Sevilla y el 27 - Bibliotecas Públicas

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Sevilla y el 27
Selección de textos para un paseo literario
Por
José María García Blanco
El sábado 29 de marzo de 2008 los participantes del Club de Lectura de
la Biblioteca Municipal de Almendralejo realizamos la Ruta Literaria Sevilla y el
27.
El viaje transcurrió en un ambiente muy agradable y distendido sin
ningún contratiempo. El autobús nos dejo en la Plaza del Pan, con el tiempo
justo de desayunar antes de la hora prevista para reunirnos con José Maria
García Blanco, profesor de Historia del Arte que ejerce en un Instituto
Sevillano, responsable de la selección de los textos que se leyeron.
Iniciamos el recorrido con el siguiente itinerario:
•
PLAZA DEL PAN
“Tierra nativa”
Es la luz misma, la que abrió mis ojos
Toda ligera y tibia como un sueño,
Sosegada en colores delicados,
Sobre las formas puras de las cosas.
El encanto de aquella tierra llana,
Extendida como una mano abierta,
Adonde el limonero encima de la fuente
Suspendía su fruto entre el ramaje.
El muro viejo en cuya barda abría
A la tarde su flor azul la enredadera,
Y al cual la golondrina en el verano
Tornaba siempre hacia su antiguo nido.
El susurro del agua alimentando,
Con su música insomne en el silencio,
Los sueños que la vida aún no corrompe,
El futuro que espera como página blanca.
Todo vuelve otra vez vivo a la mente,
Irreparable ya con el andar del tiempo,
Y su recuerdo ahora me traspasa
El pecho tal puñal fino y seguro.
Raíz del tronco verde, ¿quién la arranca?
Aquel amor primero, ¿quién lo vence?
Tu sueño y tu recuerdo, ¿quién lo olvida,
Tierra nativa, más mía cuanto más lejana?
CERNUDA, LUIS, La realidad y el deseo.
1
Plaza del Pan
Estaban aquellas tiendecillas en la plaza del Pan, a espaldas de la
iglesia del Salvador, sobre cuya acera se estacionaban los gallegos, sentados
en el suelo o recostados contra la pared, su costal vacío al hombro y el manojo
de sogas en la mano, esperando baúl o mueble que transportar. Eran unas
covachas abiertas en el muro de la iglesia, a veces defendidas por una
pequeña cristalera, otras de par en par sobre la plaza el postigo, que sólo a la
noche se cerraba. Dentro, tras el mostrador, silencioso y solitario, aparecía un
viejo pulcro, vestido de negro, que lleno de atención pesaba algo en una
minúscula balanza, o una mujer de blancura lunar, el pelo levantado en alto
rodete y sobre él una peina, abanicándose lentamente. ¿Qué vendían aquellos
mercaderes? Apenas si sobre el fondo oscuro de la tienda brillaba en alguna
vitrina la plata de un vaso entre complicadas joyas de filigrana y las lágrimas
purpúreas de unos largos zarcillos de corales. Otras la mercancía eran encajes:
tiras sutiles de espuma tejida, que sobre papel celeste o amarillo colgaban a lo
largo de la pared.
En la plaza, los gallegos (denominación gremial y no geográfica, porque
algunos eran santanderinos o leoneses) se encorvaban soñolientos y fofos,
más al peso de los años que al de las cargas ingratas a que su oficio les
condenaba. Eran ellos quienes en semana santa, durante los altos de las
cofradías, asomaban tras las andas de terciopelo sus caras congestionadas,
bajo la masa dorada de las esculturas, candelabros y ramilletes, alineados tal
esclavos en los bancos de una galera. Al lado de su trabajo trashumante y
penoso, sin otro cobijo que el de la acera donde se estacionaban, los
mercaderes aristocráticos de las tiendecillas parecían pertenecer a otro mundo.
Mas unos y otros se correspondían sutilmente, como vestigios de una sociedad
y un tiempo desaparecidos. En las covachas ya no brillaban las piedras
preciosas ni las sedas, y apenas si entraban en ellas los compradores. Pero en
su reclusión, en su inmovilidad, descendían de los mercaderes y artífices de
oriente, a cuya puerta moría el ruido, y el comprador, para llevar a casa el
ánfora o el tapiz recién adquirido, debía buscar entre el bullicio de la plaza al
jayán que cargase la mercancía sobre sus fuertes espaldas.
En esas tiendecillas de la plaza del Pan cada uno de los objetos
expuestos eran aún cosa única, y por eso preciosa, trabajada con cariño, a
veces en la trastienda misma, conforme a la tradición transmitida de generación
en generación, del maestro al aprendiz, y expresaba o pretendía expresar de
modo ingenuo algo singular o delicado. Su atmósfera soñolienta aún parecía
iluminarse a veces con el fulgor puro de los metales, y un aroma de sándalo o
de ámbar flotar en ellas vagamente como un dejo rezagado.
CERNUDA, LUIS, Ocnos.
2
•
PLAZA DE LA ENCARNACION
Cuánta gracia tenían formas y colores en aquella atmósfera, que los
esfumaba y suavizaba, quitándoles a unas dureza y a otros estridencia. Ya era
el puesto de frutas (brevas, damascos, ciruelas), sobre las que imperaba la
rotundidad verde oscuro de la sandía, abierta a veces mostrando adentro la
frescura roja y blanca. O el puesto de cacharros de barro (búcaros, tallas,
botellas), con tonos rosa o anaranjado en panzas y cuellos. O el de los dulces
(dátiles, alfajores, yemas, turrones), que difundían un olor almendrado y meloso
de relente oriental.
CERNUDA, LUIS, Ocnos.
•
PANTEÓN DE SEVILLANOS ILUSTRES (Calle Laraña)
[...]porque en tales días se hablaba mucho de Bécquer, al traer desde
Madrid sus restos para darles sepultura pomposamente en la capilla de la
universidad.
