INTERVENCIÓN DEL ABOGADO URBANO MARÍN VALLEJO EN EL HOMENAJE DEL COLEGIO A LOS ABOGADOS QUE CUMPLIERON CINCUENTA AÑOS DE PROFESIÓN EN EL PRESENTE 2010. Señor Presidente y Sras. y Sres. Consejeros del Colegio de Abogados, estimados colegas, señoras y señores: Hace años me tocó participar, en calidad de Consejero del Colegio, en diversas ceremonias como la presente y entonces pensaba que me faltaba mucho para llegar al cincuentenario de la profesión. Como el tiempo corre muy de prisa, ahora me encuentro participando en este acto, para expresar, en primer término, mi agradecimiento por la honrosa invitación que me hizo nuestro Presidente para representar a los homenajeados y, en nombre de todos, manifestar nuestro sincero reconocimiento por esta importante ceremonia. Se trata de una feliz iniciativa del Colegio que se ha transformado en una tradición de la Orden. Muestra que los abogados podemos juntarnos y convivir y hacerlo, naturalmente en buena ley, pese a que litigamos o discutamos con energía y, a veces, con pasión, la defensa de los intereses de nuestros clientes, quienes a menudo se sorprenden de las buenas relaciones entre abogados que son contrarios en el pleito o asunto que los ocupa. Al evocar nuestro juramento como abogados, es inevitable referirse a los cambios que ha tenido la profesión desde que nos titulamos y de los que hemos sido testigos y, a veces, actores. Y esto sin contar las profundas transformaciones de nuestro sistema político, sociedad, costumbres y necesidades. Basta señalar que, para bien o para mal, cuando nos titulamos no teníamos televisión, computadores ni celulares, entre otros artículos, lo que resulta incompresible para nuestros nietos. Pero nuestra generación fue afortunada en más de un aspecto. Desde luego, pudo estudiar Derecho en una de las solo cinco Escuelas que existían en nuestra época, casi gratuitamente en las Universidades públicas. Todas ellas contaban con profesores de elevada versación y capacidad. Recuerdo, entre muchos otros sabios maestros de la Universidad de Chile, en Santiago, a Gabriel Amunátegui, Enrique Silva Cimma, David Stichkin, Manuel Somarriva, Eugenio Velasco, Benjamín Cid, Fernando Alessandri, Darío Benavente, Eduardo Novoa, Héctor Humeres y Raul Varela; en Valparaíso, a Vittorio Pescio, Ramón Meza y Mario Casarino, en la Universidad Católica, a 1 Alejandro Silva Bascuñan, Víctor García Garzena y Julio Philippi, y en Concepción, a Avelino León, Manuel Sanhueza, Ramón Domínguez y Sergio Galaz, entre muchos otros grandes catedráticos, a quienes me permito rendir un sentido homenaje en este acto. Hoy existen más sesenta Escuelas de Derecho, que forman todos los años una cantidad creciente de abogados, lo que ha hace que la Corte Suprema deba recibir semanalmente el juramento de grupos de licenciados, cada uno de los cuales llega al total de quienes obtuvimos el título en el año 1960. Entre los cambios de nuestra profesión, en lo judicial, como sabemos, se han reemplazado los procedimientos en materia penal, de familia y laboral, por procesos orales, más públicos y transparentes y con mayor presencia de los jueces, con la incorporación de la informática en la tramitación y el registro de las actuaciones, a menudo virtuales, del tribunal y de las partes, de firmas digitales, del uso de códigos de barras para identificar los expedientes, así como del empleo de formularios en la redacción de resoluciones judiciales, escritos y recursos. Todo esto, al margen de las reformas en la organización y gestión de los tribunales de primera instancia, con la eliminación total o parcial de mesoneros, secretarios, receptores y actuarios y la incorporación de Administradores y Consejeros Familiares, entre otras medidas. En el ejercicio de la profesión han surgido nuevas modalidades con la formación de estudios especializados de carácter corporativo y la creación de Fiscales del Ministerio Público, Defensores Públicos y mediadores financiados por el Estado. Pero, pese a estos cambios, creemos que, en esencia, la función del abogado sigue siendo la misma. El letrado es fundamentalmente un servidor de la justicia, pues en sus manos está la defensa de la libertad, los bienes y la dignidad de las personas. Como lo decía el maestro Ossorio y Gallardo, “ser soldado de la justicia es la más pura ocupación del espíritu, tal alta como ser soldado de la ciencia, pero mucho más útil, porque los hombres merced a la ciencia viven mejor, pero sin justicia, no pueden vivir”. Sabemos