PROGRAMAS ESPECÍFICOS DE INTERVENCIÓN TERAPÉUTICA PARA LA VIOLENCIA FAMILIAR 1- SOBRE EL ADULTO QUE MALTRATA El objetivo prioritario en la terapia de la violencia familiar ha sido por lo común el tratamiento de las víctimas de maltrato. En los supuestos de la violencia contra la pareja, en la gran mayoría de los casos, contra la mujer, aunque es frecuente que la víctima opte por separarse, antes o durante el transcurso del tratamiento, hay un grupo amplio de ellas que continúan conviviendo. En estos casos, la terapia que reciben es necesaria, pero resulta insuficiente si no se actúa simultáneamente sobre el agresor. En caso contrario, existe un riesgo alto de que la situación de maltrato se reproduzca e incluso se extienda a otros miembros de la familia. Por este motivo, un tratamiento integral del maltrato doméstico debe incluir la atención psicológica del maltratador, bien porque este continúe conviviendo con la víctima, bien porque, en el caso de separación, pueda reincidir en el futuro en otra relación. El enfoque judicial del maltratador suele ser insuficiente. Las medidas penales no se han mostrado suficientemente disuasorias. Y en algunos casos han resultado ser contraproducentes, para detener el maltrato. En cambio, el tratamiento psicológico, siempre que sea asumido voluntariamente, parece ser la intervención más adecuada en la actualidad. De hecho resulta un instrumento útil en aquellos casos en los que el agresor es consciente de su problema y se muestra motivado para modificar su comportamiento agresivo. Las tasas de éxito en pacientes derivados del juzgado y sometidos obligatoriamente a tratamiento de menores; el matratador no tiene una motivación genuina para que se produzca un cambio sustancial en su comportamiento. La negación, total o parcial, del problema dificulta la búsqueda de ayuda terapéutica. No es por ello, infrecuente que no se acuda a la consulta o se haga en condiciones de presión (amenaza de divorcio por parte de la pareja, denuncias judiciales,….), con el autoengaño de que esta situación de violencia nunca más se volverá a repetir. Esta actitud es el reflejo de la resistencia al cambio. Si bien el temor a la pérdida del cónyugue o pareja, o los hijos, junto a la perspectiva de un futuro en soledad, y el miedo a las repercusiones legales, pueden actuar como un revulsivo, en estos casos no hay motivación apropiada y la implicación en el cambio de conducta es escasa y fluctuante. Resulta prioritario evaluar en las primeras fases del tratamiento el grado de peligrosidad actual del paciente y el nivel de motivación para el cambio. Reconocer la existencia del problema es el paso previo para la terapia. Las personas que maltratan pueden no ser culpables, pero sí son responsables del daño producido. Sólo desde esta perspectiva se puede iniciar un programa. Las intervenciones terapéuticas han solido tener como objetivo abordar los problemas de celos, controlar los hábitos de bebida, reevaluar los sesgos cognitivos, diseñar estrategias de solución de problemas, adiestrar en la relajación y habilidades de comunicación y enseñar técnicas de afrontamiento de la ira y el control de los impulsos. Se realizan habitualmente 15 sesiones en un grupo con una periodicidad semanal. No obstante, algunas sesiones, en concreto las relacionadas con las habilidades de comunicación, se han realizado, en una fase avanzada de la terapia, a nivel de pareja cuando el caso concreto lo ha requerido y sólo si el maltratador ha tomado plena conciencia del problema, si han cesado por completo los episodios violentos y si el desarrollo del tratamiento hasta ese momento ha sido positivo. La heterogeneidad de los programas y la variedad de las técnicas utilizadas hasta la fecha impiden obtener conclusiones definitivas. No obstante, el mero hecho de recibir un tratamiento reduce considerablemente la tasa de reincidencia. En concreto las recaídas dependen más de las características personales de los maltratadores que del tipo de intervención recibida. Desde una perspectiva predictiva, los factores asociados al éxito terapéutico son los siguientes: la edad del maltratador, una situación económica desahogada, el comienzo tardío de la violencia y la realización de un mayor número de sesiones de pareja. En resumen, el objetivo del tratamiento debe orientarse al control de la violencia, al margen de la