ros Gran miedo del 36:EGIPTO 03/01/14 10:35 Página 5 lib Gabriele Ranzato el os EL GRAN MIEDO DE 1936 ad Cómo España se precipitó en la Guerra Civil Traducción del italiano La es fer Juan Carlos Gentile Vitale Gran miedo del 36:EGIPTO 03/01/14 10:35 Página 11 lib ros PREFACIO La es fer ad el os En agosto de 1936, un mes después del golpe militar que había dado inicio a la Guerra Civil, en el Madrid republicano aún no sometido al asedio del ejército franquista se produjo un episodio con un doble alcance simbólico. El general Eduardo López Ochoa, ingresado en el hospital militar de Carabanchel, era sacado de la cama por un grupo de milicianos incitados por una pequeña multitud, arrastrado a un montículo cercano y pasado por las armas. Hasta aquí el hecho no tenía nada de insólito. El general había estado al mando del cuerpo de expedición que en octubre de 1934 había reprimido con dureza la revolución socialista de Asturias. La suya era, pues, una de las tantas ejecuciones sumarias que, por ambas partes, fueron perpetradas en el marco de la despiadada depuración de los «enemigos políticos» realizada en la retaguardia durante toda la guerra. Pero en este caso la ejecución tuvo un epílogo que, incluso entre los numerosos ejemplos de ferocidad sanguinaria ofrecidos por aquella lucha fratricida, es singular. Porque el cadáver de López Ochoa fue decapitado y su cabeza, ensartada en la bayoneta de un fusil, acabó exhibida por las calles en el techo de un automóvil. La imagen de esa cabeza cortada y mostrada a la multitud recuerda la del marqués de Launay, gobernador de la Bastilla: izada sobre una pica, había representado la caída de la odiada fortaleza-prisión, lo que más adelante sería considerado el inicio de la Revolución Francesa. Es difícil que alguno de los autores del bárbaro rito cumplido en Madrid con el cuerpo del general se hubiera inspirado conscientemente en el lejano ejemplo de los revolucionarios parisinos. Probablemente, esas acciones idénticas tenían en común solo un primitivo impulso de satisfacer el fuerte instinto de venganza, no exclusivamente de quien había efectuado el gesto, sino también de una multitud —de aquí la ostentación de la cabeza— mucho Gran miedo del 36:EGIPTO 03/01/14 10:35 Página 12 12 E L G R A N M I E D O DE 1936 La es fer ad el os lib ros más amplia. Sin embargo, aquel episodio parece también la trágica consecuencia de un equívoco surgido de la voluntad de algunos de los «padres» de la II República española deseosos de inspirarse en la «gran Revolución». No por casualidad en 1931 habían elegido como fecha para la solemne apertura de las Cortes que habrían debido dar al país la nueva constitución precisamente el 14 de julio, día de la toma de la Bastilla.Y el más representativo de ellos, Manuel Azaña, que sería jefe del gobierno en el bienio reformista hasta septiembre de 1933, había hecho varias veces referencia a la Revolución Francesa no solo como acontecimiento que supuso un cambio de época respecto al cual España debía recuperar el tiempo perdido, sino también como modelo a seguir respecto a la conducta del gobierno, precisamente para quemar etapas, para colmar su retraso en relación a la Europa más avanzada. Así, en el léxico republicano de aquellos años aparecen palabras como «jacobino», «jacobinismo», «comité de salud pública», que indican una tendencia a perseguir y realizar el «bien del pueblo», libre —no del todo, pero lo máximo posible— del lastre de una voluntad popular aún incapaz de divisar el mejor camino para alcanzar un nivel más alto de progreso civil. Esta tendencia, en muchos aspectos discutible, habría tenido, no obstante, algún fundamento de legitimación si, más allá de las referencias históricas, lo que hubiera llevado a la República hubiese sido una verdadera revolución, a la que generalmente sigue, por un tiempo más o menos transitorio, un régimen de excepción. Pero aunque los republicanos de izquierda, de los que Azaña era el líder, repitieron durante todo el periodo del que se ocupa este libro que la caída de la monarquía y el advenimiento de