Epistemología psiquiátrica

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Epistemología psiquiátrica
En esta entrada vamos a hablar de Psiquiatría, con mayúsculas. De la psiquiatría
como disciplina, como ciencia, como marco en el que desempeñamos nuestro
trabajo diario. Nos tememos que muchas veces, todos, en el día a día nos
limitamos a una labor exclusivamente práctica: diagnosticamos, tratamos y
hacemos pasar al siguiente paciente... pero no creemos que un profesional de la
Salud Mental deba ser sólo un mero técnico, sino también y no en segundo lugar,
un intelectual, un pensador de su campo de estudio que es nada menos que la
enfermedad mental y, por extensión inevitable, la mente, es decir, aquello que nos
hace humanos.
En el imprescindible libro Psicopatología descriptiva: nuevas tendencias de los
doctores Luque y Villagrán, discípulos del profesor Berrios en Cambridge, se trata
ampliamente este tema: los primeros capítulos dibujan, a nuestro modo de ver
magistralmente, un análisis epistemológico de la psiquiatría y la psicopatología. La
epistemología es la ciencia que estudia el conocimiento y cómo se llega a él, y que
en nuestro caso se ocuparía de estudiar cómo es la psiquiatría como ciencia, cuál
es su objeto de estudio, sus métodos, etc. En esta entrada intentaremos resumir lo
que estos autores exponen en su libro, ya que son ideas y preocupaciones con las
que nos identificamos plenamente. Recomendamos desde luego su lectura.
Vamos a realizar un discurso metapsiquiátrico. Por metapsiquiatría, según la
definición de Rosenberg, se entiende la disciplina teórica que integra las
aportaciones de la filosofía de la ciencia y de la mente en su aplicación a la clínica
psiquiátrica, así como aquéllos aspectos conceptuales y metodológicos que deben
guiar la investigación clínica en psiquiatría. Este tipo de reflexión teórica no suele
estar presente en los planes de formación de residentes, en los que se pone más
el acento en los aspectos técnicos y la adquisición de habilidades para
desempeñar la profesión que en aportar una base conceptual sólida. La mayoría
de los profesionales carecemos de formación en filosofía de la ciencia, ética o
teoría o metodología de la investigación que nos sirva de marco teórico desde el
que dar sentido a nuestra actividad cotidiana.
Como señalan los autores del libro, incluso en las unidades donde se incentiva la
investigación psiquiátrica, rara vez se explica al investigador en formación desde
qué presupuestos se investiga, cuál es la base filosófica que sustenta la empresa
y cuáles las repercusiones éticas o sociales de dicha investigación. Es muy
escaso el número de publicaciones en castellano que se ocupen de estas
cuestiones, así como la ausencia de referencias específicas en los textos de
psiquiatría al uso, en los cuales sorprendentemente ni siquiera se intenta definir
qué se entiende por psiquiatría. El licenciado en psicología sí suele recibir cierta
formación filosófica, pero se observa cómo, a medida que la psicología se va
convirtiendo en una ciencia experimental con amplia base empírica, los aspectos
filosóficos van siendo relegados.
No es aconsejable intentar hacer ciencia sin conocer el contexto filosófico del que
se parte. Aunque está plenamente de moda la ateoricidad, todo quehacer
científico o técnico se sitúa en unas coordenadas filosóficas, explícitas o no, pero
que forman la base de nuestra actividad intelectual y profesional. Incluso aquel
psiquiatra o psicólogo interesado únicamente por el trabajo clínico parte de unos
presupuestos filosóficos que deben ser públicamente discutidos para no incurrir en
errores de orientación e interpretación de lo que uno hace.
El término psiquiatría agrupa un conjunto de actividades que tienen como objeto a
las personas que sufren trastornos mentales. La psiquiatría se articula en distintos
niveles descriptivos, en una triple vertiente: técnica (como rama de la medicina
clínica que reúne el conjunto de procedimientos para aliviar al paciente con
trastornos mentales), tecnológica (como conjunto de conocimientos necesarios
para desarrollar y progresar en el tratamiento de éstos) y científica (en lo que
concierne al conjunto de conocimientos sobre la naturaleza, génesis y desarrollo
de las enfermedades mentales).
La reflexión filosófica aplicada a la ciencia psiquiátrica conducirá a decidir, en
primer lugar, qué concepción de ciencia aplicamos a lo mental anómalo, para lo
que recurriremos a la filosofía de la ciencia, cuya finalidad es la reflexión sobre las
actividades de la tarea científica, tales como fines, estrategias para conseguir los
fines, etc. Otra decisión a tomar será qué entendemos por mental (y anómalo),
para lo que deberemos ayudarnos de la filosofía de la mente e intentar dar
respuesta al problema mente-cuerpo.
La filosofía de la ciencia se ocupa de los procesos de razonamiento utilizados por
los científicos y de los criterios que dan a sus propuestas cierta validez objetiva.
Los instrumentos conceptuales que emplea son la lógica (estudio de los modos de
razonar), la epistemología (que se pregunta qué es el conocimiento y cómo es
posible), la ontología (que estudia las categorías fundamentales de las cosas, lo
que existe en realidad) y la teoría de los valores (que nos prescribe cómo
debemos actuar).
La filosofía de la ciencia y de la mente han suscitado a lo largo del tiempo distintas
controversias que han planteado importantes cuestiones conceptuales en la
psicología que fueron heredadas posteriormente por la psiquiatría. Las principales
desde la filosofía de la ciencia, que ahora iremos desarrollando, son: el conflicto
entre las posiciones empirista y racionalista, la crítica postpositivista al canon
científico del positivismo lógico, las tradiciones analítica y hermenéutica de la
filosofía occidental y el debate entre las ciencias naturales y del espíritu.
En la ciencia en general y en particular en la psiquiatría actual, encontramos dos
posturas epistemológicas opuestas: la posición empirista y la racionalista. El
empirismo defiende que todo conocimiento proviene de la experiencia sensorial. El
racionalismo afirma como fuente de conocimiento, además de la experiencia, la
razón. La posición empirista surge de la tradición filosófica del empirismo inglés
(Locke, Berkeley, Hume), el positivismo de Comte y la filosofía analítica del Círculo
de Viena. El racionalismo parte de la filosofía de Descartes, Leibniz y Kant. La
investigación psiquiátrica actual es empirista, influida por la escuela anglosajona,
especialmente americana, mientras que la tradición psicoanalítica y la
fenomenológica son fundamentalmente racionalistas.