posible reconciliación conyugal, y no puede limitarse a la detención de la agresión física con alguna técnica de control de la ira. Lo que es más difícil de controlar es el maltrato psicológico, que puede continuar aún después de haber cesado la violencia física. Las perspectivas de futuro se centran en la aplicación de un tratamiento individual cognitivoconductual, ajustado a las necesidades específicas de cada persona, intercalado con sesiones grupales de personas violentas del mismo sexo, en el marco global de un programa de violencia familiar; y con un tratamiento psicofarmacológico de control de la conducta violenta, a modo de apoyo complementario, en ciertos casos de sujetos especialmente impulsivos o con trastornos del estado de ánimo. El programa terapéutico debe ser prolongado (al menos cuatro meses) y con controles de seguimientos regulares y próximos que cubran un período de 1 a 2 años. Las conductas habituales de maltrato se desarrollan y mantienen por razones muy variadas. Por ello, las técnicas concretas de tratamiento de intervención no pueden ser homogéneas. En determinados pacientes es necesario resaltar, por ejemplo, como objetivo terapéutico, la eliminación de los estereotipos machistas o el control de la conducta de los celos y pueden pasarse por alto las técnicas encaminadas al abuso del alcohol, que pueden no resultar necesarias. En otros casos sin embargo, resulta imprescindible establecer un programa adecuado de la bebida controlada, o derivar al paciente a un centro específico de tratamiento del alcoholismo, y no es preciso atender otros aspectos, como la educación para la sexualidad dentro de la pareja o la mejora de la autoestima. Por otra parte, la integración de este programa en un contexto institucional de asistencia a la violencia familiar presenta varias ventajas: a) atención conjunta a las necesidades de los diversos componentes de la familia; b) la asistencia jurídica, económica y de vivienda necesaria frecuentemente en estos casos; c) la posibilidad de observación de las entrevistas iníciales con las víctimas de la violencia doméstica, por parte el observador a través de un espejo de visión unidireccional, con el objeto de interiorizar el alcance del comportamiento violento y generar una mayor motivación para el cambio de conducta. SOBRE LA FAMILIA QUE MALTRATA En la mayoría de las ocasiones, la demanda de ayuda, es decir, la solicitud de tratamiento, no es realizada por los padres. Estos no suelen acudir voluntariamente a los Servicios de Protección de la Infancia u otros servicios de rehabilitación. La mayor parte de ellos inician su participación en el tratamiento obligatorio (en los casos en los que los comportamiento ha constituido una infracción penal) o por indicación de la autoridad administrativa o judicial y, en general, lo hacen por el temor a perder a sus hijos. Algunos modelos teóricos han mantenido con rotundidad que no es posible curar a quien no pide ayuda, y que la ausencia de una demanda de este tipo indica siempre la ausencia de motivación de cambio. Estas formulaciones se consideran hoy controvertidas; hay datos empíricos que confirman los resultados positivos del tratamiento en familias que obligadas por el juez. Algunos autores señalan y destacan los aspectos positivos de la intervención judicial como factor movilizador de la familia, es decir, como factor generador de una crisis que permite el cambio, aspecto que es esencialmente importante cuando el maltrato es crónico o los padres niegan su responsabilidad en él. La apuesta por un tratamiento impuesto está basada en la consideración de que la ausencia de petición no necesariamente se corresponde la ausencia de motivaciones para cambiar: la familia se encuentra en un círculo vicioso, empujada hacia un embrollo de relaciones patológicas, que con toda probabilidad está dispuesta a desembocar en una vía de salida hacia el sufrimiento (que es la causa y el efecto del maltrato). Por otra parte, eso permite que los profesionales responsables del tratamiento sean percibidos por la familia exclusivamente como agentes de ayuda, quedando la función de control asignada a la entidad judicial. Sin embargo, en general, se considera que en aquellos casos en los que los padres muestran motivaciones de cambio y no ha existido delito, no es necesario este tipo de intervención para iniciar un proceso