Años más tarde, capaz ya claramente, para su desdicha, de admiración,
de amor y de poesía, entró muchas veces Albanio en la capilla de la
universidad, parándose en un rincón, donde bajo dosel de piedra un ángel
sostiene en su mano un libro mientras lleva la otra a los labios, alzado un dedo,
imponiendo silencio. Aunque sabía que Bécquer no estaba allí, sino abajo, en
la cripta de la capilla, solo, tal siempre se hallan los vivos y los muertos,
durante largo rato contemplaba Albanio aquella imagen, como si no bastándole
su elocuencia silenciosa necesitara escuchar, desvelado en sonido, el mensaje
de aquellos labios de piedra. Y quienes respondían a su interrogación eran las
voces jóvenes, las risas vivas de los estudiantes, que a través de los gruesos
muros hasta él llegaban desde el patio soleado. Allá adentro todo era ya
indiferencia y olvido.
CERNUDA, LUIS, Ocnos.
3
•
UNIVERSIDAD (Calle Laraña)
Había en el viejo edificio de la universidad, pasado el patio grande, otro
más pequeño, tras de cuyos arcos, entre las adelfas y limoneros, susurraba
una fuente. El loco bullicio del patio principal, sólo con subir unos escalones y
atravesar una galería, se trocaba allí en silencio y quietud.
Un atardecer de mayo, tranquilo el edificio todo, porque era ya pasada la
hora de las clases y los exámenes estaban cerca, te paseabas por las galerías
de aquel patio escondido. No había otro rumor sino el del agua en la fuente,
leve y sostenido, al que se sobreponía a veces el trino fugitivo de un bando de
golondrinas cruzando el cielo que encuadraban los aleros.[...]
Nunca el pasar de las generaciones parece tan melancólico como al
representárselo en algo materialmente, tal esos viejos edificios de
universidades o cuarteles, por los que discurre cada año la juventud nueva,
dejando en ellos sus voces, los locos impulsos de la sangre. Recuerdos de
juventudes idas llenan su ámbito, y resuenan sus muro en silencio como la
espiral vacía de un caracol marino.
CERNUDA, LUIS, Ocnos.
...A Luis Cernuda. ¡No me lo he perdonado aún! ¡Y ya va para
veinticinco años! No le conocí, de primeras. ¡Meses y meses, de octubre a
mayo, sentados frente a frente, aula número cuatro. Universidad de Sevilla. ¡Y
nada!
-¡Luis Cernuda1 -voceaba el catedrático (que era yo) casi a diario. Pasar
lista. Y una voz quebrada y sin color contestaba desde una banca, ni muy atrás
ni muy adelante.
-¡Servidor!
Y todo esto, Señor, ¿por qué? ¿Por qué he tenido yo que gritar sin
ganas, “Luis Cernuda” tantas veces en mi vida, ¿por qué ha tenido él que
contestarme, sin ganas, otras tantas -nunca faltaba a clase- “¡Servidor”?
¡Cuando a Cernuda hay que llamarle quedo, cuando él no es servidor de nadie,
dueño suyo, soltero, cerrero, escotero, por los mundos! Pero él era alumno
oficial de mi clase de Literatura; mi año primero de enseñanza. Los dos
novicios, él en su papel, yo en el mío. Y no le conocí, y se estuvo cerca de un
año un profesor -¡y de Literatura!-delante del poeta más fino, más delicado,
más elegante que le nació a Sevilla, después de Bécquer, sin saberlo.
SALINAS, PEDRO, Nueve o diez poetas.
4
•
CASA NATAL DE CERNUDA (Calle Acetres)
En ocasiones, raramente, solía encenderse el salón al atardecer, y el
sonido del piano llenaba la casa, acogiéndome cuando yo llegaba al pie de la
escalera de mármol hueca y resonante, mientras el resplandor vago de la luz
que se deslizaba allá arriba en la galería, me aparecía como un cuerpo
impalpable, cálido y dorado, cuya alma fuese la música.
¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música
y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha
podido borrar. Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la
percibida a diario, y ya oscuramente sentía cómo no bastaba a esa otra
realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y
aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso.
Así, en el sueño inconsciente del alma infantil, apareció ya el poder
mágico que consuela de la vida, y desde entonces así lo veo flotar ante mis
ojos: tal aquel resplandor vago que yo veía dibujarse en la oscuridad,
sacudiendo con su ala palpitante las notas cristalinas y puras de la melodía.
CERNUDA, LUIS, Ocnos.
5
¿Recuerdas tú, recuerdas aún la escena
A que día tras día asististe paciente
En la niñez, remota como sueño al alba?
El silencio pesado, las cortinas caídas,
El círculo de luz sobre el mantel, solemne
Como paño de altar, y alrededor sentado
Aquel concilio familiar, que tantos ya cantaron,
Bien que tú, de entraña dura, aún no lo has hecho.
Era a la cabecera el padre adusto,
La madre caprichosa estaba en frente,
Con la hermana mayor imposible y desdichada,
Y la menor más dulce, quizás no más dichosa,
El hogar contigo mismo componiendo.
La casa familiar, el nido de los hombres,
Inconsistente y rígido, tal vidrio
Que todos quiebran, pero que nadie dobla.
Presidían mudos, graves, la penumbra,
Ojos que no miraban los ojos de los otros,
Mientras sus manos pálidas alzaban como hostia
un pedazo de pan, un fruto, una copa con agua,
Y aunque entonces vivían en ellos, presentiste,
Tras la carne vestida, el doliente fantasma
Que al rezo de los otros nunca calma
La amargura de haber vivido inútilmente.
CERNUDA, LUIS, La realidad y el deseo.
Le gustaba al niño ir siguiendo paciente, día a día, el brotar oscuro de
las plantas y de sus flores. La aparición de una hoja, plegada aún y apenas
visible su verde traslúcido junto al tallo donde ayer no estaba, le llenaba de
asombro, y con ojos atentos, durante largo rato, quería sorprender su
movimiento, su crecimiento invisible, tal otros quieren sorprender, en el vuelo,
cómo mueve las alas el pájaro.
