Primeras páginas - La esfera de los libros

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Gabriele Ranzato
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EL GRAN MIEDO
DE 1936
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Cómo España se precipitó
en la Guerra Civil
Traducción del italiano
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Juan Carlos Gentile Vitale
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PREFACIO
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En agosto de 1936, un mes después del golpe militar que había dado inicio a la Guerra Civil, en el Madrid republicano aún no sometido al asedio del ejército franquista se produjo un episodio con un doble alcance
simbólico. El general Eduardo López Ochoa, ingresado en el hospital militar de Carabanchel, era sacado de la cama por un grupo de milicianos
incitados por una pequeña multitud, arrastrado a un montículo cercano y
pasado por las armas. Hasta aquí el hecho no tenía nada de insólito. El general había estado al mando del cuerpo de expedición que en octubre de
1934 había reprimido con dureza la revolución socialista de Asturias. La
suya era, pues, una de las tantas ejecuciones sumarias que, por ambas partes, fueron perpetradas en el marco de la despiadada depuración de los
«enemigos políticos» realizada en la retaguardia durante toda la guerra.
Pero en este caso la ejecución tuvo un epílogo que, incluso entre los numerosos ejemplos de ferocidad sanguinaria ofrecidos por aquella lucha
fratricida, es singular. Porque el cadáver de López Ochoa fue decapitado
y su cabeza, ensartada en la bayoneta de un fusil, acabó exhibida por las
calles en el techo de un automóvil.
La imagen de esa cabeza cortada y mostrada a la multitud recuerda la
del marqués de Launay, gobernador de la Bastilla: izada sobre una pica, había representado la caída de la odiada fortaleza-prisión, lo que más adelante sería considerado el inicio de la Revolución Francesa. Es difícil que
alguno de los autores del bárbaro rito cumplido en Madrid con el cuerpo del general se hubiera inspirado conscientemente en el lejano ejemplo
de los revolucionarios parisinos. Probablemente, esas acciones idénticas
tenían en común solo un primitivo impulso de satisfacer el fuerte instinto de venganza, no exclusivamente de quien había efectuado el gesto, sino
también de una multitud —de aquí la ostentación de la cabeza— mucho
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más amplia. Sin embargo, aquel episodio parece también la trágica consecuencia de un equívoco surgido de la voluntad de algunos de los «padres» de la II República española deseosos de inspirarse en la «gran Revolución».
No por casualidad en 1931 habían elegido como fecha para la solemne apertura de las Cortes que habrían debido dar al país la nueva
constitución precisamente el 14 de julio, día de la toma de la Bastilla.Y el
más representativo de ellos, Manuel Azaña, que sería jefe del gobierno en
el bienio reformista hasta septiembre de 1933, había hecho varias veces
referencia a la Revolución Francesa no solo como acontecimiento que
supuso un cambio de época respecto al cual España debía recuperar el
tiempo perdido, sino también como modelo a seguir respecto a la conducta del gobierno, precisamente para quemar etapas, para colmar su retraso en relación a la Europa más avanzada. Así, en el léxico republicano
de aquellos años aparecen palabras como «jacobino», «jacobinismo», «comité de salud pública», que indican una tendencia a perseguir y realizar el
«bien del pueblo», libre —no del todo, pero lo máximo posible— del lastre de una voluntad popular aún incapaz de divisar el mejor camino para
alcanzar un nivel más alto de progreso civil.
