intermezzo - Amigos de la Ópera de Madrid

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intermezzo
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TEATRO REAL / TEMPORADA 2013 - 2014 / número 26
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1963 - 2013
Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid
C/ Mayor, 6 - 4º Dcha. 28013 Madrid
T. 91 521 57 59 - [email protected]
www.amigosoperamadrid.es
TEATRO REAL / TEMPORADA 2013 - 2014
1
INTERMEZZO es una publicación de la Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid
Editor: Alfredo Flórez
Coordinación editorial: Julio Cano
Redacción: Fernando Fraga, Enrique Martínez Miura, José Luis Téllez, Luis Suñén, Blas Matamoro,
Laia Falcón, Santiago Salaverri, Miguel Ángel González Barrio, Gabriel Menéndez Torrellas, Rafael
Banús y Andrés Ruiz Tarazona.
Diseño, maquetación e imágenes: Equipo Kapta
La Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid, no necesariamente comparte el contenido de los
artículos publicados en esta revista, ya que son responsabilidad exclusiva de sus autores.
Información: [email protected]
Secretaria: [email protected]
Editor: [email protected]
Sugerencias: [email protected]
Noticias: [email protected]
Depósito Legal: M-26359-2005
© de los artículos: los autores
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Presentación
Siguiendo la pauta que ya hace años establecimos, nuevamente comparece Intermezzo
con el carácter extraordinario que a su número
de verano damos. Así, una vez más, ofrecemos un
conjunto de artículos dedicados a las obras programadas por el TEATRO REAL para la siguiente
temporada, en ese caso la 2013-2014. En nombre
de la Junta Directiva de la AAOM quiero agradecer el esfuerzo de los autores de esos artículos, de
los editores de nuestra Revista y de la Oficina de
la Asociación para que la publicación sea un hecho y su puesta a disposición de sus lectores tenga
lugar con antelación suficiente al comienzo de la
nueva temporada.
refiero (recientemente se ha mencionado en la
última circular distribuida a nuestros asociados),
el papel que ha desempeñado la AAOM para que
volviese a programarse de manera habitual ópera
en Madrid tras el cierre del Real (producido el 5
de abril de 1925, con Miguel Fleta en la Bohème);
bueno será, sin embargo, recordar que, breves incursiones asistemáticas excluidas –destaquemos
entre ellas las del Maestro Mendoza Lassalle-,
no volvió a existir una “temporada” operística en
nuestra ciudad hasta 1964, iniciada el 10 de mayo
de dicho año en el Teatro de la Zarzuela con Tosca (habríamos de aguardar todavía hasta el 12 de
octubre de 1997 para que el Teatro Real abriese
sus puertas para aquello a lo que estaba destinado, la ópera).
Cumpliendo el deseo de los editores, generoso como siempre, escribo estas líneas introductorias. Mi intención esta vez es referirme a nuestra ASOCIACIÓN DE AMIGOS DE LA ÓPERA
DE MADRID atendiendo a las fechas en que nos
encontramos. Porque son unas fechas singulares,
dotadas de un simbolismo que va mucho
más allá de la mera cantidad de años a
las que se refieren. En efecto, nuestra
Asociación cumple cincuenta años;
eso, cuantitativamente, ya es notable,
pero esta connotación es, desde mi
punto de vista, insuficiente para
percibir su
significado.
No voy a
insistir en algo
a lo que con frecuencia me
Por cierto, mencionar al Teatro de la Zarzuela es tanto como referirnos al recinto gracias
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esto último es fundamental (si no, no habríamos
creado y mantenido la Asociación), pero no nos
agotamos en eso.
al cual pudieron nuestros deseos plasmarse en
realidades concretas; los aficionados a la lírica no
deberíamos nunca olvidar su contribución tanto
a la ópera como a nuestra zarzuela, contribución que tanto ha hecho y sigue haciendo para
el Arte, con mayúsculas. Muchos somos los que
recordamos los tiempos en los que Verdi, Puccini,
Donizetti, Wagner, Mozart y tantos otros volvieron a estar presentes en Madrid; y no menos
los que disfrutamos en el pasado y seguimos haciéndolo en el presente de la tradicional zarzuela,
mantenida con entusiasmo por el Teatro de la
calle de Jovellanos. Y reitero que sin la AAOM es
más que dudoso que el “lapso” 1925-1964 no se
hubiese prolongado y que el intervalo 1964-1997
no se hubiese cerrado. Esos son los hechos y a
ellos me remito.
Gracias a nuestros asociados contribuimos
al desarrollo de programas pedagógicos, a la formación –mediante la concesión de ayudas, las becas “Ángel Vegas”- de jóvenes cantantes, a la difusión de la ópera en diversos ambientes (colegios,
Universidades, medios de comunicación, grandes
públicos…), a la organización de conferencias sobre las obras programadas (durante algún tiempo
impartidas en el propio Real), a la publicación de
Intermezzo y, sin duda modestamente, al mantenimiento del Teatro, cooperando (desinteresada-
Pero no es cuestión ahora de hablar del
pasado (que, en determinada medida, es aún
presente). Quiero llamar la atención sobre nuestra AAOM en su función actual. Sin duda ya no
es fundamental su existencia para disponer de
“abonos” (aunque, también sin duda, es muy
útil para resolver problemas que afectan a los
asociados que, a la vez, son abonados al Real, sin
causar a éste perjuicios de naturaleza alguna).
¿Por qué, entonces, seguimos disponiendo
de una Asociación de Amigos
de la Ópera?. Sencillamente, porque siempre (ahora
también) hemos entendido que podemos prestar un
servicio a la lírica –es decir, al
Arte, a la Cultura- que va más lejos de la asistencia a unas representaciones determinadas (asistencia que lo que pretende es proporcionarnos
satisfacción a cada uno de nosotros). Claro que
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mente en los aspectos materiales) al desarrollo de
las visitas guiadas, a través del esfuerzo y dedicación de un buen número de nuestros miembros
(permítaseme subrayar la alegría que nos produce
el conocimiento de los resultados que al Teatro reportan esas visitas).
emblemático momento de manera acorde con
las circunstancias por las que nuestra sociedad
atraviesa, pero con la ilusión que continúa suscitándonos este fascinante aspecto del Arte. Nos
gustaría llevar al ánimo de cada uno de nuestros
socios, de cada uno de quienes leen Intermezzo,
que son ellos, Vds., quienes son los autores, los
impulsores, de esta partitura, aún “inacabada”,
destinada a seguir apoyando a la ópera.
Todo ello me lleva a expresar a nuestros socios mi convicción de que debemos ser conscientes de la tarea que, gracias a ellos, a su pertenencia
a la Asociación, a su atención a lo que ésta realiza,
a su apoyo a lo que representa, viene llevándose
a cabo. ¿Es mejorable esta tarea? Desde luego, si
la Asociación dispone de los medios adecuados; y
no me refiero sólo a los materiales –fundamentales, ciertamente- sino también a los “intangibles”,
plasmados en la cooperación de nuestros socios
para lograr los objetivos que en cada momento
se señalen (por ejemplo, en la reunión anual de
nuestra Asamblea General). Nuestra vocación
permanente es la de la “amistad” (de ahí nuestra
denominación), que ejercemos día a día, desde
hace cincuenta años, con la ópera, y hacia el Teatro Real, desde mucho antes que éste recuperase
su noble función; y tal relación de afecto alcanza también a quienes, allí donde se encuentren,
compartan con nosotros la afición que nos une.
Amistad, por otra parte, plenamente compatible
con las legítimas opiniones que cada uno posea
sobre cada obra y sus intérpretes, coadyuvantes,
etc., y que claramente se manifiesta en que la
AAOM –no podría ser de otra manera- siempre
ha respetado la concepción y criterios artísticos
de quienes deciden, ejecutan, representan, programan, etc., las obras que presenciamos.
Manuel López Cachero
Presidente de la Asociación de Amigos de
la Ópera de Madrid
Confiamos en poder ofrecer un digno
testimonio de nuestra vida cuando cumplimos
cincuenta años. Trataremos de conmemorar tan
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intermezzo
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presentación / Manuel López Cachero
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il barbiere di siviglia
21
Argumento / Fernando Fraga
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El arte de la alegría. Construcción musical y literaria de los personajes de “El barbero de
Sevilla”, de Gioacchino Rossini y Cesare Sterbini / Laia Falcón
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die eroberung von mexico
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La conquista de Méjico / Elaboración propia (diversas fuentes)
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the indian queen
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Argumento / Fernando Fraga
49
La Fama y la envidia, Música y teatro en The Indian Queen / Enrique Martínez Miura
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l’elisir d’amore
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Argumento / Fernando Fraga
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Tristán e Isolda en la aldea / Luis Suñén
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tristan und isolde
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Argumento / Rafael Banús
79
Isolda y Tristán en busca de la diosa / Blas Matamoro
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brokeback mountain
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Brokeback Mountaino / Elaboración propia (diversas fuentes)
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verano 2013
número 26
97
alceste
99
Argumento / Fernando Fraga
101
107
Noble sencillez y serena grandeza / José Luis Téllez
lohengrin
109
Argumento / Fernando Fraga
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Lohengrin o la segunda crisis / Miguel Ángel González Barrio
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les contes d’hoffmann
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Argumento / Fernando Fraga
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Les contes d’Hoffmann. Un torso musical sobre el arte y el deseo /
Gabriel Menéndez Torrellas
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orphée et eurydice
137
Argumento / Fernando Fraga
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Gluck el reformista Orfeo y Eurídice / Andrés Ruiz Tarazona
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151
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dido and aeneas
Dido y Eneas / Elaboración propia (diversas fuentes)
i vespri siciliani
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Argumento / Fernando Fraga
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Las vísperas sicilianas / Santiago Salaverri
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Il barbiere di
Siviglia
Gioachino Rossini (1792-1868)
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Il barbiere di siviglia
Gioachino Rossini (1792-1868)
PRODUCCIÓN DEL TEATRO REAL, EN COPRODUCCIÓN CON EL TEATRO SÁO CARLOS DE LISBOA.
Director musical: Tomas Hanus
Director de escena: Emilio Sagi
Escenógrafo: Llorenç Corbella
Figurinista: Renata Schussheim
Iluminador: Eduardo Bravo
Coreógrafa: Nuria Castejón
Director del coro: Andrés Máspero
El conde de Almaviva: Dmitry Korchak (14, 17, 19, 21, 23, 25)
Edgardo Rocha (15, 18, 22, 26)
Bartolo: Bruno de Simone (14, 17, 19, 21, 23, 25)
José Fardilha (15, 18, 22, 26)
Rosina: Serena Malfi (14, 17, 19, 21, 23, 25)
Ana Durlovski (15, 18, 22, 26)
Figaro: Mario Cassi (14, 17, 19 21, 23, 25)
Franco Vassalo (15, 18, 22, 26)
Don Basilio: Dmitry Ulyanov (14, 17, 19, 21, 23)
Carlo Lepore (15, 18, 22, 25, 26)
Fiorello: Isaac Galán
Berta: Susana Cordón
Ambrogio: Eduardo Carranza
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid)
14, 15, 17, 18, 19, 21, 22, 23, 25, 26 de septiembre de 2013
20:00 horas; domingos, 18:00 horas
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Argumento
El barbero de Sevilla (Ossia L’inutile precauzione)
La acción tiene lugar en Sevilla en algún
momento del siglo XVIII.
Fernando Fraga
nó su señor el conde Almaviva. Este se ha enamorado de Rosina cuando casualmente se la encontró
paseando por Madrid y, acuciado por tanta pasión,
la ha seguido a la capital andaluza con la intención
de conquistar a la que cree hija de aquel gruñón y
poco amistoso médico. El acceso a la muchacha se
demuestra problemático por el férreo control que
sobre ella mantiene el doctor. Almaviva entona una
Acto I
Tras la popular obertura, se levanta el telón
en una recoleta calle donde se alza la casa del doctor Bartolo, tutor de la joven y bella Rosina. Fiorello
ha reunido a un grupo de músicos tal como le orde-
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Figaro, que tiene libre acceso a la casa de
Bartolo, animado por una importante recompensa a cambio, se compromete a facilitar los amores de la pareja. Propone su primera avanzadilla:
Almaviva se presentará en casa de don Bartolo
como un soldado pidiendo alojamiento tal como
las ordenanzas permiten al ejército de paso por
la ciudad. Aún más, se fingirá borracho para dar
mayor verosimilitud al disfraz (N. º 4. Dúo de Almaviva y Figaro All’idea di quel metallo).
serenata para llamar la atención de la muchacha,
pero del interior de la casa no aparece ninguna señal favorecedora (N.º 1. Introducción con cavatina
del conde Ecco ridente in cielo).
La decepción de Almaviva se desvanece
cuando casualmente pasa por el lugar el barbero Figaro, antaño su servidor de confianza, quien
aparece jovial y desenvuelto cantando (y contando) sus excelencias como el mejor “factótum de
la ciudad” (N.º 2. Cavatina de Figaro Largo al
factótum).
En el interior de la casa de don Bartolo,
Rosina escribe una carta al admirador Lindoro.
Debe de estar bien alerta porque su tutor conoce
la llegada a la ciudad del pretendiente madrileño,
un tal conde Almaviva, y está dispuesto a impedir
cualquier posible acercamiento. Pero Rosina, dócil
y obediente hasta que la saquen de sus casillas, sabrá sacar sus armas femeninas que son bien eficaces (N. º 5. Cavatina de Rosina Una voce poco fa).
Almaviva y Figaro se reconocen y de inmediato el primero es informado por el segundo
de la verdadera situación de Rosina: la joven es
la pupila de Bartolo quien pretende desposarla
para hacerse con su fortuna. Figaro se pone rápidamente al servicio del antiguo amo para ayudarle a conseguir sus propósitos. De momento
ha de identificarse ante Rosina y exponerle sus
intenciones. Almaviva sigue su consejo con una
canción donde, diciéndose llamar Lindoro sin
mucho oficio ni beneficio, para que la joven le
quiera de verdad sin dejarse deslumbrar por su
auténtica e ilustre condición social (N.º 3. Canción del conde Se il mio nome). Al escuchar la
voz del conde, Rosina consigue acercarse a la
ventana y arrojar un papelito en el que expresa
su situación al mismo tiempo que su dicha por
sentirse admirada.
Don Basilio, el maestro de música de Rosina, aconseja a don Bartolo que la mejor forma
de desprestigiar al conde Almaviva, obligándolo
a dejar definitivamente la ciudad, es inventarse
una calumnia que le desprestigie completamente
(N.º 6. Aria de don Basilio La calunnia). Aunque
Bartolo prefiere seguir un sistema propio, el consejo del hipócrita amigo no cae en saco roto.
Figaro se encuentra con Rosina. Hablan del
admirador callejero: la muchacha debe de abrirse
a sus pretensiones y escribirle unas notitas que
reflejen tal apertura sentimental. El barbero se
asombra de la sagacidad de la joven; esa nota ya
está escrita y dispuesta a ser depositada en manos
Sale de casa don Bartolo decidido a arreglar su boda con la pupila y dejando a esta bien
custodiada por Berta, la gobernanta, y el resto de
los criados.
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23
de su destinatario (N.º 7. Dúo de Rosina y Figaro
Dunque io son…).
Acto II
De nuevo en el interior de la casa de don
Bartolo, este se muestra muy preocupado por los
acontecimientos anteriores hasta el punto de estar convencido que, detrás de ellos, puede hallarse el conde Almaviva. De pronto entra el mismo
Almaviva, melífluo hasta la náusea, disfrazado
ahora de profesor de música, alegando que viene
a darle la clase a Rosina en sustitución de don
Basilio que está enfermo (N.º 10. Duetto Almaviva y don Bartolo Pace e gioia sia con voi). Rosina,
feliz, vuelve a reconocer de inmediato a Lindoro.
Don Bartolo que vigila con lupa los movimientos de su pupila descubre los dedos de esta
manchados de tinta. La joven se las ve y desea
para dar una explicación convincente a un Bartolo que se considera demasiado astuto para ser
engañado (N.º 8. Aria de don Bartolo A un dottor
della mia sorte).
Berta hace entrar a un soldado que viene
un tanto borracho proclamando el derecho de
hospitalidad que los civiles han de guardar al regimiento de paso por la ciudad. Rosina reconoce al instante a Lindoro, pero este le hace callar
mientras pone en sus manos una notita escrita.
Maniobra que al instante descubre el irritadísimo
Bartolo. Pero Rosina acierta a sustituirla por la lista de la colada.
Se inicia la lección de música (N.º 11. Aria
de Rosina Contro un cor), con alguna interrupción por parte de Bartolo que desdeña las composiciones más modernas porque no están tan
inspiradas como las que se cantaban en su época
juvenil (N.º 12 Arietta de don Bartolo Quando mi
sei vicina).
Pero don Bartolo está exento de acoger a
cualquier soldado y exhibe tal documento que rápidamente es roto por el cada vez más borracho
y molesto visitante. Reaparece oportunamente
Figaro convocado por el escándalo que ha traspasado las mismas paredes de la casa, llegada que
no hace más que redoblar la confusión. Hasta tal
punto que llama la atención de la fuerza pública la
cual, al mando de un oficial, se dispone a apresar
al soldado acusado de allanamiento por un cada
vez más alterado Bartolo. Pero Almaviva da a conocer, sin que los demás presentes se adviertan de
ello, su verdadera identidad a quien intenta prenderle. El oficial se cuadra ante él, ante el asombro
de todos, en especial de don Bartolo (N.º 9. Final
primero Ehi di casa… buona gente…).
Figaro llega dispuesto a ejercitar su oficio
con don Bartolo. Con su proverbial astucia logra
hacerse con la llave que cierra la celosía del balcón y, en un momento que se ausenta don Bartolo, Rosina y Lindoro se ponen de acuerdo para
fugarse esa misma noche.
En el momento menos esperado hace su
entrada don Basilio poniendo en peligro la presencia del disfrazado Almaviva. El conde actúa
rápidamente, poniendo en manos del auténtico
maestro de música una bolsa con dinero, mientras Figaro por su parte también colabora en solucionar tan complicada situación. Finalmente don
Basilio se va convencido, igual que don Bartolo,
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que tiene fiebre escarlatina (n.º 13. Quinteto de
Rosina, Almaviva, Figaro, don Basilio y don Bartolo Don Basilio!.. Cosa veggo!).
ante la insistencia de Figaro de que el tiempo
apremia y deben salir de allí cuanto antes (N.º
16. Terceto de Rosina, Almaviva y Figaro Ah!,
qual colpo inaspettato!).
Se reanuda la lección y Figaro le rasura la
barba a su cliente.
Cuando intentan huir por el balcón comprueban que la escalera ha sido retirada. Están
perdidos. En esto aparece don Basilio y el notario. El conde toma al instante una iniciativa: con
recompensa mediante, convence a los recién llegados de que le casen con Rosina, contrato que
se firma sin problemas. Don Bartolo se encuentra
con esta irreversible situación, cuando acude con
la guardia encargada de detener a los intrusos.
Almaviva descubre su noble identidad (N.º 17.
Recitativo acompañado Il conte, che mai sento!)
y tras una buena bronca a la mezquina conducta
de don Bartolo (N.º 18. Aria de Almaviva Cessa di
più resistere), el viejo tutor acaba por unirse a la
alegría de todos al renunciar aquél en su favor a la
dote de Rosina.
El entusiasmo de la pareja despierta las
sospechas de don Bartolo. En una distracción de
Figaro, el tutor descubre el tinglado obligando a
Almaviva a poner pies en polvorosa. Ha llegado
el momento en que don Bartolo ha de tomar una
decisión rápida. Encarga a un criado que vaya a
casa de don Basilio con el ruego de que acuda
de inmediato con un notario para que redacte el
contrato matrimonial que selle su unión con Rosina. Además, con extrema malicia, calumnia a
Lindoro como si fuera un cómplice de Almaviva
para burlarse de sus sentimientos, por lo consiguiendo que, desilusionada Rosina, acceda a casarse con él.
Berta comenta la conducta de su amo y los
últimos acontecimientos vividos en la mansión.
Ella misma, como don Bartolo, también se siente
capaz de sentir ese escozor, ese tormento, ese estímulo que procura el amor (N.º 14. Aria de Berta
Il vecchiotto cerca moglie). Como reflejo de lo que
está sucediendo, estalla una tormenta que rápidamente se calma (N.º 15. Temporal).
Provistos de una escalera Almaviva y Figaro entran por el balcón, pero Rosina llena de
ira echa en cara a Lindoro su conducta. Cuando
el joven le dice que Lindoro y Almaviva son la
misma persona, la muchacha, feliz, se tranquiliza. La pareja se intercambia palabras de amor
26
El arte de la alegría
Construcción musical y literaria de los personajes
de “El barbero de Sevilla”,
de Gioacchino Rossini y
Cesare Sterbini
Laia Falcón
Justo cuando el ruido y la angustia parecerían estar ganándonos la partida, aparece un barbero y dice que no. Que él tiene un plan y que,
aún en el último segundo, sabrá cómo arreglarlo
todo. Sonríe, canta y baila en perfecta complicidad con la orquesta y son tantas su seguridad y su
frescura que hasta el más sombrío quedará convencido: el noble arte del salirse con la suya tiene
un nuevo héroe por las calles de Sevilla.
reunir tal colección de tormentas, ensoñaciones e
himnos, que cien años contados se hicieron pocos
y sus tabiques reales tuvieron que extenderse más
allá de los estrictos lindes del almanaque notarial:
empezó un poco antes de 1800, ya con la Declaración de Independencia de los Estados Unidos
y el colosal clamor de la Revolución Francesa; y
terminó un poco después de 1900, probablemente con el estallido de esa atroz pesadilla llamada
Primera Guerra Mundial, donde el planeta comprobó con estupor que ya no se reconocía en ningún espejo. Entre estas fronteras, el XIX tejió un
monumental telar de días terribles y días gloriosos, asombrado ante la implacable determinación
con que la Historia reinventaba palabras y exigía
derechos, crujiendo hasta su último cimiento por
los huracanes imperialistas, las selvas industriales, los prodigios de la ciencia y la reivindicación
de naciones ancestrales que, por vez primera, podían estrenar nombre y bandera. En medio de tales tempestades también el arte cambió de rango:
dejó las humildes estancias donde había vivido en
siglos anteriores como siervo palaciego y pasó a
instalarse en los más venerados altares, aplaudi-
Secreto número 1: el siglo XIX también
quiere reír
El valor del prodigioso despliegue de agilidades, carcajadas cantarinas y juerguistas pasos
de baile que tapiza cada rincón de esta ópera
–desde la primera nota de su obertura hasta el
último redoble de despedida- cobra un sentido
completo cuando se compara con ese otro denso
universo de gravedad con el que debía compartir foso y camerino. El siglo XIX fue un agitado
tiempo de conquistas y barricadas, de lucidez y
desesperación, donde –haciendo recuento- apenas pareció quedar un solo domingo tranquilo
entre el ciclón y ciclón. Su intenso espíritu quiso
27
que el mundo cambiaba también gracias a ellasla ópera atravesó intensas corrientes de solemnidad y conmoción. Vivió marmóreos retornos a la
Roma imperial del último Neoclasicismo, se sumergió después en oleadas románticas, plagadas
de poetas suicidas, damas vueltas locas y castillos encantados, y vibró también con vigorosos
impulsos patrios, vengadores de orgullos robados
y fronteras descosidas… el drama, las lágrimas y
la revolución alcanzaron en los escenarios del XIX
tales cimas de euforia, que muchas fueron las tardes en que los cronistas hubieron de regresar a
casa entre encendidas batallas y abrumados despliegues policiales, anotando en sus cuadernos
los pormenores de aquellas apoteósicas funciones
operísticas que, con sus tramas y personajes, se
convertían en el detonador de históricos alzamientos sociales sin vuelta atrás.
do hasta el desmayo con honores antes sólo reservados a los dioses, los reyes y algún héroe de
guerra.
Fue en este apasionado mundo donde la
Ópera se consagró como una de las principales
instituciones de encuentro y representación: un
arte imprescindible, testigo -y también autor- de
los nuevos tiempos, con el estatus suficiente como
empezar ya a denunciar tragedias cercanas incluso
desde el drama, superando aquel férreo tabú que,
en siglos anteriores, sólo permitía a la comedia el
tratamiento de aspectos contemporáneos. Con
cada nueva década, la Ópera se consagraba así
como un espacio donde abordar cuestiones urgentes e importantes, esenciales para un público cada
vez más variado, numeroso y atento. Además, la
iluminación por gas -llegada ya a todas las grandes ciudades- permitía asombrosos cambios en el
mundo escénico: la sala podía jugar ahora con más
variadas intensidades de luz, haciendo que la representación lograra envolverse en un asombroso
halo de solemnidad y detalle, muy distinto a aquel
festivo ajetreo de conversaciones, paseos y refrigerios en que transcurrían las funciones operísticas
del siglo XVIII. Las melodías procedentes de la ópera se convirtieron así en prioritario centro de atención y, más que nunca, en patrimonio cotidiano
de sus conciudadanos. Tal era su estela, que una
multitud de arreglos para voces caseras, bandas
militares, organillos o cajitas de música se apresuró
a incorporar las oberturas, las arias y los coros a la
vida exterior, en millones de hogares, cafés y plazas
a lo alto y ancho del mapa.
Casi era cuestión de supervivencia que,
en semejante capítulo de tornados, se reforzara
el arte de la comedia: ese balsámico oficio del
paréntesis y la ironía -encargado de abrir ventanas y quitar hierro-, donde un hombre llamado
Gioacchino Rossini irrumpió de entre los cortinajes teatrales con la elegancia y la astucia del
más experto nigromante. Como su avispado y
encantador barbero sevillano, Rossini supo hacerse con un desbordante manejo del pragmatismo,
reuniendo lo mejor de la tradición y de la frescura en un humeante taller, repleto de fórmulas de
éxito y constante reciclaje de materiales de efecto
comprobado. Trabajó en una especie de fábrica
bien engrasada, donde su amplio inventario de
destrezas cómicas daría vida a una asombrosa
lista de brillantes óperas bufas, un burbujeante
En consonancia con todas las expresiones
artísticas del siglo –militantes convencidas de
28
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repertorio de bromas, ingenios y juegos vocales
donde El barbero de Sevilla ocuparía siempre el
trono principal. Obra extraordinariamente amada, esta versión rossiniana de la pieza teatral de
Beaumarchais pasaría pronto a instalarse en el corazón del público como un catálogo de cabecera
acerca de lo que -para muchas almas del planetauna ópera cómica debía ser y conseguir.
Los cantantes seguían perfeccionando el hipnótico arte de sus ancestros, haciendo acopio de nuevos secretos técnicos para conseguir sonidos más
aterciopelados, homogéneos y veloces. En buena
medida eran los jefes últimos de ceremonia y
–como en los más osados tiempos del Barrocovolvían a tener carta blanca para incorporar recursos de cosecha propia con los que añadir fasto
vocal a sus actuaciones. Es importante, para entender el espíritu musical de esta obra, recordar
hasta qué punto se esperaba de los solistas líricos
que ornamentasen sus melodías con guirnaldas y
alardes personales. Porque lo que los distinguía
como grandes artistas y como reclamo para los
teatros era, sin duda, su virtuosismo vocal, en los
lujosos equipajes con que los cantantes viajaban
por el mundo entero seguía habiendo permiso y
espacio para las llamadas “arias de baúl”: todo
gran intérprete seleccionaba sus fragmentos de
especial lucimiento, llevándolos consigo en sus
giras a fin de plantarlos en mitad de cualquier
ópera (igual daba la obra que estuviese programada aquella noche) y garantizarse así los aplausos
y bravos de rigor.
Secreto número dos: nada es tan
importante como cantar
Es toda una declaración de intenciones que
los autores de esta obra decidiesen que su maravilloso barbero nos saludara cantando. Las primeras
palabras de Fígaro en este libreto –“laranlarera,
laranlará”- no simulan que el nuevo héroe habla:
en perfecta consonancia a las preferencias de la
profesión lírica del momento, Rossini y Sterbini
escogieron presentárnoslo, literalmente, como
alguien que, antes de ninguna otra opción, hace
música con su voz.
En la ópera italiana de principios del XIX,
esa necesidad permanente de novedad y abundancia se guió siempre en función de un requisito prioritario –el lucimiento del canto- que el
público amaba por encima de cualquier otro ingrediente: las obras programadas debían recrearse
en ricos catálogos de líneas suntuosas, agilidades
imposibles y un éxtasis rendido a aquellos sonidos
considerados como extraordinarios por el modo en
que se adentraban en los confines de lo agudo, lo
grave, lo fuerte o lo suave. Aquel bel canto iniciado siglos atrás vivía así tiempos de bonanza, ante
una cultura lírica que se reconocía enamorada de
la voz en su faz más instrumental y arrebatadora.
Es en este escenario de arrebato belcantista
donde Rossini –sonriente y atento a todo- apareció con la elegancia con que un genio sale de
su lámpara. Todos los compases de esta partitura
nos demuestran el modo en que este compositor, como un Mozart de nuevo cuño, hizo diana
desde una perfecta alianza entre los estudios de
la tradición anterior y el cuidado a los nuevos públicos, teniendo bien presente lo importante que
el lucimiento de la voz era para la ópera de su
tiempo. Hijo de un trompetista y una cantante,
30
Tanto sus vivaces comedias como sus
conmovedores “melodramas heroicos” hacían
gala de una gran soltura a la hora de disponer
las piezas del puzzle operístico, de un brillo encantador para la orquestación y el juego rítmico
y, sobre todo, de una capacidad embriagadora
para conocer y sacar partido a la voz humana.
Antes de estrenar El barbero de Sevilla, no había necesitado muchos intentos para meterse a
Italia entera en el bolsillo: en 1810, con dieciocho años, estrenó su primera ópera y en 1813 –y
ya con diez estrenos en su estantería-, cautivó
a todo el que se puso por delante con Tancredi,
un melodrama histórico de asombrosa madurez
desde niño fue forjando una invencible intuición musical a partir del estudio de los maestros
neoclásicos, con Mozart y Haydn como brújula.
Tanto esmero puso en comprender y hacer suyos
el oficio y la magia de sus predecesores que, con la
minuciosa labor de un coleccionista enamorado,
terminó confeccionando un brillante recetario
de patrones y caminos certeros –una especie de
colección millonaria de caballos ganadores- con
los que sentó las bases estructurales de la ópera
romántica italiana: así se articula una obertura,
aquí se coloca una escena de conjunto, de este
modo se desarrolla un aria y de este otro se preparan buenos contrastes…
31
emocional y vertiginosas melodías vocales que
lo lanzó internacionalmente como el gran autor de su tiempo.
diversiones que, en verdad parecen, provistos
por la generosidad de un rey mago que además
es padre.
En apenas dos décadas de producción
escribió cerca de cuarenta óperas, inmerso en
un frenético torbellino de encargos y solicitudes (¡Rossini por aquí, Rossini por allá!) que
el genio de Pésaro cumplía siempre a punto.
De todas ellas El barbero de Sevilla sería la que
robaría el corazón del planeta, convirtiéndose
en una de las joyas del repertorio compartido,
siempre aclamada y aplaudida de generación
en generación.
Como sucedió y sucederá con muchos de
los mejores compositores, parte de esta capacidad para escribir tantos papeles prodigiosos
procedía en Rossini de una atenta escucha y
respuesta a las posibilidades y sugerencias de
mujeres y hombres asombrosos pero reales: cantantes extraordinarios, con voces extraordinarias y actitud extraordinaria, que tenían mucho
que aportar al destino de la familia operística y
de la escritura vocal. Así sucedió cuando Rossini fue contratado por el teatro San Carlo de
Nápoles y, ante una de las mejores compañías
líricas que la Historia había escuchado jamás,
su asombrosa paleta de hermosura y desafíos se
multiplicó aún por mil. Allí conoció a una cantante irrepetible, la madrileña Isabel Colbrán,
capaz de amoldar sus mil tesituras de diosa a
casi cualquier personaje femenino que el autor
pudiese imaginar.