CERNUDA, LUIS, Ocnos.
6
Recuerdo aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado
en el primer peldaño de la escalera de mármol. La vela estaba echada,
sumiendo el ambiente en una fresca penumbra, y sobre la lona, por donde se
filtraba tamizada la luz del mediodía, una estrella destacaba sus seis puntas de
paño rojo. Subían hasta los balcones abiertos, por el hueco del patio, las hojas
anchas de las latanias, de un verde oscuro y brillante, y abajo, en torno de la
fuente, estaban agrupadas las matas floridas de adelfas y azaleas. Sonaba el
agua al caer con un ritmo igual, adormecedor, y allá, en el fondo del agua unos
peces escarlata nadaban con inquieto movimiento, centelleando sus escamas
en un relámpago de oro. Disuelta en el ambiente había una languidez que
lentamente iba invadiendo mi cuerpo.
Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los
ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las
cosas, he visto cómo las hora quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la
nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar.
CERNUDA, LUIS, Ocnos.
Encanto de tus otoños infantiles, seducción de una época del año que es
la tuya, porque en ella has nacido.
La atmósfera del verano, densa hasta entonces, se aligeraba y adquiría
una acuidad a través de la cual los sonidos eran casi dolorosos, punzando la
carne como la espina de una flor. Caían las primeras lluvias a mediados de
septiembre, anunciándolas el trueno y el súbito nublarse del cielo, con un
chocar acerado de aguas libres contra prisiones de cristal. La voz de la madre
decía: “Que descorran la vela”, y tras aquel quejido agudo (semejante al de las
golondrinas cuando revolaban por el cielo azul sobre el patio) que levantaba el
toldo al plegarse en los alambres de donde colgaba, la lluvia entraba dentro de
la casa, moviendo ligera sus pies de plata con rumor rítmico sobre las losas del
patio.
CERNUDA, LUIS, Ocnos
7
Joaquín Turina
Pared frontera de tu casa vivía la familia de aquel pianista, quien
siempre ausente por tierras lejanas, en ciudades a cuyos nombres tu
imaginación ponía un halo mágico, alguna vez regresaba por unas semanas a
su país y a los suyo. Aunque no aprendieras su vuelta por haberle visto cruzar
la calle, con su aire vagamente extranjero y demasiado artista, el piano al
anochecer te lo decía.
Por los corredores ibas hacia la habitación a través de cuya pared él
estudiaba, y allí solo y a oscuras, profundamente atraído mas sin saber por
qué, escuchabas aquellas frases lánguidas, de tan penetrante melancolía, que
llamaban y hablaban a tu alma infantil, evocándole un pasado y un futuro
igualmente desconocidos.
Años después otras veces oíste los mismos sones, reconociéndolos y
adscribiéndolos ya a tal músico de ti amado, pero aún te parecía subsistir en
ellos, bajo el renombre de su autor, la vastedad, la expectación de una latente
fuerza elemental que aguarda un gesto divino, el cual, dándole forma, ha de
hacerla brotar bajo la luz.
El niño no atiende a los nombres sino a los actos, y en éstos al poder
que los determina. Lo que en la sombra solitaria de una habitación te llamaba
desde el muro, y te dejaba anhelante y nostálgico cuando el piano callaba, era
la música fundamental, anterior y superior a quienes la descubren e interpretan,
como la fuente de quien el río y aun el mar sólo son formas tangibles y
limitadas.
CERNUDA, LUIS, Ocnos.
8
Presentación del 27
Era muy de noche. El Guadalquivir, crecido, inmenso toro oscuro,
empujaba la barca; la quería para sí y para el mar. La maroma, de orilla a orilla,
que nos guiaba describía ya una catenaria tan ventruda que parecía irse a
romper. Aún traíamos las risas de tierra, pero se nos fueron rebajando, como
con frío. Y hacia la mitad de la corriente sonaban a falso, a triste. Único entre
todos, Federico no disimulaba su miedo. Tanto y con tanta ponderación
lamentaba haberse embarcado, que primero creí que se trataba de una broma
más, entre sus bromas. No: era auténtico terror; le salía de la carne al contacto
con aquella fuerza negra, mugidora, fría.
Imagen de la vida: casi el núcleo central de una generación, atravesaba
el río. La embarcación era un símbolo: representaba los vínculos y contactos
personales que ligan a los miembros de un grupo en conjunta florescencia: la
amistad, el compañerismo, los compartidos sentimientos, los mutuos influjos...
La cuerda guiadora era el designio de Dios, la proyección teleológica que lleva
hacia una meta la actividad de una hornada de hombres, contando con la
fuerza de la riada (que Él mismo también impulsa), pero a través de la riada...
¡Quién nos había de decir, Federico, mi príncipe muerto, que para ti la cuerda
se había de romper, brutalmente, de pronto, antes que para los demás, y que la
marea turbia te había de arrastrar, víctima inocente!
[...] Eso era por los mediados de diciembre de 1927. El viaje a Sevilla
había surgido de una invitación del Ateneo de esta ciudad. Y todo, en realidad,
se debía al cariño (y sospecho que también a la esplendidez) de Ignacio
Sánchez Mejías. Nos habían aposentado en las mejores habitaciones de un
hotel que nos pareció regio. Cuando se terminó, digamos, nuestra contratación,
decidimos prolongar algunos días más nuestra estancia en Sevilla, y fue
cuando ajustamos cuentas y vimos que en aquel hotel eran sólo las alturas lo
que les iba bien a nuestros menguados fondos. (¿No acababa yo de hablar en
el Ateneo sobre La altitud poética de la literatura española?). Abandonamos,
pues, las suntuosidades del principal y nos instalamos ascéticamente en la
buhardilla. Nosotros mismos nos subimos nuestros bártulos (ya no éramos
huéspedes importantes). Subía Federico con sus trastos, muy solemnemente,
como en una ascensión ritual, y a cada pocos escalones se detenía para gritar,
con voz muy fuerte, dolorida, lúgubre: “¡Así cayó Nínive! ¡Así cayó Babilonia!”.
