Alcaldía de Maracaibo Rubén Darío Poemas y obra selecta Alcaldía de Maracaibo -Poemas -Cantos de vida y esperanza - Azul Rubén Dario POEMAS ************************** LA BAILARINA DE LOS PIES DESNUDOS Iba en un paso rítmico y felino a avances dulces, ágiles o rudos, con algo de animal y de divino, la bailarina de los pies desnudos. Su falda era la falda de las rosas, en sus pechos había dos escudos... Constelada de casos y de cosas.... La bailarina de los pies desnudos. Bajaban mil deleites de los senos hacia la perla hundida del ombligo, e iniciaban propósitos obscenos azúcares de fresa y miel de higo. A un lado de la silla gestatoria estabas mis bufones y mis mudos... ¡Y era toda Selene y Anactoria la bailarina de los pies desnudos! PEGASO Cuando iba yo a montar ese caballo rudo y tembloroso, dije: "La vida es pura y bella". Entre sus cejas vivas vi brillar una estrella. El cielo estaba azul, y yo estaba desnudo. Sobre mi frente Apolo hizo brillar su escudo, y de Belerofonte logré seguir la huella. Toda cima es ilustre si Pegaso la sella, y yo, fuerte, he subido donde Pegaso pudo. Yo soy el caballero de la humana energía yo soy el que presenta su cabeza triunfante coronada con el laurel del Rey del día; domador del corcel de cascos de diamante, voy en un gran volar, con la aurora por guía, ¡adelante en el vasto azur, siempre adelante! 1 +no es azul A COLÓN (1892) ¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América, tu india virgen y hermosa de sangre cálida, la perla de tus sueños, es una histérica de convulsivos nervios y frente pálida. Un desastroso espíritu posee tu tierra; donde la tribu unida blandió sus mazas, hoy se enciende entre hermanos perpetua guerra, se hieren y destrozan las mismas razas. Al ídolo de piedra reemplaza ahora el ídolo de carne que se entroniza, y cada día alumbra la blanca aurora en los campos fraternos sangre y ceniza. Desdeñando a los reyes nos dimos leyes al son de los cañones y los clarines, y hoy al favor siniestro de negros beyes fraternizan los Judas con los Caínes. Bebiendo la esparcida savia francesa con nuestra boca indígena semiespañola día a día cantamos la Marsellesa para acabar danzando la Carmañola. Las ambiciones pérfidas no tienen diques, soñadas libertades yacen deshechas: ¡Eso no hicieron nunca nuestros Caciques, a quienes las montañas daban las flechas! Ellos eran soberbios, leales y francos, ceñidas las cabezas de raras plumas; ¡ojalá hubieran sido los hombres blancos como los Atahualpas y Moctezumas! Cuando en vientres de América cayó semilla de la raza de hierro que fue de España, mezcló su fuerza heroica la gran Castilla con la fuerza del indio de la montaña. ¡Plugiera a Dios las aguas antes intactas no reflejaran nunca las blancas velas; 2 ni vieran las estrellas estupefactas arribar a la orilla tus carabelas! Libres como las águilas, vieran los montes pasar los aborígenes por los boscajes, persiguiendo los pumas y los bisontes con el dardo certero de sus carcajes. Que más valiera el jefe rudo y bizarro que el soldado que en fango sus glorias finca, que ha hecho gemir al Zipa bajo su carro o temblar las heladas momias del Inca. La cruz que nos llevaste padece mengua; y tras encanalladas revoluciones, la canalla escritora mancha la lengua que escribieron Cervantes y Calderones. Cristo va por las calles flaco y enclenque, Barrabás tiene esclavos y charreteras, y las tierras del Chibcha, Cuzco y Palenque han visto engalonadas a las panteras. Duelos, espantos, guerras, fiebre constante en nuestra senda ha puesto la suerte triste: ¡Cristóforo Colombo, pobre almirante, ruega a Dios por el mundo que descubriste!! A FRANCIA ¡Los bárbaros, Francia! ¡Los bárbaros, cara Lutecia! Bajo áurea rotonda reposa tu gran paladín. Del cíclope al golpe ¿qué pueden las risas de Grecia? ¿Qué pueden las Gracias, si Herakles agita su crin? En las locas faunalias no sientes el viento que arrecia, el viento que arrecia del lado del férreo Berlín, y allí, bajo el templo que tu alma pagana desprecia, tu vate, hecho polvo, no puede sonar su clarín. Suspende, Bizancio, tu fiesta mortal y divina, ¡oh Roma, suspende la fiesta divina y mortal! Hay algo que viene como una invasión aquilina que aguarda temblando la curva del Arco Triunfal. ¡Tannhauser! resuena la marcha marcial y argentina, y vese a lo lejos la gloria de un casco imperial. 3 YO SOY AQUEL (1904) Yo soy aquel que ayer no más decía el verso azul y la canción profana, en cuya noche un ruiseñor había que era alondra de luz por la mañana. El dueño fui de mi jardín de sueño lleno de rosas y de cisnes vagos; el dueño de las tórtolas, el dueño de góndolas y liras en los lagos; y muy siglo diez y ocho y muy antiguo y muy moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, y una sed de ilusiones infinita. Yo supe de dolor desde mi infancia, mi juventud...¿fue juventud la mía? Sus rosas aún me dejan la fragancia... una fragancia de melancolía... Potro sin freno se lanzó mi instinto, mi juventud montó potro sin freno; iba embriagada y con puñal al cinto; si no cayó, fue porque Dios es bueno. En mi jardín se vio una estatua bella; se juzgó mármol y era carne viva; un alma joven habitaba en ella, sentimental, sensible, sensitiva. Y tímida ante el mundo, de manera que encerrada en silencio no salía sino cuando en la dulce primavera era la hora de la melancolía... Hora de ocaso y de discreto beso: hora crespuscular y de retiro: hora de madrigal y de embeleso, de "te adoro", de "¡ay!" y de suspiro. Y entonces era en la dulzaina un juego de misteriosas gamas cristalinas, un renovar de notas del Pan griego y un desgranar de músicas latinas, con aire tal y con ardor tan vivo, que a la estatua nacían de repente 4 en el muslo viril patas de chivo y dos cuernos de sátiro en la frente. Como la Galatea gongorina me encantó la marquesa verleniana, y así juntaba a la pasión divina una sensual hiperestesia humana; todo ansia, todo ardor, sensación pura y vigor natural; y sin falsía, y sin comedia y sin literatura... si hay un alma sincera, ésa es la mía. La torre de marfil tentó mi anhelo; quise encerrarme dentro de mí mismo, y tuve hambre de espacio y sed de cielo desde las sombras de mi propio abismo. Como la esponja que la sal satura con el jugo del mar, fue el dulce y tierno corazón mío, henchido de amargura por el mundo, la carne y el infierno. Más, por gracia de Dios, en mi conciencia el Bien supo elegir la mejor parte; y si hubo áspera hiel en mi existencia, melificó toda acritud el Arte Mi intelecto libré de pensar bajo, bañó el agua castalia el alma mía, peregrinó mi corazón y trajo de la sagrada selva la armonía. ¡Oh, la selva sagrada! ¡Oh, la profunda emanación del corazón divino de la sagrada selva! ¡Oh, la fecunda fuente cuya virtud vence al destino! Bosque ideal que lo real complica, allí el cuerpo arde y vive y Psíquis vuela; mientras abajo el sátiro fornica, ebria de azul deslíe Filomela perla de ensueño y música amorosa, en la cúpula en flor del laurel verde, Hipsipila sutil liba en la rosa, y la boca del fauno el pezón muerde. Allí va el dios en celo tras la hembra, 5 y la caña de Pan se alza del lodo; la eterna vida sus semillas siembra, y brota la armonía del gran Todo. El alma que entra allí debe ir desnuda, temblando de deseo y fiebre santa, sobre cardo heridor y espina aguda: así sueña, así vibra y así canta. Vida, luz y verdad, tal triple llama produce la interior llama infinita: el Arte puro como Cristo exclama: ¡Ego sum lux et veritas et vita! Y la vida es misterio, la luz ciega y la verdad inaccesible asombra; la adusta perfección jamás se entrega, y el secreto ideal duerme en la sombra. Por eso, ser sincero es ser potente: de desnuda que está brilla la estrella; el agua dice el alma de la fuente es la voz de cristal que fluye de ella. Tal fue mi intento, hacer del alma pura mía, una estrella, una fuente sonora, con el horror de la literatura y loco de crespúsculo y de aurora. Del crepúsculo azul que da la pauta que los celestes éxtasis inspira, bruma y tono menor -¡toda la flauta!, y Aurora, hija del Sol -¡toda la lira! Pasó una piedra que lanzó una honda; pasó una flecha que aguzó un violento. La piedra de la honda fue a la onda, y la flecha del odio fuese al viento. La virtud está en ser tranquilo y fuerte; con el fuego interior todo se abrasa; se triunfa del rencor y de la muerte, y hacia Belén... ¡la caravana pasa! 6 ELEGIA PAGANA ¿Sabéis? La rusa, la soberbia y blanca rusa que danzó en Buenos Aires, feliz como una musa enamorada, y sonrió mucho, y partió luego a dar sol a sus rosas al Paraguay de fuego. La rusa más hermosa de las rusas viajeras, manzana matutina, flor de las primaveras, diamante de los popes y perla de los zares; la rusa que tenía su ramo de azahares fresco para la fiesta nupcial, Mima, no existe... Que Menalcas, llorando, rompa la flauta triste; que en desagravio a Venus se maten mis palomas; rómpase el vaso alegre y los frascos de aromas; y vierta el dulce Véspero su elegía nocturna, su elegía de oro dolorosa, en la urna en que descansa aquella gentil carne divina. No descansa. En el lago de la muerte patina la regia rusa, brillan sus patines de plata al halago lunar. Mágica serenata hacer sonar un ruiseñor en lo invisible, y Mima es ya princesa de un imperio imposible. La llamaron las voces de un coro de rusalcas; partió, y echó en olvido la flauta de Menalcas, los azahares y las tórtolas sonoras. ¿Recuerdas aquel día, amante que la lloras, en que gozosa y orgullosa fue mi rima encadenada al libro con un guante de Mima? Propiciatoriamente, yo invocaba a Himeneo... Aún veo el libro todo blanco y oro. Aún veo una noche a la eslava que tú adoraste ciego, digna de amor latino, como de culto griego, pues la petersburguesa, parisiense y latina tuvo todas las gracias, y además, la argentina. Como la Diana de Falguière, ella ha partido, virgen a lanzar flechas al bosque del olvido. Como la Diana de Falguiére, blanca y pura a cazar imposibles entre la selva obscura. 7 METEMPSICOSIS Yo fui un soldado que durmió en el lecho de Cleopatra la reina. Su blancura y su mirada astral y omnipotente. Eso fue todo. ¡Oh, mirada! ¡Oh, blancura! y ¡oh, aquel lecho en que estaba radiante la blancura! ¡Oh, la rosa marmórea omnipotente! Eso fue todo. Y crujió su espinazo por mi brazo; y yo, liberto, hice olvidar a Antonio (¡oh, el lecho y la mirada y la blancura) Eso fue todo. Yo, Rufo Galo, fui soldado, y sangre tuve de Galia, y la imperial becerra me dio un minuto audaz de su capricho. Eso fue todo. ¿Por qué en aquel espasmo las tenazas de mis dedos de bronce no apretaron el cuello de la blanca reina en broma? Eso fue todo. Yo fui llevado a Egipto. La cadena tuve al pescuezo. Fui comido un día por los perros. Mi nombre, Rufo Galo. Eso fue todo. LETANÍAS DE NUESTRO SEÑOR, DON QUIJOTE Rey de los hidalgos, señor de los tristes, que de fuerza alientas y de ensueños vistes, coronado de áureo yelmo de ilusión; que nadie ha podido vencer todavía, por la adarga al brazo, toda fantasía, y la lanza en ristre, toda corazón. Noble peregrino de los peregrinos, que santificaste todos los caminos con el paso augusto de tu heroicidad, contra las certezas, contra las conciencia 8 y contra las leyes y contra las ciencias, contra la mentira, contra la verdad... Caballero errante de los caballeros, barón de varones, príncipe de fieros, par entre los pares, maestro ¡salud! ¡Salud, porque juzgo que hoy muy poca tienes entre los aplausos o entre los desdenes, y entre las coronas y los parabienes y las tonterías de la multitud! ¡Tú, para quien pocas fueron las victorias antiguas, y para quien clásicas glorias serían apenas de ley y razón, soportas elogios, memorias, discursos, resistes certámenes, tarjetas, concursos y teniendo a Orfeo, tienes a orfeón! Escucha, divino Rolando del sueño, a un enamorado de tu Clavileño, y cuyo Pegaso relincha hacia tí; escucha los versos de estas letanías. hechos con las cosas de todos lo días y con otras que en lo misterioso ví. ¡Ruega por nosotros, hambrientos de vida, con el alma a tientas, con la fe perdida, llenos de congojas y faltos de sol, por advenedizas almas de manga ancha, que ridiculizan el ser de la Mancha, el ser generoso y el ser español! ¡Ruega por nosotros que necesitamos las mágicas rosas, los sublimes ramos de laurel! Pro nobis ora, gran señor. (Tiemblan las florestas de laurel del mundo, y antes que tu hermano vago, Segismundo, el pálido Hamlet te ofrece una flor). Ruega generoso, piadoso, orgulloso; ruega, casto, puro, celeste, animoso: por nos intercede, suplica por nos pues casi ya estamos sin savia, sin brote, sin alma, sin vida, sin luz, sin Quijote, sin pies y sin alas, sin Sancho y sin Dios. De tantas tristezas, de dolores tantos, 9 de los superhombres de Nietzsche, de cantos áfonos, recetas que firma un doctor, de las epidemias de horribles blasfemias de las Academias, ¡líbranos, señor! De rudos malsines, falsos paladines, y espiritus finos y blandos y ruines, del hampa que sacia su canallocracia con burlar la gloria, la vida, el honor, del puñal con gracia, ¡líbranos, señor! Noble peregrino de los peregrinos, que santificaste todos los caminos con el paso augusto de tu heroicidad, contra las certezas, contra las conciencias y contra las leyes y contra las ciencias, contra la mentira, contra la verdad.... Ora por nosotros, señor de los tristes, que de fuerza alientas y de ensueños vistes, coronado de áureo yelmo de ilusión; que nadie ha podido vencer todavía, por la adarga al brazo, toda fantasía, ¡y la lanza en ristre, toda corazón! NOCTURNO Los que auscultásteis el corazón de la noche, los que por el insomnio tenaz habéis oído el cerrar de una puerta, el resonar de un coche lejano, un eco vago, un ligero ruido... En los instantes del silencio misterioso, cuando surgen de su prisión los olvidados, en la hora de los muertos, en la hora del reposo, sabréis leer estos versos de amargor impregnados... Como en un vaso vierto en ellos mis dolores de lejanos recuerdos y desgracias funestas, y las tristes nostalgias de mi alma, ebria de flores, y el duelo de mi corazón, triste de fiestas. 10 Y el pesar de no ser lo que yo hubiera sido, la pérdida del reino que estaba para mí, el pensar que un instante, pude no haber nacido, y el sueño que es mi vida desde que yo nací. Todo esto viene en medio del silencio profundo en que la noche envuelve la terrena ilusión, y siento como un eco del corazón del mundo que penetra y conmueve mi propio corazón. ANANKÉ Y dijo la paloma: - Yo soy feliz. Bajo el inmenso cielo, en el árbol en flor, junto a la poma llena de miel, junto al retoño suave y húmedo por las gotas de rocío, tengo mi hogar. Y vuelo con mis anhelos de ave, del amado árbol mío hasta el bosque lejano, cuando al himno jocundo del despertar de Oriente, sale el alba desnuda y muestra al mundo el pudor de la luz sobre su frente, Mi ala es blanca y sedosa; la luz la dora y baña y céfiro la peina; son mis pies como pétalos de rosa. Yo soy la dulce reina que arrulla a su palomo en la montaña. En el fondo del bosque pintoresco está el alerce en que formé mi nido: y tengo allí, bajo el follaje fresco, un polluelo sin par, recién nacido. Soy la promesa alada, el juramento vivo; soy quien lleva al recuerdo de la amada para el enamorado pensativo; yo soy la mensajera de los tristes y ardientes soñadores, que va a revolotear diciendo amores junto a una perfumada cabellera. Soy el lirio del viento. Bajo el azul del hondo firmamento muestro de mi tesoro bello y rico las preseas y galas: 11 el arrullo en el pico, la caricia en las alas. Yo despierto a los pájaros parleros y entonan sus melódicos cantares; me poso en los floridos limoneros y derramo una lluvia de azahares. Yo soy toda inocente, toda pura. Yo me esponjo en las ansias del deseo. Y me estremezco en la íntima ternura de un roce, de un rumor, de un aleteo. ¡Oh, inmenso azul! Yo te amo. Porque a Flora das la lluvia y el sol siempre encendido; porque siendo el palacio de la aurora, también eres el techo de mi nido. ¡Oh, inmenso azul! Yo te adoro tus celajes risueños y esa niebla sutil de polvo de oro donde van los perfumes y los sueños. Amo los velos tenues, vagarosos, de las flotantes brumas, donde tiendo a los aires cariñosos el sedeño abanico de mis plumas. ¡Soy feliz! Porque es mía la floresta donde el misterio de los nidos se halla; porque el alba es mi fiesta y el amor mi ejercicio y mi batalla. Feliz, porque de dulces ansias llena, calentar mis polluelos es mi orgullo; porque en las selvas vírgenes resuena la música celeste de mi arrullo; porque no hay un rosa que no me ame, ni pájaro gentil que no me escuche, ni garrido cantor que no me llame. - ¿Sí?- dijo entonces un gavilán infame, y con furor se la metió en el buche. Entonces el buen Dios, allá en su trono (mientras Satán, por distraer su encono aplaudía a aquel pájaro zahareño) se puso a meditar. Arrugó el ceño, y pensó, al recordar sus vastos planes, y recorrer sus puntos y sus comas, que cuando creó palomas no debía haber creado gavilanes. 12 VERSOS DE OTOÑO Cuando mi pensamiento va hacia tí, se perfuma; tu mirar es tan dulce, que se torna profundo. Bajo tus pies desnudos aún hay blancor de espuma, y en tus labios compendias la alegría del mundo. El amor pasajero tiene el encanto breve, y ofrece un igual término para el gozo y la pena. Hace una hora que un nombre grabé en la nieve: hace un minuto dije mi amor sobre la arena. Las hojas amarillas caen en la alameda, en donde vagan tantas parejas amorosas. Y en la copa de Otoño un vago vino queda en que han de deshojarse, Primavera, tus rosas. SALUTACIÓN DEL OPTIMISTA (1905) Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve! Porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos lenguas de gloria. Un vasto rumor llena los ámbitos; mágicas ondas de vida van renaciendo de pronto: retrocede el olvido, retrocede engañada la muerte; se anuncia un reino nuevo, feliz sibila sueña y en la caja pandórica de que tantas desgracias surgieron encontramos de súbito, talismánica, pura, riente, cual pudiera decirla en sus versos Virgilio divino, la divina reina de luz, ¡la celeste Esperanza! Pálidas indolencias, desconfianzas fatales que a tumba o a perpetuo presidio condenásteis al noble entusiasmo, ya veréis salir del sol en un triunfo de liras, mientras dos continentes, abonados de huesos gloriosos, del Hércules antiguo la gran sombra soberbia evocando, digan al orbe: la alta virtud resucita que a la hispana progenie hizo dueña de siglos. Abominad la boca que predice desgracias eternas, abominad los ojos que ven sólo zodíacos funestos, abominad las manos que apedrean las ruinas ilustres o que la tea empuñan o la daga suicida. Siéntense sordos ímpetus en las entrañas del mundo, la inminencia de algo fatal hoy conmueve la tierra: fuertes colosos caen, se desbandan bicéfalas águilas, 13 y algo se inicia como vasto social cataclismo sobre la faz del orbe. ¿Quién dirá que las savias dormidas no despierten entonces en el tronco del roble gigante bajo el cual se exprimió la ubre de la loba romana? ¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos y que al alma española juzgase áptera y ciega y tullida? No es Babilonia, ni Nínive enterrada en olvido y en polvo ni entre momias y piedras reina que habita el sepulcro, la nación generosa, coronada de orgullo inmarchito, que hacia el lado del alba fija las miradas ansiosas, ni la que tras los mares en que yace sepulta la Atlántida, tiene su coro de vástagos, altos, robustos y fuertes. Unanse, brillen, secúndense tantos vigores dispersos: formen todos un solo haz de energía ecuménica. Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas, muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo. Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente que regará lenguas de fuego en esa epifanía. Juntas las testas ancianas ceñidas de líricos lauros y las cabezas jóvenes que la alta Minerva decora, así los manes heroicos de los primitivos abuelos, de los egregios padres que abrieron el surco pristino, sientan los soplos agrarios de primaverales retornos y el rumor de espigas que inicidó la labor triptolémica. Un continente y otro renocando las viejas prosapias, en espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua, ven llegar el momento en que habrán de cantar nuevos himnos. La latina estirpe verá la gran alba futura, en un trueno de música gloriosa, millones de labios saludarán la espléndida luz que vendrá del Oriente, Oriente augusto en donde todo lo cambia y renueva la eternidad de Dios, la actividad infinita. Y así sea Esperanza la visión permanente en nosotros, ¡ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda! RESPONSO A VERLAINE (1896) Padre y maestro mágico, liróforo celeste que al instrumento olímpico y a la siringa agreste diste tu acento encantador; ¡Panida! Pan tú mismo, que coros condujiste hacia el propíleo sacro que amaba tu alma triste, ¡al son del sistro y del tambor! 14 Que tu sepulcro cubra de flores Primavera, que se humedezca el áspero hocico de la fiera, de amor, si pasa por allí: que el fúnebre recinto visite Pan bicorne; que de sangrientas rosas el fresco abril te adorne y de claveles de rubí. Que si posarse quiere sobre la tumba el cuervo, ahuyenten la negrura del pájaro protervo el dulce canto de cristal que Filomela vierta sobre tus tristes huesos, o la armonía dulce de risas y de besos de culto oculto y florestal. Que púberes canéforas te ofrenden el acanto, que sobre tu sepulcro no se derrame el llanto, sin rocío, vino, miel; que el pámpano allí brote, las flores de Citeres, ¡y que se escuchen vagos suspiros de mujeres bajo un simbólico laurel! Que si un pastor su pífano bajo el frescor del haya, en amorosos días, como en Virgilio, ensaya, tu nombre ponga en la canción; y que la virgen náyade cuando ese nombre escuche con ansias y temores entre las linfas luche llena de miedo y de pasión. De noche en la montaña, en la negra montaña de las Visiones, pase gigante sombra extraña, sombra de un Sátiro espectral; que ella al centauro adusto con su grandeza asuste; de una extrahumana flauta la melodía ajuste a la harmonía sideral Y huya el tropel equino por la montaña vasta; tu rostro de ultratumba bañe la luna casta de compasiva y blanca luz; y el Sátiro contemple sobre un lejano monte una cruz que se eleve cubriendo el horizonte ¡y un resplandor sobre la cruz! LA ROSA NIÑA Cristal, oro y rosa. Alba en Palestina. Salen los tres reyes de adorar al Rey, flor de infancia llena de una luz divina 15 que humaniza y dora la mula y el buey. Baltasar medita, mirando la estrella que guía en la altura. Gaspar sueña en la visión sagrada. Melchor ve en aquella visión, la llegada de un mágico bien. Las cabalgaduras sacuden los cuellos cubiertos de sedas y metales. Frío matinal refresca belfos de camellos húmedos de gracia, de azur y rocío. Las meditaciones de la barba sabia van acompasando los plumajes flavos, los ágiles trotes de potros de Arabia y las risas blancas de negros esclavos. ¿De dónde vinieron a la Epifanía? ¿De Persia? ¿De Egipto? ¿De la India? Es en vano cavilar. Vinieron de la Luz, del Día, del Amor. Inútil pensar, Tertuliano. El fin anunciaban de un gran cautiverio y el advenimiento de un raro tesoro. Traían un símbolo de triple misterio portando el incienso, la mirra y el oro. En las cercanías de Belén se para el cortejo. ¿A causa? A causa de que una dulce niña de belleza rara surge ante los magos, toda ensueño y fe. - ¡Oh, Reyes! -les dice-. Yo soy una niña que oyó a los vecinos pastores cantar, y desde la próxima florida campiña miró vuestro regio cortejo pasar. Yo sé que ha nacido Jesús Nazareno, que el mundo está lleno de gozo por Él, y que es tan rosado, tan lindo y tan bueno, que hace al sol más sol, y a la miel más miel. Aún no llega el día...¿Dónde está el establo? Prestadme la estrella para ir a Belén. No tengáis cuidado que la apague el diablo, con mis ojos puros la cuidaré bien. Los magos quedaron silenciosos. Bella de toda belleza, a Belén tornó 16 la estrella; y la niña llevada por ella, al establo, cuna de Jesús, entró. Pero cuando estuvo junto a aquel infante, en cuyas pupilas miró a Dios arder, se quedó pasmada, pálido el semblante, porque no tenía nada que ofrecer. La Madre miraba su niño-lucero; las dos bestias buenas daban su calor; sonreía el santo viejo carpintero; y la niña estaba temblando de amor. Allí había oro en cajas reales, perfumes en frascos de hechura oriental, inciensos en copas de finos metales, y quesos y flores, y miel de panal. Se puso rosada, rosada, rosada... ante la mirada del niño Jesús. (Felizmente que era su madrina un hada, de Anatole France o el doctor Mardrús). ¡Qué dar a ese niño, qué dar sino ella! ¿Qué dar a ese tierno, divino Señor? Le hubiera ofrecido la mágica estrella, la de Baltasar, Gaspar y Melchor... Más a los influjos del hada amorosa, que supo el secreto de aquel corazón, se fue convirtiendo poco a poco en rosa, en rosa más bella que las de Sarón. La metamorfosis fue santa aquel día (la sombra lejana de Ovidio aplaudía), pues la dulce niña ofreció al Señor, que le agradecía y le sonreía, en la melodía de la Epifanía, su cuerpo hecho pétalos y su alma hecha olor. NOCTURNO Quiero expresar mi angustia en versos que abolida dirán mi juventud de rosas y de ensueños, y la desfloración amarga de mi vida por un vasto dolor y cuidados pequeños. Y el viaje a un vago Oriente por entrevistos barcos, y el grano de oraciones que floreció en blasfemia, 17 y los azoramientos del cisne entre los charcos, y el falso azul nocturno de inquerida bohemia. Lejano clavicordio que en silencio y olvido no diste nunca al sueño la sublime sonata, huérfano esquife, árbol insigne, oscuro nido que suavizó la noche de dulzura de plata... Esperanza olorosa a hierbas frescas, trino del ruiseños primaveral y matinal, azucena tronchada por un fatal destino, rebusca de la dicha, persecución del mal... El ánfora funesta del divino veneno que ha hacer por la vida la tortura interior, la conciencia espantable de nuestro humano cieno y el horror de sentirse pasajero, el horror de ir a tientas en intermitentes espantos, hacia lo inevitable desconocido y la pesadilla brutal de este dormir de llantos de la cual no hay más que Ella que nos despertará! LA CANCIÓN DE LOS PINOS (1907) Oh pinos, oh hermanos en tierra y ambiente, yo os amo. Sois dulces, sois buenos, sois graves. Diríase un árbol que piensa y que siente, mimado de auroras, poetas y aves. Tocó vuestra frente la alada sandalia; habéis sido mástil, proscenio, curul, ¡oh pinos solares, oh pinos de Italia, bañados de gracia, de gloria, de azul! Sombríos, sin oro del sol, taciturnos, en medio de brumas glaciales y en montañas de ensueño, oh pinos nocturnos, ¡oh pinos del norte, sois bellos también! Con gestos de estatuas, de mimos, de actores, tendiendo a la dulce caricia del mar, ¡oh pinos de Nápoles, rodeados de flores! ¡oh pinos divinos, no os puedo olvidar! 18 Cuando en mis errantes pasos peregrinos, la Isla Dorada me ha dado un rincón do soñar mis sueños, encontré los pinos, los pinos amados de mi corazón. Amados por tristes, por blandos, por bellos, por su aroma, aroma de una inmensa flor. por su aire de monjes, sus largos cabellos, sus savias, ruidos y nidos de amor. ¡Oh pinos antiguos que agitara el viento de las epopeyas, amados del sol! ¡Oh líricos pinos del Renacimiento, y de los jardines del suelo español! Los brazos eolios se mueven al paso del aire violento que forma al pasar ruidos de pluma, ruidos de raso, ruidos de agua y espumas de mar. ¡Oh noche en que trajo tu mano, Destino, aquella amargura que aún hoy es dolor! La luna argentaba lo negro de un pino, y fuí consolado por un ruiseñor. Románticos somos... ¿Quién que Es, no es romántico? Aquel que no sienta ni amor ni dolor, aquel que no sepa de beso y de cántico, que se ahorque de un pino: será lo mejor... Yo, no. Yo persisto. Pretéritas normas confirman mi anhelo, mi ser, mi existir. ¡Yo soy el amante de ensueños y formas que viene de lejos y va al porvenir! LOS CISNES (1916) ¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello al paso de los tristes y errantes soñadores? ¿Por qué tan silencioso de ser blanco y ser bello, tiránico a las aguas e impasible a las flores? Yo te saludo ahora como en versos latinos te saludara antaño Publio Ovidio Nasón. Los mismos ruiseñores te cantan los mismos trinos, 19 y en diferentes lenguas es la misma canción. A vosotros mi lengua no debe ser extraña. A Garcilaso vísteis, acaso, alguna vez... Soy un hijo de América, soy un nieto de España... Quevedo pudo hablaros en verso en Aranjuez. Cisnes, los abanicos de vuestras alas frescas den a las frentes pálidas sus caricias más puras y alejan vuestras blancas figuras pintorescas de nuestras mentes tristes las ideas oscuras. Brumas septentrionales nos llenan de tristezas, se mueren nuestras rosas, se agostan nuestras palmas, casi no hay ilusiones para nuestras cabezas, y somos los mendigos de nuestras pobres almas. Nos predican la guerra con águilas feroces, gerifaltes de antaño revienen a los puños, mas no brillan las glorias de las antiguas hoces, ni hay Rodrigos ni Jaimes, ni hay Alfonsos ni Nuños. Faltos de los alientos que dan las grandes cosas ¿qué haremos los poetas sino buscar tus lagos? A falta de laureles son muy dulces las rosas, y a falta de victorias busquemos los halagos. La América española como la España entera fija está en el Oriente de su fatal destino; yo interrogo a la Esfinge que el porvenir espera con la interrogación de tu cuello divino. ¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés? ¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros? ¿Callaremos ahora para llorar después? He lanzado mi grito, Cisnes, entre vosotros, que habéis sido los fieles en la desilusión, mientras siento una fuga de americanos potros y el estertor postrero de un caduco león... ... Y un cisne negro dijo: -"La noche anuncia el día". Y uno blanco: - "La aurora es inmortal, la aurora es inmortal!" ¡Oh tierras de sol y de armonía, aún guarda la esperanza la caja de Pandora! 20 CYRANO EN ESPAÑA He aquí que Cyrano de Bergerac traspasa de un salto el Pirineo. Cyrano está en su casa. ¿No es España, acaso, la sangre vino y fuego? Al gran gascón saluda y abraza el gran manchego. ¿No se hacen en España los más bellos castillos? Roxanas encarnaron con rosas los Murillos, y la hoja toledana que aquí Quevedo empuña conócenla los bravos cadetes de Gascuña. Cyrano hizo su viaje a la Luna; más antes, ya el divino lunático de don Miguel Cervantes pasaba entre las dulces estrellas de su sueño jinete en el sublime pegaso Clavileño. Y Cyrano ha leído la maravilla escrita, y al pronunciar el nombre del Quijote, se quita Bergerac el sombrero; Cyrano Balazote siente que es lengua suya la lengua del Quijote. Y la nariz heroica del gascón se diría que husmea los dorados vinos de Andalucía. Y la espada francesa, por él desenvainada, brilla bien en la tierra de la capa y la espada. ¡Bien venido, Cyrano de Bergerac! Castilla te da su idioma, y tu alma, como tu espada, brilla al sol que allá en tus tiempos no se ocultó en España. Tu nariz y penacho no están en tierra extraña, pues vienes a la tierra de la Caballería. Eres el noble huésped de Calderón. María Roxana te demuestra que lucha la fragancia de las rosas con las rosas de Francia; y sus supremas gracias, y sus sonrisas únicas, y sus miradas, astros que visten negras túnicas, y la lira que vibra en su lengua sonora 21 te dan una Roxana de España, encantadora. ¡Oh poeta! Oh celeste poeta de la facha grotesca! Bravo y noble y sin miedo y sin tacha, príncipe de locuras, de sueños y de rimas: tu penacho es hermano de las más altas cimas, del nido de tu pecho una alondra se lanza, un hada es tu madrina, y es la Deseperanza: y en medio de la selva del duelo y del olvido las nueve musas vendan tu corazón herido. ¿Allá en la Luna hallaste algún mágico prado donde vaga el espíritu de Pierrot desolado? ¿Viste el palacio blanco de los locos del Arte? ¿Fue acaso la gran sombra de Píndaro a encontrarte? ¿Contemplaste la mancha roja que entre las rocas albas, forma el castillo de las Vírgenes locas? ¿Y en un jardín fantástico de misteriosas flores no oiste al melodioso Rey de los ruiseñores? No juzgues mi curiosa demanda inoportuna, pues todas esas cosas existen en la Luna. ¡Bien venido, Cyrano de Bergerac! Cyrano de Bergerac, cadete y amante, y castellano que traes los recuerdos que Durandal abona al país en que aún brillan las luces de Tizona. El Arte es el glorioso vencedor. Es el Arte el que vence el espacio y el tiempo; su estandarte, pueblos, es del espíritu el azul oriflama, ¿Qué elegido no corre si su trompeta llama? Y a través de los siglos se contestan, oíd: La Canción de Rolando y la Gesta del Cid. Cyrano va marchando, poeta y caballero, al redoblar sonoro del grave Romancero. 22 Su penacho soberbio tienes nuestra aureola. Son sus espuelas finas de fábrica española. Y cuando en su balada Rostand teje el envío, creeríase a Quevedo rimando un desafío. ¡Bien venido, Cyrano de Bergerac! No seca el tiempo el lauro: el viejo corral de la Pacheca recibe al generoso embajador del fuerte Molière. En copa gala Tirso su vino vierte. Nosotros exprimimos las uvas de Champaña para beber por Francia y en un cristal de España. EPITALAMIO BÁRBARO El alba aún no aparece en su gloria de oro. Canta el mar con la música de sus ninfas en coro y el aliento del campo se va cuajando en bruma. Teje la náyade el encaje de su espuma y el bosque inicia el himno de sus flautas de pluma. Es el momento en que el salvaje caballero se ve pasar. La tribu aúlla y el ligero caballo es un relámpago, veloz como una idea. A su paso, asustada, se para la marea; la náyade interrumpe la labor que ejecuta y el director del bosque detiene la batuta. -¿Qué pasa?