Parte de su arrollador éxito descansaba
en la brillantez con que la partitura daba alas al
arte del canto a partir de una asombrosa paleta
de registros expresivos, acrobacias pirotécnicas,
contrastes de colores y, en fin, oportunidades
de lucir las más portentosas cualidades de sensibilidad vocal. Si barítonos del mundo entero
agradecen emocionados a Rossini el haberles
escrito el personaje de Fígaro –tan ágil e hipnótico como soñar uno pueda-, también otras
voces encontraron en el compositor de Pésaro
a un aliado de valor irremplazable. Sin duda,
las tesituras de mezzosoprano y tenor ligero de
agilidad hallaron en su producción –y en esta
obra en particular- uno de los mejores repertorios imaginables: siguiendo los retratos vocales
de Rosina y Lindoro –la joven pareja de enamorados que protagoniza esta historia junto al
encantador Fígaro-, encontramos en Rossini a
uno de los compositores que mejor ha entendido y amado estos dos tipos de voz, con un
cofre inagotable de retos, bellezas, matices y
Y también allí se encontró frente a frente
con el arte de uno de los más brillantes intérpretes y maestros vocales de todos los tiempos,
el tenor sevillano Manuel García, primero en
dar voz al personaje del conde Almaviva en su
Barbero de Sevilla. Cantante ya consagrado en
París, compositor, director y empresario, García
fundaría junto a la soprano Joaquina Briones
–su esposa- la más radiante estirpe de intérpretes y pedagogos del canto europeo romántico,
una dinastía abrumadora que se prolongó en
las décadas siguientes a través de la voz de sus
tres hijos: el barítono Manuel Vicente García
32
–inventor del laringoscopio y autor de uno de
quedó artista de raigambre que no se hubiese
enamorado de alguna de ellas.
los tratados de bel canto más seguidos del XIX-,
y las espectaculares María Malibrán y Pauline
Secreto número tres: no hay encargo que no pueda atenderse
Viardot-García, que en aquellos años napolitanos eran casi unas niñas pero que con el tiempo
se convertirían en artistas cautivadoras y de bri-
Resulta magistral el modo en que esta
ópera retrata también otro rasgo esencial de la
lírica italiana de comienzos del XIX: el frenético
ajetreo de producción en que el oficio parecía
vivir en permanente insomnio, en un constante
llante inteligencia, dueñas de una técnica interpretativa que haría temblar a Europa hasta
tales extremos que, releyendo en los diarios de
la intelectualidad, hubo un tiempo en que no
33
península vecina de una fiebre de cambios de
gobierno que, entre otras cosas, traían consigo
urgentes renovaciones urbanas, imperiosas inauguraciones de edificios emblemáticos y apremiantes aperturas de instituciones que dejasen
bien claro –una vez más- el inicio de los tiempos modernos. Con el pasar de las décadas, fue
floreciendo una jungla de lugares donde producir y escuchar ópera, atravesando el mapa
de Norte a Sur con sus relucientes carteleras
y sus imprescindibles estrenos. Incluso algunas
de las grandes ciudades que ya habían recibido
al cambio de siglo sabiéndose dueñas de una
o dos salas importantes heredadas de la época
anterior, asistieron en pocos años a una prodigiosa multiplicación de estos lugares, llegando
a contar entre sus calles con cinco, diez, quince o –como en el caso de Milán- hasta veinte
teatros con actividad lírica. Como no existía
todavía un sentimiento longevo del repertorio
(en la elección hecha por empresarios y público, la mayor parte de las obras se mantenían
con vida en el capítulo generacional que va de
padres a hijos, pero no mucho más), tamaña
proliferación de teatros vino de la mano de un
encendido impulso a la producción de obras
nuevas: una fértil variedad de piezas frescas
con que llenar todas esas salas y tardes ahora
disponibles.
torbellino de encargos, prisas y repiqueteos que
puede escucharse desde el primerísimo compás
de El barbero de Sevilla y en cada uno de sus
finales de acto.
Durante veinte años Rossini logró la
extraña proeza de vivir instalado en la cresta
de la ola (de nuevo: ¡Rossini por aquí, Rossini
por allá!), con una escritura rápida y práctica
que parecía manar de una fuente agradecida.
“Dadme la lista de la compra”, bromeaba entre encargos y montañas de papel pautado, “y
la convertiré en música”. Fue un proceso de
continuo desarrollo y reciclaje de materiales ya
usados, que llenó el mundo de complicidad y
humor sabio, serpentinas de ornamento maduro y un célebre y contagioso arte de la stretta,
esa progresiva aceleración musical reservada
para los finales gloriosos que consistía en conducir los conjuntos de cierre hacia apoteósicos
fuegos artificiales desde el irresistible encanto
del poco a poco: cantantes y orquesta iban primero de puntillas y bien despacio –como para
no despertar a nadie- pero ganando gramos de
potencia y rapidez en cada compás, hasta terminar estallando con el desenfreno escandaloso
con que una banda de niños contentos podría
brincar a sus anchas en un campo de colchonetas sin ley y tambores sin dueño.
La lírica italiana cantó a su siglo XIX azuzada por los temblores y martillazos de un agitado zafarrancho de teatros nuevos, que parecían
salir de la tierra –con sus nuevas compañías,
sus nuevas temporadas y sus nuevos públicosbajo el influjo de una extraña buena cosecha.
La influencia francesa había contagiado a esta
Como en consonancia con este incansable laboratorio de encargos y estrenos, mil
caminos en esta ópera parecen confluir en un
común canto al noble arte del pragmatismo: de
plantarle cara a la dificultad, la prisa y la angustia con soluciones rápidas, eficaces y diver34
tidas. La propia obertura, tan amada hoy como
incuestionable emblema de tan famosa ópera,
terminó recogiéndose de otra obra que Rossini
ya había estrenado y todo en la célebre aria de
presentación del barbero Fígaro “Largo al factotum de la citá!” (“¡Abran paso al factótum
de la ciudad!”) parece retratar esa vitalidad imparable con que el propio compositor se comía
entonces el mundo, gracias a una habilidad que
dominó a la perfección: atender al público pasase lo que pasase, desde la firme convicción
de que, por mucho que la clientela y los encargos parecieran desbordar la tienda, el barbero
–y Rossini- encontrarían el modo de dejarlos a
todos contentos.
escupitajo de insulto advenedizo y acudieron
al estreno con todos los chiflidos y abucheos de
boicot que pudieron llevar de casa.
Pusieron de verdad todo su empeño para
que el estreno fuese un fracaso y de hecho
aquella noche pudieron volver satisfechos a sus
hogares, con la cálida sensación del deber cumplido: la función fue un desastre y ellos lograron respirar tranquilos, quitarse la armadura y
devolver todos los sapos y culebras a las peceras
de origen, brindando por la victoria de su compositor verdadero. Sin embargo, basta escuchar
los primeros compases del aria con que Rossini
presenta a Fígaro –ese burbujeante entusiasmo
de risa, energía y amor por la vida, traído por las
cuerdas y las trompas antes aún de que el barítono más encantador y ágil venga a saludarnospara adivinar que, con pocos días, su versión
terminó siendo una fiesta sin fin: a una plaza
de la Sevilla del siglo XVIII, llega el barbero y,
cantando su contagiosa cadena de “laranlalera”
y “laranlalá”, celebra la enorme dicha de quien
ama su trabajo por encima de todas las cosas y
tiene la suerte de saberse el más requerido (¡Fígaro por aquí, Fígaro por allá!) para ocuparse
de todo lo que haga falta.
En este tesoro del siglo XIX –una de las
arias más cantadas, tarareadas, silbadas, bailadas y, en fin, celebradas, de la Historia de
la Ópera- el compositor rescató al ya longevo
personaje teatral de Fígaro que Beaumarchais
estrenara en la Francia prerrevolucionaria y se
atrevió a dar su propia versión de El barbero de
Sevilla (1816). El gesto no sólo encerraba un
devoto homenaje a Mozart –que había adaptado a Beaumarchais y a su encantador barbero
en el capítulo de Las bodas de Fígaro- sino que
también fue visto como una osadía estremecedora: la elección remitía además al gran Paisiello que, años antes, había adaptado la misma
obra en 1782, alcanzando una de las cimas más
abrumadoras de la lírica europea. El problema
no era que el clamoroso éxito de tal precedente
operístico pudiese suponer un difícil examen
para el joven Rossini, sino que los seguidores de
Paisiello interpretaron la intromisión como un
Demostrado el éxito del nuevo genio, la
partitura se convirtió en la bandera de la ópera
bufa moderna y muchas tardes respondió Rossini cuando la gente, al verlo entrar en un café
o una trattoria, rompía a aplaudir rogándole
hasta la victoria que por favor, por favor, les
cantase el aria del factótum. Definitivamente,
la fórmula funcionaba.
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36
Die Eroberung
von Mexico
Wolfgang Rihm (1952)
37
die eroberung von mexico
Wolfgang Rihm (1952)
NUEVA PRODUCCIÓN DEL TEATRO REAL.
Director musical: Alejo Pérez
Director de escena: Pierre Audi
Escenógrafo: Alexander Polzin
Figurinista: Wojciech Dziedzic
Iluminador: Urs Schönebaum
Vídeo: Claudia Rohrmoser
Dramaturgo: Klaus Bertisch
Director del coro: Andrés Máspero
Nadja Michael
Ausrine Stundyte*
Cortez: Georg Nigl
Holger Falk*
Soprano: Carole Stein
Mezzosoprano: Katarina Bradic
Primer actor: Stephan Rehm
Segundo actor: Peter Pruchniewitz
Montezuma:
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid)
9, 11, 12*, 13, 15, 17, 18*, 19 de octubre de 2013
20.00 horas; domingos, 18.00 horas
38
Die Eroberung von Mexico
La conquista de Méjico
“Die Eroberung von Mexico” es una pieza
del compositor alemán Wolfgang Rihm (Karlsruhe, 1952) escrita entre 1987 y 1992 y considerada
como particularmente evocadora y accesible. Ha
sido definida por el propio compositor como un
drama musical que conecta con los trabajos pioneros de Wagner.
Estas fuentes se mezclan en una experiencia escénica musical que muestra una continuidad teatral y atmosférica sin recurrir a una narrativa estándar, lineal. Se trata de una experiencia
poética, organizada de tal manera que ofrece una
representación evocadora del, a veces trágico,
proceso colonial. Sin embargo, los horrores que
pudieron cometerse en dicho proceso no son el
punto central de la obra. Más bien se trata de una
visión múltiple sobre la condición humana, sobre
la base de las diversas energías que hacen a los
seres vivos “ser”.
La obra está fundamentalmente basada en
el texto homónimo de Antonin Artaud, y en algunos de sus escritos teoréticos sobre el teatro.
Además, Rihm seleccionó un poema de
Octavio Paz incluido en su ciclo “La Raíz del
Hombre”, y tres poemas titulados “Cantares
Mexicanos”, muy probablemente escritos por un
autor indígena anónimo en la segunda mitad del
siglo XVI, en lo que hoy es México.
Fiel a los escritos de Artaud, lo que confiere a este drama musical su poder emotivo, no
son las ramificaciones morales y/o políticas que
rodean la conquista de una nación por otra, sino
más bien el profundizar
39
en las propiedades más elementales de la vida y
de la psique del ser humano. Como dos mundos
que simplemente colisionan de forma desgraciadamente inevitable.
En el segundo acto, “Declaración”, Cortés
y Moctezuma se encuentran, y su potencial de
buena voluntad mutua inicial, se diluye en su incapacidad para entenderse entre sí.
El texto de Artaud ofrece un enfoque poético, mientras que la obra del Rihm es un drama. Los dos personajes principales, Moctezuma
y Cortés, no son personajes entendidos en el
sentido tradicional operístico, sino como figuras
representadas por semi-anónimos cantantes masculinos y femeninos, que son reflejos elementales
de culturas fundamentalmente diferentes.
“Trastornos” caracteriza las luchas encarnizadas (que no son puestas literalmente en
escena) y cómo Moctezuma y sus tierras son
destruidos, así como el propio mundo interior
de Cortés se ve completamente arrasado por sus
propios actos. Malinche, traductora que aparece
en esta segunda mitad del drama, ofrece sus traducciones a través de la danza y pareciera acelerar la ruptura de la comunicación entre las dos
partes encontradas.
El libreto, del propio Rihm, se mueve en
un terreno que trasciende la narración anecdótica
de hechos para ofrecer una visión poética y filosófica que se aparta radicalmente de las anquilosadas convenciones del texto operístico tradicional.
Se trata de un libreto fundamentalmente político
en el que Rihm ha incluido una serie de fascinantes y complejas consideraciones de género que,
por una parte se resumen en un leitmotiv textual
que cuestiona la identidad de lo masculino, lo
femenino y lo neutro; y por la otra tienen su extensión escénica en el hecho de que Moctezuma
es caracterizado como un personaje femenino, lo
que confiere a la ópera una nueva e inquietante
dimensión conceptual.
“Abdicación” es una reinterpretación de la
historia, en la que los soldados españoles mueren
en la batalla, dejando solos a Cortés y Moctezuma, hombre y mujer, reuniendo los conflictos en
curso durante la obra en una suerte de reducción
a los comienzos, de vuelta a los principios de la
diferencia, la colisión, y las barreras de entendimiento.
Este programa fuerte, grande y ambicioso se
demuestra principalmente a través de la manipulación musical de las fuerzas poéticas. Al igual que
los personajes son composiciones simbólicas, la
música se transfiere de una circunstancia a otra de
una manera que se aleja del leitmotiv wagneriano.
El acto de apertura, “Presagios”, propone
un aspecto fantasmal de Cortés en medio de la
música asociada a los pueblos indígenas de México. No es el tipo de premonición siniestra que
implica mal inminente, sino indicativo de una
fuerza que viene, una fuerza desnuda.
Rihm prescribe una disposición inusual de
la orquesta. Los violines, los oboes y tres de los
cinco percusionistas deberían colocarse fuera del
foso y rodear al público en el auditorio (así se ha
hecho en pasadas producciones). Es en esta am40
41
plia sección de percusiones donde el compositor
sustenta una buena parte de su discurso sonoro.
amigo austriaco Kurt Kocherscheidt, a quien ha
dedicado algunas de sus obras.
Incorpora asimismo un coro, de vital importancia en casi toda la obra, que está físicamente ausente
en la concepción de Rihm, pero que es difundido por
los altavoces a partir de una grabación selectivamente amplificada. El compositor abandona la idea de
un acompañamiento orquestal, y hace del sonido un
personaje que también actúa y al cual describe como
“una escultura en la que el evento sonoro coincide con
el evento escénico [...] todo es canto”.
Rihm es compositor, profesor de composición en la Academia de Música de Karlsruhe
(entre cuyos alumnos pueden contarse a Vykintas Baltakas y a Jörg Widmann) y escritor notable sobre temática musical con varios libros en su
haber, incluyendo colecciones de sus artículos y
entrevistas. También es miembro de varios comités influyentes de Alemania y ha tenido un peso
notable en decisiones que afectan a las condiciones de trabajo de sus compañeros músicos.
En conclusión, comentar esta pieza de una
forma concisa resulta necesariamente engañoso,
pues ha de reducirse a unas notas puramente informativas, cuando lo cierto es que escondidas
tras esta partitura se vislumbran una enorme cantidad de consideraciones y preguntas.
Una vez finalizada su formación y los estudios de teoría musical y composición en 1972,
su prometedora carrera dio un salto hasta convertirle en figura prominente de la nueva escena musical europea gracias al éxito de su primer
trabajo “Morphonie”, estrenado en el Festival de
Donaueschingen de 1974.
“Die Eroberung von Mexico” fue llevada al
disco en 1995 por Ingo Metzmacher y la Hamburg State Philharmonic Orchestra, con las voces
de Georg Becker, Renate Behle, Hans Joachim
Frey, Carmen Fugiss, Peter Kollek, Susanne Otto
y Richard Salter.
Antiguo alumno de Stockhausen, Rihm
pronto emprendió la tarea de forjarse un estilo
personal con una actitud vitalista y desenfadada,
lejana de cualquier afán de sistematización. Se
mueve a sus anchas por vastos parajes sinfónicos,
pero no desatiende la música de cámara, a la cual
ha contribuido con valiosas aportaciones
Wolfgang Rihm
Wolfgang Rihm nació el 13 de marzo 1952
en Karlsruhe (Alemania), una ciudad próxima a
la frontera con Francia y Suiza, a tiro de piedra
de Estrasburgo y Basilea. En la actualidad continúa residiendo en su ciudad natal, en un amplio
apartamento rodeado, como no puede ser de otra
manera, de libros y partituras. También cuenta
con una notable colección de pinturas de artistas contemporáneos, principalmente de su buen
Sin lugar a dudas: Wolfgang Rihm es un
fenómeno poco frecuente. Su conocimiento de la
música (el arte y oficio de la composición, así como
de la historia de la música desde la antigüedad hasta
nuestros días) es enorme. Pero también parece saber
todo lo que necesita saber sobre literatura, pintura,
arquitectura, filosofía… y navega libremente por
42
(como escribió un articulista británico) apto para
cualquier estación. La mayor parte de su obra aún
no ha sido grabada comercialmente.
ellos usándolos como fuentes de inspiración. Echar
un vistazo a sus textos relacionados con la música es
una buena indicación de la amplitud de su cultura:
de Homero a través de Hölderlin y Goethe a Rilke,
Botho Strauss y Durs Grünbein.
Rihm ha escrito una “música nueva”, como
suele decirse, y algunos de sus títulos se han convertido en claros referentes de la historia de la
música de la postguerra. Sus obras son interpretadas de forma habitual por solistas, grupos de cámara y orquestas y se han convertido en una par-
El mundo que ha creado con sus composiciones, que a día de hoy superan las 400 obras,
es un verdadero universo en sí mismo. Este universo, rico y diverso, hace de Rihm un compositor
43
Rihm es un compositor que pone un gran
signo de interrogación sobre todas sus obras y nunca considera una obra ya terminada como la última
palabra de una línea de trabajo musical. Cada nuevo trabajo es una respuesta a la cuestión planteada
por la pieza anterior y cada nuevo trabajo plantea
preguntas para las que buscará una respuesta en
la composición posterior: A modo de ejemplo, su
obra orquestal “Ins Offene...” (1990) fue reescrita
completamente en 1992 y posteriormente usada
como base para su concierto para piano “Sphere”
(1994), antes de que la parte de piano de “Sphere”
fuese retomada a su vez para la obra para piano
solo “Nachstudie” (también de 1994).
te integral del repertorio (“Jagden und Formen”,
el ciclo “Chiffre”, “Pol - Kolchis – Nucleus”) Son
igualmente importantes sus composiciones que
se inspiran de alguna manera en de la música de
los siglos pasados: oratorios con un punto de referencia en Johann Sebastian Bach (“Deus Passus”), piezas orquestales con sonido y texturas
que recuerdan a Brahms (“Ernster Gesang”, “Das
Lesen der Schrift”), música de cámara en la estela
de Robert Schumann (“Fremde Szenen”).
En los últimos años de la década de los setenta y primeros años ochenta su nombre estuvo
asociado con el movimiento denominado Nueva
Simplicidad. En la actualidad, sus trabajos continúan explorando el terreno expresionista, si bien
la influencia de Luigi Nono, Helmut Lachenmann y Morton Feldman, entre otros, ha afectado significativamente su estilo.
Suelen presentarse en forma de ciclos, de
familias de trabajos, que entretejen una red con
otros ciclos y piezas individuales (una red sólo
para ser captada por iniciados).
Wolfgang Rihm cuenta con una considerable experiencia operística. Ya a la edad de 25
años, compuso una ópera de cámara (“Jakob
Lenz”) que se ha convertido probablemente en la
pieza de teatro musical contemporáneo alemán
más frecuentemente representada. “Jakob Lenz”
ha sido seguida por una serie de óperas de gran
formato (“Hamletmaschine Die”, “Die Eroberung
von Mexico”, “Das Gehege”), así como un trabajo
de teatro musical experimental (“Séraphin”).
Todo está en permanente crecimiento, el trabajo nunca se detiene, se producen nuevas composiciones, entran en relaciones interesantes con otros
trabajos, revisándolos y complementándolos.
Si se tiene en cuenta que también es un
notable dibujante y si se lee el poema que ha escrito sobre el concierto para trompeta Marsyas,
es necesario admitir que Wolfgang Rihm es, de
hecho, un artista de gran complejidad inspirativa
y de una erudición poliédrica propia de los sabios
de épocas pasadas.
Es asimismo es uno de los compositores de
canciones más importantes de nuestro tiempo y
sus cuartetos de cuerda (de los que hay muchos
más que los doce numerados) son interpretados a
menudo en ciclos e interpretados por una amplia
gama de formaciones.
En la actualidad, Rihm ostenta el cargo de
Director del Instituto de Música Moderna en el
Conservatorio de Karlsruhe y ha sido compositor
residente de los festivales de Lucerna y Salzburgo.
44
The Indian
Queen
Henry Purcell (1658-1695)
45
the indian queen
Henry Purcell (1658-1695)
PRODUCCIÓN DEL TEATRO REAL EN COPRODUCCIÓN CON LA ÓPERA DE PERM.
Director musical: Teodor Currentzis
Director de escena: Peter Sellars
Escenógrafo: Gronk
Figurinista: Dunya Ramicova
Iluminador: James F. Ingalls
Coreógrafo: Christopher Williams
Doña Luisa: Julia Bullock
Doña Isabel: Nadine Koutcher
Dioses Mayas: Christophe Dumaux
Vince Yi
Markus Brutscher
Noah Stewart
Luthando Qave
Mattia Olivieri
MúsicAeterna
(Coro y Orquesta de la Ópera de Perm)
5, 7, 9, 10, 13, 15, 17, 19 de noviembre de 2013
20.00 horas; domingos, 18.00 horas
46
Argumento
The Indian Queen (La reina india)
Fernando Fraga
Como obra que pertenece a un género típi-
en el cuadro del encantamiento (acto III) y en
camente inglés como es la masque (máscara), esta
el momento del sacrificio (acto V). A más de la
póstuma partitura de Henry Purcell aúna influen-
obertura y varias canciones. Daniel Purcell, her-
cias francesas e italianas en la suma de una mú-
mano del compositor, terminó la partitura a la
sica intercalada con textos literarios y danzas, en
muerte de éste añadiendo, según algunos estu-
una forma teatral que ha sido considerada como
diosos, el número final.
semi-ópera.
La obra se inicia en plena guerra entre los
La composición de Purcell aparece refleja-
mexicanos aztecas y los invasores peruanos. Sin
da en cuatro escenas, en el prólogo, en el enfren-
duda, Dryden y Howard (autores del texto) y en
tamiento entre la Fama y La Envidia (acto II),
su efecto los Purcell, ignoraban el distanciamiento
47
geográfico (y temporal) entre los contendientes.
Montezuma, un valeroso caudillo a sueldo de las
fuerzas peruanas, en una de las batallas captura a
Acacis, un príncipe mexicano.
convoca a los espíritus del aire con la función de
aliviar las penas de la desconsolada reina.
Complicando aún más estos acontecimientos, el hijo de Zempoalla, Acacis, se prenda de los
encantos de Orazia, pasión que es alentada por
la madre como una manera sutil de vengarse del
desdén de Montezuma.
Como recompensa a este rico botín humano, Montezuma pide al rey inca la mano de su
única hija, Orazia. El rey, pese a agradecer el valor
y la astucia militar de su caudillo, se niega a ello
ya que lo considera inapropiado marido para su
hija, dados sus oscuros orígenes.
Más todo resulta vano. Montezuma sigue
en sus trece sin prestarle la más mínima atención
a Zempoalla. Esta, en un arranque de incontrolada ira, para vengarse ordena una triple muerte: la
de Montezuma, Orazia y el rey peruano.
Montezuma monta en cólera y para vengarse de tamaño desprecio se pasa al enemigo.
Al frente de las tropas mexicanas no tiene el más
mínimo problema en derrotar a los peruanos, menos preparados y mal organizados para la lucha.
El botín de la victoria pone en manos de Montezuma y de los mexicanos al rey del Perú y a su
hija Orazia.
A punto de consumarse el sacrificio, se descubre que Montezuma es el legítimo heredero al
trono mexicano, como hijo de la reina que anteriormente había destronado Zempoalla. Esta y
su hijo Acacis, comprendiendo que es imposible
la realización de sus deseos amorosos, toman el
camino más directo y fácil: se suicidan. El rey peruano, al comprobar la categoría social de Montezuma, no hace ahora remilgos para que el futuro
emperador azteca se case con su hija Orazia.
En tierras mexicanas, por otro lado, la situación también participa de algún matiz de
confusión, ya que la reina legítima ha sido destronada por la ambiciosa Zempoalla. Esta, nada
más conocer a Montezuma, cae perdidamente
enamorada de él, aunque capta de inmediato que
su pasión no es correspondida: Montezuma sigue
ardientemente atraído por Orazia.
Además de todos estos personajes que son
los que en realidad sostienen la acción principal,
aparecen en la trama dos jóvenes, un indio anónimo y una india, Quivera, a quienes se destinan
algunos bellos momentos canoros.
Zempoalla no se conforma con este rechazo y para conseguir el amor del imponente
caudillo acude al mago Ismeron para que si no
se lo soluciona, al menos, le descubra cuál es su
porvenir sentimental. Las fuerzas sobrenaturales
convocadas por el mago, empero, son incapaces
de revelárselo y, en su lugar, el frustrado adivino
48
La fama y la envidia. Música
y teatro en The Indian Queen
Enrique Martínez Miura
común a todos los dramas o comedias barrocos
europeos. Sin embargo, lo verdaderamente distintivo de la situación inglesa fue que impulsó un
producto a medio camino de la música incidental y la ópera en sentido estricto. A dicho género
los historiadores modernos han dado en llamarlo semiópera. Pese a su lugar no fundamental, la
música era el elemento que más atraía al público
de la época, según el testimonio del historiador
Charles Burney. El mismo Purcell, responsable de
gran cantidad de partituras incidentales, caso por
ejemplo de Timón de Atenas o Diocleciano, forjó
algunos de los mejores frutos de
este híbrido con
The Fairy Queen
o King Arthur.
Oscurecidas por los bicentenarios de Wagner y Verdi, las celebraciones de la primera centuria de la venida al mundo de Benjamin Britten
están transcurriendo muy discretamente entre nosotros –aunque el CNDM anuncia precisamente
un interesante ciclo para su temporada venidera-,
no así, obviamente, en el ámbito anglosajón. La
referencia a Britten, en tanto que máximo operista
–sin negar en absoluto las desigualdades de calidad
entre títulos- que han producido las Islas Británicas, permite echar una mirada retrospectiva sobre
la figura que supuso el antecedente más que obvio
para su empeño, Henry Purcell. El compositor moderno, que fue editor e intérprete de su ancestro
artístico, buscó deliberadamente enlazar su propio
estilo con esa tradición, bien que la hipotética red
de conexiones culturales lanzada hacia el pasado
se situara de hecho más en un territorio ideal que
estrictamente histórico.
Para empezar, y en absoluto es una cuestión
menor, Purcell no escribió más que una obra, Dido
y Eneas (1689), que supere todos los criterios modernos de lo que entendemos por una ópera. No
fue ésta una peculiaridad que bañase únicamente las partituras del llamado Orpheus Britannicus,
sino algo que distinguió muchos de los primeros
pasos del naciente género lírico al otro lado del
canal. La cuestión radica en que la ópera inglesa nació como derivación de la presencia de la
música en el teatro hablado, algo en principio
49
Ahora bien, con idiosincrasia inequívocamente británica, los autores del momento no
entendían que las obras autóctonas fueran en definitiva distintas de las del continente y que por
tanto su forma característica de teatro con música era tan ópera como la de italianos o franceses.
Representativa de esta opinión es la de George
Granville, barón de Lansdowne, quien en el prefacio de la edición de su The British Enchanters
–inevitablemente considerada hoy una “pseudoópera”- ,posterior en una década a la muerte de
Purcell, aclara que en la ópera inglesa, por oposición a la italiana o la francesa, los diálogos serán
hablados, dado que “si los números son armoniosos por sí mismos, no habrá necesidad de ponerlos en música; un buen verso, bien pronunciado,
es musical por sí mismo y hablar es ciertamente
más natural para el discurso que cantar”. La paradoja suprema se da en esta demanda de “naturalidad” en el marco de la práctica de un arte
teatral como el barroco, cuya aspiración máxima
era maravillar al espectador con sus maquinarias
prodigiosas, argumentos excesivos y lujo escénico
de todo orden. Una aglomeración de elementos,
puede que un punto caótica, pero con la que se
perseguía un efecto artístico de orden superior.
extraño mestizaje escénico que se viera sobre las
tablas londinenses, una tragédie-lyrique con una
fortísima impronta del estilo de Lully con letra
en inglés. No es superfluo tener en cuenta que
Dryden consideró el proyecto de combinar Albion
and Albanius y King Arthur, algo que finalmente
no prosperó, pero que acaso hubiera supuesto la
cima de su aportación al drama heroico, el género
teatral al que se entregó con más ahínco, muchos
de cuyos temas y planteamientos coinciden con
las líneas generales de la ópera seria barroca.
El drama heroico aspiraba a esa elevada
categoría por la índole misma del principal personaje protagonista, fuera éste Moctezuma, Almanzor, Cortés o César, que no por las peripecias
a que el mismo se viera sujeto.
En el caso de Dryden, una de las fuentes
más evidentes para su teatro se encuentra en los
dramas de Corneille, que estaba todavía activo en
Francia cuando el británico entregó a la escena
sus primeras producciones; no obstante, Corneille
había emprendido ya la rampa de la decadencia,
en gran parte por la pujanza del nuevo astro del
drama en francés del siglo clásico, Racine. Ciertamente, Dryden no desconocía la creación dramática de Racine, pero no sintonizaba en absoluto
con sus claves para llevar al nudo trágico. Incluso
critica al escritor francés en All is for Love (1678):
“Así, su Hipólito es tan escrupuloso en punto a
decencia que preferirá exponerse a la muerte que
acusar a su madrastra ante su padre”. Lo cierto es
que Dryden se mostró puntilloso en exceso con
la Fedra (1677) raciniana, dado que el conflicto
entre pudor y lealtad que afirma no comprender
no es sino el que proviene de la tragedia original
El que fuera el dramaturgo más influyente
de la época, John Dryden, creía que la ópera no
debería ser sino “un cuento poético, una ficción
representada con música vocal e instrumental y
adornada con decorados, maquinaria y danza”.
Estas palabras provienen del prefacio de su Albion and Albanius (1680), que puesta en música
por el catalán activo en Inglaterra Luis Grabu (posiblemente nacido en Salou) cuajó como el más
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51
ver con España, porque su ambientación parece
desarrollarse más en una Tierra Media de fantasía
que en el genuino Nuevo Mundo, puesto que los
imperios azteca e inca se encuentran geográficamente tan cerca como para entablar un conflicto
armado entre ellos. La obra de teatro original se
estrenó con un éxito razonable en 1664, reponiéndose de hecho algunas veces, la última el 27
de junio de 1668, desapareciendo después bastantes años, hasta que en 1694 se puso en marcha
su conversión en ópera. Tanto el drama primitivo como la llamémosle semiópera con música de
Purcell plantean algunos interrogantes no faltos
de interés. La obra teatral, grandilocuente y anacrónica para el gusto actual, se atribuye tradicionalmente a Dryden en colaboración con su cuñado, sir Robert Howard. Muchos estudiosos de la
historia del teatro inglés consideran que es prácticamente imposible distinguir lo que se debe a la
pluma de Dryden de la de Howard. Con todo, por
tono y plan constructivo, todo respira el estilo de
Dryden. Es significativo que The Indian Queen
tuviese una secuela, ésta de Dryden en solitario,
The Indian Emperor, or the Conquest of Mexico
by the Spaniards, fechada en 1665, que se valora
como un acabado ejemplo de tragedia heroica rimada y eso que su autor reconocía que tuvo que
partir de unos materiales dramáticos algo pobres.
Mas en la propia Indian Queen el modelo heroico tampoco deja de cumplirse, aunque esa figura
arquetípica sea más bien la de Montezuma, general de las fuerzas incas que acaban de derrotar
a los aztecas, y no la reina titular. Su heroísmo
consiste en que es capaz, aunque sea orgulloso
e impulsivo, de dominar sus pasiones, al contrario de Zempoalla. La tesis de la obra es la misma
de Eurípides. Ahora bien, lo que latía bajo estas
críticas, no del todo bienintencionadas, era reflejo de la situación del teatro inglés de la segunda
mitad del siglo XVII. Los públicos británicos necesitaban todavía los grandes héroes al estilo de
Corneille y esa demanda coincidía en lo fundamental con lo que Dryden perseguía en tanto que
autor. En éste, como en Corneille, lo crucial es la
intriga, una auténtica avalancha de sucesos que
lleva al espectador de clímax en clímax sin dejarle
un momento para el respiro. Ni que decir tiene
que la absoluta despreocupación por la fidelidad
histórica que se aprecia en Corneille se trasmitió
igualmente a su admirador inglés.
