríamos denominarla:
El obelisco anocheció cubierto por una piel
manchada de mamífero carnicero.
Al desaparecer la última de las manchas,
ya con el pelaje completamente negro, inició
su recorrido por la selva.
El alba lo sorprendió marmóreo, erguido,
aunque con dos o tres lunares cerca de la base
188
que podrían confundirse con salpicaduras
de sangre.
Mapa de los sentidos humanos, La
isla de las breves ausencias contiene, en
sus escasas pero efectivas páginas, toda
la variedad de las especies que habitan
el universo emotivo, de la misma forma
que una isla concentra, en sus estrechos
límites, la totalidad de los enigmas del
mundo que la circunda.
El octaedro onírico
EDUARDO SABUGAL
Carlos Fuentes, Carolina Grau,
Alfaguara, México, 2010, 184 p.
La estructura del libro cruza los ocho
cuentos en historias independientes
que sin embargo no pueden ser leídas
como autónomas, pues constituyen un
juego de espejos, un recorrido por ocho
pasajes en una suerte de sueño
paradójico o lúcido, en donde mediante
la problematización de la identidad de
Carolina Grau Fuentes consigue un
fuerte efecto de irrealidad al tiempo que
de autoexplicación narratológica,
especie de partenogénesis autorial y
narrativa.
Y es que en “El arquitecto del
Castillo de If ” el personaje se pregunta ¿para quién y para qué trabaja? La
labor escritural del autor modelo de
este libro es igualmente fortuita, la
ingeniería narrativa del libro es también una cárcel contradictoria, en
donde parece incompatible escribir un
libro de cuentos para aprisionar personajes al mismo tiempo que se realiza
esa escritura en nombre de la libertad
amorosa. “¿Cómo terminar la obra sin
perder a Carolina Grau?”, se pregunta
el arquitecto en ese cuento, y es también
la pregunta que seguramente atraviesa
todo el libro en la mente del lector y del
propio autor. Porque al final, el desenlace paradójico, nos revela que en efecto Carolina se pierde, que las ficciones
sugeridas
por
Fuentes
son
insoportablemente divergentes de la
existencia unitaria, etiquetada en identidades fijas, insertada en un tiempo.
Ese placer de shock, asumir esa diferencia, es el que logra la lectura de
Carolina Grau, con el efecto de develación misteriosa, como si se tratara de
una ensoñación, un sommeil paradoxal.
No en vano Fuentes cita a Mesmer con
su hipnosis inverosímil y a
Swedenborg con su eternidad igualmente inverosímil y tan cercana a la
aspiración poética de un William
Blake.
En ese sentido el autor modelo, el
dueño de la casa, el narrador de Carolina
Grau (que no necesariamente es
Fuentes ya se sabe), se asemeja a una
providencia omnisciente que cifra sus
personajes fantasmales y sus historias
contradictorias en una suerte de clave
filosófica casi esotérica, y por eso
mismo nos recuerda lo mejor de
Salvador Elizondo. Una escritura hipnótica que requiere de una abstracción
similar a la que usaríamos para leer un
ensayo filosófico y entender el tiempo
inmóvil, el movimiento de la arquitectura y la escritura.
Además de un tributo a Alejandro
Dumas y a su libro El conde de
Montecristo, Fuentes pretende escribir
un libro como desde una celda, en
donde todo pueda ir pero irremediablemente regresar a esta prisión isleña,
en un vaivén hipnótico. En “El prisionero del castillo de If ”, el abate
Faría y Edmundo Dantés son la
primera pareja de personajes masculinos que gravitarán en torno de
Carolina, encerrados en la celda 34,
inaugurarán la primera evasión pensada y sugerida en el libro, dependiendo
casi exclusivamente del azar.
Uno de los temas recurrentes en el
libro son las formas del encarcelamiento, la prisión de la genealogía y el
amor, por ejemplo, y nuestra imposibilidad para conseguir la liberación,
para huir definitivamente del otro, y,
de poder hacerlo, no saber qué hacer
con el triunfo de la fuga, de ese segundo nacimiento, con esa capacidad salamandrina. Como el mismo Edmundo
Dantés que “no habría sabido qué
hacer con la libertad”.
En “Brillante” los satélites masculinos que acosan a Carolina son el padre
y el hijo, Juan Jacobo y Brillante. En
189
una casa en donde no hay fotos, para
que el hijo no tenga ningún tipo de
reminiscencia, Carolina intenta liberar
a su hijo a la pureza de su imaginación. Espantada de la paulatina
invasión que el padre opera en él,
haciendo que Brillante hable con una
voz cada vez más parecida a la de su
padre, a la del esposo muerto, a la del
amante.