- desde el lecho pregunta Venus bella. Y Apolo: - Es Sagitario que ha robado una estrella. UN SONETO A CERVANTES Horas de pesadumbre y de tristeza paso en mi soledad. Pero Cervantes es buen amigo. Endulza mis instantes ásperos, y reposa mi cabeza. Él es la vida y la naturaleza, regala un yelmo de oros y diamantes a mis sueños errantes. Es para mí: suspira, ríe y reza. Cristiano y amoroso y caballero 23 parla como un arroyo cristalino. Así le admiro y quiero, viendo cómo el destino hace que regocije al mundo entero la tristeza inmortal de ser divino. CARNE DE LA MUJER ¡Carne celeste carne de la mujer! ¡Arcilla! - dijo Hugo-, ambrosía más bien, ¡oh maravilla! La vida se soporta, tan doliente y tan corta, solamente por eso: roce, mordisco o beso en ese pan divino para el cual nuestra sangre es nuestro vino! En ella está la lira, en ella está la rosa, en ella está la ciencia armoniosa, en ella se respira el perfume vital de toda cosa. Eva y Cipris concentran el misterio del corazón del mundo. Cuando el áureo Pegaso en la victoria matinal se lanza con el mágico ritmo de su paso hacia la vida y hacia la esperanza, si alza la crin y las narices hincha y sobre las montañas pone el casco sonoro y hacia la mar relincha, y el espacio se llena de un gran temblor de oro, es que ha visto desnuda a Anadiomena. Gloria, ¡oh Potente a quien las sombras temen! ¡Qué las más blancas tórtolas te inmolen! ¡Pues por ti la floresta está en el polen y el pensamiento en el sagrado semen! Gloria, ¡oh Sublime, que eres la existencia por quien siempre hay futuros en el útero eterno! Tu boca sabe al fruto del árbol de la Ciencia ¡y al torcer tus cabellos apagaste el infierno! Inútil es el grito de la legión cobarde del interés, inútil el progreso 24 yankee, si te desdeña. Si el progreso es de fuego, por tí arde. Toda lucha del hombre va a tu beso, por tí se combate o se sueña! Pues en tí existe Primavera para el triste, labor gozosa para el fuerte, néctar, ánfora, dulzura amable. Porque en tí existe el placer de vivir, hasta la muerte y ante la eternidad de lo probable!... LOS TRES REYES MAGOS - Yo soy Gaspar. Aquí traigo el incienso. Vengo a decir: La vida es pura y bella. Existe Dios. El amor es inmenso. ¡Todo lo sé por la divina Estrella! - Yo soy Melchor. Mi mirra aroma todo. Existe Dios. Él es la luz del día. La blanca flor tiene sus pies en lodo ¡y en el placer hay la melancolía! - Soy Baltasar. Traigo el oro, Aseguro que existe Dios. Él es grande y fuerte. Todo lo sé por el lucero puro que brilla en la diadema de la Muerte. - Gaspar, Melchor y Baltasar, calláos. Triunfa el amor, y a su fiesta os convida. Cristo resurge, hace la luz del caos y tiene la corona de la Vida. LEDA (1892) El cisne en la sombra parece de nieve; su pico es de ámbar del alba al trasluz; el suave crepúsculo que pasa tan breve las cándidas alas sonrosa de luz. Y luego, en las ondas del lago azulado después que la aurora perdió su arrebol, las alas tendidas y el cuello enarcado, el cisne es del plata, bañado de sol. 25 Tal es, cuando esponja las plumas de seda, olímpico pájaro herido de amor, y viola en las linfas sonoras a Leda, buscando su pico los labios en flor. Suspira la bella desnuda y vencida, y en tanto que al aire sus quejas se van, del fondo verdoso de fronda tupida chispean turbados los ojos de Pan. MELANCOLÍA Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía. Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas. Voy bajo tempestades y tormentas ciego de ensueño y loco de armonía. Ese es mi mal. Soñar. La poesía es la camisa férrea de mil puntas cruentas que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas dejan caer las gotas de mi melancolía. Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo; a veces me parece que el camino es muy largo, y a veces que es muy corto... Y en este titubeo de aliento y agonía, cargo lleno de penas lo que apenas soporto. ¿No oyes caer las gotas de mi melancolía? DIVAGACIÓN (Tigre Hotel, diciembre de 1894) ¿Vienes? Me llega aquí, pues que suspiras, un soplo de las mágicas fragancias que hicieron los delirios de las liras en las Grecias, las Romas y las Francias. ¡Suspira así! Revuelen las abejas al olor de la olímpica ambrosía en los perfumes que en el aire dejas; y el dios de piedra que despierte y ría. Y el dios de piedra que despierte y cante 26 la gloria de los tirsos florecientes en el gesto ritual de la bacante de rojos labios y nevados dientes; en el gesto ritual que en las hermosas ninfalias guía a la divina hoguera, hoguera que hace llamear las rosas en las manchadas pieles de pantera. Y pues amas reir, ríe y la brisa lleve el son de los líricos cristales de tu reir, y haga temblar la risa la barba de los Términos joviales. Mira hacia el lado del boscaje, mira blanquear el muslo de marfil de Diana, y después de la Virgen, la Hetaíra diosa, su blanca, rosa y rubia hermana, pasa en busca de Adonis; sus aromas deleitan a las rosas y los nardos: síguela una pareja de palomas, y hay tras ella una fuga de leopardos. ¿Te gusta amar en griego? Yo las fiestas galantes busco, en donde se recuerde, al suave son de rítmicas orquestas la tierra de la luz y el mirto verde. (Los abates refieren aventuras a las rubias marquesas. Soñolientos filósofos defienden las ternuras del amor, con sutiles argumentos, mientras que surge de la verde grama, en la mano el acanto de Corinto, una ninfa a quien puso un epigrama Beuamarchais, sobre el mármol de su plinto. Amo más que la Grecia de los griegos la Grecia de la Francias, porque en Francia, al eco de las Risas y los Juegos su más dulce licor Venus escancia. Demuestran más encantos y perfidias, coronadas de flores y desnudas, las diosas de Clodión que las de Fidias; unas cantan francés, otras son mudas. 27 Verlaine es más que Sócrates; y Arsenio Houssaye supera al viejo Anacreonte. En París reinan el Amor y el Genio: ha perdido su imperio el dios bifronte. Monsieur Prudhomme y Homais no saben nada. Hay Chipres, Pafos, Tempes y Amatuntes, donde al amor de mi madrina, un hada, tus frescos labios a los míos juntes). Sones de bandolín. El rojo vino conduce un paje rojo. ¿Amas los sones del bandolín y un amor florentino? Serás la reina en los decamerones. (Un coro de poetas y pintores cuenta historias picantes. Con maligna sonrisa alegre aprueban los señores Clelia enrojece. Una dueña se signa). ¿O un amor alemán -que no han sentido jamás los alemanes-? La celeste Gretchen; claro de luna; el aria; el nido del ruiseñor; y en una roca agreste, la luz de nieve que del cielo llega y baña a una hermosura que suspira la queja vaga que a la noche entrega Loreley en la lengua de la lira. Y sobre el agua azul el caballero Lohengrín; y su cisne, cual si fuese un cincelado témpano viajero, con su cuello enarcado en forma de S. Y del divino Enrique Heine un canto, a la orilla del Rhin; y del divino Wolfang la larga cabellera, el manto; y de la uva teutona, el blanco vino O amor lleno de sol, amor de España amor lleno de púrpuras y oros: amor que da el clavel, la flor extraña regada con la sangre de los toros; flor de gitanas, flor que amor recela. amor de sangre y luz, pasiones locas; flor que trasciende a clavo y a canela, 28 roja cual las heridas y las bocas. ¿Los amores exóticos acaso?... Como rosa de Oriente me fascinas: me deleitan la seda, el oro, el raso. Gautier adoraba a las princesas chinas. ¡Oh bello amor de mil genuflexiones: torres de kaolín, pies imposibles, tazas de té, tortugas y dragones, y verdes arrozales apacibles! Ámame en chino, en el sonoro chino de Li-Tai-Pe. Yo igualaré a los sabios poetas que interpretan el destino; madrigalizaré junto a tus labios. Diré que eres más bella que la luna: que el tesoro del cielo es menos rico que el tesoro que vela la importuna caricia de marfil de tu abanico. Ámame, japonesa, japonesa antigua, que no sepa de naciones occidentales; tal una princesa con las pupilas llenas de visiones, que aun ignorase en la sagrada Kioto, en su labrado camarín de plata ornado al par de crisantemo y loto la civilización de Yamagata. O con amor hindú que alza sus llamas en la visión suprema de los mitos, y hace temblar en misteriosas bramas la iniciación de los sagrados ritos, en tanto mueren tigres y panteras sus hierros, y en los fuertes elefantes sueñan con ideales bayaderas los rajahs, constelados de brillantes. O negra, negra como la que canta en su Jerusalén el rey hermoso, negra que haga brotar bajo su planta la rosa y la cicuta del reposo... Amor, en fin, que todo diga y cante, 29 amor que encante y deje sorprendida a la serpiente de ojos de diamante que está enroscada al árbol de la vida. Ámame así, fatal cosmopolita, universal, inmensa, única, sola y todas; misteriosa y erudita: ámame mar y nube, espuma y ola. Sé mi reina de Saba, mi tesoro; descansa en mis palacios solitarios. Duerme. Yo encenderé los incensarios. Y junto a mi unicornio cuerno de oro, tendrán rosas y miel tus dromedarios. ITE, MISSA EST Yo adoro a una sonámbula con alma de Eloísa, virgen como la nieve y honda como la mar; su espíritu es la hostia de mi amorosa misa, y alzo al son de una dulce ira crepuscular. Ojos de evocadora, gesto de profetisa, en ella hay la sagrada frecuencia del altar; su risa es la sonrisa suave de Monna Lisa; sus labios son los únicos labios para besar. Y he de besarla un día con rojo beso ardiente: apoyada en mi brazo como convaleciente mi mirará asombrada con íntimo pavor; ¡la enamorada esfinge quedará estupefacta; apagaré la llama de la vestal intacta y la faunesa antigua me rugirá de amor! ERA UN AIRE SUAVE (1893) Era un aire suave, de pausados giros; el hada Armonía ritmaba sus vuelos, e iban frases vagas y tenues suspiros entre los sollozos de los violoncelos. Sobre la terraza, junto a los ramajes, diríase un trémolo de liras eolias cuando acariciaban los sedosos trajes, sobre el tallo erguidas, las blancas magnolias. 30 La Marquesa Eulalia risas y desvíos daba un tiempo mismo para dos rivales: el vizconde rubio de los desafíos y el abate joven de los madrigales. Cerca, coronado con hojas de viña, reía en su máscara Término barbudo, y, como un efebo que fuese una niña, mostraba una Diana su mármol desnudo. Y bajo un boscaje del amor palestra, sobre rico zócalo al modo de Jonia, con un candelabro prendido en la diestra volaba el Mercurio de Juan de Bolonia. La orquesta perlaba sus mágicas notas; un coro de sones alados se oía; galantes pavanas, fugaces gavotas cantaban los dulces violines de Hungría. Al oir las quejas de sus caballeros, ríe, ríe, ríe la divina Eulalia, pues son su tesoro las flechas de Eros, el cinto de Cipria, la rueca de Onfalia. ¡Ay de quien sus mieles y frases recoja! ¡Ay de quién del canto de su amor se fíe! Con sus ojos lindos y su boca roja, la divina Eulalia, ríe, ríe, ríe. Tiene azules ojos, es maligna y bella; cuando mira, vierte viva luz extraña; se asoma a sus húmedas pupilas de estrella el alma del rubio cristal de Champaña. Es noche de fiesta, y el baile de trajes ostenta su gloria de triunfos mundanos. La divina Eulalia, vestida de encajes, una flor destroza con sus tersas manos. El teclado armónico de su risa fina a la alegre música de un pájaro iguala. Con los staccati de una bailarina y las locas fugas de una colegiala. ¡Amoroso pájaro que trinos exhala bajo el ala a veces ocultando el pico; 31 que desdenes rudos lanza bajo el ala, bajo el ala aleve del leve abanico! Cuando a media noche sus notas arranque y en arpegios áureos gima Filomela, y el ebúrneo cisne, sobre el quieto estanque, como blanca góndola imprima su estela. la marquesa alegre llegará al boscaje, boscaje que cubre la amable glorieta donde han de estrecharla los brazos de un paje, que siendo su paje será su poeta. Al compás de un canto de artista de Italia que en la brisa errante la orquesta deslíe, junto a los rivales, la divina Eulalia, la divina Eulalia, ríe, ríe, ríe. ¿Fue acaso en el tiempo del rey Luis de Francia sol con corte de astros, en campos de azur, cuando los alcázares llenó de fragancia la regia y pomposa rosa Pompadour? ¿Fue cuando la bella su falda cogía con dedos de ninfa, bailando al minué, y de los compases el ritmo seguía sobre el tacón rojo, lindo y leve el pie? ¿O cuando pastoras de floridos valles ornaban con cintas sus albos corderos, y oían, divinas Tirsis de Versalles, las declaraciones de sus caballeros? ¿Fue en ese buen tiempo de duques pastores, de amantes princesas y tiernos galanes, cuando entre sonrisas y perlas y flores iban las casacas de los chambelanes? ¿Fue acaso en el Norte o en el Mediodía? Yo el tiempo y el día y el país ignoro, pero sé que Eulalia ríe todavía, ¡y es cruel y eterna su risa de oro! 32 COSAS DEL CID Cuenta Barvey, en versos que valen bien su prosa, una hazaña del Cid, fresca como una rosa, pura como una perla. No se oyen en la hazaña resonar en el viento las trompetas de España, ni el azorado moro las tiendas abandona al ver al sol el alma de acero de Tizona. Babieca, descansando del huracán guerrero, tranquilo pace, mientras el bravo caballero sale a gozar del aire de la estación florida. Ríe la primavera, y el vuelo de la vida abre lirios y sueños en el jardín del mundo. Rodrigo de Vivar pasa, meditabundo, por una senda, en donde, bajo el sol glorioso, tendiéndole la mano, le detiene un leproso. Frente a frente, el soberbio príncipe del estrago y la victoria, joven, bello como Santiago, y el horror animado, la viviente carroña que infecta los suburbios de hedor y de ponzoña. Y al Cid tiende la mano el siniestro mendigo, y su escarcela busca y no encuentra Rodrigo. - ¡Oh, Cid, una limosna! -dice el precito.- Hermano, te ofrezco la desnuda limosna de mi mano!dice el Cid; y, quitando su férreo guante, extiende la diestra al miserable, que llora y que comprende. Tal es el sucedido que el Condestable escancia como un vino precioso en su copa de Francia. Yo agregaré este sorbo de licor castellano: Cuando su guantelete hubo vuelto a la mano el Cid, siguió su rumbo por la primaveral senda. Un pájaro daba su nota de cristal en un árbol. El cielo profundo desleía un perfume de gracia en la gloria del día. Las ermitas lanzaban en el aire sonoro su melodiosa lluvia de tórtolas de oro; el alma de las flores iba por los caminos a unirse a la piadosa voz de los peregrinos, y el gran Rodrigo Díaz de Vivar, satisfecho, iba cual si llevase una estrella en el pecho. Cuando de la campiña, aromada de esencia sutil, salió una niña vestida de inocencia, una niña que fuera una mujer, de franca y angélica pupila, y muy dulce y muy blanca. 33 Una niña que fuera un hada o que surgiera encarnación de la divina Primavera. Y fue al Cid y le dijo: "Alma de amor y fuego, por Jimena y por Dios un regalo te entrego, esta rosa naciente y este fresco laurel". Y el Cid sobre su yelmo las frescas hojas siente, en su guante de hierro hay una flor naciente, y en lo íntimo del alma como un dulzor de miel. DE OTOÑO Yo sé que hay quienes dicen: ¿Por qué no canta ahora con aquella locura armoniosa de antaño? Esos no ven la obra profunda de la hora, la labor del minuto y el prodigio del año. Yo, pobre árbol, produje, al amor de la brisa, cuando empecé a crecer, un vago y dulce son. Pasó ya el tiempo de la juvenil sonrisa: ¡Dejad al huracán mover mi corazón! A GOYA Poderoso visionario, raro ingenio temerario, por tí enciendo mi incensario. Por tí, cuya gran paleta, caprichosa, brusca, inquieta, debe amar todo poeta; por tus lóbregas visiones, tus blancas irradiaciones, tus negros y bermellones; por tus colores dantescos, por tus majos pintorescos, y las glorias de tus frescos. Porque entra en tu gran tesoro el diestro que mata al toro, la niña de rizos de oro, 34 y con el bravo torero el infante, el caballero, la mantilla y el pandero. Tu loca mano dibuja la silueta de una bruja que en la sombra se arrebuja, y aprende un abracadabra del diablo patas de cabra que hace una mueca macabra. Musa soberbia y confusa, ángel, espectro, medusa: tal aparece tu musa. Tu pincel asombra, hechiza, ya en sus claros electriza, ya en sus sombras sinfoniza; con las manolas amables, los reyes los miserables, o los Cristos lamentables. En tu claroscuro brilla la luz muerta y amarilla de la horrenda pesadilla, o hace encender tu pincel los rojos labios de miel o la sangre de un clavel. Tienen ojos asesinos en sus semblantes divinos tus ángeles femeninos. Tu caprichosa alegría mezclaba la luz del día con la noche oscura y fría: Así es de ver y admirar tu misteriosa y sin par pintura crespuscular. De lo que da testimonio: por tus frescos, San Antonio; por tus brujas, el demonio. 35 CANTOS DE VIDA Y ESPERANZA LOS CISNES Y OTROS POEMAS (1905) A. J. Enrique Rodó I Yo soy aquel que ayer no más decía el verso azul y la canción profana, en cuya noche un ruiseñor había que era alondra de luz por la mañana. El dueño fui de mi jardín de sueño, lleno de rosas y de cisnes vagos; el dueño de las tórtolas, el dueño de góndolas y liras en los lagos; y muy siglo diez y ocho, y muy antiguo y muy moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y con Yerlaine ambiguo, y una sed de ilusiones infinita. Yo supe de dolor desde mi infancia; mi juventud..., ¿fue juventud la mía?, sus rosas aún me dejan su fragancia, una fragancia de melancolía... Potro sin freno se lanzó mi instinto, mi juventud montó potro sin freno; iba embriagada y con puñal al cinto; si no cayó, fue porque Dios es bueno. En mi jardín se vio una estatua bella; se juzgó mármol y era carne viva; una alma joven habitaba en ella, sentimental, sensible, sensitiva. Y tímida ante el mundo, de manera que, encerrada, en silencio, no salía sino cuando en la dulce primavera era la hora de la melodía... 36 Hora de ocaso y de discreto beso; hora crepuscular y de retiro; hora de madrigal y de embeleso, de «te adoro», de «jay!», y de suspiro. Y entonces era en la dulzaina un juego de misteriosas gamas cristalinas, un renovar de notas del Pan griego y un desgranar de músicas latinas, con aire tal y con ardor tan vivo, que a la estatua nacían de repente en el muslo viril patas de chivo y dos cuernos de sátiro en la frente. Como la Galatea gongorina me encantó la marquesa verleniana, y así juntaba a la pasión divina una sensual hiperestesia humana; todo ansia, todo ardor, sensación pura y vigor natural; y sin falsía, y sin comedia y sin literatura...: si hay un alma sincera, esa es la mía. La torre de marfil tentó mi anhelo; quise encerrarme dentro de mí mismo, y tuve hambre de espacio y sed de cielo desde las sombras de mi propio abismo. Como la esponja que la sal satura en el jugo del mar, fue el dulce y tierno, corazón mío, henchido de amargura por el mundo, la carne y el infierno. Mas, por gracia de Dios, en mi conciencia el Bien supo elegir la mejor parte; y si hubo áspera hiel en mi existencia, melificó toda acritud el Arte. Mi intelecto libré de pensar bajo, bañó el agua castalia el alma mía, peregrinó mi corazón y trajo de la sagrada selva la armonía. ¡Oh, la selva sagrada! jOh, la profunda emanación del corazón divino de la sagrada selva! ¡Oh, la fecunda 37 fuente cuya virtud vence al destino! Bosque ideal que lo real complica, allí el cuerpo arde y vive y Psiquis vuela; mientras abajo el sátiro fornica, ebria de azul deslíe Filomela perla de ensueño y música amorosa en la cúpula en flor de laurel verde, Hipsipila sutil liba en la rosa, y la boca del fauno el pezón muerde. Allí va el dios en celo tras la hembra y la caña de Pan se alza del lodo: la eterna vida sus semillas siembra, y brota la armonía del gran Todo. El alma que entra allí debe ir desnuda, temblando de deseo y fiebre santa, sobre cardo heridor y espina aguda: así suefia, así vibra y así canta. Vida, luz y verdad, tal triple llama produce la interior llama infinita; el Arte puro como. Cristo exclama: Ego sum lux et veritas et vital Y la vida es misterio; la luz ciega y la verdad inaccesible asombra; la adusta perfección jamás se entrega, yel secreto ideal duerme en la sombra. Por eso ser sincero es ser potente: de desnuda que está, brilla la estrella; el agua dice el alma de la fuente en la voz de cristal que fluye d’ella. Tal fue mi intento, hacer del alma pura mía, una estrella, una fuente sonora, con el horror de la literatura y loco de crepúsculo y de aurora. Del crepúsculo azul que da la pauta que los celestes éxtasis inspira; bruma y tono menor ––¡toda la flauta! y Aurora, hija del Sol––¡toda la lira! Pasó una piedra que lanzó una honda; 38 pasó una flecha que aguzó un violento. La piedra de la honda fue a la onda, y la flecha del odio fuese al viento. La virtud está en ser tranquilo y fuerte; con el fuego interior todo se abrasa; se triunfa del rencor y de la muerte, y hacia Belén..., ¡la caravana pasa! II SALUTACION DEL OPTIMISTA Inclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve! Porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos lenguas de gloria. Un vasto rumor llena los ámbitos; mágicas ondas de vida van renaciendo de pronto; retrocede el olvido, retrocede engañada la muerte, se anuncia un reino nuevo, feliz sibila sueña, y en la caja pandórica de que tantas desgracias surgieron encontramos de súbito, talismánica, pura, riente, cual pudiera decirla en sus versos Virgilio divino, la divina reina de luz, ¡la celeste Esperanza! Pálidas indolencias, desconfianzas fatales que a tumba o a perpetuo presidio, condenasteis al noble entusiasmo, ya veréis el salir del sol en un triunfo de liras, mientras dos continentes, abandonados de huesos gloriosos, del Hércules antiguo la gran sombra soberbia evocando, digan al orbe: la alta virtud resucita, que a la hispana progenie hizo dueña de siglos. Abominad la boca que predice desgracias eternas, abominad los ojos que ven sólo zodíacos funestos, abominad las manos que apedrean las ruinas ilustres o que la tea empuñan o la daga suicida. Siéntense sordos ímpetus en las entrañas del mundo, la inminencia de algo fatal hoy conmueve la tierra; fuertes colosos caen, se desbandan bicéfalas águilas, y algo se inicia como vasto social cataclismo sobre la faz del orbe. ¿Quién dirá que las savias dormidas no despierten entonces en el tronco del roble gigante bajo el cual se exprimió la ubre de la loba romana? ¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos y que al alma española juzgase áptera y ciega y tullida? No es Babilonia ni Nínive enterrada en olvido y en polvo 39 ni entre momias y piedras, reina que habita el sepulcro, la nación generosa, coronada de orgullo inmarchito, que hacia el lado del alba fija las miradas ansiosas, ni la que, tras los mares en que yace sepulta la Atlántida, tiene su coro de vástagos, altos, robustos y fuertes. Unanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos: formen todos un solo haz de energía ecuménica. Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas, muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo. Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente que regará lenguas de fuego en esa epifanía. Juntas las testas ancianas ceñidas de líricos lauros y las cabezas jóvenes que la alta Minerva decora, así los manes heroicos de los primitivos abuelos, de los egregios padres que abrieron el surco pristino, sientan los soplos agrarios de primaverales retornos y el rumor de espigas que inició la labor triptolémica. Un continente y otro renovando las viejas prosapias, en espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua, ven llegar el momento en que habrán de cantar nuevos himnos. La latina estirpe verá la gran alba futura: en un trueno de música gloriosa, millones de labios saludarán la espléndida luz que vendrá del Oriente, Oriente augusto, en donde todo lo cambia y renueva la eternidad de Dios, la actividad infinita. Y así sea Esperanza la visión permanente en nosotros, ¡ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda! III AL REY OSCAR Le Roi de Suede et de Noruège, apres avoir visité Saint––Jean––de––Luz, s'est rendu a Hen–– daye et a Fonterrabie. En arrivant sur le sol espagnol, il a crié: «Vive l’Espagne!» (Le Figaro, mars 1899.) Así, Sire, en el aire de la Francia nos llega la paloma de plata de Suecia y de Noruega, que trae en vez de olivo una rosa de fuego. 40 Un búcaro latino, un noble vaso griego recibirá el regalo del país de la nieve. Que a los reinos boreales el patrio viento lleve otra rosa de sangre y de luz españolas; pues sobre la sublime hermandad de las olas, al brotar tu palabra, un saludo le envía al sol de medianoche el sol de Mediodía. Si Segismundo siente pesar, Hamlet se inquieta. El Norte ama las palmas; y se junta el poeta del fjord con el del carmen, porque el mismo oriflama es de azur. Su divina cornucopia derrama, sobre el polo y el trópico, la Paz; y,el orbe gira en un ritmo uniforme por una propia lira: el Amor. Allá surge Sigurd que al Cid se aúna; cerca de Dulcinea brilla el rayo de luna; y la musa de Bécquer del ensueño es esclava bajo un celeste palio de luz escandinava. Sire de ojos azules, gracias: por los laureles de cien bravos vestidos de honor; por los claveles de la tierra andaluza y la Alhambra del moro; por la sangre solar de una raza de oro; por la armadura antigua y el yelmo de la gesta; por las lanzas que fueron una vasta floresta de gloria y que pasaron Pirineos y Andes; por Lepanto y Otumba; por el Perú, por Flandes; por Isabel que cree, por Cristóbal que sueña y Velázquez que pinta y Cortés que domeña; por el país sagrado en que Herakles afianza sus macizas columnas de fuerza y esperanza, mientras Pan trae el ritmo con la egregia siringa que no hay trueno que apague ni tempestad que extinga, por el león simbólico y la Cruz, gracias, Sire. ¡Mientras el mundo aliente, mientras la esfera gire, mientras la onda cordial alimente un ensueño, mientras haya una viva pasión, un noble empeño, un buscado imposible, una imposible hazaña, una América oculta que hallar, vivirá España! Y pues tras la tormenta vienes, de peregrino real, a la morada que entristeció el destino, la morada que viste luto sus puertas abra al purpúreo y ardiente vibrar de tu palabra: y que sonría, oh rey Oscar, por un instante, y tiemble en la flor áurea el más puro brillante para quien sobre brillos de corona y de nombre, 41 con labios de monarca lanza un grito de hombre! IV LOS TRES REYES MAGOS ––Yo soy Gaspar. Aquí traigo el incienso. Vengo a decir: La vida es pura y bella. Existe Dios. El amor es inmenso. ¡Todo lo sé por la divina Estrella! ––Yo soy Melchor. Mi mirra aroma todo. Existe Dios. El es la luz del día. ¡La blanca flor tiene sus pies en lodo y en el placer hay la melancolía! ––Soy Baltasar. Traigo el oro. Aseguro que existe Dios. El es el grande y fuerte. Todo lo sé por el lucero puro que brilla en la diadema de la Muerte. ––Gaspar, Melchor y Baltasar, callaos. Triunfa el amor, ya su fiesta os convida. ¡Cristo resurge, hace la luz del caos y tiene la corona de la Vida! V CYRANO EN ESPAÑA He aquí que Cyrano de Bergerac traspasa de un salto el Pirineo. Cyrano está en su casa. ¿No es en España, acaso, la sangre vino y fuego? Al gran Gascón saluda y abraza el gran Manchego. ¿No se hacen en España los más bellos castillos? Roxanas encarnaron con rosas los Murillos, y la hoja toledana que aquí Quevedo empuña conócenla los bravos cadetes de Gascuña. Cyrano hizo su viaje a la Luna; mas, antes, ya el divino lunático de don Miguel Cervantes pasaba entre las dulces estrellas de su sueño jinete en el sublime pegaso Clavileño. y Cyrano ha leído la maravilla escrita, y al pronunciar el nombre del Quijote, se quita Bergerac el sombrero: Cyrano Balazote 42 siente que es la lengua suya la lengua del Quijote. y la nariz heroica del Gascón se diría que husmea los dorados vinos de Andalucía. y la espada francesa, por él desenvainada, brilla bien en la tierra de la capa y la espada. ¡Bien venido, Cyrano de Bergerac! Castilla te da su idioma; y tu alma, como tu espada, brilla al sol que allá en sus tiempos no se ocultó en España. Tu nariz y penacho no están en tierra extraña, pues vienes a la tierra de la Caballería. Eres el noble huésped de Calderón. María Roxana te demuestra que lucha la fragancia de las rosas de España con las rosas de Francia; y sus supremas gracias, y sus sonrisas únicas, y sus miradas, astros que visten negras túnicas, y la lira que vibra en su lengua sonora, te dan una Roxana de España, encantadora. ¡Oh poeta! ¡Oh celeste poeta de la facha grotesca! Bravo y noble y sin miedo y sin tacha, príncipe de locuras, de sueños y de rimas, tu penacho es hermano de las más altas cimas, del nido de tu pecho una alondra se lanza, un hada es tu madrina, y es la Desesperanza; y en medio de la selva del duelo y del olvido las nueve musas vendan tu corazón herido. ¿Allá en la Luna hallaste algún mágico prado donde vaga el espíritu de Pierrot desolado? ¿Viste el palacio blanco de los locos del Arte? ¿Fue acaso la gran sombra de Píndaro a encontrarte? ¿Contemplaste la mancha roja que entre las rocas albas forma el castillo de las Vírgenes locas? ¿Y en un jardín fantástico de misteriosas flores no oíste al melodioso Rey de los ruiseñores? No juzgues mi curiosa demanda inoportuna, pues todas esas cosas existen en la Luna. ¡Bíen venido, Cyrano de Bergerac! Cyrano de Bergerac, cadete y amante y castellano, que trae los recuerdos que Durandal abona al país en que aún brillan las luces de Tizona. El Arte es el glorioso vencedor. Es el Arte el que vence el espacío y el tiempo; su estandarte, pueblos, es del espíritu el azul oriflama. ¿Qué elegido no corre si su trompeta llama? y a través de los siglos se contestan, oíd: la Canción de Rolando y la Gesta del Cid. Cyrano va marchando, poeta y caballero, al redoblar sonoro del grave Romancero. Su penacho soberbio tiene nuestra aureola. 43 Son sus espuelas finas de fábrica española. Y cuando en su balada Rostand teje el envío, creeríase a Quevedo rimando un desafío. ¡Bien venido, Cyrano de Bergerac! No seca el tiempo el lauro; el viejo Corral de la Pacheca recibe al generoso embajador del fuerte Moliere. En copa gala Tirso su vino vierte. Nosotros exprimimos las uvas de Champaña para beber por Francia y en un cristal de España. VI SALUTACION A LEONARDO Maestro: Pomona levanta su cesto. Tu estirpe saluda la Aurora. ¡Tu aurora! Que extirpe de la indiferencia la mancha; que gaste la dura cadena de siglos; que aplaste al sapo la piedra de su honda. Sonrisa más dulce no sabe Gioconda El verso su ala y el ritmo su onda hermanan en una dulzura de luna que suave resbala (el ritmo de la onda y el verso del ala del mágico Cisne sobre la laguna) sobre la laguna. Y así, soberano maestro del estro, las vagas figuras del sueño, se encarnan en líneas tan puras que el sueño recibe la sangre del mundo mortal, y Psiquis consigue su empeño de ser advertida a través del terrestre cristal. (Los bufones que hacen sonreír a Monna Lisa saben canciones que ha tiempo en los bosques de Grecia decía la risa de la brisa.) Pasa su Eminencia. 44 Como flor o pecado en su traje rojo; como flor o pecado, o conciencia de sutil monseñor que a su paje mira con vago recelo o enojo. Nápoles deja a la abeja de oro hacer su miel en su fiesta de azul; y el sonoro bandolín y el laurel nos anuncian Florencia. Maestro, si allá en Roma quema el sol de Segor y Sodoma la amarga ciencia de purpúreas banderas, tu gesto las palmas nos da redimidas, bajo los arcos de tu genio; San Marcos y Partenón de luces y líneas y vidas. (Tus bufones que hacen la risa de Monna Lisa saben tan antiguas canciones.) Los leones de Asuero junto al trono para recibirte, mientras sonríe el divino Monarca; pero hallarás la sirte, la sirte para tu barca, si partís en la lírica barca con tu Gioconda... La onda y el viento saben la tempestad para tu cargamento. ¡Maestro! Pero tú en cabalgar y domar fuiste diestro, pasiones e ilusiones; a unas con el freno, a otras con el cabestro las domaste, cebras o leones. Y en la selva del Sol, prisionera tuviste la fiera de la luz; y esa loca fue casta cuando dijiste: «Basta.» Seis meses maceraste tu Ester en tus aromas. De tus techos reales volaron las palomas. 45 Por tu cetro y tu gracia sensitiva, por tu copa de oro en que sueñan las rosas, en mi ciudad, que es tu cautiva, tengo un jardín de mármol y de piedras preciosas que custodia una esfinge viva. VII PEGASO Cuando iba yo a montar ese caballo rudo y tembloroso, dije: «La vida es pura y bella.» Entre sus cejas vivas vi brillar una estrella. El cielo estaba azul, y yo estaba desnudo. Sobre mi frente Apolo hizo brillar su escudo y de Belerofonte logré seguir la huella. Toda cima es ilustre si Pegas o la sella, y yo, fuerte, he subido donde Pegaso pudo. Yo soy el caballero de la humana energía, yo soy el que presenta su cabeza triunfante coronada con el laurel del Rey del día; domador del corcel de cascos de diamante, voy en un gran volar, con la aurora por guía, adelante en el vasto azur, ¡siempre adelante! VIII A ROOSEVELT Es con voz de la Biblia, o verso de Walt Whitman, que habría de llegar hasta ti, Cazador, primitivo y moderno, sencillo y complicado, con un algo de Wáshington y cuatro de Nemrod. Eres los Estados Unidos, eres el futuro invasor de la América ingenua que tiene sangre indígena, que aún reza a Jesucristo y aún habla español. Eres soberbio y fuerte ejemplar de tu raza; eres culto, eres hábil; te opones a Tolstoy. Y domando caballos, o asesinando tigres, eres un Alejandro-Nabucodonosor. (Eres un profesor de Energía 46 como dicen los locos de hoy.) Crees que la vida es incendio, que el progreso es erupción, que en donde pones la bala el porvenir pones. No. Los Estados Unidos son potentes y grandes. Cuando ellos se estremecen hay un hondo temblor que pasa por las vértebras enormes de los Andes. Si clamáis, se oye como el rugir del león. Ya Hugo a Grant lo dijo: Las estrellas son vuestras. (Apenas brilla, alzándose, el argentino sol y la estrella chilena se levanta...) Sois ricos. Juntáis al culto de Hércules el culto de Mammón; y alumbrando el camino de la fácil conquista, la Libertad levanta su antorcha en Nueva-York. Mas la América nuestra, que tenía poetas desde los viejos tiempos de Netzahualcoyotl, que ha guardado las huellas de los pies del gran Baco, que el alfabeto pánico en un tiempo aprendió; que consultó los astros, que conoció la Atlántida cuyo nombre nos llega resonando en Platón, que desde los remotos momentos de su vida vive de luz, de fuego, de perfume, de amor, la América del grande Moctezuma, del Inca, la América fragante de Cristóbal Colón, la América católica, la América española, la América en que dijo el noble Guatemoc: «Yo no estoy en un lecho de rosas»; esa América que tiembla de huracanes y que vive de amor, hombres de ojos sajones y alma bárbara, vive. Y sueña. Y ama, y vibra, y es la hija del Sol. Tened cuidado. ¡Vive la América española! Hay mil cachorros sueltos del León Español. Se necesitaría, Roosevelt, ser, por Dios mismo, el Riflero terrible y el fuerte Cazador, para poder tenernos en vuestras férreas garras. Y, pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!