Los días anteriores habíamos dado nuestras sesiones poéticas conferencias, lecturas de versos- ante reducido público. Tenían lugar ya bien
anochecido. Después nos sumergíamos profundamente (hasta el amanecer) en
el brujerío de la noche sevillana. Dormíamos desde la salida del sol hasta el
crepúsculo vespertino. Solo en viajes posteriores he visto la Giralda a la luz del
día..
Recuerdo estos trazos, que el tiempo ya quiere borrar de mi memoria,
porque la idea de generación a que (como segundón) pertenezco, va unida a
esa excursión sevillana. Los que hicimos el viaje fuimos Guillén, Gerardo
Diego, Rafael Alberti, Federico, Bergamín, Chabás y yo. Es evidente que si
tomamos los cinco primeros nombres (el de Bergamín, como prosista muy
cercano al grupo) y añadimos el de Salinas, que no sé por qué causa no fue
9
con nosotros, y el de Cernuda, muy joven entonces, que figuró entre el
auditorio (pero de quien también se leyeron poemas en aquellas veladas), y el
de Aleixandre, que no había publicado aún su primer libro, tenemos completo el
grupo nuclear, las figuras más importantes de la generación poética anterior a
nuestra guerra. (No: hay que mencionar aún el del benjamín, Manolito
Altolaguirre, casi un niño, que allá, en Málaga, fundaba ese mismo año la
revista Litoral, y el de su compañero Emilio Prados.) Toda generación tiene
límites difuminados y brotes epigónicos y reflorescencias. La nómina principal
de la mía está en los poetas mencionados. De los cuales, la mayoría en activo
por entonces, fua a aquella excursión sevillana: La generación hacía así su
primero y más concreto acto público.
ALONSO, DÁMASO, Poetas españoles contemporáneos.
Con quien Ignacio [Sánchez Mejías] se encontraba realmente bien era
con nosostros. Tanto, que un día nos metió a todos en un tren y nos llevó a
Sevilla. Al Ateneo. Había arreglado con su presidente, don Eusebio Blasco
Garzón -muerto aquí, en Buenos Aires, después de haber sido cónsul en la
Argentina durante nuestra guerra-, una serie de lecturas y conferencias a cargo
de “los siete literatos madrileños de vanguardia”, como nos llamó El Sol, o “la
brillante pléyade”, según un diario local a nuestro arribo. Componíamos tan
radiosa constelación: Bergamín, Chabás, Diego, Dámaso Alonso, Guillén,
García Lorca y yo. Lo más divertido durante el trayecto fue la confección de un
soneto, compuesto entre todos, en honor de Dámaso Alonso, en el que
resultaron versos tan imprevistos como éstos:
Nunca junto se vio tanto pandero
menendezpidalino y acueducto.
Aquellas veladas nocturnas del Ateneo tuvieron un éxito inusitado. Los
sevillanos son estruendosos, exagerados hasta lo hiperbólico. El público
jaleaba las difíciles décimas de Guillén como en la plaza de toros las mejores
verónicas. Federico y yo leímos, alternadamente, los más complicados
fragmentos de las Soledades de don Luis, con interrupciones entusiastas de la
concurrencia. Pero el delirio rebasó el ruedo cuando el propio Lorca recitó parte
de su Romancero gitano, inédito aún. Se agitaron pañuelos como ante la mejor
faena, coronando el final de la lectura el poeta andaluz Adriano del Valle, quien
en su desbordado frenesí, puesto de pie sobre su asiento, llegó a arrojarle a
Federico la chaqueta, el cuello y la corbata.
[...]Aquella misma noche, fiesta en Pino Montano, la hermosa residencia
de Sánchez Mejías en las afueras. Al llegar, lo primero que a Ignacio se le
ocurrió fue disfrazarnos de moros, enfundándonos en unas gruesas chilabas
marroquíes que harían derramarnos en sudor hasta la madrugada. No reunión
de corte califal, sino coro grotesco de zarzuela, parecíamos todos en el acto,
destacándose como el moro más espantable Bergamín, y Juan Chabás como
el más apuesto y en carácter. Se bebió largamente. Y desde el fondo de
aquellas vestimentas recitamos nuestras poesías. Dámaso Alonso asombró al
auditorio diciendo de memoria los 1.091 versos de la “Primera Soledad” de don
Luis. Federico representó aquellas repentinas ocurrencias teatrales suyas tan
10
divertidas, y Fernando Villalón hizo conmigo varios experimentos hipnóticos.
Cuando más absurda y disparatada se iba volviendo aquella fiesta arábiga de
poetas bebidos, Ignacio anunció la llegada del guitarrista Manuel Huelva,
acompañado por Manuel Torres, el “Niño de Jerez”, uno de los genios más
grandes del cante jondo. Después de unas cuantas rondas de manzanilla, el
gitano comenzó a cantar, sobrecogiéndonos a todos, agarrándonos por la
garganta con su voz, sus gestos y las palabras de sus coplas. Parecía un
bronco animal herido, un terrible pozo de angustias. Mas, a pesar de su honda
voz, lo verdaderamente sorprendente eran sus palabras: versos raros de
soleares y siguirillas, conceptos complicados y arabescos difíciles.
[...] Manuel Torres no sabía leer ni escribir, sólo cantar. Pero, eso sí, su
conciencia de cantaor era admirable. Aquella misma noche, y con seguridad y
sabiduría semejante a las de un Góngora o un Mallarmé hubieran demostrado
al hablar de su estética, nos confesó a su modo que no se dejaba ir por lo
corriente, lo demasiado conocido, lo trillado por todos, resumiendo al fin su
pensamiento con estas magistrales palabras: “En el cante jondo -susurró, las
manos duras, de madera, sobre las rodillas- lo que hay que buscar siempre ,
hasta encontrarlo, es el tronco negro de Faraón”, viniendo a coincidir, aunque
de tan extraña manera, con lo que Baudelaire pide a la muerte capitana de su
viaje: Au fond de l´inconnu pour trouver du nouveau!