la República eran el producto de una revolución, no había sido en absoluto así. La monarquía había caído como consecuencia de los resultados de unas elecciones municipales que dieron la victoria a los candidatos republicanos. Esto indicaba sin duda una voluntad difusa de derrocar la monarquía —que había apoyado a la dictadura del general Primo de Rivera— y de un cambio democrático, pero no de una revolución ni tampoco de reformas tan radicales como las que el gobierno republicano-socialista encabezado por Azaña quiso realizar de inmediato. Así que cuando en 1933 el gobierno perdió la mayoría parlamentaria, dado que no había ningún «poder revolucionario», se celebraron nuevas elecciones y Gran miedo del 36:EGIPTO 03/01/14 10:35 Página 13 13 G A B R I E L E R A N Z AT O La es fer ad el os lib ros perdieron los partidos que habían llevado a cabo las reformas. Lo cual quería decir que, al menos una parte de ellas, habían sido rechazadas por la mayoría de los ciudadanos-electores. Desde ese momento, cuando se produce en la dirección del país una alternancia con un gobierno de centro-derecha, arranca la serie de acontecimientos que llevarían a España al precipicio de la Guerra Civil.Y una etapa fundamental de aquellas vicisitudes fue precisamente aquel octubre de 1934 en que no solo las tropas al mando de López Ochoa habían sofocado la revolución asturiana, sino también la guarnición del ejército en Barcelona había truncado la insurrección independentista encabezada por el gobierno autónomo de Cataluña. Quien acabó con el motín catalanista había sido otro general, Domingo Batet, figura muy distinta de la del llamado «Carnicero de Asturias», pero cuyo destino acabará siendo el mismo, porque, aun sin el mismo epílogo horripilante, también él sería fusilado en el curso de la guerra. En su caso los que le dieron muerte no fueron unos nuevos «sans-culottes», sino los militares rebeldes, que lo pusieron frente a un pelotón de fusilamiento por haberse negado a unirse a ellos. Aquellos dos generales, asesinados en campos opuestos, tienen en común, a pesar de sus diferencias, no solo la condición de víctimas, sino también otra más significativa como representantes de un sector social y político que tuvo una considerable presencia en la España de preguerra y que posteriormente fue casi borrado a consecuencia de la polarización de los frentes en lucha. Ambos eran republicanos. López Ochoa, catalán y masón, se había batido contra la dictadura de Primo de Rivera y por eso había sufrido la cárcel y el exilio; la República había compensado este empeño nombrándole primero capitán general de Cataluña y luego inspector general del ejército. Batet, catalán y católico, también se había distinguido en la oposición a Primo de Rivera.Tras sustituir a López Ochoa en la Capitanía de Barcelona, había basado sus relaciones con las autoridades de la región en el máximo respeto por su autonomía. Luego ambos habían sido llamados para defender la República democrática y su ordenamiento constitucional: el primero ante una revolución de corte bolchevique, el segundo ante un movimiento separatista. López Ochoa, que se había enfrentado a una resistencia muy dura, probablemente consintió ejecuciones sumarias de prisioneros y por eso habría sido justamente inculpado después de la victoria del Frente Popular; Batet, para quien re- Gran miedo del 36:EGIPTO 03/01/14 10:35 Página 14 14 E L G R A N M I E D O DE 1936 La es fer ad el os lib ros sultó más fácil ganar a los revoltosos catalanes con un derramamiento limitado de sangre, había continuado su cursus honorum, y en el momento del golpe militar estaba al mando de una de las ocho divisiones territoriales de la península. A pesar de la distancia de sus trayectorias —sobre todo en los meses que precedieron al golpe—, es cierto que ni uno ni otro pueden ser inscritos en una de las dos Españas que se batieron a muerte en la Guerra Civil. López Ochoa no estaba entre los militares que se habían conjurado contra la República; al contrario, era despreciado por los conspiradores por haber negociado la