En una de sus piezas de las que gozaron de
mayor éxito en la época, The Conquest of Granada (1671), los despropósitos son continuos: a un
tal Boabdelin, supuesto rey de la ciudad andaluza, le ayuda el heroico Almanzor en su lucha tan
desesperada como noble con los españoles, cuyo
rey al menos se llama Ferdinad. Pero lo espectadores no buscaban sobre las tablas lecciones de
historia, sino personajes de poderosa caracterización sometidos a la prueba de situaciones trágicas
y cargadas de emoción. Y esto se lo daba Dryden
con creces. Otra obra de tema español, The Spanish Fryar (1680), le causó al escritor no pocos
quebraderos de cabeza, pues estuvo prohibida
durante todo lo que quedaba del reinado de Jacobo II, muerto el primer año del siglo XVIII. Ello se
debió al personaje que daba nombre a la obra, al
monje español Dominick y por razones de intransigencia de índole religiosa.
El drama The Indian Queen no recrea obviamente un argumento que tenga mucho que
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de tantísimo teatro barroco, el camino del honor
sólo lo traza la razón, como prueba que Montezuma lo preserve pese a que infortunios sin tasa
pongan a prueba su autocontrol.
Las dos ediciones de la tragedia publicadas en el siglo XVII asignan la obra únicamente a
Howard y el mismísimo Dryden, en el catálogo de
obras propias que elaboró en 1691, no recoge The
Indian Queen. Es plausible que Dryden pergeñase
la estructura general de la pieza y fuese Howard el
que la desarrollase.
Cuando se retomó la pieza para reconvertirla en ópera, los autores –probablemente sólo
Howard- procedieron a varios cambios y cortes.
La implicación de Purcell suponía su proyecto
escénico más ambicioso del año 1695, pero una
serie de imprevistos complicaron enormemente
su despliegue, hasta el punto de que finalmente
su aportación musical apenas llega a la hora de
duración. Desde luego, no fue ajeno el hecho de
la ruptura de la compañía de actores con la que
había trabajado, la United Company, a finales
de 1694. Thomas Betterton, que había producido Diocleciano, King Arthur y The Fairy Queen,
se marchó con la mayor parte de actores y cantantes para fundar una compañía rival. Como
tampoco lo fue la inesperada muerte de la reina
María II, en diciembre de 1694, para la que el
músico tuvo que redactar la acostumbrada oda
fúnebre. Así que el compositor no se puso manos
a la obra hasta 1695. La fecha exacta del estreno,
que se sabe aconteció en Dorset Garden, continúa siendo todo un enigma, hasta el punto de
que se ha propuesto toda una franja que va de la
Pascua al otoño de ese año. También se conoce
53
obra teatral, aunque sí que lo fundamental son
las cuatro escenas principales, entre las que se
intercalan sinfonías, danzas y piezas con protagonismo de la trompeta que se distribuirían de
forma básicamente predeterminada. Sólo hay
un manuscrito preservado que contenga toda
la música, pero es probable que en varios casos
coloque en un lugar equivocado de la tragedia la
música de Purcell. Sólo en dos ocasiones la composición de Purcell ha sido editada: en 1912, la
edición original, la llevada a cabo por Dent, y
mucho tiempo después, en 1994, en el cuadro
de la publicación de las obras completas de Purcell, que recoge incluso los números de la música
incidental anónima que acompañó el estreno de
la tragedia en 1664. Editores e intérpretes continúan discrepando en cuanto al orden de varias
de las páginas purcellianas.
otra escenificación segura, la del 29 de abril de
1696, ante los embajadores venecianos, pero se
tiene la certeza de que esta ocasión no era la del
estreno.
La reutilización de algunas músicas propias hace pensar que Purcell estuvo apurado de
tiempo y el añadido de la masque de su hermano
Daniel como final –que no se oyó en el estrenoseñala que fatalmente le alcanzó la muerte antes de acabar. Posiblemente hubiera sumado más
música a la que en cualquier caso es una partitura muy variada, con una eficaz escritura para la
cuerda y números de entidad para los cantantes,
en especial la parte de soprano, que iba a ser asumida por Annabella Howard, esposa de uno de los
coautores del texto.
Por lo que se sabe, la música de Purcell ha
llegado hasta nosotros prácticamente completa,
pero así y todo suscita muchas dudas. No está en
absoluto clara su relación detallada con la
Antes incluso de la obertura, Purcell dispuso dos piezas iniciales, cuya función evidente
era la de ir animando al público asistente a
tomar asiento. Varias fuentes manuscritas
omiten esta música, pero hay certeza de
su existencia antes del prólogo. Son una
First Music, constituida por Air a tiempo
Moderato y una Hornpipe en Allegro. La
Second Music presenta una distribución
muy semejante: Air (Allegretto) y Hornpipe (Allegretto). Estos números algunos intérpretes –de forma algo incoherente- los sitúan antes del acto quinto.
La concisa obertura propiamente dicha
presenta una forma a la francesa, con una majestuosa introducción lenta seguida de
una parte rápida en escritura imita54
tando en un estilo típicamente purcelliano. La
canción del muchacho Their looks are such es en
realidad un inciso para encadenar con un nuevo
y brillante dúo en Allegro de los personajes If so,
your goodness, también en imitación.
tiva. A la cuerda se añade la trompeta solista, duplicada por los violines primeros, en la inmediata y brevísima Trumpet Tune; brillante y marcial,
no pasa de ser una fanfarria que avisa que entra
el Prólogo. Se inicia éste con la canción Wake,
Quivera, wake, que entona un muchacho indio
(contratenor), con sencillo acompañamiento de
bajo continuo. El personaje de Quivera (soprano)
canta la canción Why should men quarrel, un Allegretto con dos flautas de pico obligadas donde se
expresa la ansiedad del personaje por los conflictos humanos. El recitativo del muchacho By
ancient prophecies adquiere en su tramo final un
carácter de arioso, enlazando con el esperanzado
dúo If these be they en que las voces se van imi-
La First Act Tune, una nueva Trumpet Tune,
separa el primer del segundo actos. Se inicia la segunda jornada con una sinfonía bipartita de rica
y colorista instrumentación a base de trompeta,
oboes, cuerda y continuo. El material está tomado de la oda Come, ye sons of art, página de aniversario para la reina María, añadiéndose un movimiento final nuevo a ritmo triple. Su desarrollo
responde a la secuencia Moderato-Canzona-Adagio-Allegro. Asistimos a una divertida masque (en
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By the croaking and the toad, de estrafalario texto, en cuyo significado penetra el compositor con
agudeza. Toda esta sección, con su recorrido por
multitud de estados de ánimo, se hizo muy célebre
en tiempo del compositor. A su éxito contribuyó
seguramente su primer intérprete, un joven bajo
llamado Richard Leveridge. Ha de reconocerse
que se trata de un instante que dramática y musicalmente resulta crucial, el verdadero centro de
la abigarrada amalgama que constituye The Indian
Queen, donde Purcell además se mueve por zonas
armónicas muy contrastantes.
absoluto traducible como “mascarada”) centrada
en los arquetipos de La Fama y La Envidia. La
masque era un inciso dentro del curso de la obra
principal, donde los espectadores esperaban que
los asombrasen y abrumasen por medio del lujo
del vestuario, las sorpresas de los decorados, la
música y la danza. Aquí Purcell se sirvió de una
estructura antigua, adaptándola a gran escala.
La Fama (contratenor) entona su canción
I come to sing great Zempoalla’s story. A la entrada del coro, la parte orquestal se enriquece con
la instrumentación de la sinfonía. El trío What
flatt’ring noise is this tiene un tratamiento puntilloso e irónico, al estar protagonizado por La Envidia (bajo) y dos seguidores. Los sonidos seseantes
comunican la idea de la falsedad de los personajes. Como ocurre tantas veces en la producción de
Purcell, el personaje malvado está mucho mejor
caracterizado musicalmente que el positivo. La
Fama, en Scorn’d Envy, refuta sus ataques; replica
La Envidia con I fly from the place, que reexpone
el tema del trío envidioso. Begone, Begone de La
Fama concluye retomando I come to sing.
Al acabar Ismeron, se invoca ya la presencia
del Dios del Sueño, porque se deja oír una sinfonía, que ha sido definida con cierto humor como
somnolienta, en Allegretto, con la participación
junto a la cuerda de la pareja de oboes; sirve de
introducción a la aérea canción Seek not to know,
que protagoniza el propio Dios del Sueño (soprano), invocado por Ismeron. En su parte central,
se encuentra un recitativo que sirve de intermedio de cara a la segunda parte de la canción, más
animada. La siguiente música aportada por Purcell es una Trumpet Overture de cierta entidad,
dividida en secciones contrastantes, introducción, fuga, canzona y un llamativo cierre a tempo
lento. El dúo Ah how happy (Andante), a cargo de
contratenor y tenor, ofrece un sereno despliegue
de vocalizaciones que expresan la alegría de los
dos espíritus. Éstos se presentan en el liviano dúo
de sopranos We the spirits of the air. La encantadora canción de la soprano I attempt from Love’s
sickness, una de las creaciones vocales cortas más
famosas de Purcell, da paso a que se recupere variadamente We the spirits of the air.
La Second Act Tune es una ceremoniosa
Trumpet Tune. Tras dos breves danzas, tiene lugar
el recitativo Ye twice ten hundred deities del personaje de Ismeron (bajo), de enorme capacidad de
sugerencia aun en su sencillez, una música que posiblemente sea la más lograda de encantamiento
de las escritas por Purcell. Al historiador Charles
Burney le parecía el mejor recitativo corto en lengua inglesa que conocía. Alcanza una angustiada
conclusión cromática sobre las palabras “what
strange fate…”. Da paso a un aria con una primera
parte muy ritmada y la segunda de sinuoso perfil,
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Tras el Third Act Tune, un elegante Rondeau para cuerda, la única música de Purcell que
se conoce para el acto cuarto es la canción para
soprano They tell us your mighty powers above,
suavemente teñida de melancolía. La seguramente existente Four Act Tune debió de perderse
y desde luego la edición más reciente de la partitura no la incluye, bien que para la ocasión del
estreno pudo emplearse alguna pieza purcelliana
preexistente.
de su estilo, en especial en la escritura instrumental. Se suceden el contemplativo coro While thus we bow, el recitativo del Sumo Sacerdote
(bajo) You who at the altar stand, con respuestas
del coro, y el coro All dismal sounds, que finaliza
con una atmósfera muy lejos de la brillantez pero
donde la paleta armónica de Purcell se muestra
en toda su originalidad. El efecto final estaba reservado para la masque de cierre, pero esa parte la
tuvo que escribir Daniel Purcell por la muerte de
su hermano. La masque de Daniel Purcell es una
glorificación del matrimonio. Se distribuye según
un esquema formal muy conocido: sinfonía introductoria, canciones, dúos y piezas para trompeta,
pero toda la composición apenas es un pretexto
para el gran coro final que estaba ausente en la
obra principal.
En el acto quinto, Purcell ilustró en sonidos
la parte titulada The sacrifice, para algunos críticos una última participación más bien decepcionante, un anticlímax por su escasa entidad y sus
convencionalismos. Un juicio posiblemente en
exceso duro, porque en estos tres números Purcell recapitula varios de los elementos constitutivos
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L’elisir d’amore
Gaetano Donizetti (1811-1880)
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l’elisir d’amore
Gaetano Donizetti (1811-1880)
NUEVA PRODUCCIÓN DEL TEATRO REAL EN COPRODUCCIÓN CON EL PALAU DE LES ARTS DE VALENCIA.
Director musical: Marc Piollet
Director de escena: Damiano Michieletto
Escenógrafo: Paolo Fantin
Figurinista: Silvia Aymonino
Iluminador: Alessandro Carletti
Director del coro: Andrés Máspero
Adina: Nino Machaidze (2, 4, 6, 15, 17, 20)
Camila Tilling (3, 7, 9, 11, 14)
Eleonora Buratto (8, 13, 18)
Nemorino: Celso Albelo (2, 4, 6, 15, 17, 20)
Ismaell Jordi (3, 7, 9, 11, 14, 18)
Antonio Poli (8, 13)
Belcore: Fabio Capitanucci (2, 4, 6, 8, 13, 15, 17, 20)
Gabriele Viviani (3, 7, 9, 11, 14, 18)
Dulcamara: Erwin Schrott (2, 4, 6, 8, 13, 15, 17)
Paolo Bordogna (3, 7, 9, 11, 14, 18, 20)
Giannetta: Auxiliadora Toledano (2, 4, 6, 8, 13, 15, 17, 20)
Mariangela Sicilia (3, 7, 9, 11, 14, 18)
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid)
2, 3, 4, 6, 7, 8, 9, 11, 13, 14, 15, 17, 18, 20 de diciembre de 2013
20.00 horas; domingos, 18.00 horas
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Argumento
L’elisir d’amore
Fernando Fraga
pronto, Adina, aparta sus ojos de la lectura y se
pone a reír estrepitosamente. Interrogada por el
motivo de sus carcajadas, la muchacha les narra
la historia que ha estado leyendo, la de Tristán e
Isolda, y la de un brebaje misterioso que ha puesto al descubierto su común pasión amorosa.
Acto I
La acción transcurre en una aldea del país
vasco. En los alrededores de una granja, Gianetta
y otros aldeanos descansan aliviándose de su
jornada laboral, coro “Bel conforto al mietitore”.
Nemorino, un lugareño bueno y simple, enamorado de la rica y caprichosa dueña de la granja,
Adina, contempla ensimismado como ésta lee
atentamente un libro ajena al bullicio que la rodea, cavatina “Quanto è bella, quanto è cara”. De
Un hecho que a ella le resulta, por lo menos, hilarante, cavatina “Della crudele Isotta”.
El relato, sin embargo, deja intrigado y perplejo a Nemorino. Se escucha una marcha militar
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menos ha de tardar un día en manifestarse. Este
es el plazo para que Dulcamara pueda irse del
pueblo sin tener que atender a reclamaciones, escena y dúo “Voglio dire … lo stupendo”.
anunciando la llegada del presuntuoso sargento
Belcore, que galantea a todas las chicas casaderas, en particular a Adina a quien ofrece, cual si
fuera un galante Paris ante una nueva Elena, un
ramo de flores, cavatina “Come Paride vezzoso”.
Adina no toma demasiado en serio al presumido
militar, pero le invita junto a su tropa a tomar un
refrigerio, mientras los aldeanos reanudan su labor. Nemorino, tímidamente, retiene a Adina. La
muchacha está algo harta de las miradas lánguidas y de los suspiros apasionados de su admirador,
haciéndoselo saber puesto que ella es una mujer
inconstante y libre. Al mismo tiempo aprovecha
para reprocharle el que debería ocuparse de su tío
rico que está a punto de fallecer en la ciudad, dúo
“Chiedi all´aura lusinghiera”.
Nemorino está entusiasmado y comienza a beber. Pronto los efectos del vino se hacen
evidentes, recitativo “Caro elisir, sei mio,sì tutto
mio”. Cuando Adina sale de la casa se sorprende al ver tan animado a su admirador que, para
colmo, apenas le hace caso, duetto “Esulti pur la
barbara”. La indiferencia de Nemorino saca un
poco de quicio a la muchacha; reaparece Belcore
con sus renovados requerimientos matrimoniales
y son repentinamente aceptados por ella.
Nemorino, confiado en los efectos del
elixir, se toma a risa tal proyecto matrimonial,
terceto ”In guerra ed in amore”. Pero la llegada
inesperada de Gianetta, con la noticia de que el
sargento y su tropa han de partir de inmediato,
obliga a los contrayentes a adelantar para ese
mismo día la celebración de la ceremonia. Esto
llena de desesperación al infeliz Nemorino, que
ruega patéticamente a Adina que retrase un día
la ceremonia para así dar tiempo a que el elixir
realice sus efectos, larguetto “Adina, credimi” y la
stretta final “Fra lieti concenti”.
Una vez finalizado este desencuentro entre la pareja, hace su entrada anunciado por una
pomposa música que llama la atención de todo
el pueblo, coro “Che vuol dire codesta suonata”.
Dulcamara, un médico ambulante que ofrece
con un lenguaje florido y estentóreo un producto milagroso, capaz de curar cualquier dolencia o
fragilidad corporal, cavatina “Udite, udite, o rustici attenti”.
La venta es copiosa, y una vez despejada
la plaza, Nemorino tiene una repentina idea. Se
acerca al medicucho, preguntándole si, por casulidad, no tiene entre sus mercancías ese elixir de
amorque sirvió para que Tristán e Islda se enamorasen. La sorpresa de Dulcamara es mayúscula,
pero reacciona a tiempo y contesta afirmativamente. Le vende una botella de burdeos, dando
al muchacho una serie de observaciones para que
el licor produzca el esperado efecto que, por lo
Acto II
En la casa de Adina se prepara la celebración de la boda, coro “Cantiamo, facciam brindisi”. Dulcamara, que ha sido invitado a la ceremonia y al banquete, para animar a la concurrencia
canta una barcarola en compañía de la novia “Io
son rico é tu sei bella”
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que prefiere morir como soldado si ella no corresponde a su amor. Ante esta fogosa declaración,
Adina se rinde finalmente y los dos jóvenes se
confiesan su mutuo amor.
Todos los asistentes se trasladan al lugar
donde va a firmarse el contrato nupcial, salvo
Dulcamara que sigue disfrutando del banquete.
En ésta situación le halla Nemorino que desesperado viene a comprarle otra vez el elixir amoroso,
pero uno que haga un efecto más rápido y contundente.
Abrazados los encuentra Belcore que no
se desespera por haber perdido a Adina, pues el
mundo está lleno de mujeres que podrán enamorarse de él.
Pero Nemorino no tiene dinero para pagarlo, se encuentra con Belcore, un tanto perplejo
con Adina que no ha firmado todavía los papeles
matrimoniales. Belcore propone a Nemorino una
manera rápida de conseguir dinero: alistarse en el
ejército. Nemorino firma los papeles de su alistamiento y rápidamente va en busca del doctor,
dúo “Venti scudi”. Gianetta comenta los últimos
acontecimientos ocurridos en la ciudad: el tío de
Nemorino ha fallecido y le ha dejado heredero de
una gran fortuna, coro ”Saria possibile¡”. Aparece
Nemorino algo achispado y todas las muchachas
le rodean coqueteando con él, efecto que el muchacho atribuye al elixir amoroso, cuarteto y coro
“Dell elisir mirabile”. Sorprendida Adina intenta
acercarse al muchacho sin conseguirlo. Entonces
comprende sus verdaderos sentimientos hacia
Nemorino. Dulcamara intenta venderla el elixir,
pero ella lo rechaza. Se valdrá de sus encantos
que si son infalibles, dúo “Quanto amore”.
Dulcamara hace propaganda de su elixir
que despierta no sólo el amor sino que también
da riquezas, final “Ei corregge ogni difetto”.
Nemorino ha conseguido alejarse de sus
admiradoras y sigue suspirando por el amor de
Adina, en cuyo rostro ha visto deslizarse una lágrima inesperada, aria “Una furtiva lagrima”. Pero
Adina, que ha rescatado de Belcore el alistamiento firmado por Nemorino, es incapaz todavía de
demostrar sus sentimientos, aria “Prendi, per me
sei libero”. Nemorino, ya desesperado, le confiesa
64
Tristán e isolda en la aldea
Luis Suñén
muelle al análisis riguroso de lo que el arte tiene de
complejísima actividad intelectual, gustan de la voz
como pretexto y casi como texto. Mientras, sus detractores olvidan que en la consideración de la voz
como vehículo que circula por un canon, tan inflexible como el de la danza, se sostienen unos cuantos
capítulos de la historia de la música. Capítulos en
los que se especializan gentes que llegan a alcanzar unos extremos de erudición sobre su tema que
acaban por seducirnos como la mirada de la cobra o
como le sucede a aquel que, sin saber nada del noble arte del ajedrez, lee esas partidas resumidas en
cifras, letras y signos sin entender nada pero seducido, hipnotizado por algo que lleva siempre hacia un
final que se presume implacable. Leer los estudios
de Philip Gossett y Alberto Zedda sobre Rossini o
de William Ashbrook sobre Donizetti es entrar en
un mar vastísimo y seductor, lleno de detalles, de
guiños, de sucedidos, de dramas y de comedias que,
sumados, nos ofrecen un cuadro animadísimo de
las relaciones entre música y sociedad sin renunciar
ni a las armas de la una ni a las circunstancias de la
otra. Vaya este exordio por delante no para prevenir
al amable lector de lo que sigue sino más bien para
hacerle un poco cómplice, animarlo si aún no le seduce suficientemente este elixir que sólo tiene de
mágico lo que la música le presta.
Durante una época de la vida de bastantes
aficionados –de la mía, desde luego, sobre todo al
inicio del aprendizaje en el que todavía me hallohay nombres que sólo se pueden pronunciar en
voz baja no sea que la cátedra nos riña por mentarlos. Uno fue, desde siempre, Chaikovski, músico al que se llega solamente tras un largo aprendizaje a través de una ascética que nos hace ver que
sus delicias terrenales bien merecen la transgresión de las normas del rigor intelectual. Quiero
decir que se empieza confesando el gusto por sus
ballets y se termina diciendo que la sinfonías son
una maravilla y Onegin una obra maestra.
Cuesta pero se queda uno tan a gusto que
el esfuerzo merece la pena. El otro ejemplo de
dureza en la gestión es el belcanto, la lírica que
parece nacer y morir en sí misma, que busca por
encima de todo la consecución de una belleza a
veces simple de pretexto pero que sin la perfección técnica que pide, al alcance de muy pocos,
no sería ni pertinente ni, directamente, posible.
Y si Chaikovski al final se salva y nos salva, todos
juntos, porque la así llamada alta cultura musical
lo asimila a su manera, la cuestión del belcanto
marcha por derroteros muy distintos.
Confesarse, fuera de los círculos de conspicuos aficionados al género, admirador de Bellini
o Donizetti es militar en el campo de quienes, no
exactamente enemigos de aquella misma alta cultura, se conforman con poca cosa, prefieren la vida
Esa oposición –y a veces hasta complementariedad- entre reserva y seducción que acompaña,
como de oficio, al belcanto incide de una forma
muy especial en el oyente de hoy, en aquel a quien
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el tiempo ha distanciado del momento en que se
creaba la obra y, más aún, y sobre todo, del asunto
de la misma. El asunto es algo que a veces poco
tiene que ver con la calidad musical de la pieza y
en esos territorios canoros nos encontramos, en el
caso del Donizetti que nos ocupa en este artículo, desde libretos de interés más bien escaso hasta
curiosidades como la en cierta manera brillante
paráfrasis cervantina de Il furioso alla isola de San
Domingo. Y precisamente el asunto es algo que,
como sabemos, requiere muchas veces por parte
del oyente que no posee las claves que sí conocía
el de la época del estreno, de un cierto distanciamiento, incluso cuando se trata de algo tan bien
trabado como lo que sucede en L’elisir d’amore.
Tan bien trabado por la buena pluma del impagable Felice Romani como la farsa suavemente
humana que es como magníficamente puesto en
música por un Donizetti que había fracasado en
La Scala con Ugo, Conte di Parigi, que necesitaba
componer otra ópera enseguida –no puede estar
sin escribir ni sin estrenar, y no sólo porque coma
de eso sino porque realmente eso le da la vida-, que
le pide al empresario de La Cannobina –que no
se deja impresionar por el fiasco anterior- que sea
precisamente Romani su libretista y que se compromete a tenerla lista en quince días.
el único que al fin marcaba el presente y el futuro inmediato del melodrama. Pero el caso es que
hoy L’elisir, como la más moderna Don Pasquale
–por ceñirnos al Donizetti cómico pues el serio es
harina de muy otro costal- aguantan el paso del
tiempo y siguen tan campantes. Por empezar por
el principio, el primer guiño de L’elisir es que tiene
un preludio y no una obertura, digámoslo como
diferencia entre una pieza de menor o mayor enjundia, aunque ya sabemos que no siempre funciona la denominación de uno u otra como diferenciación ni en duración ni en intensidad. Pero nos
entendemos. Un preludio, este, conciso, en el que
falta, aunque hubiera cabido, el uso de la melodía
más eficaz y bella de la partitura –como ocurre con
el Com’e gentil anunciado por el violonchelo en
la obertura de Don Pasquale- aquí sustituida por
una bella figura de las maderas a modo de episodio
intermedio. Es en eso, digamos, un preludio a la
antigua, que no tiene en cuenta las aportaciones
de la ópera romántica alemana a la hora de utilizar
los motivos que luego aparecerán a lo largo de la
partitura aunque alguno esboce.
Da la sensación de que se trata de entrar inmediatamente en faena –ojo, como en las buenas
operas bufas cada personaje se presentará por su
orden y con arreglo a su ser- y de hecho el preludio
es seguido sin transición por el coro de campesinos- que años después tomará Donizetti para el
dúo entre Cardenio y Kaidamà en Il furioso-, que
nos sitúa en el contexto, y la primera aria de Nemorino –“Quanto è bella, quanto è cara”- que nos
mete en el texto, es decir, en el enamoramiento de
un rústico de carácter más bien simplón de una
chica de ciertos posibles que le da sopas con hon-
En efecto, el 12 de mayo de 1832, dos meses menos un día después del pequeño desastre de
Ugo, se estrenará, con un éxito que aún disfruta,
L’elisir d’amore. Donizetti era un verdadero profesional, alguien que sabía que no estaba innovando
el panorama de la ópera de su tiempo pero también alguien que reconocía la importancia del público en aquel tiempo en el que su veredicto era
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67
das en las cosas de la vida, empezando porque lee, y
nada menos que la historia de Tristán e Isolda y su
correspondiente filtro amoroso. Es este un magnífico guiño literario, una suerte de contraste curioso
entre la alta tradición del amor imposible y esta
otra historia mucho más pegada a la tierra que el
habilidoso Felice Romani sabe sacar de unas fuentes bien directas y próximas en el tiempo, el libreto
que Eugene Scribe pergeñara para Le philtre de
Auber –recordemos que un año antes ya Romani
se había servido igualmente de Scribe para el libreto de La sonnambula de Bellini. En esa referencia
a Tristán e Isolda –que resulta de lo más curioso a
la vista de lo que habrá de venir unos cuantos años
después y mucho más en serio- está el resumen de
la acción. Lo que cuenta Adina es lo que va a suceder pero con variantes que corresponden a lo que
llamaríamos el elemento real respecto al legendario, que no actuará como modelo de la acción para
sus protagonistas sino como ilustración subida de
tono dramático, pero que Romani ya nos ha puesto como curioso cebo serio para una comedia.
que en algunas de las grandes tragedias del autor
de Bergamo. Y hasta si se me permite diría que
probablemente sus obras maestra serias –María
Stuarda, Lucia di Lammermoor o Anna Bolenaquizá no consigan una relación tan natural en ese
aspecto como L’elisir o Don Pasquale –recordemos
que Donizetti intentó también la llamada opera
semiseria en títulos como Emilia di Liverpool o la
interesantísima y citada anteriormente Il furioso
all’isola di San Domingo.
La ausencia de verdad que pueda faltar a
unos u otros personajes puede paliarla el teatro y
en el caso de lo trágico las voces. En L’elisir es el
estilo, la entrada en una música que vence a las
convenciones de lo bufo mientras, curiosamente, esa clase de ópera –melodrama giocoso, dice
la partitura- firma su certificado de defunción
como esquema tras haber tomado el testigo de un
Rossini aquí presente –como lo estuvo ya en L’ajo
nell’imbarazzo, en Le convenienze ed inconvenienze
teatrali o en Alina, regina di Golconda- alguna que
otra vez. Por ejemplo en la escena IX del Primer
Acto, a partir de la frase de Belcore “Che cosa trova
a ridere…”; o en la penúltima escena de la ópera, a
partir sobre todo del “Mi sei caro e’tamo”. Hay un
guiño tan breve como genial en el preludio del segundo acto que precede al coro: el uso a su inicio, y
la repetición después, de una figura que evoca sin
ambages a la ópera seria y que es inmediatamente
transformada en un tema ligero.
Pero el mérito de colocarnos tan sustancioso cebo, de que la farsa funcione con semejante
excelencia, de modo tan exacto en su despliegue,
se lo reparten libretista y compositor. La vivacidad
y la ternura son la clave, tanto que cuesta pensar
en una lectura escénica demasiado distanciada de
ambas premisas simplemente porque si el texto
se plegara a los caprichos de un director de escena dispuesto a torcerle el cuello al cisne –pato
más bien, aunque lustroso, en este caso- la música no lo permitiría. Y es que hay aquí muchas
veces una mayor adecuación entre lo que el estilo
donizettiano plantea y el modo en que lo resuelve
Claro es que no son de desdeñar tampoco
determinados efectos orquestales de excelente
factura a lo largo de la partitura toda. Y es que no
debiéramos olvidar que, además de la influencia
del estilo rossiniano, hay una no menos impor68
tante: Donizetti fue discípulo de Mayr entre 1806
y 1821, y Mayr señala como pocos la transición
entre el viejo estilo y el nuevo. Del mismo modo,
el uso del recitativo es objeto en L’elisir de una
consideración bien libre de lo que ya no tiene
demasiado sentido –recordemos que una de las
últimas obras del autor es Don Pasquale y que el
primer Verdi fracasa en su intento inicial de continuar con el género- y es, por eso, susceptible de
utilizarse con una funcionalidad más propia del
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efecto oportuno que del mandato de los cánones.
Así, escucharemos parlato, recitativo secco y recitativo accompagnato o, incluso, la alternancia de
los mismos en el mismo fragmento. La palabra es
algo más que libreto, es expresividad y definición
de unos personajes cuyo ser pareciera mandar sobre su estar en una implicación bien sincera de
quien los crea con sus creaturas, lo que ya tiene
su mérito sabiendo como sabemos que Donizetti
escribía a destajo.
Y no digamos en esos dos palabreros por
antonomasia que son Belcore y Dulcamara, dos
charlatanes cada uno a su modo pero dos amantes de la felicidad a los que la partitura les hace
también justicia cuando corresponde. A quien
haga de Dulcamara le tocará hacer creíble un personaje que es un bombón –quizá no tan exquisito
como Don Pasquale- pero hacerlo también desde
la habilidad técnica consistente en saber decir
muy bien lo que dice. Sobre todo, claro está, en
su presentación, en la que Romani y Donizetti le
reservan unos cuantos versos en los que la prosodia, la acentuación gramatical se traslada a la
partitura sin posibilidad de error ni musical ni expresivo, incluso teniendo en cuenta que a veces
las palabras dichas no tienen sentido, no quieren
decir nada frente al objeto que definen como
simpático o prolífico. En definitiva: cada personaje habla aquí un lenguaje que lo identifica al
igual que la música que le corresponde.
Es L’elisir una ópera en la que incluso las
medias tintas están bien resueltas, así la intención
poco escrupulosa de Dulcamara –quien se retrata
a sí mismo estupendamente en su presentación,
tan propia de la opera bufa, con el coro, por cierto tomado por el autor de su anterior Il castello di
Kenilworth- o el cambio de intenciones de Adina
respecto a Nemorino que algún malicioso podría
achacar a que supiera ya que el rústico había heredado, lo que eliminaría la posibilidad de que la
herencia se convirtiera en un premio a un amor
que, queramos o no, se tiñe de eso tan malo para
la felicidad conyugal que es la piedad transformada en lástima. Y todo eso, naturalmente –y viene
el adverbio a cuento en todo su sentido-, debe ser
servido por las voces. L’elisir las necesita –como
a los buenos actores que deben ser sus cantantes- para que nos creamos la historia entre pícara
y cándida. Y aquí donde se canta y casi se habla,
donde hay recitativos y arias, dúos y conjuntos en
los que se dicen cosas que atañen directamente a
lo que ocurre, la dicción tiene un papel fundamental. Podemos escuchar a alguna estupenda soprano
hacernos una Stuarda ininteligible pero eso sería
un pecado imperdonable en nuestra Adina.
Dulcamara y Belcore son los secundarios de
estos Tristán e Isolda de tres al cuarto pero también
con su pincelada de commedia dell’arte y una punta
de humanidad no menor, y habrá quien piense que
al contrario, que la de sus protagonistas. Dulcamara,
como estafador de poca monta pero al fin y al cabo
deus ex machina –y él lo sabe perfectamente- de esta
historia, al que al fin las cosas le salen bien y puede
abandonar el pueblo con la misma majestad con la
que llegó. Belcore –con un aria doble en el primer
acto, “Come pride vezzoso”, que requiere virtuosismo de buena ley y cuya marcha procede de Alahor
in Granada- como soldado machote y pagado de sí
mismo que ante el rechazo de Adina responde con
la seguridad de que ya caerá otra en sus redes de
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seductor. Magníficos personajes, pues, los cuatro
de esta ópera a los que siempre cabe pedirles, a sus
traductores, para que la cosa funcione un punto de
libertad, de vena casi improvisatoria aquí y allá. Esta
ópera lo permite, como suele suceder siempre con
lo bufo frente a lo trágico. Pero aquí, y la música
de Donizetti es en eso ejemplar, se trata de lo bufo
hecho con frescura y elegancia.
opera grande- y otro con Dulcamara, –ese soberbio
contrapunto vocal y textual –“obbligato” dice uno,
“gonzo” responde el otro- que se organiza con el
pretexto de la compra del elixir y que debe resolver
con una suerte de cavatina chispeante y razonablemente cómica. En tal contexto, Adina no debe
ser una soubrette, pues en ese caso se perderán por
el camino algunas de sus señas más claras, las que
tienen que ver sólo en parte con el capricho, un
rasgo muy de ese tipo de cantantes, es cierto, pero
la voz y el estilo van a llevarle a ella y a nosotros al
cambio de sentimientos, al respeto hacia Nemorino por la vía casi de la conversión espiritual, de una
mezcla de lástima y ternura que, como decíamos
antes, no siempre acaba bien aunque en la ópera sí
lo parezca y aquí paz y después gloria.