¡El tronco negro del Faraón!
Como era natural, de todos los allí presentes fue Federico el que más
celebró, jaleándola hasta el frenesí, la inquietante expresión empleada por el
cantaor jerezano. Nadie -pienso yo ahora-, en aquella mágica y mareada noche
de Sevilla, halló términos más aplicables a lo que García Lorca buscó y
encontró en la Andalucía gitana que hizo llamear en sus romances y canciones.
Cuando en 1931 el poeta de Granada publica su Poema del cante jondo,
escrito varios años antes, en aquella parte titulada “Viñetas flamencas” aparece
la siguiente dedicatoria: A Manuel Torres,”Niño de Jerez”, que tiene tronco de
Faraón. Las palabras del gran gitano seguían fijas en su memoria.
Nuestro viaje a Sevilla culminó con la coronación de Dámaso Alonso en
la Venta de Antequera. A mitad del banquete se presentó Antúnez, uno de esos
graciosos que da el pueblo andaluz, para entretener a los comensales. Al final
de un discurso verdaderamente surrealista, colocó sobre la testa reluciente de
Dámaso una verde corona de laureles, “cortada según la crónica de Gerardo
Diego sobre este suceso (Lola, 5) - a un árbol vecino por las manos expertas
ya en tales cosechas, de Ignacio Sánchez Mejías”. Fiesta de la amistad, del
desparpajo, de la gracia, de la poesía, en la que aún resonaron los ecos -tal
vez últimos- de nuestra batalla por Góngora.
ALBERTI, RAFAEL, La arboleda perdida. Primero y Segundo libros (1902-1931)
11
Coronación de Dámaso Alonso
Una alegre jira de siete amigos -“la brillante pléyade”, que habría de
decir un periódico local- a la siempre despierta y admirable Sevilla, invitados
amablemente por el Ateneo, había de rematarse con una conmovedora
ceremonia que no se había repetido en la península desde los tiempos
trovadorescos de Quintana y Zorrilla: la solemne, la triunfal coronación de
Dámaso Alonso en la Venta de Antequera. Lola se cree obligada a narrar rauda
y verídicamente la efemérides.
La alegría comenzó con el viaje, que coincidió con la salida de la primera
Lola. Con ella viajamos los siete “literatos madrileños de vanguardia”, como nos
llamó El Sol: Bergamín, Guillén, Chabás, Diego, Alonso, García Lorca y Alberti.
Invitados también, Marichalar, Fernández Almagro y Espina se excusaron en
sendas cartas de adhesión. La conjunción de siete poetas -Bergamín ha
depositado ya su correspondiente nefanda décima (en tinta efímera) en el
Litoral gongorino, y sus “escarabajos son trabajos” en el último libro- tenái que
provocar cataclismos inesperados. Uno de ellos la detención del tren expreso
que nos robó el albedrío de avanzar, cerca de la patria honesta de Guillermo de
Torre. Otra, aún más grave, la confección de un soneto a diez manos en honor
de Dámaso Alonso, héroe presunto de la expedición, con versos mutuamente
desconocidos y luego yuxtapuestos. Soneto en el que se leían disparates tan
perfectos como aquel de
Nunca se vio tanto pandero
menendezpidaliano y acueducto
y en que salió este final, más redendo que muchos de antología,
Repite por favor tu pantomima
y el teatro estará de bote en bote.
En Sevilla, a la que nombramos por méritos propios, históricos y vivos,
capital de la poesía española, actuamos don noches seguidas ante un grupos
de hispálicos amigos que soportaron nuestros alegatos -en prosa y en versocon heroica entereza.. Dámaso Alonso lució su perfecta vocalización y
consonantización fonético-pedagógica en una conferencia suya y en otra de
Bergamín, que perdió la voz en el bonito saludo de presentación. Tan brillante
fue el éxito de Dámaso que cuatro bellísimas muchachas no pudieron
contenerse y desfilaron ante su tribuna para felicitarle antes de concluir su
conferencia, aprovechando una pausa de sorbo de agua. (El conferenciante
correspondió con la más galante y comprensiva de sus sonrisas).
12
Unos amigos
(Diciembre de 1927)
¿Aquel momento ya es una leyenda?
Leyenda que recoge firme núcleo.
Así no se evapora, legendario
Con sus claras jornadas de esperanza.
Esperanza en acción y muy jovial,
Sin posturas de escuela o teoría,
Sin presunción de juventud que irrumpe,
Redentora entre añicos,
Visible el entusiasmo
Diluido en la luz, en el ambiente
De fervor y amistad.
Un recuerdo de viaje
Queda en nuestras memorias.
Nos fuimos a Sevilla.
¿Quiénes? Unos amigos
Por contactos casuales,
Un buen azar que resultó destino:
Relaciones felices
Entre quienes, aún mozos,
Se descubrieron gustos, preferencias
En su raíz comunes.
¡Poesía!
Y nos fuimos al Sur.
Quedó en Madrid Salinas el Humano.
Y también Aleixandre
-Con soledad tan fuerte de poeta-.
Y en Málaga otros dos inolvidables.
Sevilla
Y surgió Luis Cernuda junto al Betis.
(Plaza del Salvador,
En voz baja me dice:
Me gusta aquella imagen:
“Bien, radiador, ruiseñor del invierno”).
Alberti, Rafael. Un torerillo
Que fuese gran espada.
Intensamente Dámaso Cordial.
Y su talento se prodiga a chorros.
Bergamín el Sutil,
Dueño en su laberinto. Sobra Ariadna.