Pero finalmente el niño entra tarde
o temprano en la guerra del mundo.
“Era como una lucha encarnizada
entre lo que se queda y lo que va
pasando, como si abandonar la infancia fuese un segundo parto, más
doloroso que el de la madre, porque
esta vez es el hijo quien se da a luz a sí
mismo…” Y es que esta guerra consistía en ir escribiendo los propios desengaños, las alegrías y los accidentes,
de forma secreta, velada, sólo que el
personaje de Fuentes es justo un niño
velado que verá salir al padre del portarretratos que hay en su prisión hogareña.
Justo en el último cuento, el padre
emprende el camino de regreso, tras
haber leído los ocho lados del laberinto,
que son los ocho años que lleva muerto, y mirará al hijo con su veladura
dorada. Justo esa invasión completa
un movimiento de reversibilidad que
parece anunciarse en todo el libro. El
hombre que regresa de otra dimensión
encuentra a Carolina debatiéndose en
un espacio neutro, el espacio del entre,
haciéndose preguntas ociosas pero
190
fatales. “¿Cuál de los dos va a morir
antes? ¿Moriremos al mismo tiempo,
madre e hijo? Si muere el niño, ¿se convertirá en hombre? ¿Si muere el hombre, se convertirá en niño? Si muero yo,
¿quién lo cuidará?”
Esa misma reversibilidad que Gilles
Deleuze analizaba a propósito de la
Alicia de Caroll. No es sólo la potencia
y el acto aristotélicos, sino una relación
de modulación imperceptible. Para
Deleuze la verdadera aventura de
Alicia es “su subida a la superficie, su
repudio de la falsa profundidad, su
descubrimiento de que todo ocurre en
la frontera”.*
Y es que justamente la fotografía
del amante muerto de Carolina funciona como el espejo de Alicia: frontera
como de una piel que no es ni profundidad ni superficialidad sino un entre,
sustrato y mutación. Y eso también
aplica para lo temporal. Así, Fuentes
escribe: “La memoria puede ser una
trampa que, creyéndose reminiscencia,
en realidad es premonición.” Y más
adelante: “No sólo eres lo que serás
sino lo que has sido.”
Carolina, como Alicia, se da cuenta
de que los acontecimientos son como los
cristales, que ocurren sobre los bordes.
Hay un canibalismo simbólico en ese
cuento, para regular los intercambios.
Ella, Carolina Grau, la madre, se come
al hijo que está a punto de transmutarse corporalmente en el padre. En esa
pequeña muerte, ella confiesa: “Sólo
quedaba la cabeza de niño fuera de mi
hambre, brillante, suplicante, tierna,
asustada, adolorida, incomprensible,
ausente de mi afán de matar al padre
que lo engendró.”
Esa situación fronteriza, de estar
justo en medio de dos cosas que están
comenzando a crecer y desaparecer,
confundiéndose, aparece también en el
siguiente cuento, “El hijo pródigo”,
donde la identidad sigue problematizándose: la pregunta “¿quién era
yo?” se repite sin encontrar nunca una
respuesta. ¿Cuándo empieza algo a ser
ese algo? Así como era imposible que la
Alicia de Caroll supiera cuándo crecía o
cuándo decrecía, también las cosas o
los estados de las cosas, en el texto de
Fuentes, siempre están en una
ambigüedad similar. Siempre se puede
decir “gracias” o “perdón”, como si
fueran intercambiables. No sabemos si
a ella le crece o le desaparece el pelo:
“ese secreto nacimiento (¿o sería extinción?) de su cabellera”.
Carolina aquí es como una Eva en el
paraíso perdido, o una Alicia de Caroll
trasladada a otra geografía, porque
Carolina Grau, ante los ojos del personaje masculino, de pronto es también una
niña corriendo con un aro. Como el
Zaratustra de Nietzsche, él hace el
viaje de la montaña al pueblo:
191
“Descendí al pueblo con esas palabras
agudas en mi oído —no eres el mismo—. ¿Quién era entonces ‘el mismo’,
el idéntico?” Podemos ver aquí los tres
niveles lacanianos (lo real, lo imaginario, lo simbólico), y también a
Zaratustra.