La frescura le viene de la propia evocación
de una sociedad como la campesina con sus bondades y sus engaños leves, asumidos por todos como
la fortuna de Nemorino que no causa envidia sino
ganas de casarse con él –no hay un malo que trate
de hundirle, por ejemplo, y su rival es un militar
jocundo y positivo que presume de enamorarlas a
todas. La elegancia llega de la música, elegancia
aprendida del mejor Rossini y de ese Mayr siempre
por descubrir pero hechura personal al fin de un
Donizetti que sabe ser espléndido con su público.
Es L’elisir una ópera en la que no hay rastro alguno
de vulgaridad pero que a la vez exige la morbidez
necesaria para que asunto y voz corran paralelas.
Naturalmente, Una furtiva lagrima es el ejemplo
prístino de lo dicho. Es la reflexión de un enamorado todo lo simple que queramos pero enamorado al fin, que atisba una posibilidad de ser correspondido y debe contárnoslo con una morbidez
capaz de convencernos no sólo de que es un buen
cantante sino de que su personaje es de carne y
hueso, es decir, hacerlo como Schippa, Valetti o
Gigli, por citar sólo tres clásicos cuya nominación
exime de dejarse fuera a ningún moderno. Por seguir con Nemorino, ya antes deberá haber pasado
por su aria de salida, algún dúo con Adina –enorme el de la escena II del primer acto, con algo de
Lo de Nemorino es una suerte de premio a
la constancia tras el cual no habrá de saber nunca –o quizá sí, si las cosas vienen mal dadas para
la pareja- si Adina conocía que iba a casarse con
un heredero. Esta es, por su parte, la reina de su
mundo, y por ello necesita de ese canto aristocrático tan donizettiano pero con el filtro de una
naturalidad que le llega del campo, las flores y los
pájaros. Nemorino, Adina, Belcore y Dulcamara
–es decir: amante joven, chica lista, intrigante
y amante rival- no acaban de ser el precedente exacto de los protagonistas de Don Pasquale
–amante joven, chica lista, intrigante y amante
mayor- pero lo parecen aunque aquí no haya una
referencia tan explícita a los caracteres típicos de
las comedias napolitana o veneciana.
En resumen, L’elisir d’amore concentra lo
mejor de su autor en una vía que seguramente
él era el primero en intuir de no largo recorrido
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y en la jactancia- de sus complementarios. Todo
ello servido por una música que se adecúa a la
perfección a lo que se nos narra, diáfana en la progresión de la historia y excelentemente adecuada
a cada uno de los personajes. Con ella Donizetti
quiso seguir trabajando y hacer feliz a su público,
es decir, hacer de la necesidad virtud. Y parece que
lo consiguió con creces a través de estos Tristán e
Isolda de aldea y su engañoso filtro de amor.
pero para la que procura unos cuantos de sus mejores florones. Una obra en la que la delicadeza y
la comicidad –nunca patética porque, si lo fuera,
Nemorino caería en el ridículo, y Nemorino no es
el Kaidamà de Il furioso aunque tenga algo de la
Gilda de L’ajo nell’imbarazzo- pasan por la perplejidad y la simpleza –rayando en lo simplón- de
su personaje masculino, la picardía de su contraparte femenina y la espontaneidad –en el engaño
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Tristan und Isolde
Richard Wagner (1813-1883)
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tristan und isolde
Richard Wagner (1813-1883)
NUEVA PRODUCCIÓN DEL TEATRO REAL.
Director musical: Teodor Currentzis
Director de escena: Peter Sellars
Instalación vídeo: Bill Viola
Figurinista: Martin Pakledinaz (†)
Iluminador: James F. Ingalls
Director del coro: Andrés Máspero
Tristan: Robert Dean Smith
El Rey Marke: Franz-Josef Selig
Isolde: Violeta Urmana
Kurwenal: Jukka Rasilainen
Melot: Nabil Suliman
Brangäne: Ekaterina Gubanova
Un pastor/Voz de un Joven Marinero: Alfredo Nigro
Un timonel: César San Martín
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid)
12, 16, 19, 23, 27, 31 de enero de 2014
4, 8 de febrero de 2014
18.00 horas
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Argumento
Tristán e Isolda
Rafael Banús
sencia de Tristán “Wie lachend sie mir Lieder singen”. Éste rechaza la invitación “Welcher Wahn ¡
Welch eitles Zürnen”.
La acción tiene lugar en la Alta Edad Media
Acto I
La ópera comienza en la cubierta del barco de Tristán. Tristán conduce a Isolda al castillo del rey Marke de Cornualles, con el que va a
desposarse.
La princesa y Tristán se habían conocido
cuando éste derrotó a su prometido Bragania de
su propósito Morold, el héroe irlandés. Tristán
mortalmente herido por el arma envenenada de
su adversario, zarpó para Irlanda, con la esperanza de encontrar a Isolda, princesa famosa por sus
poderes curativos. Se presentó ante ella bajo el
Un joven timonel canta una canción sobre la doncella irlandesa “Westwärts schweift der
Blick”. Isolda se siente ultrajada y reclama la pre-
77
llegada del rey Marke “Eisam wachend in der Nacht”. Las advertencias de ambos “Rette dich Tristan¡” no pueden impedir que los amantes sean
descubiertos por el rey “Tatest du´s wirklich?”.
Tras un doloroso diálogo con el rey, Tristán pide
a Isolda le acompañe al reino de la muerte “O
König, das kann ich dir nicht sagen”. La princesa
accede, pero Tristán se precipita sobre la espada
de Marke.
nombre de Tantris, pero Isolda conocía que era
responsable de la muerte de Morold. A pesar de
todo, lo cuidó y curó pues se había enamorado de
él. Tristán también sucumbe al amor, pero ambos son ignorantes del sentimiento del otro y se
separan.
En el barco que les conduce a Cornualles,
Isolda decide morir junto a Tristán e informa a
Bragania, su doncella, de su propósito, para lo
cual Bragania le recuerda los poderes de los filtros
preparados por la madre de Isolda “Kennst du der
Mutter Künste nicht?”. Pero la doncella cambia
el veneno, arma mortal, con la que Isolda desea
poner fin a su vida y la de Tristán por un filtro de
amor.
Acto III
Jardines del castillo de Kareol en Bretaña.
Herido de muerte y acompañado de su
fiel escudero Kurwenal, Tristán espera la llegada
de Isolda, mientras un pastor le evoca las melodías de su infancia “Die alte Weise Was weckt sie
mich”. En su lenta agonía, Tristán sufre pesadillas y terribles delirios. Por momentos, recupera
la conciencia reclamando con desesperación la
llegada de Isolda “Dünkt dich das?”.
Esperando la muerte y en un estado de
total alucinación, los enamorados se revelan sus
sentimientos amorosos “Tristan¡-Isolde¡”. En ese
momento el barco llega a puerto “Heil¡ König
Marke¡ Heil¡”.
Acto II
Kurwenal anuncia la llegada de la princesa
“O Wonne¡ Freude¡!”. Tristán muere dulcemente
en brazos de su amada “O diese Sonne¡”. El rey
Marke llega poco después acompañado de Melot,
quien al llegar al castillo libra un combate con
Kurwenal, en el que ambos mueren. El rey en presencia de Bragania, expresa su terrible amargura
“Tot denn alles¡ Alles tot”. Ella confiesa a Marke
el cambio de las pócimas para evitar la muerte de
la pareja. El rey perdona a los amantes pero Isolda, completamente ajena a la realidad, entra en
un dulce éxtasis y muere de amor sobre el cuerpo
de su amado “Mild und leise, wie er lächelt”.
Jardines en el castillo del rey Marke en
Cornualles.
Aprovechando una cacería real, Tristán e
Isolda se encuentran en los jardines “Isolde¡-Tristan¡”. Completamente enajenados por el sentimiento amoroso, los amantes entran en un trance
místico que les lleva a rechazar la mentira que representa el día, un falso reino de ilusiones frente
a la verdadera vida que representa la noche, reino
de la unión eterna “O sink hernieder, Nacht der
Liebe”. Brangania y el fiel Kurwenal, escudero de
Tristán, advierten a sus señores de la inminente
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Isolda y tristán en busca
de la diosa
Blas Matamoro
En Munich y en 1865 estrenó Wagner Tristán e Isolda. Aún no había concluido su tetralogía, ni su comedia, ni su festival sagrado. La obra
tiene un valor fronterizo por ser la primera –y con
Parsifal- las únicas estrictamente considerables
como dramas cantados, sin huella de ópera, sin
números cerrados (salvo que se considere tal la
cancioncilla del marinero que abre la acción).
Aporta, además, el célebre acorde tristanesco,
de tonalidad indefinible y que puede resolverse
en cuatro acordes tonales distintos, acaso característicos de los cuatro principales personajes
–Tristán, Isolda, Brangania y Marke- y que difuminan la definición tonal del preludio, ideal y
nunca expresa, como la estudió en su día Arnold
Schönberg. Toda la obra, según cabe especular, es
una prolongada y compleja modulación desde el
la ideal (mayor o menor, según se mire) hasta el
real si mayor con que concluye la Libestod de la
soprano.
de ser ilegal y sustraerse a controles morales y jurídicos, abriéndose a un mundo-otro donde todo
es posible a la vez que ignoto. Una mística sin
religión, erótica si por tal entendemos la disolución de los sujetos en el magma de la entrega apasionada. Una deriva por la superficie del mundo
en busca del lugar inhallable y trasmundano, que
hace del amor algo del orden de lo ideal y que
vuelve extraño lo real cotidiano, cuyo emblema
es la falacia del día frente a la oscura verdad de la
noche. Un romántico y wagneriano ejercicio de
ilusión y desengaño que convierte la vida en un
anhelo de trascendencia que apunta en dos direcciones: la divinidad y la música, ambas destinatarias de la calidad inefable de la vida misma.
Más decisivo que todo lo anterior es, quizás, el predominio de lo femenino como agente
del fenómeno amoroso, lo cual envuelve, según
la clásica fórmula de Denis de Rougemont en El
amor y Occidente, toda la literatura amorosa occidental con una diversidad retórica que insiste en
una difusa religión heterodoxa y acaso también
herética: el Dios único, patriarcal y masculino de
los monoteísmos semíticos es sustituido por una
diosa. Cabe asociar estas notas, que aparecen en
la poesía del amor cortés a la cual se enlaza el
mito medieval tristanesco, con la religión de los
cátaros, según la estudia Michel Roquebert (La
religion cathare. Le bien, le mal et le salut dans
Estas vacilaciones sabiamente reconducidas tienen un valor expresivo porque siembran
la partitura de tensiones y cromatismos sucesivos
que diseñan las contradicciones y ansiedades de
los personajes entre sus dos deseos fundamentales: morir y eternizarse. Entretejidos, los temas
que insisten en la literatura amorosa de Occidente: el amor como un fenómeno asocial que aísla
del mundo a los amantes, y que recibe el estímulo
79
l´hérésie médiévale). Efectivamente, ella concibe
la unión amorosa como un matrimonio místico
mediante el cual el espíritu devuelve el alma a su
morada originaria y celestial, sustrayéndola a las
miserias infernales de este mundo. Los cátaros o
albigenses creían que somos almas expulsadas del
Cielo a esta Tierra que es el Infierno para seguir
una serie de reencarnaciones que obran como camino de perfección. Son siete o nueve y acaban
en un cuerpo de mujer, que es su grado más alto.
es una reencarnada –¿el eterno femenino?-, hay
brujos eficaces como Ortruda y Klingsor, fetiches
como la lanza milagrosa que cura la venérea llaga de Amfortas, birlibirloques como un cisne que
conduce al redentor Lohengrin a su reino mágico
o el pase de manos de Parsifal, que transforma un
tierno jardín en un ceniciento desierto.
Al revés del tópico heroico, que pone siempre al varón en el lugar pugnaz y activo del paladín, aquí es Isolda el personaje que actúa, señorea
y decide, frente a un Tristán pasivo, arrobado y
servil. De temible, y no es para menos, adjetivan
la asistenta y el escudero Kurwenal, a la altiva
señora. Esto es amor y quien lo probó, lo sabe,
diría Lope de Vega. Ella es quien recibe al malherido y agónico Tristán, lo cura de sus males y evita dejarlo morir, según correspondería a un acto
de venganza porque fue Tristán quien mató a su
amante Morold. Es, tal vez, el único momento de
erotismo físico del cuento, que ocurre antes de
la acción. Cabe imaginar a la reina manipulando el cuerpo dolorido, coagulado y sudoroso del
hombre, ante el cual una repentina compasión lo
mantiene vivo para que, luego, al fin del primer
acto, por una intriga de Brangania, el filtro de la
muerte se convierte en el filtro del amor, es decir un afrodisíaco tóxico con fecha de caducidad,
ya que despertará en los enamorados un anhelo
de muerte. Todo porque la mirada del moribundo implora, desde su debilidad, el señorío de la
mujer, mujer al fin: madre de la vida. Ya lo dije:
una tremenda tensión entre dos extremos que se
tocan, mucho más de lo que habrán de tocarse
los amantes. Matizo: es la música quien los toca,
los entrevera, los mezcla y los disuelve porque, a
No resulta descaminado atribuir esta deriva a un Wagner que, por vía de Schopenhauer,
se asomó a las religiones orientales, el induísmo
y el budismo de los Tantras, teñido de erotismo
sexual. Aquí los amantes invocan a la Señora Minne, versión germánica de la Sakti hindú, Madre
de las madres, la Divina Abuela. No olvidemos
que el trovador germánico es un Minnesänger, un
cantor de Minne. Tampoco, que minnen es amar
y minnig, amoroso.
En efecto, el drama se puede caracterizar
como un movimiento propuesto y conducido por
las dos mujeres: la reina Isolda y su asistenta Brangania. Ambas invocan, a su vez, las hechicerías de
la madre regia, cuyas pócimas llevan en oportunos
cofres durante el viaje marino que conduce a Isolda hacia la corte del rey Marke con la compañía,
odiosa y fascinante, del caballero Tristán. En este
orden, la obra pertenece al mundo wagneriano de
la religiosidad pagana, nunca ausente de sus poemas, ya que en Lohengrin, Tannhäuser y Parsifal
los elementos cristianos soportan un raro mestizaje con esoterismos de la paganía y así el Papa de
Roma convive con la diosa Venus, los caballeros
del Grial celebran unas misas sectarias, Kundry
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como una madre a su vástago. Un psicoanalista
–no necesariamente argentino, cabe aclarar- diría
que esta es la clave de la intriga, la que lleva a los
amantes a disolverse en la diosa Minne, a feminizarse y divinizarse, todo por junto. En alemán,
al revés que en castellano, en un giro de virguería
babélica, el amor es femenino: die Liebe.
pesar de los pesares, la música carece de manos y
respeta lo intocable y sagrado que está en juego.
Isolda dice, antes que nada, que odia a
Tristán pero, a la vez, lo ve como un héroe elegido
y perdido, enorme, santo, valiente, astuto, con el
corazón y la cabeza consagrados a la muerte, servidor del rey Marke ante el cual la conduce como
si fuera un cuerpo exánime, muerto. Al pedir a
Brangania que le alcance el veneno, le está sugiriendo que, en verdad, le alcance el antiveneno,
el antídoto, la sustancia que concilia sus insoportables tensiones. Sühnen, conciliar, lleva a la
Versöhnung, la conciliación, que envuelve la raíz
Sohn, hijo. Al perdonarle la vida, Isolda se la da,
“Oh, dicha mentirosa, alegría consagrada
al engaño” canta Brangania como quien no quiere la cosa. Se sabe que Wagner está impregnado
de schopenhauerismo cuando compone Tristán.
Ve el mundo de lo sensible como un tejido de
apariencias que atrae y decepciona al querer que
se dirige al absoluto y definitivo Objeto de los ob-
81
jetos. El hindú velo de Maya, si se prefiere. Pero
si Schopenhauer desagua en el pesimismo, en la
torva tristeza del desengaño, en Wagner llevará a
una suerte de orgasmo mortal y a la vez cósmico,
la disolución el hálito del mundo, donde somos
más de lo que fuimos, la muerte de amor, una
celebración. ¿De qué? La respuesta de la música
es la gozosa resolución del si mayor final, más allá
del cual está el gran efecto omnímodo de la música: el silencio.
nidad de la diosa, tal vez un renacimiento, una
transmigración inconcebible entre la vida y la
muerte, que sólo la música puede tocar. La música se toca, según sabemos. Por eso, toda indecible
palabra solamente puede cantarse. El suplemento o señorío musical es su única verdad.
Los amantes detestan el día: luminoso pero
embaucador, frívolo, pasajero. Ensalzan la noche:
tenebrosa, certera, grave, permanente. Morir se
les torna dulce. Ambos cantan. “Húndete en lo
profundo, noche del amor, hazme olvidar que
vivo, acógeme en tu seno, libérame del mundo”.
Y Tristán implora: “Déjame morir”. En el sueño eterno de la eterna noche está la verdadera
consciencia. Al morir, Isolda reconocerá, al fin,
“el inconsciente y supremo placer”. Es la paradoja que se canta: la inconsciencia de la verdadera
consciencia, la que se adquiere disolviéndose en
el aliento del mundo. El amor wagneriano es cósmico. Es la unidad eterna, sin despertar, anónima
(namenlos, lo que no tiene nombre y sólo puede
nombrar la música). Los amantes se intercambian los nombres, en el agudo momento sexual
simbólico de la obra, el Uno andrógino, como en
los ancestrales ritos matrimoniales agrarios levantinos, donde el hombre, en la noche nupcial, se
vestía de mujer para consumar el coito. Minne,
de nuevo, diosa materna y telúrica, deidad de la
tierra que reside en el otro mundo. “Beber la respiración del mundo” que es divino.
A la primera excitación del brebaje, la exaltación del encuentro y el reconocimiento, sigue
un aplacamiento mortal cuando lo único que
puede decir cada uno es el nombre del otro. Adviene la placidez del querer morir, el dulce acabamiento de la muerte por amor. Los enamorados
ya no quieren sino que son queridos y requeridos
por la diosa. Isolda lo dice a Brangania durante la
anhelosa espera de la llegada de Tristán: “¿No conoces a la Señora Minne? ¿No, su mágico poder?
¿A la reina del más audaz coraje? ¿La regenta del
devenir mundano? Vida y muerte son sus siervos,
ella teje sus placeres y sus dolores, trasmutando
la envidia en amor”: Minne, la luz negra, la única
que brilla en la noche. La reina Mab que aproxima a los amantes shakespearianos, Romeo y Julieta. Poseídos, tras beber el hechizado filtro, los de
Wagner hablan en tercera persona, son ese tercer
elemento en que se han transfigurado. Invocan a
dúo a “la anhelosa Minne” que ondea y florece,
amor doliente, beato ardor por el cual desaparece
el mundo y el Tú es la única consciencia del desvanecido Yo, una suerte de inopinada consciencia
de nadie. Nuestro amor, si acaso, no ya el tuyo ni
el mío, en ese morir de amor, ese acceso a la eter-
Se ve que el encuentro tiene ese sesgo
sexual simbólico ya que no parece llevar a la
unión de los cuerpos sino al suicidio de Tristán y
a la muerte de amor de Isolda, cuando ella alucina que el amante difunto revive para acceder a la
82
83
místico, en Verdi es existencial. No hay doctrinas ni divinizaciones, hay palabras simplemente
humanas, nada menos que humanas. Los amantes verdianos se dicen lo que nunca los amantes
wagnerianos: Io t´amo. Y alcanzan a cantarlo en
do mayor, la más elemental y luminosa de las
tonalidades. Las dos vertientes románticas del
amor se encuentran para diferenciarse. Gustavo muere como Tristán, acuchillado por la venganza, y Amelia se desvanece, como Isolda. Pero
todo ocurre en este mundo.
verdadera vida, donde sólo hay música y silencio.
Pero todo ocurre, como adelanté, en un contexto
de ilegalidad. Los amantes se aíslan del mundo,
se vuelven asociales, están diseñando un adulterio, con marido ofendido e incluido, el incólume
y dolido Marke, secundado por las arterías de Melot y Brangania.
El amor en las letras occidentales es así:
un mundo separado del Mundo y estimulado por
la prohibición del tabú. En efecto, si se quiere
rizar el rizo, la dilución de los amantes en una
divinidad materna puede señalar un fondo de
transgresión: el acceso a la madre que se consigue
disolviéndose en una suerte de magma prenatal.
Es lo que Sandor Ferenci denomina sentimiento
oceánico, la perdida unión madre-hijo. Durante
el día social estamos separados por el dualismo de
la identidad personal: Tristán es Tristán e Isolda
es Isolda. En la noche erótica, por simbólica que
sea, se asiste a un adualismo primigenio, a una
anulación de las identidades sexuales a favor de
la Unidad, sacra e inviolable.
Vocalmente, Tristán e Isolda es la culminación de las tesituras wagnerianas pero con un
revés que reúne lo exigente de unas potencias
heroicas con un constante lirismo amoroso. Pauline Viardot-García, la gran cantante romántica,
examinando esta partitura la hallaba impregnada de belcantismo. Los grandes wagneristas
italianos –Toscanini, Guarnieri, De Sabata, a
quienes nunca oí en vivo pero a los que añado
una vivencia personal, la de Fernando Previtaliasí lo entendieron, extrayendo con sus triunfales
planos de claridad lumínica y meridional, todo
lo que de acción operática tiene esta suerte de
dramática cantata sinfónica a la que la tradición
germánica podía dotar de hipnótica calidad visionaria en Furtwängler o de grandeza catedralicia en Klemperer. En cuanto a voces, el elenco es
innumerable. Opto, personalmente, por el dúo
cimero de Kirsten Flagstad y Lauritz Melchior,
la síntesis de la insolencia heroica y la íntima
flexibilidad lírica, jamás exenta de tensión patética. Las conservan sus grabaciones, afortunado
privilegio de nuestros años técnicos. Nunca tanta transgresión poética, tanto desasosiego armó-
Es una constante romántica ésta de que
amor condusse noi ad una morte, como dicen
Paolo y Francesca según Dante. En otro gran romántico de la ópera, Verdi, la situación se da en
el mismo esquema, el dúo de amor de Un ballo
in maschera, más breve y conciso que en Wagner, más latino pero igualmente triádico. Gustavo y Amelia se declaran su amor a orillas de la
muerte, en un lugar de patíbulo y a medianoche.
Por no faltar, no falta la hierba mágica del olvido. Gustavo es el mejor amigo del marido de
Amelia, Renato, que llega oportunamente para
enterarse del asunto. Pero lo que en Wagner es
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maestro de armas y preceptor de Tristán, aquí es
su escudero y, por ello, menos añejo que el héroe.
Baste un solo ejemplo: Dietrich Fischer-Dieskau.
nico y tanta noche perfumada de éxtasis mortal,
se han transmutado en tanta alquimia sonora.
En las demás figuras, las exigencias de textura y extensión resultan más canónicas. Brangania es una mezzo aguda, que conviene tenga una
timbración lo más parecida posible con Isolda.
Así ocurre, por ejemplo, entre Birgit Nilsson y
Grace Hofmann. En el papel traigo a colación dos
nombres de eminente brillo; Kerstin Torborg en
los años 1930 y Christa Ludwig en los 1960. Marke es un bajo noble y cantante que mereció ser
personificado por Gottlob Frick y Josef Greindl
y hoy tiene un ejecutor modélico en René Pape.
Para Kurwenal elegiría a un barítono claro y juvenil porque si bien en la leyenda originaria es el
Llegados a este punto, huelgan las palabras
que, como quiere Heine: “fallecen y dejan paso a
la música”.
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Brokeback
Mountain
Charles Wuorinen (1938)
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brokeback mountain
Charles Wuorinen (1938)
ESTRENO MUNDIAL.
ENCARGO Y NUEVA PRODUCCIÓN DEL TEATRO REAL.
Director musical: Titus Engel
Director de escena: Ivo van Hove
Escenógrafo e Iluminador: Jan Versweyveld
Figurinista: Wojciech Dziedzic
Video: Tal Yarden
Dramaturgo: Jan Vandenhouwe
Director del coro: Andrés Máspero
Jack: Tom Randle
Ennis: Daniel Okulitch
Alma: Heather Buck
Lureen: Hannah Esther Minutillo
Aguirre/Hog-Boy: Ethan Herschenfeld
Camarera: Hilary Summers
La madre de Jack: Jane Henschel
El padre de Jack: Ryan MacPherson
Una vendedora: Letitia Singleton
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid)
28,30 de enero
1, 3, 5, 7,9, 11 de febrero de 2014
20.00 horas; domingos, 18.00 horas
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Brokeback mountain
Jack suele pasar la noche en el campamento, encargado de las “labores domésticas”, mientras Ennis vigila el rebaño en las laderas para prevenir los posibles ataques de alimañas.
El Teatro Real nos propone el estreno mundial de la ópera Brokeback Mountain, compuesta
por Charles Wuorinen.
Poco podemos comentar de la obra en sí,
pues al tratarse de un estreno mundial, no disponemos de referencias que nos permitan comentarla.
Todo cambiará una fría noche, tras la cena
y una considerable cantidad de alcohol, Ennis
decide permanecer en el campamento. Las bajas
temperaturas y la humedad hacen aconsejable
compartir la pequeña tienda de campaña que sirve de refugio.
Por ellos, nos centraremos más en el relato
homónimo que le sirve de punto de partida y es
uno de los once relatos cortos, agrupados en un
libro, escrito por la ganadora del premio Pulitzer
Annie Proulx y fue publicado por primera vez en
1997 en la revista “The New Yorker”. (Prouxl es
asimismo autora del libreto), y en el compositor
Charles Wuorinen.
En un determinado momento, una insinuación afectiva de Jack provoca el inicial rechazo de Ennis. No obstante, por razones que ellos
mismos no terminan de comprender, pues nunca
han sentido tendencia homosexual alguna antes,
la noche termina en un apasionado encuentro entre ambos.
Argumento
Ennis del Mar y Jack Twist, dos jóvenes vaqueros (ovejeros, por más señas) con pocas ambiciones, son contratados para pastorear un rebaño
de ovejas durante el verano de 1963 en la montaña Brokeback, un lugar ficticio ubicado en el
estado de Wyoming. Consecuencia de ello, han
de vivir varios meses aislados en los pastos de las
cumbres sin más contacto con el exterior que la
recogida semanal de provisiones y alguna esporádica visita del ganadero.
Abrumados por lo sucedido, y perplejos
ante una realidad abierta sin saber cómo, a la
mañana siguiente se esfuerzan en una imposible
normalidad que deje lo sucedido dentro de un
extraño paréntesis al que mirar de reojo con el
reparo de lo aún desconocido e incomprensible.
Ambos aceptan sólo tratar el asunto para
dejar muy claro que es algo que nunca les ha sucedido antes.
De hecho, Ennis está prometido con Alma.
La convivencia es tranquila, sin demasiada
conversación dado el carácter reservado de Ennis
y su poca afición a las palabras.
Pese a intentar obviar lo sucedido y volver a
la rutina, una cada día mayor atracción entre ellos
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hace que los encuentros empiecen a sucederse
frecuentemente y ya no sólo durante la noche.
de relación social y favorecer la educación de las
niñas. Jack regresa al mundo de los rodeos en su
Texas natal.
Una mañana en que el ganadero sube a la
montaña para llevar noticias a Jack, los sorprende
en la distancia mientras retozan aunque, aún estupefacto por lo que ha visto, opta por no decir nada
y regresar al valle tras comunicar el mensaje.
El verano siguiente, con la esperanza de un
reencuentro con Ennis, Jack acude a pedir trabajo
al mismo rancho, donde descubre que el ganadero estaba al tanto de sus andanzas en Brokeback y
por ello se niega a contratarle. A la decepción por
la ausencia de Ennis, se une el impacto de saberse
sorprendidos y su secreto desvelado.
El verano transcurre en un ambiente de
aparente felicidad y una cada vez mayor complicidad entre ambos que termina convertida en un
vínculo vital que habrá de mantenerse como un
referente el resto de sus vidas. Tal es así, que la
tensión latente derivada de la próxima separación
al finalizar el trabajo, termina exteriorizándose en
una violenta pelea entre ambos, consecuencia de
la cual quedan dolidos y magullados.
De vuelta en Texas conoce y termina contrayendo matrimonio con Lureen, hija de un
acaudalado comerciante, del que habrá de nacer
un hijo.
Tras cuatro años, la vida de rodeo lleva a
Jack cerca de la ciudad en la que reside Ennis.
Esta será la excusa perfecta para un reencuentro
que ambos anhelan. Alma pretende ejercer de
anfitriona invitando a Jack, pero Ennis busca excusas para pasar solos la noche, supuestamente
bebiendo y charlando.
Terminado el trabajo para el que fueron
contratados y estabulado el ganado en el rancho,
ambos reciben su paga y se enfrentan a la temida separación. Saben que es probable que sus
caminos no vuelvan a coincidir, lo que provoca
fuertes luchas internas en ambos. Un fuerte deseo de permanecer juntos convive con una cierta
necesidad de volver a la conocida y confortable
cotidianeidad de sus vidas. Han pasado los meses y siguen sin saber dónde encajar lo sucedido.
Todo son preguntas sin respuesta.
Tras unos momentos iniciales de duda, el
reencuentro entre ambos deja escapar un torrente de pasión contenida durante estos años y se
funden en un apasionado beso junto a la casa de
Ennis. Alma, les sorprende desde la ventana, lo
que le provoca un auténtico shock y torna inútiles
las excusas inventadas por Ennis. Alma no puede
comprender lo que ha visto.
De vuelta a sus ciudades de origen, Ennis
contrae matrimonio con Alma; unión de la que
nacerán dos hijas. Trabaja en un rancho mal pagado y su vida parece carecer de expectativas,
resistiéndose incluso a la pretensión de Alma de
vivir en la ciudad para poder mantener algún tipo
Tras pasar la noche juntos, confirman algo
que en el fondo ambos han sabido desde su separación en Brokeback: Quieren estar juntos.
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91
No obstante, en la severa y moralista Norteamérica profunda de los años 60, dos hombres
viviendo solos en un rancho como propone Jack
sería impensable. Ennis tiene muy vivo el recuerdo de su infancia en que su padre les llevó a ver
el cadáver de un homosexual asesinado en su
pueblo natal. Por otro lado Ennis tampoco quiere
abandonar a su familia, de la que se siente responsable.
por la escena presenciada en la infancia y teme
las posibles repercusiones que esta decisión podría acarrear. Por otro lado, no está dispuesto a
renunciar a sus hijas.
En su última visita, Ennis informa a Jack
que habrán de cancelar su próximo encuentro.
Coincide con el periodo de más trabajo en los
ranchos y su presencia se hace necesaria, además de permitirle ganar algo más de dinero. Esto
provoca una airada reacción de Jack que termina
nuevamente en una pelea. Ennis acusa a Jack de
“haberle convertido en lo que es”, y de ser la causa de una vida llena de conflictos emocionales.
La única forma que encuentran para dar
rienda suelta a su afectividad es organizar dos o
tres veces al año unos supuestos viajes de pesca
en los que pasar unos días perdidos en la montaña de una forma socialmente aceptada que no
levante sospechas.
Jack fallece al poco tiempo y Ennis lo descubre al recibir devuelta una postal con la indicación de “fallecido”. Puesto en contacto con
Lureen, ésta le explica que falleció al reventar un
neumático que estaba manipulando. No obstante, Ennis no puede alejar de su cabeza las imágenes de su infancia y la sospecha de que la muerte
de Jack puede haberse debido a algún tipo de represalia similar.
Pasan así los años, hasta que Alma decide
divorciarse de Ennis. Conoce su secreto, sabe que
no puede hacerle cambiar y siente que es incapaz de aguantar la presión a la que está sometida.
Cuando decide hablar con Ennis y revelarle que
lo sabe todo, que les vio besándose en su reencuentro y que le consta que sus viajes no son de
pesca, éste no tiene ni las fuerzas ni argumentos
para retenerla.
