Taboada, Hernán G. H.

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XII Congreso Internacional de ALADAA
Hernán G. H. Taboada
LA COLONIZACIÓN EUROPEA DE ASIA Y ÁFRICA
DESDE LA REFLEXIÓN CRIOLLA, 1810-1930
Hernán G. H. Taboada
CIALC, Universidad Nacional Autónoma de México
LA
PERTENENCIA
de América Latina al “Occidente” o al “Tercer Mundo” ocupa
considerable espacio de discusiones, pero éstas sólo son útiles, a mi juicio, como
termómetro de posturas ideológicas: sus participantes suelen exhibir descuido
absoluto por la historicidad de los términos, lo cual los lleva a declarar alegremente
que el descubrimiento colombino incorporó nuestra región a la civilización occidental
(que muy lejos estaba entonces de autodenominarse de tal modo) o el carácter de
precursor tercermundista de Simón Bolívar (que seguramente habría esbozado una
mueca de extrañeza ante el término). Es decir que se incurre en el pecado habitual
de proyectar al pasado concepciones contemporáneas.
Buscando evitar este tipo de anacronismos, intento aquí responder a una de
las varias preguntas que deberían ser previas a las discusiones aludidas: ¿cómo
reaccionó el pensamiento criollo ante el fenómeno colonial en Asia y África? El tema
apenas conoce desarrollo: si bien existe alguna bibliografía sobre el anticolonialismo
americano, se limita al tema principal de la dominación española, y no alude a las
reacciones, secundarias pero no carentes de interés, ante formas análogas de
dominación en el Viejo Mundo. Reacciones que no fueron automáticas, obvias ni
uniformes: revistieron la ambigüedad que siempre ha caracterizado toda definición
identitaria nacida en nuestros países.
1
De muchas maneras se preguntaron los criollos de las colonias españolas en
América en torno a su relación con Europa (la otra alteridad que los asediaba,
después de la alteridad interna formada por indios, castas y negros). Al principio de
manera muy intuitiva, sencillamente porque la idea de Europa que conocemos no
existía sino muy embrionariamente hasta el siglo
XVIII,
y sólo a partir de entonces se
empezó a utilizar habitualmente, paralelamente al nombre de América, y a hacerse
la distinción entre “españoles americanos” y “españoles europeos”. El uso coincidía,
algo que también se nota en los nacientes Estados Unidos, con un generalizado
rechazo de Europa, identificada con la opresión y la desigualdad.
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Este distanciamiento estuvo acompañado por una serie de discursos menores
pero persistentes en torno a Asia y África: podían adquirir las conocidas formas del
orientalismo o del exotismo eurocentristas, que daban en denuncias de la bárbara
África y la despótica Asia, equiparadas a veces a la feudal Europa como expresión
de los males del pasado que América estaba destinada a superar, pero también
encontramos variantes del antiesclavismo y el anticolonialismo ilustrado, que
tomaban en cuenta a aquellas otras víctimas de la expansión europea. Esto último
nos lleva a considerar, algo que no se ha recalcado lo suficiente, que nuestros
pensadores fueron los primeros en plantearse los grandes dilemas que más tarde
agitaron las otras periferias del sistema mundial, sobre la conveniencia de
incorporarse o no al mismo, en qué condiciones y con qué estrategias.
Una muestra de su utilización primera como argumento antiespañol es la
extraña invocación de Simón Bolívar para que “Gran Bretaña, libertadora de Europa,
amiga del Asia, protectora del África” se constituya también en salvadora de la
América. Pero esta opinión idealizada de una potencia benévola en contraste con
España no era universal y otro documento bolivariano señala que una opresión
análoga era la sufrida por los americanos, los antiguos ilotas y los indostanos, si bien
la peor situación era la de los primeros. Ya sin diferenciaciones, había quien
condenaba, del mismo modo que la infamia española en las Indias Occidentales, la
inglesa en las Orientales: “qué contradicción predicar la libertad en el Támesis para
sistematizar la esclavitud en el Ganges”, exclamaba Carlos María de Bustamante en
1817. La acción holandesa en Asia también suscitaba repulsa, así como la conocida
aventura de Bonaparte: “¿Quieres dar al Egipto / leyes como tirano forastero?”, se
interpelaba al tirano cuya derrota ante los mamelucos (como ante los haitianos)
permitía esperar su fracaso también en América. Con ello se abría el camino para
que un periódico francés insinuara entre los criollos la pregunta por la licitud de todo
colonialismo: “¿en qué situación quedan sus posesiones de la India si la emancipación
de América llega a ser reconocida?”.