Para el psiquiatra empirista, la razón no garantiza el conocimiento sino que éste
surge de la observación, lo que trae consigo una metodología de investigación
determinada para controlar los posibles sesgos. Esto conlleva el uso de escalas
de evaluación, entrevistas estructuradas, definiciones y criterios operativos de
síntomas y trastornos, sistemas clasificatorios como los DSM, la utilización de la
inferencia estadística, las técnicas de muestreo y la comprobación estadística de
hipótesis. Todo ello pone de manifiesto la presencia de los presupuestos
epistemológicos de la posición empirista en la psiquiatría actual. Los autores
señalan críticamente el hecho de que la mayoría de los psiquiatras en formación
estamos familiarizados con esta actitud científica sin conocer el marco filosófico
del que parte ni sus limitaciones.
La principal limitación de la posición epistemológica empirista viene de los
presupuestos ontológicos que la acompañan. La postura empirista suele ser
ontológicamente anti-realista, en el sentido de que profesa un agnosticismo total
en lo concerniente a las cuestiones ontológicas. El empirista considera que las
consideraciones epistemológicas son las principales y que debe decidirse primero
lo que podemos conocer antes que lo que realmente existe. Por tanto, afirma que
las cuestiones ontológicas en ciencia son pseudoproblemas y que siempre se
resuelven tras la confirmación empírica de la teoría científica de que se trate. La
postura empirista no permite la interpretación ontológica de los datos de la
experiencia, por lo que conceptos como causa, objetividad o leyes naturales no
presuponen una realidad más allá de nuestra experiencia.
La posición contraria, el racionalismo, confía en la razón como fuente de
conocimiento, asumiendo una ontología realista, por la que afirma que existe un
mundo real independientemente de nuestras observaciones y que son los objetos,
estructuras y mecanismos de este mundo los que estimulan nuestros sentidos. El
realismo ontológico acepta que las relaciones causales y las leyes de la naturaleza
son objetivas, pertenecen al mundo exterior y la misión de la ciencia es
descubrirlas. Sin embargo, la razón como única fuente de conocimiento sin el
control de la experiencia corre el riesgo de caer en la especulación.
En los últimos años, la filosofía de la ciencia ha atravesado un periodo de
controversia teórica en el que el positivismo lógico ha dado paso a las nuevas
tendencias postpositivistas o historicistas, más descriptivas que prescriptivas, más
cercanas a describir cómo hacen realmente ciencia los científicos y menos a
buscar un canon ideal de ciencia estructurada como un armazón lógico, que
justifica sus teorías en virtud de su correspondencia con las evidencias. No
obstante, este cambio apenas se ha percibido en psiquiatría, en donde la
metodología y los presupuestos teóricos no se han apartado de la tradición
positivista.
Por otra parte, la filosofía occidental ha contemplado este siglo dos escuelas que
han influido en la visión que se tiene de la psiquiatría: la filosofía analítica propia
del mundo anglosajón, con énfasis en el análisis del lenguaje como medio de
objetivación del discurso científico, y la tradición hermenéutica, fenomenológica y
existencial, centroeuropea, que acentúa los aspectos subjetivos de la existencia
humana y cómo éstos influyen en la ciencia.
Dentro de la mencionada tradición hermenéutica en su vertiente más
epistemológica surge la distinción entre las ciencias naturales y las ciencias del
espíritu, planteada por Dilthey. Las primeras incluirían la biología, la física y la
química, usando la observación como método y buscando la explicación mediante
causas. Las ciencias del espíritu serían la sociología, la historia, la antropología y
la psicología y buscarían la comprensión de razones mediante la empatía, siendo
por tanto ciencias en primera persona que estudian sobre todo el caso individual
(ciencias idiográficas) mientras que las ciencias naturales son disciplinas en
tercera persona que buscan generalizaciones (ciencias nomotéticas).
En cuanto a la filosofía de la mente, la controversia fundamental ha sido, por
supuesto, el problema mente-cuerpo, que aún dista mucho de estar resuelto.
Muchas veces se han confundido los niveles epistemológico y ontológico, lo que
ha dado lugar a explicaciones confusas. La polémica dualismo/monismo ha estado
presente en filosofía desde Descartes. La posición dualista cartesiana defiende la
existencia de dos substancias con leyes diferentes (mente y cuerpo). El cuerpo
podía describirse mediante leyes mecanicistas, pero la mente seguía sus propias
leyes mientras infundía vida al cuerpo. Esta posición ha estado viva en el
pensamiento occidental durante siglos hasta que Ryle desalojó al fantasma de la
máquina, pudo expulsar el alma del cuerpo. A partir de entonces, la mayor parte
de la filosofía y las ciencias de la mente han adoptado una posición materialista y
monista en el nivel ontológico (cerebro y mente se aplican a una única
substancia).
No obstante, ha habido intentos de volver a alojar al fantasma en la máquina, ya
sea por instancias éticas como el deseo de salvaguardar la libertad humana, ya
inspirados por consideraciones epistemológicas. Sin embargo, queda clara la
implausibilidad ontológica del dualismo en base a: su inconsistencia con la
biología evolutiva y la física y química actuales, a que los fenómenos mentales
dependen sistemáticamente de fenómenos neurobiológicos tales como cambios
químicos y eléctricos en el cerebro y a que no hay ninguna evidencia de la
existencia de una sustancia inmaterial, ni existe propuesta científica comprobable
que pueda explicar cómo esta hipotética sustancia podría interaccionar con el
cerebro. En definitiva, no existe una metodología o una teoría dualista del
problema mente-cerebro que, en un nivel ontológico, pueda ser compatible con
nuestra concepción actual del mundo.