Fuentes nos arroja la interrogación,
cuál de las dos opciones es la más peligrosa, la otredad o la mismidad; el je o
el moi, que Lacan distingue en el sustrato lingüístico ontológico del
francés. La disyuntiva en este cuento
es entre el ermitaño y su sabiduría,
contra el conocimiento colectivo de la
sociedad. Ser montaña o ser río,
dejarse sucumbir en esos extremos o
bien instalarse en un espacio neutro
carente de tensión. El hijo pródigo
(bíblico desde luego) se construye aquí
contra la figura del apestado, el arrimado. ¿En qué momento uno deja de
ser uno para convertirse en el otro?
Hacia el final de este cuento hay un
cambio
de
focalización,
narratológicamente hablando, y un
sabotaje temporal, el personaje se ve a
sí mismo en el pasado y en el futuro. Se
instala narrativamente un mundo
paradojal propio de Carolina Grau, de
la niña Eva, de la Alicia niña, en las
casillas que Fuentes imagina como
cuevas.
Así como la montaña y el río forman una dicotomía, en “Olmeca” se
plantea esa otra forma dicotómica del
encarcelamiento entre el ser cercado
por la luz o por la oscuridad. En este
192
cuento, que es el cuarto en orden
cronológico, las palabras “Alma.
Ánima. Espíritu” son palabras prohibidas. Aquí Carolina se transforma
en una mujer indígena que se interroga por el revés del encierro, ¿qué será
eso que no es encierro?, y en el fondo es
la pregunta por el afuera. Los límites
entre el adentro y el afuera nuevamente como tema filosófico.
Es justo el tema de la invaginación:
lograr ese sistema de pliegues en donde
lo externo se transforma en lo interno.
Carolina Grau, personaje-forma vaginal que todo lo expulsa desde el interior y todo lo interioriza desde el exterior
con una humedad mortal. La selva y la
pirámide, lo vegetal y lo mineral, dos
polos que en ella, gran mujer preadánica, se confunden gracias a su
poder vaginal. “¿Por qué hablo de un
‘afuera’ si todo está adentro?”, se
interroga la mujer, transfigurando
todo el espacio, logrando con su ser,
con su cuerpo (de posible madre y de
posible asesina) disolver las dicotomías
del arriba y el abajo, del ascender y
descender, del alma y del cuerpo, del
tiempo y del siempre.
El hombre, el colonizador, el
europeo, enfrentado a esta fuerza
dionisiaca del pliegue vaginal, se pregunta “¿No es esto lo que buscaba?
¿Desconocer y ser desconocido?”,
porque después de todo se da cuenta de
que él no sería nada sin ella. La verdad,
aprende el hombre al amar a Carolina,
no sólo es lo que se ve, sino sobre todo
lo que no se ve. En “La tumba de
Leopardi”, ese poder encarnado que representa Carolina Grau le habla al
poeta Giacomo Leopardi mediante una
invasión, diciéndole “Ésta es tu
cabeza. Y yo estoy, desde ahora, en tu
cabeza”. El poeta se confunde con ella,
así como el colonizador se confundía
con lo colonizado. Ella es su pretexto,
mediante ella consigue la unidad.
Mediante la hembra el escritor elimina
la existencia escindida y múltiple.
Piensa “Acaso mi monstruosidad era la
cara paradójica de un despojo que me
obligaba a multiplicar mi persona y
ahora la visión de la mujer ha unificado mi visión de mí mismo”.
Una vez más se sugiere una idea
filosófica, la del mundo encarnado de
Gabriel Marcel; el poema es la encarnación sin muerte, mientras que la
vida del poeta no. La escritura como
encarnación, eso piensa el Leopardi
que escribe gracias a Carolina, pero es
quizá también una declaración de la
poética de Fuentes. El poeta se tortura:
“Mi única mujer es imaginaria: la mujer
que no se encuentra. La vi una vez y
me hago a la idea de que fue la única
vez.” Y es que Carolina, el poder de la
invaginación, no se deja ver ni saber,
late con la fuerza del no saber, se puede
convertir en tierra, en el archipiélago
con forma de Salamandra o en una
visión en el espejo. Otra suerte de
partenogénesis, parecida a la del niño
que se pare a sí mismo para hacerse
hombre, ocurre en el poeta, que elimina
las otras cabezas gracias a esta madre
que le devora.
En el sexto cuento, “Salamandra”,
Fuentes usa al animal mítico para
simbolizar nuevamente la dualidad contradictoria que se disuelve en una
unidad reversible, como el adentro y
afuera de la vagina, sólo que ahora
mediante lo que quema y lo que congela, el frío y el fuego. Pero también
este animal, si uno mira el mapa, es la
forma del sur de Europa: “helada
aunque ardiendo en sí misma”.