Esta tendencia, en muchos aspectos discutible, habría tenido, no obstante, algún fundamento de legitimación si, más allá de las referencias históricas, lo que hubiera llevado a la República hubiese sido una verdadera
revolución, a la que generalmente sigue, por un tiempo más o menos
transitorio, un régimen de excepción. Pero aunque los republicanos de
izquierda, de los que Azaña era el líder, repitieron durante todo el periodo del que se ocupa este libro que la caída de la monarquía y el advenimiento de la República eran el producto de una revolución, no había
sido en absoluto así. La monarquía había caído como consecuencia de los
resultados de unas elecciones municipales que dieron la victoria a los candidatos republicanos. Esto indicaba sin duda una voluntad difusa de derrocar la monarquía —que había apoyado a la dictadura del general Primo de Rivera— y de un cambio democrático, pero no de una revolución
ni tampoco de reformas tan radicales como las que el gobierno republicano-socialista encabezado por Azaña quiso realizar de inmediato. Así que
cuando en 1933 el gobierno perdió la mayoría parlamentaria, dado que no
había ningún «poder revolucionario», se celebraron nuevas elecciones y
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perdieron los partidos que habían llevado a cabo las reformas. Lo cual
quería decir que, al menos una parte de ellas, habían sido rechazadas por
la mayoría de los ciudadanos-electores.
Desde ese momento, cuando se produce en la dirección del país una
alternancia con un gobierno de centro-derecha, arranca la serie de acontecimientos que llevarían a España al precipicio de la Guerra Civil.Y una
etapa fundamental de aquellas vicisitudes fue precisamente aquel octubre
de 1934 en que no solo las tropas al mando de López Ochoa habían sofocado la revolución asturiana, sino también la guarnición del ejército en
Barcelona había truncado la insurrección independentista encabezada por
el gobierno autónomo de Cataluña. Quien acabó con el motín catalanista había sido otro general, Domingo Batet, figura muy distinta de la del
llamado «Carnicero de Asturias», pero cuyo destino acabará siendo el mismo, porque, aun sin el mismo epílogo horripilante, también él sería fusilado en el curso de la guerra. En su caso los que le dieron muerte no fueron unos nuevos «sans-culottes», sino los militares rebeldes, que lo pusieron
frente a un pelotón de fusilamiento por haberse negado a unirse a ellos.
Aquellos dos generales, asesinados en campos opuestos, tienen en común, a pesar de sus diferencias, no solo la condición de víctimas, sino
también otra más significativa como representantes de un sector social y
político que tuvo una considerable presencia en la España de preguerra
y que posteriormente fue casi borrado a consecuencia de la polarización
de los frentes en lucha. Ambos eran republicanos. López Ochoa, catalán y
masón, se había batido contra la dictadura de Primo de Rivera y por eso
había sufrido la cárcel y el exilio; la República había compensado este
empeño nombrándole primero capitán general de Cataluña y luego inspector general del ejército. Batet, catalán y católico, también se había distinguido en la oposición a Primo de Rivera.Tras sustituir a López Ochoa
en la Capitanía de Barcelona, había basado sus relaciones con las autoridades de la región en el máximo respeto por su autonomía. Luego ambos
habían sido llamados para defender la República democrática y su ordenamiento constitucional: el primero ante una revolución de corte bolchevique, el segundo ante un movimiento separatista. López Ochoa, que
se había enfrentado a una resistencia muy dura, probablemente consintió
ejecuciones sumarias de prisioneros y por eso habría sido justamente inculpado después de la victoria del Frente Popular; Batet, para quien re-
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sultó más fácil ganar a los revoltosos catalanes con un derramamiento limitado de sangre, había continuado su cursus honorum, y en el momento
del golpe militar estaba al mando de una de las ocho divisiones territoriales de la península.
A pesar de la distancia de sus trayectorias —sobre todo en los meses
que precedieron al golpe—, es cierto que ni uno ni otro pueden ser inscritos en una de las dos Españas que se batieron a muerte en la Guerra
Civil. López Ochoa no estaba entre los militares que se habían conjurado
contra la República; al contrario, era despreciado por los conspiradores
por haber negociado la rendición de los revolucionarios asturianos en vez
de aplastarlos sin preocuparse por el coste en vidas humanas; Batet había
sido consejero militar del presidente de la República, Alcalá Zamora, hasta que este fue destituido por las Cortes, y si bien había sido destinado a
otro mando, era mal visto por la extrema izquierda y por el mismo Azaña. Ambos, aun en la probable diversidad de sus orientaciones políticas,
eran servidores del Estado, antifascistas y anticomunistas, representantes de
un sector social y de opinión considerable constituido sobre todo por clases medias, pero esencialmente interclasista, deseoso de vivir en un sistema
liberal, democrático y capitalista, proclive a favorecer una emancipación
más o menos gradual de las clases populares de su condición predominante de miseria extrema y de modernizar España siguiendo el modelo
de los grandes países de Occidente.