De todas maneras, las limitaciones de los modelos dualistas y su aparente
incompatibilidad con la visión científica actual no lleva necesariamente a situar a
los monismos materialistas como solución del problema. El punto de vista más
probable parece ser que lo mental y lo cerebral sean atributos de una misma
substancia material. Esta posición fisicalista en lo ontológico desplaza el problema
al nivel epistemológico. La cuestión mente-cerebro, por lo tanto, se reduce hoy en
día a cómo se puede aprehender científicamente lo mental y al valor heurístico de
la noción de estado mental.
Existen dos posiciones antagónicas que intentan responder la cuestión de los
estados mentales. El funcionalismo acepta la existencia de los estados mentales y
los define en virtud de las relaciones causales entre ellos y los inputs y outputs del
sistema del que forman parte. Según esta posición, analizando su funcionamiento
es cómo podemos entender la mente. Este funcionamiento incluye el manejo de
símbolos y la aplicación de reglas, existiendo una doble dimensión (simbólica y
algorítmica) que caracteriza el modelo funcionalista. Como consecuencia de esta
posición, tenemos que la psicología y las neurociencias se aplican en niveles
completamente diferentes y que las preguntas de una disciplina no pueden ser
contestadas con elementos de la otra. Esta escisión epistemológica se ilustra en la
analogía del ordenador: se identifica cognición con computación, y así como la
psicología estudiaría la cognición (el software), las neurociencias se ocuparían del
funcionamiento del cerebro (el hardware). Las representaciones en el nivel
cognitivo son de naturaleza semántica, es decir, utilizan símbolos y aplican reglas,
por lo que difícilmente podrían reducirse a un nivel inferior, neurobiológico, en el
que no existe semántica y en el que las relaciones son probabilístico-causales. La
posición funcionalista sostiene de forma más o menos implícita que el estudio del
cerebro es de poca ayuda para la intelección de lo mental.
La posición contraria al funcionalismo ha venido representada por el materialismo
eliminativo. Desde una perspectiva biológica, diversos autores han explorado las
posibilidades reduccionistas (entendida la reducción en el sentido de una relación
especial entre teorías por la que las de la disciplina superior se derivan
lógicamente de las del nivel básico) en aras del viejo sueño de la unificación de la
ciencia. El materialismo eliminativo defiende que las explicaciones funcionales y
estructurales (de software y hardware) son inseparables y que los modos de
comprensión de cada uno (semánticos y causales) son esencialmente
indistinguibles, por lo que la reducción entre teorías de distintos niveles es factible.
Siguiendo este razonamiento, la psicología tal como la conocemos debe ser
sustituida por una nueva ciencia cognitiva que emplee el lenguaje neurobiológico.
Funcionalismo y materialismo eliminativo son dos posturas filosóficas
contrapuestas que han sustentado en los últimos años distintos modelos
heurísticos de lo mental: el paradigma simbólico por un lado y el conexionista (de
redes neurales o procesamiento distribuido en paralelo) por otro.
Lo que estamos exponiendo es esencial para la comprensión de la actividad
científica moderna y, en particular, de la psiquiatría. En lo que se refiere a la
ciencia psiquiátrica, las cuestiones ontológicas se preguntan acerca del tipo de
entidades que podemos incluir en las teorías científicas (por ejemplo, si los actos
mentales deben ser incluidos en las teorías de la conducta humana). Muchos
debates acerca de la adecuación o evaluación de las teorías científicas se han
centrado en la ontología que éstas asumen, en la coherencia de sus asunciones
ontológicas. El ejemplo clásico de esto sería, en las ciencias cognitivas, la
cuestión de la legitimidad de la explicación mentalista (¿son los actos mentales
factores causales en una teoría explicativa?). Otras cuestiones ontológicas
relevantes para la psiquiatría serían si existen realmente las enfermedades, cuál
es la verdadera naturaleza de las mismas, o si el ser humano es algo más que un
organismo biológico.
Las cuestiones ontológicas suelen ser diferentes a las empíricas: son más
fundamentales, más básicas y no se pueden resolver mediante el recurso a la
investigación empírica ordinaria, como pretendía el positivismo lógico y la tradición
empirista. Son cuestiones previas a la observación empírica y, por tanto,
difícilmente pueden ser resueltas por ésta. Sin embargo, existe un nexo de unión
entre ontología e investigación empírica, ya que aunque los temas ontológicos
juegan a menudo un importante papel en el desarrollo de un programa de
investigación, la corroboración empírica de éste y la posibilidad de favorecer una
progresiva teorización pueden servirnos de indicadores de la adecuación de
nuestras asunciones ontológicas. De este modo, a partir de sucesivos intentos de
explicar la naturaleza podemos evaluar si nuestras posiciones ontológicas tienen
visos de ser pertinentes o conducen a problemas irresolubles (como por ejemplo
en ciencias cognitivas la posición dualista en la cuestión mente-cerebro).
Los niveles epistemológico y ontológico son, pues, las coordenadas en las cuales
las distintas disciplinas científicas van a situar sus respectivos marcos
conceptuales. La ciencia moderna, y en particular la psiquiatría, ha adoptado una
posición fundamentalmente empirista en lo epistemológico, lo que se ha
acompañado de una actitud negligente en lo concerniente a las consecuencias
ontológicas de tal postura.
Los autores rechazan las posiciones reduccionistas extremas que sigue la llamada
“psiquiatría biológica”, y que viene a considerar que todo evento psíquico
(percepciones, deseos, conciencia, creencias...) es explicable completamente
desde el nivel neurobiológico. Toda psiquiatría es, de hecho, biológica. Sin
embargo, gran parte de la ciencia psiquiátrica actual, que se define así, en
realidad asume un concepto reduccionista de lo biológico en lo físicoquímico.