\ IX ¡Torres de Dios! ¡Poetas! ¡Pararrayos celestes 47 que resistís las duras tempestades, como crestas escuetas, como picos agrestes, rompeolas de las eternidades! La mágica esperanza anuncia un día en que sobre la roca de armonía expirará la pérfida sirena. ¡Esperad, esperemos todavía! Esperad todavía. El bestial elemento se solaza en el odio a la sacra poesía y se arroja baldón de raza a raza. La insurrección de abajo tiende a los Excelentes. El caníbal codicia su tasajo con roja encía y afilados dientes. Torres, poned al pabellón sonrisa. Poned, ante ese mal y ese recelo, una soberbia insinuación de brisa y una tranquilidad de mar y cielo... X CANTO DE ESPERANZA Un gran vuelo de cuervos mancha el azul celeste. Un soplo milenario trae amagos de peste. Se asesinan los hombres en el extremo Este. ¿Ha nacido el apocalíptico Anticristo? Se han sabido presagios, y prodigios se han visto y parece inminente el retorno del Cristo. La tierra está preñada de dolor tan profundo que el soñador, imperial meditabundo, sufre con las angustias del corazón del mundo. Verdugos de ideales afligieron la tierra, en un pozo de sombras la humanidad se encierra con los rudos molosos del odio y de la guerra. ¡Oh, Señor Jesucristo!, ¿por qué tardas, qué esperas para tender tu mano de luz sobre las fieras 48 y hacer brillar al sol tus divinas banderas? Surge de pronto y vierte la esencia de la vida sobre tanta alma loca, triste o empedernida, que, amante de tinieblas, tu dulce aurora olvida. Ven, Señor, para hacer la gloria de ti mismo, ven con temblor de estrellas y horror de cataclismo, ven a traer amor y paz sobre el abismo. Y tu caballo blanco, que miró al visionario, pase. Y suene el divino clarín extraordinario. Mi corazón será brasa de tu incensario. XI Mientras tenéis, oh negros corazones, conciliábulos de odio y de miseria, el órgano de Amor riega sus sones. Cantan. Oíd: «La vida es dulce y seria.» Para ti, pensador meditabundo, pálido de sentirte tan divino, es más hostil la parte agria del mundo. Pero tu carne es pan, tu sangre es vino. Dejad pasar la noche de la cena ––¡oh Shakespeare pobre, y oh Cervantes manco! y la pasión del vulgo que condena. Un gran Apocalipsis horas futuras llena. ¡Ya surgirá vuestro Pegaso blanco! XII HELIOS ¡Oh rüido divino! ¡Oh rüido sonoro! Lanzó la alondra matinal el trino, y sobre ese preludio cristalino, los caballos de oro de que el Hiperionida lleva la rienda asida, al trotar forman música armoniosa, un argentino trueno, y en el azul sereno 49 con sus cascos de fuego dejan huellas de rosa. Adelante, ¡oh cochero celeste!, sobre Osa y Pellon, sobre Titania viva. Atrás se queda el trémulo matutino lucero, y el universo el verso de su música activa. Pasa, ¡oh dominador, oh conductor del carro de la mágica ciencia! Pasa, pasa, ¡oh bizarro manejador de la fatal cuadriga que al pisar sobre el viento despierta el instrumento sacro! Tiemblan las cumbres de los montes más altos que en sus rítmicos saltos tocó Pegaso. Giran muchedumbres de águilas bajo el vuelo de tu poder fecundo, y si hay algo que iguale la alegria del cielo, es el gozo que enciende las entrañas del mundo. ¡Helios!, tu triunfo es ése, pese a las sombras, pese a la noche, y al miedo, ya la lívida Envidia. Tú pasas, y la sombra, y el daño y la desidia, y la negra pereza, hermana de la muerte, y el alacrán del odio que su ponzoña vierte, y Satán todo, emperador de las tinieblas, se hunden, caen. Y haces el alba rosa, y pueblas de amor y de virtud las humanas conciencias, riegas todas las artes, brindas todas las ciencias; los castillos de duelo de la maldad derrumbas, abres todos los nidos, cierras todas las tumbas, y sobre los vapores del tenebroso Abismo, pintas la Aurora, el Oriflama de Dios mismo. ¡Helios! Portaestandarte de Dios, padre del Arte, la paz es imposible, más el amor eterno. Danos siempre el anhelo de la vida, y una chispa sagrada de tu antorcha encendida, con que esquivar podamos la entrada del Infierno. Que sientan las naciones el volar de tu carro; que hallen los corazones humanos, en el brillo de tu carro, esperanza; que el alma-Quijote y el cuerpo-Sancho Panza vuele una psique cierta a la verdad del sueño; 50 que hallen las ansias grandes de este vivir pequeño una realización invisible y suprema; ¡Helios! ¡Que no nos mate tu llama que nos quema! Gloria hacia ti del corazón de las manzanas, de los cálices blancos de los lirios, y del amor que manas hecho de dulces fuegos y divinos martirios, y del volcán inmenso, y del hueso minúsculo, y del ritmo que pienso, y del ritmo que vibra en el corpúsculo y del Oriente intenso y de la melodía del crepúsculo. ¡Oh rüido divino! Pasa sobre la cruz del palacio que duerme, y sobre el alma inerme de quien no sabe nada. No turbes el destino. ¡Oh rüido sonoro! El hombre, la nación, el continente, el mundo, aguardan la virtud de tu carro fecundo, ¡cochero azul que riges los caballos de oro! XIII «SPES» Jesús, incomparable perdonador de injurias, óyeme; Sembrador de trigo, dame el tierno pan de tus hostias; dame, contra el sañudo infierno una gracia lustral de iras y lujurias. Dime que este espantoso horror de la agonía que me obsede, es no más de mi culpa nefanda; que al morir hallará la luz de un nuevo día, y que entonces oiré mi «¡Levántate y anda!» XIV MARCHA TRIUNFAL ¡Ya viene el cortejo! ¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines. La espada se anuncia con vivo reflejo; ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines. 51 Ya pasa, debajo los arcos ornados de blancas Minervas y Martes, los arcos triunfales en donde las Famas erigen sus largas trompetas, la gloria solemne de los estandartes llevados por manos robustas de heroicos atletas. Se escucha el rüido que forman las armas de los caballeros, los frenos que mascan los fuertes caballos de guerra, los cascos que hieren la tierra, y los timbaleros que el paso acompasan con ritmos marciales. ¡Tal pasan los fieros guerreros debajo los arcos triunfales! Los claros clarines de pronto levantan sus sones, su canto sonoro, su cálido coro, que envuelve en un trueno de oro la augusta soberbia de los pabellones. El dice la lucha, la herida venganza, las ásperas crines, los rudos penachos, la pica, la lanza, la sangre que riega de heroicos carmines la tierra; los negros mastines que azuza la muerte, que rige la guerra. Los áureos sonidos anuncian el advenimiento triunfal de la Gloria; dejando el picacho que guarda sus nidos, tendiendo sus alas enormes al viento, los cóndores llegan. ¡Llegó la Victoria! Ya pasa el cortejo. Señala el abuelo los héroes al niño: ––ved cómo la barba del viejo los bucles de oro circunda de armiño––. Las bellas mujeres aprestan coronas de flores, y bajo los pórticos vense sus rostros de rosa; y la más hermosa sonríe al más fiero de los vencedores. ¡Honor al que trae cautiva la extraña bandera; honor al herido y honor a los fieles soldados que muerte encontraron por mano extranjera! ¡Clarines! ¡Laureles! 52 Las nobles espadas de tiempos gloriosos, desde sus panoplias saludan las nuevas coronas y lauros: ––las viejas espadas de los granaderos, más fuertes que osos, hermanos de aquellos lanceros que fueron centauros––. Las trompas guerreras resuenan; de voces los aires se llenan... A aquellas antiguas espadas, a aquellos ilustres aceros, que encarnan las glorias pasadas... ¡Y al sol que hoy alumbra las nuevas victorias ganadas, y al héroe que guía su grupo de jóvenes fieros; al que ama la insigna del suelo materno, al que ha desafiado, ceñido el acero y el arma en la mano, los soles del rojo verano, las nieves y vientos del gélido invierno, la noche, la escarcha y el odio y la muerte, por ser por la patria inmortal, saludan con voces de bronce las trompas de guerra que tocan la marcha triunfal... LOS CISNES A Juan R. Jiménez. I ¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello al paso de los tristes y errantes soñadores? ¿Por qué tan silencioso de ser blanco y ser bello, tiránico a las aguas e impasible a las flores? Yo te saludo ahora como en versos latinos te saludara antaño Publio Ovidio Nasón. Los mismos ruiseñores cantan los mismos trinos, y en diferentes lenguas es la misma canción. A vosotros mi lengua no debe ser extraña. A Garcilaso visteis, acaso, alguna vez... Soy un hijo de América, soy un nieto de España... Quevedo pudo hablaros en verso en Aranjuez. Cisnes, los abanicos de vuestras alas frescas den a las frentes pálidas sus caricias más puras, y alejen vuestras blancas figuras pintorescas de nuestras mentes tristes las ideas obscuras. 53 Brumas septentrionales nos llenan de tristezas, se mueren nuestras rosas, se agostan nuestras palmas, casi no hay ilusiones para nuestras cabezas, y somos los mendigos de nuestras pobres almas. Nos predican la guerra con águilas feroces, gerifaltes de antaño revienen a los puños, mas no brillan las glorias de las antiguas hoces, ni hay Rodrigos ni Jaimes, ni hay Alfonsos ni Nuños. Faltos de los alientos que dan las grandes cosas, ¿qué haremos los poetas sino buscar tus lagos? A falta de laureles son muy dulces las rosas, ya falta de victorias busquemos los halagos. La América española como la España entera fija está en el Oriente de su fatal destino; yo interrogo a la Esfinge que el porvenir espera con la interrogación de tu cuello divino. ¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés? ¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros? ¿Callaremos ahora para llorar después? He lanzado mi grito, Cisnes, entre vosotros, que habéis sido los fieles en la desilusión, mientras siento una fuga de americanos potros y el estertor postrero de un caduco león... ...Y un Cisne negro dijo: «La noche anuncia el día.» Y uno blanco: «¡La aurora es inmortal, la aurora es inmortal!» ¡Oh tierras de sol y de armonía, aún guarda la Esperanza la caja de Pandora! II EN LA MUERTE DE RAFAEL NUÑEZ Que sais-je? El pensador llegó a la barca negra; y le vieron hundirse en las brumas del lago del Misterio los ojos de los Cisnes. 54 Su manto de poeta reconocieron, los ilustres lises y el laurel y la espina entremezclados sobre la frente triste. A lo lejos alzábanse los muros de la ciudad teológica, en que vive la sempiterna Paz. La negra barca llegó a la ansiada costa y el sublime espíritu gozó la suma gracia; y, ¡oh Montaigne!, Núñez vio la cruz erguirse, y halló al pie de la sacra Vencedora el helado cadáver de la Esfinge. III Por un momento, ¡oh Cisne!, juntaré mis anhelos a los de tus dos alas que abrazaron a Leda, y a mi maduro ensueño, aún vestido de seda, dirás, por los Dioscuros, la gloria de los cielos. Es el otoño. Ruedan de la flauta consuelos. Por un instante, ¡oh Cisne!, en la obscura alameda sorberé entre dos labios lo que el Pudor me veda, y dejaré mordidos Escrúpulos y Celos. Cisne, tendré tus alas blancas por un instante y el corazón de rosa que hay en tu dulce pecho palpitará en el mío con su sangre constante. Amor será dichoso, pues estará vibrante el júbilo que pone al gran Pan en acecho mientras su ritmo esconde la fuente de diamante. IV ¡Antes de todo, gloria a ti, Leda! Tu dulce vientre cubrió de seda el Dios. ¡Miel y oro sobre la brisa! Sonaban alternativamente flauta y cristales, Pan y la fuente. ¡Tierra era canto; Cielo, sonrisa! Ante el celeste, supremo acto, dioses y bestias hicieron pacto. Se dio a la alondra la luz del día, se dio a los búhos sabiduría, 55 y melodía al ruiseñor. A los leones fue la victoria, para las águilas toda la gloria, y a las palomas todo el amor. Pero vosotros sois los divinos príncipes. Vagos como las naves, inmaculados como los linos, maravillosos como las aves. En vuestros picos tenéis las prendas que manifiestan corales puros. Con vuestros pechos abrís las sendas que arriba indican los Dioscuros. Las dignidades de vuestros actos, eternizadas en lo infinito, hacen que sean ritmos exactos, voces de ensueño, luces de mito. De orgullo olímpico sois el resumen, ¡oh blancas urnas de la armonía! Ebúrneas joyas que anima un numen con su celeste melancolía. ¡Melancolía de haber amado, junto a la fuente de la arboleda, el luminoso cuello estirado entre los blancos muslos de Leda! OTROS POEMAS Al doctor Adolfo Altamirano I RETRATOS I Don Gil, Don Juan, Don Lope, Don Carlos, Don Rodrigo, ¿cúya es esta cabeza soberbia? ¿Esa faz fuerte? ¿Esos ojos de jaspe? ¿Esa barba de trigo? 56 Este fue un caballero que persiguió a la Muerte. Cien veces hizo cosas tan sonoras y grandes, que de águilas poblaron el campo de su escudo, y ante su rudo tercio de América o de Flandes quedó el asombro ciego, quedó el espanto mudo. La coraza revela fina labor; la espada tiene la cruz que erige sobre su tumba el miedo; y bajo el puño firme que da su luz dorada, se afianza el rayo sólido del yunque de Toledo. Tiene labios de Borgia, sangrientos labios dignos de exquisitas calumnias, de rezar oraciones y de decir blasfemias: rojos labios malignos florecidos de anécdotas en cien Decamerones. Y con todo, este hidalgo de un tiempo indefinido, fue el abad solitario de un ignoto convento, y dedicó en la muerte sus hechos: ¡Al olvido! y el grito de su vida luciferina: ¡Al viento! 2 En la forma cordial de la boca, la fresa solemniza su púrpura; y en el sutil dibujo de óvalo del rostro de la blanca abadesa la pura frente es ángel y el ojo negro es brujo. Al marfil monacal de esa faz misteriosa brota una dulce luz de un resplandor interno, que enciende en sus mejillas un celeste rosa en que su pincelada fatal puso el Infierno. ¡Oh, Sor María! ¡Oh, Sor María! ¡Oh, Sor María! La mágica mirada y el continente regio, ¿no hicieron en un alma pecaminosa un día brotar el encendido clavel del sacrílegio? Y parece que el hondo mirar cosas dijera especiosas y ungidas de miel y de veneno. (Sor María murió condenada a la hoguera: dos abejas volaron de las rosas del seno.) 57 II POR EL INFLUJO DE LA PRIMAVERA Sobre el jarrón de cristal hay flores nuevas. Anoche hubo una lluvia de besos. Despertó un fauno bicorne tras un alma sensitiva. Dieron su olor muchas flores. En la pasional siringa brotaron las siete voces que en siete carrizos puso Pan. Antiguos ritos paganos se renovaron. La estrella de Venus brilló más límpida y diamantina. Las fresas del bosque dieron su sangre. El nido estuvo de fiesta. Un ensueflo florentino se enfloró de primavera, de modo que en carne viva renacieron ansias muertas. Imaginaos un roble que diera una rosa fresca; un buen egipán latino con una bacante griega y parisiense. Una música magnífica. Una suprema inspiración primitiva, llena de cosas modernas. Un vasto orgullo viril que aroma el odor di fémina; un trono de roca en donde descansa un lirio. ¡Divina Estación! ¡Divina Estación! Sonríe el alba más dulcemente. La cola del pavo real exalta su prestigio. El sol aumenta su íntima influencia; y el arpa de los nervios vibra sola. ¡Oh, Primavera sagrada! ¡Oh, gozo del don sagrado de la vida! ¡Oh bella palma 58 sobre nuestras frentes! ¡Cuello del cisne! ¡Paloma blanca! ¡Rosa roja! ¡Palio azul! ¡Y todo por ti, oh alma! Y por ti, cuerpo, y por ti, idea, que los enlazas. ¡Y por Ti, lo que buscamos y no encontraremos nunca jamás! III LA DULZURA DEL ANGELUS La dulzura del ángelus matinal y divino que diluyen ingenuas campanas provinciales, en un aire inocente a fuerza de rosales, de plegaria, de énsueño de virgen y de trino de ruiseñor, opuesto todo al rudo destino que no cree en Dios... El áureo ovillo vespertino que la tarde devana tras opacos cristales por tejer la inconsútil tela de nuestros males, todos hechos de carne y aromados de vino... y esta atroz amargura de no gustar de nada, de no saber adónde dirigir nuestra prora, mientras el pobre esquife en la noche cerrada va en las hostiles olas huérfano de la aurora... (¡Oh süaves campanas entre la madrugada!) IV TARDE DEL TROPICO Es la tarde gris y triste. Viste el mar de terciopelo y el cielo profundo viste de duelo. Del abismo se levanta la queja amarga y sonora. La onda, cuando el viento canta, llora. Los violines de la bruma saludan al sol que muere. 59 Salmodia la blanca espuma: ¡Miserere! La armonía el cielo inunda, y la brisa va a llevar la canción triste y profunda del mar. Del clarín del horizonte brota sinfonía rara, como si la voz del monte vibrara. Cual si fuese lo invisible... Cual si fuese el rudo son que diese al viento un terrible león. V NOCTURNO Quiero expresar mi angustia en versos que abolida dirán mi juventud de rosas y de ensueños, y la desfloración amarga de mi vida por un vasto dolor y cuidados pequeños. Y el viaje a un vago Oriente por entrevistos barcos, y el grano de oraciones que floreció en blasfemias, y los azoramientos del cisne entre los charcos, yel falso azul nocturno de inquerida bohemia. Lejano clavicordio que en silencio y olvido no diste nunca al suefio la sublime sonata, huérfano esquife, árbol insigne, obscuro nido que suavizó la noche de dulzura de plata... Esperanza olorosa a hierbas frescas, trino del ruisefior primaveral y matinal, azucena tronchada por un fatal destino, rebusca de la dicha, persecución del mal... El ánfora funesta del divino veneno que ha de hacer por la vida la tortura interior; la conciencia espantable de nuestro humano cieno y el horror de sentirse pasajero, el horror de ir a tientas, en intermitentes espantos, 60 hacia lo inevitable desconocido, y la pesadilla brutal de este dormir de llantos ¡de la cual no hay más que Ella que nos despertará! VI CANCION DE OTOÑO EN PRIMAVERA AG. Martínez Sierra. ¡Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro... y a veces lloro sin querer. Plural ha sido la celeste historia de mi corazón. Era una dulce niña, en este mundo de duelo y aflicción. Miraba como el alba pura; sonreía como una flor. Era su cabellera obscura hecha de noche y de dolor. Yo era tímido como un niño. Ella, naturalmente, fue, para mi amor hecho de armiño, Herodías y Salomé... Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver ...! Cuando quiero llorar, no lloro, ya veces lloro sin querer... La otra fue más sensitiva, y más consoladora y más halagadora y expresiva, cual no pensé encontrar jamás. Pues a su continua ternura una pasión violenta unía. En un peplo de gasa pura una bacante se envolvía... En sus brazos tomó mi ensueño 61 y lo arrulló como a un bebé... y le mató, triste y pequeño, falto de luz, falto de fe... Juventud, divino tesoro, ¡te fuiste para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer... Otra juzgó que era mi boca el estuche de su pasión y que me roena, loca, con sus dientes el corazón poniendo en un amor de exceso la mira de su voluntad, mientras eran abrazo y beso síntesis de la eternidad: y de nuestra carne ligera imaginar siempre un Edén, sin pensar que la Primavera y la carne acaban también... Juventud, divino tesoro, ira te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro, ¡Y a veces lloro sin querer! ¡Y las demás!, en tantos climas, en tantas tierras, siempre son, si no pretexto de mis rimas, fantasmas de mi corazón. En vano busqué a la princesa que estaba triste de esperar. La vida es dura. Amarga y pesa. ¡Y no hay princesa que cantar! Mas a pesar del tiempo terco, mi sed de amor no tiene fin; con el cabello gris me acerco a los rosales del jardín... Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!... Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer... 62 ¡Mas es mía el Alba de oro! VII TREBOL I DE DON LUIS DE GÓNGORA Y ARGOTE A DON DIEGO DE SILVA VELÁZQUEZ Mientras el brillo de tu gloria augura ser en la eternidad sol sin poniente, fénix de viva luz, fénix ardiente, diamante parangón de la pintura, de España está sobre la ves te obscura tu nombre, como joya reluciente; rompe la Envidia el fatigado diente, y el Olvido lamenta su amargura. Yo en equívoco altar, tú en sacro fuego, miro a través de mi penumbra el día en que al calor de tu amistad, Don Diego, jugando de la luz con la armonía, con la alma luz, de tu pincel el juego el alma duplicó de la faz mía. 2 DE DON DIEGO DE SILVA VELÁZQUEZ A DON LUIS DE GÓNGORA y ARGOTE Alma de oro, fina voz de oro, al venir hacia mí, ¿por qué suspiras? Ya empieza el noble coro de las liras a preludiar el himno a tu decoro; ya al misterioso son del noble oro calma al Centauro sus grotescas iras, y con nueva pasión que les inspiras tornan a amarse Angélica y Medoro. A Teócrito y Poussin la Fama dote 63 con la corona de laurel supremo; que en donde da Cervantes el Quijote y yo las telas con mis luces gemo, para Don Luis de Góngora y Argote traerá una nueva palma Polifelilo. 3 En tanto pace estrellas el Pegaso divino, y vela tu hipogrifo, Velázquez, la Fortuna, en los celestes parques al Cisne gongorino deshoja sus sutiles margaritas la Luna. Tu castillo, Velázquez, se eleva en el camino del Arte como torre que de águilas es cuna, y tu castillo, Góngora, se alza al azul cual una jaula de ruiseñores labrada en oro fino. Gloriosa la peninsula que abriga tal colonia. ¡Aquí bronce corintio, y allá mármol de Jonia! Las rosas a Velázquez, ya Góngora claveles. De ruiseñores y águilas se pueblan las encinas, y mientras pasa Angélica sonriendo a las Meninas, salen las nueve Musas de un bosque de laureles. VIII «CHARITAS» A Vicente de Paul, nuestro Rey Cristo con dulce lengua dice: -Hijo mío, tus labios dignos son de imprimirse en la herida que el ciego en mi costado abrió. Tu amor sublime tiene sublime premio: asciende y goza del alto galardón que conseguiste. El alma de Vicente llega al coro de los alados Angeles que al triste mortal custodian: eran más brillantes que los celestes astros. Cristo: «Sigue», dijo al amado espíritu del Santo. Ve entonces la región en donde existen 64 los augusto s Arcángeles, zodíaco de diamantina nieve, indestructibles ejércitos de luz y mensajeras castas palomas o águilas insignes. Luego la majestad esplendorosa del coro de los Príncipes, que las divinas órdenes realizan y en el humano espíritu presiden; el coro de las altas Potestades que al torrente infernal levantan diques; el coro de las místicas Virtudes, las huellas de los mártires y las intactas manos de las vírgenes; el coro prestigioso de las Dominaciones que dirigen nuestras almas al bien, y el coro excelso de los Tronos insignes, que del Eterno el solio, cariátides de luz indefinible, sostienen por los siglos de los siglos; y el coro de Quembes que compite con la antorcha del sol. Por fin, la gloria de teológico fuego en que se erigen las llamas vivas de inmortal esencia. Cristo el Santo bendice y así penetra el Serafín de Francia al coro de los ígneos Serafines. IX NO OBSTANTE... ¡Oh terremoto mental! Yo sentí un día en mi cráneo como el caer subitáneo de una Babel de cristal. De Pascal miré al abismo, y vi lo que pudo ver cuando sintió Baudelaire «el ala del idiotismo». Hay, no obstante, que ser fuerte: pasar todo precipicio 65 y ser vencedor del Vicio, de la Locura y la Muerte. X El verso sutil que pasa o se posa sobre la mujer o sobre la rosa, beso puede ser, o ser mariposa. En la fresca flor el verso sutil; el triunfo de Amor en el mes de Abril: Amor, verso y flor, la niña gentil. Amor y dolor. Halagos y enojos. Herodías ríe en los labios rojos. Dos verdugos hay que están en los ojos. ¡Oh, saber amar es saber sufrir, amar y sufrir, sufrir y sentir, y el hacha besar que nos ha de herir! Rosa de dolor, gracia femenina; inocencia y luz, corola divina, y aroma fatal y crüel espina... Líbramos, Señor, de Abril y la flor, y del cielo azul, y del ruiseñor; de dolor y amor, libranos, Señor. XI FILOSOFIA Saluda al sol, araña, no seas rencorosa. Da tus gracias a Dios, oh sapo, pues que eres. El peludo cangrejo tiene espinas de rosa y los moluscos reminiscencias de mujeres. Sabed ser lo que sois, enigmas, siendo formas; dejad la responsabilidad a las Normas, que a su vez la enviarán al Todopoderoso... (Toca, grillo, a la luz de la luna, y dance el oso.) 66 XII LEDA El cisne en la sombra parece de nieve; su pico es de ámbar, del alba al trasluz; el suave crepúsculo que pasa tan breve las cándidas alas sonrosa de luz. Y luego, en las ondas del lago azulado, después que la aurora perdió su arrebol, las alas tendidas y el cuello enarcado, el cisne es de plata, bailado de sol. Tal es, cuando esponja las plumas de seda, olímpico pájaro herido de amor, y viola en las linfas sonoras a Leda, buscando su pico los labios en flor. Suspira la bella desnuda y vencida, y en tanto que al aire sus quejas se van del fondo verdoso de fronda tupida chispean turbados los ojos de Pan. XIII DIVINA PSIQUIS I ¡Divina Psiquis, dulce mariposa invisible que desde los abismos has venido a ser todo lo que en mi ser nervioso y en mi cuerpo sensible forma la chispa sacra de la estatua de lodo! Te asomas por mis ojos a la luz de la tierra y prisionera vives en mí de extraño dueño: te reducen a esclava mis sentidos en guerra y apenas vagas libre por el jardín del sueño. Sabia a la Lujuria que sabes antiguas ciencias, te sacudes a veces entre imposibles muros, y más allá de todas las vulgares conciencias exploras los recodos más terribles y obscuros. Y encuentras sombra y duelo. Que sombra y duelo encuentres bajo la viña en donde nace el vino del Diablo. Te posas en los senos, te posas en los vientres 67 que hicieron a Juan loco e hicieron cuerdo a Pablo. A Juan virgen, ya Pablo militar y violento; a Juan que nunca supo del supremo contacto; a Pablo el tempestuoso que halló a Cristo en el viento, ya Juan ante quien Hugo se queda estupefacto. 2 Entre la catedral y las ruinas paganas vuelas, ¡oh Psiquis, oh alma mía!, -como decía aquel celeste Edgardo, que entró en el Paraíso entre un són de campanas y un perfume de nardo-. Entre la catedral y las paganas ruinas repartes tus dos alas de cristal, tus dos alas divinas. Y de la flor que el ruiseñor canta en su griego antiguo, de la rosa, vuelas, ¡oh, Mariposa!, a posarte en un clavo de Nuestro Señor. XIV EL SONETO DE TRECE VERSOS De una juvenil inocencia, ¡qué conservar, sino el sutil perfume, esencia de su Abril, la más maravillosa esencia! Por lamentar a mi conciencia quedó de un sonoro marfil un cuento que fue de las Mil y una noches de mi existencia... Scherezada se entredurmió... El Visir quedó meditando... Dinarzada el día olvidó... Mas al pájaro azul volvió... 68 Pero... No obstante... Siempre... Cuando... XV ¡Oh, miseria de toda lucha por lo finito! Es como el ala de la mariposa nuestro brazo que deja el pensamiento escrito. Nuestra infancia vale la rosa, el relámpago nuestro mirar, y el ritmo que en el pecho nuestro corazón mueve, es un ritmo de onda de mar, o un caer de copo de nieve, o el del cantar del ruiseñor, que dura lo que dura el perfumar de su hermana la flor. ¡Oh, miseria de toda lucha por lo finito! El alma que se advierte sencilla y mira claramente la gracia pura de la luz cara a cara, como el botón de rosa, como la coccinela, esa alma es la que al fondo del infinito vuela. El alma que ha olvidado la admiración, que sufre en la melancolía agria, olorosa a azufre, de envidiar malamente y duramente, anida en un nido de topos. Es manca. Está tullida. ¡Oh, miseria de toda lucha por lo finito! XVI A PHOCAS EL CAMPESINO Phocás el campesino, hijo mío, que tienes en apenas escasos meses de vida, tantos dolores en tus ojos que esperan tantos llantos por el fatal pensar que revelan tus sienes... Tarda en venir a este dolor a donde vienes, a este mundo terrible en duelos yen espantos; duerme bajo los Angeles, sueña bajo los Santos, que ya tendrás la Vida para que te envenenes... 69 Sueña, hijo mío, todavía, y cuando crezcas, perdóname el fatal don de darte la vida que yo hubiera querido de azul y rosas frescas; pues tú eres la crisálida de mi alma entristecida, y te he de ver en medio del triunfo que merezcas renovando el fulgor de mi psique abolida. XVII ¡Carne, celeste carne de la mujer! Arcilla, -dijo Hugo-; ambrosía más bien, ¡ohmaravilla! La vida se soporta, tan doliente y tan corta, solamente por eso: roce, mordisco o beso en ese pan divino para el cual nuestra sangre es nuestro vino. En ella está la lira, en ella está la rosa, en ella está la ciencia armoniosa, en ella se respira el perfume vital de toda cosa. Eva y Cipris concentran el misterio del corazón del mundo. Cuando el áureo Pegaso en la victoria matinal se lanza con el mágico ritmo de su paso hacia la vida y hacia la esperanza, si alza la crin y las narices hincha y sobre las montañas pone el casco sonoro y hacia la mar relincha, y el espacio se llena de un gran temblor de oro, es que ha visto desnuda a Anadiomena. Gloria, ¡oh Potente a quien las sombras temen! ¡Que las más blancas tórtolas te inmolen, pues por ti la floresta está en el polen y el pensamiento en el sagrado semen! Gloria, ¡oh Sublime, que eres la existencia por quien siempre hay futuros en el útero eterno! ¡Tu boca sabe al fruto del árbol de la Ciencia y al torcer tus cabellos apagaste el infierno! 70 Inútil es el grito de la legión cobarde del interés, inútil el progreso yankee, si te desdeña. Si el progreso es de fuego, por ti arde. ¡Toda lucha del hombre va a tu beso, por ti se combate o se sueña! Pues en ti existe Primavera para el triste, labor gozosa para el fuerte néctar, ánfora, dulzura amable. ¡Porque en ti existe el placer de vivir, hasta la muerte y ante la eternidad de lo probable...! XVIII UN SONETO A CERVANTES A Ricardo Calvo. Horas de pesadumbre y de tristeza paso en mi soledad. Pero Cervantes es buen amigo. Endulza mis instantes ásperos, y reposa mi cabeza El es la vida y la naturaleza, regala un yelmo de oros y diamantes a mis sueños errantes. Es para mí: suspira, ríe y reza. Cristiano y amoroso caballero parla como un arroyo cristalino. ¡Así le admiro y quiero, viendo cómo el destino hace que regocije al mundo entero la tristeza inmortal de ser divino! 71 XIX MADRIGAL EXALTADO A Mademoiselle Villagrán. Dies irae, dies illa! Solvet saeclum in favilla cuando quema esa pupila! La tierra se vuelve loca, el cielo a la tierra invoca cuando sonríe esa boca. Tiemblan los lirios tempranas y los árboles lozanos al contacto de esas manos. El bosque se encuentra estrecho el egipán en acecho cuando respira ese pecho. Sobre los senderos es como una fiesta, después que se han sentido esos pies, y el Sol, sultán de orgullosas rosas, dice a sus hermosas cuando en primavera están: ¡Rosas, rosas, dadme rosas para Adela Villagrán! XX MARINA Mar armonioso, mar maravilloso: tu salada fragancia, tus colores y músicas sonoras me dan la sensación divina de mi infancia, en que suaves las horas venían en un paso de danza reposada a dejarme un ensuefio o regalo de hada. 72 Mar armonioso, mar maravilloso, de arcadas de diamante en que se rompe en vuelos rítmicos que denuncian algún ímpetu oculto, espejo de mis vagas ciudades de los cielos blanco y azul tumulto de donde brota un canto inextinguible: mar paternal, mar santo: mi alma siente la influencia de tu alma invisible. Velas de los Colones y velas de los Vascos, hostigadas por odios de ciclones ante la hostilidad de los peñascos: o galeras de oro, velas purpúreas de bajeles que saludaron al mugir del toro celeste, con Europa sobre el lomo que salpicaba la revuelta espuma. Magnífico y sonoro se oye en las aguas como un tropel de tropeles, ¡tropel de los tropeles de tritones! Brazos salen de la onda, suenan vagas canciones, brillan piedras preciosas, mientras en las revueltas extensiones Venus y el Sol hacen nacer mil rosas. XXI CLEOPOMPO Y HELIODEMO A Vargas Vila. Cleopompo y Heliodemo, cuya filosofía es idéntica, gustan dialogar bajo el verde patio del platanar. Allí Cleopompo muerde la manzana epicúrea, y Hellodemo fía al aire su confianza en la eterna armonía. Mal haya quien las Parcas inhumano recuerde: Si una sonora perla de la clepsidra pierde, no volverá a ofrecerla la mano que la envía. Una vaca aparece, crepuscular. Es hora en que el grillo en su lira hace halagos a Flora, 73 y en el azul florece un diamante supremo; y en la pupila enorme de la bestia apacible, miran como que rueda en un ritmo invisible la música del mundo, Cleopompo y Heliodemo. XXII «¡AY, TRISTE DEL QUE UN DIA...!» ¡Ay, triste del que un día en su esfinge interior pone los ojos e interroga! Está perdido. ¡Ay del que pide eurekas al placer o al dolor! Dos dioses hay, y son: Ignorancia y Olvido. Lo que el árbol desea decir y dice al viento, y lo que el animal manifiesta en su instinto, cristalizamos en palabra y pensamiento. Nada más que maneras expresan lo distinto. XXIII En el país de las Alegorías Salomé siempre danza, ante el tiarado Herodes, eternamente; y la cabeza de Juan el Bautista, ante quien tiemblan los leones, cae al hachazo. Sangre llueve. Pues la rosa sexual al entreabrirse conmueve todo lo que existe, con su efluvio carnal y con su enigma espiritual. XXIV AUGURIOS A E. Díaz Romero. Hoy pasó un águila sobre mi cabeza; lleva en sus alas 74 la tormenta, lleva en sus garras el rayo que deslumbra y aterra. ¡Oh, águila! Dame la fortaleza de sentirme en el lodo humano con alas y fuerzas para resistir los embates de las tempestades perversas, y de arriba las cóleras y de abajo las roedoras miserias. Pasó un búho sobre mi frente. Yo pensé en Minerva y en la noche solemne. ¡Oh, búho! Dame tu silencio perenne, y tus ojos profundos en la noche y tu tranquilidad ante la muerte Dame tu nocturno imperio y tu sabiduria celeste, y tu cabeza cual la de Jano, que, siendo una, mira a Oriente y Occidente. Pasó una paloma que casi rozó con sus alas mis labios. ¡Oh, paloma! Dame tu profundo encanto de saber arrullar, y tu lascivia en campo tornasol, y en campo de luz tu prodigioso ardor en el divino acto. (Y dame la justicia en la naturaleza, pues, en este caso, tú serás la perversa y el chivo será el casto.) Pasó un gerifalte. ¡Oh, gerifalte! Dame tus uñas largas y tus ágiles alas cortadoras de viento, y tus ágiles patas, y tus uñas que bien se hunden en las carnes de la caza. Por mi cetrería irás en jiras fantásticas, y me traerás piezas famosas y raras, 75 palpitantes ideas, sangrientas almas. Pasa el ruiseñor. ¡Ah, divino doctor! No me des nada. Tengo tu veneno, tu puesta de sol y tu noche de luna y tu lira, y tu lirico amor. (Sin embargo, en secreto, tu amigo soy, pues más de una vez me has brindado en la copa de mi dolor, con el elixir de la luna celestes gotas de Dios...) Pasa un murciélago. Pasa una mosca. Un moscardón. Una abeja en el crepúsculo. No pasa nada. La muerte llegó. XXV MELANCOLIA A Domingo Bolívar. Hermano, tú que tienes la luz, díme la mía. Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas. Voy bajo tempestades y tormentas ciego de ensueño y loco de armonía. Ese es mi mal. Soñar. La poesía es la camisa férrea de mil puntas crüentas que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas dejan caer las gotas de mi melancolía. Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo; a veces me parece que el camino es muy largo, ya veces que es muy corto... Y en este titubeo de aliento y agonía, cargo lleno de penas lo que apenas soporto. ¿No oyes caer las gotas de mi melancolía? 76 XXVI ¡ALELUYA! A Manuel Machado. Rosas rosadas y blancas, ramas verdes, corolas frescas, y frescos ramos, ¡Alegría! Nidos en los tibios árboles, huevos en los tibios nidos, dulzura, ¡Alegría! El beso de esa muchacha rubia, y el de esa morena, y el de esa negra, ¡Alegría! Y el vientre de esa pequeña de quince años, y sus brazos armoniosos, ¡Alegría! Y el aliento de la selva virgen, y el de las vírgenes hembras, y las dulces rimas de la Aurora, ¡Alegría, Alegría, Alegría! XXVII DE OTOÑO Yo sé que hay quienes dicen: ¿Por qué no canta ahora con aquella locura armoniosa de antaño? Esos no ven la obra profunda de la hora, la labor del minuto y el prodigio del año. Yo, pobre árbol, produje, el amor de la brisa, cuando empecé a crecer, un vago y dulce son. Pasó ya el tiempo de la juvenil sonrisa: ¡dejad al huracán mover mi corazón! 77 XXVIII A GOYA Poderoso visionario, raro ingenio temerario, por ti enciendo mi incensario. Por ti, cuya gran paleta, caprichosa, brusca, inquieta, debe amar todo poeta; por tus lóbregas visiones, tus blancas irradiaciones, tus negros y bermellones; por tus colores dantescos, por tus majos pintorescos y las glorias de tus frescos. Porque entra en tu gran tesoro el diestro que mata al toro, la niña de rizos de oro, y con el bravo torero, el infante, el caballero, la mantilla y el pandero. Tu loca mano dibuja la silueta de la bruja que en la sombra se arrebuja, y aprende una abracadabra del diablo patas de cabra que hace una mueca macabra. Musa soberbia y confusa, ángel, espectro, medusa: tal aparece tu musa. Tu pincel asombra, hechiza: ya en sus claros electriza, ya en sus sombras sinfoniza; con las manolas amables, los reyes, los miserables, o los cristos lamentables. 78 En tu claroscuro brilla la luz muerta y amarilla de la horrenda pesadilla, o hace encender tu pincel los rojos labios de miel o la sangre del clavel. Tienen ojos asesinos en sus semblantes divinos tus ángeles femeninos. Tu caprichosa alegría mezclaba la luz del día con la noche obscura y fría. Así es de ver y admirar tu misteriosa y sin par pintura crepuscular. De lo que da testimonio: por tus frescos, San Antonio; por tus brujas, el demonio. XXIX CARACOL A Antonio Machado. En la playa he encontrado un caracol de oro macizo y recamado de las perlas más finas; Europa le ha tocado con sus manos divinas cuando cruzó las ondas sobre el celeste toro. He llevado a mis labios el caracol sonoro y he suscitado el eco de las dianas marinas; le acerqué a mis oídos, y las azules minas me han contado en voz baja su secreto tesoro. Así la sal me llega de los vientos amargos que en sus hinchadas velas sintió la nave Argos cuando amaron los astros el sueño de Jasón; y oigo un rumor de olas y un incógnito acento y un profundo oleaje y un misterioso viento... (El caracol la forma tiene de un corazón.) 79 XXX AMO, AMAS... Amar, amar, amar, amar siempre, con todo el ser y con la tierra y con el cielo, con lo claro del sol y lo obscuro del lodo: amar por toda ciencia y amar por todo anhelo. Y cuando la montaña de la vida nos sea dura y larga y alta y llena de abismos, amar la inmensidad que es de amor encendida ¡y arder en la fusión de nuestros pechos mismos! XXXI SONETO AUTUMNAL, AL MARQUES DE BRADOMIN Marqués (como el Divino lo eres), te saludo. Es el Otoño, y vengo de un Versalles doliente. Había mucho frío y erraba vulgar gente. El chorro de agua de Verlaine estaba mudo. Me quedé pensativo ante un mármol desnudo, cuando vi una paloma que pasó de repente, y por caso de cerebración inconsciente pensé en ti. Toda exégesis en este caso eludo. Versalles otoñal; una paloma; un lindo mármol; un vulgo errante, municipal y espeso; anteriores lecturas de tus sutiles prosas; la reciente impresión de tus triunfos... Prescindo de más detalles para explicarte por eso cómo, autumnal, te envió este ramo de rosas. 80 XXXII NOCTURNO A Mariano de Cavia. Los que auscultasteis el corazón de la noche, los que por el insomnio tenaz habéis oído el cerrar de una puerta, el resonar de un coche lejano, un eco vago, un ligero rüido... En los instantes del silencio misterioso, cuando surgen de su prisión los olvidados, en la hora de los muertos, en la hora del reposo, sabréis leer estos versos de amargor impregnados... Como en un vaso vierto en ellos mis dolores de lejanos recuerdos y desgracias funestas, y las tristes nostalgias de mi alma, ebria de flores, y el duelo de mi corazón, triste de fiestas. y el pesar de no ser lo que yo hubiera sido, la pérdida del reino que estaba para mí, el pensar que un instante pude no haber nacido, ¡y el sueño que es mi vida desde que yo nací! Todo esto viene en medio del silencio profundo en que la noche envuelve la terrena ilusión, y siento como un eco del corazón del mundo que penetra y conmueve mi propio corazón. XXXIII URNA VOTIVA A Lamberti. Sobre el caro despojo esta urna cincelo: un amable frescor de inmortal siempreviva que decore la greca de la urna votiva en la copa que guarda rocío del cielo; 81 una alondra fugaz sorprendida en su vuelo cuando fuese a cantar en la rama de oliva, una estatua de Diana en la selva nativa que la Musa Armonía envolviera en su velo. Tal, si fuese escultor, con amor cincelara en el mármol divino que me brinda Carrara, coronando la obra una lira, una cruz; y sería mi sueño, al nacer de la aurora, contemplar, en la faz de una niña que llora, una lágrima llena de amor y de luz. XXXIV PROGRAMA MATINAL ¡Claras horas de la mañana en que mil clarines de oro dicen la divina diana! ¡Salve al celeste Sol sonoro! En la angustia de la ignorancia de lo porvenir, saludemos la barca llena de fragancia que tiene de marfil los remos. Epicúreos o soñadores, amemos la gloriosa Vida, siempre coronados de flores ¡Y siempre la antorcha encendida! Exprimamos de los racimos de nuestra vida transitoria los placeres por que vivimos y los champañas de la gloria. Devanemos de amor los hilos, hagamos, porque es bello, el bien, y después durmamos tranquilos y por siempre jamás. Amén. 82 XXXV IBIS Cuidadoso estoy siempre ante el Ibis de Ovidio, enigma humano tan ponzoñoso y süave que casi no pretende su condición de ave cuando se ha conquistado sus terrores de ofidio. XXXVI THANATOS En medio del camino de la vida... dijo Dante. Su verso se convierte: En medio del camino de la muerte. Y no hay que aborrecer a la ignorada emperatriz y reina de la Nada. Por ella nuestra tela está tejida, y ella en la copa de los sueños vierte un contrario nepente: ¡ella no olvida! XXXVII OFRENDA Bandera que aprisiona el aliento de Abril, corona tu torre de marfil. Cual princesa encantada, eres mimada por un hada de rosado color. Las rosas que tú pises tu boca han de envidiar; los lises, tu pureza estelar. Carrera de Atalanta lleva tu dicha en flor; 83 y canta tu nombre un ruiseñor. Y si meditabunda sientes pena fugaz, inunda luz celeste tu faz. Ronsard, lira de Galia, te daría un ron del; Italia te brindara el pincel, para que la corona tuviese, celestial Madona, en un lienzo inmortal. Ten el laurel cariño, hoy, cuando aspiro a que vaya a ornar tu corpiño mi rimado bouquet. XXXVIII PROPOSITO PRIMAVERAL A Vargas Vila. A saludar me ofrezco y a celebrar me obligo tu triunfo, Amor, al beso de la estación que llega mientras el blanco cisne del lago azul navega en el mágico parque de mis triunfos testigo. Amor, tu hoz de oro ha segado mi trigo; por ti me halaga el suave son de la flauta griega, y por ti Venus pródiga sus manzanas me entrega y me brinda las perlas de las mieles del higo. En el erecto término coloco una corona en que de rosas frescas la púrpura detona; y en tanto canta el agua bajo el boscaje obscuro, junto a la adolescente que en el misterio inicio apuraré, alternando con tu dulce ejercicio, las ánforas de oro del divino Epicuro. 84 XXXIX LETANIAS DE NUESTRO SEÑOR DON QUIJOTE A Navarro Ledesma. Rey de los hidalgos, señor de los tristes, que de fuerza alimentas y de ensueños vistes, coronado de áureo y yelmo de ilusión; que nadie ha podido vencer todavía, por la adarga al brazo, toda fantasía, y la lanza en ristre, toda corazón. Noble peregrino de los peregrinos, que santificaste todos los caminos con el paso augusto de tu heroicidad, contra las certezas, contra las conciencias, y contra las leyes y contra las ciencias, contra la mentira, contra la verdad... Caballero errante de los caballeros, barón de varones, príncipe de fieros, par entre los pares, maestro, ¡salud! ¡Salud, porque juzgo que hoy muy poca tienes, entre los aplausos o entre los desdenes, y entre las coronas y los parabienes y las tonterías de la multitud! ¡Tú, para quien pocas fueron las victorias antiguas, y para quien clásicas glorias serían apenas de ley y razón, soportas elogios, memorias, discursos, resistes certámenes, tarjetas, concursos, y, teniendo a arfeo, tienes a orfeón! Escucha, divino Rolando del sueño, a un enamorado de tu Clavileño, y cuyo Pegas o relincha hacia ti; escucha los versos de estas letanías, hechas con las cosas de todos los días y con otras que en lo misterioso vi. ¡Ruega por nosotros, hambrientos de vida, con el alma a tientas, con la fe perdida, llenos de congojas y faltos de sol; por advenedizas almas de manga ancha, 85 que ridiculizan el ser de la Mancha, el ser generoso y el ser español! ¡Ruega por nosotros, que necesitamos las mágicas rosas, los sublimes ramos de laurel! Pro nobis ora, gran señor. (Tiemblan las florestas de laurel del mundo, y antes que tu hermano vago, Segismundo, el pálido Hámlet te ofrece una flor.) Ruega generoso, piadoso, orgulloso; ruega, casto, puro, celeste, animoso; por nos intercede, suplica por nos, pues casi ya estamos sin savia, sin brote, sin alma, sin vida, sin luz, sin Quijote, sin pies y sin alas, sin Sancho y sin Dios. De tantas tristezas, de dolores tantos, de los superhombres de Nietzsche, de cantos áfonos, recetas que firma un doctor, de las epidemias de horribles blasfemias de las Academias, ¡líbranos, señor! De rudos malsines, falsos paladines, y espíritus finos y blandos y ruines, del hampa que sacia su canallocracia con burlar la gloria, la vida, el honor, del puñal con gracia, ¡líbranos, señor! Noble peregrino de los peregrinos, que santificaste todos los caminos con el paso augusto de tu heroicidad, contra las certezas, contra las conciencias y contra las leyes y contra las ciencias, contra la mentira, contra la verdad... ¡Ora por nosotros, señor de los tristes, que de fuerza alientas y de sueños vistes, coronado de áureo yelmo de ilusión; que nadie ha podido vencer todavía, por la adarga al brazo, toda fantasía, y la lanza en ristre, toda corazón! 86 XL ALLA LEJOS Buey que vi en mi niñez echando vaho un día bajo el nicaragüense sol de encendidos oros, en la hacienda fecunda, plena de la armonía del trópico; paloma de los bosques sonoros del viento, de las hachas, de pájaros y toros salvajes, yo os saludo, pues sois la vida mía. Pesado buey, tú evocas la dulce madrugada que llamaba a la ordeña de la vaca lechera, cuando era mi existencia toda blanca y rosada; y tú, paloma arrulladora y montañera, significas en mi primavera pasada todo lo que hay en la divina Primavera. XLI LO FATAL A René Pérez. Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura, porque ésta ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente. Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror... Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la vida y por la sombra y por lo que no conocemos y apenas sospechamos, y la carne que tienta con sus frescos racimos y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, ¡y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos...! 87 AZUL AL SR. D. FEDERICO VARELA Gerón rey de Siracusa, inmortalizado e sonoros versos griegos, tenía un huerto privilejiado por favor de los dioses, huerto de tierra ubérrima que fecundaba el gran sol. En él permitía a muchos cultivadores que llegasen a sembrar sus granos y sus plantas. Había laureles verdes y gloriosos, cedros fragantes, rosas encendidas, trigo de oro, sin faltar yerbas pobres que arrostraban la paciencia de Gerón. No sé que sembraría Teócrito, pero creo que fue un citiso y un rosal. Señor, permitid que junto a una de las encinas de vuestro huerto, extienda mi enredadera de campánulas. R. D. Prólogo L'art c'est l'azur Victor Hugo I ¡Que cofre tan artístico! ¡Qué libro tan hermoso! ¿Quién me lo trajo? ¡Ah! La Musa joven de alas sonantes y corazón de fuego, la Musa de Nicaragua, la de las selvas seculares que besa el sol de los trópicos y arrullan los océanos. ¡Qué hermosas pájinas de deliciosa lectura, con prosa como versos, con versos como música! ¡Qué brillo! todo luz, todo perfume, todo juventud y amor. Es un regalo de hadas: es la obra de un poeta. Pero, de un poeta verdadero, siempre inspirado, siempre artista, sea que suelte al aire las alas azules de sus rimas, sea que talle en rubíes y diamantes las facetas de su prosa. Rubén Darío es, en efecto, un poeta de esquisito temperamento artístico que aduna el vigor a la gracia; de gusto fino y delicado, casi diría aristocrático; neurótico y por lo mismo original; lleno de fosforescencias súbitas, de novedades y sorpresas; con la cabeza poblada de aladas fantasías, quimeras y ensueños, y el corazón ávido de amor, siempre abierto a la esperanza. 88 Si el ala negra de la muerte antes no lo toca, si las fogosidades del numen no lo consumen o despeñan, ¡Rubén Darío llegará a ser una gloria Americana, que tal es la fuerza y ley de su estro juvenil! En la portada de su libro, sobre la tapa de su cofre cincelado brilla la palabra AZUL... misteriosa como es el océano, profunda como el cielo azul, soñadora como los ojos azul-cielo. ¡L'art c'est l'azur! Dijo el gran poeta. Sí: pero aquel azul de las alturas que desprende un rayo de sol para dorar las espigas y las naranjas, que redondea y sazona las pomas, que madura los racimos y colora las mejillas satinadas de la niñez. Sí, el arte es el azul, pero aquel azul de arriba que desprende un rayo de amor para encender los corazones y ennoblecer el pensamiento y engendrar las acciones grandes y generosas. Eso es el ideal, eso el Azul con irradiaciones inmortales, eso lo que contiene el cofre artístico del poeta. ¿Y aquellas alas de mariposa azul de qué nos sirven? preguntarán los que nacieron sin alas. ¿De qué nos sirve eso que flota en el vago azul de los sueños? Contesta el poeta: -Pour des certains êtres sublimes, planer c'est servir. II Abramos el cofre Azul de Rubén para examinar sus joyas, no con la balanza y las gafas del judío, no con las minucias analíticas del gramático, sino para contemplarlas a la amplia luz de la síntesis artística capaz de abracar en una mirada el conjunto de la obra, y de comprender la idea y el sentimiento que inspiraron el autor. El poeta más original y filosófico e España, -Campoamor,- dice: que, la obra poética se ha de juzgar por la novedad del asunto, la regularidad del plan, el método con que se desarrolla y su finalidad trascendente. Y agrega: «a un artista no se le puede pedir más que su idea y su estilo, y, jeneralmente, para ser grande le basta sólo su estilo.» No pensaron así los griegos. Para ellos el mérito de la obra estriba en el asunto, antes que en el estilo, en la idea poética, no en su ropaje. La clámide no hace al hombre. Eran adoradores de la bella obra; pero más de las justas proporciones, es decir, del plan y su desarrollo. El asunto, -que comprende el argumento y la acción,- es sin duda, lo primero. Dada la idea, la poesía la reviste de un cuerpo, la humaniza, la hace interesante para todos los hombres, o, como 89 dice el padre de las Doloras: -la idea se convierte en imagen hay en seguida que darle carácter humano, y después, universalizarla, si es posible. Creemos además, que la poesía debe cultivarse como medio de mejorar, deleitando el espíritu y elevándolo, y entonces, las brillantes fruslerías de los versos, las alas azules de mariposa, se convertirán en estrella que guía, en alas de águila que levantan. La regla sería: -la ficción para hacer resaltar la verdad; el esplendor de la imaginación propia alumbrando la razón ajena y avivando la conciencia, la imagen para esculpir el pensamiento que inclina a la virtud y eleva la inteligencia. He aquí en pocas palabras las miras de nuestra poética., y a ellas ajustamos nuestro criterio. Quien quiera aceptarlas, aplíquelas, si le agrada, al libro que le presentamos. El libro saldrá airoso de la prueba. Apuntamos estas bases de criterio para los jóvenes estudiosos que quieran comprender este libro en su valor artístico: no las aplicamos, porque no es nuestro objeto, ni el lugar de hacerlo. III Pero, estas reglas no son por cierto, para los lindos ojos de las curiosas, astros errantes que recorrerán gozosos las poéticas pájinas del Azul... Yo les enseñaré a juzgar de las obras de arte con el corazón, como a ellas les gusta y acomoda. ¿Queréis saber como, lindas curiosas? -Oíd. Si la lectura del libro, -o la contemplación del lienzo y del mármol- os produce una sensación de agrado, o de alegría; si involuntariamente exclamáis, ¡qué lindo! Tened por seguro que la obra es bella y, por tanto, poética. Si no podéis abandonar el drama o la novela, y vuestros dedos de marfil y rosa vuelven y vuelven una pájina tras otra para que las devoren los ojos hechizados, ¡ah! entonces, el autor acertó a ser interesante, lo que es un gran mérito y un triunfo. Si el corazón os late más deprisa, si un suspiro se os escapa, si una lágrima rueda sobre el libro, si lo cerráis y os quedáis pensativa, ¡ah! entonces, bella lectora, no os quepa duda, por allí ha pasado un alma poética derramando el nardo penetrante de su sentimiento. La obra que, deleitando, consiga dar a luz a la mente y palpitaciones al corazón helado, si aviva la conciencia, si mueve a las acciones nobles y generosas, si enciende el entusiasmo por lo bueno, lo bello y lo verdadero, si se indigna contra las deformidades del vicio y las injusticias sociales y hace que nos interesemos por todos los que sufren, decid que es obra elocuente y eminentemente poética. Bajo las apariencias graciosas de la ficción suele ocultarse la fuerza de estas grandes enseñanzas, y entonces la obra llega a las altas cimbres del arte. Aplicad, lindas lectoras, aplicad estas reglas del sentimiento a las armoniosas Azules de Rubén Darío, y vuestro juicio será certero. Vuestros ojos, lo sé, derramarán más de una lágrima, vuestros 90 labios gozosos dirán ¡qué lindo! ¡qué lindo!... y luego os quedaréis pensativas, como traspuestas, como flotando en el país encantado de los sueños azules. IV Dejadme hacer un poco como vosotras. Pues que se trata de un poeta y no de un filósofo, queden a un lado la escuadra y el compás del retórico. Quiero estimar por su aroma a la flor, al astro por su luz, al ave por su canto. Venid conmigo, palomas blancas y garzas morenas; para vosotras hablo ahora. Nada de filosofías, nada de finalidades trascendentes, ni de abstracciones sensibilizadas, humanizadas y universalizadas. Eso, estoy seguro, hiere vuestros tímpanos delicados hechos para la música y el amor. Conversemos del poeta; pero, sin murmurar si es posible. Escuchadme. Rubén Darío es de la escuela de Victor Hugo; mas, tiene a veces el aticismo y la riqueza ornamental de Paul de St. Victor, y la atrayente ingenuidad del italiano d'Amiens, tan llena de aire y de sol. Describe los bohemios del talento como lo haría Alphonse Dandet, y pinta la naturaleza con la unción el colorido y frescura de los cantores de Pablo y Virginia y de la criolla María. Os sonreís pensando, ¿qué tienen de común Victor Hugo, el relámpago y el trueno, con los idilios americanos de St. Pierre y de Isaacs, y con las escenas parisienses del autor de Sapho? Son en verdad, estilos y temperamentos mui diversos, mas nuestro autor de todos ellos tiene rasgos, y no es ninguno de ellos. Ahí precisamente está su originalidad. Aquellos ingenios diversos, aquellos estilos, todos aquellos colores y armonías, se aúnan y funden en la paleta del escritor centro-americano, y producen una nota nueva, una tinta suya, un rayo genial y distintivo que es el sello del poeta. De aquellos diferentes metales que hierven juntos en la hornalla de su cerebro, y en que él ha arrojado su propio corazón, al fin se ha formado el bronce de sus Azules. Su originalidad incontestable está en que todo lo amalgama, lo funde y lo armoniza en un estilo suyo, nervioso, delicado, pintoresco, lleno de resplandores súbitos y de graciosas sorpresas, de giros inesperados, de imágenes seductoras, de metáforas atrevidas, de epítetos relevantes y oportunismos y de palabras bizarras, exóticas aún, mas siempre bien sonantes. V Acaso se apega demasiado a la forma; pero, esa es su marca; y, luego que él no descuida el fondo. Acaso... ¡Chit!... Acercáos más, lindas muchachas, estrechad vuestra rueda como las ninfas campestres en torno al viejo Anacreonte, y escuchadme. 91 ¿Sabéis? ¡Su hermosa Musa tiene un defecto! -¿Cuál? ¿Cuál? -El de ser demasiado hermosa. -¡Ah!... ¡Oh!... ¡Bah! ¡Bah!... -¡Dejadme concluir: y presumida!... ¿Qué diríais de la muchacha que untara de bermellón sus mejillas frescas y rozagantes? ¿Qué, de la niña que vistiera perpetuamente de baile por parecer mejor? -Y eso, ¿a qué viene? -Vais a ver. El poeta tiene su flaco: esmalta y enflora demasiado sus bellísimos conceptos, abusa del colorete, del polvo de oro, de las perlas irisadas, de los abejeos azules... y sin necesidad; mientras más sobrio de luces y colores, más natural y es más encantador. Siempre el estilo ático fue más estimado que el estilo rodio por los hombres de buen gusto. La elegancia no consiste en el exceso de adornos, ni en la profusión de alhajas. Pero, ¡eso es nada! Él sabe hacer elegante su riqueza y aceptable su colorete: el peligro es para sus imitadores, que creen tener sus vuelos, porque salpican sus salzas literarias con el áureo polvo, y su estro, porque se recargan de falsa pedrería como serafines de aldea. Sigamos murmurando, como los críticos... ¿Sabéis?... -¿Qué más, maestro? -El poeta tiene otro flaco... ¡Os reís!... ¡Eh! callaré... -¡No! ¡no! ¡Hablad, por favor!... Darío adora a Víctor Hugo y también a Cátulo Mendes. Junto al gran anciano, leader un día de los románticos, coloca en su afecto a la secta moderna de los simbolistas y decadentes, esos idólatras del espejo en la frase, de la palabra rehumbrosa y de las aliteraciones bizantinas. Víctor Hugo tenía el soplo gigantesco de Homero y de Isaías. El torbellino de su inspiración producía su pensamiento exhuberante, que no podía vaciarse en los moldes estrechos de la Academia, y él, entonces, impelido por necesidad imperiosa, se creaba su propia lengua, con la audacia del genio. Para derramar su pensamiento fulgurante tomaba cuanto hallaba a mano: sonido, color, letra, palabra, suspiro, desgarramiento, no importa qué; cuantos acentos e inflecciones toman la voz humana y la magna voz de la naturaleza entera, bosque, nube, océano; cuantas combinaciones alcancen a idearse, todo era bueno para él, todo era suyo, todo elemento de su lengua, y todo se plegaba dócilmente a su pensamiento y obedecía a su voluntad soberana. Eso pudo Víctor Hugo, porque suyo era el verbo creador, porque él era el genio. El verbo puede crearse su propia carne, como el caracol su concha: pero la carne sola jamás creará al verbo, y como la estatua existirá sin alma. 92 La luz produce los colores: los colores no encienden la luz. Los poetas neuróticos de París que se llaman los decadentes, quieren hacer como Víctor Hugo, y torturan la lengua, la sacan de quicio, la retuercen y la dan extrañas formas y giros; pero, poco se curan del pensamiento. ¡No bajará para ellos el espíritu en forma de lenguas de fuego! Darío tiene bastante talento para escapar a la Sirena de la moda que lo atrae al escollo... Pero, ¡cuidado! Góngora también tenía talento... En sus poéticas pájinas, en prosa y en verso, el pensamiento relampaguea a cada paso; pues él quiere más, y las palabras desplegadas en guerrilla, avanzan a fogonazos. No se abandona a su talento, busca el efecto, busca el éxito en la novedad, y el relámpago se asocia al polvorazo, lo grande natural a lo pequeño artificial, Víctor Hugo a Verlain, la Leyenda de los siglos a los Poemas Saturninos. He aquí el bermellón, como si el colorete en algo favoreciera las rosas de la juventud. ¡Fuera el oropel! ¡fuera lo artificial, oh, jóvenes, y soplará una aire sano sobre las letras como sobre las flores del campo! VI -¡Cierto!... Mas, ¿quiénes son esos decadentes de que habláis? ¿Cómo es que nuestro poeta sacrifica en sus altares? -Os lo diré. Las letras, como las flores, como las frutas, como los pueblos, suelen sufrir epidemias que las devastan y desfiguran. Comprendo bien que el pensamiento debe ajustarse a su forma y armonizar con ella. Alma bella en cuerpo bello, es ideal. Pues bien, hai ocasiones en que el exajerado amor a la forma ha perjudicado al pensamiento, y producido esas deformidades epidémicas en la literatura, que suelen encontrar fervorosos partidarios y hasta imponerse a un pueblo y a una época entera. Pasada la moda se la encuentra ridícula, y nadie comprende cómo vino ni que ceguera a hizo aceptable. Y si no, ahí están para probarlo aquellas fiebres que han invadido las literaturas europeas, comenzando por el euphuismo, introducido por John Lilly en la corte de Isabel de Inglaterra; el marinismo que invade la Italia con sus concetti, al mismo tiempo que el gongorismo hace estragos en las letras castellanas, y la lengua preciosa en las francesas. Ni la sesuda Alemania escapó a aquellas plagas, pues el poeta Lohenstein les llevó el contajio poco después. El Hotel Rambouillet, centro culto y perfumado, creó el «estilo galante» [XII] que dejeneró en el preciosismo, y de su Salón Azul, donde por primera vez se unían la aristocracia de cuna y la de talento, salió también el Adonis de Marini, aquel terrible decadente llamado a Francia por María de Médicis. 93 Nacen estas plagas del prurito de crear nuevos dialectos poéticos, que no corresponden a nuevas ideas ni a nuevos sentimientos; nacen de sobreponer por moda, lo ficticio a lo natural, lo convencional a lo verdadero, la factura del mosaico paciente a los esplendores del genio. En Francia, tras de los románticos, -emancipadores, exajerados e lo convencional clásico, que reinaba desde los días de Ronsard y su pléyade,- brotaron los parnasianos, simbolistas y decadentes. Los románticos tienen razón de ser: representan la revolución en las letras. Con el chaleco dorado en reemplazo del gorro frigio, marcharon contra la tiranía de Boileau y de La Harpe, y dieron a las letras un rumbo más humano y más propio de nuestro tiempo y de nuestra civilización. Pero, ¿qué buscan los decadentes? ¿qué nos traen de nuevo? ¿Cuál es su razón de ser? ¿Queréis conocerlos? Os los voi a presentar. No se sabe a punto fijo de dónde vienen, ni creo que ellos sepan mejor a donde van, y en esto se parecen un poco a los gitanos. ¿Vienen de los hermanos Goncourt? ¿Nacieron de las Flores del Mal de Beaudelaire? ¿O acaso son imitadores bastardos de Víctor Hugo, que a falta de genio quieren parecérsele por las rarezas del lenguaje? ¿Descenderían, por ventura, estos zíngaros, de Ramsés el Grande? ¡Todo puede ser! Sea como fuere, ello es que la escuela modernísima de los decadentes busca con demasiado empeño el valor musical de las palabras y descuida su valor ideológico. Sacrifica las ideas a los sonidos y se consagran, como dicen sus adeptos, a la instrumentación poética. Los decadentes no sólo olvidan el significad recto de los vocablos, sino que los enlazan sin sometimiento a ninguna lei sintáxica, con tal que de ello resulte alguna belleza a su manera, la cual bien puede ser alguna algarabía para los no iniciados en sus gustos. A los que así proceden los llamó decadentes el buen sentido público, y ellos, como pasa tantas veces, del apodo hicieron una divisa. Los poetas neuróticos de esta secta hacen vida de noctámbulos y ocurren a los excitantes y narcóticos para enloquecer sus nervios y así procurarse visiones y armonías y ensueños poéticos. Acuden a la ginebra y el ajenjo, al opio y a la morfina, como Poe y Musset, como los turcos y los chinos. El deseo de singularizarse es su motor, la neurosis su medio. ¡Tales son los decadentes, los de la instrumentación poética! ¡Divina locura! ¡Caso curioso de la patolojía literaria!... En estos neuróticos debe operarse cierta inversión de los sentidos, pues que en su vocabulario especial confunden los sonidos con los colores y los sabores, como pasa bajo el ingenio de la sugestión hipnótica. Comprendo que la chispa eléctrica sea luz azuleja para el ojo, crepitación para el oído, escozor para la mano, acidez para el paladar, y aun concibo que tenga olor, si se la hace caer en los nervios del olfato. Comprendo que el alma, libre del fardo de la materia, tenga una noción única, y, por tanto, más perfecta, de la chispa eléctrica, aunando las cinco nociones elementales diversas que los sentidos le proporcionan, tal como de la fusión de los colores del espectro resulta el rayo de luz. 94 Comprendo que las sensaciones recibidas por los sentidos tengan grandes analojías y estrechas relaciones entre sí, desde que todas no son más que modos de movimiento, y sólo se diferencian en la rapidez de las vibraciones. Pero, ¡lo que no comprendo es que, hombres despiertos y metidos en el estuche de su cuerpo vivo, me digan: que, el clarín suena rojo; que llega a herir su tímpano el aroma azul de las violetas, que ven con el paladar, y que oyen por la nariz!... ¡Y menos comprendo todavía ni admito la necesidad de amoldar la lengua a tan extravagante discordia de los sentidos a nombre de la divina instrumentación! Y no creáis, mis señoras, que exajero. Los decadentes no son desprevenidos y tienen su Código. Han ya reducido a preceptos las incoherencias de sus sueños morfinizados en el Tratado del Verbo. Establéese allí que cada letra tiene un color, cada color corresponde a un instrumento músico y cada instrumento simboliza una pasión o un modo de ser. Así, por ejemplo: La A es negra, lo negro es el órgano; el órgano expresa la duda, la monotonía y la simpleza. (Sic.) La E es blanca, lo blanco es el harpa; el harpa es la serenidad, etc., etc. De las combinaciones de letras, según ellos, nacen los diversos matices del sonido, del coloro y del sentimiento. He aquí pues la cábala judía aplicada a las bellas letras. Como el niño que juega inocente al borde del precipicio, así estos poetas decadentes sonríen junto al abismo, en aquella triste penumbra vaga que separa la razón de la demencia. Las aliteraciones, las combinaciones de letras y sonidos que ellos miran como nuevas, en su parte racional eran conocidos por el viejo Homero y usadas por Virgilio. Las armonías que ellos buscan con tan raro ahínco, otros las encontraron ya sin salir de lo razonable, y es lo que los retóricos, desde Aristóteles hasta hoy, comprenden en la armonía de los sonidos musicales, la armonía imitativa y la armonía que establece el acuerdo entre la idea y las palabras con que se la da expresión. No hay pues tal novedad. VII Es Rubén Darío decadente. Él lo cree así; yo lo niego. Él lo cree, porque poetiza la nueva escuela; porque siente las atracciones de la forma, como todas las imaginaciones tropicales; porque tiene fiebre de originalidad. Yo lo niego, porque ni le encuentro las extravagancias características de la escuela decadente, por más que tenga las inclinaciones. Lo niego, porque él no ensarta palabras para aparentar ideas, sino que tiene el divino numen que lo salva de las atracciones del abismo, como las alas del águila. 95 ¡Ay de los incautos que pretendan seguirlo! La poética decadente de Darío es al Tratado del Verbo de lo que el hombre al mono. Ella está consignada en un hermoso estudio que consagró a Catulo Mendes, donde él mismo se pinta de cuerpo entero y descubre los procedimientos que emplea. Dice allí en son de reproche, que «Julio Janin consideraba un absurdo, una locura, pretender pintar el color de un sonido, el perfume de un astro, algo como aprisionar el ama de las cosas.» Otros encuentran que «hay un exceso de arte, un abandono del fondo, del verbo, por la envoltura opulenta...» (¡Oíd!)