Este conjunto sociocultural, más amplio que la llamada «Tercera España» —representada por un pequeño puñado de intelectuales como
Claudio Sánchez-Albornoz o Salvador de Madariaga, que durante la
guerra trataron de mediar entre los contendientes o se apartaron—, fue
suprimido por ambas partes en lucha. No siempre a través de la eliminación física de sus componentes, como ocurrió con López Ochoa o Batet
—aunque su asesinato puede simbolizar aquella supresión—, sino sobre
todo como sector social capaz de expresar y hacer valer su voluntad política. Acorralado entre las amenazas de los unos y los otros, este sector
quedó fragmentado, desperdigado en ambos campos, obligado a alinearse,
puesto en la imposibilidad de expresar ningún deseo de conciliación,
constreñido a un silencio que la dictadura franquista, en el interior, y las
vicisitudes de la política internacional, en el exterior, fueron prolongando
largamente, contribuyendo a cristalizar en el tiempo la lectura maniquea
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de la tragedia española que dieron sus mismos responsables y protagonistas. Sin embargo, aunque desaparecido, o casi, después de la sublevación
militar, este sector social había tenido en la fase de preguerra un peso relevante —con sus ilusiones, sus miedos, su pasividad e impotencia, o sus
elecciones desesperadas—, si bien luego también contribuyó a que el país
se precipitara hacia una guerra civil, sobre todo por su incapacidad de
constituirse en fuerza política y en gobierno que impidiera la caída en el
precipicio.
Este libro intenta devolver visibilidad a ese sector social para ofrecer,
respecto a las personas y las fuerzas sociales que obraron durante el prólogo del conflicto, un panorama más completo y variado que el habitual,
preferentemente dicotómico —burgueses y proletarios, fascistas y antifascistas— y que a pesar de ser esquemático en cualquier caso, se corresponde mejor a la guerra en curso que al periodo precedente. Pero también, y
sobre todo, porque tomando el punto de vista de las personas que fueron
parte integrante de ese sector social y teniendo en cuenta su modo de
contemplar los acontecimientos, podemos entender mejor cómo y por
qué España se hundió en el abismo. Tanto más en cuanto la mirada de
aquella «verdadera» tercera España coincide mucho con la de la gran mayoría de los actuales ciudadanos de los países democráticos, convencida
—sobre todo basándose en la experiencia del pasado— de poder ganar
beneficios sociales y mejoras de la propia condición a través de reformas
pacíficas del sistema liberal-capitalista, en lugar de mediante su destrucción por la vía revolucionaria.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que si bien es desde el presente que el historiador reconsidera los hechos del pasado —y esto explica por qué, con independencia de los intereses de vencidos y vencedores,
la historia debe ser rescrita periódicamente—, no se debe abusar de la «sabiduría retrospectiva». No puede el historiador erigirse en juez de los protagonistas de los eventos del pasado aprovechando que conoce el punto
de llegada, a corto y largo plazo, de sus esperanzas e ilusiones, lo que naturalmente era desconocido por aquellos. En particular, en lo que concierne a las vicisitudes objeto de este estudio, debe resultar absolutamente comprensible cuán atractiva era para una buena parte del pueblo,
mantenido en condiciones miserables, la idea de una revolución comunista. Ignorante de los «horrores del comunismo» —en especial del hecho
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de que eran horrores para todos y no solo para los amos— quería huir de
los «horrores del capitalismo» —en el caso específico español particularmente atrasado y opresivo— que le parecía irreformable. Saber qué fueron en realidad los regímenes comunistas no debe hacernos despreciar los
fundados móviles de los numerosos —demasiados— pobres y desheredados que creyeron en una revolución palingenésica con la que satisfacer
también sus justos rencores. Por eso, si bien este libro privilegia el punto
de vista de las clases medias moderadas de ayer y de hoy, no olvida poner de
relieve también las «buenas razones» de sus enemigos de entonces. Porque
el autor está convencido de que solo a través del doble conocimiento del
pasado y del «futuro del pasado» es como se hace la historia, evitando
transformarla en un acta de acusación contra este o aquel de nuestros
antepasados.