Luque y Villagrán abogan, en cambio, por una psiquiatría no reduccionista,
opinando que es posible concebir una psiquiatría que, sin asumir los presupuestos
reduccionistas, aúne esfuerzos con las neurociencias. Esta psiquiatría se
plantearía como un saber intersticial que partiría de los presupuestos de la filosofía
de la ciencia postpositivista, con una perspectiva ontológica realista bajo estricto
control empírico y que asumiría, desde la filosofía de la mente, una posición
monista de corte materialista en la cuestión mente-cerebro. No se acepta el
aislamiento de la psiquiatría de las neurociencias, asumiendo que son ciencias
diferentes (culturales versus biológicas, con métodos distintos, comprensión
versus explicación). La psiquiatría, en su vertiente científica, buscaría la
explicación de la génesis y desarrollo de los trastornos mentales mediante la
identificación de causas. Las causas explicativas de la conducta serían de dos
tipos: intencionales y no intencionales, en la medida en que las primeras dan
cuenta de estados en donde se codifica información, es decir, con sentido,
dirigidos a algo, mientras que las segundas no. Psicología y biología comparten
las explicaciones intencionales, mientras que la física y la química tienen las no
intencionales. La psiquiatría haría uso de ambas explicaciones y por lo tanto
precisaría de teorías que pusieran en conexión las explicaciones de disciplinas de
niveles distintos (neurociencias, antropología, lingüística, psicología...) sin
necesidad de reducir unas a otras, es decir, teorías interdisciplinares.
La definición de los conceptos de salud y enfermedad ha sido, y sigue siendo, una
cuestión muy problemática. Muchas veces han mantenido una relación circular,
definiéndose la salud como ausencia de enfermedad y ésta como la pérdida de la
salud. Esta definición de la salud como ausencia de enfermedad es una definición
negativa, prefiriendo la OMS recurrir a una positiva que ya es clásica: “Salud es el
estado de bienestar físico, mental y social completo, y no sólo como la falta de
padecimiento o debilidad”. Esta definición plantea un problema al trasladar la
ambigüedad del concepto de salud al de bienestar, sugiriendo este último la
noción de estilo de vida satisfactorio que incluye la adaptación ambiental, aunque
cabría preguntarse en qué consiste estar bien adaptado. Asimismo, con una
definición de este tipo podríamos preguntarnos si existe la posibilidad de estar
sano y, a partir de ello, si no es posible llegar a estar sanos, ¿significa eso que
estamos todos enfermos?
Laín Entralgo afirma que la objetividad de la salud puede establecerse desde
cuatro puntos de vista: morfología, actividad funcional, rendimiento vital y
conducta. Desde el punto de vista morfológico, existe salud cuando no hay
alteraciones en la estructura macroscópica o microscópica, sean malformaciones,
lesiones o cuerpos extraños. La actividad funcional sana es la que se halla dentro
de los límites que definen la “norma funcional” de la especie, haciendo referencia a
los conceptos de equilibrio y adaptación. En cuanto al rendimiento vital, se
considerará sano a un individuo cuando sea capaz de rendir sin excesiva fatiga en
las actividades habituales que elija o la sociedad le encomiende. Por último, según
este punto de vista, debe existir una conducta adecuada a las normas de la
sociedad en que vive el sujeto para que pueda hablarse de salud. Por todo ello,
sólo al coincidir la sensación subjetiva de bienestar y estos cuatro componentes
de la salud objetiva se podría considerar que hay salud absoluta. Es éste un
estado utópico, por lo que algunos autores prefieren el concepto de salud relativa,
que sería un estado de equilibrio dinámico, mejorable, flexible y fluctuante, en el
que tendrían cabida estados pasajeros de enfermedad. La salud dependerá, por lo
tanto, del contexto histórico y social de cada población, siendo difícil aplicar sus
criterios a comunidades distintas.
En cuanto al concepto de enfermedad, es heterogéneo y se entremezclan en él
aspectos sociales, políticos y morales, además de biológicos o psicológicos.
Desde un punto de vista filosófico, siguiendo a Luque y Villagrán en su
imprescindible trabajo. El esencialismo es una concepción filosófica que afirma
que la enfermedad detenta una realidad ontológica, es decir, posee una esencia y,
así, existe por sí misma en la naturaleza de forma independiente. El hombre
podría entonces descubrir y describir las enfermedades y clasificarlas. No
obstante, existe una ambigüedad importante en el significado del concepto
ontológico de enfermedad. La esencia de la enfermedad puede entenderse tanto
como una cosa, como un tipo lógico, o como ambos. La ontología médica, en el
sentido estricto del término, concibe la enfermedad como un ente material, en
contraste con la visión platónica de las enfermedades entendidas como
estructuras conceptuales inmodificables. Platón consideraba las ideas universales
como ideas divinas que eran reales, eternas e inmodificables, mientras que las
ideas particulares no eran sino un reflejo transitorio de aquéllas. Podría decirse
que la enfermedad es la idea universal platónica, mientras que la manifestación
particular de la enfermedad en un individuo no es más que el reflejo imperfecto de
esa idea. El sentido ontológico fuerte implica una hipóstasis, es decir, los
fenómenos morbosos son una manifestación del ser o substancia. Como señalan
Luque y Villagrán, el centro de atención de esta concepción de la enfermedad
radica en la identificación de la enfermedad con sus causas, modificaciones
patológicas localizadas en los órganos y tratamientos. Asimismo, hay que
comentar también que el enfoque ontológico suele provocar una confusión entre la
enfermedad y su causa. Dentro de este enfoque, por otra parte, se considera que
los síndromes clínicos son tipos de enfermedad permanentes, es decir, poseen
una esencia natural tras su forma de presentación particular. Los casos típicos o
clásicos de una enfermedad serían imitaciones perfectas de ese tipo de
enfermedad natural, mientras que los casos atípicos representarían copias
imperfectas. En esta concepción ontológica las enfermedades tienen una
existencia natural independiente de su apariencia concreta en una determinada, y
variable, presentación clínica.
El punto de vista opuesto a esta concepción ontológica viene representado por la
visión hipocrática, empírica o nominalista de la enfermedad. Esta oposición al
enfoque ontológico surgió de considerar un error lógico confundir los conceptos
abstractos con los objetos. Negar la existencia de las enfermedades como
entidades naturales no significa que no cumplan unas leyes generales, fisiológicas
o fisiopatológicas. Desde el punto de vista del nominalismo no existirían géneros ni
especies de enfermedades, sino que éstas serían sólo nombres que se adjudican
a grupos de individuos que compartirían una serie de fenómenos clínicos
considerados relevantes. No existirían, por tanto, entidades abstractas sino
entidades concretas que representan los sujetos. Según esta visión, no habría
enfermedades sino enfermos. Al enfatizar al individuo y sus circunstancias
externas surge una concepción etiológica multifactorial de la enfermedad que
aparecería como resultado de factores genéticos, fisiológicos, psicológicos y
sociales. La existencia de estas dimensiones no significa, según la posición
fisiológica nominalista, que la enfermedad sea un objeto natural con distintas
variables que se van sumando a una estructura básica sino que sería relacional.