Hay que decir que los cuentos que
conforman el último libro de Fuentes
sirven de asíntotas, y como la arquitectura de la cámara del Palazzo Té,
abren “otros espacios en el espacio,
más allá del espacio, para el espacio,
pero también contra el espacio”. Si
bien Carolina es en un principio la
mujer evocada por un preso que pretende escapar de la cárcel para volver a
verla en una isla, esa mujer y esa evocación terminarán por ser sólo falsas
pistas identitarias, para convertirse
sólo en cifras de aproximación.
La transformación de Carolina
Grau a lo largo del libro, de los ocho
cuentos, es un intento por hacer cruzar
una figura evocada e invocada, acaso
los vestigios de una identidad, por
diferentes mapas. Ese intento por surcar diferentes historias con este personaje, de localizarlo en diferentes diégesis, de reajustar su constelación en
diferentes geografías ficcionales y reales. Ese intento coincide con la
193
tentación de olvidar la condición de
humano, unirse a lo que Fuentes
encuentra simbólicamente en la salamandra, ese aspecto tribal, dionisiaco.
Por eso Carolina Grau “podía pasar
por una viajera desconocida vista por
un poeta desde la ventana de una casa
en Recanati, o la sirviente de una pareja de ancianos en una aldea alpina; o
una mujer indígena perdida entre una
selva y una pirámide; o una madre
cuyo hijo crece hasta convertirse en
esto: el marido indeseable que ni
siquiera la mira cuando regresa”. Ella
es todo eso simultáneamente y al
mismo tiempo una mujer que un abate
amó en una novela que nunca fue escrita.
En “El arquitecto del Castillo de
If ”, el séptimo cuento, Carlos Fuentes
parece hablar de su alter ego en tanto
creador, el arquitecto Cayo Morante,
que cuando logra terminar su obra
queda preso dentro de ella, como dentro de una mujer. “El Castillo de If era
un dédalo de pasajes muertos que no
conducían a ninguna parte, salvo a sí
mismos”, justo como los ocho cuentos
que conforman Carolina Grau.
El último cuento es quizás un sueño
que sirve de índice para todo el libro,
“El dueño de la casa”. El escritor confunde recuerdo, imaginación e invención, porque el nutriente mental, el sustrato desde donde fermentan las ideas
que luego serán narradas, está compuesto justamente por el recordar, el
inventar y el imaginar. El dueño de la
194
casa hace eso y construye a partir de
esas tres actividades. Acciones propias
del sueño, de esa parte invernal que
cada uno posee.
Como El hipogeo secreto, de Salvador
Elizondo, Carolina Grau posee dentro
de su estructura la clave para encontrar el dibujo de la misma; son libros
que tienen dentro la óptica del afuera.
En el último cuento se explica el
esqueleto de este libro de ocho cuentos: “Una recámara desordenada, un
lecho revuelto, un sueño pesado y un
pasillo con ocho costados y seis puertas.” En cada puerta, en cada cuento,
una especie de fotograma, de naturaleza muerta, con un fluir inaudible
que nos hace dudar entre lo escenográfico, la pintura y el espejismo.
También como Elizondo, Fuentes
usa la pintura para elucubrar el contenido de la historia dentro de ella.
Fuentes usa una pintura de Zurbarán
en donde un monje escribe: probablemente sea el retrato de fray Gonzalo de
Illescas, sentado en su despacho en
actitud de escribir, pintado en 1639,
aunque es imposible saberlo porque
Fuentes no da más pistas, además de
hacer al monje mostrar el culo y
tirarse un pedo.
La pintura, lo inmediato, se contrapone a la escritura, lo sucesivo. En
esa reunión de lo inmediato y lo sucesivo se plantea una dicotomía más
para acrecentar el leit motiv de la
paradoja en Carolina Grau. Al final, la
realidad de cada diégesis se impone por
sí misma, no sin dejar de sentir cierta
sensación de agrietamiento, de ignorancia. Hay que leer todo el libro,
completo, en su totalidad, para poder
entender cada cuento, “o destapas
todas las cartas o se las devuelves boca
abajo al croupier”. En este cuento (el
último aunque también el primero) es
cuando él, el amante de Carolina, logra
deslizarse por uno de los bordes del
cristal, y, desde las últimas hojas del
libro, atraviesa la fotografía para ver cara a cara a su hijo, que brilla confundido.
195
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