Gerardo Diego en serio
Se lanza de repente a una cabriola.
Es un ¡Hola! A su Lola.
Chabás -“con una voz como una barba”Sonríe siempre desde su Levante.
Y Federico.
¡Ah, los hospitalarios sevillanos!
Allí Joaquín Romero a la cabeza,
Gran alcaide futuro de su Alcázar.
13
Compañía, risueña compañía.
Vivir es necesario
Envidia -¿para qué?- no es necesario.
Se produce un acorde
Que sin atar, enlaza.
Cada voz, ya distinta,
No se confunde nunca.
-¿Verdad, gran don Antonio?- con los ecos.
La vocación ejerce su mandato.
Coincidencia dichosa:
Madres hubo inspiradas,
y nacieron poetas, sí, posibles.
Todo estaría por hacer.
¿Se hizo?
Se fue haciendo, se hace.
Entusiasmo, entusiasmo.
Concluyó la excursión.
Juntos ya para siempre.
GUILLÉN, JORGE, Y otros poemas.
•
CALLE AIRE
Alguna vez, a la madrugada, me despertaba el rasguear quejoso de una
guitarra. Eran unos mozos que cruzaban la calleja, caminando impulsados
quizá por el afán noctámbulo, lo templado de la noche o la inquietud bulliciosa
de su juventud.
CERNUDA, LUIS, Ocnos.
[...] Íbamos, otros muchachos y yo, a su casa, Calle del Aire. Sí, la
Quinta Avenida no está mal, la rue de Rivoli no está mal, y muchas, muchas,
en los recuerdos de mi visita: pero, ¡esa calle del Aire, esa calle del Aire...!
“Prohibido el tránsito de carruajes”, decía la cartelera en la esquina. Allí
no entraba la rueda, como en las civilizaciones felices. En aquella caja de
resonancia no sonaban más que los cascos del mulo del panadero: “¡Pan de
Alcalá!” O el taconeo de las niñas -mantilla de diario, peina baja-, de vuelta de
misa de la iglesia de junto. Tan humana, tan hecha a la medida del hombre que
no había más que extender los brazos, y una mano tocaba con la pintura rosa
de la casa de la derecha, y la otra con la cal de la pared de enfrente. Se tapaba
la calle. (Cantar de niñas, “ A tapar la calle, que no pase nadie”).
Y no podía pasar nadie, más que el epónimo, el aire ligerillo del Aljarafe.
Y allí Luis Cernuda, en su casa, -una casa seria, sencilla, recatadanada de macetas, nada de santitos de azulejos, nada de pamplinas cerámicas
ni de floripondios de metal blanco, las paredes: verde, la pintura de los hierros
de la cancela. Siempre iré a buscarlo allí, o a su poesía.
SALINAS, PEDRO, Nueve o diez poetas.
14
Nadie en la calle del Aire,
el aire solo y parado.
Pasó hace poco un poeta
veinticuatro.
DIEGO, GERARDO, “Luz de Sevilla” (fragmento) en El jándalo.
...Y Luis Cernuda.
Moreno, delgado, finísimo, cuidadísimo. Pocas palabras aquel día. (Muy
pocas, después, en muchos años de amistad). Me enteré que habitaba en la
calle del Aire. ¡Qué extraordinario, para el poeta que ya era y para el que
llegaría a ser! La Imprenta Sur de Málaga, preparaba su primer libro. ¿El título?
“Perfil del aire”. Nadie podía autorretratarse mejor. Conocíamos ya algunos de
sus poemas. Décimas o estrofas heptasílabas de una rara perfección lineal.
Nitidez. Transparencia. Se pretendió, al principio, relacionar esta poesía con la
de Jorge Guillén. Pero pronto los buscadores de parecidos se llevaron el
chasco. Cernuda había abierto los ojos en la calle del Aire, y el suyo, aun
enjaulado en los finos alambres de unas décimas, levantaba en su vuelo
temblor y música del sur, muy diferentes de los del poeta castellano. Cernuda
era el cristal, capaz, en un instante, de romperse. Guillén, el mármol sólido
elevado a columna. Por el aire de su grieta del Aire, el sevillano iba a salir un
día al corazón del sueño, encontrándose allí con el delgado y melancólico de
otro poeta de su tierra: Gustavo Adolfo Bécquer, instalándose un tiempo,
desvelando habitantes del olvido, en su morada. Poeta más “andaluz y
universal”-como quería Juan Ramón Jiménez- nunca lo hubo en Sevilla...
ALBERTI, RAFAEL, La arboleda perdida.
15
•
LA CATEDRAL
Ir al atardecer a la catedral, cuando la gran nave armoniosa, honda y
resonante, se adormecía tendidos sus brazos en cruz. Entre el altar mayor y el
coro, una alfombra de terciopelo rojo y sordo absorbía el rumor de los pasos.
Todo estaba sumido en penumbra, aunque la luz, penetrando aún por las
vidrieras, dejara allá en la altura su cálida aureola. Cayendo de la bóveda como
una catarata, el gran retablo era sólo una confusión de oros perdidos en la
sombra. Y tras las rejas, desde un lienzo oscuro como un sueño, emergían en
alguna capilla formas enérgicas y extáticas.
Comenzaba el órgano a preludiar vagamente, dilatándose luego su
melodía hasta llenar las naves de voces poderosas, resonantes con el imperio
de las trompetas que han de convocar a las almas en el día del juicio. Mas
luego volvía a amansarse, depuesta su fuerza como una espada, y alentaba
amorosa, descansando sobre el abismo de su cólera.
Por el coro se adelantaban silenciosamente, atravesando la nave hasta
llegar a la escalinata del altar mayor, los oficiantes cubiertos de pesadas
dalmáticas, precedidos de los monaguillos, niños de faz murillesca, vestidos de
rojo y blanco, que conducían ciriales encendidos. Y tras ellos caminaban los
seises, con su traje azul y plata, destocado el sombrerillo de plumas, que al
llegar ante el altar colocarían sobre sus cabezas, iniciando entonces unos
pasos de baile, entre seguidilla y minué, mientras en sus manos infantiles
repicaban ligeras unas castañuelas.