Surge aquí una polémica evidente de las muchas que salpican nuestra disciplina:
¿es la enfermedad mental una entidad real o sólo un nombre que define a
determinados individuos y sus conductas? Pregunta que, en nuestra opinión,
carece de una respuesta explícita que nos proporcione una plena certeza, pero
que muy probablemente cuenta con una respuesta implícita en cada profesional
en su encuentro con la enfermedad mental o, por qué no decirlo, con la locura y
los locos. Una respuesta implícita que creemos es importante conocer y
reconocer, pues no dejará de tener sus repercusiones terapéuticas y éticas.
Es importante también tener en cuenta el carácter subjetivo de la enfermedad, es
decir, el concepto de enfermedad debe incluir no sólo la disfunción biológica sino
también los síntomas subjetivos que dicha disfunción causa, así como el
significado que el paciente da a esos síntomas en el contexto de su propia vida.
Es clásico el concepto estadístico de enfermedad, que la define como una
desviación de lo normal, tanto por exceso como por defecto. El problema es que
esta definición no distingue entre desviaciones patológicas, inofensivas o incluso
beneficiosas, como por ejemplo una inteligencia superior a la media.
Existe también una construcción social de la enfermedad. El bienestar e
integración social del individuo también se determinan según unas normas
sociales. La sociología y la antropología médica han distinguido tres conceptos de
enfermedad. El primero sería la enfermedad como proceso patológico definido por
criterios biológicos, es decir, supone la existencia de una serie de alteraciones
estructurales o funcionales subyacentes. El segundo se refiere al estado subjetivo,
a la conciencia que el sujeto tiene de la disfunción, y la constituyen los rasgos
personales del proceso, la adaptación psicológica, la experiencia del dolor o la
incapacidad y el significado que se atribuye a las modificaciones de las funciones
corporales. El tercer concepto de enfermedad es el resultado de su construcción
social y se refiere a la perturbación social que ocasiona la enfermedad y al papel
que asume el individuo enfermo, que será distinto según las expectativas de cada
sociedad.
Al aplicar los conceptos de salud y enfermedad a los fenómenos psicológicos o
mentales, es decir, al campo de la psiquiatría y la salud mental, surgen aun
mayores dificultades. La mayor parte de los tratados de psiquiatría ofrecen tres
definiciones básicas de enfermedad mental: la médica o patológica, que se centra
en la existencia o ausencia de síntomas subjetivos y objetivos de las funciones
mentales alteradas; la estadística, para la que lo anómalo sería toda conducta que
se desvía de la norma o tendencia central de la población; y la cultural, para la que
la adaptación al medio social es el criterio de salud mental. Desde un punto de
vista práctico las definiciones anteriores se materializan en algunas de las
siguientes características, que podrían servir para determinar la presencia de
enfermedad mental: exposición al tratamiento psiquiátrico, mala adaptación social,
diagnóstico psiquiátrico, malestar subjetivo, síntomas psicológicos objetivos y
fracaso en alcanzar una autonomía personal. Las definiciones de enfermedad
mental se agruparían en tres parámetros: el patológico o biológico, el cultural o
social y el subjetivo o psicológico. La enfermedad mental sería el estado en el que
al menos una de estas dimensiones se encuentra por debajo de un determinado
nivel.
Otro elemento de confusión deriva de los distintos conceptos existentes de salud
mental, ya que puede considerarse ésta como un rasgo de la personalidad y, por
tanto, relativamente constante y permanente, o bien como una función
circunstancial y ocasional del sujeto, es decir, dependiente de la situación. En
determinados momentos, la confusión al hablar de salud mental deriva de no
precisar cuál de los dos conceptos se está aplicando.
Hay también autores que defienden que la ausencia de enfermedad mental no
sería criterio suficiente para catalogar a una persona como mentalmente sana.
Este enfoque está recogido en el concepto de salud mental “positiva”, que se
manifestaría como un estado de bienestar, tal como vimos previamente en la
definición de la OMS. La salud mental ha sido definida, desde este punto de vista,
también de la siguiente manera: “la adaptación de los seres humanos al mundo y
a otros seres con el máximo de eficacia y felicidad. No sólo se trata de estar
contento o dispuesto a obedecer las reglas del juego con alegría; consiste en la
capacidad para mantener un temperamento templado, una inteligencia despierta,
una conducta social adecuada y una disposición féliz”. Es decir, que según esta
definición, quien no sea feliz está psíquicamente enfermo. Por supuesto, es una
idea muy discutible. A estas definiciones positivas de la salud mental se les
achaca, entre otras cosas, que se asientan sobre los valores éticos dominantes en
la cultura occidental, no existiendo evidencias de que ese concepto de salud
mental tenga validez en otros contextos.
La aplicación del concepto de salud mental positiva contribuyó a la aparición en la
mayoría de los países desarrollados durante los años 40 y 50 de la denominada
psiquiatría comunitaria, que llevó a cabo un proceso de transformación de la
asistencia psiquiátrica, surgido de orientaciones diversas (sociológicas, políticas,
sanitarias, económicas, etc.) con el fin de racionalizar y modernizar la asistencia
psiquiátrica. Fue la llamada reforma psiquiátrica, que se fundamentó en la crisis de
la asistencia psiquiátrica tradicional, por la ineficacia del manicomio y la crítica al
concepto tradicional de enfermedad mental y de los procedimientos socialmente
admitidos para enfrentarse a ella. Así surgió la salud mental comunitaria. Sin
embargo, la puesta en práctica de los planes asistenciales de la salud mental
comunitaria no estuvo exenta de problemas y críticas. No se llevó a cabo un
proceso educativo de la sociedad para que comprendiera el cambio que se estaba
produciendo y sus razones, con lo que el proceso de desinstitucionalización fue
recibido con fuertes resistencias. Por otra parte, hoy en día los equipos de salud
mental comunitarios, desbordados por una demanda de bienestar casi infinita,
soportan ambientes de trabajo con frecuencia cargados de tensiones y
hostilidades que merman la labor del equipo. En el campo de la psiquiatría y la
salud mental, no hay una relación directa entre necesidad de tratamiento y
demanda del mismo. Es frecuente que los pacientes más graves no vean
necesario pedir ayuda (distinta suele ser la visión de su familia) y, al contrario,
muchas veces hay grandes demandas por parte de personas que sería difícil
catalogar como “enfermos”, en busca, casi podríamos decir, de “felicidad”.