Lureen confiesa a Ennis que Jack deseaba
que sus cenizas fuesen esparcidas en la montaña
de Brokeback, pero que no lo han hecho así por
desconocer el lugar. Ennis decide visitar a los padres de Jack para mostrar su pésame e intentar
cumplir su deseo último. Los padres se niegan.
Mientras, en Texas el tiempo de los rodeos
ha pasado para Jack y Lureen, que se ha convertido en una exitosa mujer de negocios, intenta que
Jack participe como vendedor de maquinaria.
Sería un gran vendedor, pero la vida de oficina y
horarios acotados no está hecha para él.
Visitando la habitación de Jack en casa de
sus padres, Ennis descubre en un rincón del armario una percha con dos viejas camisas sucias
superpuestas. Son las camisas que ambos llevaron
en Brokeback, aún con manchas de sangre de la
Tras el divorcio de Ennis, Jack acude a
Wyoming a proponerle de nuevo crear un rancho
juntos. No obstante, Ennis sigue traumatizado
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pelea. Ennis, que creía haberla perdido, descubre
y sincero puede ser base de una relación y de una
que Jack la había cogido y guardando con ella el
convivencia feliz.
recuerdo de aquel verano del 63.
Al partir Alma, Ennis contempla con una
Pasado el tiempo, Alma hija acude a la ca-
resignada melancolía la percha con las dos camisas
ravana en la que vive Ennis para comunicarle su
que se llevó de casa de los padres de Jack y la vieja y
decisión de casarse y pedir su bendición. Ennis
raída postal de la montaña Brokeback que tiene su-
sólo acierta a preguntar si su prometido le ama,
jeta en la puerta y el relato finaliza con Ennis sumer-
pues ahora cree saber que sólo el amor profundo
gido en sus recuerdos y en un mar de sensaciones.
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Puestos manos a la obra, el proyecto cristalizó en una ópera en dos actos y una duración aproximada de dos horas. En palabras de
Worinen: “Pensé que la historia actualizaba la
noción trágica operística de la mujer sola embarazada y este tipo de cosas que ya no tienen
interés. El asunto contemporáneo era ahora los
dos hombres, aunque las tensiones eran las mismas. Me parecía que estaba lleno de posibilidades dramáticas”.
Diversos críticos y estudiosos afirman que
los protagonistas de Brokeback Mountain no son
en sí homosexuales, sino que “mantienen una
relación homosexual exclusivamente entre ellos”
por razones de afinidad personal no basadas en la
mera atracción física, aunque este debate daría
para escribir todo un volumen.
Adaptación cinematográfica
La obra fue llevada al cine en 2005 por el
director también estadounidense Ang Lee, lo que
supuso su gran lanzamiento mediático.
El papel de Ennis será interpretado por un
barítono bajo en Do sostenido y el de Jack por un
tenor en Si natural. “En sentido literal y abstracto
el Do sostenido está por encima del Si natural. Y
aunque Ennis sea homófobo, es sexualmente dominante en la pareja. No se dice abiertamente, pero
está claro. Entre ellos dos está el Do natural, y esa
es la nota de la montaña y de la muerte”.
La banda sonora original de la película,
compuesta por el argentino Guillermo Santaolalla, obtuvo el Óscar a la mejor música original. La
cinta obtuvo, además, los Óscar al mejor director y mejor guión adaptado. Entre los numerosos
premios conseguidos figuran el León de Oro de la
Mostra de Venecia y cuatro premios BAFTA.
Worinen pretende así jugar con la frecuente representación que de la muerte se ha hecho
en la tradición musical a través de la tonalidad de
Do menor: “Las dos tumbas, por ejemplo, con las
que termina La pasión según San Mateo, son en
Do menor. Por eso en el Do natural convergen la
muerte de uno y la muerte en vida del otro. No es
metafísica, es el suelo sobre el que se construye la
música. Es muy sencillo”.
Adaptación operística
Annie Proulx, que ya se mostró escéptica
cuando Ang Lee le propuso hacer un largometraje basado en su relato, no creía posible llevarlo
a la ópera cuando recibió la llamada de Charles
Worinen. Según declaró al diario “El País” en una
visita de ambos al Teatro Real: “Al principio no me
pareció posible. No quería volver atrás, ni para una
ópera. Nunca pensé que pudiera ser nada más que
una historia corta. Investigué cosas sobre Charles,
gente que le conocía me animó y empezamos a manosear la historia por si funcionaba. La cortamos
en pedazos, escenas... Cambiamos algunos diálogos y rectificamos algunos pasajes”
Sabemos también que, en palabras de
Proulx: “La película era romántica, la ópera no lo
será (…) Si había un libreto, quería hacerlo yo, no
que viniera alguien y lo convirtiera en una historia
cremosa. Quería que no se borrara la ansiedad y
tensión de la trama”.
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obra “Time’s Encomium”, siendo el ganador más
joven en obtenerlo hasta entonces.
La adaptación operística de Brokeback
Mountain fue un proyecto promovido, por Gerard Mortier en su época de director artístico de
la New York City Ópera. Tras su fichaje por el
Teatro Real, el proyecto acabó por trasladarse a
Madrid.
Autor de un notable número de piezas de
cámara y vocales, Worinen mantiene un estrecho
lazo de colaboración con James Levine y el Metropolitan Opera, para la que ha escrito un buen
número de partituras.
Charles Wuorinen
Brokeback Mountain no es la primera incursión operística de Charles Worinen, que ya
estrenó en la ópera de Nueva York en 2004 “Haroun and the Sea of Stories”, basado en el relato
de Salman Rushdie.
Charles Wuorinen (Nueva York, 9 de junio
de 1938) es un prolífico compositor estadounidense de origen finés. Graduado en música por la
Universidad de Columbia, además de compositor,
cuenta con una cierta reputación como pianista,
director de orquesta ocasional y conferenciante.
Charles Worinen está casado con el que
durante mucho tiempo ha sido su socio y representante Howard Stokar.
En 1970 Worinen fue, al igual que Annie
Proulx, galardonado con el premio Pulitzer por la
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Alceste
Christoph Willibald Gluck (1714-1787)
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alceste
Christoph Willibald Gluck (1714-1787)
NUEVA PRODUCCIÓN DEL TEATRO REAL.
Director musical: Ivor Bolton
Director de escena: Krzysztof Warlikowski
Escenógrafa y Figurinista: Malgorzata Szczesniak
Iluminadora: Felice Ross
Vídeo: Denis Guéguin
Coreógrafo: Claude Bardouil
Director del coro: Andrés Máspero
Admète: Paul Groves
Tom Randle*
Alceste: Anna Caterina Antonacci
Sofia Soloviy*
El sumo sacerdote de Apollon/un dios infernal: Willard White
Évandre: Magnus Staveland
Un heraldo / El oráculo: Fernando Radó
Hercule: Thomas Oliemans
Apollon: Isaac Galán
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid)
27 de febrero
2, 4, 6*, 7, 8*, 9, 11*, 12, 14*, 15 de marzo de 2014
20.00 horas; domingos, 18.00 horas
98
Argumento
Alceste
Fernando Fraga
La acción tiene lugar en la región de Tesalia
en la Grecia antigua.
Aparece la reina Alceste acompañada de
sus dos hijos. La mujer, mientras se encamina al
templo a orar por la curación del esposo, recibe
Acto I
la compasión de su pueblo (coro). Su dolor se
Tras la sombría obertura que prepara al
oyente para los acontecimientos que vienen a
continuación, se inicia el acto que transcurre en
una plaza ante el palacio real de Feres vecino al
templo destinado al culto de Apolo. Evandro, un
fiel oficial, y la multitud allí reunida aguardan
noticias sobre el estado de salud del rey Admète
(coro). Un heraldo aparece en el balcón de palacio y anuncia la cercana muerte del rey.
extiende hacia sus hijos que intentan en vano
consolarla. La última palabra será de los dioses,
en cuyas manos se halla el destino del esposo y el
futuro de sus hijos (aria de Alceste).
En el templo de Apolo, el Sumo Sacerdote
invoca al dios rogándole la salvación de Admète
(pantomima, coro e invocación). El oráculo divino dictamina su voluntad: Admète ha de morir
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capaz de seguir viviendo sin su presencia, la ha
seguido a la oscuridad infernal (coro).
salvo que en su lugar otra persona sacrifique por
él su vida. Todos demuestran el horror que tal juicio divino les procura. Alceste decide morir para
salvar la vida del esposo amado (aria de Alceste).
El Sumo Sacerdote acepta tan terrible decisión.
Alceste tendrá toda la jornada para preparar su
destino. La reina se siente airada ante tan injusta
decisión divina (aria de Alceste).
El héroe Hercule, recién finalizados sus legendarios trabajos, conoce por boca de Evandro
el destino soportado por su amigo Admète y su
fiel esposa. Decide de inmediato devolver al pueblo a la amada pareja regia (aria de Hercule).
Ante las puertas del infierno Alceste ruega
a las fuerzas invisibles que acaben con sus tormentos (coro y aria de Alceste). Llega Admète
decidido a compartir la suerte con su esposa. Sus
mutuas declaraciones de amor y fidelidad (arias y
dúo de Alceste y Admète) son interrumpidas por
Tánatos anunciándoles que la hora de morir ha
llegado ya (aria del dios infernal). La elección de
la víctima está en manos de Alceste que sigue firme en su decisión de ocupar el lugar de Admète.
Acto II
Clima de satisfacción en el palacio real
(coro y ballet), en duro contraste con la situación anímica de Alceste (aria). Admète, milagrosamente curado, recibe a Evandro y a su pueblo
(aria de Admète). Mas el rey, intrigado por la
imprevista y repentina recuperación de su salud,
no recibe de Alceste más que vagas e imprecisas
explicaciones (aria de Alceste).
Hercule desafía el poder del Hades y combate contra sus fuerzas infernales (coro de las divinidades infernales). Esta osadía llama la atención de Apolo que, admirado del valor de Hercule
y conmovido por la generosidad de Alceste, deja
que pareja real continúe en el mundo de los vivos como ejemplo de la fuerza de lo que es capaz
el amor conyugal (terceto de Alceste, Admète y
Hercule, coro y chacona).
A través de Evandro se entera de la imposición del oráculo, aunque sin saber quién es la víctima que ha aceptado morir en su lugar. Admète
está horrorizado, incapaz de aceptar semejante sacrificio. La reina, finalmente, se ve obligada a confesar que ella es la víctima propiciatoria. Admète
se niega a aceptar tal inmolación (aria de Admète).
Alceste es confortada por el cariño de sus allegados. Los dioses aceptan la decisión de Alceste de
ocupar el puesto de su marido. La mujer abraza al
marido, junto a sus hijos, una última vez, antes de
encaminarse al averno (aria de Alceste).
En la versión original de Alceste (París, 1767)
no aparece el personaje de Hercule, un añadido
que hace perder un tanto la unidad y el interés de
la ópera. Por ende, la salvación final de la pareja,
igualmente decidida por el Deus ex machina Apolo,
viene motivada por la conmoción que siente el dios
ante el amor de Alceste y el coraje de Admète.
Acto III
En el patio del palacio de Feres, el pueblo
llora la muerte de Alceste y Admète quien, in100
Noble sencillez y serena
grandeza
José Luis Téllez
“Cuando empecé a componer Alceste resolví
prescindir enteramente de todos esos abusos, introducidos tanto por la engañosa vacuidad de los
intérpretes como por la actitud demasiado complaciente de los compositores, que desde hace ya
mucho tiempo han desfigurado la ópera italiana y
transformado el más bello de los espectáculos en
el más ridículo y aburrido […] Así, he devuelto la
música a su antigua función de servir a la poesía
por medio de la expresión, de modo que favorezca el
desarrollo de la historia y de las situaciones dramá-
ticas […] sin interrumpir la acción ni dificultarla
mediante adornos inútiles y superfluos […] Por éso
no quiero detener a un cantante en el instante más
bello de un diálogo tan sólo para dar paso a un
ritornello instrumental, para que descanse y puede luego improvisar una fermata, ni hacer que se
detenga en medio de una palabra para aprovechar
una vocal que venga bien a su voz para hacer ostentación de sus agilidades, ni repetir una palabra
una vez y otra”.
101
1755 en sus Gedanken über die Nachahmung der
griesische Werke in der Malerei und Bildhauerkunst (Ideas acerca de la imitación de la obras
griegas en la pintura y la arquitectura), donde se
establecen las bases de lo que será el movimiento
neoclásico que se impondrá en las últimas décadas del XVIII. Winkelmann describía el clasicismo
grecolatino como edle Einfach und stille Größe,
expresión que cabe traducir con las palabras que
titulan esta nota. El origen del movimiento se
cuece en el mundo germánico: Winkelmann es
honrado y recibido por la Emperatriz Maria Theresia en 1768, cuatro años después de publicar su
Historia del arte de la antiguedad (Geschichte der
Kunst des Alterthums), cuya influencia es decisiva
en autores como Lessing, Schiller y Goethe (la
segunda parte del Faust sería impensable sin el
pensamiento de Winckelmann), pero también en
pintores como Jacques Louis David (que conoció
a Winckelmann en Roma en 1775) o arquitectos
como Karl Friedrich Schinkel.
Como se sabe, las frases precedentes están
tomadas de la dedicatoria de la primera versión
de Alceste, editada en Viena en 1769, y puede
perfectamente considerarse como el manifiesto
de la Opera Reformada, un concepto que afecta
no solo a las obras de Gluck y Calzabigi, sino también a las de otros compositores como Traetta o
Piccini, su gran rival parisino. Empero, el punto
de partida para dicha reforma fue la danza, una
versión en forma de ballet-pantomima de Don
Juan, estrenada en el Burgteather con coreografía
de Gaspero Angiolini en 1761. En Don Juan, Calzabigi y Gluck sentaron las bases para un tipo de
ballet argumental en el que danza, gesto y música
aspiraban a articular una unidad centrada en la
exposición y desarrollo de un argumento ciñéndose a su línea principal, sin fugas de sentido ni
virtuosismos decorativos o gratuítos. Franz Anton Hilverding, arúspice del ballet d’action, fue el
profesor de Angiolini que, en una célebre polémica, acusó a Jean Georges Noverre de haber plagido a su antiguo maestro en las Lettres sur la dance
que el coreógrafo frances editó en 1760, donde
se sistematizan las posiciones y pasos que configuran la gramática básica de la danza moderna
(que continúan vigentes desde la perspectiva de
la enseñanza). Noverre coreografió la versión vienesa de Alceste: la reforma de Gluck y Calzabigi
llevaba el sello de lo que hoy denominaríamos
modernidad.
Mientras tanto, Gluck había desarrollado
su nueva concepción operística en Viena y en
Paris mediante títulos como Orfeo ed Euridice
(1762), Alceste (1767), Paride ed Elena (1770),
Iphigénie en Aulide (1774), Armide (1777) e Iphigénie in Tauris (1781). La primera y la segunda,
escritas originalmente en italiano, conocerían
nuevas versiones para la escena francesa (1774
y 1779, respectivamente): el modelo para estas
adaptaciones (y para el resto de las versiones parisinas) está ahora en la tragédie lyrique de Lully
y Rameau, pero Gluck lo desarrolla y elabora de
un modo nuevo y personal. Maria-François Luis
Grand-Leblanc Bouilli du Roulet será el autor de
Sea de un modo u otro, lo importante es señalar como este movimiento artístico es contemporáneo con el nacimiento de la arqueología y el
estudio científico de las fuentes estéticas griegas
y romanas descritas por Johann Winkelmann en
102
103
ra Reformada abrigaba un propósito nítidamente
regeneracionista: no es una casualidad que su primer protagonista fuera Orfeo, el mito musical por
antonomasia. La revolución neoclásica –esto es:
la vertiente estética del pensamiento ilustradoestaba en marcha. Los planteamientos estéticos
de Gluck chocaban frontalmente con los hábitos
de un público adormecido por las piruetas canoras de los castrati (todavía hoy, son muchos los
aficionados que creen que la “verdadera ópera”
son los agudos de los tenores y los gorgoritos sopraniles). De hecho, su influencia fue casi nula
entre sus contemporáneos: habrá que esperar al
Idomeneo mozartiano para encontrar la primera
huella significativa en el intento de flexibilizar la
rigidez de la ópera seria desde su interior: pero la
limpieza del melodismo mozartiano de la madurez sería impensable sin el precedente de Gluck.
las versiones francesas, escritas en el noble alejandrino de Corneille y Racine. Por lo demás, la
versión definitiva no se alcanzó desde el primer
momento: el tercer acto parisino era idéntico al
italiano, remodelándose paulatinamente hasta
alcanzar su forma definitiva.
La idea básica estriba en potenciar la sencillez y claridad expositivas: ceñir la acción al
progreso de un asunto lineal sin complicarlo con
acciones secundarias y emplear la música como
un dispositivo para reforzar esa sencillez y esa
linealidad, borrando (o al menos, difuminando)
la diferencia entre recitativo y aria para integrar
el canto en un melodismo común, tratando la
escritura instrumental de un modo equivalente
y prescindiendo del recitativo secco en favor del
accompagnato. El canto recupera de este modo su
función dramatúrgica primigenia, al desarrollarse
como una especie de declamación expresiva cuya
belleza melódica alcanza un refinado extremo de
depuración en aras de facilitar la inteligibilidad
del texto: las coloraturas brillan por su ausencia,
los agudos son los imprescindibles para esculpir el
perfil melódico, las tesituras no alcanzan límites
estratosféricos. Al tiempo, Gluck y Calzabigi preconizan incluír la danza en la acción al margen de
todo decorativismo y, sobre todo, potenciar el papel del coro para que su función sea la de un personaje más, que comenta la acción, la prepara y la
glosa (en la versión francesa su papel se ha acortado drásticamente, y su función está más próxima
a la del pueblo que a la del coro trágico).
La realidad es que las consecuencias de
verdadero alcance en la línea de ese regeneracionismo no se encontrarán hasta Berlioz (responsable de la resurrección de la obra en 1861, ausente
desde 1826 de la escena francesa) y, sobre todo,
Wagner (que, por cierto, realizó una excelente
“puesta al día” de Iphigénie en Aulis en su propia
–y muy libre- versión alemana de la obra escrita
para Dresde), cuya vocalidad no es otra cosa sino
un desarrollo de los planteamientos (eminentemente “vanguardistas”, podríamos decir aplicando con anticipatorio anacronismo un concepto de
nuestros días) de su ilustre predecesor. Se trata de
ópera francesa, pero hay que tratar de escuchar
Alceste como lo que potencialmente es: uno de
los precedentes más representativos de una tendencia latente en la cultura alemana hacia lo que
La idea-fuerza era, lógicamente, el regreso
a la Tragedia primordial, es decir: a los presupuestos de la Cammerata Bardi. En tal sentido, la Ope104
habrá de configurarse como el futuro Musikdrama (término, por cierto, que ni es de Wagner ni
mereció su aprobación para describir sus propias
obras, pese a que es el que ha hecho fortuna).
Wagner prescinde de intervenciones corales para
centrarse por lo común en escenas de dos personajes, pero la función enunciativa del coro se ha
traspasado a la orquesta, depositaria de la memoria inconsciente del relato.
rrespondemcia musical procede directamente de
La vocalidad silábica, la búsqueda de un
ethos común para el significado literario y su co-
Resulta digno de destacar el planteamiento ar-
Gluck, que en Alceste se traduce en una preeminencia, verdaderamente inusitada en la época, de
las tonalidades menores, sin otra excepción que
el divertissement coreográfico del comienzo del
segundo acto y, lógicamente, el lieto fine del tercero. Todo ello otorga a la obra un perfume particular, una melancolía difusa y ocasionalmente
desgarrada que es uno de sus mayores atractivos.
mónico a gran escala, en el que late ya una espe-
105
cie de premonición sinfónica. Alceste comienza
en re menor (la tonalidad infernal de Orfeo ed Euridice) y finaliza en re mayor: es significativo que
esa idea general coincida con la de Don Giovanni,
donde re menor (que es también la tonalidad del
Requiem) corresponde al retorno del Comendador como estatua. Pero ya se sabe que cada obra
maestra crea sus propios precedentes.
tancia sustancial: tal sucede con el personaje de
Hercule, artífice del regreso terrenal de la protagonista siguiendo más de cerca el texto seminal
de Euripides, origen privilegiado de las Operas
Reformadas. Muchos años más tarde Verdi pronunciará una frase que, convenientemente malinterpretada, se haría famosa: torniamo all’antico
e sarà un progresso. Wagner regresa a Gluck, que
regresa a Monteverdi, que regresa a Ovidio. En
realidad, toda forma de verdadera vanguardia implica un retorno a las fuentes: pero ya dijo Gaudí
que originalidad es volver al origen.
Admète, por su parte, de acuerdo con el
pensamiento ilustrado, es un personaje mucho
más humano y menos egoísta que su equivalente
griego: la ópera es un canto a la armonía conyugal
y al amor de la pareja, cada uno de cuyos miembros está dispuesto a morir para rescatar al otro:
en el fondo, lo que subyace es la misma idea de
la unión libremente asumida que encontraremos
más tarde en el Fidelio beethoveniano (pero también en Le nozze di Figaro), la proclama de un
compromiso nuevo, un pacto social capaz, incluso, de hacer retroceder a los dioses en sus decisiones: vivez, heureux époux, pour sevir de modèle
/ aux mortels que l’Hymen enchain sous les lois,
declara Apollon en la conclusión justificatoria del
precedente deus ex machina.
Según Calzabigi, Alceste disfrutó de 60 representaciones en Viena, circulando además por
diferentes teatros italianos y transalpinos, aunque no llegó a entrar en repertorio. Versiones,
todas ellas, plagadas de recortes y simplificaciones: es llamativo que muchas de esas supresiones
concuerden con la futura versión francesa (que,
al tiempo, añadía mucha música más). En la versión parisina (que cabe considerar como definitiva), todo ha sido drásticamente simplificado,
pero también hay elementos nuevos de impor106
Lohengrin
Richard Wagner (1813-1883)
107
Lohengrin
Richard Wagner (1813 – 1883)
NUEVA PRODUCCIÓN DEL TEATRO REAL.
Director musical: Hartmut Haenchen
Walter Althammer (11, 19)
Director de escena: Lukas Hemleb
Escenógrafo: Alexander Polzin
Figurinista: Wojciech Dziedzic
Iluminador: Urs Schönebaum
Director del coro: Andrés Máspero
El rey Heinrich: Franz Hawlata
Goran Juric*
Lohengrin: Christopher Ventris
Michael König*
Elsa: Catherine Naglestad
Anne Schwanewilms*
Friedrich von Telramund: Thomas Johannes Mayer
Tomas Tomasson*
Ortrud: Deborah Polaski
Dolora Zajick*
El heraldo: Anders Larsson
Cuatro Caballeros: Antonio Lozano, Gerardo López
Isaac Galán, Rodrigo Álvarez
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid)
3, 6*, 7, 10, 11*, 13, 15*, 17, 19*, 20, 22*, 24, 27 de abril de 2014
19.00 horas; domingos, 18.00 horas
108
Argumento
Lohengrin
Fernando Fraga
es necesario que el monarca ponga fin a un conflicto. Es el suscitado por una joven princesa de
nombre Elsa, acusada por el conde Friedrich von
Telramund de haber dado muerte a su hermano
pequeño Gottfried, el heredero legítimo al trono
de Brabante.
La acción tiene lugar en Amberes. La época: la primera mitad del siglo X.
Acto I
Un delicado preludio da comienzo a esta
partitura definida por el compositor cual “ópera romántica”. Cerca de Amberes y al borde del
río Escalda, el rey alemán Heinrich llamado “el
Pajarero” reúne a una multitud de guerreros de
Brabante con la intención de organizar una cruzada en contra de los enemigos húngaros. Sin
embargo, previo paso a esta campaña guerrera
Elsa, tras un inquietante mutismo, es incapaz de defenderse. En su lugar hace un misterioso relato en el que evoca una visión que tuvo: “en
los momentos de mayor confusión, después de la
desaparición de su hermano, un hermoso joven
puro y virtuoso la reconfortó”.
109
zar claros y contundentes, Ortrud expone su plan
vengativo contra el desconocido y Elsa. Sabe que
si aquél descubre su identidad, con ello perderá
todo su poder y únicamente Elsa podrá desenmascararlo. La pareja se compromete a poner en
práctica ese diabólico plan.
En ese joven pone ella ahora todas sus esperanzas de protección. Él la defenderá de las
acusaciones de Telramund.
El Heraldo Real, tras dos convocatorias con
la única respuesta de un ominoso silencio, convoca al caballero que ha de enfrentarse a un juicio
de Dios en defensa de Elsa. A la tercera llamada
hace su aparición un caballero que llega deslizándose por las ondas del Escalda en una pequeña
barca arrastrada por un cisne.
De repente, en lo alto del castillo aparece Elsa agradeciendo a Dios la ayuda obtenida.
Ortrud, con humildad bien conseguida, logra
llamar la atención de la muchacha y que ésta
se compadezca de su caída en desgracia. Elsa
acaba por perdonarla y la invita a participar en
la boda que está a punto de celebrarse. Animada por tanta confianza que le demuestra Elsa,
Ortrud le inyecta las primeras dudas sobre su
futuro marido, al decirle que quizás algún día
la abandone de la misma repentina manera a
como se presentó de improviso ante ella. Elsa,
de momento, no parece afectada por estas sibilinas insinuaciones.
El caballero acepta defender la inocencia
de Elsa a condición de convertirse luego en su esposo y con una inquebrantable promesa: que la
muchacha jamás le interrogue acerca de su nombre ni saber de dónde procede. Elsa promete que
jamás le interrogará sobre sus orígenes.
El Heraldo anuncia las reglas del combate y
el caballero y Telramund se enfrentan. Es breve la
contienda. El desconocido arroja rápidamente al
suelo a su contrincante a quien perdona la vida.
Acto II
Una fanfarria de trompetas anuncia la llegada del día. Es la señal para que se reúna toda la
nobleza brabantina a las puertas de la iglesia. El
Heraldo vocea las decisiones regias: Telramund y
su esposa han de abandonar el lugar, al tiempo
que Lohengrin, el defensor de Elsa, nombrado
protector de Brabante, llevará a la muchacha al
altar. Cuatro pajes convocan al cortejo nupcial.
La noche posterior, ante las paredes del
castillo de Amberes, Ortrud y Telramund, derrotados y proscritos, están rumiando su derrota en
los escalones que conducen a la vecina iglesia. El
marido acusa a la esposa de ser la causante de su
vergüenza. Con calma y con los proyectos a reali-
Ortrud unida al cortejo detiene a Elsa nada
más la muchacha iniciar su entrada a la iglesia.
Con duras palabras acusa al caballero de impostor, de poseer un poder maléfico a causa del cual
no quiere que se descubran sus orígenes. El estupor y la ira de los presentes sólo se calma con
Una vez reparada la inocencia de Elsa, el
pueblo aclama al triunfador, mientras Ortrud, la
esposa de Telramund, se pregunta sobre la identidad del caballero desconocido que parece inmune a sus mágicos poderes.
110
111
bado. Ante ella y toda la corte explicará quién es
y de dónde viene.
la llegada del rey Heinrich quien pone término
al enfrentamiento de Ortrud y Elsa. No acaban
aquí los problemas. Es ahora Telramund el que
acusa al desconocido de malas artes al no querer
revelar su nombre. El aludido, Lohengrin, afirma
que sólo Elsa es la que tiene derecho a interrogarle acerca de tal cuestión.
En una pradera al borde del Escalda, al
amanecer, el rey Heinrich y su pueblo se preparan para la lucha en defensa de la tierra germánica. Son interrumpidos por la aparición de cuatro
nobles portando el cadáver de Telramund. Tras
ellos aparece Elsa, pálida y apesadumbrada, en
compañía de su esposo. Este no se unirá a las tropas porque Elsa ha incumplido su promesa y su
partida del lugar es irrevocable. Delante de todos
descubre quién es: se llama Lohengriny es hijo de
Parsifal, un enviado de la comunidad que custodia en Montsalvat el Santo Grial. Asegura que el
rey saldrá victorioso de sus enemigos.
Elsa, terriblemente afectada, demostrando
la lucha interior que la agita, acaba por declarar
que su amor está por encima de toda duda y preocupación. La pareja, aclamada por el pueblo, entra por fin en la iglesia.
Acto III
Tras un bello, y lleno de climax, intermedio orquestal, varias mujeres acompañan con su
canto a Elsa al interior de la alcoba nupcial. Los
dos jóvenes reciben la bendición del rey antes de
que todos se retiren dejándoles a solas en la más
deseada intimidad.
En el río se vislumbra la silueta del cisne
arrastrando la barquita. Ortrud triunfante revela
entonces que Gottfried, el hermano perdido de
Esla, es el cisne transformado por sus artes. Lohengrin ora junto al río y una paloma blanca vuela por encima del cisne que, de repente, adquiere
la figura de Gottfried. Ortrud no puede ocultar su
rabia; Elsa llama a su esposo, pero Lohengrin se
aleja a través de las aguas camino de Montsalvat.
Al principio la pareja solo tiene palabras
de mutuo amor y comprensión, pero poco a poco
en la cabeza de Elsa comienza a germinar la fatal
duda que en ella sembró la astuta Ortrud. Una
idea fija parece haberse apoderado de ella: saber
quién es el caballero que la salvó de la ignominia. La tensión se recrudece y, pese a las evasivas
iniciales del ahora marido, Elsa acaba dejándose
llevar por un febril empecinamiento y finalmente
hace la fatal pregunta: “¿Quién eres?”.
En esto, surgido de la oscuridad, avanza
Telramund amenazador, espada en mano. El caballero acaba con él de un solo golpe. Luego se
vuelve a Elsa y le dice que entre ellos todo ha aca112
Lohengrin o la segunda
crisis
Miguel Ángel González Barrio
el destituido Kapellmeister de la capital báltica
y su familia llegaron por tierra a Pillau (Prusia;
hoy Baltiysk, Rusia) rodeando Könisberg, donde
había dejado también acreedores, y allí, antes de
que amaneciera, se embarcaron rumbo a Londres
el 19 de julio en la goleta Tetis, cargada de avena
y guisantes. El destino final era París, donde esperaba encontrar el éxito. Según relató nuestro
compositor en su autobiografía Mi vida veinticinco años después, quizá exagerando la conexión
entre vida y obra, las intensas vivencias de ese
“Hay todo un mundo entre «Lohengrin» y
mis proyectos actuales1. Lo que es terriblemente embarazoso para nosotros es ver involuntariamente nuestra mudada piel de serpiente extendida como si uno aún estuviera en ella. Si todo fuera
como yo deseo, hace tiempo que habría olvidado
«Lohengrin» –cuyo poema escribí en 1845- en favor de nuevas obras que demostraran, incluso a
mí mismo, que he progresado.”
(Carta a Adolf Stahr del 31 de mayo de 1851)
El 9 de julio de 1839, Richard Wagner, su
esposa Minna y el fiel terranova Robber huyeron
precipitadamente de Riga esquivando a los acreedores. Con ayuda de su amigo Abraham Möller,
1
113
Wagner acababa de escribir el esbozo en prosa de Der
junge Siegfried (El joven Sigfrido), posteriormente
Sigfrido, segunda jornada de El anillo del nibelungo.
viaje accidentado, en el que la tormenta les obligó a refugiarse en la aldea noruega de Sandwiken,
y los rítmicos gritos de la marinería, le inspiraron
el color poético y musical inconfundibles de El
holandés errante. Después de dar sus primeros pasos como operista imitando2 la ópera romántica
alemana de Weber y Marschner (Las hadas), la
ópera francesa e italiana de su tiempo (La prohibición de amar) y la Grand Opéra de Meyerbeer y
Halevy (Rienzi), en El holandés errante al fin encontró Wagner una voz auténticamente personal,
un estilo propio del que, ocasionalmente, se aprecian atisbos ya en sus primeros trabajos. “Aquí comienza mi carrera como poeta, y mi adiós al mero
fabricante de libretos”, escribiría en 1851 en Una
comunicación a mis amigos. Si París no valió la
misa, pues no le proporcionó el anhelado éxito, el
Holandés bien valió aquella penosa estancia3.
ensayos fundamentales4 sus principios estéticos y
su programa de renovación de la ópera, sembrando la semilla de toda su obra posterior, muy en
particular de El anillo del nibelungo, y escribió el
libreto (poema, como Wagner prefería) del Anillo. El espíritu revolucionario del joven hegeliano
y seguidor de Feuerbach alienta estos escritos con
su llamada a revertir el orden social imperante, a
reponer el carácter público del arte terminando
con su carácter de mercancía, y en su crítica del
Cristianismo.