Roma, enero de 2011
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UNA FRÁGIL DEMOCRACIA
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El centro de Madrid, en las noches de verano, no es frecuentado solo por
raros transeúntes. A menudo hay un vaivén por las calles entre la plaza de
España, Recoletos y el paseo del Prado similar al que las anima durante el
día.Y ese hormigueo no se atenúa hasta casi las primeras luces de la mañana.
Así era también el 13 de julio de 1936, al final de una jornada dominical densa de sucesos, cuando no solo el calor estival, sino otros entusiasmos y ardores —de redención, de conquista, de venganza— habían impulsado a muchos grupos de jóvenes a las calles, donde formaban corros
delante de los cafés o de los quioscos de periódicos, paseaban arriba y
abajo repitiéndose mutuamente sus verdades, discutiendo de forma vehemente en todos los tonos de voz.
Pero en el barrio de Salamanca, el barrio residencial más exclusivo,
junto al centro, había más quietud. No solo porque en aquel momento
del año muchos de sus habitantes estaban de veraneo en la costa cantábrica —en San Sebastián o en Santander— o en sus casas de campo de la
sierra, en El Escorial o en provincias más lejanas, sino sobre todo porque
gran parte de ellos no debían de tener ánimos para esparcimientos y vagabundeos nocturnos. Quizá velaban, pero en casa, susurrándose sus
preocupaciones para no ser oídos por el servicio.
El clima se había vuelto pesado para las clases acomodadas. Sentían
que muchos de sus bienes y privilegios se encontraban en peligro. Temían no solo por el mantenimiento de su nivel de vida, sino por su misma libertad. Se veían hundiéndose en un remolino revolucionario en el
que se precipitarían para siempre. Por eso alternaban fantasías de fuga con
las de resistencia y revancha, alimentadas por la esperanza de una intervención de los militares que, más allá de cualquier connotación política
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más precisa, restableciera el «orden natural de las cosas». El barrio de Salamanca callaba en ansiosa y vigilante espera.
La calle de Velázquez, que lo atraviesa de sur a norte, desde el parque
del Retiro hasta las primeras casas —entonces— de la periferia, más que
una calle es una avenida. Aunque no alcance la anchura de otras grandes
avenidas, es amplia, ornada durante un largo tramo por plátanos y flanqueada por sólidos edificios que, sobre todo en su tramo más central, en
general exhiben una arquitectura pretenciosa, con las frecuentes mezclas
de estilos que caracterizan al Madrid de las primeras décadas del siglo XX:
pilastras con capiteles dóricos, techos afrancesados con tejas de pizarra,
balconcitos estrechos a la española con barandillas metálicas cuadradas,
columnas de bow-window en hierro y vidrio, torrecillas en los chaflanes
rematadas en forma de cúpula o campanario que, sin embargo, no consiguen dar esbeltez a construcciones que siguen siendo bastante macizas y
poco elevadas.