Pasando a otra cuestión, nos ocuparemos ahora de los distintos paradigmas
existentes dentro de la psiquiatría, a favor o en contra de los cuales nos
posicionamos cada uno, lo que determina nuestra actividad profesional.
El objeto de la psiquiatría es el estudio y tratamiento de la conducta patológica. En
cuanto disciplina científico-técnica, la psiquiatría (y la psicopatología como su
ciencia base) ha realizado distintas aproximaciones al fenómeno de la patología
mental. Se han creado modelos teóricos, analogías, teorías y sistemas teóricos
más o menos elaborados y contrastados que se han organizado en distintos
paradigmas. Se hace un uso incorrecto del término “modelo” cuando se habla de
modelo médico, psicodinámico, cognitivo, etc., ya que se está denominando a
concepciones de la salud y del enfermar mental mucho más amplias, que incluyen
planteamientos filosóficos distintos y proyectos de investigaciones divergentes,
mucho más cercanas a lo que se entiende por paradigmas en el sentido de Kuhn.
Según las ideas de Kuhn, la ciencia pasa por un momento de ciencia inmadura,
donde existen diversas tendencias o escuelas. Cuando una se impone al resto,
establece un paradigma, o matriz teórica, que proporciona un marco conceptual de
los fenómenos estudiados en la disciplina. Para Kuhn, las teorías no son un marco
conceptual preciso como para los positivistas, sino esquemas confusos e
imprecisos acerca de cómo actúa la naturaleza que requieren verificación. La
finalidad de la ciencia no sería confirmar o refutar teorías, sino adecuarlas a la
realidad. Una vez determinado el paradigma, se entra en un periodo de ciencia
normal, donde se empieza a progresar en la investigación. Cuando se van
acumulando los problemas que no se resuelven, se detiene el progreso, y se llega
a una situación de crisis que acarrea la sustitución del paradigma por otro
alternativo. Este es el periodo de ciencia revolucionaria, en el que se entabla la
lucha entre paradigmas enfrentados. Kuhn señala que los paradigmas son
inconmensurables, es decir, no pueden ser evaluados o comparados según
criterios racionales, ya que al depender la observación del paradigma original, no
existe un lenguaje neutral que sirva de criterio de comparación. Los distintos
paradigmas pertenecen a mundos distintos, de difícil comunicación entre sí. Por
ello, la elección entre paradigmas se basa en criterios extra-lógicos como la
persuasión, la popularidad o la capacidad para progresar o resolver cuestiones
inmediatas. Una vez elegido un nuevo paradigma, se entra en un periodo de
resolución que conduce a nueva etapa de ciencia normal.
Haremos ahora un repaso por los distintos paradigmas existentes en la actualidad,
comentando sus presupuestos básicos y las críticas que han recibido.
Paradigma médico
Se basa en un modelo de enfermedad anatomo-clínico que aparece en el siglo
XIX y que se extiende hasta nuestros días. Defiende que los trastornos mentales
constituyen enfermedades y que su conceptualización y estudio debe ser
fundamentalmente biológico. Equipara salud a ausencia de síntomas y considera
la conducta anómala una consecuencia de los cambios físicos y químicos que
ocurren en el cerebro. En psiquiatría adquirió sentido con Kraepelin cuando utilizó
la parálisis general progresiva (PGP) como paradigma de enfermedad médica.
En general, el paradigma médico se ha identificado con una visión reduccionista y
biologicista para la que la enfermedad mental es consecuencia de un desarreglo
biológico traducible en términos físico-químicos. No suele tenerse en cuenta que
dentro del paradigma médico también caben planteamientos distintos que
contemplen la posibilidad de que los factores causales de determinadas
alteraciones mentales puedan ser principalmente de origen psicosocial. Por otra
parte, a pesar de que el modelo biológico de enfermedad pueda ser central, no
ofrece una descripción completa de la misma. Algunas críticas se centran también
en que aunque los fenómenos biológicos se deben explicar en términos de
mecanismos biológicos, las enfermedades no son únicamente entidades
biológicas. No se dan sólo en organismos biológicos sino en seres humanos.
Paradigma psicodinámico
El psicoanálisis es una forma de terapia, un método de investigación de los
procesos psíquicos y una teoría psicológica profunda en el sentido dado por
Freud, es decir, psicología que atiende a las motivaciones inconscientes no
reconocibles por el sujeto. Freud fue desarrollando a lo largo de su vida su sistema
teórico, continuado luego por sus seguidores en distintas direcciones. Conceptos
clave en el paradigma psicoanalítico son: la primera tópica (consciente,
preconsciente, inconsciente) con la diferenciación entre procesos primarios y
secundarios, la represión y otros mecanismos de defensa, la segunda tópica (yo,
ello y superyo), la libido, el carácter dinámico de los procesos inconscientes, el
complejo de Edipo y la sexualidad infantil, etc.