Emparejados así los colonialismos, América podía, una vez liberada, asumir un
papel redentor del resto de la humanidad dominada: “vedla volver los ojos con ternura /
saludando a este asilo venturoso / desde Asia y la Europa, donde gime / en medio de
la paz de los sepulcros”. De la misma fantasía criolla es responsable un monumento
levantado en Buenos Aires en 1815, que mostraba a América libre, Europa admirando
esa libertad, Asia encadenada, y África rescatada por la libertad de sus hijos de
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América. La proclama de Bolívar a los pueblos del mundo, de 1814, implica tal idea,
más elaborada luego por José Cecilio del Valle (1821): con la independencia
americana “el asiático, el africano subyugados como el americano comenzarán a sentir
sus derechos: proclamarán al fin su independencia en el transcurso del tiempo y la
libertad de América hará por último que la tierra entera sea libre”.
Debe notarse, tras
estos apuntes sobre el
anticolonialismo de la
independencia, que son muestras bastante escasas, y que consideran a las “otras”
colonias en un papel únicamente pasivo: la de sufrir injusticias esperando ser
liberadas. Del mismo modo que los discursos indianistas o antiesclavistas, fue
generoso en denuestos hacia los opresores pero muy parco en apreciaciones
favorables a los oprimidos.
2
En los años siguientes asistimos a lo que he llamado la (re)europeización de las
Américas (no sólo la Latina), cuyas repúblicas fueron sumergidas por un torrente de
publicaciones y espectáculos teatrales originados en Europa, portadores de noticias,
narrativas e ilustraciones de tono fuertemente eurocéntrico, lo que produjo la
creciente identificación emocional e ideológica de los sectores criollos con Europa:
“somos europeos nacidos en América”, podía entonces decir el argentino Juan
Bautista Alberdi.
Ello tuvo varias consecuencias en el terreno que nos ocupa: en primer lugar,
los hechos de la expansión europea, las Cruzadas, los viajes de exploración y hasta
las expediciones colonizadoras a Asia y África fueron comentadas sin ningún
rechazo o justificadas, como la conquista francesa de Argelia: es significativo que el
chileno Vicente Pérez Rosales, que en París habló del asunto nada menos que con
Abd el-Qader, el caudillo de la resistencia nativa, terminara por asumir la posición
francesa, hablando de justa represalia por los ataques piráticos. Más definido se
mostró Francisco de Paula Santander, el cual en carta escrita desde Londres a un
coterráneo habla de la cuestión en tono neutro, pero en otra carta un mes posterior a
un francés no escatima elogios: la toma de Argel es gloriosa para Francia, que ha
combatido por la libertad en América y que ahora lleva a los africanos “la civilisation
et la liberté de commerce”. El encomio terminó integrándose a combativas
posiciones ideológicas: la de Bartolomé Mitre sobre la Rebelión de los Cipayos en la
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India pero sobre todo la de Domingo F. Sarmiento también sobre la conquista de
Argelia.
Tales apologistas de la empresa colonial retomaban el discurso de una guerra
de la civilización contra la barbarie, que en tierra americana los encontraba a ellos
del lado de la primera. Así asentada, la dualidad tuvo larga vida y de la
caracterización francesa del Magreb como tierra de eterna barbarie derivaron
algunos rasgos de la descripción del sertón hecha por Euclides da Cunha (1902).
Claro está que en sintonía con la autopercepción criolla había cierta intencionada
propaganda europea: en su prédica por un acercamiento entre España y las
repúblicas, el liberal español Emilio Castelar, muy admirado y seguido en éstas,
establecía una diferencia en la actuación del español: “en África debe ser como un
soldado, en América debe ser como un apóstol. En África debe implantar su idea
con el hierro, que sólo así se abre el surco de la civilización en los pueblos bárbaros.
En la América debe llevar una antorcha en que esclarezca las inteligencias”.