CERNUDA, LUIS, Ocnos.
Catedral
Catedral de Sevilla.
Sueño de cielo en ascensión de palmas.
Cuando tus losas piso
y me atrevo a mirar a las alturas
cómo me siento gótico
y arraigado en el sur, tal esos haces
que surten esbeltísimos y unánimes,
troncos lisos
de vertical amor,
bosque clarísimo
para perderse el alma
abriéndose en estrellas de la bóveda.
16
A la hora nona todo en sopor duerme.
Un sol de Corpus quiébrase en centellas,
flecos de palio, pétalos, casullas,
agujas, chapiteles de custodia.
Al entrar en tus naves de penumbra
viene la luz domada a acariciarnos,
a besarnos los pies
y a dilatar -piadosa- las pupilas,
y al tiempo de una brisa casi quieta
nos sosiega la frente en paraíso
las manos se nos mudan y enajenan
traspasadas en biblias de colores,
parábolas y túnicas de santas,
manos ya de beato azul partícipe,
naranja inverosímil sostenido,
bemol morado suntuoso.
Es ya como vivir al otro lado,
cumplido el dogma,
en carne nueva bienaventurada.
Oh catedral triunfante,
plenitud de los tiempos, anticipo
del número hecho piedra, trino y uno.
DIEGO, GERARDO, El jándalo.
17
•
LA GIRALDA
Giralda en prisma puro de Sevilla,nivelada del plomo y de la
estrella,molde en engaste azul, torre sin mella,palma de arquitectura sin
semilla.
Si su espejo la brisa enfrente brilla,no te contemples -ay, Narcisa- en
ella,que no se mude esa tu piel doncella,toda naranja al sol que se te humilla.
Al contraluz de luna limonera,tu arista es el bisel, hoja barberaque su
más bella vertical depura.
Resbala el tacto su caricia vana.Yo mudéjar te quiero y no
cristiana.Volumen nada más: base y altura.
DIEGO, GERARDO, Alondra de verdad.
Sevilla es una torre llena de arqueros finos En la torre amarilla sobre los
vientos doblan campanas.
Cantan canciones viejas con sus voces de plata. ¡Sevilla para herir!
¡Córdoba para morir!
Ay, niñas de España...de pie menudoy voces blancas.
De corazón abierto... de sentimientos tristes y tiernos.
Por esta tierra, por su Sevilla... cantan maravillas.
GARCÍA LORCA, FEDERICO,
18
Seises
Seises de azul, pajecillos
de María Inmaculada.
Seises de rojo, cardenales
del Santísimo Corpus.
Danzad, danzad gallardas y minués,
que las flores envidian vuestros pies.
Seises.
Jubón, gorra y ropilla.
La capilla
-ángeles canorosos admira, colgados de la reja.
Seises de Sevilla.
DIEGO, GERARDO, El jándalo.
•
PLAZA DE SANTA MARTA
Noche. Intimidad. Yo solo.
Un pozo, más que una plaza.
La Giralda entre naranjos
asoma, en el aire, amarilla de luces.
Desquite de mi soneto.
Que también así te quiero,
cristiana, solo cristiana,
al aire de tu vuelo,
en tu asunción -sin prisma- de campanas.
DIEGO, GERARDO, El jándalo.
19
•
JARDINES DEL ALCAZAR
Se atravesaba primero un largo corredor oscuro. Al fondo, a través de un
arco, aparecía la luz del jardín, una luz cuyo dorado resplandor teñían de verde
las hojas y el agua de un estanque. Y ésta, al salir afuera, encerrada allá tras la
baranda de hierro, brillaba como líquida esmeralda, densa, serena y misteriosa.
Luego estaba la escalera, junto a cuyos peldaños había dos altos
magnolios, escondiendo entre sus ramas alguna estatua vieja a quien servía de
pedestal una columna. Al pie de la escalera comenzaban las terrazas del
jardín.
Siguiendo los senderos de ladrillos rosáceos, a través de una cancela y
unos escalones, se sucedían los patinillos solitarios, con mirtos y adelfas en
torno de una fuente musgosa, y junto a la fuente el tronco de un ciprés cuya
copa se hundía en el aire luminoso.
En el silencio circundante, toda aquella hermosura se animaba con un
latido recóndito, como si el corazón de las gentes desaparecidas que un día
gozaron del jardín palpitara al acecho tras de las espesas ramas. El rumor
inquieto del agua fingía como unos pasos que se alejaran.
Era el cielo de un azul límpido y puro, glorioso de luz y de calor. Entre
las copas de las palmeras, más allá de las azoteas y galerías blancas que
coronaban el jardín, una torre gris y ocre se erguía como el cáliz de una flor.
*
Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje. Allí en
aquel jardín, sentado al borde de una fuente, soñaste un día la vida como
embeleso inagotable. La amplitud del cielo te acuciaba a la acción; el alentar de
las hojas y las aguas, a gozar sin remordimiento.
Más tarde habías de comprender que ni la acción ni el goce podrías
vivirlos con la perfección que tenían en tus sueños al borde de la fuente. Y el
día que comprendiste esa triste verdad, aunque estabas lejos y en tierra
extraña, deseaste volver a aquel jardín y sentarte de nuevo al borde de la
fuente, para soñar otra vez la juventud pasada.
CERNUDA, LUIS, Ocnos.
20
Ir de nuevo al jardín cerrado,
Que tras los arcos de la tapia,
Entre magnolios, limoneros,
Guarda el encanto de las aguas.
Oír de nuevo en el silencio,
Vivo de trinos y de hojas,
El susurro tibio del aire
Donde las viejas almas flotan.