Desde la filosofía de la ciencia se ha cuestionado el estatus del psicoanálisis como
ciencia, señalando los errores teóricos y metodológicos en que incurre y la
imposibilidad de verificación empírica de sus proposiciones. También ha sido
cuestionado como terapia por su poca eficacia. Skinner afirmaba que la estrategia
metodológica de Freud hace imposible la incorporación del psicoanálisis a la
ciencia. Rapaport advirtió que Freud operaba con proposiciones de niveles
epistemológicos distintos sin distinguir ni señalar el paso de uno a otro, con lo que,
implícitamente, concedía la misma validez a los hechos observados que a las
interpretaciones de esos hechos. Popper centró su crítica en la imposibilidad de
falsación del psicoanálisis por ningún procedimiento experimental ni
observacional, es decir, la imposibilidad de diseñar un experimento uno de cuyos
resultados posibles demuestre que la teoría psicoanalítica es falsa, requisito
imprescindible para que una teoría pueda considerarse científica. Cioffi mantiene
que el psicoanálisis es una “pseudociencia” constituida por tesis formalmente
defectuosas y la utilización “habitual e intencionada (en un sentido que incluye el
autoengaño refinado)” de procedimientos metodológicamente defectuosos cuya
finalidad sería evitar la refutación. Por último, el psicoanálisis se resiste a la crítica
porque elimina, por absorción indiscriminada, toda evidencia desfavorable,
recurriendo si es preciso a argumentos según los cuales el crítico manifiesta una
resistencia y confirma así la hipótesis psicoanalítica sobre ese fenómeno. El
psicoanálisis es, esencialmente, un sistema postdictivo, no predictivo, es decir,
permite comprender pero no predecir y, en consecuencia, no puede refutarse, por
lo que es imposible que alcance el estatus de ciencia.
No obstante, Farrell ha señalado que no existe ningún impedimento
epistemológico en el conjunto de teorías, modelos y disquisiciones psicodinámicas
para que no puedan articularse como un intento de explicación científica: otra cosa
es que no lo hayan hecho hasta el momento o que lo hayan realizado de manera
defectuosa. En cuanto a la terapia, la escasez de estudios controlados que
demuestren la eficacia de la técnica no demuestra su ineficacia. Numerosos
profesionales en todo el mundo tienen una experiencia de primera mano que dice
que el psicoanálisis o las psicoterapias inspiradas en él pueden ser eficaces para
determinados problemas. El reto está en demostrarlo.
Paradigma conductual
Asume, a grandes rasgos, que los síntomas (la conducta anormal manifiesta) son
la enfermedad. El conductismo en psicología se fundamenta en los principios de la
teoría del aprendizaje, el condicionamiento clásico de Pavlov y el operante de
Skinner. Este autor rechazaba la idea de que los estados mentales pudieran
causar una determinada conducta, por ejemplo, que la sensación de hambre es la
que induce a una persona a comer. Al contrario, la falta de alimento provoca un
estado fisiológico, y es este estado el que, como consecuencia de un proceso de
condicionamiento, lleva al individuo a alimentarse. Es decir, la sensación de
hambre sería una consecuencia tangencial, producto del estado fisiológico. El
paradigma conductual ha evolucionado desde las teorías iniciales de Watson,
cuyas principales formulaciones son la relación estímulo-respuesta y la reducción
de los estados mentales a la conducta observable. En la actualidad, la mayoría de
las escuelas de psicología de orientación conductual reconocen la importancia de
los procesos cognitivos.
El paradigma conductual ha sido criticado por diferentes motivos. En primer lugar,
se fundamenta en las teorías del aprendizaje, a su vez cuestionables; ignora
aspectos de la vida psíquica como las actitudes, motivaciones o intenciones de la
conducta; desatiende el substrato biológico de la conducta, asumiendo que sólo
los factores ambientales son responsables de la conducta anómala; y, en última
instancia, toda la experiencia humana queda reducida a un simple registro y
acumulación de datos observables. No obstante, las técnicas de modificación de
conducta se han mostrado eficaces para trastornos como las fobias, tics, enuresis
o los rituales obsesivos. Estas técnicas son útiles en cuadros simples,
monosintomáticos, pero no en trastornos más complejos, en cuya etiología
intervienen factores diversos, biológicos, psicológicos y sociales.
Paradigma cognitivo
El presupuesto básico es que una parte importante de los trastornos psiquiátricos
se debe a errores o distorsiones del pensamiento. La disfunción del pensamiento
del paciente, en respuesta a distintos estímulos, está en el origen de la
perturbación psíquica, siendo por tanto la causa primaria de la misma. El auge del
modelo cognitivo en la psicología americana en los años cincuenta se debió a la
aparición de los ordenadores y su analogía con la mente, a la psicolingüística de
Chomsky, para quien nuestra imagen del mundo depende más de los sistemas
representacionales innatos que de los datos puros de la objetividad, a la teoría de
la comunicación humana, que concibe a la mente como un sistema que procesa
información, y a Piaget y su estudio de las etapas del desarrollo cognitivo.
El paradigma cognitivo intenta modificar los pensamientos que determinan la
conducta, a diferencia del conductual, que sólo se ocupa de ésta. No obstante,
estos paradigmas no son antagónicos, y es frecuente la aplicación de técnicas
terapéuticas denominadas cognitivo-conductuales. Hoy en día, el paradigma
cognitivo ha desplazado a los demás dentro del campo de la psiquiatría
académica, pero no está exento de críticas. En primer lugar, la postura filosófica
implícita es la funcionalista, lo que conlleva, como vimos, que la psicología y las
neurociencias se aplican en niveles distintos y que las preguntas de una disciplina
no pueden contestarse con elementos de la otra. Esta autonomía del estudio de la
conducta anómala de las disciplinas neurocientíficas es cada vez más cuestionada
y actualmente el paradigma cognitivo favorece las empresas científicas
interdisciplinares que constituyen la denominada ciencia cognitiva. Los modelos
funcionalistas/cognitivos han sido cuestionados por la aparición de los modelos
conexionistas, que proponen un tipo de cognición conceptualmente distinta. Otra
de las críticas sobre este paradigma es la primacía de lo cognitivo sobre lo
afectivo, lo que lleva a descuidar la posible preponderancia de mecanismos
afectivos en la génesis y desarrollo de conductas anómalas.