No fue sin embargo la actitud universal. Aunque se mostraran afanosos por
identificarse con ellos, los criollos no encontraban entre los europeos respuesta
automática: junto a la ignorancia sobre nuestros países, acumulaban todo tipo de
prejuicios que a fin de cuentas terminaban por ponernos al mismo nivel de los
demás países coloniales. Relatos de viajeros, informes consulares y cuadros
costumbristas repiten la barbarización, africanización u orientalización de América.
Si bien algunos de
los autollamados europeos aquí nacidos retomaron tales
estereotipos para referirse a las masas plebeyas que los rodeaban, otros retomaron
el discurso anticolonial. Especialmente cuando empezaron a arreciar los ataques
europeos a América a mediados del
XIX:
los liberales, en su lucha por la libertad de
creencias, abominaban de las Cruzadas como de empresa fanática, que los
conservadores en cambio defendían. El colombiano Fermín Toro en 1839, alarmado
por el ataque a México, retomaba acusaciones de ingleses contra la Compañía de las
Indias y contra el tráfico negrero. Que España había fracasado en África y se dirigía a
América fue un motivo frecuente en la polémica americana cuando se dio la
reocupación de Santo Domingo o los ataques españoles a Perú. La prensa del
argentino Juan Manuel de Rosas, ante el bloqueo anglofrancés del Río de la Plata
(1845-1847), daba noticias de la lucha paralela que sostenía el caudillo Abd el-Qader
en Argelia.
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Con experiencia en esta misma colonia llegaron muchos de los oficiales
franceses del ejército de Maximiliano y la Legión Extranjera envió algunas fuerzas.
Ello resultó en la multiplicación de las comparaciones: por parte de los imperiales
como argumento legitimador pero también del bando opuesto: Francisco Zarco
hablaba de un “grandioso designio de convertir a México en Argelia Americana, en
colonia francesa explotada, esquilmada y oprimida por el soldado y el colono”, y para
evitar suerte similar a la de África, a México no le quedaba sino la guerra.
En tales momentos, la prédica más consistente fue la del chileno Francisco
Bilbao: penetrado por un profundo americanismo antieuropeo, criticaba tanto la
colonización española de América como las modernas empresas de Gran Bretaña en
la India, de Rusia en el Cáucaso y Francia en Argelia y en México. Al respecto,
estableciendo comparaciones con la antigua Roma, señalaba cómo los gobiernos
oligárquicos europeos en bancarrota daban al pueblo pan y juegos, gladiadores, fieras
y productos de todos los climas, “de aquí la necesidad de expedicionar a Asia, África
y América”. Haciendo notar el fracaso de las Cruzadas en el pasado, consideraba
probable que Argelia recuperara su libertad, así como la India y el Cáucaso,
empujados no por los ideales del 89, considerados por los europeos más universales
de lo real, sino por sentimientos de libertad que sí lo son: “¿Sabemos acaso lo que
significan esas estupendas revoluciones del Asia, en la India, en la China, en la
Tartaria?”. Ante la “la humanidad doliente, que cual otro Prometeo protesta
encadenada en Asia, África y Europa” volvía al tema de que América estaba llamada
a libertarla.
Pasados estos arrebatos, la opinión criolla volvía a contemplar la expansión
colonial como hecho deseable o por lo menos inevitable. Las crónicas sobre política
internacional que se empezaron a publicar así lo muestran, del mismo modo que las
anotaciones de los viajeros latinoamericanos por el Oriente o poemas de José
Santos Chocano (“Rudyard Kipling”, 1907) o Rubén Darío (“God save the Queen”, de
1910). Hallamos a un cubano en las expediciones esclavistas en el África oriental y
no faltó alguna participación de latinoamericanos en la Legión Extranjera: por lo
menos Enrique Larreta quiso preparar una novela al respecto. El uniforme de los
spahis argelinos inspiró un atuendo militar peruano, la “argelina”, que dio lugar a
evocaciones literarias. José Vasconcelos mostraba su admiración por el mariscal
Lyautey, organizador el imperio francés en África, al que encontró en París rodeado de
lujos y servidores orientales.