rendición de los revolucionarios asturianos en vez de aplastarlos sin preocuparse por el coste en vidas humanas; Batet había sido consejero militar del presidente de la República, Alcalá Zamora, hasta que este fue destituido por las Cortes, y si bien había sido destinado a otro mando, era mal visto por la extrema izquierda y por el mismo Azaña. Ambos, aun en la probable diversidad de sus orientaciones políticas, eran servidores del Estado, antifascistas y anticomunistas, representantes de un sector social y de opinión considerable constituido sobre todo por clases medias, pero esencialmente interclasista, deseoso de vivir en un sistema liberal, democrático y capitalista, proclive a favorecer una emancipación más o menos gradual de las clases populares de su condición predominante de miseria extrema y de modernizar España siguiendo el modelo de los grandes países de Occidente. Este conjunto sociocultural, más amplio que la llamada «Tercera España» —representada por un pequeño puñado de intelectuales como Claudio Sánchez-Albornoz o Salvador de Madariaga, que durante la guerra trataron de mediar entre los contendientes o se apartaron—, fue suprimido por ambas partes en lucha. No siempre a través de la eliminación física de sus componentes, como ocurrió con López Ochoa o Batet —aunque su asesinato puede simbolizar aquella supresión—, sino sobre todo como sector social capaz de expresar y hacer valer su voluntad política. Acorralado entre las amenazas de los unos y los otros, este sector quedó fragmentado, desperdigado en ambos campos, obligado a alinearse, puesto en la imposibilidad de expresar ningún deseo de conciliación, constreñido a un silencio que la dictadura franquista, en el interior, y las vicisitudes de la política internacional, en el exterior, fueron prolongando largamente, contribuyendo a cristalizar en el tiempo la lectura maniquea Gran miedo del 36:EGIPTO 03/01/14 10:35 Página 15 15 G A B R I E L E R A N Z AT O La es fer ad el os lib ros de la tragedia española que dieron sus mismos responsables y protagonistas. Sin embargo, aunque desaparecido, o casi, después de la sublevación militar, este sector social había tenido en la fase de preguerra un peso relevante —con sus ilusiones, sus miedos, su pasividad e impotencia, o sus elecciones desesperadas—, si bien luego también contribuyó a que el país se precipitara hacia una guerra civil, sobre todo por su incapacidad de constituirse en fuerza política y en gobierno que impidiera la caída en el precipicio. Este libro intenta devolver visibilidad a ese sector social para ofrecer, respecto a las personas y las fuerzas sociales que obraron durante el prólogo del conflicto, un panorama más completo y variado que el habitual, preferentemente dicotómico —burgueses y proletarios, fascistas y antifascistas— y que a pesar de ser esquemático en cualquier caso, se corresponde mejor a la guerra en curso que al periodo precedente. Pero también, y sobre todo, porque tomando el punto de vista de las personas que fueron parte integrante de ese sector social y teniendo en cuenta su modo de contemplar los acontecimientos, podemos entender mejor cómo y por qué España se hundió en el abismo. Tanto más en cuanto la mirada de aquella «verdadera» tercera España coincide mucho con la de la gran mayoría de los actuales ciudadanos de los países democráticos, convencida —sobre todo basándose en la experiencia del pasado— de poder ganar beneficios sociales y mejoras de la propia condición a través de reformas pacíficas del sistema liberal-capitalista, en lugar de mediante su destrucción por la vía revolucionaria. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que si bien es desde el presente que el historiador reconsidera los hechos del pasado —y esto explica por qué, con independencia de los intereses de vencidos y vencedores, la historia debe ser rescrita periódicamente—, no se debe abusar de la «sabiduría retrospectiva». No puede el historiador erigirse en juez de los protagonistas de los eventos del pasado aprovechando que conoce el punto de llegada, a corto y largo plazo, de sus esperanzas e ilusiones, lo que naturalmente era desconocido por aquellos. En particular, en lo que concierne a las vicisitudes objeto de este estudio, debe resultar absolutamente comprensible cuán atractiva era para una buena parte del pueblo, mantenido en condiciones miserables, la idea de una revolución comunista. Ignorante de los «horrores del comunismo» —en especial del hecho Gran miedo del 36:EGIPTO 03/01/14 10:35 Página 16 16 E L G R A N M I E D O DE 1936 La es fer ad el os lib ros de que eran horrores para todos y no solo para los amos— quería huir de los «horrores del capitalismo» —en el caso específico español particularmente atrasado y opresivo— que le parecía irreformable. Saber qué fueron en realidad los regímenes comunistas no debe hacernos despreciar los fundados móviles de los numerosos —demasiados— pobres y desheredados que creyeron en una revolución palingenésica con la que satisfacer también sus justos rencores. Por eso, si bien este libro privilegia el punto de vista de las clases medias moderadas de ayer y de hoy, no olvida poner de relieve también las «buenas razones» de sus enemigos de entonces. Porque el autor está convencido de que solo a través del doble conocimiento del pasado y del «futuro del pasado» es como se hace la historia, evitando transformarla en un acta de acusación contra este o aquel de nuestros antepasados. Roma, enero de 2011 Gran miedo del 36:EGIPTO 03/01/14 10:35 Página 17 I lib ros UNA FRÁGIL DEMOCRACIA La es fer ad el os El centro de Madrid, en las noches de verano, no es frecuentado solo por raros transeúntes. A menudo hay un vaivén por las calles entre la plaza de España, Recoletos y el paseo del Prado similar al que las anima durante el día.Y ese hormigueo no se atenúa hasta casi las primeras luces de la mañana. Así era también el 13 de julio de 1936, al final de una jornada dominical densa de sucesos, cuando no solo el calor estival, sino otros entusiasmos y ardores —de redención, de conquista, de venganza— habían impulsado a muchos grupos de jóvenes a las calles, donde formaban corros delante de los cafés o de los quioscos de periódicos, paseaban arriba y abajo repitiéndose mutuamente sus verdades, discutiendo de forma vehemente en todos los tonos de voz. Pero en el barrio de Salamanca, el barrio residencial más exclusivo, junto al centro, había más quietud. No solo porque en aquel momento del año muchos de sus habitantes estaban de veraneo en la costa cantábrica —en San Sebastián o en Santander— o en sus casas de campo de la sierra, en El Escorial o en provincias más lejanas, sino sobre todo porque gran parte de ellos no debían de tener ánimos para esparcimientos y vagabundeos nocturnos. Quizá velaban, pero en casa, susurrándose sus preocupaciones para no ser oídos por el servicio. El clima se había vuelto pesado para las clases acomodadas. Sentían que muchos de sus bienes y privilegios se encontraban en peligro. Temían no solo por el mantenimiento de su nivel de vida, sino por su misma libertad. Se veían hundiéndose en un remolino revolucionario en el que se precipitarían para siempre. Por eso alternaban fantasías de fuga con las de resistencia y revancha, alimentadas por la esperanza de una intervención de los militares que, más allá de cualquier connotación política Gran miedo del 36:EGIPTO 03/01/14 10:35 Página 18 18 E L G R A N M I E D O DE 1936 La es fer ad el os lib ros más precisa, restableciera el «orden natural de las cosas». El barrio de Salamanca callaba en ansiosa y vigilante espera. La calle de Velázquez, que lo atraviesa de sur a norte, desde el parque del Retiro hasta las primeras casas —entonces— de la periferia, más que una calle es una avenida. Aunque no alcance la anchura de otras grandes avenidas, es amplia, ornada durante un largo tramo por plátanos y flanqueada por sólidos edificios que, sobre todo en su tramo más central, en general exhiben una arquitectura pretenciosa, con las frecuentes mezclas de estilos que caracterizan al Madrid de las primeras décadas del siglo XX: pilastras con capiteles dóricos, techos