... «¡Ah! Y esos desbordamientos de oro, esas frases kaleidoscópicas, esas combinaciones armoniosas en periodos rítmicos, ese abarcar un pensamiento en engastes luminosos, ¡todo eso es sencillamente admirable!» ¡Sí, admirable, mientras el gusto sano la vivifique, mientras el grande arte de la palabra no dejenere en neuróticas orquestaciones!Darío va en busca «de lo bello, del encaje, del polvo áureo», quiere juntar la grandeza a los esplendores de la idea en el cerco burilado de una buena combinación de letras»... quiere, «poner luz y color en un engaste, aprisionar el secreto e la música en la trampa de plata de la retórica, hacer rosas artificiales que huelan a primavera...» Y todo eso, en efecto. De él diremos, como él de Catulo Mendes, que es un poeta de esquisito temperamento artístico, delicadísimo y bizarro; que escribe en prosa y casi rima; admirable fraseador que esmalta y enflora sus cuentos, y que para distinguirse tiene el sello de su estilo, de su manera de escribir como burilando en oro, como en seda, como en luz. Va más lejos aún, y elogia en Méndes «el instinto que tiene de encontrar el valor hermoso de una consonante que martillea sonoramente a una vocal, y su gusto por la raíz griega, por la base exótica, siempre que sea vibrante, expresiva, melodiosa.» Catulo Méndes como Goutier, su suegro, es un parnasiano, pero con ribetes de simbolista decadente. Darío es un poeta sui generis, con más facetas que el Ko-hi-noor de la India, y con más nervios y caprichos que Sara Bernhardt. Su admiración por los primores y rarezas de la frase, su inclinación y gusto por los pequeños secretos del colorido de las palabras y armonías literales, han hecho, sin duda, que él se crea decadente. No lo es dijimos, porque no tiene las estravagancias de la escuela. Sus mismas sorpresas, novedades, rarezas de forma, son tan delicadas, tan hijas del talento, que se las perdonarían hasta los más empecinados hablistas. Suele haber raíces exóticas en su vocabulario, suelen deslizarse algunos graciosos galicismos; pero, es correcto, y si anda siempre a caza de novedades, jamás olvida el buen sentido, ni pierde le instinto de la rica lengua de Castilla al amoldar las palabras a su orquestación poética. No así en las cláusulas de su florido lenguaje. Ellas tienen más el corte 96 francés moderno, brusco, breve, nervioso, que el desarrollo grave, amplio, majestuoso de la frase castellana. Sus bizarrerías, como él suele decir, hijas lejítimas son de una organización nerviosa, de las sangre juvenil, y sobre todo de la viveza y esmalte de estas imajinaciones maduradas en los climas ardientes. Sin embargo, no se puede desconocer su tendencia a los decadentes. Veo que tiene un pie sobre ese plano inclinado: si eso se hace de moda, temeré que la moda lo empuje y lo precipite. ¡Ah! ¡la Moda!... Conocéis sus caprichos locos y su imperio. Por culpa de ella ahí tenéis a nuestro poeta lírico enflautado en su larga levita y en el tubo lustroso de su sombrero, en vez de llevar flotando a la espalda el blanco albornoz de los beduinos, de holgados pliegues, airoso y elegante. El Yemen lo creería su hijo; el camello lo reconocería; tañería la guzla mora adornada con flores de granado, y las mujeres de ojos negros arrojarían jazmines a sus plantas. ¡Quiera Alhá, que no caiga en el abismo! Lo que es por hoi, este bellísimo libro Azul, con arabescos como los de la Alhambra, proclama la estirpe de su autor, y prueba que no es él un decadente. Si él lo dice, ¡no se lo creáis! ¡Pura bizarrería! ¡pura orquestación poética! Vale más que eso. -Él es él, el poeta de Nicaragua, el que baña su frente en un nimbo de oro cuando sueña sus azules, y conversa con las hadas cuando modula sus rimas y canciones. -Ecce homo!... VIII -¡Veamos ahora! Allá en el fondo del Ática, cuando del viejo coro relijioso de las fiestas dionisíacas comenzaba a desprenderse la trajedia, cuando Esquilo meditaba su Prometeo, el pueblo murmuraba en torno del altar del dios, un poco olvidado: -¡Nada por Dionisio! ¡Nada para Dionisio!... Como el pueblo ateniense dirá acaso, mi buen amigo Rubén, al ver que dejo correr la pluma charladora por donde menos pensaba, y para nada me ocupo de su nuevo libro. Ciertamente, darlo a conocer era mi intención al sentarme a escribir este Prólogo; pero, ¡me acontece como a un buen amigo mío, improvisador sin fin ni fondo, que se sentó a escribir una décima y le salió comedia!... Mas, pues tengo aún dos cuartillas blancas sobe la mesa, hagamos algo por Dionisio para que el pueblo no murmure. Recorramos la reducida, pero rica galería de sus lienzos y acuarelas, de sus mosaicos y camafeos, de sus bronces y filigranas. 97 Venid, bellas ninfas, adornadas del arte; venid y admirad conmigo sobre el Azul joyante de esta prosa, el divino centelleo del Año Lírico, Lira de brillantes sobe mullido cojín de raso azul. ¡Entrad! IX ¿Queréis ver y palpar lo que el viejo autor de las doloras llama la universalidad de una idea? Aquí tenéis estos tres cuadros, -una pequeña trilogía:-El rei burgués, El velo de la reina Mab, La Canción del Oro. Miradlos bien. ¿Veis? -El protagonista es el Poeta, siempre el Poeta, solo, desconocido, abandonado, hambriento, casi un mendigo, y, sin embargo, como Colón lleva un mundo a la cabeza. ¡El burgués hecho rey, dueño del oro y del mando, ve al poeta y lo coloca más abajo que sus lacayos, allá, entre sus pájaros, donde dará vuelta sin cesar al manubrio de un organillo!... Es noche de crudo invierno; la sala del festín arde como una ascua de oro, por sus ventanas salen bocanadas de luz y esplosiones de alegría; ¡ahí se goza y se ríe; ahí se aplauden locamente las hinchadas necedades de un retórico!... Y afuera ¡oh sarcasmo! la nieve, el hambre, la desesperación... el Poeta que muere a la luz de las estrellas melancólicas. ¿Habéis comprendido? Ese poeta, ese genio que pasa desconocido al lado de los grandes de su tiempo, que vive sufriendo y muere de pena y de frío, tiene muchos nombres, se llama Homero, Camoens, Taso, Shakespeare, Miguel Cervantes... -¡Comparad estas frentes humildes tocadas por el dedo de Dios, con las altivas testas coronadas por mano del hombre o del capricho!... Ahí tenéis la eterna historia del oro burgués aplastando al talento, y, del estro encadenado a la miseria; ahí tenéis la universalización de la idea expresada poéticamente. Este viejo cuento, narrado con gracia nueva y encantadora, es una tela que merece marco de oro. ¿No es verdad, hermosa lectora? -Pero, ¡qué diantre!... ¡Os quedáis pensativa! ¿Vuestra frente delicada se dobla al peso de graves pensamientos?... ¡Ah! ¡es que eso nace del fondo mismo del cuadro, que el autor, por una amarga ironía, ha llamado cuento alegre! Campoamor quiere que la idea poética se haga imagen para que la veamos, y en seguida se humanice para que la sintamos. La imagen es el cuento mismo, y, no me tengáis por viejo murmurador si os agrego, que, aquí esa humanización es... ¡nuestro poeta en persona!... ¡Chit!... Sólo para vosotras... ¡Imaginadlo enjaulado en el pandemonium de la Aduana de Valparaíso, tratando de fardos, contando barricas, alineando números en negras columnas! ¡Imposible! ¡Y hai sin embargo, que dar vuelta al manubrio!... ¡Ah! ¡creedme, yo lo comprendo... pero, al menos, él, lleno de juventud, lleva en el pecho la esperanza...! ¡La Esperanza! Sí, esa es la ninfa ilusión que él vio en su Cuento parisiense, tan sabroso, tan graciosamente bello como la ninfa misma que allí veis, esa que surje del cristal tembloroso de las aguas con una sonrisa picaresca. Pero no divaguemos. 98 Volvamos a nuestro Poeta muerto de pena y de frío; vamos a verlo resucitar en el cielo de la fantasía. ¿Conocéis a la diminuta reina Mab, aquella que Shakespeare pasea por el país de los sueños y de los enamorados, donde vagan Romeo y Julieta? Ella, -el hada gentil que baja por un rayo de sol, en su pequeño carro hecho de una sola perla y tirado por cuatro coleópteros empenachados, de bruñidos capacetes y trasparentes alas,- ella, ella será la que emancipe al Poeta. Al menos conseguirá siquiera adormecerlo, engañará su dolor, lo hará olvidar sus penas. ¿Sabéis cómo? Mirad el lienzo; allí la veis; compasiva y tierna envuelve al Poeta en su velo azul, casi impalpable y tan tenue como la sombra de una ilusión. Ese velo encantado trae consigo los dulces sueños, y hace ver la vida color de rosa. ¿Comprendéis ahora? Dante borró la esperanza y creó el infierno, ¡Lasciate ogni speranza!... Arrojad la divina esperanza sobre la noche y tendréis el día. Eso hizo la reina Mab. Desgraciadamente, ese velo delicado se rompe y se evapora al soplo brutal de la realidad, fría y dura y tremenda. La hora de los desengaños no tarda. -El harapiento con trazas de mendigo, el peregrino, el poeta, despierta bruscamente al sentir que le escupe al rostro el desprecio e los palacios, llenos de lacayos galoneados, y el crujir insolente de la seda meretricia. Y, aquella especie de mendigo sonríe y se hiergue. ¡Sobre su frente dantesca se amontonan las sombras como las nubes en torno de la montaña, y brillan sus ojos con los relámpagos de la indignación, y su lengua, como la de Juvenal, estalla al fin en rayos vengadores! Ésa es la sátira acerada contra las corrupciones de la riqueza, ésa la Canción del Oro, mezcla de gemido, ditirambo y carcajada, que el porta da al viento de la noche, y que en ecos quejumbrosos prolongan las tinieblas sobrecogidas. Mas, por desgracia, estas voces vengadoras no llegan al oído sordo de los poderosos, ni a su corazón, más duro que el bronce, más duro que la bóveda del Banco, y a prueba de generosas compasiones. ¿Qué se hizo el poeta? ¡Ya no está la reina Mab!... El velo azul no existe,... la Canción del Oro fue dispersada al viento del olvido... ¿Acaso no habrá algún epílogo para nuestra trilogía? Recorramos la galería... ¡Ah!... ¡Ah!... ¡sí lo hay!... El poeta se ha hecho bohemio, y hoi vive en la vieja Lutecia, en ese París que aspira a ser el cerebro del mundo porque es su corazón. Ahí está. Le conozco a pesar de su metamorfosis. Del país de las hadas hemos pasado, pues, a la prosa de la vida, y nos hallamos en le café Plombier, en plena bohemia, bock en mano y la pipa en la boca... Allí se agitan revueltos, grupos de estudiantes y artistas, de perdidos y pensadores, cabezas fosforescentes donde hai algo, frentes juveniles que buscan afanosas el viejo laurel verde. Allí está aquel Garcín, querido entre todos, triste, soñador, buen bebedor de ajenjo, bravo improvisador, y, como bohemio, un Bayardo sin miedo ni tacha. Ya lo veis, ha cambiado de traje y 99 de escenario, pero es el mismo poeta anónimo a quien el rei burgués dejó morirse de hambre, a quien Mab envolvió en su velo, el mendigo que lanzó a los aires como una saeta de fuego, su estridente Canción del Oro. La bohemia lo llama el Pájaro Azul. Él hace madrigales y coge violetas silvestres para Nini, su linda vecina. Mas, el idilio candoroso y dulce es bruscamente interrumpido por la muerte de Nini. Garcín sonríe tristemente, se despide de sus amigos como en broma, pero con palabras misteriosas, y, en seguida, pone fin al idilio saltándose los sesos. Así, pues, el epílogo de esta lucha trágica del genio con el destino, remata en el suicidio, ¡heroica cobardía, sublime necedad! El oro y la ceguera humana lo combaten, la esperanza lo consuela, el amor lo levanta, pero, al fin, como el epicureano Lucrecio, corta las amarras de la negra barca y se engolfa meditabundo en el piélago de la eternidad. Aguardad, que hai algo aún más sombrío y más humano en esta galería d'èlite; algo digno del lápiz de Goya. Se diría que es un episodio caído de la cartera de Víctor Hugo, algo como una pájina de los Miserables o de los Trabajadores del Mar, suavizada por la pluma de d'Amicis. -Mostradnos, pues, el pequeño prodijio. -Ahí lo tenéis. Se intitula El Fardo. ¿No es verdad que esa tela hace estremecer el alma? Es hermosamente sombría, tiene los sacudimientos de la trajedia, y llena los ojos de lágrimas silenciosas. Baja la tarde; a orillas del mar azul y pérfido, un viejo jornalero inválido cuenta la triste suerte de su hijo, uno de los hércules anónimos de nuestras playas. Él era el sustento el pobre rancho; él trabajaba sin descanso al sol y al viento, a veces con el agua a la cintura, para llevar un mendrugo a su madre anciana y para algo más... para enriquecer a los ricos. Él se reía de la muerte y desafiaba el peligro, mas un día la muerte lo cogió en su trampa horrible y lo aplastó. -¿Cómo? -Un fardo pesadísimo se balanceaba pendiente del brazo colosal de un pescante que lo alzaba sobre el abismo. ¡De repente cruje la madera, las cadenas rechinan, estallan las gruesas cuerdas con estrépito, y aquella masa brutal cae y aplasta al hombre del trabajo como a un vil gusano!... ¡Sombría imagen del pueblo, víctima del fardo ajeno y sufriendo siempre en silencio! ¿Lloráis?... Pasemos a otra cosa... ¡Aire de primavera; olor a rosas; cuadro de amor, señoritas!... El pintor lo llama, Palomas blancas y garzas morenas... Yo le daría otro nombre... -¿Cuál? ¿Cuál?... ¡Veamos! -Claro de luna y rayo de sol. Nada más fresco ni más delicado, nada más humano ni más divinamente escrito. 100 Ese par de acuarelas entrelazadas en un medallón y que se completan y armonizan, ese poema del primer amor sentido por un niño y expresado por un hombre, por sí solo bastaría a formar una reputación literaria. ¡Qué!... ¡muchacha coqueta, con que te tapas lo ojos para no ver, y atisbas a hurtadillas por entre los dedos!... ¡Eh! ¡Dejad a los clérigos del Estandarte la gloria de tejer fajas púdicas para la Venus de Milo, y buscar desvíos místicos para las sanas palpitaciones de la madre naturaleza!... Lo bello, lo verdadero y lo bueno, son las tres hipótesis de la santa trinidad del arte, tres colores distintos producido por un solo rayo de luz divina. Lo bello tiene que ser verdadero; no puede dejar de ser bueno. ¿Creeríais hacer buena obra condenando la verdad de esta belleza? ¡Condenad entones la naturaleza misma! El cuadro del primer beso forma artísticamente la transición natural de los Cuentos al Año lírico, de la prosa elegante y cadenciosa a los versos de divina estirpe. Pero, un momento más; echad aún un vistazo sobre estas otras pinturas. Aquí está la niña clorótica que se muere sin saber de qué, arrebatada por una hada benéfica al palacio del Sol, donde encuentra sus colores perdidos y recobra la alegría. Ved más allá aquellos pequeños gnomos fornidos, de luengas barbas grises, con el hacha al cinto y caperuzas encarnadas. ¿Mundo fantástico, mundo alemán de Kobolt y Níquel?, de gnomos que conocen el secreto de las montañas, y saben en qué entraña de la tierra está escondido el tesoro de los Nibelungos. Ajitado y revuelto hierve ese submundo de los pigmeos, porque el hombre, en su audacia creciente ha osado sacar de sus crisoles el zafiro y los rubíes, que ellos custodian noche y día en sus yacimientos seculares. ¿Queréis saber la leyenda del rojo rubí, de ése brillante como el ojo sanguinolento de una divinidad infernal? -Escuchad al viejo gnomo; él os va a contar... * Nos provocan al pasar, estas dos panoplias, como han dado nuestros pintores en llamar a las colecciones de esbozos y bocetos que encuadran en un mismo marco, o en algún madero acuartelado, a la manera e los viejos escudos de armas. Este es EL ÁLBUM PORTEÑO, la otra el SANTIAGUINO. Aquí tenéis a Ricardo; en busaca de impresiones y panoramas sube a los cerros de este Valle del Paraíso, que no es paraíso ni es valle. Sigue una vía tortuosa de casas trepantes, escalonadas del pie del cerro a la cumbre, graciosas, alegres, pintorescas, unas como blancos palomares entre la verdura, otras como castillos aéreos asomadas al abismo. Mientras más se sube, como pasa en la vida, mayores horizontes se abarcan, más crece el cielo y más el mar. Y en las calles ascendentes del Cerro Alegre y en la estéril soledad del Camino de 101 Cintura, Ricardo ve, medita, y escribe después, lo que pocos ven, menos meditan y ninguno ha escrito. Veamos lo que él ha visto. En el jardín de esa casita inglesa, ahí tenéis a Mary cojiendo flores de la mañana, rubia aérea y fresca... creación delicadísima hecha de una feliz pincelada y digna de tentar a un Fortuny. Luego, al lado de esa acuarela sonrosada y lila, un paisage chileno a lo Rugendas, representando al huaso de nuestros campos y su buey; gordo éste, resignado, paciente y rumiando filosóficamente su pasto y su destino. Más allá, al rojizo resplandor de la fragua, los cíclopes de delantal de cuero, que forjan el hierro incandescente al compas de sus martillos. -¡Ah! acá tenéis la Virgen de la Paloma, creación murillesca, con su niño en los brazos. El bambino ajita las manecitas y las piernas rollizas y muestra en sus movimientos, «querer asir la blanca paloma, bajo la cúpula inmensa del cielo azul»... Ahí tenéis, en el rincón, en el último término, esa cabeza que asoma a medio bosquejar: bajo sus sienes artísticas se siente palpitar el pensamiento, y se ve algo como el aleteo de millares de mariposas prontas a derramarse por los aires. Es un autoretrato; está al fin ahí como una firma. Recorramos ahora el Album Santiagués; mas no creáis, extraviados por el nombre, que el artista fue en romería a Santiago de Compostela en busca de sus cuadros. No, nada de eso; se trata de nuestras vistas santiaguinas, de nuestra alameda de Santiago de Chile, con su sin par Cordillera de pórfidos abigarrados y de nieve, blanca a la mañana, rosicler a la tarde; con sus árboles, sus palacios, sus fuentes y sus estatuas; con sus filas interminables de lujosos carruajes charolados; con sus paseantes ajustados al último corte parisiense, y su exhibición dominguera de lindas mujeres ávidas de mirar y de ser miradas. Tras de esta vista de conjunto, aquel segundo cartón del panneaux nos introduce al misterioso retrete de una dama santiaguina. Delante de su tocador ensaya un trage Pompadour a la manera de las marquesitas empolvadas de Watteau, y ensaya al mismo tiempo las armas de su gracia conquistadora. Va al baile de fantasía... Estará irresistible... Aquí tenéis una naturaleza muerta; allá, un estudio al carbón, una dama misteriosa con el manto a los ojos, orando en la penumbra del templo, más allá un risueño paisaje de la Quinta Normal, con sauce confidente, y a su amparo una feliz pareja, -¡acaso una cita!- y luego, un capricho e luz, un rayo de luna que resbala sobre la frente pálida del soñador incorregible y va a perderse en la bruma nocturna. Tal es el Azul a vuelo de pájaro. X Estoi cansado; sentémonos un momento. ¿Cuál creéis que es la prenda más sobresaliente del autor de estos cuentos? -¡Su inspiración!... -¡Su fantasía!... 102 -¡Su originalidad!... -¡Su elegancia!... -¡Eh! me refiero a otra cosa. Rubén Darío tiene el don d ela armonía bajo todas sus formas. Ya es la armonía imitativa, que nace como sabéis, de la acertada combinación de las palabras, cual aquella «agua glauca y oscura que chapoteaba musicalmente bajo el viejo muelle», y, «el raso y el moaré que con su roce ríen»... Cito de memoria, por no darme el trabajo de la elección donde a cada paso brotan espontáneas las preciosas onomatopeyas. Fuera de la armonía imitativa hai aquí en grado supremo, aquella otra, que convierte la lengua en una flauta suave y sonora; y hai la gran armonía, la más artística de todas, la que consiste ne le perfecto acuerdo entre la idea y su expresión, de manera que parezcan ambas nacidas a la par y la una para la otra. Agregad a estas tres faces de la armonía, las melodías del lenguaje sometido a la lei del metro y el ritmo, y sabréis en qué nuestro poeta es maestro como pocos. El don de la armonía es uno de los secretos que tiene para encantarnos. XI En el Año lírico hai pocas, pero escojidas composiciones. Nada más delicado que su canto de Primavera; nada más espléndido que su Estival. En la Primaveral, suelto y gracioso romance que huele a rosas, es notable la armonía entre el tema desarrollado y las imágenes, figuras, tropos, epítetos y combinaciones de sonidos que se emplean. Corre por toda la composición un aire fresco y embalsamado de primavera y juventud que alegra el alma y templa los nervios, como si realmente nos halláramos en la estación florida de los rimeros amores. Pocas, muy pocas composiciones del género ha producido la Musa juvenil de América que a ésta se igualen. Yo, apenas sí retocaría un solo veros para dar mejor colocación a los acentos, y diría: Dame que aprieten mis manos las tuyas de rosa y seda, y ríe, y muestren tus labios su húmeda púrpura fresca 103 Así, éste octosílabo dactílico llevaría sus acentos, como es debido, en las sílabas 1ª, 4ª y 7ª. Tras los toques de aroma y color campestres, propios de la savia que sube, y las yemas que revientan, y los botones que se abren, y del amor que germina en nidos y corazones; tras del dulce reclamo a la amada, propio del mes de flores y de un alma de un poeta, viene aquel final espléndido de perfil griego, que hace rematar tan elegante composición en una anacreóntica perfecta. ¡Oh, y la ESTIVAL! ¡Qué nervio y que estro! ¡Qué admirable talento pictórico!... No trepido en afirmar que éste es uno de los más bellos trozos descriptivos del Parnaso Castellano. El estío está simbolizado en los amores de dos tigres de Bengala. La real hembra aparece sola en escena «con su lustrosa piel manchada a trechos». Una sensación extraña la agita... Salta de los repechos de un ribazo, al tupido carrizal de un bambú; luego, a la roca que se yergue a la entrada de su gruta. Allí lanza un rujido, se agita como loca y eriza de placer su piel hirsuta. La fiera virgen ama. Es el mes del ardor. Parece el suelo rescoldo; y en el cielo el sol inmensa llama. .................................... Siéntense vahos de horno, y la selva africana 104 en alas del bochorno lanza, bajo el sereno cielo, un soplo de sí. La tigre ufana respira a pulmón lleno, y al verse hermosa, altiva, soberana, le late el corazón, se le hincha el seno. Ésta es la introducción, éste el medio ambiente encendido en que la escena va atener lugar. Las coqueterías felinas de aquella fiera que ensaya las uñas de marfil en la roca, que se lame y repule, que ajita nerviosa el inquieto y felpudo rabo, que husmea, busca, va... y exhala como un suspiro salvaje, no son por cierto, perdidas. Sus efluvios vuelan, y luego, un rujido callado escucho. Con presteza volvió la vista de uno y otro lado. Y chispeó su ojo verde y dilatado cuando miró de un tigre la cabeza surjir sobre la cima de un collado. El tigre se acercaba. Era mui bello. Gigantesca la talla, el pelo fino, apretado el hijar, robusto el cuello. ...................................................... Al caminar se vía su cuerpo ondear con garbo y bizarría. Se miraban los músculos hinchados 105 debajo de la piel y se diría, ser aquella alimaña un rudo gladiador de la montaña. ................................................. Pero, a este paso tendría que citarlo todo. Leedlo, leedlo y encontraréis razón a mi entusiasmo. La pintura del tigre es a la manera de Leconte de l'Isle, como lo es el encuentro de las dos fieras, y la legada inesperada del príncipe de Gales que va de caza. Detiénese al ver aquellas fieras terribles que se acarician sin sentir lo que pasa a su lado; avanza, apunta, hace fuego, y al estruendo El tigre sale huyendo y la hembra queda, el vientre desagarrado. ¡Oh, va a morir!... Pero antes, débil, yerta, chorreando sangre por la herida abierta con ojo dolorido miró a aquel cazador, lanzó un gemido como un ¡ay! de mujer... y cayó muerta. Aquí cierra naturalmente el cuadro, y siempre nos parecerá pegadizo el trozo final. Por la propiedad quisiéramos que la escena pasara en la India, cuna de tigres bengaleses, y soto de caza de los Príncipes de Inglaterra, y no en la selva africana, elejida por error. Por la misma razón suprimiríamos aquel kanguro, que salta huyendo por el ramaje oscuro, llevado a tierra de tigres reales por la sola atracción del consonante. Pero, éstos son lunares fáciles de remediar, y en nada amenguan el mérito de la obra. Los cantos que Darío consagra al Otoño y al Invierno están cuajados de bellezas como nuestro cielo austral de estrellas. Renuncio a contarlas. El Pensamiento de Armand Silvestre es a las otras composiciones lo que la hoja a los pétalos, y Abatkh, -no se si griego o japonés,- es la oda más delicada y bella a la paloma que pueda darse, deslucida por un final desgraciado, que debe suprimirse sin vacilar. Si el autor quiere después del canto de felicidad completar su idea, si quiere pintarnos la desgracia asechando al que sonríe, si quiere encarnar el gavilán devorando a la paloma imagen de la fatalidad (que es lo que anatké significan) maneje de otra manera su conclusión. 106 A él no le es lícito dejar de ser artista, ni un solo momento. Anagké comienza así: Y dijo la paloma:Yo soi feliz. Bajo el inmenso cielo, en el árbol en flor, junto a la poma llena de miel, junto al retoño suave y húmedo por las gotas de rocío, tengo mi hogar... ...................................................... ¡Soi feliz! porque es mía la floresta, donde el misterio de los nidos se halla; por que el alba es mi fiesta y el amor mi ejercicio y mi batalla. Feliz, por que de dulces ansias llena calentar mis polluelos es mi orgullo; porque en las selvas vírgenes resuena la música celeste de mi arrullo. Porque no hai una rosa que no me ame, ni pájaro gentil que no me escuche, ni garrido cantor que no me llame. -¿Sí? dijo entonce un gavilán infame. Y con furor se la metió en el buche. 107 Este último es un verso plebeyo que desdice de los demás, tan donosos y bien nacidos. Al menos, me hace mal efecto. Pero, lo que sí debo confesar que encuentro inadmisible bajo todo punto de vista, es el siguiente desgraciadísimo final, que puede y debe suprimirse, por innecesario a la obra, por antiartístico y por blasfemo. Sí; notadlo bien, señoritas, yo, libre-pensador, yo, a quien sin conocer llaman ateo las buenas monjas de Dos Corazones, no acepto estas intemperancias dañinas al arte. Continúa el poeta: Entonces el buen Dios allá en su trono, (mientras Satán, para distraer su encono aplaudía a aquel pájaro zahareño),se puso a meditar. Arrugó el ceño, y pensó, al recorrer sus vastos planes, y recorrer sus puntos y sus comas, que cuando crió palomas no debía haber criado gavilanes. ¿A propósito de esto, me permitís, amigas mías, una última digresión antes de despedirnos?- ¡Sea! Habéis de saber que don Alfonso el Sabio, rey mui dado a la astronomía, como que escribió las Tablas Alfonsíes que de los astros tratan, ofuscado por los errores a que lo indujo el sistema de Tolomeo, culpaba al Creador de los desórdenes e incongruencias que creía encontrar en el mecanismo del universo. La crítica que el buen rey creía hacer al Autor de los cielos, en realidad la hacía a Tolomeo, a quien él seguía, como los árabes sus maestros. Así quienes lo culpan del aparente desorden moral e injusticias de esta baja tierra, lo que en realidad condenan es su propia, falsa concepción de las cosas. No sabemos explicarnos por qué el halcón devora a la paloma, y nuestra ignorancia se retuerce contra el Creador del Cielo y de la tierra, origen de la justicia y fuente de todo bien. Admiremos la obra, amenos a su Autor. Sin eso no hai arte. Lo bello, lo verdadero, lo bueno brotan del seno de la naturaleza, como la luz, el calor y la vida brotan del sol. L'art c'est d'azur. [XXXIV] ¿Sois poetas? ¿amáis el arte?- Dónde hallaréis mejor modelo ni mejor maestro que en esa santa y buena y sabia naturaleza, siempre bella, siempre riente, siempre productora, siempre virgen y madre, de cuyo seno nace el arte griego como Venus de las espumas, como Minerva del cerebro de Jove. 108 Buscad en la naturaleza el secreto de la poesía. Ella os dará los elementos inertes y los elementos vivos de los afectos. Ella es cielo, aire y tierra: ella es hombre y mujer, luz y amor, ciencia y virtud, color y armonía... escala misteriosa que remata en Dios. Por favor, lindas lectoras, suprimid ese desgraciado final. Si el autor no lo hace, suprimidlo por él, en prueba de cariño y de agradecimiento por el goce estético que os habrá producido la lectura de tan lindo libro; por los ensueños que os habrá producido la contemplación del precioso cofre artístico que lleva grabado en la tapa como un misterio la palabra Azul... y guarda dentro las joyas regias del Año lírico. Y decidme ahora, corazones sensibles, capaces de sentir las nobles emociones del arte, ¿no es verdad que el autor de este pequeño libro es un gran poeta? La envidia se pondrá pálida: Nicaragua se encojerá de hombros, que nadie es profeta en su tierra; pero, el porvenir triunfante se encargará de coronarlo. Vosotras que me creéis, porque sabéis sentir y presentir, saludad al poeta a su paso, como las vírgenes Sulamitas a David el cantor, y no temáis engañaros, que él lleva consigo las tres palabras de pase para el templo de la inmortalidad: Eros -Lumen -Numen, E. DE LA BARRA. C. E. de la Real Academia Española Cuentos en prosa El Rei Burgués Cuento Alegre ¡Amigo! el cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento alegre... así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí: *** Había en una ciudad inmensa y brillante un rei mui poderoso, que tenía trajes caprichosos y ricos, esclavas desnudas, blancas y negras, caballos de largas crines, armas flamantísimas, galgos rápidos, y monteros con cuernos de bronce que llenaban el viento con sus fanfarrias. ¿Era un rei poeta? No, amigo mío: era el Rei Burgués. *** 109 Era mui aficionado a las artes el soberano, y favorecía con gran largueza a sus músicos, a sus hacedores de ditirambos, pintores, escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima. Cuando iba a la floresta, junto al corzo o jabalí herido y sangriento, hacía improvisar a sus profesores de retórica, canciones alusivas; los criados llenaban las copas del vino de oro que hierve, y las mujeres batían palmas con movimientos rítmicos y gallardos. Era un rei sol, en su Babilonia llena de músicas, de carcajadas y de ruido de festín. Cuando se hastiaba de la ciudad bullente, iba de caza atronando el bosque con sus tropeles; y hacía salir de sus nidos a las aves asustadas, y el vocerío repercutía en lo más escondido de las cavernas. Los perros de patas elásticas iban rompiendo la maleza en la carrera, y los cazadores inclinados sobre el pescuezo de los caballos, hacían ondear los mantos purpúreos y llevaban las caras encendidas y las cabelleras al viento. *** El rei tenía un palacio soberbio donde había acumulado riquezas y objetos de arte maravillosos. Llegaba a él por entre grupos de lilas y estensos estanques, siendo saludado por los cisnes de cuellos blancos, antes que por los lacayos estirados. Buen gusto. Subía por una escalera llena de columnas de alabastro y de esmaragdina, que tenía a los lados leones de mármol como los de los tronos salomónicos. Refinamiento. A más de los cisnes, tenía una vasta pajarera, como amante de la armonía, del arrullo, del trino; y cerca de ella iba a ensanchar su espíritu, leyendo novelas de M. Ohnet, o bellos libros sobre cuestiones gramaticales, o críticas hermosillescas. Eso sí: defensor acérrimo de la corrección académica en letras, y del modo lamido en artes; ¡alma sublime amante de la lija y de la ortografía! *** ¡Japonerías!¡Chinerías! por moda y nada más. Bien podía darse el placer de un salón digno del gusto de un Goncourt y de los millones de un Creso: quimeras de bronce con las fauces abiertas y las colas enroscadas, en grupos fantásticos y maravillosos; lacas de Kioto con incrustaciones de hojas y ramas de una flora monstruosa, y animales de una fauna desconocida; mariposas de raros abanicos junto a las paredes; peces y gallos de colores; máscaras de jestos infernales y con ojos como si fuesen vivos; partesanas de hojas antiquísimas y empuñaduras con dragones devorando flores de loto; y en conchas de huevo, túnicas de seda amarilla, como tejidas con hilos de araña, sembradas de garzas rojas y de verdes matas de arroz; y tibores, porcelanas de muchos siglos, de aquellas en que hai guerreros tártaros con una piel que les cubre hasta los riñones, y que llevan arcos estirados y manojos de flechas. Por lo demás, había el salón griego, lleno de mármoles: diosas, musas, ninfas y sátiros; el saló n de los tiempos galantes, con cuadros del gran Watteau y de Chardin; dos, tres, cuatro, ¿cuántos salones? Y Mecenas se paseaba por todos, con la cara inundada de cierta majestad, el vientre feliz y la corona en la cabeza, como un rei de naipe. *** Un día le llevaron una rara especie de hombre ante su trono, donde se hallaba rodeado de cortesanos, de retóricos y de maestros de equitación y de baile. 110 -¿Qué es eso? preguntó. -Señor, es un poeta. El rei tenía cisnes en el estanque, canarios, gorriones, senzontes en la pajarera: un poeta era algo nuevo y estraño. -Dejadle aquí. Y el poeta: -Señor, no he comido. Y el rei: -Habla y comerás. Comenzó: *** -Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir. He tendido mis alas al huracán; he nacido en el tiempo de la aurora; busco la raza escojida que debe esperar con el himno en la boca y la lira en la mano, la salida del gran sol. He abandonado la inspiración de la ciudad malsana, la alcoba llena de perfumes, la musa de carne que llena el alma de pequeñez y el rostro de polvos de arroz. He roto el arpa adulona de las cuerdas débiles, contra las copas de Bohemia y las jarras donde espumea el vino que embriaga sin dar fortaleza; he arrojado el manto que me hacía parecer histrión, o mujer, y he vestido de modo salvaje y espléndido: mi harapo es de púrpura. He ido a la selva, donde he quedado vigoroso y ahíto de leche fecunda y licor de nueva vida; y en la ribera del mar áspero, sacudiendo la cabeza bajo la fuerte y negra tempestad, como un ánjel soberbio, o como un semidiós olímpico, he ensayado el yambo dando al olvido el madrigal. He acariciado a la gran naturaleza, y he buscado al calor del ideal, el verso que está en el astro en el fondo del cielo, y el que está en la perla en lo profundo del océano. ¡He querido ser pujante! Porque viene el tiempo de las grandes revoluciones, con un Mesías todo luz, todo ajitación y potencia, y es preciso recibir su espíritu con el poema que sea arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor. ¡Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol, ni en los cuadros lamidos, ni en el excelente señor Ohnet! ¡Señor! el arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni pone los puntos en todas las íes. Él es augusto, tiene mantos de oro o de llamas, o anda desnudo, y amasa la greda con fiebre, y pinta con luz, y es opulento, y da golpes de ala como las águilas, o zarpazos como los leones. Señor, entre un Apolo y un ganso, preferid el Apolo, aunque el uno sea de tierra cocida y el otro de marfil. ¡Oh, la Poesía! ¡Y bien! Los ritmos se prostituyen, se cantan los lunares de la mujeres, y se fabrican jarabes poéticos. Además, señor, el zapatero critica mis endecasílabos, y el señor profesor de farmacia pone puntos y comas a mi inspiración. Señor, ¡y vos lo autorizáis todo esto!... El ideal, el ideal... 111 El rei interrumpió: -Ya habéis oído. ¿Qué hacer? Y un filósofo al uso: -Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una caja de música; podemos colocarle en el jardín, cerca de los cisnes, para cuando os paseéis. -Sí, -dijo el rei,- y dirijiéndose al poeta: -Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de hambre. Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas, ni de ideales. Id. *** Y desde aquel día pudo verse a la orilla del estanque de los cisnes, al poeta hambriento que daba vueltas al manubrio: tiririrín, tiririrín... ¡avergonzado a las miradas del gran sol! ¿Pasaba el rei por las cercanías? ¡Tiririrín, tiririrín...! ¿Había que llenar el estómago? ¡Tiririrín! Todo entre las burlas de los pájaros libres, que llegaban a beber rocío en las lilas floridas; entre el zumbido de las abejas, que le picaban el rostro y le llenaban los ojos de lágrimas, ¡tiririrín...! ¡lágrimas amargas que rodaban por sus mejillas y que caían a la tierra negra! Y llegó el invierno, y el pobre sintió frío en el cuerpo y en el alma. Y su cerebro estaba como petrificado, y los grandes himnos estaban en el olvido, y el poeta de la montaña coronada de águilas, no era sino un pobre diablo que daba vueltas al manubrio, tiririrín. Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él, el rei y sus vasallos; a los pájaros se les abrigó, y a él se le dejó al aire glacial que le mordía las carnes y le azotaba el rostro, ¡tiririrín! Y una noche en que caía de lo alto la lluvia blanca de plumillas cristalizadas, en el palacio había festín, y la luz de las arañas reía alegre sobre los mármoles, sobre el oro y sobre las túnicas de los mandarines de las viejas porcelanas. Y se aplaudían hasta la locura los brindis del señor profesor de retórica, cuajados de dáctilos, de anapestos y de pirriquios, mientras en las copas cristalinas hervía el champaña con su burbujeo luminoso y fugaz. ¡Noche de invierno, noche de fiesta! Y el infeliz cubierto de nieve, cerca del estanque, daba vueltas al manubrio para calentarse ¡tiririrín, tiririrín! tembloroso y aterido, insultado por el cierzo, bajo la blancura implacable y helada, en la noche sombría, haciendo resonar entre los árboles sin hojas la música loca de las galopas y cuadrillas; y se quedó muerto, tiririrín... pensando en que nacería el sol del día venidero, y con él el ideal, tiririrín..., y en que el arte no vestiría pantalones sino manto de llamas, o de oro... Hasta que al día siguiente, lo hallaron el rei y sus cortesanos, al pobre diablo de poeta, como gorrión que mata el hielo, con una sonrisa amarga en los labios, y todavía con la mano en el manubrio. *** ¡Oh, mi amigo! el cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Flotan brumosas y grises melancolías... Pero ¡cuánto calienta el alma una frase, un apretón de manos a tiempo! ¡Hasta la vista! 112 La Ninfa CUENTO PARISIENSE En el castillo que últimamente acaba de adquirir Lesbia, esta actriz caprichosa y endiablada que tanto ha dado que decir al mundo por sus extravagancias, nos hallábamos a la mesa hasta seis amigos. Presidía nuestra Aspasia, quien a la sazón se entretenía en chupar como niña golosa, un terrón de azúcar húmedo, blanco entre las yemas sonrosadas. Era la hora del chartreuse. Se veía en los cristales de la mesa como una disolución de piedras preciosas, y la luz de los candelabros se descomponía en las copas medio vacías, donde quedaba algo de la púrpura del borgoña, del oro hirviente del champaña, de las líquidas esmeraldas de la menta. Se hablaba con el entusiasmo de artistas de buena pasta, tras una buena comida. Éramos todos artistas, quien más, quien menos, y aún había un sabio obeso que ostentaba en la albura de una pechera inmaculada, el gran nudo de una corbata monstruosa. Alguien dijo: -¡Ah, sí, Fremiet!- Y de Fremiet se pasó a sus animales, a su cincel maestro, a dos perros de bronce que, cerca de nosotros, uno buscaba la pista de la pieza, y otro como mirando al cazador alzaba el pescuezo y arbolaba la delgadez de su cola tiesa y erecta. ¿Quién habló de Mirón? El sabio, que recitó en griego el epigrama de Anacreonte: Pastor, lleva a pastar más lejos tu boyada, no sea que creyendo que respira la vaca de Mirón, la quieras llevar contigo. Lesbia acabó de chupar su azúcar, y con una carcajada arjentina: -¡Bah! Para mí, los sátiros. Yo quisiera dar vida a mis bronces, y si esto fuese posible, mi amante sería uno de esos velludos semi-dioses. Os advierto que más que a los sátiros adoro a los centauros; y que me dejaría robar por uno de esos monstruos robustos, sólo por oír las quejas del engañado, que tocaría su flauta lleno de tristeza. El sabio interrumpió: -¡Bien! Los sátiros y los faunos, los hipocentauros y las sirenas, han existido, como las salamandras y el ave Fénix. Todos reímos; pero entre el coro de carcajadas, se oía irresistible, encantadora, la de Lesbia, cuyo rostro encendido, de mujer hermosa, estaba como resplandeciente de placer. *** -Sí, -continuó el sabio:- ¿con qué derecho negamos los modernos, hechos que afirman los antiguos? El perro jigantesco que vio Alejandro, alto como un hombre, es tan real, como la araña Kraken que vive en el fondo de los mares. San Antonio Abad, de edad de noventa años fue en busca del viejo ermitaño Pablo que vivía en una cueva. Lesbia, no te rías. Iba el santo por el yermo, apoyado en su báculo, sin saber dónde encontrar a quien buscaba. A mucho andar, ¿sabéis quién le dio las señas del camino que debía seguir? Un centauro, medio hombre y medio caballo, -dice un autor,- hablaba como enojado; huyó tan velozmente que presto le perdió de vista el santo; así iba galopando el monstruo, cabellos al aire y vientre a tierra. 113 En ese mismo viaje San Antonio vio un sátiro «hombrecillo de estraña figura, estaba junto a un arroyuelo, tenía las narices corvas, frente áspera y arrugada, y la última parte de su contrahecho cuerpo remataba con pies de cabra». -¡Ni más ni menos -dijo Lesbia- M. de Cocureau, futuro miembro del Instituto! Siguió el sabio: -Afirma San Jerónimo que en tiempo de Constantino Magno se condujo a Alejandría un sátiro vivo, siendo conservado su cuerpo cuando murió. Además, viole el emperador en Antioquía. Lesbia había vuelto a llenar su copa de menta, y humedecía la lengua en el licor verde como lo haría un animal felino. -Dice Alberto Magno que en su tiempo cogieron a dos sátiros en los montes de Sajonia. Enrico Zormano asegura que en tierras de Tartaria había hombres con sólo un pie, y sólo un brazo en el pecho. Vincencio vio en su época un monstruo que trajeron al rei de Francia; tenía cabeza de perro; (Lesbia reía) los muslos, brazos y manos tan sin vello como los nuestros; (Lesbia se ajitaba como una chicuela a quien hiciesen cosquillas) comía carne cocida y bebía vino con todas ganas. -¡Colombine! -gritó Lesbia-. Y llegó Colombine, una falderilla que parecía un copo de algodón. Tomola su ama, y entre las explosiones de risa de todos: -¡Toma, el monstruo que tenía tu cara! Y le dio un beso en la boca, mientras el animal se extremecía e inflaba las naricitas como lleno de voluptuosidad. -Y Filegón Traliano -concluyó el sabio elegantemente- afirma la existencia de dos clases de hipocentauros: una de ellas come elefantes. Además... -Basta de sabiduría -dijo Lesbia. Y acabó de beber la menta. Yo estaba feliz. No había desplegado mis labios. -¡Oh -exclamé- para mí, las ninfas! Yo desearía contemplar esas desnudeces de los bosques y de las fuentes, aunque como Acteón, fuese despedazado por los perros. Pero las ninfas no existen. Concluyó aquel concierto alegre, con una gran fuga de risas, y de personas. -Y ¡qué! -me dijo Lesbia, quemándome con sus ojos de faunesa y con voz callada como para que sólo yo la oyera- ¡las ninfas existen, tú las verás! *** Era un día primaveral. Yo vagaba por el parque del castillo, con el aire de un soñador empedernido. Los gorriones chillaban sobre las lilas nuevas y atacaban a los escarabajos que se 114 defendían de los picotazos con sus corazas de esmeralda, con sus petos de oro y acero. En las rosas el carmín, el vermellón, la onda penetrante de perfumes dulces; más allá las violetas, en grandes grupos, con su color apacible y su olor a virjen. Después, los altos árboles, los ramajes tupidos llenos de mil abejeos, las estatuas en la penumbra, los discóbolos de bronce, los gladiadores musculosos en sus soberbias posturas gímnicas, las glorietas perfumadas cubiertas de enredaderas, los pórticos, bellas imitaciones jónicas, cariátides todas blancas y lascivas, y vigorosos telamones del orden atlántico, con anchas espaldas y muslos jigantescos. Vagaba por el laberinto de tales encantos cuando oí un ruido, allá en lo oscuro de la arboleda, en el estanque donde hai cisnes blancos como cincelados en alabastro y otros que tienen la mitad del cuello del color del ébano, como una pierna alba con media negra. Llegué más cerca. ¿Soñaba? ¡Oh Numa! Yo sentí lo que tú, cuando viste en su gruta por primera vez a Egeria. Estaba en el centro del estanque, entre la inquietud de los cisnes espantados, una ninfa, una verdadera ninfa, que hundía su carne de rosa en el agua cristalina. La cadera a flor de espuma parecía a veces como dorada por la luz opaca que alcanzaba a llegar por las brechas de las hojas. ¡Ah! yo vi lirios, rosas, nieve, oro; vi un ideal con vida y forma y oí entre el burbujeo sonoro de la linfa herida, como una risa burlesca y armoniosa, que me encendía la sangre. De pronto huyó la visión, surgió la ninfa del estanque, semejante a Citerea en su onda, y recogiendo sus cabellos que goteaban brillantes, corrió por los rosales tras las lilas y violetas, más allá de los tupidos arbolares, hasta ocultarse a mi vista, hasta perderse, ai, por un recodo; y quedé yo, poeta lírico, fauno burlado, viendo a las grandes aves alabastrinas como mofándose de mí, tendiéndome sus largos cuellos en cuyo estremo brillaba bruñida el ágata de sus picos. *** Después, almorzábamos juntos aquellos amigos de la noche pasada, entre todos, triunfante, con su pechera y su gran corbata oscura, el sabio obeso, futuro miembro del Instituto. Y de repente, mientras todos charlaban de la última obra de Fremiet en el salón, esclamó Lesbia con su alegre voz parisiense. -¡Té! como dice Tartarín: ¡el poeta ha visto ninfas!... -La contemplaron todos asombrados, y ella me miraba, me miraba como una gata, y se reía, se reía, como una chicuela a quien se le hiciesen cosquillas. El Fardo Allá lejos, en la línea como trazada con un lápiz azul, que separa las aguas y los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente. Ya el muelle fiscal iba quedando en quietud; los guardas pasaban de un punto a otro, las gorras metidas hasta las cejas, dando aquí y allá sus vistazos. Inmóvil el enorme brazo de los pescantes, los jornaleros se encaminaban a las casas. El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo viento salado que sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo cabeceo. 115 *** Todos los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío Lucas, que por la mañana se estropeara un pie al subir una barrica a un carretón, y que, aunque cojín cojeando, había trabajado todo el día, estaba sentado en una piedra, y, con la pipa en la boca, veía triste el mar. -Eh, tío Lucas, ¿se descansa? -Sí, pues, patroncito. Y empezó la charla, esa charla agradable y suelta que me place entablar con los bravos hombres toscos que viven la vida del trabajo fortificante, la que da la buena salud y la fuerza del músculo, y se nutre con el grano del poroto y la sangre hirviendo de la viña. Yo veía con cariño a aquel rudo viejo, y le oía con interés sus relaciones, así, todas cortadas, todas como de hombre basto, pero de pecho ingenuo. ¡Ah, conque fue militar! ¡Conque de mozo fue soldado de Bulnes! ¡Conque todavía tuvo resistencias para ir con su rifle hasta Miraflores! Y es casado, y tuvo un hijo, y... Y aquí el tío Lucas: -Sí, patrón, ¡hace dos años que se me murió! Aquellos ojos, chicos y relumbrantes bajo las cejas grises y peludas, se humedecieron entonces. -¿Que cómo se me murió? En el oficio, por darnos de comer a todos; a mi mujer, a los chiquitos y a mí, patrón, que entonces me hallaba enfermo. Y todo me lo refirió, al comenzar aquella noche, mientras las olas se cubrían de brumas y la ciudad encendía sus luces; él, en la piedra que le servía de asiento, después de apagar su negra pipa y de colocársela en la oreja y de estirar y cruzar sus piernas flacas y musculosas, cubiertas por los sucios pantalones arremangados hasta el tobillo. *** El muchacho era mui honrado y mui de trabajo. Se quiso ponerlo a la escuela desde grandecito; ¡pero los miserables no deben aprender a leer cuando se llora de hambre en el cuartucho! El tío Lucas era casado, tenía muchos hijos. Su mujer llevaba la maldición del vientre de las pobres: la fecundidad. Había, pues, mucha boca abierta que pedía pan, mucho chico sucio que se revolcaba en la basura, mucho cuerpo magro que temblaba de frío; era preciso ir a llevar qué comer, a buscar harapos, y para eso, quedar sin alientos y trabajar como un buei. Cuando el hijo creció, ayudó al padre. Un vecino, el herrero, quiso enseñarle su industria; pero como entonces era tan débil, casi una armazón de huesos, y en el fuelle tenía que echar el bofe, se puso enfermo, y volvió al conventillo. ¡Ah, estuvo mui enfermo! Pero no murió. ¡No murió! Y eso que vivían en uno de esos hacinamientos humanos, entre cuatro paredes destartaladas, viejas, feas, en la callejuela inmunda de las mujeres perdidas, hedionda a todas horas, 116 alumbrada de noche por escasos faroles, y donde resuenan en perpetua llamada a las zambras de echacorvería, las arpas y los acordeones, y el ruido de los marineros que llegan al burdel, desesperados con la castidad de las largas travesías, a emborracharse como cubas y a gritar y patalear como condenados. ¡Sí! entre la podredumbre, al estrépito de las fiestas tunantescas, el chico vivió, y pronto estuvo sano y en pie. Luego, llegaron después sus quince años. *** El tío Lucas había logrado, tras mil privaciones, comprar una canoa. Se hizo pescador. Al venir el alba, iba con su mocetón al agua, llevando los enseres de la pesca. El uno remaba, el otro ponía en los anzuelos la carnada. Volvían a la costa con buena esperanza de vender lo hallado, entre la brisa fría y las opacidades de la neblina, cantando en baja voz alguna triste, y enhiesto el remo triunfante que chorreaba espuma. Si había buena venta, otra salida por la tarde. Una de invierno había temporal. Padre e hijo, en la pequeña embarcación, sufrían en el mar la locura de la ola y del viento. Difícil era llegar a tierra. Pesca y todo se fue al agua, y se pensó en librar el pellejo. Luchaban como desesperados por ganar la playa. Cerca de ella estaban; pero una racha maldita les empujó contra una roca, y la canoa se hizo astillas. Ellos salieron sólo magullados, gracias a Dios! como decía el tío Lucas al narrarlo. Después, ya son ambos lancheros. *** ¡Sí! lancheros; sobre las grandes embarcaciones chatas y negras; colgándose de la cadena que rechina pendiente como una sierpe de hierro del macizo pescante que semeja una horca; remando de pie y a compás; yendo con la lancha del muelle al vapor y del vapor al muelle; gritando: ¡hiiooeep! cuando se empujaban los pesados bultos para engancharlos en la uña potente que los levanta balanceándolos como un péndulo, ¡sí! lancheros; el viejo y el muchacho, el padre y el hijo; ambos a horcajadas sobre un cajón, ambos forcejeando, ambos ganando su jornal, para ellos y para sus queridas sanguijuelas del conventillo. Íbanse todos los días al trabajo, vestidos de viejo, fajadas las cinturas con sendas bandas coloradas, y haciendo sonar a una sus zapatos groseros y pesados que se quitaban, al comenzar la tarea, tirándolos en un rincón de la lancha. Empezaba el trajín, el cargar y el descargar. El padre era cuidadoso: -¡Muchacho, que te rompes la cabeza! ¡Que te coge la mano el chicote! Que vas a perder una canilla! -Y enseñaba, adiestraba, dirigía al hijo, con su modo, con sus bruscas palabras de roto viejo y de padre encariñado. *** Hasta que un día el tío Lucas no pudo moverse de la cama, porque el reumatismo le hinchaba las coyunturas y le taladraba los huesos. ¡Oh! Y había que comprar medicinas y alimentos: eso sí. 117 -Hijo, al trabajo, a buscar plata; hoi es sábado. Y se fue el hijo, solo, casi corriendo, sin desayunarse, a la faena diaria. Era un bello día de luz clara, de sol de oro. En el muelle rodaban los carros sobre sus rieles, crujían las poleas, chocaban las cadenas. Era la gran confusión del trabajo que da vértigo, el son del hierro; traqueteos por doquiera, y el viento pasando por el bosque de árboles y jarcias de los navíos en grupo. Debajo de uno de los pescantes del muelle estaba el hijo del tío Lucas con otros lancheros, descargando a toda prisa. Había que vaciar la lancha repleta de fardos. De tiempo en tiempo bajaba la larga cadena que remata en un garfio, sonando como una matraca al correr con la roldana; los mozos amarraban los bultos con una cuerda doblada en dos, los enganchaban en el garfio, y entonces éstos subían a la manera de un pez en un anzuelo, o del plomo de una sonda, ya quietos, ya agitándose de un lado a otro, como un badajo, en el vacío. La carga estaba amontonada. La ola movía pausadamente de cuando en cuando la embarcación colmada de fardos. Éstos formaban una a modo de pirámide en el centro. Había uno mui pesado, mui pesado. Era el más grande de todos, ancho, gordo y oloroso a brea. Venía en el fondo de la lancha. Un hombre de pie sobre él, era pequeña figura para el grueso zócalo. Era algo como todos los prosaísmos de la importación envueltos en lona y fajados con correas de hierro. Sobre sus costados, en medio de líneas y de triángulos negros, había letras que miraban como ojos. -Letras «en diamante» -decía el tío Lucas. Sus cintas de hierro estaban apretadas con clavos cabezudos y ásperos; y en las entrañas tendría el monstruo, cuando menos, linones y percales. *** Sólo él faltaba. -¡Se va el bruto! -dijo uno de los lancheros. -¡El barrigón! -agregó otro. Y el hijo del tío Lucas, que estaba ansioso de acabar pronto, se alistaba para ir a cobrar y a desayunarse, anudándose un pañuelo de cuadros al pescuezo. Bajo la cadena danzando en el aire. Se amarró un gran lazo al fardo, se probó si estaba bien seguro, y se gritó: ¡Iza! Mientas la cadena tiraba de la masa chirriando y levantándola en vilo. Los lancheros, de pie, miraban subir el enorme peso, y se preparaban para ir a tierra, cuando se vio una cosa horrible. El fardo, el grueso fardo, se zafó del lazo como de un collar holgado saca un perro la cabeza; y cayó sobre el hijo del tío Lucas, que entre el filo de la lancha y el gran bulto, quedó con los riñones rotos, el espinazo desencajado y echando sangre negra por la boca. 118 Aquel día, no hubo pan ni medicinas en casa del tío Lucas, sino el muchacho destrozado al que se abrazaba llorando el reumático, entre la gritería de la mujer y de los chicos, cuando llevaban el cadáver a Playa-Ancha. *** Me despedí del viejo lanchero, y a pasos elásticos dejé el muelle, tomando el camino de la casa, y haciendo filosofía con toda la cachaza de una puerta, en tanto que una brisa glacial que venía del mar afuera pellizcaba tenazmente las narices y las orejas. El Velo de la Reina Mab La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló por la ventana de una buhardilla donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose como unos desdichados. Por aquel tiempo, las hadas habían repartido sus dones a los mortales. A unos habían dado las varitas misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros unas espigas maravillosas que al desgranarlas colmaban las trojes de riqueza; a otros unos cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra, oro y piedras preciosas; a quienes cabelleras espesas y músculos de Goliat, y mazas enormes para machacar el hierro encendido; y a quienes talones fuertes y piernas ágiles para montar en las rápidas caballerías que se beben el viento y que tienen las crines en la carrera. Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al otro el iris, al otro el ritmo, al otro el cielo azul. *** La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero: -¡Y bien! ¡Heme aquí en la gran lucha de mis sueños de mármol! Yo he arrancado el bloque y tengo el cincel. Todos tenéis, unos el oro, otros la armonía, otros la luz; yo pienso en la blanca y divina Venus que muestra su desnudez bajo el plafond color de cielo. Yo quiero dar a la masa la línea y la hermosura plástica; y que circule por las venas de la estatua una sangre incolora como la de los dioses. Yo tengo el espíritu de Grecia en el cerebro, y amo los desnudos en que la ninfa huye y el fauno tiende los brazos. ¡Oh Fidias! Tú eres para mí soberbio y augusto como un semi-dios, en el recinto de la eterna belleza, rey ante un ejército de hermosuras que a tus ojos arrojan el magnífico chitón, mostrando la esplendidez de la forma, en sus cuerpos de rosa y de nieve. Tú golpeas, hieres y domas el mármol, y suena el golpe armónico como un verso, y te adula la cigarra, amante del sol, oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los Apolos rubios y luminosos, las Minervas severas y soberanas. Tú, como un mago, conviertes la roca en simulacro y el colmillo del elefante en copa del festín. Y al ver tu grandeza siento el martirio de mi pequeñez. Porque pasaron los tiempos gloriosos. Porque tiemblo 119 ante las miradas de hoy. Porque contemplo el ideal inmenso y las fuerzas exhaustas. Porque a medida que cincelo el bloque me ataraza el desaliento. *** Y decía el otro: -Lo que es hoi romperé mis pinceles. ¿Para qué quiero el iris, y esta gran paleta del campo florido, si a la postre mi cuadro no será admitido en el salón? ¿Qué abordaré? He recorrido todas las escuelas, todas las inspiraciones artísticas. He pintado el torso de Diana y el rostro de la Madona. He pedido a las campiñas sus colores, sus matices; he adulado a la luz como a una amada, y la he abrazado como a una querida. He sido adorador del desnudo, con sus magnificencias, con los tonos de sus carnaciones y con sus fugaces medias tintas. He trazado en mis lienzos los nimbos de los santos y las alas de los querubines. ¡Ah, pero siempre el terrible desencanto! ¡El porvenir! ¡Vender una Cleopatra en dos pesetas para poder almorzar! ¡Y yo, que podría en el estremecimiento de mi inspiración, trazar el gran cuadro que tengo aquí adentro...! *** Y decía el otro: -Perdida mi alma en la gran ilusión de mis sinfonías, temo todas las decepciones. Yo escucho todas las armonías, desde la lira de Terpandro hasta las fantasías orquestales de Wagner. Mis ideales, brillan en medio de mis audacias de inspirado. Yo tengo la percepción del filósofo que oyó la música de los astros. Todos los ruidos pueden aprisionarse, todos los ecos son susceptibles de combinaciones. Todo cabe en la línea de mis escalas cromáticas. La luz vibrante es himno, y la melodía de la selva halla un eco en mi corazón. Desde el ruido de la tempestad hasta el canto del pájaro, todo se confunde y enlaza en la infinita cadencia. Entre tanto, no diviso sino la muchedumbre que befa y la celda del manicomio. *** Y el último: -Todos bebemos del agua clara de la fuente de Jonia. Pero el ideal flota en el azul; y para que los espíritus gocen de su luz suprema, es preciso que asciendan. Yo tengo el verso que es de miel y el que es de oro, y el que es de hierro candente. Yo soy el ánfora del celeste perfume: tengo el amor. Paloma, estrella, nido, lirio, vosotros conocéis mi morada. Para los vuelos inconmensurables tengo alas de águila que parten a golpes mágicos el huracán. Y para hallar consonantes, los busco en dos bocas que se juntan; y estalla el beso, y escribo la estrofa, y entonces si veis mi alma, conoceréis a mi Musa. Amo las epopeyas, porque de ellas brota el soplo heroico que agita las banderas que ondean sobre las lanzas y los penachos que tiemblan sobre los cascos; los cantos líricos, porque hablan de las diosas y de los amores; y las églogas, porque son olorosas a verbena y a tomillo, y al sano aliento del buey coronado de rosas. Yo escribiría algo inmortal; mas me abruma un porvenir de miseria y de hambre... *** Entonces la reina Mab, del fondo de su carro hecho de una sola perla, tomó un velo azul, casi impalpable, como formado de suspiros, o de miradas de ángeles rubios y pensativos. Y aquel velo era el velo de los sueños, de los dulces sueños que hacen ver la vida de color de rosa. Y con él 120 envolvió a los cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes. Los cuales cesaron de estar tristes, porque penetró en su pecho la esperanza, y en su cabeza el sol alegre, con el diablillo de la vanidad, que consuela en sus profundas decepciones a los pobres artistas. Y desde entonces, en las buhardillas de los brillantes infelices, donde flota el sueño azul, se piensa en el porvenir como en la aurora, y se oyen risas que quitan la tristeza, y se bailan estrañas farandolas al rededor de un blanco Apolo, de un lindo paisaje, de un violín viejo, de un amarillento manuscrito. La Canción del Oro Aquel día, un harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizás un poeta, llegó, bajo la sombra de los altos álamos, a la gran calle de los palacios, donde hai desafíos de soberbia entre el ónix y el pórfido, el ágata y el mármol; en donde las altas columnas, los hermosos frisos, las cúpulas doradas, reciben la caricia pálida del sol moribundo. Había tras los vidrios de las ventanas, en los vastos edificios de la riqueza, rostros de mujeres gallardas y de niños encantadores. Tras las rejas se adivinaban estensos jardines, grandes verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y blandamente como bajo la ley de un ritmo. Y allá en los grandes salones, debía de estar el tapiz purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino, el tibor cubierto de campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina recogida como una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre oriental hace vibrar la luz en la seda que resplandece. Luego las lunas venecianas, los palisandros y los cedros, los nácares y los ébanos, y el piano negro y abierto, que ríe mostrando sus teclas como una linda dentadura; y las arañas cristalinas, donde alzan las velas profusas la aristocracia de su blanca cera. ¡Oh, y más allá! Más allá el cuadro valioso dorado por el tiempo, el retrato que firma Durand o Bonnat, y las preciosas acuarelas en que el tono rosado parece que emerge de un cielo puro y envuelve en una onda dulce desde el lejano horizonte hasta la yerba trémula y humilde. Y más allá... *** (Muere la tarde. Llega a las puertas del palacio un break flamante y charolado, negro y rojo. Baja una pareja y entra con tal soberbia en la mansión, que el mendigo piensa: decididamente: el aguilucho y su hembra van al nido. El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de fusta arrastra el carruaje haciendo relampaguear las piedras. Noche.) *** Entonces, en aquel cerebro de loco, que ocultaba un sombrero raído, brotó como el germen de una idea que pasó al pecho y fue opresión y llegó a la boca hecho himno que le encendía la lengua y hacía entrechocar los dientes. Fue la visión de todos los mendigos, de todos los desamparados, de todos los miserables, de todos los suicidas, de todos los borrachos, del harapo y de la llaga, de 121 todos los que viven, ¡Dios mío! en perpetua noche, tanteando la sombra, cayendo al abismo, por no tener un mendrugo para llenar el estómago. Y después la turba feliz, el lecho blando, la trufa y el áureo vino que hierve, el raso y el moiré que con su roce ríen; el novio rubio y la novia morena cubierta de pedrería y blonda; y el gran reloj que la suerte tiene para medir la vida de los felices opulentos, que en vez de granos de arena, deja caer escudos de oro. *** Aquella especie de poeta sonrió: pero su faz tenía aire dantesco. Sacó de su bolsillo un pan moreno, comió, y dio al viento su himno. Nada más cruel que aquel canto tras el mordisco. *** ¡Cantemos el oro! Cantemos el oro, rey del mundo, que lleva dicha y luz por donde va, como los fragmentos de un sol despedazado. Cantemos el oro, que nace del vientre fecundo de la madre tierra; inmenso tesoro, leche rubia de esa ubre gigantesca. Cantemos el oro, río caudaloso, fuente de la vida, que hace jóvenes y bellos a los que se bañan en sus corrientes maravillosas, y envejece a aquellos que no gozan de sus raudales. Cantemos el oro, porque de él se hacen las tiaras de los pontífices, las coronas de los reyes y los cetros imperiales; y porque se derrama por los mantos como un fuego sólido, e inunda las capas de los arzobispos, y refulge en los altares y sostiene al Dios eterno en las custodias radiantes. Cantemos el oro, porque podemos ser unos perdidos, y él nos pone mamparas para cubrir las locuras abyectas de la taberna, y las vergüenzas de las alcobas adúlteras. Cantemos el oro, porque al saltar del cuño lleva en su disco el perfil soberbio de los césares; y va a repletar las cajas de sus vastos templos, los bancos, y mueve las máquinas y da la vida y hace engordar los tocinos privilejiados. Cantemos el oro, porque él da los palacios y los carruajes, los vestidos a la moda, y los frescos senos de las mujeres garridas; y las genuflexiones de espinazos aduladores y las muecas de los labios eternamente sonrientes. Cantemos el oro, padre del pan. Cantemos el oro, porque es en las orejas de las lindas damas, sostenedor del rocío del diamante, al estremo de tan sonrosado y bello caracol; porque en los pechos siente el latido de los corazones, y en las manos a veces es símbolo de amor y de santa promesa. Cantemos el oro, porque tapa las bocas que nos insultan; detiene las manos que nos amenazan, y pone vendas a los pillos que nos sirven. 122 Cantemos el oro, porque su voz es una música encantada; porque es heroico y luce en las corazas de los héroes homéricos, y en las sandalias de las diosas y en los coturnos trágicos y en las manzanas del jardín de las Hespérides. Cantemos el oro, porque de él son las cuerdas de las grandes liras, la cabellera de las más tiernas amadas, los granos de la espiga y el peplo que al levantarse viste la olímpica aurora. Cantemos el oro, premio y gloria del trabajador y pasto del bandido. Cantemos el oro, que cruza por el carnaval del mundo, disfrazado de papel, de plata, de cobre y hasta de plomo. Cantemos el oro, amarillo como la muerte. Cantemos el oro, calificado de vil por los hambrientos; hermano del carbón, oro negro que incuba el diamante; rey de la mina, donde el hombre lucha y la roca se desgarra; poderoso en el poniente, donde se tiñe en sangre; carne de ídolo, tela de que Fidias hace el trage de Minerva. Cantemos el oro, en el arnés del caballo, en el carro de guerra, en el puño de la espada, en el lauro que ciñe cabezas luminosas, en la copa del festín dionisíaco, en el alfiler que hiere el seno de la esclava, en el rayo del astro y en el champaña que burbujea, como una disolución de topacios hirvientes. Cantemos el oro, porque nos hace gentiles, educados y pulcros. Cantemos el oro, porque es la piedra de toque de toda amistad. Cantemos el oro, purificado por el fuego, como el hombre por el sufrimiento; mordido por la lima, como el hombre por la envidia; golpeado por el martillo, como el hombre por la necesidad; realzado por el estuche de seda, como el hombre por el palacio de mármol. Cantemos el oro, esclavo, despreciado por Gerónimo, arrojado por Antonio, vilipendiado por Macario, humillado por Hilarión, maldecido por Pablo el Hermitaño, quien tenía por alcázar una cueva bronca y por amigos las estrellas de la noche, los pájaros del alba y las fieras hirsutas y salvages del yermo. Cantemos el oro, dios becerro, tuétano de roca, misterioso y callado en su entraña, y bullicioso cuando brota a pleno sol y a toda vida, sonante como un coro de tímpanos; feto de astros, residuo de luz, encarnación de éter. Cantemos el oro, hecho sol, enamorado de la noche, cuya camisa de crespón riega de estrellas brillantes, después del último beso, como una gran muchedumbre de libras esterlinas. 123 ¡Eh, miserables, beodos, pobres de solemnidad, prostitutas, mendigos, vagos, rateros, bandidos, pordioseros, peregrinos, y vosotros los desterrados, y vosotros los holgazanes, y sobre todo, vosotros, oh poetas! Unámonos a los felices, a los poderoso, a los banqueros, a los semi-dioses de la tierra! ¡Cantemos el oro! *** Y el eco se llevó aquel himno, mezcla de gemido, ditirambo y carcajada; y como ya la noche oscura y fría había entrado, el eco resonaba en las tinieblas. Pasó una vieja y pidió limosna. Y aquella especie de harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizás un poeta, le dio su último mendrugo de pan petrificado, y se marchó por la terrible sombra, rezongando entre dientes. El Rubí -¡Ah! ¡Con que es cierto! Con que ese sabio parisiense ha logrado sacar del fondo de sus retortas, de sus matraces, la púrpura cristalina de que están incrustados los muros de mi palacio! Y al decir esto el pequeño gnomo iba y venía, de un lugar a otro, a cortos saltos, por la honda cueva que le servía de morada; y hacía temblar su larga barba y el cascabel de su gorro azul y puntiagudo. En efecto, un amigo del centenario Chevreul -cuasi Althotas-, el químico Fremy, acababa de descubrir la manera de hacer rubíes y zafiros. Agitado, conmovido, el gnomo -que era sabidor y de genio harto vivaz- seguía monologando. -¡Ah, sabios de la edad media! ¡Ah Alberto el Grande, Averroes, Raimundo Lulio! Vosotros no pudisteis ver brillar el gran sol de la piedra filosofal, y he aquí que sin estudiar las fórmulas aristotélicas, sin saber cábala y nigromancia, llega un hombre del siglo décimo nono a formar a la luz del día lo que nosotros fabricamos en nuestros subterráneos! ¡Pues el conjuro! fusión por veinte días, de una mezcla de sílice y de aluminato de plomo: coloración con bicromato de potasa, o con óxido de cobalto. Palabras en verdad, que parecen lengua diabólica. Risa. Luego se detuvo. 