que desde la antigüedad la abogacía fue patrimonio de los hombres libres. En Grecia se acuñó la expresión “elocuencia” para distinguir su actividad; a los letrados en Roma se les conoció como el “Vir Probus Dicendi Peritus”, es decir, hombre probos y peritos en hablar y se les llamó, asimismo, “prudentes” y a la profesión, “jurisprudencia”; A los abogados que 2 se retiraban se les confería el título de “clarísimos”, para describir su honestidad y transparencia. De modo que cuando nosotros dejemos la profesión, podemos esperar que, al menos, nuestros familiares nos den afectuosamente ese trato. Aparte de Ossorio y Gallardo y Calamandrei y otros juristas que han enaltecido y amado la profesión, Eduardo Couture, en sus conocidos “Mandamientos del Abogado”, nos decía que “la abogacía es una ardua fatiga puesta al servicio de las causas justas”. Pero, la verdad es que nuestra profesión ha navegado siempre entre dos aguas y filos muy delgados: el elogio y aclamación grandiosa y la crítica y disfavor social extremos. Y por ello Couture también dijo que la abogacía “podía ser la más noble de las profesiones o el más vil de los oficios”. Grandes literatos, como Quevedo, Racine, Rabelais, Anatole France, se han esforzado en fustigar a los abogados. No es posible olvidar la terrible frase de Shakespeare, en su Enrique IV: “como primera medida, matemos a todos los abogados”. El profesor argentino Ricardo Rabinovich destaca que “un mundo sin médicos y sin abogados es, para muchos, un mundo feliz”. Dostoyevski afirmó que “el abogado es una conciencia alquilada” y hay una antigua maldición gitana: “entre abogados te veas”. Recuerdo que en la época en que nos titulamos y estando recién instalado su gobierno, Fidel Castro estableció que la prohibición de salir de Cuba no regía para los abogados, pues todos podían irse del país, lo que fue curioso, pues él mismo era abogado. Pero en nuestra profesión también existe la auténtica santidad. Desde luego, en Chile tenemos a San Alberto Hurtado, quien puso el acento en su responsabilidad social, destacando “los derechos de la sociedad sobre cada uno de los ciudadanos y las obligaciones recíprocas de éstos a colaborar con el bien común “. A su vez, la Iglesia Católica distinguió como Patrono de los abogados, filósofos y confesores a “San Alfonso”, nacido Alfonso María de Ligorio, en Nápoles en 1696. Comenzó sus estudios jurídicos a los doce años y a los dieciséis, ya era abogado y doctor en Derecho Civil y Canónico. Según se cuenta, no perdió un juicio durante largos años y al sufrir un revés inesperado en un pleito, decidió abandonar la profesión y dedicarse por entero a la vida religiosa cuando sólo tenía veintisiete años. Antes de ello 3 redactó el “Decálogo del Abogado”, con reglas éticas sobrias que aun están vigentes y dejó cerca de mil escritos o trabajos. En Francia y parte de los Estados Unidos de Norteamérica, se celebra como patrono de los abogados al presbítero Ives de Hélori de Kermartín, nacido en Bretaña, en el siglo XIII, canonizado por la Iglesia y conocido como San Ivo. Se desempeñó como juez con gran sabiduría y sentido de la equidad, para después ejercer la abogacía, defendiendo a los desamparados. En su tumba se lee un notable epitafio: “San Ivo era bretón, abogado y no ladrón, cosa que admiraba el pueblo”. Después de su muerte, circuló una historia relatada por el autor español Carlos Pérez Vaquero. Describe que el santo al llegar al cielo, se extrañó que San Pedro, un pescador sin formación, que había renegado tres veces de Cristo, tuviera las llaves del paraíso. El patrono de los abogados arengó a todo el santoral de modo tan elocuente en un juicio a cuyo término, la corte celestial recomendó que las llaves se dieran a San Juan Evangelista. Pero Dios, al recibir esta solicitud, proclamó que si su Hijo había entregado las llaves a San Pedro, bien hecho estaba y puso fin a la audiencia. San Pedro, recuperado el susto de perder su cargo, se acercó a San Ivo y le dijo “Tu ya estás en el cielo, pero como portero celestial, te aseguro que de ahora en adelante, serás el primer y último abogado en entrar al paraíso”. En la esperanza de que con el paso del tiempo haya prescrito ese impedimento, les deseo a todos Uds. que por su actuación como abogados y en la vida, sean merecedores de llegar al cielo y quedarse en él. De nuevo, muchas gracias al Colegio y felicitaciones a todos, que hago extensivas a los familiares y amigos con quienes compartimos esta celebración. 4