afrancesados con tejas de pizarra, balconcitos estrechos a la española con barandillas metálicas cuadradas, columnas de bow-window en hierro y vidrio, torrecillas en los chaflanes rematadas en forma de cúpula o campanario que, sin embargo, no consiguen dar esbeltez a construcciones que siguen siendo bastante macizas y poco elevadas. Aquel día, a las dos y media de la madrugada, recorría la avenida semidesierta un vehículo que, mirándolo en las viejas fotos, hoy resulta bastante singular. Un furgón descapotado de extraordinaria longitud, con cuatro puertas a cada lado y seis anchos asientos. Se trataba de la plataforma número 17 —tal como aparecía en grandes caracteres en la puerta del conductor—, un vehículo de las fuerzas de orden público, la Guardia de Asalto creada por la República, capaz de transportar a una veintena de agentes. Ocupado por hombres de uniforme y de paisano más o menos a la mitad de su capacidad, el vehículo, que había partido hacía pocos minutos del cuartel de Pontejos, próximo a la Puerta del Sol y al Ministerio de la Gobernación, se detuvo en el cruce de la calle Maldonado con Velázquez, la gran arteria que, en paralelo a Serrano, atraviesa el barrio de Salamanca. Allí, en el número 89 de Velázquez, estaba la entrada de un edificio, de ornamentos más sobrios pero de trazas, de todos modos, señoriales, en el que vivía el diputado José Calvo Sotelo.Y a su domicilio, situado en el segundo piso del inmueble, se dirigieron aquellos hombres encabezados por Fernando Condés, capitán no de los guardias de asalto, sino de la Guardia Civil. Aunque líder del partido monárquico alfonsino Renovación Española, que contaba con solo doce representantes en las Cortes, Calvo Sotelo era en el Parlamento la voz de la más irreductible oposición al go- Gran miedo del 36:EGIPTO 03/01/14 10:35 Página 19 19 G A B R I E L E R A N Z AT O La es fer ad el os lib ros bierno del Frente Popular, y por eso estaba reuniendo a su alrededor un consenso de la derecha más vasto que el que había recogido en la prueba electoral de febrero. De modo que en aquellos días turbulentos no era difícil imaginar que solo por eso pudiera ser objeto de alguna agresión. Sin embargo, aquella noche no tenía en el interior de su domicilio ninguna protección, ni pública ni personal. En el portal había solo dos guardias de la comisaría cercana, que naturalmente dejaron libre paso al oficial de la Guardia Civil con su séquito. Menos de una hora después —el tiempo necesario para despertarlo y vencer sus resistencias a lo que parecía una especie de arresto (aunque los ejecutores no tuvieran ninguna orden escrita), aquellos mismos guardias vieron salir por el portal a «Don José» —como deferentemente lo saludaron— rodeado por los hombres que habían ido a detenerlo. Estos le obligaron a sentarse en el cuarto asiento del vehículo, con un solo agente al lado. Delante y detrás se acomodaron los otros hombres, de paisano y de uniforme. Y el furgón partió por la calle de Velázquez, recorriéndola en dirección contraria de la que había venido. Durante el camino Calvo Sotelo se había dejado conducir dócilmente y en silencio, pero es muy verosímil que, según refirieron algunos testigos, en casa se hubiera opuesto vivamente al atropello que estaba sufriendo, reclamando su inmunidad parlamentaria y protestando por la irregularidad del procedimiento. Es cierto que se le impidió, a pesar de su insistencia, cualquier contacto telefónico; en particular con José Alonso Mallol, el jefe de la policía que —según le había dicho Condés— había ordenado llevarlo a su presencia.Y es probable que acabara por ceder a las presiones cada vez más amenazantes de los agentes de la fuerza pública para evitar a sus familiares una escena violenta, por otra parte sin ninguna utilidad práctica. Además, no debió de parecerle que se dieran los presupuestos para temer lo peor. Cuando el mes de abril precedente pronunció en las nuevas Cortes su primer discurso, había empezado diciendo: «Señores diputados, va a hacer uso de la palabra un diputado agonizante, en trance de carácter