Paradigma sistémico
Surge del intento desde la antropología de aplicar la teoría general de sistemas a
la conceptualización y tratamiento de los trastornos mentales, utilizando
herramientas de la lógica, la lingüística o la cibernética, a partir de los trabajos de
Bateson, Haley, Jackson o Watzlawick. Se desplaza el objeto de estudio a la
conducta entendida en términos de relaciones interpersonales en un contexto, por
lo que el interés se desliza desde la persona al grupo en el que surge la conducta
(generalmente la familia). Se cuestionan las relaciones lineales de causalidad y se
considera la psicopatología la expresión de una secuencia de hechos
comunicativos en un contexto donde lo importante son las relaciones de
retroalimentación, circularidad, etc. La introducción de cambios en la estructura o
función de un sistema como el familiar producirá cambios en la actuación de cada
uno de sus elementos y probablemente en el funcionamiento del nivel inferior
(intrapsíquico) y superior (medio social).
Las limitaciones de este paradigma surgen del intento de constituirse en una
nueva forma de concebir la enfermedad mental, más que de su indudable
capacidad para generar nuevas técnicas de intervención y perspectivas
imaginativas para tratar cuestiones clínicas. Está implícito el riesgo de deslizarse
hacia una visión relativista de la ciencia y negar la génesis interna de la
psicopatología. Asimismo, la búsqueda de causas de la enfermedad difícilmente
puede obviarse en psiquiatría y un simple desplazamiento del foco de atención no
es suficiente para acabar con la causalidad, que está presente ahí fuera, en el
mundo real.
Paradigma social
Bajo este paradigma hay distintas escuelas, como son la psiquiatría comunitaria,
la psiquiatría social, la psiquiatría institucional, la antipsiquiatría, etc. La premisa
fundamental que comparten es que los factores sociales son los más importantes
en la génesis o mantenimiento de las alteraciones psíquicas, por lo que la mayor
atención terapéutica se dirigirá a adoptar las medidas preventivas adecuadas y a
modificar las situaciones sociales de las personas más vulnerables.
Algunos autores han concluido que los factores sociales por sí mismos puede que
no sean suficientes para provocar la aparición de un trastorno mental, y de esta
insuficiencia surgen las teorías de la vulnerabilidad, que presuponen la
combinación de factores biológicos, psicológicos y sociales. Una postura más
radical es la que mantiene que la enfermedad mental no existe, y que las
conductas consideradas “anormales” son determinadas por la normativa social
existente en un momento y lugar determinados. La antipsiquiatría valora la “locura”
como una forma natural y positiva de enfrentarse a la sociedad. Esta corriente
atacó todos los conceptos y fundamentos que sostienen a la psiquiatría tradicional:
desde el diagnóstico y las clasificaciones hasta las terapéuticas biológicas y los
hospitales psiquiátricos. Ha sido criticada como un movimiento dogmático y
extremista sin base científica, que incurre en un reduccionismo de toda la
conducta humana al ámbito social, aunque sin duda supuso un importante
revulsivo para que la psiquiatría académica e institucional revisara algunos de sus
planteamientos conceptuales.
Paradigma fenomenológico
El objetivo general es “capturar” las “experiencias esenciales” o formas elevadas
de conocimiento. La fenomenología ha intentado resolver las siguientes
cuestiones: cómo se relacionan la conciencia y sus contenidos con el mundo
externo, cómo se pueden distinguir los fenómenos mentales de los físicos y cómo
se pueden distinguir los fenómenos mentales entre sí. El método fenomenológico
desarrollado por Husserl persigue mostrar el fundamento de cómo conocemos y
detectar ciertas estructuras esenciales (“experiencias esenciales”) en la
conciencia, mediante facultades como la intuición y la empatía. Las descripciones
en fenomenología sólo pueden aplicarse a las experiencias subjetivas. No se trata
de un método descriptivo neutral como se ha mantenido por algunos, suponiendo
que la fenomenología prestó la base a un “nuevo lenguaje descriptivo” que
permitió el desarrollo de los DSM. No existen descripciones “neutrales” o
“ateóricas” en psicopatología, sino que siempre hay un marco teórico y una
metateoría, explícita o no, que determina que los objetos y las categorías sean
aprehendidos de una manera y no de otra diferente.
Entre las críticas a este paradigma, Castilla del Pino ha señalado su incapacidad
para construir un léxico científico inequívoco en los términos. Las descripciones
fenomenológicas que inicialmente pretendían aportar una rigurosa descripción
formal de los fenómenos psíquicos, eran metáforas. Así, el primer problema era
dilucidar qué quería decir cada autor con la metáfora que empleaba.
Paradigmas holísticos
Algunos autores defienden que la distinción entre los distintos paradigmas es
artificial y que, en realidad, constituyen aspectos diversos de un concepto holístico
de enfermedad mental. Un ejemplo sería el llamado modelo biopsicosocial. De
todas maneras, a pesar de la evidente utilidad de estas posiciones integradoras,
especialmente en el ámbito clínico, tienen importantes limitaciones: son diseños
de clara intención pragmática, elaborados a posteriori para describir, más que
explicar, la complejidad de la conducta anómala. Este eclecticismo metodológico
difícilmente puede ser de gran valor para la investigación, especialmente
etiológica, de los trastornos mentales. Son, más que modelos científicos en sí,
marcos conceptuales diseñados para guiar la práctica clínica y cuya validez
investigadora está aún por demostrar.
Como conclusión, sólo decir que nuestro objetivo al presentar este resumen de la
obra de Luque y Villagrán es promover cierta reflexión. Se han planteado
problemas y dificultades de la psiquiatría actual y sus distintas orientaciones.
Como opinan estos autores, el discurso psiquiátrico imperante en nuestros días, a
pesar de su aparente ropaje cientificista no deja de ser un discurso empobrecedor
y temeroso, por un lado excesivamente influenciable por el último descubrimiento
tecnológico (y no digamos por un marketing siempre activo), por otro inmovilista
ante la evidencia de las insuficiencias más clamorosas. Pero esta actitud crítica no
debe entenderse como desesperanzada. Al contrario, señalar las deficiencias es el
primer paso para empezar a subsanarlas y a partir de la crítica surge el progreso.
En nuestra opinión, es parte fundamental de nuestra profesión conocer esa crítica
y trabajar por ese progreso.
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