Wagner conoció el asunto de Lohengrin
el invierno de 1841-42 en París, mientras se documentaba para el Tannhäuser. “Con esto se me
había abierto todo un mundo nuevo, y, si al principio no encontré aún la forma en la que yo hubiera podido llevar a cabo también el Lohengrin,
esta imagen continuó viviendo en mí indeleblemente”5. Ya en julio de 1845, mientras tomaba las
Diez años después, en mayo de 1849, Wagner volvía a salir huyendo, esta vez de Dresde,
escapando in extremis de una orden de arresto
por su participación en el fallido alzamiento revolucionario. Con la ayuda de Franz Liszt, que
lo escondió en Weimar, el 24 de mayo logró escapar hacia Suiza con pasaporte falso, adonde llegó
cuatro días más tarde. Dejaba atrás Alemania,
que no volvería a pisar hasta 1860, y abandonaba
a su suerte Lohengrin, su última ópera, que sería
estrenada por Liszt en Weimar el 28 de agosto
de 1850 con su autor en el exilio. Con excepción
de algún bosquejo suelto para Siegfrieds Tod (La
muerte de Sigfrido, posteriormente El ocaso de los
dioses) y El joven Sigfrido, no volvería a componer
de continuo en los siguientes cinco años y medio, durante los cuales puso por escrito en tres
114
2
“De mis primeros esfuerzos daré tan sólo un breve
informe: eran los intentos habituales de una individualidad aún sin desarrollar, para encontrar su rumbo,
a medida que avanza la adolescencia, siguiendo las
huellas del arte que nos influye en nuestra juventud.
La primera voluntad artística no es otra cosa que la
satisfacción del impulso instintivo de imitar lo que más
nos atrae.” (Richard Wagner, Una comunicación a mis
amigos, 1851)
3
“[…] si, quizá inaugure un nuevo género.” (Carta de R.
Wagner a su hermana Cäcilie Avenarius, de 5 de enero
de 1843. El Holandés se estrenó el 2).
4
Arte y revolución (julio de 1849), La obra de arte del futuro (noviembre de 1849; Publicaciones de la Universidad de Valencia, 2000) y Ópera y drama (enero de 1851;
Ed. Akal, 2013).
5
Richard Wagner: Mi vida. Traducción de Ángel Fernando Mayo Antoñanzas. Ediciones Turner, Madrid 1989.
115
aguas en el balneario de Marienbad, el flamante
autor de Tannhäuser leyó los poemas Parzival y
Titurel de Wolfram von Eschenbach (1170-1230),
en las ediciones de Simrock (1842) y San-Marte
(1841), así como la epopeya anónima Lohengrin,
en edición de Görres (1813). Esta vez el tema del
extranjero atractivo y virtuoso que llega por mar
a una tierra extraña y se gana inmediatamente a
todos para desaparecer como llegó tan pronto es
cuestionado acerca de su naturaleza, tema que
Wagner, un estructuralista avant la lettre, había
notado era común en leyendas de pueblos marítimos o fluviales, le fascinó. “El Lohengrin, cuya
inicial concepción ya se me había ocurrido en la
época de París estuvo de repente ante mí plenamente provisto ya con todo detalle de la configuración del entero asunto”6. El 3 de agosto ya tenía
un esbozo en prosa. El libreto estuvo terminado
en noviembre. Como de costumbre, Wagner realizó una fusión admirable de diversas fuentes medievales, tomando de cada una lo que necesitaba
para su propósito, modelando materiales heterogéneos en un libreto dramáticamente eficaz que
retiene el sabor legendario e histórico (la acción
se sitúa en tiempos de Enrique I de Sajonia, el
“pajarero”, que vivió en el siglo X). Leyenda, escenario y personajes, con misterioso caballero de
armadura plateada, cisne mágico, conspiradores,
una vistosa procesión nupcial, etc., sin duda contribuyeron a su gran popularidad inicial, aunque
el tema subterráneo de Lohengrin es la necesidad
de amor:
ser como era, tal y como se le aparecía. Buscaba
a la mujer ante la que no tuviera que explicarse
o justificarse, que lo amase incondicionalmente.
Tenía que ocultar, por tanto, su naturaleza superior, pues sólo en la no revelación, la no ostentación de su naturaleza superior –o, mejor dicho,
elevada- podría tener la total garantía de no ser
admirado y contemplado con asombro sólo por
eso, o de ser sujeto de humilde adoración como
algo incomprensible, cuando lo que él persigue
no es admiración o adoración, sino lo único que
puede redimirle (erlösen) de su soledad, satisfacer
su deseo de amor, de ser amado, de ser entendido
a través del amor. En cuerpo y alma él no quería
sino ser otra cosa, ser sentido y percibido como
un ser humano sensible y completo; un hombre,
no Dios –es decir, el artista absoluto-. Por eso anhelaba una mujer, un corazón humano. Y así descendió de su dichosa soledad estéril cuando oyó
el grito de socorro de esa mujer, de ese corazón,
allí abajo entre la humanidad.”7
Las connotaciones familiares, con Minna, incapaz de comprender la deriva artística de
su esposo, pidiéndole con insistencia un nuevo
Rienzi, un éxito que les diera seguridad y prosperidad económica, la soledad del artista, y Richard
buscando amor y comprensión en otros brazos,
son evidentes.
A finales de la temporada 1845-46, cuyos
hitos fueron el estreno de Tannhäuser (19 de octubre) y la dirección, por primera vez, de su obra
“Lohengrin buscaba a la mujer que confiara en él, que no le preguntase quién era y de
dónde venía, sino que lo amase como era y por
116
6
Ibid.
7
Eine Mittheilung an meine Freunde (Una comunicación
a mis amigos, 1851 )
sueltas, ensamblándolas posteriormente, en Lohengrin elaboró un borrador de toda la ópera con
sólo dos líneas de pentagrama, una para la línea
vocal y otra para la armonía, a menudo únicamente el bajo. A continuación acometió un segundo
borrador, añadiendo el acompañamiento en otras
dos líneas de pentagrama. Esta segunda fase la
fetiche, la Novena de Beethoven (5 de abril), Wagner se tomó tres meses de vacaciones antes de
embarcarse en la composición de su nueva Ópera
romántica. El 30 de julio de 1846 había completado un borrador de toda la obra, inaugurando un
nuevo procedimiento compositivo: en vez de bosquejar números o escenas a partir de anotaciones
117
comenzó por el final, por el tercer acto, a causa
del motivo que aparece en la narración de Lohengrin, y que es “el núcleo del conjunto”8, pero
sobre todo a ciertas críticas que había recibido de
su amigo el escritor Hermann Franck acerca del
“ofensivo castigo” de Elsa, acorde con la leyenda
pero dramáticamente endeble, poco creíble. En
este estadio, que le llevó del 9 de septiembre de
1846 al 5 de marzo de 1847, Wagner realizó cambios en texto y música hasta “verlo fijado del todo
satisfactoriamente para mí”9. La elaboración de
los dos primeros actos fue mucho más rápida, del
12 de mayo al 2 de agosto de 1847. El 28 de agosto terminó el borrador del Preludio. El último estadio, la elaboración de la partitura, le llevó del 1
de enero al 28 de abril de 1848.
frecuencia rimado, suele dar lugar a períodos que
son múltiplo de frases de dos o cuatro compases,
lo que, junto con la casi total ausencia de compases ternarios, produce cierta sensación de estatismo o pesadez. Con todo, la parcelación en números es menos evidente que en El holandés errante,
donde incluso se consignaban en la partitura, y la
división entre recitativo y aria, que terminará por
desaparecer completamente en El oro del Rin, se
estrecha mediante el empleo de un “cuasi-arioso”
continuo, aun sin la fluidez que llegaría a tener.
El coro tiene una importante participación, pero
siempre motivada por la situación dramática, y
está integrado en el tejido de la obra con más
habilidad que en sus óperas anteriores. En cierto
modo es como una segunda orquesta. Durante
el sueño de Elsa, por ejemplo, el coro, el pueblo,
comenta las enigmáticas palabras. También el
Preludio supone un gran avance sobre la tradicional obertura de “corta y pega” que expone varios
temas de la ópera. En sintonía con las ideas de
Gluck recogidas en su Prefacio a Alceste, según
el cual la obertura debe transmitir la atmósfera
del drama subsiguiente, el Preludio de Lohengrin
pone música a una visión mística: el descenso del
Grial a la tierra traído por un ejército de ángeles,
que regresan al cielo tras dejarlo al cuidado de
hombres santos (los caballeros del Grial).
Cuando Wagner leyó su poema ante un selecto grupo de invitados, en noviembre de 1845,
Robert Schumann se mostró perplejo: “no comprendía la forma con que yo quería componerlo,
pues no veía el sostén para verdaderos números
musicales. Me permití la broma de leer diversos
pasajes de mi poema en la forma de arias y cavatinas, con lo cual sonrió y se declaró satisfecho.”10 Pese a los esfuerzos de Wagner por prescindir de los números tradicionales y sustituirlos
por secuencias dramáticas, quedan en Lohengrin
vestigios de la tradición que intentaba superar.
El sueño de Elsa (“Einsam in trüben Tagen”) y
la narración de Lohengrin (“In fernem Land”),
por ejemplo, se perciben como números cerrados
pese que el diálogo intercalado parte el primero
en varios episodios, y son de hecho piezas populares interpretadas aisladamente, en concierto.
El verso, más regular que el de Tannhäuser y con
Franz Liszt apreció en Lohengrin una gran
unidad de diseño y de estilo, a la que se refirió con
palabras que describen mejor obras posteriores:
8
Mi vida.
9
Ibid.
10 Ibid.
118
119
oyente. La orquestación, en particular el empleo
de colores tonales distintivos y contrastantes y de
maderas a tres, con el añadido de corno inglés y
clarinete bajo a oboes y clarinetes, fue alabada por
Liszt y por Richard Strauss (en su edición revisada del Tratado de orquestación de Berlioz), quien
afirmó que, desde Berlioz, las obras de Wagner
representaban los únicos avances significativos en
el arte de la orquestación.
“No hay una sola frase melódica, menos aún una
pieza del conjunto o un pasaje cualquiera, cuyo
verdadero sentido y significado profundo pueda
comprenderse separado del resto. Todo está unido, enlazado, graduado.”11 Wagner se aproximaba
con paso firme a la deseada unidad estructural,
formal, que debía tener la música de una ópera
para poder elevarse a la categoría artística de la
música absoluta. “Para que la música dramática
sea una obra de arte como la música, ha de tener
la unidad de un movimiento sinfónico. Y esto lo
logra si, en íntima conexión con este último, se
extiende por todo el drama, y no sólo en pequeños fragmentos artificialmente destacados”12. La
unidad sinfónica que Wagner conseguiría en sus
obras de madurez con la técnica de los leitmotive
o motivos conductores está presente en Lohengrin en estado embrionario. Hay en Lohengrin
únicamente seis temas básicos, diferenciados (reservemos motivo para las células más elaboradas
y estructuralmente más relevantes de los dramas
musicales posteriores a Ópera y drama), menos
que en la primera escena de El oro del Rin, su
siguiente obra. Estos temas están claramente asociados con personajes o momentos del drama, y
suelen aparecer con una tonalidad y orquestación
características: Grial (la mayor, cuerda aguda), Rey
(do mayor, trompetas), Elsa (la mayor, oboe), Lohengrin (la mayor, trompetas), Ortrud (fa menor,
cuerda grave). No por casualidad fa, la tonalidad
de Ortrud, antagonista de Lohengrin, es la relativa menor de la mayor13; y el tema de Elsa modula
metafóricamente entre su tonalidad natural de la
mayor y la lejana de la mayor (Lohengrin). Este
uso asociativo de la tonalidad proporciona un anclaje que sirve de guía, incluso inconsciente, al
En Lohengrin los temas no son simplemente citados, como en el Holandés. Su similitud permite engarzarlos mediante afinidades electivas:
un tema sigue a otro afín, en carácter o sustancia musical. El ejemplo más conseguido de concatenación de temas lo encontramos en la gran
escena de Ortrud y Telramund (primera escena
del segundo acto). Sobre una sucesión de temas
(aquí sí funcionan prácticamente como leitmotive) que proporciona conexiones y expresión y
crea una atmósfera siniestra, se superpone el diálogo en forma libre, declamada. La novedad con
respecto a la narración de Roma de Tannhäuser,
construida sobre el mismo principio, es que en
Lohengrin los temas empleados en la escena de
Ortrud y Telramund aparecen por toda la ópera.
11 Lohengrin et Tannhäuser de Richard Wagner (Leipzig,
1851). Hay traducción parcial en la primera edición
(1992) del monográfico de L’Avant-scène opéra dedicado a Lohengrin.
12 Über die Anwendung der Musik auf das Drama (Sobre la
aplicación de la música al drama, 1879).
13 La nota fa, separada de do (¡el rey!) por un tritono,
tiene connotaciones malignas para Wagner. Esta nota
juega un importante papel en la maldición de Alberich
en El oro del Rin. El tritono do-fa está presente asimismo en el motivo del dragón en Sigfrido o el de Hagen
en El ocaso de los dioses.
120
futuro), Elsa hará la fatídica pregunta y Lohengrin regresará al reino del Grial.
Esta focalización de imágenes visuales y orquestales, que implica la combinación de impresiones
escénicas inmediatas e ideas temáticas “locales”
desarrolladas en una escala cuasi-sinfónica es uno
de los mayores logros de esta ópera. Wagner no
pudo evitar caer en la tentación de rematar esta
escena con un impactante dúo de venganza, con
la pareja cantando al unísono sobre un fondo de
cuerda tremolante y coro de vientos, expediente
proscrito muy poco después en Ópera y drama.
Hay un tema o motivo que no he mencionado
todavía, y que es el más importante de todos, el
de la pregunta prohibida. Se origina en la línea vocal, cuando, en la tercera escena del primer acto,
Lohengrin hace prometer a Elsa que nunca le
preguntará ni intentará averiguar su procedencia,
nombre o linaje (“Nie sollst du mich befragen”).
Es por tanto un precursor del motivo de reminiscencia que Wagner propugna en Ópera y drama.
Sus reapariciones sirven para recordar al oyente
la prohibición, y están motivadas por una mención explícita en el texto, o bien actúan como comentario autónomo de los hechos, como sucede
en el grandioso final del segundo acto: Elsa, en
lo alto de la escalinata de la catedral, se vuelve y
mira asustada a Ortrud; sobre la potente fanfarria
real en do mayor irrumpe atronador el tema de
la pregunta prohibida, coloreado en fa menor. El
Mal ha triunfado. En la segunda escena del tercer
acto, en plena noche de bodas, después de la celebérrima canción nupcial (gana mucho oída en su
contexto, aunque dista de ser la obra de arte del
Wagner no escucharía Lohengrin hasta mayo de 1861, en Viena. Menos de tres años
después de su composición se adentró decididamente en el futuro tras haber trazado minuciosamente el plan (prima le parole, dopo la musica)
en Ópera y drama. Se proponía escribir música
en una escala colosal, mucho mayor que la que
jamás se había intentado, con un gran número de
motivos, muchos de ellos con significados concretos14, enlazados en una red sinfónica que se extendería de principio a fin por toda la obra, y con
una manera absolutamente novedosa de manejar
la relación entre el ritmo poético y el musical, entre la palabra y la música. El cuerno, la espada y
el anillo que el misterioso caballero de armadura
plateada entregó a Elsa antes de partir fueron recogidos por Sigfrido. Lohengrin pertenecía ya al
pasado. Tenía que demostrar al mundo y, sobre
todo, a sí mismo, que había progresado.
14 Antes de que Hans von Wolzogen elaborase su guía temática del Anillo (1876), el propio Wagner dio nombre
a algunos de ellos en sus bosquejos.
121
Les contes
d’Hoffmann
Jacques Offenbach (1819-1880)
123
Les contes d’Hoffmann
Jacques Offenbach (1819-1880)
NUEVA PRODUCCIÓN DEL TEATRO REAL.
Director musical: Sylvain Cambreling
Director de escena: Christoph Marthaler
Escenógrafo y Figurinista: Anna Viebrock
Director del coro: Andrés Máspero
Hoffmann: Eric Cutler
Jean-Noël Briend*
La Musa / Nicklausse: Anne Sofie vor Otter
Hannah Esther Minutillo*
Lindorf/Coppélius/Dr.Miracle /Dapertutto: Vito Priante
Andrés / Cochenille/ Franzt/Pitichinaccio: Christoph Homberger
Olympia: Ana Durlovski
Antonia: Measha Brueggergosman
Giulietta: Ainhoa Arteta
La voz: Lani Poulson
Nathanaël: Gerardo López
Spalanzani: Graham Valentine
Hermann: Tomeu Bibiloni
Schlemil: Isaac Galán
Maître Luther / Crespel: Jean-Philippe Lafont
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid)
17, 21, 25, 28, 31* de mayo
3, 6, 9, 12, 15, 18*, 21* de junio de 2014
19.00 horas; domingos, 18.00 horas
124
Argumento
Los cuentos de Hoffmann
Fernando Fraga
Al principio Hoffmann presenta un aire reflexivo, pero respondiendo a las peticiones de los
amigos, entona una cómica balada sobre el enano
Kleinzach. Sin embargo su inspiración romántica
le lleva a cantar los afanes del amor. Hoffmann
recibe las burlas de Lindorf y reconoce en él las
fuerzas del mal, que siempre le han acosado.
Prólogo
Si bien la ópera dispone siempre como primer cuento el relativo a Olympia, los dos siguientes, Giulietta y Antonia, suelen variar de una versión a otra.
La obra en cualquier caso, empieza con un
prólogo que transcurre en Nuremberg, en la cervecería de maese Luther, junto al teatro de ópera
donde la famosa Stella, el gran amor del poeta
Hoffmann, interpreta el papel de Donna Anna
del Don Giovanni mozartiano.
Desatendiendo el aviso de Luther de que
va a continuar la representación de ópera, los estudiantes se disponen a escuchar el relato de los
tres amores de Hoffmann.
Acto I
Los clientes piden cerveza y vino. Entra
Lindorf, un respetable consejero municipal que
corteja a Stella y soborna al criado Andrés para
que le entregue una carta que Stella ha enviado a
su amante, Hoffmann, en la que ha introducido
la llave de su habitación. Poe supuesto Lindorf
tiene el propósito de reemplazar al artista.
En casa del físico e inventor Spalanzani, en
París quien da los últimos toques a su maravillosa
nueva creación: una muñeca mecánica que parece una muchacha verdadera. Hoffmann, que se
ha enamorado locamente de ella, llega a la casa
para verla, con el pretexto de tomar lecciones
científicas. El inventor da una fiesta para presentar su última creación y va a preparar la llegada de
los invitados, Hoffmann descubre a la muchacha
oculta en una habitacióny expresa su admiración
por ella, a pesar de las indicaciones de Nicklausse.
Llega el diabólico doctor Coppelius, que es el que
ha proporcionado a Olympia los ojos que le han
dado su apariencia definitivamente humana. Viene a cobrar sus honorarios y aprovecha para vender a Hoffmann unos anteojos que le harán ver
aún más atractiva a Olympia. Llegan los invitados
Entra un grupo de estudiantes que cantan
impetuosamente, encabezados por Hermann y
Nathanael, que porponen un brindis por Stella.
En ese momento llegan Hoffmann y su
amigo Nicklausse (encarnado por una mezzosoprano). Parodiando a Leporello con una
frase del Don Giovanni, Nicklausse se queja
de estar cansado de las permanentes aventuras
del artista.
125
regresa el padre de la joven, acompañado del doctor Miracle, un personaje siniestro del que Crepel
sospecha fue el causante de la muerte de su esposa. Miracle hace que Antonia cante, tratando
con ello de captar su alma. Crespel se indigna y
echa de casa al maligno doctor. Vuelve Hoffmann
y suplica a la joven que no cante, pues peligra su
salud.
y el dueño de la casa les presenta a la muñeca,
que canta una canción llena de efectos vocales,
uno de los momentos más esperados de la obra,
un verdadero alarde cómico-vocal de gran dificultad y lucimiento.
Mientras los invitados cenan, Hoffmann
declara su amor a Olympia, que en una graciosa escena responde sólo con monosílabos. Comienza el vals y Hoffmann baila con Olympia
hasta que ésta se desarma en sus brazos, lo cual
es un castigo De Coppelius por haberle pagado
con un cheque sin fondos. Hoffmann se muestra
horrorizado cuando se da cuenta de que se ha
enamorado de una muñeca, y todos se burlan de
él, menos su fiel Nicklausse, que le consuela y se
lo lleva de allí.
Pero regresa el doctor Miracle y hace que
Antonia escuche la voz de su madre, quien la incita a cantar. El siniestro doctor toca enloquecido el violín y Antonia canta sin cesar hasta caer
muerta.
Acto III
Transcurre en Venecia.
Acto II
Hoffmann no aprende de sus errores y se
ha enamorado de Giulietta, una bella cortesana
veneciana, que canta con Nicklausse la famosa
barcarola, lánguida y sensual. Hoffmann canta
su amor por Giulietta, pero descubre tiene un rival en Schlemil, quien le evita el acceso a la mujer
amada. Nicklausse advierte a su amigo que no se
deje llevar nuevamente por amores imposibles,
cuando aparece otro ser maligno, Dapertuttootro diabólico personaje-se vale de la cortesana
para robar las sombras de sus enemigos, y con ello
sus almas. Consigue de Giulietta ofreciéndola un
gran diamante, que ella robe también la imagen
de Hoffmann. Dapertutto y Pitichinaccio, otro
admirador de la cortesana, se burlan de Hoffmann, a la vez que Schlemil lo reta a un duelo.
Hoffmann lo mata y logra quitarle la llave de la
habitación de Giulietta.
Transcurre en Munich, en casa del consejero Crespel, padre de Antonia, una mujer sensible
y muy hermosa, de la que Hoffmann se ha enamorado.
Antonia está cantando, sentada al piano, su
padre entra acongojado, pues su hija está enferma
y no debe cantar. Antonia ha heredado la voz de
su madre, que murió de tisis y está siguiendo los
pasos de ella. Antonia había prometido no volver
a cantar, pero su necesidad de hacerlo es superior
a ella misma.
Crespel sale y ordena a su criado Frantz que
no deje entrar a nadie. A pesar de las advertencias de Crespel, llega Hoffmann y se encuentra
con Antonia, quien al verle se alegra y canta con
él un apasionado dúo. Hoffmann se oculta, pues
126
127
Pero ya es tarde Hoffmann ve pasar una
góndola donde Giulietta huye con Pitichinaccio.
Epílogo
En la taberna de Luther, Hoffmann ha
terminado su narración y Nicklausse le comenta
que en todas estas historias realmente había tres
almas de mujer en una sola, que no es otra que
Stella.
Los estudiantes se van, la representación
de ópera ha concluido y la cantante regresa, se
acerca a Hoffmann y le encuentra borracho y dormido. Stella se marcha con Lindorf.
El poeta ha renunciado al amor y sólo
piensa en la Musa de su poesía que se le aparece,
anunciándole que su alma volverá a renacer como
un ave fénix de las cenizas de su corazón herido.
128
Les contes d’hoffmann.
un torso musical sobre el
arte y el deseo
Gabriel Menéndez Torrellas
Contes d’Hoffmann, estrenada en la Ópera comique de París el 10 de febrero de 1881.
“Toda la Naturaleza era ahora para él un
espejo defectuosamente esmerilado en el cual, él,
mil veces deformado, sólo veía su propia máscara
mortuoria, y sus obras no son otra cosa que un
espantoso grito de angustia en veinte volúmenes”. Con estas palabras describía en 1836 el poeta alemán Heinrich Heine los momentos finales
del escritor y compositor E. T. A. Hoffmann, una
síntesis de fantasmagoría y desesperación ante la
creación artística, que Jacques Offenbach quiso
hacer realidad musical en su obra inacabada Les
Denominada “Opéra fantastique” en cinco actos, el primero y el último de los actos funcionan como prólogo y epílogo a tres narraciones
(actos II, III y IV) del propio E. T. A. Hoffmann:
el segundo acto, cuya protagonista es Olympia,
sobre Der Sandmann (El hombre de arena) de
1816; el tercer acto, consagrado a Antonia, sobre
Rat Krespel (La rata Krespel) de 1818; y el cuarto
acto, en torno a Giuletta, sobre Die Abenteuer der
129
Silvester-Nacht (La aventura de la noche de San
Silvestre) de 1815, todo ello testimonio de la favorable recepción en Francia de la obra del autor
alemán. El asunto que como hilo conductor hilvana los cinco actos gira en torno a la figura del
artista, alter ego a la vez del escritor Hoffmann
y del compositor Offenbach: la tesis presentada
sostiene que al artista no le está permitido disfrutar del placer del amor, tal y como la Musa expone al inicio de la ópera. Según ésta, Hoffmann
no debería olvidar su vocación como poeta por
causa de su amor a Stella; con este cometido, la
Musa asume el papel de Nicklaus, acompañante
perpetuo del poeta, una figura inventada por el
libretista Jules Paul Barbier. En el último acto se
tiende un puente con el principio cuando el poeta renuncia al amor por Stella y es celebrado en
una apoteosis final.
vanos y la muerte le sobrevino el 5 de octubre de
1880 con gran parte de la partitura sin concluir;
la intervención de Ernest Guiraud permitió una
instrumentación de la reducción a piano que posibilitase su estreno en febrero de 1881. Durante
el ensayo general en la Opéra comique empezó el
desafortunado periplo interpretativo de la obra:
todo el acto consagrado a Giuletta fue suprimido
debido a la longitud de la ópera y el acto dedicado
a Antonia desplazado a Venecia con el fin de restituir en él la célebre Barcarola. El éxito del estreno
propició su rápida programación en la Ópera de
Viena, donde una nueva desgracia iba a sumarse
al historial de Les Contes d’Hoffmann: al día siguiente del estreno, el 7 de diciembre de 1881,
un incendió asoló la representación, muriendo
unas cincuenta personas y rodeando la ópera de
Offenbach de un aura maldita.
Jules Barbier y Michel Carré habían escrito
en 1851 para el Teatro Odeón de París el drama
Les Contes d’Hoffmann; esta obra fue presenciada ese mismo año por Offenbach, entonces director de orquesta de la Comédie-Française. La
representación de la ópera de Offenbach sobre el
libreto del propio Jules Barbier estaba prevista en
1871 en el Théâtre Lyrique pero tuvo que cancelarse debido a la bancarrota del teatro; la Opéra
comique de París y el Ringtheater de Viena rechazaron también la partitura. Ante lo que parecía un
estreno imposible, el propio compositor organizó
en mayo de 1879 un concierto privado ante trescientos invitados con algunas partes de la ópera,
consiguiendo convencer a la Opéra comique de
que la aceptase en su programación. Los esfuerzos del compositor por terminar la obra fueron
El libreto de Barbier se fundamenta en el
estilo característico de E. T. A. Hoffmann, la superposición del sueño y la realidad. La disposición simétrica de Prólogo y Epílogo, ambos en el
mismo lugar y con los mismos personajes, permite dotar de unidad a los tres actos intermedios,
los cuales, a modo de mosaicos escénicos, ofrecen tres tramas con grandes contrastes entre sí.
Junto al escritor Hoffmann y a su acompañante
y amigo Nicklaus, encarnación de la Musa, aparecen cuatro mujeres, de las cuales tres resultan
ser las diversas facetas existentes en Stella, la mujer amada por Hoffmann. Esta tipificación de la
naturaleza femenina, siempre según el libretista
y el compositor, está representada por una mujer fría y carente de alma, en realidad la muñeca
Olympia; por una seductora cortesana de espíritu
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131
calculador (Giulietta) y por una artista virtuosa y
sensible, conocida como Antonia. Parte esencial
del juego entre fantasía y realidad de esta ópera es el hecho de que las cuatro mujeres, la real
Stella y las ficticias Olympia, Antonia y Giuletta,
sean encarnadas por una única soprano coloratura que vaya mutando su aspecto a lo largo de la
obra. De igual modo sucede con la figura maligna
y mefistofélica de Lindorf, el antagonista de Hoffmann, que ha de asumir en cada acto también
los papeles de Coppelius, el creador de los ojos de
Olympia, de Miracle, instigador del canto fatídico de Antonia, y de Dapertutto, quien codicia la
imagen refleja de Hoffmann.
T. A. Hoffmann, como Carl Maria von Weber y
Heinrich Marschner.
La tarea de reconstrucción de Les Contes
d’Hoffmann no ha terminado aún. Existe discrepancia acerca del hecho de utilizar los diálogos
hablados originales (de igual modo sucede en la
Carmen de Bizet) o de sustituirlos por los recitativos cantados de Guiraud. El acto de Giulietta
no fue representado hasta 1882, en Hamburgo;
los recitativos se escucharon por primera vez en
Berlín en 1884. Paralelamente a las primeras representaciones fueron apareciendo las diversas
reducciones a piano de la obra, unas veinte en
total, que convertirían la ópera en una extraña
bola de nieve de impredecible final. En 1904 se
introdujo en Montecarlo, por primera vez, el Aria
del espejo de Dapertutto, así como un septeto en
el acto de Giulietta, compuesto probablemente
por un alumno de Guiraud. Con el tiempo, la
ópera francesa más célebre después de Carmen
se fue convirtiendo en una fantasma, una figura
espectral surgida de uno de los dramas de E. T.
A. Hoffmann. La ópera no fue representada en la
Opéra Garnier de París hasta el año 1974. Hoy en
día se ha aceptado la ópera de Offenbach como
un fascinante y hermoso torso, cuyas lagunas y
partes espurias conforman también el aura de su
partitura.
La fijación en una sola voz característica
de los cuatro personajes femeninos y masculinos
potencia la frustración permanente del artista
frente al mundo de los placeres inmediatos y confiere a las mujeres una asociación demoníaca que
se transforma de manera paralela a la sucesión
caleidoscópica de las escenas. Offenbach buscó
mostrar una enorme panoplia de recursos escénico-musicales, desde la Opéra bouffe creada por él
en los años cincuenta del siglo XIX y sus secuelas
posteriores en la opereta parisina y vienesa, cuyo
reflejo es mayor en los movimientos puramente
instrumentales y en el acto de Olympia, hasta
la fuerza dramática, derivada del drame lyrique
de Gounod y Bizet y de la Carmen de este último, en las escenas fantasmagóricas y espectrales
ubicadas en los actos dedicados a Giulietta y a
Antonia. En esta sentido no ha de olvidarse la
procedencia germánica de Offenbach, en el que
se ha señalado precisamente la influencia de los
compositores alemanes contemporáneos de E.
No es casualidad que todo ello impregne
aún más de fantasmagoría el componente fantástico de la obra y su imbricación con el plano de la
realidad. El poeta Hoffmann real está esperando,
tras una representación de Don Giovanni de Mozart, a Stella, de quien está enamorado y quien
tiene a su cargo el papel de Donna Anna. Siendo
132
Don Juan uno de los personajes fetiche de E. T. A.
Hoffmann, el vínculo con la figura real del poeta
se ha establecido desde el principio. Durante la
pausa de la ópera mozartiana se suceden los tres
relatos surgidos de la mente del poeta, ante la mirada ebria y algo agresiva de estudiantes y admiradores de Stella. La transición fluida entre el marco de la narración y la acción inventada está tan
cohesionada que el relato de Hoffmann no parece
emerger de su memoria, sino cobrar realidad espacial en el presente escénico del intermedio de
Don Giovanni. Y en correspondencia con las tres
fantasías concebidas por la mente masculina de
Hoffmann se evidencian las tres figuras demoniacas del óptico Coppelius, del doctor Miracle y del
capitán Dapertutto como tres proyecciones de
Lindorf, el competidor de Hoffmann. Esta concatenación de marco abarcador y tramas internas
secundarias sitúan a Offenbach en la línea de
compositores-narradores omniscientes, derivada
de la estética de Richard Wagner y Héctor Berlioz, con innumerables repercusiones y variantes
a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Punto
culminante de esta estrategia resulta la interpolada figura de Nicklaus , la Musa del escritor, que
al final de la ópera compele a éste a renunciar a la
133
Leitmotiv propiamente hablando de la composición, una nueva referencia a la fantasía que sitúa
la música de Les Contes d’Hoffmann en la esfera
del inconsciente, de pulsiones reprimidas y de un
sensualidad pervertida al gusto del Fin de siècle
que transformaría la sensibilidad de la cultura
europea.
felicidad de la vida y a consagrarse por entero a la
poesía, no sin una alusión velada al exitoso Lindorf, capaz de costearse un teatro de ópera para
sus aficiones.