muy similar al de los condenados a última pena».1 Era una frase dicha con pro1 Diario de Sesiones de las Cortes (DSC), extracto oficial (eo), nº 2, 2 de abril de 1936, p. 19. Gran miedo del 36:EGIPTO 03/01/14 10:35 Página 20 20 E L G R A N M I E D O DE 1936 es fer ad el os lib ros vocadora ironía, porque se refería al hecho de que la Comisión de Actas había propuesto la anulación por fraude de su elección como diputado del distrito gallego de Orense.2 No había, pues, en sus palabras ninguna sugestión premonitoria, aunque luego así pudiera parecer. Y tampoco en aquella hora de la madrugada, cualesquiera que fuesen los miedos y negras previsiones que agitaran probablemente su ánimo, debió de presagiar un peligro tan inminente. La muerte cogió a Calvo Sotelo desprevenido. En lo inmediato podía temer el encarcelamiento y figurarse que si la revolución, cuya inminencia denunciaba desde hacía tiempo, se iba a realizar —o estaba ya realizándose—, él habría sufrido un proceso expeditivo para luego ser rápidamente ejecutado. Su peor temor podía ser que lo condujeran a un lugar apartado y lo pasaran por las armas, si bien aquella práctica de justicia sumaria, que poco después se convertiría en una costumbre cotidiana, debía de parecerle aún una enormidad del todo improbable. En cualquier caso, no podía imaginar que precisamente allí, mientras aquel vehículo a toda velocidad le desgreñaba el cabello por el fresco de la noche, un tiro en la nuca, disparado a quemarropa, truncaría su vida. Su asesino, Luis Cuenca, un gallego —como él y Condés— perteneciente a una milicia socialista, le dio luego el golpe de gracia, nuevamente en la nuca, cuando el cuerpo ya se había deslizado de costado sobre el asiento.Y sin ninguna parada el vehículo tomó la dirección del Cementerio del Este, donde el cadáver, declarado desconocido, fue directamente colocado en el suelo, en las proximidades del depósito.3 2 La Verosímilmente los fraudes debieron de haber existido, como induce a pensar también el hecho de que la autodefensa de Calvo Sotelo, por otra parte muy escéptica y provocadora —«Yo soy enemigo del sufragio universal inorgánico y del régimen parlamentario […]. Me hacéis un favor anulándomela [el acta]» (Cfr. ibid., p. 21)—, se había basado más que nada en la denuncia de pucherazos más graves de los que en otras partes se habían beneficiado los candidatos del Frente Popular. Sobre el debate y las razones de la convalidación de su elección véase infra, cap. II, § 2. 3 Son numerosas las obras en que han sido reconstruidas, con abundancia de detalles, las circunstancias de la muerte de Calvo Sotelo.Véanse, en particular: Gibson, I., La noche en que mataron a Calvo Sotelo, Argos Vergara, Barcelona, 1982; Romero, L., Por qué y cómo mataron a Calvo Sotelo, Planeta, Barcelona, 1982; y Bullón de Mendoza, A., José Calvo Sotelo, Ariel, Barcelona, 2004, pp. 661-710. Gran miedo del 36:EGIPTO 03/01/14 10:35 Página 21 21 G A B R I E L E R A N Z AT O es fer ad el os lib ros Le había tocado a Calvo Sotelo morir «con los zapatos puestos». La violencia de los enfrentamientos parlamentarios había sido tal en aquellos meses que, en realidad, aquella profecía amenazante la había pronunciado en la Cámara el secretario del Partido Comunista, José Díaz, dirigida a José María Gil Robles. Este, el jefe de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), era odiado por la extrema izquierda aún más que el líder monárquico. Gil Robles era, para ella, el potencial dictador fascistaclerical que en 1934 había empujado a la sublevación de Asturias e inspirado la despiadada represión.También había sido el jefe de filas de la derecha en el durísimo enfrentamiento electoral y, a la cabeza de los 101 diputados de su partido, era su principal líder en el Parlamento. Por eso en la algazara que había seguido a las palabras de Díaz, y frente a las protestas de Calvo Sotelo, que las había definido como «una incitación al asesinato», Dolores Ibárruri, la Pasionaria, habría añadido con agrio sarcasmo: «Si os molesta eso, le quitaremos los zapatos y le pondremos las