Aquel día, a las dos y media de la madrugada, recorría la avenida semidesierta un vehículo que, mirándolo en las viejas fotos, hoy resulta bastante
singular. Un furgón descapotado de extraordinaria longitud, con cuatro
puertas a cada lado y seis anchos asientos. Se trataba de la plataforma número 17 —tal como aparecía en grandes caracteres en la puerta del conductor—, un vehículo de las fuerzas de orden público, la Guardia de Asalto
creada por la República, capaz de transportar a una veintena de agentes.
Ocupado por hombres de uniforme y de paisano más o menos a la
mitad de su capacidad, el vehículo, que había partido hacía pocos minutos del cuartel de Pontejos, próximo a la Puerta del Sol y al Ministerio de
la Gobernación, se detuvo en el cruce de la calle Maldonado con Velázquez, la gran arteria que, en paralelo a Serrano, atraviesa el barrio de Salamanca. Allí, en el número 89 de Velázquez, estaba la entrada de un edificio, de ornamentos más sobrios pero de trazas, de todos modos,
señoriales, en el que vivía el diputado José Calvo Sotelo.Y a su domicilio,
situado en el segundo piso del inmueble, se dirigieron aquellos hombres
encabezados por Fernando Condés, capitán no de los guardias de asalto,
sino de la Guardia Civil.
Aunque líder del partido monárquico alfonsino Renovación Española, que contaba con solo doce representantes en las Cortes, Calvo Sotelo era en el Parlamento la voz de la más irreductible oposición al go-
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bierno del Frente Popular, y por eso estaba reuniendo a su alrededor un
consenso de la derecha más vasto que el que había recogido en la prueba
electoral de febrero. De modo que en aquellos días turbulentos no era difícil imaginar que solo por eso pudiera ser objeto de alguna agresión. Sin
embargo, aquella noche no tenía en el interior de su domicilio ninguna
protección, ni pública ni personal. En el portal había solo dos guardias de
la comisaría cercana, que naturalmente dejaron libre paso al oficial de la
Guardia Civil con su séquito.
Menos de una hora después —el tiempo necesario para despertarlo y
vencer sus resistencias a lo que parecía una especie de arresto (aunque los
ejecutores no tuvieran ninguna orden escrita), aquellos mismos guardias
vieron salir por el portal a «Don José» —como deferentemente lo saludaron— rodeado por los hombres que habían ido a detenerlo. Estos le obligaron a sentarse en el cuarto asiento del vehículo, con un solo agente al
lado. Delante y detrás se acomodaron los otros hombres, de paisano y de
uniforme. Y el furgón partió por la calle de Velázquez, recorriéndola en
dirección contraria de la que había venido.
Durante el camino Calvo Sotelo se había dejado conducir dócilmente y en silencio, pero es muy verosímil que, según refirieron algunos
testigos, en casa se hubiera opuesto vivamente al atropello que estaba sufriendo, reclamando su inmunidad parlamentaria y protestando por la
irregularidad del procedimiento. Es cierto que se le impidió, a pesar de su
insistencia, cualquier contacto telefónico; en particular con José Alonso
Mallol, el jefe de la policía que —según le había dicho Condés— había
ordenado llevarlo a su presencia.Y es probable que acabara por ceder a las
presiones cada vez más amenazantes de los agentes de la fuerza pública
para evitar a sus familiares una escena violenta, por otra parte sin ninguna
utilidad práctica. Además, no debió de parecerle que se dieran los presupuestos para temer lo peor.
Cuando el mes de abril precedente pronunció en las nuevas Cortes
su primer discurso, había empezado diciendo: «Señores diputados, va a
hacer uso de la palabra un diputado agonizante, en trance de carácter muy
similar al de los condenados a última pena».1 Era una frase dicha con pro1
Diario de Sesiones de las Cortes (DSC), extracto oficial (eo), nº 2, 2 de abril de
1936, p. 19.
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vocadora ironía, porque se refería al hecho de que la Comisión de Actas
había propuesto la anulación por fraude de su elección como diputado
del distrito gallego de Orense.2 No había, pues, en sus palabras ninguna
sugestión premonitoria, aunque luego así pudiera parecer.