de ayuda a la familia. También se ha comprobado que la obligatoriedad del tratamiento tiene escasa capacidad para generar motivación de cambio en algunos tipos de familias, como las de los padres que abusan del alcohol/ drogas (especialmente las poli toxicomanías), o en las situaciones más graves de malos tratos (específicamente casos mistos de maltrato físico y abuso sexual). En España, la Ley 21/87, de reforma de algunos preceptos del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil trajo como consecuencia una des judicialización del proceso de intervención con los casos de malos tratos, así como la asignación de un mayor protagonismo a los Servicios de Protección a la Infancia. Aunque esto ha supuesto ventajas evidentes (agilización del proceso de intervención, concordancia entre las diferentes actuaciones y decisiones, también ha planteado algunos problemas. La inexistencia de instrumentos legales que puedan ser utilizados por estos Servicios para obligar a acudir a tratamiento a las familias no motivadas para ello y la asignación simultánea a los Servicios de Protección Infantil de los roles de ayuda y control, son dos de los problemas más frecuentemente citados como consecuencia de ese proceso de des judicialización. Conocimiento de la antijuridicidad La práctica de los malos tratos habituales en ámbitos sociológicos cerrados de convivencia en los que se establecen relaciones de domino y sujeción, se asocia fundamentalmente a estratos de población con bajo nivel económico y cultural, estigmatizados por la existencia en ellos de “desordenes subculturales”. Sin embargo, el fenómeno se produce también en familias con estatus económico y cultural medio y alto, aunque están generalmente desarrollan más las habilidades verbales y sociales para expresar y canalizar la agresión, siendo más difícil detectar la existencia de estos comportamientos. Concretamente la violencia contra la mujer no suele perpetrarse únicamente por perturbados mentales, o por un ejemplo ínfimo, de individuos marginados o en situaciones excepcionales (por ejemplo, adictos al alcohol o a las drogas), sino que se trata de un fenómeno notablemente extendido y endémico en todos los países y que afecta a todas las clases sociales sin excepción, como ponen de manifiesto los documentos elaborados por la Organización de Naciones Unidas, el Consejo de Europa, el Parlamento Europeo o el senado español. Con la aprobación de la Ley de Divorcio (ley 31/81, de 7 de julio) se introdujo una de las medidas más importantes en el ámbito de la lucha contra la violencia en la mujer, ya que a partir de entonces las víctimas de ataques violentos perpetrados por sus cónyuges podían solicitar y obtener el divorcio. Respecto del maltrato infantil se suscita si existe una real asociación entre éste y la pobreza familiar, o si, por el contrario, simplemente es más fácil detectar aquel entre las clases indigentes, menos capacitadas por razones de ignorancia o de preparación o menos hábiles a la hora de enmascarar el comportamiento violento con justificaciones acordes a las pautas de tolerancia social, hoy sabemos que las situaciones de malos tratos hacia el menor, no sólo se producen en familias marginadas o desestructuradas, sino que cada día se descubren más casos en familias estables de buen estatus cultural y económico. Sin embargo, es innegable que existe una interacción constante entre las familias y su entrono, siendo necesario relacionar las características socio-económicas y demográficas de un sector de residencia, la calidad e intensidad de sus intercambios sociales, con el grado de “disfuncionalidad familiar” y su incidencia, sobre todo en el abuso y negligencia infantiles. El aislamiento social de las familias es el factor más importante del rechazo parental. Se trata en buena parte de familias cerradas en sí mismas, faltas de recursos propios y que no utilizan los apoyos formales o informales que existen en la comunidad en donde viven. Ha de tenerse también en cuenta que hay niveles en los que el contexto cultural y social juega un papel en la definición del abuso y abandono infantil. Prácticas de crianza que son aceptables para un grupo, resultan inaceptables para otro. Esta disparidad puede darse internacionalmente o bien entre los distintos grupos étnicos o subculturales dentro de un mismo país. Una vez conocida la variabilidad