Musicalmente hablando, Offenbach partió
de la estructura en números latentes propia de
sus “opéras bouffes”, con un sutil y diferenciado
tratamiento de la orquesta, y la combinó con el
carácter dramático-violento y la tendencia a la
transcomposición de Carmen de Bizet. Los personajes principales se expresan casi siempre en
formas sencillas: couplets, chansons, romanzas,
etcétera. Cuando la muñeca Olympia es anunciada en el acto II con una gran aria, Offenbach subraya el carácter paródico del momento al
utilizar una forma simple de couplet enriquecida
con diversas agilidades. La aparente simplicidad
de los medios musicales es el punto extremo de
la “inexistencia” de la ópera de Offenbach, un intento de pasar a la historia del drama musical del
gran compositor de opéras bouffes como infructuosa tentativa de efectuar lo imposible. La nostálgica Barcarola del acto de Giuletta es el único
134
Orphée et
Eurydice
Christoph Willibald Gluck (1714-1787)
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Orphée et eurydice
Christoph Willibald Gluck (1714-1787)
DANZA-ÓPERA DE PINA BAUSCH.
Ballet de L’Opéra national de Paris
Directora de danza: Brigitte Lefèvre
Director musical: Thomas Helgelbrock
Directora de escena y Coreógrafa: Pina Bausch (†)
Escenógrafo, Figurinista e Iluminador: Rolf Borzik (†)
Orphée: Maria Riccarda Wesseling
Eurydice: Yun Jung Choi
Amour: Zoe Nicoalidou
Balthasar-Neumann – Chor & Ensemble
12, 13, 14 de julio de 2014
20.00 horas; domingos, 18.00 horas
136
Argumento
Orfeo y Eurídice
Fernando Fraga
entusiasmo y confianza, aria de Orfeo: “L’espoir
renaît en mon âme”.
Acto I
Eurídice huyendo de los avances de Arsiteo, ha sido mordida por una serpiente y a consecuencia de la fatal herida ha muerto. Su esposo
Orfeo, hijo de Caliope y Apolo, sublime tañedor
de la lira, el más inspirado cantor de la Tracia,
llora ante su tumba, en medio de un bosque de
laureles y cipreses. Ninfas y pastores le acompañan en la ceremonia fúnebre, coro y pantomima:
“Ah dans ce bois tranquille et sombre”. Orfeo consumido por el dolor, no hace otra cosa que repetir
el nombre de su amada.
Acto II
En la entada de los infiernos, entre el
humo y las llamas que le rodean, Orfeo hace sonar su lira. Un siniestro grupo de espectros, furias
y demonios le cierran el paso, intentando disuadirle de sus propósitos, coro “Qui t´amène en ces
lieux”. El emotivo canto de Orfeo logra calmarles
y emocionarles y, tras una febril danza (baile de
las furias), le dejan el camino libre hacia el reino
de los muertos.
En la soledad de su dolor solamente El Eco
responde a sus desgarradores gemidos, aria de
Orfeo: “Objet de mon amour”, que de inmediato
se transforman en un irrefrenable furor, hasta el
punto de tomar la decisión de ir a reclamar la esposa al implacable Plutón.
En los Campos Elíseos, las almas bienaventuradas disfrutan de una serena felicidad (baile
de las almas felices). Una de ellas se hace eco de
esta dicha a través de su canto placentero y suave,
aria de un Alma Féliz: “Cet asile aimable ey tranquile”. Orfeo se queda extasiado por la belleza y
plenitud del lugar, aria de Orfeo: “Quel nouveau
ciel pare ces lieux?” y es recibido con mimo por los
Espíritus Bienaventurados, coro y danza: “Viens
dans ce séjour paisible”. Orfeo le ruega le devuelvan a su amada y ésta aparece en medio de las
demás almas. Cuando Eurídice quiere demostrar su satisfacción por el reencuentro, una de las
almas recuerda a Orfeo la promesa hecha de no
mirar el rostro de su esposa hasta abandonar los
infiernos.
El Amor se le aparece y le anima en tan
aventurera decisión, seguro de que si con su
canto es capaz de apaciguar todas las fuerzas,
lo mismo ocurrirá con las del imperio tenebroso, aria de El Amor: “Si le doux accords de ta
lyre”. Pero, en el rescate y según los imperativos
de Júpiter, Orfeo habrá de cumplir una condición: no mirar de frente a Eurídice ni explicarle
las razones de ésta aptitud, aria de El Amor:
“Soumis au silence”. Con todo el coraje que su
amor le da, Orfeo se pone en camino, lleno de
137
han sometido los dioses, vuelve su rostro a Eurídice. Ésta cae fulminada, muerta. Destrozado por
los remordimientos y el dolor Orfeo llora por segunda vez la muerte de su esposa, aria “J’ai perdu
mon Eurydice”.
Acto III
En el dédalo laberíntico que lleva a la
salida de los infiernos, la alegría de Eurídice
por volver a la tierra se empaña por la extraña actitud de su esposo que le vuelve el rostro
continuamente. Ella comienza a demostrar su
inquietud, creyendo el amor perdido, haciendo
numerosas preguntas a Orfeo, hasta el punto de
amenazarle con no seguir el camino si el cantor
no la dedica una simple mirada, dúo “Vien, suis
un époux qui t’adore”.
Conmovido por tanto sufrimiento, El
Amor se presente e impide que Orfeo hunda su
espada en el pecho. El Amor viene a premiar la
fidelidad y el amor de los esposos devolviendo la
vida a Eurídice, terceto: “Tendre amour, que tes
chaînes”.
En el templo dedicado al Amor, Orfeo y
Eurídice, con las ninfas y pastores celebran a ese
dios, El Amor, cuyo poder no encuentra límites,
coro “L’Amour triomphe”.
Vencido por la obstinación de la esposa,
aria de Eurídice: “Fortune ennemie¡”, y no pudiendo soportar más esta cruel prueba a la que le
138
Gluck el reformista orfeo
y eurídice
Andrés Ruiz Tarazona
Siempre es complicado enfrentarse a una
figura tan importante en la historia de la ópera
como es Christoph Willibald Gluck (1714-1787),
cuyo tercer centenario de su nacimiento tenemos
ya a la vuelta de la esquina. Y esa complicación
proviene de su propia época, el siglo XVIII, durante el cual se produce el asentamiento de la ópera
como gran espectáculo. Dentro de él, la figura del
“Ritter von Gluck” resulta fundamental.
música a veces, pero aislados de la acción. Claro es que hubo compositores como Händel que
lograron infundir a este artificioso esquema una
rara belleza, obteniendo efectos de auténtico dramatismo, insertando, en pleno recitativo, un arioso acompañado de orquesta.
Entre la ópera barroca y Mozart, todo el
mundo coincide en señalar la presencia de un
maestro decisivo, que va a fijar y establecer las
reglas del género: el caballero pontificio y compositor de la emperatriz de Austria Maria Teresa,
Christoph Willibald Gluck.
La ópera dieciochesca mantuvo el modelo
italiano, derivado del siglo anterior, pronto extendido por toda Europa. Dos músicos españoles,
fuera de España, Domingo Terradellas y Vicente
Martín y Soler ejemplificarían bien las dos etapas
del género, la barroca y la clásica, como la representarían dentro de España, José de Nebra y Antonio Rodríguez de Hita.
Si en Praga y en Viena, Gluck había tomado
contacto con la ópera italiana imperante (Vivaldi, Albioni, Pollarolo, Porta, Lolli, etc.), en Milán
recibirá mayores enseñanzas gracias a Giovanni
Battista Sammartini, aplaudido por su música religiosa y sus piezas instrumentales.
Pero el modelo de ópera entonces consistía
en una sucesión de recitativos y arias sin verdadera cohesión, no bien adaptados a los textos en que
se fundaban, por lo general enredosos, confusos,
sobre temas de la mitología grecolatina que ya no
eran tan familiares al público como en los siglos
XVI y XVII. El dramatismo que pudieran contener
las intrincadas peripecias se perdía con frecuencia
durante la representación y las arias constituían,
una tras otra, fragmentos inconexos, de muy bella
En sus primeras obras de juventud se aprecia ya el gusto y la riqueza de invención de Gluck,
aunque no sea aún posible hacerse una idea de
lo que llegará a alcanzar en el futuro. En general,
responden al ideal de aquel tiempo, a un gusto
todavía barroco.
En 1745, Gluck viajó a Gran Bretaña, invitado por los rectores del King’s Theatre de Ha139
dió un papel masculino, que había aumentado el
interés y el encanto de una pieza que solo tenía
papeles femeninos. En Le cinesi Gluck evidenció
su maestría en los variados estilos dramáticos de
la ópera de entonces: seria, pastoral y bufa o cómica.
ymarket, en Londres. La caduta dei giganti y Artamene fueron las óperas que estrenó, con poco
éxito, en la capital inglesa. Pero allí tuvo ocasión
de relacionarse con el sexagenario Händel que llegó a dar un concierto junto a él.
Entre 1746 y 1752, Gluck no cesa de viajar por Europa. Hamburgo, Dresde, Praga, Viena, Copenhague conocen su arte y su magisterio
como director de conciertos y representaciones
de ópera. Ha estrenado La nozze d’Ercole e d’Ebe,
Semiramide riconosciuta, La contesa de Numi,
Ezio (1.ª versión), Issipile y La Clemenza di Tito,
buena parte sobre libretos de Metastasio.
El conde Durazzo, director del Teatro Imperial de Viena decidió incorporar a Gluck como
compositor de la Corte. Así nacieron La danza,
L’innocenza giustificata, Il re pastore, Tetide y una
Antigono, sobre Metastasio, que le fue encargada
por el Teatro de la Torre Argentina de Roma. Fue
entonces cuando, en pleno éxito y prestigio, recibió el título romano de conde palatino de Letrán
y caballero de la Espuela de Oro.
Por esta época se había separado de la compañía de ópera italiana de Pietro Mingotti y entró
en contacto con la compañía de Locatelli. Pero lo
más importante fue su boda, el 15 de septiembre
de 1750 con Ana Maria Bergin, en San Ulrich de
Viena. Una de sus cuñadas, Maria Petronella Bergin, estaba casada con Mario Ignacio Valmagin,
inspector real e imperial de edificios de la Corte,
protegido por la emperatriz. Eso favoreció la relación de Gluck con Maria Teresa de Austria y un
mariscal del imperio, el príncipe Joseph Friedrich de Sajonia-Hildburghausen, quien convirtió a
Gluck en su maestro de capilla.
A partir del año 1758, Gluck escribió oberturas y arias para La fausse esclave, L’île de Merlin,
La Cythère assiégée, Le diable à quatre ou, La double métamorphose, L’arbre enchanté ou Le tuteur
dupé, L’ivrogne corrigé y Le cadi dupé. El dúo de
la riña entre Fátima y el Cadi en esta última anticipa pasajes como la disputa entre Agamenón y
Aquiles en Ifigenia en Aulida. Y sin duda El cadi
engañado influyó en el tratamiento de la palabra
en el singspiel alemán, especialmente en los primeros intentos de Mozart (Zaide y El rapto en el
serrallo).
Para una fiesta campestre en el pequeño
teatro del Schloss Hof, sobre el Morava, en presencia de la emperatriz Maria Teresa, presentó Gluck
su ópera serenata Le cinesi el 24 de septiembre de
1754. Fue un éxito completo, entre otras razones
porque Maria Teresa había encarnado el papel de
Lisinga en la obra teatral, casi veinte años antes,
cuando era joven archiduquesa. Metastasio aña-
Orfeo y Eurídice
Pero el primer gran éxito en el campo lírico, resumen de las conversaciones sobre el tema,
mantenidas seguramente por Gluck y Calzabigi,
fue la ópera en tres actos Orfeo ed Euridice, la cual
marca un hito en la historia de la ópera.
140
141
llegada de su esposa. El acto finaliza con los esposos marchando de la mano sin mirarse, mientras
la corte celestial baila en torno de ellos.
El mito clásico –un amor más fuerte que
la propia muerte- ha sido contado de modo diferente por Virgilio y por Ovidio, pero además, en
pleno renacimiento, por Angelo Poliziano; más
tarde por Rinuccini, libretista de las óperas sobre
este tema de Peri y Caccini. En España, el sevillano Juan de Jaúregui, pintor e insigne poeta, traductor de la Aminta de Tasso y de la Farsalia de
Lucano, publica su Orfeo en 1624.
El tercer acto nos presenta a los amantes
caminando hacia la salida por un oscuro y laberíntico túnel. Pero Eurídice, al ver que Orfeo no
la ha mirado ni una sola vez, aunque pronuncia
palabras amorosas, comienza a reprocharle ese
desvío e indiferencia. Orfeo no puede explicar la
causa y ella se desespera por su comportamiento. Sus reproches llegan al punto en que Orfeo
se vuelve para mirarla. Al transgredir la condición
impuesta, Eurídice cae sin vida. Orfeo desafía a
su cruel destino y entona su desolación en la célebre aria Che faró senza Euridice, intentando el
suicidio para volver a reunirse con Eurídice en el
reino de los muertos. Pero surge Amor y le arrebata el puñal con el que iba a matarse. Y va más
lejos, para premiar la apasionada afección de Orfeo por Eurídice. Le devuelve viva a la bella ninfa
y ambos expresan su alegría y felicidad mientras
los pastores celebran el triunfo del amor.
El acto primero se abre con una breve sinfonía, tras la que se alza el telón mostrando un
bosque de cipreses y laureles. En un claro se divisa la tumba de Eurídice, muerta por la picadura
de una serpiente. Un grupo de pastores entona
un lamento fúnebre, interrumpido por el cantor
tracio Orfeo, su esposo, que invoca el nombre de
su amada. Los pastores se van y Orfeo, desesperado, acusa a los dioses por su crueldad y expresa
su dolor e incansable búsqueda de la esposa que
le ha sido arrebatada. Aparece entonces el dios
Amor y le descubre la manera de llegar hasta el
Averno para liberar a Eurídice. Solo ha de cumplir una condición, no mirar a su esposa hasta que
lleguen a la superficie de la Tierra.
Orfeo y Eurídice se estrenó en el Burgtheater de Viena el 5 de octubre de 1762. El papel de
Orfeo, que luego ha sido interpretado por mezzosoprano o por tenor, fue entonces encarnado
por el castrado Gaetano Guadagni, que había renunciado en los ensayos a sus habituales “espectacularidades”. Marianne Bianchi fue Eurídice y
Lucie Glebero-Claverau, el Amor.
El segundo acto nos lleva a las cavernas infernales, donde furias y horribles espectros amenazan al visitante, tratando de asustarle para que
huya. Pero el dulce canto del cantor de Tracia
aplaca su ira y los obliga a abrirle las puertas de
los Campos Elíseos, residencia de los bienaventurados. La escena siguiente se inicia con el célebre
arioso de Orfeo Che puro ciel, che chiaro sol!, arropado por oboes y flauta, todo un trasunto de la serenidad y belleza del mundo celestial. Un cortejo
de héroes y heroínas rodea a Orfeo y le anuncia la
Estamos de acuerdo con Winton Dean en
que la revisión, para teatro, del papel de Orfeo
(que debe ser cantado por una mezzosoprano)
que procede de la tradición francesa “además de
142
perjudicar la textura y el esquema tonal, huma-
ópera reformada, tampoco ha podido evitar hasta
hace pocos años, con versiones como la de John
Eliot Gardiner, continuas alteraciones sobre la
partitura original para acomodarla a los gustos
del momento. Incluso un autor tan respetable
como Berlioz llevó a cabo cambios sustanciales
cuando el director del Théatre Lyrique de París,
Leon Carvalho, le pidió una revisión. No era fácil encontrar tenores para la tesitura original de
contralto y no había ya castrati en el año 1859.
Berlioz había escuchado el Orphée en 1824 con
el magnífico Adolphe Nourrit en el papel del semidiós, pero ya no había un cantante como él 35
años después.
niza al personaje de una forma equivocada, substituyendo a un amante encendido por un héroe
mítico (adscrito al poder de la música y a la fidelidad matrimonial) y, por consiguiente, hace más
visibles las limitaciones del argumento”.
Orfeo es un claro testimonio del deseo de
Gluck de restaurar el dramma per musica de los
muchos excesos en que había caído, ya denunciados por algunos autores, pero no atendidos por
empresarios y cantantes, instalados en la rutina
que favorecía un público inculto y sin el menor
sentido crítico. En el caso de Orfeo, modelo de
143
El autor de La condenación de Fausto había
alterado pasajes instrumentales a lo largo de varias páginas; entregó a su joven ayudante Camille
Saint-Saëns el acompañamiento de L’espoir renaît
para que lo “revisara” y puso un coro de Echo et
Narcisse (1779) del propio Gluck, pero cinco años
posterior a la versión francesa del Orphée, al final
de la obra. También revisó el libreto de Pierre-Louis Moline (adaptado del original, en italiano, de
Calzabigi), cambiando el orden de alguna música
y transportando algunos pasajes para adaptarlos a
la voz de la gran mezzosoprano Paulina Viardot,
la segunda hija del compositor y tenor sevillano
Manuel García. Añadió cadencia y adornos que
todavía se han interpretado en nuestra época.
Berlioz, como Meyerbeer, Gounod, Saint-Saëns,
Chopin o Brahms, sintió una enorme admiración
y disfrutó de aquella gran mujer parisiense y española que fue la Viardot, gran amor del novelista
ruso Ivan Turgueniev. En 1861, Berlioz “arregló”
el papel principal para soprano de la ópera Alceste (bajándolo tres tonos) para la célebre mezzosoprano, que protagonizó la versión francesa de
1776, adaptación del libretista Du Roullet del
original de Calzabigi.
fue Sophie Arnould, para quien Gluck trazó el aria
con coro Cet asile aimable et tranquille.
En el Orfeo de París, Legros cerraba el acto
primero con el aria Amour viens rendre à mon âme
(Amor ven y devuelve a mi alma…) que, pese a
su virtuosismo o quizá por ello, se pensó que era
una concesión de Gluck al público francés y hasta se habló de plagio de un aria de Ferdinando
Bertoni.
En el tercer acto se añadió el dúo entre los
dos amantes Je goûtais les charmes d’un repos sans
alarme, iniciado por Eurídice y el terceto que esta
también comienza con las palabras Tendre amour!
Que tes chaînes, procedente de Paride ed Elena
(Viena, 1770).
El éxito fue enorme y causó verdadera
emoción el solo de flauta incluido en la Danza
de los espíritus bienaventurados y la Danza de las
furias, extraída de su ballet Don Juan ou Le festin
de pierre, sobre un libreto de Angiolini y Calzabigi
a partir de Tirso de Molina. Gluck tuvo que atender a las variantes de la traducción, reorquestó algunos pasajes, sustituyendo instrumentos como
el cornetto o el chalumeau por oboes y clarinetes.
De la importancia que Gluck concedía a la orquesta, más allá de su función de mera acompañante, o a la danza, consideradas por él, al igual
que el coro, parte integrante del drama orgánicamente conectada con la acción, da idea un pasaje
como el desarrollado en los Campos Elíseos. En
él, como dijo Rousseau, “se goza de una felicidad
pura y serena, con tal carácter de uniformidad y
equilibrio que no hay un solo rasgo que exceda lo
más mínimo de la justa medida…”.
A propósito de estas “versiones” de los originales, recordemos que el joven Wagner realizó
una versión de Iphigénie en Aulide (1774) para
una orquesta de su tiempo, poniéndole música de
su autoría, cambiando el final y abusando de las
apoyaturas para darle “más expresividad”.
El Orphée et Eurydice (1774) de París presenta unas cuantas diferencias sobre el vienés. La principal es la del protagonista, el tenor-contralto Joseph
Legros, que alcanzaba muy altas tesituras. Eurídice
144
145
nía los puntos principales y el sentido de su reforma. Esta, en resumen, se ciñe a lo siguiente: afán
de verdad y acoplamiento de la música al texto;
supresión de los elementos decorativos y de los
tópicos de la ópera barroca; ruptura con el academicismo, eliminando la forma precisa y cerrada
en sí misma del estilo italiano para buscar una
estructura superior, en la cual la orquesta acompañe también en los recitativos; total libertad en
el empleo del coro y en el desarrollo de las arias,
limpiándolas de repeticiones y conclusiones estereotipadas y efectistas, e insertando ad libitum
cuantos recitativos pida la parte literaria. Es decir, Gluck no es solo un teórico; reforma desde el
meollo del sistema, convencido de su necesidad
para evitar la muerte de un género entonces decadente por artificioso.
Con Orfeo, Gluck, a pesar de sus limitaciones técnicas (Haydn dijo: “Gluck sabe menos
contrapunto que mi cocinero”), puso en práctica
una rara virtud, fundamental de cara al éxito y a
la emoción del oyente: la sencillez. Ser escueto,
directo, en busca de una naturalidad que dé mayor vigor al dramatismo de cualquier acción.
Las óperas de la reforma
Junto a las llamadas Reformopern, de las
que Orfeo y Eurídice es el primer ejemplo evidente, Gluck siguió trabajando en óperas convencionales y así, con diferentes motivos y ocasiones,
produjo Il trionfo di Clelia, La recontre imprevue,
Il Parnaso confuso, Telemaco, ossia L’isola de Circe, La corona (acción teatral); e Il prologo, para
una fiesta dada al archiduque Leopoldo.
Por esta época Gluck se había instalado con
su esposa y una sobrina pequeña, Marianne (“la
pequeña musa”), en Rennwerg, en el barrio de St.
Marx de Viena. Mientras trabajaba en su última
ópera con Calzabigi, la tercera de sus Reformopern,
titulada Paride ed Elena (Viena, Burg, 3-XI-1770),
sufrió una fuerte pérdida económica por evitar la
ruina del nuevo director del teatro vienés, Giuseppe
d’Affligio, el hombre que había montado Alceste.
De Paris y Elena destaca un aria, O mio dolce ardor,
ciertamente maravillosa por su expresiva delicadeza. No tuvo demasiado éxito en el estreno, aunque
sí gustaron los decorados y los ballets de Noverre.
Siguiendo inmediatamente a estas piezas,
viene la segunda Reformopern sobre textos de
Calzabigi: Alceste (1767), partitura de enorme
fuerza y coherencia, aunque Gluck no alcance
en ella la concentración y la pureza de Orfeo. Sin
embargo, vuelve a utilizar recursos como el recitativo seco (acompañado solo por el clave), que
parecía superado en Orfeo.
De todas formas, Alceste ofrece muchas cosas de primer orden, sobre todo en el primer acto,
de magistral construcción dramática. Su obertura es sintomática de aquello que Gluck deseaba:
ambientar de modo adecuado el contenido del
drama. Al publicarse en 1769 la primera versión
de Alceste, Gluck incluyó, a modo de prólogo,
una carta al Gran Duque Leopoldo de Toscana,
futuro emperador Leopoldo II, en la cual expo-
Con Paris y Elena se clausura una etapa
importante en la vida de Gluck, aquella que se
inició en 1741 con Artaserse y que hizo de él, a
través de tantas obras maestras, el rey de la ópera
italiana en Europa. Era el momento de lanzarse
146
de Lully, Campra, Rameau…, y los seguidores de
la ópera italiana tradicional, o lo que es lo mismo
(pues toda teoría suele encarnarse en personas),
los seguidores de Gluck y los de Niccolo Piccini (1728-1800). Los piccinistas reprochaban a
Gluck escribir sin melodía, exagerar la expresión
en detrimento de la belleza y sobrecargar la parte
orquestal, y los gluckistas le admiraban su concepción total del drama, su respeto al texto y a la
prosodia de la lengua.
a la conquista de Francia. Con ayuda de su antigua alumna Maria Antonieta, entonces delfina de
Francia, Gluck se dirigió a París.
Ifigenia en Aulis admiró a todos los espíritus cultivados que asistieron a la première en la
Académic Royale el 19 de abril de 1774. Era el
comienzo de una nueva etapa en la vida artística de Gluck y la reanudación de una importante
tradición francesa, en crisis desde la muerte de
Rameau diez años antes.
Y en medio de tan absurdo y, por qué no decirlo, desigual combate, se estrenó Armida (23-XII1777), según el texto ya clásico de Philippe Quinault extraído de la Gerusalemme liberata de Tasso.
Ciertamente, la intelectualidad y el gran
mundo de París se había dividido de nuevo, como
en tiempos de Rameau, entre los partidarios de
la antigua gran tragedia lírica francesa en la línea
147
Armida es una auténtica joya de la ópera al
estilo de las tragedias líricas de Rameau, y además
sabe conciliar, de modo maestro, tres elementos
esenciales en la tradición francesa: el canto, el recitativo y el ballet.
París. Los éxitos del joven Mozart le interesaron
mucho. Recordemos que Don Giovanni se estrenó
el 29 de octubre de 1787 y Gluck falleció el 15 de
noviembre. Se sentía mal pero trabajaba junto a
su discípulo Salieri en un oratorio, El juicio final.
Un día que Salieri dudaba sobre la forma de hacer
intervenir a Cristo, le dijo sin perder el sentido del
humor: “Pronto iré a enterarme por mí mismo”.
Danzas y coros desarrollan un juego de seducciones; después de una importante chacona,
se canta una arieta; luego el coro de Plaisirs (extraído de El cadi engañado); la flauta y el clarinete
en la orquesta responden, imitando con sus trinos, el canto de los pájaros.
El 15 de noviembre de 1787 llegaron unos
amigos de París a visitarle en su casa de Alte Wieden, Por prescripción médica todos los días, después de comer, el caballero Gluck daba invariablemente un paseo en coche para respirar un aire
menos denso y moverse un poco.
Gluck había puesto todas sus esperanzas en
su sobrina Marianne como gran cantante. Por eso
su muerte le dolió tanto. Regresó a Viena a comienzos de 1778 y allí compuso sus dos últimas
óperas para París: Iphigénie en Tauride y Echo et
Narcisse. La primera tuvo un éxito extraordinario,
pues en ella acertó Gluck en la unidad y belleza
que siempre ansiaba.
Gluck salió. Un cuarto de hora había transcurrido desde su partida cuando Gluck sufrió un
nuevo ataque. Le trajeron precipitadamente, pero
toda esperanza estaba perdida. En vano se esforzaron en reanimarle, él expiraba sin haber recobrado
el conocimiento y poder dar el último adiós a esta
campiña querida y fiel de su vida, a la edad de 73
años, en plena posesión de sí mismo y de sus ricas
facultades… (Recogido por Jean d’Udine).
Una música de línea tan serena y noble, tan
clara y majestuosa, tenía que suscitar el entusiasmo de los espíritus sensibles y no es de extrañar
que Schiller escribiese a Goethe tras haber oído la
Ifigenia en Tauride: “la música es tan celestial que
en el ensayo… he llorado”.
Salieri dirigió durante las honras fúnebres
un De profundis que Gluck le había enviado con
el pretexto de que figurase en la colección imperial de música, pero era en realidad una música
escrita para ser ejecutada en sus funerales.
El fracaso de la última ópera, Eco y Narciso,
y la revisión que, por esa causa, aconteció al año
siguiente, acabó con los ánimos de Gluck para seguir componiendo para el teatro. Regresó a Viena,
y allí comenzó a revisar algunas obras, completar
otras o hacer nuevas versiones. Había sufrido un
ataque de apoplejía y era cuidado por su esposa.
Se preocupaba por cuanto ocurría en Viena y en
Nadie mejor que el sabio Padre Martini de
Bolonia para definir al gran músico de Europa
que fue Gluck: “Él ha sabido reunir las bellezas
del canto italiano a ciertas ventajas peculiares del
canto francés, dando como base a esta armónica
asociación la ciencia instrumental alemana”.
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Dido and Aeneas
Henry Purcell (1658-1695)
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Dido and aeneas
Henry Purcell (1658-1695)
Director musical: Teodor Currentzis
Dido: Simone Kermes
Belinda: Nuria Rial
Aeneas: Dimitris Tiliakos
MusicAeterna
(Coro y Orquesta dela Ópera de Perm)
18 de noviembre de 2013
20.00 horas
150
Argumento
Dido y Eneas
recordará a Eneas la orden de Júpiter de viajar a
Italia para fundar un nuevo reino. Entre tanto, se
desata una tormenta.
Dido y Eneas es una ópera en tres actos con
música de Henry Purcell (1659?-1695) y con libreto del dramaturgo y poeta Nahum Tate (16521715), basado en su tragedia Brutus of Alba or The
Enchanted Lovers y en el canto IV de la Eneida
de Virgilio, sobre la legendaria reina de Cartago,
Dido, y el refugiado troyano Eneas. Fue compuesta en 1682. Está considerada una de las óperas
más importantes del Barroco, y como la primera
ópera nacional inglesa. Puede considerarse como
la única ópera –en el sentido estricto del génerode Purcell, si se compara con otras obras como El
rey Arturo (1691) o La reina de las hadas (1692),
que responden al perfil de semióperas.
Cuadro 2. Tras la tormenta, un claro en
el bosque, en donde Dido, Eneas y su séquito
descansan. Las brujas se lanzan sobre ellos y dispersan a los cazadores que se encuentran cercanos. Eneas se queda solo. El falso Mercurio se
enfrenta a él y le advierte que siga las órdenes
de Júpiter. Eneas finalmente, se rinde, aunque
lleno de dudas.
Acto III
Cuadro 1. La acción se produce en el muelle donde la hechicera y las brujas observan con
alegría todos los preparativos de la marcha de
Eneas, y traman causar más desgracias: es necesario que Dido muera, que arda Cartago y que los
troyanos se hundan en el mar.
Acto I
Transcurre en el Palacio de Dido. Allí,
Eneas, al llegar a la costa de Cartago huyendo de
la destrucción de Troya se encuentra con la reina, solicitándola hospitalidad. La reina accede a
la petición de Eneas y le proteje. Venus madre de
Eneas manda a Cupido para hacer que Dido se
enamore del troyano. Dido se enamora de Eneas,
pero siente que corre peligro.
Cuadro 2. En el Palacio de Dido, la soberana
de Cartago se lamenta de su amargo destino, pero
aparece Eneas y le explica que decide quedarse
en Cartago y no seguir las órdenes de Júpiter, sin
embargo, ella, lo rechaza y se
suicida.
Acto II
Cuadro 1. La acción se desarrolla en una
cueva en la que una hechicera quiere destruir a
Dido, y para ello involucra a sus brujas en el plan.
Ella misma (la hechicera), disfrazada de Mercurio, mensajero de los dioses,
151
Come away, fellow sailors (“Vayámonos, compañeros marineros”), que tiene lugar al comienzo del
tercer acto, antes de que Eneas se haga a la mar
para cumplir su destino. Tres de las arias de la ópera se encuentran construidas por entero sobre un
bajo ostinato. La más famosa de ellas es el lamento
de Dido: When I am laid in earth (“Cuando yazca
bajo la tierra”), una de las arias más conmovedora
de toda la ópera, considerada hoy en día como una
de las mejores de la historia de la música. Al canto
fúnebre le precede un recitativo que tiene mayor
importancia que la de ser un mero conductor del
texto, que retrata a la moribunda Dido, y sirve de
preparación a su lamento, el cual se encuentra en
modo menor, y que trasmite profunda tristeza.
Música
No existe ninguna partitura autógrafa de
Purcell, y la única fuente del siglo XVII es un libreto,
posiblemente a partir de la interpretación original.
La más antigua de las partituras que se conservan,
fue copiada no antes del año 1750, más de sesenta
años después de que se compusiera la ópera. Ninguna fuente posterior sigue las divisiones en actos
del libreto. La música del prólogo, el final del acto
I, la escena del “Bosque”, del acto II, y varias danzas, es casi seguro que se perdieron cuando la ópera se dividió en partes para ser representada como
interludios entre los actos de las obras habladas en
la primera década del siglo XVIII.
La música de Dido y Eneas demuestra que
Purcell era capaz de incorporar a su propio estilo
tanto los logros de la escuela músico-teatral inglesa
del siglo XVII, como las influencias que otras fuentes continentales ejercieron sobre la misma. De esta
forma, esta obra maestra incluye danzas y coros,
elementos propios de la tradición francesa, constituyendo estos últimos una parte importante de la
obra. La orquestación consta de cuerdas y continuo
y los recitativos no son ni el rápido parloteo del recitativo secco italiano, ni los ritmos estilizados del recitativo operístico francés, sino que se encuentran a
caballo entre ambos, caracterizándose por ser libres
y melódicos moldeadas en torno al texto, el desarrollo y las emociones del escrito inglés. La obertura del
comienzo es de tipo francés, y sus coros con ritmos
de danza, recuerdan a los de Lully.
El coro final, With drooping wings (“Con alas
caídas”), es posible que fuese sugerido a Purcell
por el coro último de Venus and Adonis, de Blow.
Posee una profundidad absoluta del color elegíaco,
sentimiento apoyado y descrito sugestivamente
mediante el uso de escalas menores descendentes
y por las impresionantes pausas después de las palabras never part (“nunca te vayas”).