Y tampoco en aquella hora de la madrugada, cualesquiera que fuesen los miedos y negras previsiones que agitaran probablemente su ánimo, debió de presagiar un peligro tan inminente. La muerte cogió a Calvo Sotelo desprevenido. En lo inmediato podía temer el encarcelamiento
y figurarse que si la revolución, cuya inminencia denunciaba desde hacía
tiempo, se iba a realizar —o estaba ya realizándose—, él habría sufrido un
proceso expeditivo para luego ser rápidamente ejecutado. Su peor temor
podía ser que lo condujeran a un lugar apartado y lo pasaran por las armas, si bien aquella práctica de justicia sumaria, que poco después se
convertiría en una costumbre cotidiana, debía de parecerle aún una
enormidad del todo improbable. En cualquier caso, no podía imaginar
que precisamente allí, mientras aquel vehículo a toda velocidad le desgreñaba el cabello por el fresco de la noche, un tiro en la nuca, disparado a quemarropa, truncaría su vida. Su asesino, Luis Cuenca, un gallego
—como él y Condés— perteneciente a una milicia socialista, le dio luego el golpe de gracia, nuevamente en la nuca, cuando el cuerpo ya se había deslizado de costado sobre el asiento.Y sin ninguna parada el vehículo tomó la dirección del Cementerio del Este, donde el cadáver,
declarado desconocido, fue directamente colocado en el suelo, en las
proximidades del depósito.3
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Verosímilmente los fraudes debieron de haber existido, como induce a pensar
también el hecho de que la autodefensa de Calvo Sotelo, por otra parte muy escéptica y provocadora —«Yo soy enemigo del sufragio universal inorgánico y del régimen
parlamentario […]. Me hacéis un favor anulándomela [el acta]» (Cfr. ibid., p. 21)—,
se había basado más que nada en la denuncia de pucherazos más graves de los que en
otras partes se habían beneficiado los candidatos del Frente Popular. Sobre el debate
y las razones de la convalidación de su elección véase infra, cap. II, § 2.
3
Son numerosas las obras en que han sido reconstruidas, con abundancia de
detalles, las circunstancias de la muerte de Calvo Sotelo.Véanse, en particular: Gibson,
I., La noche en que mataron a Calvo Sotelo, Argos Vergara, Barcelona, 1982; Romero, L.,
Por qué y cómo mataron a Calvo Sotelo, Planeta, Barcelona, 1982; y Bullón de Mendoza,
A., José Calvo Sotelo, Ariel, Barcelona, 2004, pp. 661-710.
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Le había tocado a Calvo Sotelo morir «con los zapatos puestos». La
violencia de los enfrentamientos parlamentarios había sido tal en aquellos
meses que, en realidad, aquella profecía amenazante la había pronunciado
en la Cámara el secretario del Partido Comunista, José Díaz, dirigida a José
María Gil Robles. Este, el jefe de la CEDA (Confederación Española de
Derechas Autónomas), era odiado por la extrema izquierda aún más que el
líder monárquico. Gil Robles era, para ella, el potencial dictador fascistaclerical que en 1934 había empujado a la sublevación de Asturias e inspirado la despiadada represión.También había sido el jefe de filas de la derecha en el durísimo enfrentamiento electoral y, a la cabeza de los 101
diputados de su partido, era su principal líder en el Parlamento. Por eso en
la algazara que había seguido a las palabras de Díaz, y frente a las protestas
de Calvo Sotelo, que las había definido como «una incitación al asesinato»,
Dolores Ibárruri, la Pasionaria, habría añadido con agrio sarcasmo: «Si os
molesta eso, le quitaremos los zapatos y le pondremos las botas».4
La gravedad del episodio es amplificada por el hecho de que no se había verificado en el curso de una sesión cualquiera de las Cortes, sino durante el debate siguiente al discurso con que Manuel Azaña había presentado su programa de gobierno. No se trató, por otra parte, de una
extemporánea y singular expresión de cólera. Gran parte de los trabajos parlamentarios de aquel periodo se caracterizan por una aversión despectiva,
por una extrema agresividad de los representantes del Frente Popular hacia
los diputados de la derecha, y especialmente hacia sus dos líderes. La Pasionaria había definido a Gil Robles como «un histrión ridículo salpicado con
la sangre de la represión»; la socialista Margarita Nelken había interrumpido
a Calvo Sotelo diciéndole: «Los verdugos no tienen derecho a hablar»; y
Bruno Alonso González, también él socialista, lo había llamado «asalariado
del capitalismo», desafiándolo a salir de la Cámara para ajustar cuentas.5
4
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DSC, eo, nº 17, 15 de abril de 1936, p. 33. La frase pronunciada por Díaz no
está registrada en las actas parlamentarias porque, según consta en ellas, el presidente
de las Cortes lo había prohibido expresamente, pero es inequívocamente deducible de
las palabras de la Pasionaria que, en cambio, las actas reproducen.