Ver otra vez el cielo hondo
A lo lejos, la torre esbelta
Tal flor de luz sobre las palmas:
Las cosas todas siempre bellas.
Sentir otra vez, como entonces,
La espina aguda del deseo,
Mientras la juventud pasada
Vuelve. Sueño de un dios sin tiempo.
CERNUDA, LUIS, La realidad y el deseo.
21
Aquel jardín
Para mis amigos de aquel Alcázar
Muros.
Jardín bien gozado
Por los pocos.
¡No hay pecado!
Perfección ya natural.
Jardín: el bien sin el mal.
Buen sosiego. No hay descanso.
Tiembla el agua en su remanso.
Tan blanca está esa pared
Que se redobla mi sed.
En más agua la blancura
De la cal se transfigura.
Fresquísima perfección.
La fuente es mármol y son.
Animal que fuese planta,
El surtidor se levanta.
¡Sílfide del surtidor,
Malicia más que temblor!
Canto en el susurro suena
Si en mi soledad no hay pena.
¿Pena tal vez? A un secreto
De penumbra me someto.
Huele en secreto y me embarga
Con su olor la hoja amarga.
¡Ay! Las dichas me darán
Siempre este olor de arrayán.
Tengo lo que ya no tuve:
Mucho azul con poca nube.
El sol quiere que esta calma
Sea la suprema palma.
Muros.
Jardín.
Bien ceñido,
Pide a los más el olvido.
22
GUILLÉN, JORGE, Cántico.
Alcázar
Si me perdiere en Sevilla,
atravesad el Patio de Banderas,
seguid túnel adentro y desdeñando
sombras de don Fadrique y de don Pedro,
buscadme en los jardines.
Me hallaréis a la sombra apasionada
del amargo naranjo
o la palma real
gozando una sospecha
de perfume de Indias
y pensando que después de todo
no sabremos jamás lo que es la vida.
DIEGO, GERARDO, El jándalo.
23
•
JUDERÍA (Judería)
Se entraba a la calle por un arco. Era estrecha, tanto que quien iba en
medio de ella, al extender a los lados sus brazos, podía tocar ambos muros.
Luego, tras una cancela, iba sesgada a perderse en el dédalo de otras callejas
y plazoletas que componían aquel barrio antiguo. Al fondo de la calle sólo
había una puertecilla siempre cerrada, y parecía como si la única salida fuera
por encima de las casas, hacia el cielo de un ardiente azul.
En un recodo de la calle estaba el balcón, al que se podía trepar, sin
esfuerzo casi, desde el suelo; y al lado suyo, sobre las tapias del jardín,
brotaba cubriéndolo todo con sus ramas el inmenso magnolio. Entre las hojas
brillantes y agudas se posaban en primavera, con ese sutil misterio de lo
virgen, los copos nevados de sus flores.
Aquel magnolio fue siempre para mí algo más que una hermosa
realidad: en él se cifraba la imagen de la vida. Aunque a veces la deseara de
otro modo, más en la corriente de los seres y de las cosas, yo sabía que era
precisamente aquel apartado vivir del árbol, aquel florecer sin testigos, quienes
daban a la hermosura tan alta calidad. Su propio ardor lo consumía, y brotaba
en la soledad unas puras flores, como sacrificio inaceptado ante el altar de un
dios.
CERNUDA, LUIS., Ocnos.
24
•
TORRE DE LA PLATA:
Torre de la Plata
Torre de la Plata, cautiva.
Naves de las Atarazanas.
Postigo del Carbón, cerrado.
Calle justa de Santander.
Ribera de mis calafates.
Consulado de mis serviolas.
Dentro de mi barrio, en Sevilla,
Torre de la Plata -¡pobre!Cautiva.
DIEGO, GERARDO, El jándalo.
•
EL RÍO
En el esplendor del mediodía estival iba el barco hacia San Juan, río
abajo. Cantaban las cigarras desde las márgenes, entre las ramas de álamos y
castaños, y el agua, de un turbio color rosáceo de arcilla, se cerraba perezosa
sobe la estela irisada. En la pesadez ardiente del aire, era grato sentir el leve
vaivén con que le agua mecía la embarcación, llevándonos con ella, sin un
deseo el cuerpo, sin un cuidado el alma.
[...]Más allá, de la otra margen, estaba la ciudad, la aérea silueta de sus
edificios claros, que la luz, velándolos en la distancia, fundía en un tono gris de
plata. Sobre las casas se erguía la catedral, y sobre ella aun la torre, esbelta
como una palma morena. Al pie de la ciudad brotaban desde el río las jarcias,
las velas de los barcos anclados.
CERNUDA, LUIS., Ocnos.
25
Ir al atardecer junto al río de agua luminosa y tranquila, cuando el sol se
iba poniendo entre leves cirros morados que orlaban la línea pura del horizonte.
Siguiendo con rumbo contrario al agua, pasada ya la blanca fachada
hermosamente clásica de la Caridad, unos murallones ocultaban la estación, el
humo, el ruido, la fiebre de los hombres. Luego, en soledad de nuevo, el río era
tan verde y misterioso como un espejo, copiando el cielo vasto, las acacias en
flor, el declive arcilloso de las márgenes.
Unas risas juveniles turbaban el silencio, y allá en la orilla opuesta
rasgaba el aire un relámpago seguido de un chapoteo del agua. Desnudos
entre los troncos de la orilla, los cuerpos ágiles con un reflejo de bronce verde
apenas oscurecido por el vello suave de la pubertad, unos muchachos estaban
bañándose. Se oía el silbido de un tren, el piar de un bando de golondrinas;
luego otra vez renacía el silencio. La luz iba dejando vacío el cielo, sin perder
éste apenas su color, claro como el de una turquesa. Y el croar irónico de las
ranas llegaba a punto, para cortar la exaltación que en el alma levantaban la
calma del lugar, la gracia de la juventud y la hermosura de la hora.
CERNUDA, LUIS., Ocnos.
26
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