Un violín para Halina

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01. UN VAGÓN DE VIDAS
Los bombardeos rusos sobre las vías ferroviarias húngaras, a
fin de evitar el reabastecimiento de las tropas alemanas, también afectan a los transportes de prisioneros judíos y gitanos
que, hacinados en vagones de ganado de apenas treinta metros
cuadrados y en los que se aprietan unos cincuenta seres humanos, son dirigidos hacia los campos de exterminio polacos.
Una locomotora más negra por la suciedad del hollín que
por su color original, arrastra unos treinta vagones desde Budapest (Hungría) en dirección al campo polaco de exterminio
de Auschwitz. El frío de octubre de 1944 se atenúa entre los
prisioneros del centro de cada uno de los vagones por el calor
de los demás, y eso representa un hálito más de vida para
acabar en una muerte asegurada por decreto.
En ese centro medianamente cálido de uno de los vagones,
Halina engaña al hambre que la asedia con ferocidad pensando tanto en el destino de sus padres, que quedaron año y
medio atrás en el gueto de Varsovia, como en el suyo propio,
un destino que sabe puede ser el fin de sus 25 años de vida.
Las noticias entre los judíos europeos destacaban las deportaciones masivas hacia campos de trabajo en donde realmente
eran aniquilados sin piedad; los diferentes grupos de resistencia daban fe del terrible destino para los no arios europeos.
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Los transportes con pertrechos militares y tropas tienen
prioridad en el uso de las vías y esto hace que el convoy en
donde está encerrada Halina deba parar en la mayoría de las
estaciones para dar paso a trenes cargados de soldados nazis,
dispuestos a luchar por un imperio germano que se derrumba
por el peso de su propia tragedia.
Estos retrasos, estas paradas solo aumentan el cansancio,
el hambre, la sed y la angustia de esos 1500 prisioneros que
acompañan a Halina hacia Auschwitz.
El olor a sudor, orín y vómito, es ya común y patente en
todos los vagones, así como los gritos de aquellos prisioneros
que situados junto a las ventanas suplican un poco de pan y
agua hacia los empleados del ferrocarril en las estaciones o
hacia los soldados que los vigilan, acaban en el vacío de la ignorancia. Para los civiles son personas a las que tienen prohibido acercarse (y mucho más ayudar) y para los guardianes
nazis simplemente son judíos, esa escoria social que por mandato del Führer será transformada en humo y cenizas.
Son las 10 de la noche del domingo 1 de octubre de 1944, la
locomotora comienza a frenar con su eterno chirrido metálico
y se detiene en una estación sin nombre. Solo los enormes focos
dirigidos hacia los vagones iluminan un andén en donde enérgicos soldados alemanes vociferan a unos uniformes de rayas
azules y blancas rellenos de algo de vida. El control es en seguida asumido por los soldados de la SS y aufseherin que látigo
en una mano y perros sedientos de sangre judía en otra, se preparan para imponer el orden.
Las puertas de los vagones son abiertas y los prisioneros
destinados a ayudar a bajar a los reos recién llegados colocan
unas rampas a la vez que traducen las órdenes de los verdugos: Bajen rápido, pónganse en fila.
Halina, extenuada como el resto de sus compañeros de infortunio, anda lenta, torpe; los tres días de hacinamiento la han
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dejado agarrotada y con cierta dificultad llega a la rampa sin
soltar su pequeña maleta, en la que guarda dos vestidos, algo
de ropa interior y un par de zapatos, aquellos preciosos zapatos que sus padres le regalaron cuando entró en la Academia de Música de Varsovia.
Cuando el vagón está aparentemente vacío, observa con
sus azules ojos que varios prisioneros entran en su interior y
sacan los cadáveres de un niño de apenas 3 o 4 años y el de
un hombre de mediana edad; el hambre y el hacinamiento se
han apoderado de sus vidas.
El frío polaco se introduce por cada una de las fibras de
los abrigos de los recién llegados; los ojos de los nuevos 1500
prisioneros recorren la escasa amplitud de la escena; oficiales
SS con abrigos de piel, soldados armados, aufseherin cuyos
gritos en alemán se estrellan contra la tierra, focos casi deslumbrantes y un lugar desconocido en el que se aprecia no
muy lejos una larga chimenea de la que brota un espeso
humo negro y fuego intenso.
Han llegado a Auschwitz-Birkenau.
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02. KARL HOCKER
Halina, al igual que los demás, está desconcertada; 5 o 6 filas
componen una larga columna de nuevos prisioneros que en
mitad de la noche y rodeados de un frío traicionero, murmuran qué será de ellos, cuál será su destino; el llanto de algunos
niños quiere ser el sonido de una falsa normalidad.
Una mujer de complexión robusta, de unos 50 años y cuyas
ropas daban a entender que era campesina, pregunta en voz
alta a un oficial alemán cuándo van a recibir algo de alimento;
el oficial la mira unos segundos y sonríe levemente, se queda
pensativo y dirige la mirada hacia sus compañeros nazis, que
comprenden de inmediato las intenciones de su superior. El
oficial se acerca a la mujer y la coge de un brazo, al tiempo
que con voz suave, casi melódica, le dice:
―Por supuesto, en seguida le daré algo de comer, comprendo su petición.
La aparta del grupo y el marido protesta y se resiste a que
se la lleve. Un soldado carga su metralleta MP40 y le ordena
que la deje, hundiendo el cañón del arma en su estómago. Él,
asustado y con lágrimas en los ojos, obedece mientras que su
mujer, arrastrada por el oficial y volviendo su cabeza para
despedirse del marido, avanza con paso torpe hacia la cola
del convoy.
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