124 *** El cuerpo del delito estaba ahí, en el centro de la gruta, sobre una gran roca de oro; un pequeño rubí, redondo, un tanto reluciente, como un grano de granda al sol. El gnomo tocó un cuerno, el que llevaba a su cintura, y el eco resonó por las vastas concavidades. Al rato, un bullicio, un tropel, una algazara. Todos los gnomos habían llegado. Era la cueva ancha, y había en ella una claridad extraña y blanca. Era la claridad de los carbunclos que en el techo de piedra centelleaban, incrustados, hundidos, apiñados, en focos múltiples; una dulce luz lo iluminaba todo. A aquellos resplandores, podía verse la maravillosa mansión en todo su esplendor. En los muros, sobre pedazos de plata y oro, entre venas de lapizlázuli, formaban caprichosos dibujos, como los arabescos de una mezquita, gran muchedumbre de piedras preciosas. Los diamantes, blancos y limpios como gotas de agua, emergían los iris de sus cristalizaciones; cerca de calcedonias colgantes en estalacticas, las esmeraldas esparcían sus resplandores verdes, y los zafiros, en amontonamientos raros, en ramilletes que pendían del cuarzo, semejaban grandes flores azules y temblorosas. Los topacios dorados, las amatistas, circundaban en franjas el recinto; y en el pavimento, cuajado de ópalos, sobre la pulida crisofasia y el ágata, brotaba de trecho en trecho un hilo de agua, que caía con una dulzura musical, a gotas armónicas, como las de una flauta metálica soplada mui levemente. Puck se había entrometido en el asunto, ¡el pícaro Puck! Él había llevado el cuerpo del delito, el rubí falsificado, el que estaba ahí, sobre la roca de oro, como una profanación entre el centelleo de todo aquel encanto. Cuando los gnomos estuvieron juntos, unos con sus martillos y cortas hachas en las manos, otros de gala, con caperuzas flamantes y encarnadas, llenas de pedrería, todos curiosos, Puck dijo así: -Me habéis pedido que os trajese una muestra de la nueva falsificación humana, y he satisfecho esos deseos. Los gnomos, sentados a la turca, se tiraban de los bigotes; daban las gracias a Puck, con una pausada inclinación de cabeza; y los más cercanos a él examinaban con gesto de asombro, las lindas alas, semejantes a las de un hipsipilo. Continuó: -¡Oh Tierra! ¡Oh mujer! Desde el tiempo en que veía a Titania no he sido sino un esclavo de la una, un adorador casi místico de la otra. Y luego, como si hablase en el placer de un sueño: 125 -¡Esos rubíes! En la gran ciudad de París, volando invisible, los vi por todas partes. Brillaban en los collares de las cortesanas, en las condecoraciones exóticas de los rastquers, en los anillos de los príncipes italianos y en los brazaletes de las primadonas. Y con pícara sonrisa siempre: -Yo me colé hasta cierto gabinete rosado mui en boga... Había una hermosa mujer dormida. Del cuellos le arranqué un medallón y del medallón el rubí. Ahí lo tenéis. Todos soltaron la carcajada. ¡Qué cascabelco! -¡Eh, amigo Puck! ¡ Y dieron su opinión después, acerca de aquella piedra falsa, obra de hombre o de sabio, que es peor! -¡Vidrio! -¡Maleficio! -¡Ponzoña y cábala! -¡Química! -Pretender imitar un fragmento del iris! -El tesoro rubicundo de lo hondo del globo! -Hecho de rayos del poniente solidificados! El gnomo más viejo, andando con sus piernas torcidas, su gran barba nevada, su aspecto de patriarca hecho pasa, su cara llena de arrugas: -¡Señores! -dijo- ¡que no sabéis lo que habláis! Todos escucharon. -Yo, yo que soy el más viejo de vosotros, puesto que apenas sirvo ya para martillar las facetas de los diamantes; yo, que he visto formarse estos hondos alcázares; que he cincelado los huesos de la tierra, que he amasado el oro, que he dado un día un puñetazo a un muro de piedra, y caí a un lago donde violé a una ninfa; yo el viejo, os referiré de cómo se hizo el rubí. Oíd. *** 126 Puck sonreía curioso. Todos los gnomos rodearon al anciano cuyas canas palidecían a los resplandores de la pedrería, y cuyas manos estendían su movible sombra en los muros, cubiertos de piedras preciosas, como un lienzo lleno de miel donde se arrojasen granos de arroz. -Un día, nosotros, los escuadrones que tenemos a nuestro cargo las minas de diamantes, tuvimos una huelga que conmovió toda la tierra, y salimos en fuga por los cráteres de los volcanes. El mundo estaba alegre, todo era vigor y juventud; y las rosas, y las hojas verdes y frescas, y los pájaros en cuyos buches entra el grano y brota el gorgeo, y el campo todo, saludaban al sol y a la primavera fragante. Estaba el monte armónico y florido, lleno de trinos y de abejas; era una grande y santa nupcia la que celebraba la luz; y en el árbol la savia ardía profundamente, y en el animal todo era estremecimiento o balido o cántico, y en el gnomo había risa y placer. Yo había salido por un cráter apagado. Ante mis ojos había un campo extenso. De un salto me puse sobre un gran árbol, una encina añeja. Luego, bajé al tronco, y me hallé cerca de un arroyo, un río pequeño y claro donde las aguas charlaban diciéndose bromas cristalinas. Yo tenía sed. Quise beber ahí... Ahora, oíd mejor. Brazos, espaldas, senos desnudos, azucenas, rosas, panecillos de marfil coronados de cerezas; ecos de risa áureas, festivas; y allá, entre las espumas, entre las linfas rotas, bajo las verdes ramas... -¿Ninfas? -No, mujeres. *** -Yo sabía cuál era mi gruta. Con dar una patada en el suelo, abría la arena negra y llegaba a mi dominio. Vosotros, pobrecillos, gnomos jóvenes, tenéis mucho que aprender! Bajo los retoños de unos helechos nuevos me escurrí, sobre unas piedras deslavadas por la corriente espumosa y parlante; y a ella, a la hermosa, a la mujer la agarré de la cintura, con este brazo antes tan musculoso; gritó, golpeé el suelo; descendimos. Arriba quedó el asombro; abajo el gnomo soberbio y vencedor. Un día yo martillaba un trozo de diamantes inmenso que brillaba como un astro y que al golpe de mi maza se hacía pedazos. El pavimento de mi taller se asemejaba a los restos de un sol hecho trizas. La mujer amada descansaba a un lado, rosa de carne entre maceteros de zafir, emperatriz del oro, en un lecho de cristal de roca, toda desnuda y espléndida como una diosa. Pero en el fondo de mis dominios, mi reina, mi querida, mi bella, me engañaba. Cuando el hombre ama de veras, su pasión lo penetra todo y es capaz de traspasar la tierra. 127 Ella amaba a un hombre, y desde su prisión le enviaba sus suspiros. Estos pasaban los poros de la corteza terrestre y llegaban a él; y él, amándola también, besaba las rosas de cierto jardín; y ella, la enamorada, tenía -yo lo notaba- convulsiones súbitas en que estiraba sus labios rosados y frescos como pétalos de centifolia. ¿Cómo ambos así se sentían? Con ser quien soy, no lo sé. *** Había acabado yo mi trabajo; un gran montón de diamantes hechos en un día; la tierra abría sus grietas de granito como labios con sed, esperando el brillante despedazamiento del rico cristal. Al fin de la faena, cansado, di un martillazo que rompió una roca y me dormí. Desperté al rato al oír algo como un gemido. De su lecho, de su mansión más luminosa y rica que las de todas las reinas de Oriente, había volado fugitiva, desesperada, la amada mía, la mujer robada. ¡Ay! y queriendo huir por el agujero abierto por mi masa de granito, desnuda y bella, destrozó su cuerpo blanco y suave como de azahar y mármol y rosa, en los filos de los diamantes rotos. Heridos sus costados, chorreaba la sangre; los quejidos eran conmovedores hasta las lágrimas. ¡Oh, dolor! Yo desperté, la tomé en mis brazos, le di mis besos más ardientes; mas la sangre corría inundando el recinto, y la gran masa diamantina, se teñía de grana. Me pareció que sentía, al darla un beso, un perfume salido de aquella boca encendida; el alma el cuerpo quedó inerte. Cuando el gran patriarca nuestro, el centenario semi-dios de las entrañas terrestres pasó por allí, encontró aquella muchedumbre de diamantes rojos... *** Pausa. -¿Habéis comprendido? Los gnomos mui graves se levantaron. Examinaron más de cerca la piedra falsa, hechura del sabio. -¡Mirad, no tiene facetas! -¡Brilla pálidamente! -¡Impostura! -¡Es redonda como la coraza de un escarabajo! Y en ronda, uno por aquí, otro por allá, fueron a arrancar de los muros pedazos de arabesco, rubíes grandes como una naranja, rojos y chispeantes como un diamante hecho sangre; y decían: ¡He aquí! ¡He aquí lo nuestro, oh madre Tierra! 128 Aquella era una orgía de brillo y de color. Y lanzaban al aire las gigantescas piedras luminosas y reían. De pronto, con toda la dignidad de un gnomo: -¡Y bien! el desprecio. Se comprendieron todos. Tomaron el rubí falso, lo despedazaron y arrojaron los fragmentos, con desdén terrible- a un hoyo que abajo daba a una antiquísima selva carbonizada. Después, sobre sus rubíes, sobre sus ópalos, entre aquellas paredes resplandecientes, empezaron a bailar asidos de las manos una farandola loca y sonora. ¡Y celebraban con risas, el verse grandes en la sombra! *** Ya Puck volaba afuera, en el abejeo del alba recién nacida, camino de una pradera en flor. Y murmuraba -siempre con su sonrisa sonrosada!- Tierra... Mujer... ¡Por qué tú, oh madre Tierra! eres grande, fecunda, de seno inextinguible y sacro; y de tu vientre moreno brota la savia de los troncos robustos, y el oro y el agua diamantina, y la casta flor de lis. ¡Lo puro, lo fuerte, lo infalsificable! ¡Y tú Mujer! eres -espíritu y carne- toda Amor. El Palacio del Sol A vosotras, madres de las muchachas anémicas, va esta historia, la historia de Berta, la niña de los ojos color de aceituna, fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul. Ya veréis, sanas y respetables señoras, que hai algo mejor que el arsénico y el fierro, para encender la púrpura de las lindas megillas virginales; y, que es preciso abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo, cuando llega el tiempo de la primavera y hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos de sol abejean en los jardines, como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas. *** Cumplidos sus quince años, Berta empezó a entristecer, en tanto que sus ojos llameantes se rodeaban de orejas melancólicas. -Berta, te he comprado dos muñecas... -No las quiero mamá... -He hecho traer los Nocturnos... -Me duelen los dedos mamá... -Entonces... -Estoy triste mamá... -Pues que se llame al doctor. 129 Y llegaron las antiparras de aros de carey, los guantes negros, la calva ilustre y el cruzado levitón. Ello era natural. El desarrollo, la edad... síntomas claros, falta de apetito, algo como una opresión en el pecho, tristeza, punzadas a veces en las sienes, palpitación... Ya sabéis; dad a vuestra niña glóbulos de arseniato de hierro, luego, duchas. ¡El tratamiento!... Y empezó a curar su melancolía, con glóbulos y duchas, al comenzar la primavera, Berta, la niña de los ojos color de aceituna, que llegó a estar fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul. *** A pesar de todo las ojeras persistieron, la tristeza continuó, y Berta, pálida como un precioso marfil, llegó un día a las puertas de la muerte. Todos lloraban por ella en el palacio, y la sana y sentimental mamá hubo de pensar en las palmas blancas del atahud de las doncellas. Hasta que una mañana la lánguida anémica, bajó al jardín, sola, y siempre con su vaga atonía melancólica, a la hora en que el alba ríe. Suspirando erraba sin rumbo, aquí, allá; y las flores estaban tristes de verla. Se apoyó en el zócalo de un fauno soberbio y bizarro, cincelado por Plaza, que húmedos de rocío sus cabellos de mármol, bañaba en luz su torso espléndido y desnudo. Vio un lirio que erguía al azul la pureza de su cáliz blanco, y estiró la mano para cojerlo. No bien había... Sí, un cuento de hadas, señoras mías, pero que ya veréis sus aplicaciones en una querida realidad, -no bien había tocado el cáliz de la flor, cuando de él surgió de súbito una hada, en su carro áureo y diminuto, vestida de hilos brillantísimos e impalpables, con su aderezo de rocío, su diadema de perlas y su varita de plata. ¿Creis que Berta se amedró? Nada de eso. Batió palmas alegre, se reanimó como por encanto, y dijo al hada: -¿Tú eres la que me quiere tanto en sueños? -Sube -respondió el hada. Y como si Berta se hubiese empequeñecido, de tal modo cupo en la concha del carro de oro, que hubiera estado holgada sobre el ala corva de un cisne a flor de agua. Y las flores, el fauno orgulloso, la luz del día, vieron cómo en el carro del hada iba por el viento, plácida y sonriendo al sol, Berta, la niña de los ojos color de aceituna, fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul. *** Todos exclamaron: -¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Hosanna al rei de los Esculapios! ¡Fama eterna a los glóbulos de ácido arsenioso y a la duchas triunfales! Y mientras Berta corrió a su retrete a vestir sus más ricos brocados, se enviaron presentes al viejo de las antiparras de aros de carey, de los guantes negros, de la calva ilustre y del cruzado levitón. Y ahora, oíd vosotras, madres de las muchachas anémicas, cómo hai algo mejor que el arsénico y el fierro, para eso de encender la púrpura de las lindas megillas virginales. Y sabréis cómo no, no fueron los glóbulos, no, no fueron las duchas, no, no fue el farmacéutico, quien devolvió salud y vida a Berta, la niña de los ojos color de aceituna, alegre y fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul. *** 130 Así que Berta se vio en el carro del hada, la preguntó: -¿Y a dónde me llevas? -Al palacio del sol. Y desde luego sintió la niña que sus manos se tornaban ardientes, y que su corazoncito le saltaba como henchido de sangre impetuosa. -Oye -siguió el hada- yo soy la buena hada de los sueños de las niñas adolescentes; yo soy la que curo a las cloróticas con sólo llevarlas en mi carro de oro al palacio del sol, adonde vas tú. Mira, chiquita, cuida de no beber tanto el néctar de la danza, y de no desvanecerte en las primeras rápidas alegrías. Ya llegamos. Pronto volverás a tu morada. Un minuto en el palacio del sol, deja en los cuerpos y en las almas, años de fuego, niña mía. En verdad, estaban en un lindo palacio encantado, donde parecí sentirse el sol en el ambiente. ¡Oh, qué luz! ¡qué incendios!- Sintió Berta que se le llenaban los pulmones de aire de campo y de mar, y las venas de fuego; sintió en el cerebro esparcimientos de armonía, y como que el alma se le ensanchaba, y como que se ponía más elástica y tersa su delicada carne de mujer. Luego vio, vio sueños reales, y oyó, oyó músicas embriagantes. En vastas galerías deslumbradoras, llenas de claridades y de aromas, de sederías y de mármoles, vio un torbellino de parejas, arrebatadas por las ondas invisibles y dominantes de un vals. Vio que otras tantas anémicas como ella, llegaban pálidas y entristecidas, respiraban aquel aire, y luego se arrojaban en brazos de jóvenes vigorosos y esbeltos, cuyos bozos de oro y finos cabellos brillaban a la luz; y danzaban, y danzaban con ellos, en una ardiente estrechez, oyendo requiebros misteriosos que iban al alma, respirando de tanto en tanto como hálitos impregnados de vainilla, de haba de Tonka, de violeta, de canela, hasta que con fiebre, jadeantes, rendidas, como palomas fatigadas de un largo vuelo, caían sobre cogines de seda, los senos palpitantes, las gargantas sonrosadas, y así soñando, soñando en cosas embriagadoras...¡Y ella también! cayó al remolino, al maelstrón atrayente, y bailó, giró, pasó, entre los espasmos de un placer agitado; y recordaba entonces que no debía embriagarse tanto con el vino de la danza, aunque no cesaba de mirar al hermoso compañero, con sus grandes ojos de mirada primaveral. Y él la arrastraba por las vastas galerías, ciñendo su talle, y hablándola al oído, en la lengua amorosa y rítmica de los vocablos apacibles, de las frases irisadas y olorosas, de los períodos cristalinos y orientales. Y entonces ella sintió que su cuerpo y su alma se llenaban de sol, de efluvios poderosos y de vida. ¡No, no esperéis más! *** El hada la volvió al jardín de su palacio, al jardín, donde cortaba flores envuelta en una oleada de perfumes, que subía místicamente a las ramas trémulas, para flotar como el alma errante de los cálices muertos. ¡Así fue Berta a vestir sus más ricos brocados, para honra de los glóbulos y duchas triunfales, llevando rosas en las faldas y en las megillas! *** ¡Madres de las muchachas anémicas! os felicito por la victoria de los arseniatos e hipofosfitos del señor doctor. Pero, en verdad os digo: es preciso, en provecho de las lindas megillas virginales, abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo, en el tiempo de la primavera, cuando hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos de sol abejean en los jardines como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas. Para vuestras cloróticas, el sol en 131 los cuerpos y en las almas. Sí, al palacio del sol, de donde vuelven las niñas como Berta, la de los ojos color de aceituna, frescas como una rama de durazno en flor, luminosas como un alba, gentiles como la princesa de un cuento azul. El Pájaro Azul París es teatro divertido y terrible. Entre los concursantes al café Plombier, buenos y decididos muchachos -pintores, escultores, escritores, poetas- sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde! ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaban, y, como bohemio intachable, bravo improvisador. En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Clays, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro amado pájaro azul. El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese nombre. Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le preguntábamos porqué cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, nos respondía sonriendo con cierta amargura. -Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente... Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta. De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Nini, su vecina, una muchacha fresca y rosada que tenía los ojos mui azules. Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era un ingenio que debía brillar. El tiempo vendría. Oh, el pájaro azul volaría muy alto. ¡Bravo!, ¡bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo! Principios de Garcín: 132 De las flores las lindas campánulas. Entre las piedras preciosas, el zafiro. De las inmensidades, el cielo y el amor; es decir, las pupilas de Nini. Y repetía el poeta: Creo que siempre es preferible la neurosis a la imbecilidad. *** A veces Garcín estaba más triste que de costumbre. Andaba por los boulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras, husmeaba, y al ver las lujosas ediciones , se declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente, para desahogarse volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de nosotros, conmovido, exaltado, casi llorando, pedía su vaso de ajenjo y nos decía: -Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad... *** Hubo algunos que llegaron a creer en un descalabro de razón. Un alienista a quien se le dio noticia de lo que pasaba, calificó el caso como una monomanía especial. Sus estadios patológicos no dejaban lugar a duda. Decididamente, el desgraciado Garcín estaba loco. Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía, comerciante en trapos, una carta que decía lo siguiente poco más o menos: «Sé tus locuras en París. -mientras permanezcas de ese modo, no tendrás de mí un solo sou. Ven a llevar los libros de mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscritos de tonterías, tendrás mi dinero.» Esta carta se leyó en el café Plombier. -¿Y te irás? -¿No te irás? ¿Aceptas? ¿Desdeñas? 133 ¡Bravo Garcín! Rompió la carta y soltando el trapo a la vena, improvisó unas cuantas estrofas, que acababan, si mal no recuerdo: Si seré siempre un gandul, lo cual aplaudo y celebro, mientras sea mi cerebro jaula del pájaro azul! Desde entonces Garcín cambió de carácter. Se volvió charlador, se dio un baño de alegría, compró levita nueva, y comenzó un poema en tercetos titulado, pues es claro: El pájaro azul. Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra. Aquello era excelente, sublime, disparatado. Allí había un cielo muy hermoso, una campaña mui fresca, países brotados como por la magia del pincel de Corot, rostros de niños asomados entre flores; los ojos de Nini húmedos y grandes; y por añadidura, el buen Dios que envía volando, volando, sobre todo aquello, un pájaro azul que sin saber cómo ni cuándo, anida dentro del cerebro del poeta, en donde queda aprisionado. Cuando el pájaro canta, se hacen versos alegres y rosados. Cuando el pájaro quiere volar y abre las alas y se da contra las paredes del cráneo, se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con poca agua, fumando además, por remate, un cigarrillo de papel. He ahí el poema. Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo, muy triste. *** La bella vecina había sido conducida al cementerio. -¡Una noticia!, ¡una noticia! Canto último de mi poema. Nini ha muerto. Viene la primavera y Nini se va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora falta el epílogo del poema. Los editores no se dignan siquiera leer mis versos, vosotros muy pronto tendréis que dispersaros. Ley del tiempo. El epílogo debe titularse así: «De cómo el pájaro azul alza el vuelo al cielo azul.» *** ¡Plena primavera! Los árboles florecidos, las nubes rosadas en el alba y pálidas por la tarde; ¡el aire suave que mueve las hojas y hace aletear las cintas de los sombreros de paja con especial ruido! Garcín no ha ido al campo. Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado Café Plombier, pálido, con una sonrisa triste. 134 -Amigos míos, ¡un abrazo! Abrazadme todos, así, fuerte; decidme adiós, con todo el corazón, con toda el alma... El pájaro azul vuela... Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apretó las manos con todas sus fuerzas y se fue. Todos dijimos: Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo normando.- musas, adiós, adiós, Gracias. ¡Nuestro poeta se decide a medir trapos! ¡Eh! ¡Una copa por Garcín! *** Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente, todos los parroquianos del Café Plombier que metíamos tanta bulla en aquel cuartucho destartalado, nos hallábamos en la habitación de Garcín. El estaba en su lecho, sobrelas sábanas ensangrentadas,, con el cráneo roto de un balazo. Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral. ¡Que horrible! Cuando repuestos de la primera impresión, pudimos llorar ante el cadáver de nuestro amigo, encontramos que tenía consigo el famoso poema. En la última pájina había escritas estas palabras: Hoi, en plena primavera, dejo abierta la puerta de la jaula al pobre pájaro azul. *** ¡Ay, Garcín!, ¡cuantos llevan en el cerebro tu misma enfermedad! Palomas Blancas y Garzas Morenas Mi prima Inés era rubia como una alemana. Fuimos criados juntos, desde muy niños, en casa de la buena abuelita que nos amaba mucho y nos hacía vernos como hermanos, vijilándonos cuidadosamente, viendo que no riñésemos. ¡Adorable, la viejecita, con sus trajes agrandes flores, y sus cabellos crespos y recogidos como una vieja marquesa de Boucher! *** Inés era un poco mayor que yo. No obstante, yo aprendí a leer antes que ella; y comprendía -lo recuerdo muy bien- lo que ella recitaba de memoria, maquinalmente, en una pastorela, donde bailaba y cantaba delante del niño Jesús, la hermosa María y el señor San José; todo con el gozo de las sencillas personas mayores de la familia, que reían con risa de miel, alabando el talento de la actrizuela. Inés crecía. Yo también, pero no tanto como ella. Yo debía entrar a un colegio, en internado terrible y triste, a dedicarme a los áridos estudios del bachillerato, a comer los platos clásicos de los estudiantes, a no ver el mundo -¡mi mundo e mozo!- y mi casa, mi abuela, mi prima, mi gato, -un excelente romano que se restregaba cariñosamente en mis piernas y me llenaba los trajes negros de pelos blancos. 135 Partí. Allá en el colegio mi adolescencia se despertó por completo. Mi voz tomó timbres aflautados y roncos; llegué al período ridículo del niño que pasa a joven. Entonces, por un fenómeno especial, en vez de preocuparme de mi profesor de matemáticas, que no logró nunca hacer que yo comprendiese el binomio de Newton, pensé, -todavía vaga y misteriosamente,- en mi prima Inés. Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que los besos eran un placer exquisito. Tiempo. Leí Pablo y Virginia. Llegó un fin de año escolar, y salí, en vacaciones, rápido como una saeta, camino de mi casa. ¡Libertad! *** Mi prima, -pero, ¡Dios santo, en tan poco tiempo!- se había hecho una mujer completa. Yo delante de ella me hallaba como avergonzado, un tanto serio. Cuando me dirigía la palabra, me ponía sonreírle con una sonrisa simple. Ya tenía quince años y medio Inés. La cabellera, dorada y luminosa al sol, era un tesoro. Blanca y levemente amapolada, su cara era una creación murillesca, si veía de frente. A veces, contemplando su perfil, pensaba en una soberbia medalla siracusana, en un rostro de princesa. El traje, corto antes, había descendido. El seno, firme y esponjado, era un ensueño oculto y supremo; la voz clara y vibrante, las pupilas azules, inefables; la boca llena de fragancia de vida y de color de púrpura. ¡Sana y virginal primavera! La abuelita me recibió con los brazos abiertos. Inés se negó a abrazarme, me tendió la mano. Después, no me atreví a invitarla a los juegos de antes. Me sentía tímido. ¡Y qué!, ella debía sentir algo de lo que yo. ¡Yo amaba a mi prima! Inés, los domingos iba con la abuela a misa, muy de mañana. Mi dormitorio estaba vecino al de ellas. Cuando cantaban los campanarios su sonora llamada matinal, ya estaba yo despierto. Oía, oreja atenta, el ruido de las ropas. Por la puerta entreabierta veía salir la pareja que hablaba en voz alta. Cerca de mí pasaba el frufú de las polleras antiguas de mi abuela, y del traje de Inés, coqueto, ajustado, para mí siempre revelador. ¡Oh, Eros! *** -Inés... ¿...? 136 ¡Y estábamos solos, a la luz de una luna argentina, dulce, una bella luna de aquellas del país de Nicaragua! La dije todo lo que sentía, suplicante, balbuciente, echando las palabras, ya rápidas, ya contenidas, febril, temeroso. ¡Sí! se lo dije todo: las agitaciones sordas y extrañas que en mi experimentaba cerca de ellas, el amor, el ansia; los tristes insomnios del deseo; mis ideas fijas en ella, allá en mis meditaciones del colegio; y repetía como una oración sagrada la gran palabra: ¡el amor! ¡Oh!, ella debía recibir gozosa mi adoración. Creceríamos más. Seríamos marido y mujer... Esperé. La pálida claridad celeste nos iluminaba. El ambiente nos llevaba perfumes tibios que a mí se me imajinaban propios para los fogosos amores. Cabellos áureos, ojos paradisíaco, labios encendidos y entreabiertos! De repente, y con un mohín: -¡Ve! la tontería... Y corrió, como una gata alegre adonde se hallaba la buena abuela, rezando a la callada sus rosarios y responsorios. Con risa descocada de educanda maliciosa, con aire de locuela: -¡Eh, abuelita! me dijo... ¡Ellas, pues, ya sabían que yo debía «decir!» Con su reír interrumpía el rezo de la anciana que se quedó pensativa acariciando las cuentas de su camándula. Y yo que todo lo veía, a la husma, de lejos, lloraba, sí, lloraba lágrimas amargas, ¡las primeras de mis desengaños de hombre! *** Los cambios fisiolójicos que en mí se sucedían, y las agitaciones de mi espíritu me conmovían hondamente. ¡Dios mío! Soñador, un pequeño poeta como me creía, al comenzarme el bozo, sentía llenos de ilusiones la cabeza, de versos los labios, y mi alma y mi cuerpo de púber tenían sed de amor. ¿Cuándo llegaría el momento soberano en que alumbraría una celeste mirada el fondo de mi ser, y aquel en que se rasgaría el velo del enigma atrayente? Un día, a pleno sol, Inés estaba en el jardín, regando trigo, entre los arbustos y las flores, a las que llamaba sus amigas: unas palomas albas, arrulladoras, con sus buches níveos y amorosamente musicales. Llevaba un traje -siempre que con ella he soñado la he visto con el mismo,- gris azulado, de anchas mangas, que dejaban ver casi por entero los satinados brazos alabastrinos, los cabellos los tenía recogidos y húmedos, y el vello alborotado de su nuca blanca y rosa, era para mí como luz crespa. Las aves andaban a su alrededor currucuqueando, e imprimían en el suelo oscuro la estrella acarminada de sus patas. 137 Hacía calor. Yo estaba oculto tras los ramajes de unos jasmineros. La devoraba con los ojos. ¡Por fin se acercó por mi escondite, la prima gentil! Me vio trémulo, enrogecida la faz, en mis ojos una llama viva y rara, y acariciante, y se puso a reír cruelmente, terriblemente. ¡Y bien! ¡Oh!, aquello no era posible. Me lancé con rapidez frente a ella. Audaz, formidable debía de estar, cuando ella retrocedió como asustada, un paso. -¡Te amo! Entonces tornó a reír. Una paloma voló a uno de sus brazos. Ella la mimó dándole granos de trigo entre las perlas de su boca fresca y sensual. Me acerqué más. Mi rostro estaba junto al suyo. Los cándidos animales nos rodeaban. Me turbaba el cerebro una onda invisible y fuerte de aroma femenil. Se me antojaba Inés una paloma hermosa y humana, blanca y sublime; y al propio tiempo llena de fuego, de ardor, un tesoro de dichas. No dije más. La tomé la cabeza y la di un beso en una mejilla, un beso rápido, quemante de pasión furiosa. Ella un tanto enojada, salió en fuga. Las palomas se asustaron y alzaron el vuelo, formando un opaco ruido de alas sobre los arbustos temblorosos. Yo abrumado, quedé inmóvil. *** Al poco tiempo partía a otra ciudad. La paloma blanca y rubia no había, ¡ay! mostrado a mis ojos el soñado paraíso del misterioso deleite. *** Musa ardiente y sacra para mi alma, el día había de llegar! Elena, la graciosa, la alegre, ella fue el nuevo amor. ¡Bendita sea aquella boca, que murmuró por primera vez cerca de mí las inefables palabras! Era allá, en una ciudad que está a la orilla de un lago de mi tierra, un lago encantador, lleno de islas floridas, con pájaros de colores. Los dos solos estábamos cogidos de las manos, sentados en el viejo muelle, debajo del cual el agua glauca y oscura chapoteaba musicalmente. Había un crepúsculo acariciador, de aquellos que son la delicia de los enamorados tropicales. En el cielo opalino se veía una diafanidad apacible que disminuía hasta cambiarse en tonos de violeta oscuro, por la parte del oriente, y aumentaba convirtiéndose en oro sonrosado en el horizonte profundo, donde vibraban oblicuos, rojos y desfallecientes los últimos rayos solares. Arrastrada por el deseo, me miraba la adorada mía y nuestros ojos se decían cosas ardorosas y extrañas. En el fondo de nuestras almas cantaban un unísono embriagador como dos invisible y divinas filomelas. Yo extasiado veía a la mujer tierna y ardiente; con su cabellera castaña que acariciaba con mis manos, su rostro color de canela y rosa, su boca cleopatrina, su cuerpo gallardo y virginal, y oía su voz queda, muy queda, que me decía frases cariñosas, tan bajo, como que solo eran para mí, temerosa quizás de que se las llevase el viento vespertino. Fija en mí, me inundaban de felicidad sus ojos de minerva, ojos verdes, ojos que deben siempre gustar a los poetas. Luego, erraban nuestras miradas por el lago, todavía lleno de vaga claridad. Cerca de la orilla, se detuvo un gran grupo de garzas morenas de esas que cuando el día caliente, llegan a las riberas a espantar a los cocodrilos, que con las anchas mandíbulas abiertas beben sol sobre las rocas negras. ¡Bellas garzas! 138 algunas ocultaban los largos cuellos en la onda o bajo el ala, y semejaban grandes manchas de flores vivas y sonrosadas, móviles y apacibles. A veces una, sobre una pata, se alisaba con el pico las plumas, o permanecía inmóvil, escultural o hieráticamente, o varias daban un corto vuelo, formando en el fondo de la ribera llena de verde, o en el cielo, caprichosos dibujos, como las bandadas de grullas de un parasol chino. Me imaginaba junto a mi amada, que de aquel país de la altura, me traerían las garzas muchos versos desconocidos y soñadores. Las garzas blancas las encontraba más puras y más voluptuosas, con la pureza de la paloma y la voluptuosidad del cisne, garridas con sus cuellos reales, parecidos a los de las damas inglesas que junto a los pajecillos rizados se ven en aquel cuadro en que Shakespeare recita en la corte de Londres. Sus alas, delicadas y albas, hacen pensar en desfallecientes sueños nupciales, todas, -bien dice un poeta,- como cinceladas en jaspe. ¡Ah, pero las otras, tenían algo de más encantador para mí! Mi Elena se me antojaba como semejante a ellas, con su color de canela y de rosa, gallarda y gentil. Ya el sol desaparecía arrastrando toda su púrpura opulenta del rey oriental. Yo había halagado a la amada tiernamente con mis juramentos y frases melifluas y cálidas, y juntos seguíamos en un lánguido dúo de pasión inmensa. Habíamos sido hasta ahí dos amantes soñadores, consagrados místicamente uno a otro. De pronto, y como atraídos por una fuerza secreta, en un momento inexplicable, nos besamos en la boca, todos trémulos, con un beso para mí sacratísimo y supremo: el primer beso recibido de labios de mujer. ¡Oh, Salomón, bíblico y real poeta! tú lo dijiste como nadie: Mel et lac sub lingua tua! Aquel día no soñamos más. *** ¡Ah, mi adorable, mi bella, mi querida garza morena! Tú tienes en los recuerdos profundos que en mi alma forman lo más alto y sublime, una luz inmortal. Porque tú me revelaste el secreto de las delicias divinas, en el inefable primer instante del amor! 139 En Chile Álbum Porteño I EN BUSCA DE CUADROS Sin pinceles, sin paleta, sin papel, sin lápiz, Ricardo, poeta lírico incorregible, huyendo de las agitaciones y turbulencias, de las máquinas y de los fardos, del ruido monótono de los tranvías y el chocar de las herraduras de los caballos con su repiqueteo de caracoles sobre las piedras; de las carreras de los corredores frente a la Bolsa, del tropel de los comerciantes; del grito de los vendedores de diarios; del incesante bullicio e inacabable hervor de este puerto; en busca de impresiones y de cuadros, subió al cerro Alegre que, gallardo como una gran roca florecida, luce sus flancos verdes, sus montículos coronados de casas risueñas escalonadas en la altura, rodeadas de jardines, con ondeantes cortinas de enredaderas, jaulas de pájaros, jarras de flores, rejas vistosas y niños rubios de caras angélicas. Abajo estaban las techumbres de Valparaíso que hace transacciones, que anda a pie como una ráfaga, que puebla los almacenes e invade los bancos, que viste por la mañana torno crema o plomizo, a cuadros, con sombrero de paño, y por la noche bulle en la calle del Cabo con lustroso sombrero de copa, abrigo al brazo y guantes amarillos, viendo a la luz que brota de las vidrieras, los lindos rostros de las mujeres que pasan. Más allá, el mar acerado, brumoso, los barcos en grupo, el horizonte azul y lejano. Arriba, entre opacidades, el sol. Donde estaba el soñador empedernido, casi en lo más alto del cerro, apenas si se sentían los extremecimientos de abajo. Erraba él a lo largo del Camino de Cintura e iba pensando en idilios, con toda la augusta desfachatez de un poeta que fuera millonario. Había allí aire fresco para sus pulmones, casas sobre cumbres, como nidos al viento, donde bien podía darse el gusto de colocar parejas enamoradas, y tenía además, el inmenso espacio azul, del cual, -él lo sabía perfectamente, los que hacen los salmos y los himnos pueden disponer como les vengan en antojo. De pronto escuchó: -«¡Mary! ¡Mary!» Y él, que andaba a caza de impresiones y en busca de cuadros, volvió la vista. 