Después de 1705 desapareció como obra
escénica, con sólo esporádicas representaciones
de concierto, hasta 1895 cuando la primera representación en escena de los tiempos modernos
tuvo lugar por estudiantes del Royal College of
Music en el Teatro Lyceum de Londres para celebrar el bicentenario de la muerte de Purcell.
Ésta ópera sigue en el repertorio, sobre todo
en el Reino Unido, donde según las estadísticas
de Operabase en el periodo 2005-2010 fue la que
tuvo mayor número de representaciones.
Por otra parte, cabe destacar una melodía
totalmente inglesa como Pursue thy conquest,
Love (“Persigue tu conquista, Amor”), o la del coro
152
I vespri siciliani
Giuseppe Verdi (1813-1901)
153
I vespri siciliani
Giuseppe Verdi (1813-1901)
Director musical: James Conlon
Guido di Monforte: Alexey Markov
El señor de Bethune: Francisco Tojar
Arrigo: Yonghoon Lee
Giovanni di Procida: Ferruccio Furlanetto
La duquesa Elena: Julianna Di Giacomo
Danieli: Antonio Lozano
Roberto: Fernando Radó
Coro y Orquesta titulares del Teatro Real
(Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid)
11, 14, 17 de junio de 2014
19.00 horas
154
Argumento
I vespri siciliani (las vísperas sicilianas)
Fernando Fraga
Llega de pronto Arrigo, un joven siciliano
liberado tras haber sido acusado de traición. Es
recibido con entusiasmo por Elena, ante la mirada penetrante de Monforte. Este se dirige a Arrigo
cuestionándole sus orígenes desconocidos y ofreciéndole finalmente servir en el ejército francés.
El joven rechaza con indignación tal propuesta
y más aún el consejo que Monforte añade, el de
que se aleje de Elena y sus partidarios. Arrigo le
desafía antes de entrar en el vecino palacio de
Elena (dúo tenor y barítono).
La acción tiene lugar en Palermo, Sicilia,
en 1282.
Acto I
Una vibrante obertura adelanta el clima
tenso de la obra y acude a algunos temas relacionados con sus personajes fundamentales de la
trama. En la plaza principal de la ciudad, varios
soldados franceses entre los que se encuentran
Tebaldo y Roberto, bebiendo y bromeando, recuerdan su país nativo. Frente a ellos, un grupo
de sicilianos, observándoles, expresan su odio hacia los que ocupan su tierra sojuzgándoles (coro
de introducción).
Acto II
Cerca de Palermo, junto al mar y en un delicioso paraje donde se eleva una capilla dedicada
a Santa Rosalía, arriba una barca que conduce al
exiliado Procida el jefe de los rebeldes sicilianos.
El patriota saluda con emoción a su querida patria (aria de bajo) antes de exhortar a un grupo
de partidarios a que se pongan en marcha para
arrojar de la isla a los opresores. Se reúnen con
él Elena y Arrigo. Procida está esperanzado en la
ayuda prometida por Pedro de Aragón, apoyo que
se hará efectivo desde el momento en que aquél
vea clara la posibilidad de éxito de la sublevación.
Procida desea que Arrigo se ponga al frente del
movimiento. Cuando se quedan a solas, Arrigo
confiesa a Elena el amor que por ella siente y ella
promete corresponderle si el joven es capaz de
vengar la muerte de su hermano (dúo de soprano
y tenor).
Entre la multitud surge enlutada la imponente figura de la duquesa Elena quien acompañada de sus fieles Ninetta y Danieli, llora la
muerte de su hermano Federico ajusticiado por
las tropas ocupantes. Admirado por su belleza,
Roberto la detiene y la obliga a cantar. Elena,
sin sentirse humillada, entona una canción que
en el fondo es una parábola donde incita a la
revuelta a sus compatriotas contra los franceses
(cavatina de la soprano). Estos comprenden la
alusión y están dispuestos a desenvainar sus armas, pero les detiene su gobernador, Monforte,
al aparecer en las escaleras del palacio vecino,
obligando a los todos presentes a despejar la
plaza (cuarteto).
155
Un oficial francés, Bethune, entrega a
Arrigo una invitación para asistir a un baile
en palacio. Como Arrigo la rechaza con desprecio, es detenido por unos soldados que se
lo llevan a la fuerza, ante la involuntaria pasividad de Elena.
Arrigo es conducido por la guardia. Cuando se entera que es el hijo del odiado gobernador
francés, se desploma, tanto por los sentimientos
que destila contra su revelado padre como por el
hecho de que por esa misma horrible circunstancia va a perder el amor de Elena. Monforte le promete todo lo que es capaz de darle como padre y
como político; todo es rechazado por un cada vez
más alterado Arrigo (dúo tenor-barítono).
En medio del baile que se organiza para
celebrar unos matrimonios de pescadores (tarantela), Procida astutamente insinúa a Roberto que
se aproveche de la belleza de algunas muchachas
casaderas. Táctica que utiliza para levantar los
ánimos de los aletargados sicilianos. Su plan es
coronado por el éxito y los sicilianos se enfrentan
valientemente con los agresores franceses defendiendo el honor y la libertad de sus mujeres. El
enfrentamiento es interrumpido por la aparición
de una hermosa embarcación que lleva a la fiesta
de Monforte a nobles damas y elevados oficiales
del ejército francés (barcarola). Procida se desliza
entre los invitados para poder acceder al palacio
y así asesinar al gobernador. Los sicilianos siguen
demostrando su odio contra los invasores de su
isla (final II).
En otra sala del palacio, lujosa y brillantemente iluminada, va a tener lugar la fiesta. Se
inicia con un aparatoso ballet o Divertissement
(Las cuatro estaciones). Entre los invitados, ocultos tras sus máscaras, se infiltran varios conspiradores sicilianos entre ellos Elena y Procida. Son
reconocidos por Arrigo al que comunican su intención de matar a Monforte. Arrigo, de pronto,
siente dentro de sí un desconocido sentimiento
filial que le impide unirse a las intenciones de sus
compañeros. De hecho, cuando los conjurados se
precipitan hacia Monforte, es él quien le defiende interponiéndose. Todos quedan impresionados por tal actitud, lo cual aprovecha Monforte
para ordenar su detención. Considerado como
un traidor por la mujer amada y por sus amigos,
Arrigo rechaza el consuelo de Monforte, dejándose llevar por su desesperación (concertante en el
final III).
Acto III
En una de las salas del palacio gubernamental, Monforte lee la carta de cierta mujer a
la que antaño ha seducido y luego abandonado.
Esta mujer antes de morir le ha revelado que de
su relación ha nacido un hijo y que este es, ignorando el muchacho el origen, su mayor enemigo:
Arrigo. Monforte lamenta este hecho, deseando
que su hijo pueda llegar algún día a perdonarle y
quererle (aria del barítono).
Acto IV
Al patio de la fortaleza donde yacen encarcelados los rebeldes, llega Arrigo con un salvoconducto que le permite visitar a los prisioneros. Se
lamenta de su situación aunque espera obtener el
perdón de su amada Elena (aria de tenor).
156
157
de irse en busca de su padre (canción de Arrigo).
La alegría de Elena se acaba bruscamente cuando
Procida le anuncia que, aprovechando los festejos
de la boda, los sicilianos ayudados por las tropas
enviadas en su socorro, va a levantarse contra los
franceses a la señal de las campanas nupciales.
Elena lucha entre su amor por Arrigo y su condición patriótica. Así, cuando regresa Arrigo, le comunica al estupefacto joven que ha renunciado a
casarse. El dolor del joven es inmenso (terceto de
la soprano, tenor y bajo).
Elena rechaza enfurecida a Arrigo hasta
que éste le revela la verdad de sus orígenes, causantes de su reacción anterior. Como salvando a
Monforte ya ha pagado su deuda filial, le confiesa, puede ahora volver a enfrentarse a él junto a
ella y los demás compañeros sicilianos (dúo de
soprano y tenor). Pero Procida, enterado también
de todo ello, no cree en las palabras de Arrigo.
Monforte ordena la ejecución de los conjurados. Arrigo implora desgarrado su perdón. El
gobernador aceptará indultarlos si Arrigo es capaz
de dirigirse a él llamándole padre. Elena le anima
a que no pronuncie ese nombre, pero al ver el verdugo que se acerca implacablemente dispuesto
a ejecutar la sentencia, el joven grita el nombre
paterno (cuarteto de Elena, Arrigo, Monforte y
Procida).
Pero Monforte no quiere saber nada de esta
última decisión de Elena y ordena que las campanas repiquen. A la señal convenida los sicilianos
se levanta en armas y se lanzan furibundos contra sus enemigos, comenzando una masacre de la
que es testigo, terriblemente victorioso, Procida
(final de la ópera).
Monforte perdona a los rebeldes y como señal de reconciliación ordena el matrimonio entre
Elena y Arrigo. La muchacha se niega, pero Procida la incita a que acepte el enlace por el bien de la
patria. Monforte anuncia este enlace que, por fin,
hará desaparecer las diferencias entre franceses y
sicilianos. En medio de la alegría generalizada,
sólo Procida pensando en sus propios proyectos
da cuenta de lo funesto de esta unión (final IV).
Acto V
En los jardines de la residencia de Monforte, unas muchachas que acompañan a Elena
celebran la inminente boda (coro). Elena, feliz,
agradece estas palabras de ánimo (bolero-siciliana de la soprano). Arrigo se acerca asimismo
exultante y amoroso, abrazando a la novia antes
158
I vespri siciliani.
las vísperas sicilianas
Santiago Salaverri
altas que resultaba imposible rebasarlas sobre
aquellas bases y por ese camino. Años antes
ya había tenido por primera vez clara conciencia de la necesidad de un cambio radical en
su dramaturgia cuando, tras la febril agitación
creadora que le lleva a encadenar, de Ernani
(1844) a Attila (1846), cinco estrenos en las
cuatro grandes capitales operísticas de Italia
–lo que le provoca una grave crisis de salud-,
y para superar la rutinaria temática patrióticoamorosa de sus títulos anteriores, se toma un
respiro de un entero año y aborda en Macbeth,
su décima ópera, un argumento de tema fantástico para el que tiene que inventarse toda
una panoplia
de recursos: una nueva manera
de declamar –la “parola
scenica” elegida en función de su contenido
emocional y de su cualidad acústica específica, que en adelante
constituirá una auténtica obsesión en su
queha-
Estrenada en el Teatro Real el 22 de diciembre de 1856, al año y medio de su creación
parisina, I Vespri siciliani regresa después de una
ausencia de más de 140 años. En efecto, tras 36
representaciones a lo largo de cinco temporadas,
el 29 de noviembre de 1873 subía por última vez
a las tablas del Real sin que haya vuelto a verse en Madrid desde entonces. Conviene, pues,
detenerse en el examen de una ópera que, pese
a su importancia en la trayectoria creativa de su
autor, resulta una absoluta novedad para nuestro
público.
En 1853 Verdi, un creador de singular autoexigencia artística, que nunca aceptará haber
llegado a un punto de su
carrera a
partir del cual sólo cabe
repetir la fórmula del
éxito, se encuentra en
una encrucijada: las
cotas alcanzadas en
la reciente trilogía
Rigoletto-Trovatore-Traviata
eran tan
159
cer compositivo-, un estilo de canto expresivo,
incluso feo, tenebroso, alejado del belcantismo, y una estructura musical que busca superar los números cerrados y dar continuidad al
discurso difuminando los límites entre recitativo, arioso y cantabile.
La primera experiencia de Verdi en la
Ópera de París había tenido lugar en 1847 con
motivo de la transformación de I lombardi alla
prima Crociata en Jérusalem. El éxito obtenido
lleva a la dirección de la Ópera a proponer a
Verdi un contrato que finalmente se firmará el
26 de febrero de 1852 y en el que Verdi impone
condiciones que le permitan confrontarse en
términos de igualdad con Meyerbeer, el rey de
las escenas parisinas: el libreto, en cinco actos,
será obra del primer libretista francés, Eugène
Scribe. El estreno se fija para finales de 1854,
ninguna otra ópera podrá estrenarse durante
esa temporada y Verdi seleccionará a los intérpretes. La Ópera garantizará 40 representaciones dentro de los diez meses de la première, y
se establece una penalización de 30.000 francos
por incumplimiento del contrato.
Ese nuevo estilo había alcanzado su perfección en Rigoletto y Traviata, pero ya no le
será suficiente. Y por ello decide enriquecer sus
recursos dramatúrgicos y musicales confrontándose al modelo de la grand opéra francesa,
un género que había alcanzado su madurez
un cuarto de siglo atrás y que está ya dando
señas de agotamiento. Los principales rasgos
definitorios del género son: en lo formal, una
estructuración en cinco actos y el uso exclusivo
del francés; en lo argumental, un marco histórico-político identificable, familiar al espectador medianamente culto, marco que determina
los conflictos que atenazan a los protagonistas
y condicionan las relaciones entre ellos, y un
diseño de personajes que, huyendo del maniqueísmo, busca explicar sus motivaciones y
enriquecer con matices sus identidades; y en
lo musical, un relevante papel atribuido a la orquesta, copartícipe en la expresión melódica en
igual medida que las voces, grandiosas escenas
de conjunto en las que el coro se desdobla en
grupos que expresan emociones y sentimientos
contrastados, el empleo de piezas “de género”
(barcarolas, baladas, canciones estróficas, coros
y concertantes a cappella) y el preceptivo ballet
a mitad de la obra. Todos esos rasgos definitorios, como luego veremos, los encontramos en
I Vespri siciliani.
Scribe no solo es el más prestigioso libretista francés del momento sino también el
más prolífico: el Diccionario Grove de la Ópera
enumera 135 obras destinadas a la escena lírica, de vaudevilles a ballets, de óperas cómicas
a grand opéras; si su lenguaje resulta convencional y prosaico, y los personajes y sus pasiones rara vez alcanzan auténtica temperatura
emotiva, había demostrado una gran habilidad
para diseñar tramas que ofrecieran ocasiones
de gran espectáculo y dramáticas confrontaciones. Alguien ha afirmado que en su obra había
“mucho teatro, pero poco drama”. Sus primeras propuestas fueron rechazadas por Verdi, a la
sazón muy atareado con la composición de Trovador y Traviata, pero una vez estrenadas ambas, Verdi se traslada a París para entrevistarse
160
con Scribe, que propone reutilizar el libreto
de la ópera en cuatro actos Le duc d’Albe, que
Donizetti había dejado inconclusa a su muerte, como base del nuevo proyecto, titulado Les
Vêpres siciliennes.
joven patriota Henri, enamorado de la hija del
El argumento de El duque de Alba, localizado en el Flandes rebelde a Felipe II en los
días sucesivos a la ejecución del conde Egmont
por Alba, plantea el conflicto de lealtades del
lace, Henri da la vida por Alba, interponiéndose
Egmont, Helène y a la vez hijo del duque, que
años atrás raptó y sedujo a su madre y que ahora anhela ser reconocido como padre por el hijo
cuya identidad acaba de descubrir. En el desenentre éste y el puñal blandido por Helène. Pura
ficción, pero dotada de todos los elementos
esenciales de la grand opéra: una situación his-
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psicológica de los cuatro personajes principales
no resulta homogénea. El personaje más conseguido es Guido di Montforte, que anticipa
el tipo de poderoso solitario y triste de los que
Simon Boccanegra y Felipe II, incluso Amneris, serán futuros paradigmas; todos ellos ejercen el poder con dureza y hasta con crueldad,
pero se hallan poseídos por secretas angustias
y anhelan vivir una relación afectiva –paternal,
conyugal, amorosa o de amistad- leal y desinteresada. Por el contrario, Procida es presentado
como un fanático, un conspirador que no duda
en provocar el sufrimiento de sus compatriotas
–incitando a los franceses al rapto y violación
de sus mujeres- para forzarles a la rebelión, y
que rechaza toda idea de reconciliación; esta
caracterización molestaba a Verdi, que tenía
del personaje un concepto más acorde con la
imagen de noble patriota difundida en el Risorgimento. Y las figuras más inconsistentemente
delineadas son las de la pareja protagonista: el
cambio final de sentimientos y de partido político de Elena no resulta justificado ni coherente, al igual que el de Arrigo, que de tenaz
opositor al dominio extranjero pasa a jalear a la
bandera francesa en el acto final.
tórica conocida que presenta a grupos nacionales enfrentados mortalmente, enmarcando una
historia de amor hecha imposible por razones
políticas.
Para Verdi, Scribe traslada la acción de la
Flandes del siglo XVI a la Sicilia de finales del
XIII, y convierte a los españoles en franceses y
a los flamencos en sicilianos. En ese contexto
histórico se desarrolla la acción de Les Vêpres
siciliennes: en el marco de la opresión francesa
sobre un pueblo siciliano ansioso de venganza,
el joven patriota Arrigo, enamorado de la duquesa Elena de Austria, cuyo hermano ha sido
ejecutado por el gobernador francés de Sicilia,
Guido di Monforte, descubre ser hijo de éste.
El tema de las Vísperas sicilianas de 1282 había
sido tratado a lo largo del siglo XIX en la novela,
la historia, el teatro y la ópera tanto en Italia
como en otros países, colocando en el centro
de la trama a Giovanni da Procida, un personaje histórico, médico y diplomático que en los
años del Risorgimento era considerado como
un lejano precursor de la independencia italiana frente a las potencias extranjeras. Scribe
introduce en la trama al personaje de Procida
como motor de la sublevación y representante
del espíritu de independencia y revancha.
Las relaciones de Verdi con Scribe (que
había incorporado a Charles Duveyrier como
colaborador) atravesaron momentos de tensión
ante la poca disposición del escritor a asumir
las modificaciones del libreto propuestas por
el compositor, acostumbrado a la docilidad de
sus libretistas italianos; y fueron frecuentes sus
quejas a la dirección de la Ópera y las amenazas de abandono del proyecto. Todo ello impu-
Dos son las esferas en las que se desarrolla
la prolija trama: el mundo de los sentimientos
privados, expresado por el triángulo MonforteArrigo-Elena, en el que el amor de los dos jóvenes y la relación paterno-filial se encuentran
en feroz oposición, y el de las aspiraciones políticas a la libertad del pueblo siciliano contra
la dominación extranjera. La caracterización
162
163
la muerte”, seguida del tema del De profundis
que los monjes entonan en el final del acto 4º
(en evocación del Miserere de Il trovatore). Este
doble tema se repite por tres veces en tonalidades diversas para dar paso al del aria-arenga
de Elena en el primer acto, con cuya exposición finaliza la introducción lenta. El Allegro se
abre con un redoble de tambor que introduce
el cuarto tema, un allegro vivacissimo en forte que anticipa la masacre con la que concluye
la ópera. A continuación los violonchelos, con
un acompañamiento muy trabajado, evocan el
tema de Montforte en su dúo del III acto con
Arrigo, tema que se convierte en el principal
de la obertura repetido en un crescendo con
ecos de tormenta evocada por los destellos de
los flautines y el regreso del tema descendente
del De profundis en los trombones; al serenarse
aparece el sexto tema, el bello “adiós a la patria” que Elena entona en medio del cuarteto
del acto 4º, aquí entonado por los violines. La
obertura finaliza con la reexposición del tema
de Monforte que en adelante se posesionará de
la obertura con un nuevo crescendo para desembocar en un prestissimo.
so diversos retrasos de la fecha del estreno, que
finalmente tuvo lugar el 13 de junio de 1855 en
presencia de Napoleón III y la emperatriz Eugenia, coincidiendo con la primera Exposición
Universal de París.
La prensa francesa decretó a Les Vêpres
Siciliennes un triunfo inapelable. Curiosamente, quienes menos satisfechos se mostraron fueron los espectadores y periodistas italianos y los
franceses de gustos más belcantistas, partidarios
de la simplicidad melódica y el canto fiorito, que
encontraban que Verdi había sacrificado la espontaneidad al oficio. En todo caso, Verdi había
ganado la batalla de París con las propias armas
de los compositores franceses y del mismísimo
Meyerbeer.
Frente a quienes sostienen que I Vespri
siciliani es una obra dotada de abundantes momentos de gran música, pero desperdigados a lo
largo de una partitura prolija, Roman Vlad demostró en sus consistentes análisis publicados
en los años setenta la sólida unidad estructural
de la obra, puesta de relieve desde la obertura
–la más extensa y de mayor ambición sinfónica
de las compuestas por Verdi-, que en sus primeras notas nos anuncia el clima trágico de la
obra; hasta seis de los motivos más recurrentes
o significativos de la ópera se engarzan en una
estructura que tiene cierta semejanza con una
forma sonata, con un esquema “Introducción
lenta” seguida de un “Allegro”. Comienza con
un motivo rítmico de dos notas breves y una
larga, que reaparecerá en los momentos de mayor tensión dramática, y que el musicólogo holandés Frits Noske llama “la figura musical de
Los dos primeros actos de I Vespri siciliani pueden ser considerados como un prólogo,
una presentación de los elementos de la acción
dramática, que no dará comienzo propiamente
hasta el tercer acto. En el coro inicial, “A te, ciel
natio”, dominadores y dominados cantan sus
opuestos sentimientos. En la cavatina “In alto
mare e battuto dai venti”, en la que Elena, obligada por soldados franceses borrachos, arenga
a la rebelión a los temerosos sicilianos, el rol de
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165
no admirativo y extático, es un bello cantabile
de corte tradicional, mientras la parte central,
narrativa de sus periplos diplomáticos, es más
innovadora. La escena concluye con la cabaletta
“Santo amor, che in me favelli” que en muchas
ocasiones suele suprimirse.
la soprano se nos muestra en toda su exigencia:
enorme extensión de la tesitura, que ascenderá
desde el fa sostenido por debajo del pentagrama (aunque Verdi ofreció alternativas menos
onerosas) al do sostenido por encima, nada menos que dos octavas y una quinta, necesidad de
anchura y color por abajo y seguridad y firmeza
por arriba, y agilidad para recorrer escalas completas y adornar la línea vocal. Se trata de un
papel que combina las exigencias de una soprano dramática de coloratura y ciertos rasgos de
la futura spinto de Ballo, Forza o Aida.
Tras el sucesivo dúo de tenor y soprano
“Quale, o prode, – Da le tue luce angeliche”, no
excepcional pero con momentos sugestivos, y
la bien trabada escena del rapto a los ritmos
de una brillante tarantela, se llega al momento
(“Il rossor mi coprì”) en que los furiosos sicilianos, sobre el fondo de la figura musical que
abría la obertura, son progresivamente excitados a la venganza por los mismos Procida y Elena que han tramado el incidente, hasta que la
protesta alcanza su clímax, y en ese momento
se escucha la lejana barcarola a cargo del coro
mixto de oficiales franceses y damas sicilianas
“Del piacer s’avanza l’ora”. Esta escena de gran
espectáculo típicamente grand opéra, una de
las más alabadas por el público parisino, está
magistralmente construida.
Tras el original cuarteto a cappella “D’ira
fremo all’aspetto” que sigue a la aparición de
Montforte, y la sucesiva entrada de Arrigo, tiene lugar el dúo “Qual è il tuo nome?” entre el
padre irritado y amenazador, pero admirado de
la valentía del joven, y éste que, ignorante del
vínculo filial que le une al gobernador de Palermo, desdeña sus ofertas de sumarse al bando
enemigo y sus advertencias para que se aleje de
la duquesa. La línea instrumental de las cuerdas
graves subraya eficazmente las admoniciones de
Montfort que, rechazadas por Arrigo, hacen prorrumpir a aquél en la cabaletta “Temerario! qual
ardire!” que cierra el primer acto.
Con el tercer acto entramos en el meollo
de la peripecia dramática. Montforte, a quien
hasta aquí hemos visto como un tirano de extraño comportamiento hacia Arrigo, lamenta
su soledad y la frialdad reinante en su corazón
en medio del poder, y anhela regenerarse en
el amor de su hijo en su aria “In braccio alle
dovizie”, especie de ensayo del aria de Felipe
II en Don Carlos que permite desarrollar una
extraordinaria gama de dinámicas y colores que
acercan y humanizan al personaje.
El comienzo del segundo acto nos presenta a Procida desembarcando clandestinamente
para sublevar a los sicilianos. La preciosa música
introductoria, con sus ecos de olas y el mecer de
la barca, evoca la llegada de Tancredi a Siracusa
en la bella partitura rossiniana de 40 años atrás.
Su archifamosa aria “O tu Palermo”, el único
momento solista para el personaje, es una pieza en forma ABA, cuya primera estrofa, de sig166
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El sucesivo dúo de Montforte y Arrigo, el
momento en que la trama bascula y el drama
íntimo se abre paso, es uno de los fragmentos
musicales más intensos y logrados de la ópera. Organizado en cinco diferentes secciones,
comienza con Montforte preguntando a Arrigo
(“Quando al mio sen per te parlava”) si su benévolo comportamiento hacia él no le induce
a sospechar una secreta razón, lo que, provoca
una gran inquietud al confuso joven. Cuando
Monforte entrega a su hijo la carta de su madre, aborda el tema cantado por los chelos en
la obertura (“Mentre contemplo quel volto amato”), mientras el estupefacto Arrigo prorrumpe en frases inconexas. Sigue un intercambio
de réplicas, en las que el padre tienta a su hijo
con el brillante futuro que le abre su nuevo rango y Arrigo sólo piensa en el perdido amor de
Elena, sección que culmina con un dramático
lamento de los frustrados personajes (“Parola
fatale!”). Montforte intenta entonces conmover a su hijo apelando a su ternura paterna en
una bella frase en adagio en la que la voz apiana
hasta convertirse en un filo di voce, pero Arrigo
se defiende interponiendo entre ellos la imagen
de su madre e inicia la cabaletta conclusiva con
el mismo tema antes entonado por Montforte,
simbolizando el dominio psicológico que éste
empieza a ejercer sobre él, pero con un acompañamiento en allegro sincopado, jadeante,
punteado por frases de Montforte, que le reprocha su rechazo.
en las versiones concertantes-, la acción recupera su pulso, y nos encontramos en el finale
terzo, un baile de máscaras que será el banco de
pruebas de la futura escena final del Ballo. Un
coro jubiloso (“O splendide feste!”) cede paso a
una música reminiscente de la escena del juego
en el segundo acto de Traviata, con un doble
motivo, el primero confiado a las maderas y el
segundo a las cuerdas, sobre el cual se desarrolla un parlando de Procida y Elena con Arrigo,
aún conmocionado y alarmado ante la presencia y las intenciones de sus amigos; la sensación
es de un inquietante desasosiego, repetida tres
veces en alternancia con el coro de arranque; se
trata, pues, de un rondó que concluye cuando
Arrigo impide la muerte de Montforte a manos
de Elena. Montforte ordena la detención y ejecución de los conspiradores, y volvemos a encontrarnos con la figura musical de la muerte
como fondo orquestal del coro de consternados
patriotas, que tras maldecir a Arrigo se lanzan
al concertante “O patria adorata”, durante el
cual se enfrentan de nuevo las voces de sicilianos y franceses, repudiando unos y acogiendo
los otros a un desesperado Arrigo, que intenta
sin éxito hacerse oír de sus excamaradas.
El cuarto acto es, de toda la ópera, el que
contiene la música de mayor carga emotiva.
Comienza con la escena en la que Arrigo, autorizado a visitar a los prisioneros y decidido
a salvar su vida o a morir con ellos, canta su
aria “Giorno di pianto”, llena de melancolía y
de bello y sencillo lirismo. Estructurada muy
originalmente en forma AAB, la tercera estrofa haría las funciones de una cabaletta, pero se
Tras el extenso ballet de Las cuatro estaciones, el mejor de cuantos compusiera Verdi
–frecuentemente suprimido, y con más razón
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para finalmente dar lugar a que la soprano exprese su adiós a su “dulce país” con el tema ya oído
en la obertura.
aleja de ella en su forma y contenido, pues sirve
de enlace con la escena sucesiva reflejando la
gran ansiedad de Arrigo ante lo que parece ser
el aproximarse de su amada. El de Henri/Arrigo es uno de los roles verdianos más difíciles
y exigentes; el propio Plácido Domingo, que
lo cantó en sus primeros años de carrera, avisa
de su dificultad y del peligro de cantarlo antes
de tiempo, aún mayor que el que plantea el de
Otello, a su juicio; ninguno de los grandes tenores italianos de la posguerra (Del Monaco, Di
Stefano, Corelli o Bergonzi) lo ha incorporado
a su repertorio. Es un rol que requiere fuerza,
dramatismo y anchura en centro y graves, y ligereza y extensión en la zona alta, pues debe
llegar al re sobreagudo.
El final del acto cuarto, lleno de dramatismo y contrastes, corresponde a la escena de
la ejecución finalmente no consumada. Montforte ofrece a Arrigo el perdón de los condenados si le reconoce públicamente como padre. Y
entonces se inicia un momento de suspensión
del tiempo con las frases de los dos coros –el de
los monjes que entonan el De profundis y el de
las mujeres sicilianas que solicitan gracia- y las
de Elena, Arrigo y Procida sobre un fondo de
violines en sordina, en el agudo, que reproduce
el tema de Elena en el cuarteto anterior, pero
en tempo aún más lento, tema que pasa a convertirse en sollozos evocativos del preludio del
tercer acto de Traviata, de maravilloso efecto.
Cuando Arrigo termina finalmente por ceder
y Montforte ordena suspender la ejecución y
perdona a todos, el acto termina con un concertante que expresa el júbilo general por las
bodas decretadas por el gobernador.
El dúo sucesivo de explicación y perdón entre Arrigo y Elena, otro de los grandes momentos
de la ópera, contiene atípicamente en su interior
una pieza solista, la romance de la soprano “Arrigo! Ah, parli a un core”, tras conocer el vínculo
que une a Arrigo con Montforte, una pieza en la
que expresa a la vez el perdón al amado y el adiós
a la vida que está a punto de abandonar. Agudos
en pianissimo, flotantes, escalas descendentes del
do sobreagudo al Fa sostenido grave, todas las dificultades belcantistas se acumulan en la coda de
esta bellísima pieza que cuenta con una preciosa
introducción del oboe.
El último acto arranca con varias piezas
de género que celebran el enlace: un coro festivo con intervenciones separadas de hombres
y mujeres, el “Bolero” de Elena y la “Melodía”
de Arrigo, que suponen un alto en la progresión
dramática de la obra pero ofrecen momentos
de gran espectáculo y de lucimiento a los cantantes: El brillantísimo “Bolero” “Mercè, dilette
amiche” es una de las piezas más conocidas de
la obra, que servirá de modelo a otras muy populares del repertorio francés. Y la bella “Melodía” de corte popular a cargo del novio “La
Presentes todos los protagonistas en escena, Procida canta la definitiva pérdida de toda
esperanza al conocer el secreto de la relación paterno-filial, iniciando uno de los mejores cuartetos (“Addio, mia patria”) de toda la producción
verdiana; tras él entran a dúo barítono y tenor,
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brezza aleggia intorno”, expresando su felicidad
sin nubes, intercalada con frases de su prometida, es uno de los miuras de la partitura, muchas
veces suprimida por cuanto obliga al tenor a finalizar con un re sobreagudo indicado a piacere
en la partitura, pero que el buen gusto aconseja
atacar con voz mixta apenas acariciada.
las invectivas de su prometido (“M’ingannasti,
o traditrice”), que recurriendo a su padre consigue que se celebre la ceremonia. Con el repicar
de campanas comienza una masacre despachada musicalmente en menos de 45 segundos; y
posiblemente esta brevedad resulta una virtud.
I Vespri siciliani abre la tercera etapa, europea, internacional, de la carrera de Verdi, y sus
hallazgos irán fecundando las óperas siguientes
(Simon, Ballo, Forza, Don Carlo, Aida) y perfeccionándose en ellas. Por la audacia del tema, que
permite su actualización en nuestros días, por el
esplendor deslumbrante de sus elementos escénicos y musicales, propios de su origen francés, y
por la intensidad con que refleja los más emblemáticos temas verdianos –amor a la patria, afectos
paterno-filiales–, está llamada a seguir progresando en la estima del público. Que estas funciones
concertantes contribuyan exitosamente a ello.
Finalizado el divertimento, el drama, o
más bien la tragedia, recupera el control de la
escena. Procida desvela a Elena sus intenciones de proceder a la matanza cuando suene las
campanas anunciando el enlace. La horrorizada Elena se debate entre la lealtad a sus antiguos ideales y el temor por la vida de Arrigo. El
estupendo trío “Sorte fatal!” contrasta la perplejidad del tenor y la angustia de la soprano
sometida a la presión psicológica del bajo. Alegando la memoria de su hermano, Elena rechaza el enlace, lo que le vale el furor de Procida y
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TEATRO REAL / TEMPORADA 2013 - 2014 / número 26
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1963 - 2013
Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid
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T. 91 521 57 59 - [email protected]
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