botas».4 La gravedad del episodio es amplificada por el hecho de que no se había verificado en el curso de una sesión cualquiera de las Cortes, sino durante el debate siguiente al discurso con que Manuel Azaña había presentado su programa de gobierno. No se trató, por otra parte, de una extemporánea y singular expresión de cólera. Gran parte de los trabajos parlamentarios de aquel periodo se caracterizan por una aversión despectiva, por una extrema agresividad de los representantes del Frente Popular hacia los diputados de la derecha, y especialmente hacia sus dos líderes. La Pasionaria había definido a Gil Robles como «un histrión ridículo salpicado con la sangre de la represión»; la socialista Margarita Nelken había interrumpido a Calvo Sotelo diciéndole: «Los verdugos no tienen derecho a hablar»; y Bruno Alonso González, también él socialista, lo había llamado «asalariado del capitalismo», desafiándolo a salir de la Cámara para ajustar cuentas.5 4 La DSC, eo, nº 17, 15 de abril de 1936, p. 33. La frase pronunciada por Díaz no está registrada en las actas parlamentarias porque, según consta en ellas, el presidente de las Cortes lo había prohibido expresamente, pero es inequívocamente deducible de las palabras de la Pasionaria que, en cambio, las actas reproducen. 5 Las frases indicadas están reproducidas en el DSC y, en este orden, en eo nº 17, 15 de abril de 1936, p. 33; eo nº 25, 6 de mayo de 1936, p. 30; eo nº 29, 19 de mayo de 1936, p. 18. Gran miedo del 36:EGIPTO 03/01/14 10:35 Página 22 22 E L G R A N M I E D O DE 1936 el os lib ros Mientras los demás diputados de la derecha intervenían claramente atemorizados por la actitud avasalladora e intimidatoria de la mayoría, los dos líderes —especialmente Calvo Sotelo— plantaban cara. Así que, si debiéramos atenernos solo a lo que resulta de las actas parlamentarias, ellos aparecen, frente a las amenazas y a los insultos de los adversarios, como hombres vejados y perseguidos, víctimas inocentes.Y, desde luego, algunos de ellos eran, o estaban a punto de ser, perseguidos, víctimas potenciales o efectivas.6 Pero no habían sido inocentes. Ni lo eran. Entre reaccionarios y revolucionarios 6 ad El asesinato de Calvo Sotelo, incluso despojado de los detalles más patéticos, en los que abundan los recuerdos, relativamente atendibles, de sus familiares,7 e incluso sin considerar los testimonios recogidos en el procedimiento judicial promovido por el régimen franquista, del cual emergen los rasgos más detestables de los asesinos,8 contiene todas las ca- La es fer Gil Robles ha recordado en sus memorias, y diversas fuentes lo confirman, que la noche en que fue asesinado Calvo Sotelo un grupo de agentes y de civiles, como el que había detenido al líder monárquico, fueron a buscarlo a su domicilio, del que, sin embargo, estaba ausente desde hacía algunos días porque se había trasladado a Biarritz para unas breves vacaciones. Cfr. Gil Robles, J. M., No fue posible la paz, Planeta, Barcelona, 1998 (1968), p. 727. Manuel Portela Valladares, el centrista que fue jefe del Gobierno durante las elecciones ganadas por el Frente Popular, refiere en sus memorias que habría sabido de una fuente confidencial que, además de Gil Robles, había existido la intención de detener también a Antonio Goicoechea, después de Calvo Sotelo la figura más destacada del partido monárquico (cfr. Portela Valladares, M., Memorias. Dentro del drama español, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 218). 7 Muy detallados son los recuerdos contenidos en un manuscrito —utilizado por Romero y Bullón— de Enriqueta, la hija de Calvo Sotelo, la cual, sin embargo, no fue testigo directo de lo ocurrido en casa porque dormía, por lo que reproduce el relato que le hizo su madre. 8 La documentación relativa al proceso está conservada en el Archivo Histórico Nacional (AHN), Fondos Contemporáneos (FC), Causa General (CG), legajo 1.500. «Causa General» fue definida por el régimen franquista la gran encuesta judicial promovida en la posguerra para perseguir los crímenes cometidos en la zona «roja».