140 II ACUARELA Había cerca un bello jardín, con más rosas que azules y más violetas que rosas. Un bello y pequeño jardín, con jarrones, pero sin estatuas, con una pita blanca, pero sin surtidores, cerca de una casita como hecha para un cuento dulce y feliz. En la pita un cisne chapuzaba revolviendo el agua, sacudiendo las alas de un blancor de nieve, enarcando el cuello en la forma del brazo de una tira o del ansa de una ánfora, y moviendo el pico húmedo y con tal lustre como si fuese labrado en una ágata de color de rosa. En la puerta de la casa, como extraída de una novela de Dickens , estaba una de esas viejas inglesas, únicas, solas, clásicas. Con la cofia encintada, los anteojos sobre la nariz, el cuerpo encorvado, las mejillas arrugadas, más con color de manzana madura y salud rica. Sobre la saya oscura, el delantal. Llamaba: -¡Mary! El poeta vio llegar una joven de un rincón del jardín, hermosa, triunfal, sonriente; y no quiso tener tiempo sino para meditar en que son adorables los cabellos dorados, cuando flotan sobre las nucas marmóreas, y en que hay rostros que valen bien por un alba. Luego, todo era delicioso. Aquellos quince años entre las rosas: -quince años, sí, los estaban pregonando unas pupilas serenas de niña, un seno apenas erguido, una frescura primaveral, y una falda hasta el tobillo que dejaba ver el comienzo turbador de una media de color carne;- aquellos rosales temblorosos que hacían ondular sus arcos verdes, aquellos, durazneros con sus ramilletes alegres donde se detenían al paso las mariposas errantes llenas de polvo de oro, y las libélulas de alas cristalinas e irisadas; aquel cisne en la ancha taza, esponjando el alabastro de sus plumas, y zabulléndose entre espumajeos y burbujas, con voluptuosidad, en la transparencia del agua; la casita limpia, pintada, apacible, de donde emergía como una onda de felicidad; y en la puerta la anciana, un invierno, en medio de toda aquella vida, cerca de Mary, una virginidad en flor. Ricardo, poeta lírico que andaba a caza de cuadros, estaba allí con la satisfacción de un goloso que paladea cosas esquisitas. Y la anciana y la joven: -¿Qué traes? -Flores. Mostraba Mary su falda llena como de iris hechos trizas, que revolvía con una de sus manos gráciles de ninfa, mientras sonriendo su linda boca purpurada, sus ojos abiertos en redondo dejaban ver un color de lapizlázuli y una humedad radiosa. 141 El poeta siguió adelante. III PAISAJE A poco andar se detuvo. El sol había roto el velo opaco de las nubes y bañaba de claridad áurea y perlada un recodo de camino. Allí unos cuantos sauces inclinaban sus cabelleras hasta rozar el césped. En el fondo se divisaban altos barrancos y en ellos tierra negra, tierra roja, pedruscos brillantes como vidrios. Bajo los sauce agobiados ramoneaban sacudiendo sus testas filosóficas -¡oh, gran maestro Hugo!- unos asnos; y cerca de ellos un buey, gordo, con sus grandes ojos melancólicos y pensativos donde ruedan miradas y ternuras de éxtasis supremos y desconocidos, mascaba despacioso y con cierta pereza la pastura. Sobre todo, flotaba un vaho cálido, y el grato olor campestre de las yerbas pisadas. Veíase en lo profundo un trozo de azul. Un huaso robusto, uno de esos fuertes campesinos, toscos hércules que detienen un toro, apareció de pronto en lo más alto de los barrancos. Tenía tras de sí el vasto cielo. Las piernas, todas músculos, las llevaba desnudas. En uno de sus brazos traía una cuerda gruesa y arrollada. Sobre su cabeza, como un gorro de nutria, sus cabellos enmarañados, tupidos, salvages. Llegose al buey en seguida y le echó el lazo a los cuernos. Cerca de él. Un perro con la lengua de fuera, acezando, movía el rabo y daba brincos. -¡Bien! -dijo Ricardo. Y pasó. IV AGUA FUERTE Pero ¿para donde diablos iba? Y se entró en una casa cercana de donde salía un ruido metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscos armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas 142 de lana de cuellos abiertos, y largos delantales de enero. Alcanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo; y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Amico, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamaradas, tenían tallas de cíclopes. A un lado, una ventanilla dejaba pasar apenas un haz de rayos de sol. A la entrada de la forja, como en un marco oscuro, una muchacha blanca comía uvas. Y sobre aquel fondo de hollín y de carbón, sus hombros delicados y tersos que estaban desnudos, hacían resaltar su bello color de lis, con un casi imperceptible tono dorado. Ricardo pensaba: -Decididamente, una escursión feliz al país del arte... V LA VIRGEN DE LA PALOMA Anduvo, anduvo. Volvía ya a su morada. Dirigíase el ascensor cuando oyó una risa infantil, armónica, y él, poeta incorregible, buscó los labios de donde brotaba aquella risa. Bajo un cortinaje de madreselvas, entre plantas olorosas y maceteros floridos, estaba una mujer pálida, augusta, madre, con un niño tierno y risueño. Sosteníale en uno de sus brazos, el otro lo tenía en alto, y en la mano una paloma, una de esas palomas albísimas que arrullan a sus pichones de alas tornasoladas, inflando el buche como un seno de virgen, y abriendo el pico de donde brota la dulce música de su caricia. La madre mostraba al niño la paloma, y el niño en su afán de cogerla, abría los ojos, estiraba los bracitos, reía gozoso; y su rostro al sol tenía como un nimbo; y la madre con la tierna beatitud de sus miradas, con su esbeltez solemne y gentil, con la aurora en las pupilas y la bendición y el beso en los labios, era como una azucena sagrada, como una María llena de gracia, irradiando la luz de un candor inefable. El niño Jesús, real como un dios infante, precioso como un querubín paradisíaco, quería asir aquella paloma blanca, bajo la cúpula inmensa del cielo azul. Ricardo descendió, y tomó el camino de su casa. 143 VI LA CABEZA Por la noche, sonando aún en sus oídos la música del Odeón, y los parlamentos de Astol; de vuelta de las calles donde escuchara el ruido de los coches y la triste melopea de los tortilleros, aquel soñador se encontraba en su mesa de trabajo, donde las cuartillas inmaculadas estaban esperando las silvas y los sonetos de costumbre, a las mujeres de los ojos ardientes. ¡Uf!... ¡Qué silvas! ¡Qué sonetos! La cabeza del poeta lírico era una orgía de colores y de sonidos. Resonaban en las concavidades de aquel cerebro martilleos de cíclopes, himnos al son de tímpanos sonoros, fanfarrias bárbaras, risas cristalinas, gorjeos de pájaros, batir de alas y estallar de besos, todo como en ritmos locos y revueltos. Y los colores agrupados, estaban como pétalos de capullos distintos confundidos en una bandeja, o como la endiablada mezcla de tintas que llena la paleta de un pintor... Además... Álbum Santiagués I ACUARELA Primavera. Ya las azucenas floridas y llenas de miel han abierto sus cálices pálidos bajo el oro del sol. Ya los gorriones tornasolados, esos amantes acariciadores, adulan a las rosas frescas, esas opulentas y purpuradas emperatrices; ya el jasmín, flor sencilla, tachona los tupidos ramajes, como una blanca estrella sobre un cielo verde. Ya las damas elegantes visten sus trajes claros, dando al olvido las pieles y los abrigos invernales. Y mientras el sol se pone, sonrosando las nieves con una claridad suave, junto a los árboles de la Alameda que lucen sus cumbres resplandecientes en un polvo de luz, su esbeltez solemne y sus hojas nuevas, bulle un enjambre ajeno a ruido de música, de cuchicheos vagos y de palabras fugaces. He aquí el cuadro. En primer término está la negrura de los coches que explende y quiebra los últimos reflejos solares, los caballos orgullosos con el brillo de sus arneces, y con sus cuellos estirados e inmóviles de brutos heráldicos; los cocheros taciturnos, en su quietud de indiferentes, luciendo sobre las largas libreas los botones metálicos flamantes; y en el fondo de los carruajes, reclinadas como odaliscas, erguidas como reinas, las mujeres rubias de los ojos soñadores, las que tienen cabelleras negras y rostros pálidos, las rosadas adolescentes que ríen con alegría de pájaro primaveral, bellezas lánguidas, hermosuras audaces, castos lirios albos y tentaciones ardientes. 144 En esa portezuela está un rostro apareciendo de modo que semeja el de un querubín, por aquélla ha salido una mano enguantada que se dijera de niño, y es de morena tal que llama los corazones, más allá se alcanza a ver un pie de Cenicienta con un zapatito oscuro y media lila, y acullá, gentil con sus gestos de diosa, bella con su color de marfil amapolado, su cuello real y la corona de su cabellera, está la Venus de Milo, no manca, sino con dos brazos, gruesos como los muslos de un querubín de Murillo, y vestida a la última moda de París, con ricas telas de Prá. Más allá está el oleaje de los que van y vienen: parejas de enamorados, hermanos y hermanas, grupos de caballeritos irreprochables; todo en la confusión de los rostros, de las miradas, de los colorines, de los vestidos, de las capotas: resaltando a veces en el fondo negro y aceitoso de los elegantes dumas, una cara blanca de mujer, un sombrero de paja adornado de colibríes, de cintas o de plumas, y el inflado globo rojo, de goma, que pendiente de un hilo lleva un niño risueño, de medias azules, zapatos charolados y holgado cuello a la marinera. En el fondo, los palacios elevan al azul la soberbia de sus fachadas, en las que los álamos erguidos rayan columnas hojosas entre el abejeo trémulo y desfalleciente de la tarde fugitiva. II UN RETRATO DE WATTEAU Estáis en los misterios de un tocador. Estáis viendo ese brazo de ninfa, esas manos diminutas que empolvan el haz de rizos rubios de la cabellera espléndida. La araña de luces opacas derrama la languidez de su girándula por todo el recinto. Y he aquí que al volverse ese rostro, soñamos en los buenos tiempos pasados. Una marquesa, contemporánea de madama de Maintenon, solitaria en su gabinete, da las últimas manos a su tocado. Todo está correcto, los cabellos que tienen todo el Oriente en sus hebras, empolvados y crespos, el cuello del corpiño, ancho y en forma de corazón, hasta dejar ver principio del seno firme y pulido; las mangas abiertas que muestran blancuras incitantes; el talle ceñido, que se balancea, y el rico faldellín de largos vuelos, y el pie pequeño en el zapato de tacones rojos. Mirad las pupilas azules y húmedas, la boca de dibujo maravilloso, con una sonrisa enigmática de esfinge, quizá en recuerdo del amor galante, del madrigal recitado junto al tapiz de figuras pastoriles o mitológicas, o del beso a furto, tras la estatua de algún silvano, en la penumbra. Vese la dama de pies a cabeza, entre dos grandes espejos; calcula el efecto de la mirada, del andar, de la sonrisa, del vello casi impalpable que agitará el viento de la danza en su nuca fragante y sonrosada. Y piensa, y suspira, y flota aquel suspiro en ese aire impregnado de aroma femenino que hay en un tocador de mujer. Entretanto la contempla con sus ojos de mármol una Diana que se alza irresistible y desnuda sobre su plinto; y le ríe con audacia un sátiro de bronce que sostiene entre los pámpanos de su cabeza un candelabro; y en el ansa de un jarrón de Rouen lleno de agua perfumada, le tiende los brazos y los pechos una sirena con la cola corva y brillante de escamas argentinas, mientras en el 145 plafond en forma de óvalo, va por el fondo inmenso y azulado sobre el lomo de un toro robusto y divino, la bella Europa, entre delfines áureos y tritones corpulentos que sobre el vasto ruido de las ondas, hacen vibrar el ronco estrépito de sus resonantes caracoles. La hermosa está satisfecha; ya pone perlas en la garganta y calza las manos en seda, ya rápida se dirige a la puerta donde el carruaje espera y el tronco piafa. Y hela ahí, vanidosa y gentil, a esa aristocrática santiaguesa que se dirige a un baile de fantasía de manera que el gran Watteau le dedicaría sus pinceles. III NATURALEZA MUERTA He visto ayer por una ventana un tiesto lleno de lilas y de rosas pálidas, sobre un trípode. Por fondo tenía uno de esos cortinajes amarillos y opulentos, que hacen pensar en los mantos de los príncipes orientales. Las lilas recién cortadas resaltaban con su lindo color apacible, junto a los pétalos esponjados de las rosas té. Junto al tiesto, en una copa de laca ordenada con ibis de oro incrustados, incitaban a la gula manzanas frescas, medio coloradas, con la pelusilla de la fruta nueva y la sabrosa carne hinchada que toca el deseo; peras doradas y apetitosas, que daban indicios de ser todas jugo, y como esperando el cuchillo de plata que debía rebanar la pulpa almibarada; y un ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de los racimos acabados de arrancar de la viña. Acérqueme, vilo de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de cera, las manzanas y las peras de mármol pintado, y las uvas de cristal. ¡Naturaleza muerta! IV AL CARBÓN Vibraba el órgano con sus voces trémulas, vibraba acompañando la antífona, llenando la nave con su armonía gloriosa. Los cirios ardían goteando sus lágrimas de cera entre la nube de incienso que inundaba los ámbitos del templo con su aroma sagrado; y allá en el altar el sacerdote, todo resplandeciente de oro, alzaba la custodia cubierta de pedrería, bendiciendo a la muchedumbre arrodillada. De pronto, volví la vista cerca de mí, al lado de un ángulo de sombra. Había una mujer que oraba. Vestida de negro, envuelta en un manto, su rostro se destacaba severo, sublime, teniendo por fondo la vaga oscuridad de un confesionario. Era una bella faz de ángel, con la plegaria en los ojos 146 y en los labios. Había en su frente una palidez de flor de lis; y en la negrura de su manto resaltaban juntas, pequeñas, las manos blancas y adorables. Las luces se iban extinguiendo, y a cada momento aumentaba lo oscuro del fondo, y entonces como por un ofuscamiento, me parecía ver aquella faz iluminarse con una luz blanca y misteriosa, como la que debe de haber en la región de los coros prosternados y de los querubines ardientes; luz alba, polvo de nieve, claridad celeste, onda santa que baña los ramos de lirio de los bienaventurados. Y aquel pálido rostro de virgen, envuelta ella en el manto y en la noche, en aquel rincón de sombra, habría sido un tema admirable para un estudio al carbón. V PAISAJE Hay allá, en las orillas de la laguna de la Quinta, un sauce melancólico que moja de continuo su cabellera verde, en el agua que refleja el cielo y los ramajes, como si tuviese en su fondo un país encantado. Al viejo sauce llegan aparejados los pájaros y los amantes. Allí es donde escuché una tarde, cuando del sol quedaba apenas en el cielo un tinte violeta que se esfumaba por ondas, y sobre el gran Andes nevado un decreciente color de rosa que era como una tímida caricia de la luz enamorada, un rumor de besos cerca del tronco agobiado y un aleteo en la cumbre. Estaban los dos, la amada y el amado, en un banco rústico, bajo el toldo del sauce. Al frente, se extendía la laguna tranquila, con su puente enarcado y los árboles temblorosos de la ribera; y más allá se alzaba entre el verdor de las hojas la fachada del palacio de la Exposición, con sus cóndores de bronce en actitud de volar. La dama era hermosa, él un gentil muchacho, que le acariciaba con los dedos y los labios, los cabellos negros y las manos gráciles de ninfa. Y sobre las dos almas ardientes y sobre los dos cuerpos juntos, cuchicheaban en lengua rítmica y alada las dos aves. Y arriba el cielo con su inmensidad y con su fiesta de nubes, plumas de oro, alas de fuego, vellones de púrpura, fondos azules, flordelisados de ópalo, derramaba la magnificiencia de su pompa, la soberbia de su grandeza augusta. Bajo las aguas se agitaban como en un remolino de sangre viva los peces veloces de aletas doradas. Al resplandor crepuscular, todo el paisaje se veía como envuelto en una polvareda de sol tamizado, y eran el alma del cuadro aquellos dos amantes, él moreno, gallardo, vigoroso, con una barba fina y sedosa, de esas que gustan de tocar las mujeres; ella rubia, -¡un verso de Goethe!vestida con un traje gris lustroso, y en el pecho una rosa fresca, como su boca roja que pedía el beso. 147 VI EL IDEAL Y luego, una torre de marfil, una flor mística, una estrella a quien enamorar... Pasó, la vi como quien viera un alba, huyente, rápida, implacable. Era una estatua antigua con un alma que se asomaba a los ojos, ojos angelicales, todos ternura, todos cielo azul, todos enigma. Sintió que la besaba con mis miradas y me castigó con la majestad de su belleza, y me vio como una reina y como una paloma. Pero pasó arrebatadora, triunfante, como una visión que deslumbra. Y yo, el pobre pintor de la naturaleza y de Psyquis, hacedor de ritmos y de castillos aéreos, vi el vestido luminoso de la hada, la estrella de su diadema, y pensé en la promesa ansiada del amor hermoso. Más de aquel rayo supremo y fatal, sólo quedó en el fondo de mi cerebro un rostro de mujer, un sueño azul... El año lírico Primaveral Mes de rosas. Van mis rimas en ronda, a la vasta selva, y recoger miel y aromas en las flores entreabiertas. Amada, ven. El gran bosque es nuestro templo: allí ondea y flota un santo perfume de amor. El pájaro vuela de un árbol a otro y saluda la frente rosada y bella como a un alba; y las encinas robustas, altas, soberbias, cuando tú pasas agitan sus hojas verdes y trémulas, y enarcan sus ramas como para que pase una reina. ¡Oh amada mía! Es el dulce 148 5 10 15 tiempo de la primavera. * Mira: en tus ojos, los míos; da al viento la cabellera, y que bañe el sol ese oro de luz salvaje y espléndida. Dame que aprieten mis manos las tuyas de rosa y seda, y ríe, y muestra tus labios su púrpura húmeda y fresca. Yo voy a decirte rimas, tú vas a escuchar risueña; si acaso algún ruiseñor viniese a posarse cerca, y a contar alguna historia de ninfas, rosas o estrellas, tú no oirás notas ni trinos, sino enamorada y regia, escucharás mis canciones fija en mis labios que tiemblan. ¡Oh amada mía! Es el dulce tiempo de la primavera. * Allá hay una clara fuente que brota de una caverna, donde se bañan desnudas las blancas ninfas que juegan. Ríen al son de la espuma, hienden la linfa serena; entre polvo cristalino esponjan sus cabelleras, y saben himnos de amores en hermosa lengua griega, que en glorioso tiempo antiguo pan inventó en las florestas. Amada, pondré en mis rimas la palabra más soberbia de las frases de los versos de los himnos de esa lengua; 149 20 25 30 35 40 45 50 y te diré esa palabra empapada en miel hiblea... ¡oh amada mía! en el dulce tiempo de la primavera. * Van en sus grupos vibrantes revolando las abejas como un áureo torbellino que la blanca luz alegra, y sobre el agua sonora pasan radiantes, ligeras, con sus alas cristalinas las irisadas libélulas. Oye: canta la cigarra porque ama al sol, que en la selva su polvo de oro tamiza entre las hojas espesas. Su aliento nos da en un soplo fecundo la madre tierra, con el alma de los cálices y el aroma de las yerbas. * ¿Ves aquel nido? Hay un ave. Son dos: el macho y la hembra. Ella tiene el buche blanco, él tiene las plumas negras. En la garganta el gorjeo, las alas blandas y trémulas; y los picos que se chocan como labios que se besan. El nido es cántico. El ave incuba el trino, ¡oh poetas! De la lira universal el ave pulsa una cuerda. Bendito el calor sagrado que hizo reventar las yemas, ¡oh amada mía, ¡en el dulce tiempo de la primavera! * 150 55 60 65 70 75 80 85 90 Mi dulce musa Delicia me trajo un ánfora griega cincelada en alabastro, de vino de Naxos llena; y una hermosa copa de oro, la base henchida de perlas, para que bebiese el vino que es propicio a los poetas. En la ánfora está Diana, real, orgullosa y esbelta, con su desnudez divina y en su actitud cinegética. Y en la copa luminosa está Venus Citerea tendida cerca de Adonis que sus caricias desdeña. No quiero el vino de Naxos ni el ánfora de ansas bellas, ni la copa donde Cipria al gallardo Adonis ruega. Quiero beber el amor sólo en tu boca bermeja ¡oh amada mía! en el dulce tiempo de la primavera. 95 100 105 110 Estival I La tigre de Bengala, con su lustrosa piel manchada a trechos, está alegre y gentil, está de gala. Salta de los repechos de un ribazo, al tupido carrizal de un bambú; luego, a la roca que se yergue a la entrada de su gruta. Allí lanza un rugido, se agita como loca y eriza de placer su piel hirsuta. * 151 5 10 La fiera virgen ama. Es el mes del ardor. Parece el suelo rescoldo; y en el cielo el sol, inmensa llama. Por el ramaje oscuro salta huyendo el kanguro. El boa se infla, duerme, se calienta a la tórrida lumbre; el pájaro se sienta a reposar sobre la verde cumbre. * Siéntense vahos de horno; y la selva africana en alas del bochorno, laza, bajo el sereno cielo, un soplo de sí. La tigre ufana respira a pulmón lleno, y al verse hermosa, altiva, soberana, le late el corazón, se le hincha el seno. * Contempla su gran zarpa, en ella la uña de marfil; luego toca al filo de una roca, y prueba, y lo rasguña. Mírase luego el flanco que azota con el rabo puntiagudo de color negro y blanco, y móvil y felpudo; luego el vientre. En seguida abre las anchas fauces, altanera como reina que exige vasallaje; después husmea, busca, va. La fiera exhala algo a manera de un suspiro salvaje. Un rugido callado escuchó. Con presteza volvió la vista de uno y otro lado. Y chispeó su ojo verde y dilatado, cuando miró de un tigre la cabeza 152 15 20 25 30 35 40 45 surgir sobre la cima de un collado. El tigre se acercaba. * Era muy bello. Gigantesca la talla, el pelo fino, apretado el hijar, robusto el cuello, era un don Juan felino en el bosque. Anda a trancos callados; ve a la tigre inquieta, sola, y le muestra los blancos dientes, y luego arbola con donaire la cola. Al caminar se vía su cuerpo ondear, con garbo y bizarría. Se miraban los músculos hinchados debajo de la piel. Y se diría ser aquella alimaña un rudo gladiador de la montaña. Los pelos erizados del labio relamía. Cuando andaba, con su peso chafaba la yerba verde y muelle; y el ruido de su aliento semejaba el resollar de un fuelle. Él es, él es el rey. Cetro de oro no, sino la ancha garra que se hinca recia en el testuz del toro y las carnes desgarra. La negra águila enorme, de pupilas de fuego y corvo pico relumbrante, tiene a Aquilón; las hondas y tranquilas aguas el gran caimán; el elefante la cañada y la estepa; la víbora, los juncos por do trepa; y su caliente nido del árbol suspendido, el ave dulce y tierna que ama la primer luz. Él, la caverna. 153 50 55 60 65 70 75 80 85 * No envidia al león la crin, ni al potro rudo el casco, ni al membrado hipopótamo el lomo corpulento, quien bajo los ramajes del copudo baobab, ruge al viento. * Así va el orgulloso, llega, halaga; corresponde la tigre que le espera, y con caricias las caricias paga en su salvaje ardor, la carnicera. * Después, el misterioso tacto, las impulsivas fuerzas que arrastran con poder pasmoso; y ¡oh gran Pan! el idilio monstruoso bajo las vastas selvas primitivas. No el de las musas de las blandas horas, suaves, expresivas, en las rientes auroras y las azules noches pensativas; sino el que todo enciende, anima, exalta, polen, savia, calor, nervio, corteza, y en torrente de vida brota y salta del seno de la gran naturaleza. * IV El príncipe de Gales, va de caza por bosques y por cerros, con su gran servidumbre, y con sus perros de la más fina raza. * Acallando el tropel de los vasallos, deteniendo trahíllas y caballos, con la mirada inquieta, contempla a los dos tigre, de la gruta a la entrada. Requiere la escopeta, y avanza, y no se inmuta. * 154 90 95 100 105 110 115 Las fieras se acarician. No han oído tropel de cazadores. A esos terribles seres, embriagados de amores, con cadenas de flores se les hubiera uncido a la nevada concha de Citeres o al carro de Cupido. * El príncipe atrevido adelanta, se acerca, y se para; ya apunta y cierra un ojo; ya dispara; ya del arma el estruendo por el espeso bosque ha resonado. El tigre sale huyendo, y la hembra queda, el vientre desgarrado. * ¡Oh, va a morir!... Poco antes, débil, yerta, chorreando sangre por la herida abierta, con ojo dolorido, miró a aquel cazador; lanzó un gemido como un ¡ay! de mujer... y cayó muerta. V Aquel macho que huyó, bravo y zahareño, a los rayos ardiente del sol, en su cubil después dormía. Entonces tuvo un sueño: que enterraba las garras y los dientes en vientres sonrosados y pechos de mujer; y que engullía por postres delicados de comidas y cenas, -como tigre goloso entre golososunas cuantas docenas de niños tiernos, rubios y sabrosos. Autumnal Eros, vita, lumen 155 120 125 130 135 140 145 En las pálidas tardes yerran nubes tranquilas en el azul; en las ardientes manos se posan las cabezas pensativas. ¡Ah los suspiros! ¡Ah los dulces sueños! ¡Ah las tristezas íntimas! ¡Ah el polvo de oro que en el aire flota, tras cuyas ondas trémulas se miran los ojos tiernos y húmedos, las bocas inundadas de sonrisas, las crespas cabelleras y los dedos de rosa que acarician! * En las pálidas tardes me cuenta un hada amiga las historias secretas llenas de poesía; lo que cantan los pájaros, lo que llevan las brisas, lo que vaga en las nieblas, lo que sueñan las niñas. * Una vez sentí el ansia de una sed infinita. Dije al hada amorosa: -Quiero en el alma mía tener la inspiración honda, profunda, inmensa: luz, calor, aroma, vida. Ella me dijo: -¡Ven! Con el acento con que hablaría un arpa. En él había un divino idioma de esperanza. ¡Oh sed del ideal! * Sobre la cima de un monte, a media noche, me mostró las estrellas encendidas. Era un jardín de oro con pétalos de llama que titilan. Exclamé: -¡Más!... 156 5 10 15 20 25 30 35 * La aurora vino después. La aurora sonreía, con la luz en la frente, como la joven tímida que abre la reja, y la sorprenden luego ciertas curiosas, mágicas pupilas. Y dije: -¡Más!... Sonriendo la celeste hada amiga prorrumpió: -¡Y bien!... ¡Las flores! * Y las flores estaban frescas, lindas, empapadas de olor: la rosa virgen, la blanca margarita, la azucena gentil, y las volúbilis que cuelgan de la rama extremecida. Y dije: -¡Más!... * El viento arrastraba rumores, ecos, risas, murmullos misteriosos, aleteos, músicas nunca oídas. El hada entonces me llevó hasta el velo que nos cubre las ansias infinitas, la inspiración profunda, y el alma de las liras. Y lo rasgó. ¡Y allí todo era aurora! En el fondo se vía un bello rostro de mujer. * ¡Oh, nunca Piérides, diréis las sacras dichas que en el alma sintiera! Con su vaga sonrisa: -¿Más?... dijo el hada. Y yo tenía entonces clavadas las pupilas en el azul; y en mis ardientes manos se posó mi cabeza pensativa... 157 40 45 50 55 60 65 70 Invernal Noche. Este viento vagabundo lleva las alas entumidas y heladas. El gran Andes yergue al inmenso azul su blanca cima. La nieve cae en copos, sus rosas trasparentes cristaliza; en la ciudad, los delicados hombros y gargantas se abrigan; ruedan y van los coches, suenan alegres pianos, el gas brilla; y, si no hay un fogón que le caliente, el que es pobre tirita. * Yo estoy con mis radiantes ilusiones y mis nostalgias íntimas, junto a la chimenea bien harta de tizones que crepitan. Y me pongo a pensar: ¡Oh! ¡Si estuviese ella, la de mis ansias infinitas, la de mis sueños locos, y mis azules noches pensativas! ¿Cómo? Mirad: De la apacibles estancia en la extensión tranquila, vertería la lámpara reflejos de luces opalinas. Dentro, el amor que abrasa; fuera, la noche fría, el golpe de la lluvia en los cristales, y el vendedor que grita su monótona y triste melopea a las glaciales brisas; dentro, la ronda de mis mil delirios, las canciones de notas cristalinas, unas manos que toquen mis cabellos, 158 5 10 15 20 25 30 35 un aliento que roce mis mejillas, un perfume de amor, mil conmociones, mil ardientes caricias; ella y yo; los dos juntos, los dos solos; la amada y el amado, ¡oh Poesía!, los besos de sus labios, la música triunfante de mis rimas, y en la negra y cercana chimenea el tueco brillador que estalla en chispas. * ¡Oh! ¡Bien haya el brasero lleno de pedrería! Topacios y carbunclos, rubíes y amatistas en la ancha copa etrusca repleta de ceniza. Los lechos abrigados, las almohadas mullidas, las pieles de Astrakán, ¡los besos cálidos que dan las bocas húmedas y tibias! ¡Oh, viejo Invierno, salve! Puesto que traes con las nieves frígidas el amor embriagante y el vino del placer en tu mochila. * Sí, estaría a mi lado, dándome sus sonrisas, ella, la que hace falta a mis estrofas, ésa que mi cerebro se imagina; la que, si estoi en sueños, se acerca y me visita; ella que, hermosa, tiene una carne ideal, grandes pupilas, algo del mármol, blanca luz de estrella: nerviosas, sensitiva, muestra el cuello gentil y delicado de las Hebes antiguas, bellos gestos de diosa, tersos brazos de ninfa, 159 40 45 50 55 60 65 70 lustrosa cabellera en la nuca encrespada y recogida, y ojeras que denuncian ansias profundas y pasiones vivas. ¡Ah, por verla encarnada, por gozar sus caricias, por sentir en mis labios los besos de su amor, diera la vida! Entre tanto hace frío. Yo contemplo las llamas que se agitan, cantando alegres con sus lenguas de oro, móviles, caprichosas e intranquilas, en la negra y cercana chimenea do el tuero brillador estalla en chispas. * Luego pienso en el coro de las alegres liras, en la copa labrada el vino negro, la copa hirviente cuyos bordes brillan con iris temblorosos y cambiantes como un collar de prismas; el vino negro que la sangre enciende y pone el corazón con alegría, y hace escribir a los poetas locos sonetos áureos y flamantes silvas. El Invierno es beodo. Cuando soplan sus brisas, brotan las viejas cubas la sangre de las viñas. Sí, yo pintara su cabeza cana con corona de pámpanos guarnida. El Invierno es galeoto, porque en las noches frías Paolo besa a Francesca en la boca encendida, mientras su sangre como fuego corre y el corazón ardiendo le palpita. ¡Oh, crudo Invierno, salve! ¡Puesto que traes con las nieves frígidas 160 75 80 85 90 95 100 105 110 el amor embriagante y el vino del placer en tu mochila! * Ardor adolescente, miradas y caricias; ¡cómo estaría trémula en mis brazos la dulce amada mía, dándome con sus ojos luz sagrada, con su aroma de flor, sabia divina! En la alcoba la lámpara derramando sus luces opalinas; oyéndose tan sólo suspiros, ecos, risas, el ruido de los besos, la música triunfante de mis rimas y en la negra y cercana chimenea el tuero brillador que estalla chispas. ¡Dentro, el amor que abrasa; fuera, la noche fría! Pensamiento de otoño De Armand Silvestre Huye el año a su término como arroyo que pasa, llevando del poniente luz fugitiva y pálida. Y así como el del pájaro que triste tiende el ala, el vuelo del recuerdo que al espacio se lanza languidece en lo inmenso del azul por do vaga. Huye el año a su término como arroyo que pasa. * Un algo de alma aún yerra por lo cálices muertos 161 115 120 125 5 10 de las tardas volúbilis y los rosales trémulos. Y, de luces lejanas al hondo firmamento, en las alas del perfume aun se remonta un sueño. Un algo de alma aún yerra por los cálices muertos. * Canción de despedida fingen las fuentes túrbidas. Si te place, amor mío, volvamos a la ruta que allá en la primavera ambos, las mano juntas, seguimos embriagados de amor y de ternura por los gratos senderos de sus ramas columpian olientes avenidas que las flores perfuman. Canción de despedida fingen las fuentes túrbidas. * Un cántico de amores brota mi pecho ardiente que eterno abril fecundo de juventud florece. ¡Que mueran en buen hora los bellos días! Llegue otra vez el invierno; renazca áspero y fuerte. Del viento entre el quejido cual mágico himno alegre un cántico de amores brota mi pecho ardiente. * Un cántico de amores a tu sacra beldad, 162 15 20 25 30 35 40 45 50 mujer, eterno estío, ¡primavera inmortal! Hermana del ígneo astro que por la inmensidad en toda estación vierte fecundo, sin cesar, de su luz esplendente el dorado raudal. Un cántico de amores a tu sacra beldad, mujer, ¡eterno estío!, ¡primavera inmortal! 55 60 Anagkh Y dijo la paloma: -Yo soy feliz. Bajo el inmenso cielo, en el árbol en flor, junto a la poma llena de miel, junto al retoño suave y húmedo por las gotas del rocío, tengo mi hogar. Y vuelo con mis anhelos de ave, del amado árbol mío hasta el bosque lejano, cuando, al himno jocundo del despertar de Oriente, sale el alba desnuda, y muestra al mundo el pudor de la luz sobre su frente. Mi ala es blanca y sedosa. La luz la dora y baña, y céfiro la peina. Son mis pies como pétalos de rosa. Yo soy la dulce reina que arrulla a su palomo en la montaña. En el fondo del bosque pintoresco está el alerce en que formé mi nido: y tengo allí, bajo el follaje fresco un polluelo sin par, recién nacido. 163 5 10 15 20 Soy la promesa alada, el juramento vivo; soy quien lleva el recuerdo de la amada para el enamorado pensativo. Yo soy la mensagera de los tristes y ardientes sonadores, que va a revolotear diciendo amores junto a una perfumada cabellera. Soy el lirio del viento. Bajo el azul del hondo firmamento muestro de mi tesoro bello y rico, las preseas y galas: el arrullo en el pico, la caricia en las alas. Yo despierto a los pájaros parleros y entonan sus melódicos cantares; me poso en los floridos limoneros y derramo una lluvia de azahares. Yo soy toda inocente, toda pura. Yo me esponjo en las ansias del deseo, y me extremezco en la íntima ternura de un roce, de un rumor, de un aleteo. ¡Oh inmenso azul! Yo te amo. Porque a Flora das la lluvia y el sol siempre encendido; porque siendo el palacio de la aurora también eres el techo de mi nido. ¡Oh inmenso azul! Yo adoro tus celajes risueños, y esa niebla sutil de polvo de oro donde van los perfumes y los sueños. Amo los velos tenues, vagorosos, de las flotantes brumas, donde tiendo a los aires cariñosos el sedeño abanico de mis plumas. ¡Soy feliz! Porque es mía la floresta, donde el misterio de los nidos se halla; porque el alba es mi fiesta y el amor mi ejercicio y mi batalla. Feliz, porque de dulces ansias llena 164 25 30 35 40 45 50 55 60 calentar mis polluelos es mi orgullo; porque en las selvas vírgenes resuena la música celeste de mi arrullo. Porque no hay una rosa que no me ame ni pájaro gentil que no me escuche, ni garrido cantor que no me llame. -¿Si? Dijo entonces un gavilán infame. Y con furor se la metió en la buche. Entonces el buen Dios allá en su trono, -mientras Satán, para distraer su encono aplaudía aquel pájaro zahareño,se puso a meditar. Arrugó el ceño, y pensó al contemplar sus vastos planes y al recorrer sus puntos y sus comas, que cuando creó palomas no debía haber creado gavilanes. 165 65 70 75