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La retórica de la época comenzó a tocar el tema de la lucha entre Oriente y
Occidente, que Leopoldo Lugones remontaba a la Guerra de Troya, donde no era
dudoso el lugar de América, como aclaraba Alfonso Caso: “En Asia, en África, en los
archipiélagos de Oceanía, Europa será siempre extranjera. En América nunca lo será...
el tesoro supremo de la humanidad que la raza indoeuropea principió a labrar en los
tiempos prehistóricos en la sagrada meseta de Irán” continúa en el continente de Colón.
Si Europa, en guerra, sucumbiese ante los pueblos asiáticos, si “la raza mogólica,
redimida, organizada y militarizada por el Japón, cayese sobre los pueblos del Viejo
Mundo” aquí hallaría amparo.
3
En un movimiento paralelo y contradictorio al del indoeuropeo Caso, la carrera
imperialista de fines del siglo
XIX
volvió a encender la alarma en América Latina. Era
ésta la única región que todavía no ha sido incorporada a los imperios coloniales,
meditaba Lucio V. Mansilla desde Argentina. En el África austral, un territorio
poblado de hombres blancos también había sido invadido por Gran Bretaña. Cierta
caricatura venezolana muestra cómo el enemigo es Gran Bretaña, que ya tiene a la
India y a Egipto en el saco, donde ahora quiere meter a Venezuela. El nuevo término
de “imperialismo” empezó a ser usado con frecuencia. Ejemplo de una posición de
denuncia lo ofrece José Martí: como periodista escribió sobre episodios de la
agresión colonial y la resistencia como la revuelta de Ahmed Urabi en Egipto (18811882), la ocupación francesa de Túnez, la insurrección del Mahdi en Sudán o la del
Rif: “Seamos moros”, dijo en esta ocasión. En el Congreso socialista de Stuttgart
(1907), en medio de mucha ambigüedad sobre el tema de parte de connotados
dirigentes socialistas europeos (satisfechos de que la burguesía hiciera el trabajo sucio,
que era inevitable), el argentino Manuel Ugarte votó contra el colonialismo.
Claro que se trataba de metáforas más que de un lenguaje real: si se afeaba
que nos tuvieran como a las “colonias de negros de África” era porque no éramos lo
mismo. La denuncia de Ugarte iba en el sentido que “nadie puede permitirse tratar a
las colectividades cultas que han producido patriotas como Bolívar y San Martín del
mismo modo como trataríais a las hordas del Cambodge o del Congo”. Se seguían
considerando a las víctimas en Asia y África como un material inerte, salvo el caso
del Japón, usado como término de comparación, como posible indicador del camino,
y hasta como un probable aliado contra Europa o los Estados Unidos.
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Lentamente, sin embargo, una temática anticolonialista menos egoísta se hizo
común. En consonancia con movimientos que tomaron fuerza después de la primera
Guerra Mundial, las vanguardias literarias la levantaron (como la brasileña Revista de
Antropofagia, 1929). Desde la Revolución Mexicana hasta Pedro Albizu Campos y
José Carlos Mariátegui vieron modelos útiles en las experiencias revolucionarias de
China, Turquía y la India. En este contexto fue que por fin asomó la posibilidad de una
alianza: es notable que no partiera de América Latina, sino de un movimiento de
resistencia bastante novedoso en el mundo islámico, la república rifeña de Abd el Krim
(1919-1925). Este caudillo marroquí, que hablaba castellano, dirigió a los pueblos
latinoamericanos una proclama en la que comparaba su lucha con la de Simón Bolívar,
y envió emisarios que hallaron buena acogida entre grupos de izquierda y nacionalistas.
Con Augusto César Sandino fue comparado por el venezolano Rafael de Nogales
(1928), aunque Vasconcelos lo considerara “héroe judío masónico porque luchaba
contra la potencia católica que todavía era España”.
Sólo en las
décadas siguientes pudo
desarrollarse un pensamiento
anticolonialista coherente. Verdad es que las comunicaciones han hecho hasta ahora
fantástica la posibilidad de alianzas entre estos mundos cuya única característica
común es la explotación por parte de Europa y el mundo noratlántico. Pero mayor
obstáculo han sido en el pensamiento latinoamericano las concepciones eurocéntricas,
tanto que todavía está difundida la supersticiosa creencia en una entidad que se
llamaría el Occidente.
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