cultural con la aceptación de prácticas de comportamiento por el hecho de que haya un gran número de personas que las comparten. La fenomenología sociológica y clínica de los malos tratos habituales en esos círculos de convivencia se describe en la literatura científica por la presencia de factores de tipo individual, familiar o social que poseen un indudable potencial de influencia en el contenido y valoración de la culpabilidad del autor habitual de tales actos. El derecho Penal tiene que valorar necesariamente los factores individuales, familiares, sociales y culturales que subyacen en el comportamiento habitual de malos tratos. Los factores sociales y modelos culturales a los que se ajustan las concepciones del autor pueden influir en su comportamiento violento, deben ser tratados dogmáticamente en el ámbito de las reglas del error de prohibición. Será infrecuente y extraño que en algún caso pueda concurrir un error de prohibición directo, esto es, un error sobre la norma que prohíbe los malos tratos. Lo habitual es que se produzca un error de prohibición, vencible o invencible, sobre todo en los casos de exceso en el ejercicio del derecho de corrección. Atendiendo a su regulación civil hay que tener en cuenta que la corrección ha de ser razonable y moderada, encaminada a la finalidad educativa y al bien del menor (todo ello a valorar ex ante). Son conceptos abiertos y relativos que, como tales, se prestan a diferentes apreciaciones que pueden tener en cuenta las costumbres locales, las normas de cultura, el medio social, las concepciones ético-sociales realmente vigentes en la sociedad, los medios empleados o la edad del menor, pues los malos tratos a lactantes y niños de corta edad no se pueden fundar en el derecho de corrección. Es posible que las concepciones particulares arraigadas en un padre acerca de lo que es moderado y razonable, en cuanto a los métodos de educación y corrección de los hijos no coincidan con las concepciones ético-sociales generales, en cuyo caso se encontrará en una situación de error potencialmente relevante desde la perspectiva penal. Se trata de posibles casos de error acerca de los límites de la causa de justificación: en estos casos, si falta en el autor la conciencia de lo injusto material, es decir, del desvalor ético-social de la conducta, el tratamiento dogmático correspondiente, así como el indicado también político-criminalmente será el propio del error de prohibición. No cabe reconocer ningún derecho del marido sobre la mujer que pueda ser realizado por vía de hecho. El anterior texto del artículo 57 del Código Civil, que imponía la obligación de la mujer a obedecer al marido, fue derogado por la Ley 2 de mayo de 1975, estableciéndose en el artículo 32 de la Constitución la “plena igualdad jurídica” de los cónyuges. El derecho de corrección no es extensible a ninguna otra de las relaciones del artículo 153, no autorizando el comportamiento allí tipificado, ni siquiera a la relación que media entre el profesor y el alumno; salvo que se trate de casos de delegación o derivación del derecho de los padres, como el de niños que han sido internados en un establecimiento de asistencia por muerte de los padres o privación de la patria potestad, y lo exija la finalidad educativa. En ningún caso en las relaciones escolares normales. En la actualidad están totalmente descartados, pedagógicamente y constitucionalmente, los métodos educativos violentos. Ni aunque el padre quiera que al hijo se le apliquen estos métodos estaría autorizado el profesor a practicarlos. El error del profesor sobre el derecho a corregir de ese modo no puede dar lugar a un error de prohibición invencible, pues él debe conocer los aspectos esenciales de su profesión. En la medida en que se traspasen, por creencia errónea, los límites o el ámbito de aplicación de una causa de justificación, lo procedente es la aplicación del párrafo 3º, es decir, considerar que existe un error sobre la ilicitud del hecho, excluyendo la responsabilidad criminal, es decir la culpabilidad, cuando es invencible, o atenuándola si es vencible, sin modificar, por tanto el título de imputación subjetiva, dolos o culposa a no ser que el error por sus características no sea en modo alguno admisible. Así en la sentencia de marzo 1996 (RJ 1996, 1906) se estimó que no cabe invocar el error cuando se utilizan