5
Las frases indicadas están reproducidas en el DSC y, en este orden, en eo nº 17,
15 de abril de 1936, p. 33; eo nº 25, 6 de mayo de 1936, p. 30; eo nº 29, 19 de mayo
de 1936, p. 18.
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Mientras los demás diputados de la derecha intervenían claramente
atemorizados por la actitud avasalladora e intimidatoria de la mayoría, los
dos líderes —especialmente Calvo Sotelo— plantaban cara. Así que, si debiéramos atenernos solo a lo que resulta de las actas parlamentarias, ellos
aparecen, frente a las amenazas y a los insultos de los adversarios, como
hombres vejados y perseguidos, víctimas inocentes.Y, desde luego, algunos
de ellos eran, o estaban a punto de ser, perseguidos, víctimas potenciales o
efectivas.6
Pero no habían sido inocentes. Ni lo eran.
Entre reaccionarios y revolucionarios
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El asesinato de Calvo Sotelo, incluso despojado de los detalles más
patéticos, en los que abundan los recuerdos, relativamente atendibles, de
sus familiares,7 e incluso sin considerar los testimonios recogidos en el
procedimiento judicial promovido por el régimen franquista, del cual
emergen los rasgos más detestables de los asesinos,8 contiene todas las ca-
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Gil Robles ha recordado en sus memorias, y diversas fuentes lo confirman, que
la noche en que fue asesinado Calvo Sotelo un grupo de agentes y de civiles, como
el que había detenido al líder monárquico, fueron a buscarlo a su domicilio, del que,
sin embargo, estaba ausente desde hacía algunos días porque se había trasladado a
Biarritz para unas breves vacaciones. Cfr. Gil Robles, J. M., No fue posible la paz, Planeta, Barcelona, 1998 (1968), p. 727. Manuel Portela Valladares, el centrista que fue
jefe del Gobierno durante las elecciones ganadas por el Frente Popular, refiere en sus
memorias que habría sabido de una fuente confidencial que, además de Gil Robles,
había existido la intención de detener también a Antonio Goicoechea, después de
Calvo Sotelo la figura más destacada del partido monárquico (cfr. Portela Valladares,
M., Memorias. Dentro del drama español, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 218).
7
Muy detallados son los recuerdos contenidos en un manuscrito —utilizado por
Romero y Bullón— de Enriqueta, la hija de Calvo Sotelo, la cual, sin embargo, no
fue testigo directo de lo ocurrido en casa porque dormía, por lo que reproduce el
relato que le hizo su madre.
8
La documentación relativa al proceso está conservada en el Archivo Histórico
Nacional (AHN), Fondos Contemporáneos (FC), Causa General (CG), legajo 1.500.
«Causa General» fue definida por el régimen franquista la gran encuesta judicial promovida en la posguerra para perseguir los crímenes cometidos en la zona «roja».
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