vías de hecho desautorizadas por el ordenamiento jurídica que a todo el mundo le constan que están prohibidas pues su ilicitud es notoriamente evidente. Causas de exculpación para la víctima de malos tratos que agrede al autor de los mismos llegando a causarle la muerte La mayor parte de las víctimas de malos tratos perciben el abuso además de cómo una lesión de su incolumidad y un peligro para el desarrollo personal, sobre todo como una amenaza grave a su propia integridad física y psicológica y a la de sus hijos, incluso han sentido que su vida ha estado en peligro en varias ocasiones. La realidad nos demuestra que en algunas ocasiones la víctima de malos tratos, y a veces también sus hijos, acaba muriendo a manos de su agresor, frecuentemente, tras haberle denunciado reiteradamente. En esta situación puede ocurrir y de hecho llega a suceder que quien padece los comportamientos violentos termina agrediendo al autor de los mismos y llega hasta a ocasionar su muerte. ALTERACION PSIQUICA Contemplar situaciones violencia puede activar el desarrollo del comportamiento agresivo. Este también puede ser puesto en marcha ante condiciones aversivas como ataques, insultos, reducción del nivel de reforzamiento, u obstaculización de la conducta dirigida hacia una meta. Estas condiciones provocan una activación emocional que puede dar lugar a distintas respuestas que dependerán del repertorio conductual del sujeto y de las condiciones previsibles que acompañarán a cada respuesta. Son factores que interactúan de forma compleja y pueden conducir a una persona pacífica a comportarse con violencia, activando modos de comportamiento agresivo aprendidos alguna vez a lo largo de su vida y probablemente sin utilizar hasta ese momento. La mayor parte de las víctimas de malos tratos siente temor por sus vidas. Pero algunas son afligidas a base de reproches continuos y amenazas, lo que les mantiene en un clima de angustia y destruye su equilibrio psicológico. Este tipo de violencia conduce frecuentemente a la depresión e incluso al suicidio. En muchas ocasiones ni denuncian los hechos: están atemorizadas, abatidas, incluso a veces se desencadenan en ellas mecanismos de atribución interna o autoinculpación como posibles respuestas a un evento que no alcanzan a explicarse. Tienen una sensación de impotencia o indefensión personal unida al de desconfianza: están firmemente convencidas de la inutilidad y de la ineficacia del sistema legal. Las consecuencia psicológicas que se desarrollan en quien padece sistemáticamente malos tratos están relacionadas con un trastorno de estrés postraumático crónico. El síndrome de estrés postraumático (SEPT) se presenta tras la exposición a una situación de estrés lo bastante intensa y prolongada como para desbordar ampliamente las capacidades de integración cognitiva emocional del sujeto. Se desarrolla a partir de una o varias experiencias de estrés traumático, sufridas de manera aguda o crónica durante un tiempo que puede ser breve o durar años. Se puede definir como el conjunto de factores externos de estrés que inducen en el individuo un trauma psíquico. Los síntomas más relevantes son los pensamientos obsesivos en relación con el maltrato y el mal tratante, pesadillas y trastornos del sueño, sensación permanente de terror, vigilancia y respuestas de alarma permanentes, aislamiento social y ocultación de lo ocurrido, irritabilidad, dificultades de concentración y trastorno psicofisiológico como sensación de inestabilidad, de ahogo, dolores de cabeza, pérdida del apetito y miedo a volverse loca o perder el control. Los síntomas se intensifican cuando la víctima no dispone de un apoyo familiar y social eficaz, o existen relaciones sexuales forzadas. Dada la frecuencia con que se presenta, entre otras situaciones en víctimas de abusos sexuales, incesto, malos tratos, etc.…se destaca la necesidad de alertar a los médicos forenses, psiquiatras y médicos en general sobre sus características y su dificultad diagnóstica. También es conveniente que sea tenido en cuenta por las instancias judiciales en los supuestos en los que la víctima de malos tratos sistemáticos responde violentamente a su agresor y llega a causarle la muerte. Texto recogido del libro “ASPECTOS CRIMINOLOGICOS, VICTIMOLOGICOS Y JURIDICOS DE LOS MALOS TRATOS EN EL AMBITO FAMILIAR”. Virginia Mayordomo Rodrigo. EHU-UPV.