Evolución del fusil empleado por el ejército argentino (1ra. Parte) POR EL MY (R) SERGIO O. H. TOYOS 1. ANTECEDENTES DEL FUSIL EN LAS COLONIAS ESPAÑOLAS EN AMÉRICA Para comenzar a desarrollar un tema tan puntual como el presente, debemos obligadamente, efectuar un marco histórico referencial que nos permita ubicarnos primero en tiempo y en espacio, para luego hacerlo técnicamente sobre nuestro objeto de investigación. El origen de la Infantería Argentina, se encuentra en las primitivas organizaciones militares españolas, que en plan de conquista y posteriormente, colonización, integraron los primeros contingentes que arribaron a América. Establecidas las organizaciones y divisiones políticas españolas en el Nuevo Continente, fue común el destacar para servir de guarnición en estas apartadas regiones, a unidades veteranas peninsulares, que servían en estas tierras por períodos de tiempo relativamente prolongados. Arcabucero de fines del s. XVII y detalle de la bayoneta y daga llamada “de tapón”, ya que la forma de su empuñadura permitía insertarla en el extremo del cañón del arcabuz, una vez hechos los pocos disparos que esta arma permitía por la lentitud de su carga y emplearla en consecuencia, como arma contundente y blanca a la vez. Nos encontramos a principios del Siglo XVIII y el arma de que estaba provista la Infantería española, era todavía el arcabuz. Era ésta un arma ya anticuada, pesada aunque portátil y que se cargaba por la boca (sistema de avancarga). Para ello, se empleaba un complicado sistema consistente en el llenado con una medida determinada de pólvora, el ánima o parte interior del cañón, la colocación posterior de un taco de cartón o fieltro, luego una bala esférica de plomo y la posterior deformación de ésta con un instrumento auxiliar del que estaba provisto el arma, que era la baqueta. Ésta, consistente en una varilla de hierro, bronce o a veces de madera con puntera de bronce, servía para empujar, clavar y asegurar la bala a través de varios golpes, deformando el blando plomo, adaptándolo a las paredes interiores del cañón o tubo de proyección de este proyectil, a fin de proveerle por el efecto de atraque así logrado, una mayor compresión a la pólvora y una menor pérdida de los gases que producía en el momento de la deflagración, obteniendo consecuentemente, un mayor alcance. Luego, en complicados y riesgosos mecanismos, se colocaba pólvora en el oído del cañón o cazoleta, ubicado en su parte posterior, próximo a la culata y articular un mecanismo provisto de un resorte y un retén hacia atrás, que sostenía un trozo de mecha que se encendía y así permanecía hasta su extinción, debiéndosela reemplazar por otra luego de algunos pocos disparos. A estos aspectos, los veremos más detalladamente más adelante. El tiro se efectuaba liberando por un gatillo, la palanca que sostenía la mecha encendida, la que caía sobre el oído cargado de pólvora, a la que le daba fuego. Este se transmitía por la perforación ya mencionada y llegaba hasta la recámara, inflamando la carga colocada en ésta, deflagrando (no explotando) y por la brusca liberación de gases expandidos, empujaba violentamente el proyectil hacia afuera. La puntería se efectuaba guiñando un ojo, dirigiendo el otro por encima del cañón del arma, en dirección al blanco, sin que existieran sistemas de alzas, guiones ni otros aditamentos, ya que el alcance efectivo de esta arma era muy pobre por no decir errático. El alcance total no superaría los 200 mts. A su vez, el peso del arma era bastante considerable debiéndose apuntarla ayudándose de otro instrumento con forma de horquilla, que hincado en el suelo, servía de apoyo en el momento de hacer el fuego. Debe agregarse que la fabricación de estas armas, era bastante tosca, ya que la perforación o confección de un tubo medianamente resistente de metal para esas épocas, era una tarea no fácil y de difícil ejecución en serie, por lo que cada arma era de factura casi artesanal, no permitiendo el intercambio de las pocas piezas que la componían con otras de su misma especie. A ello se debe agregar el tipo de pólvoras en uso, muy primitivas por cierto, obtenidas por la simple y anticuada mezcla en diversas proporciones de azufre, salitre y carbón. Esta mezcla, también denominada mixto, raras veces guardaba la proporción ideal de cada sustancia, produciendo una mayor o menor fuerza impulsora en el momento de la deflagración o encendido. Obviamente, con ello variaba también, el alcance del proyectil y consecuentemente, de igual manera se podía apreciar el brutal retroceso que tenían estas armas, capaz de dislocar los hombros más potentes. Debe tenerse en cuenta también, que la presencia del salitre contribuía a un rápido deterioro del ánima del tubo cañón, con lo que es fácil deducir que aunque se lo lubricara, limpiara y rasqueteara para extraer los restos de los minerales constitutivos de la mezcla inflamable, el óxido y deterioro de los metales en presencia era muy rápido, contribuyendo en forma decisiva a la duración de la vida útil del arma, como también, obviamente, a su precisión. El arcabuz dio paso al mosquete o mosquetón. Era esta un arma más refinada, de construcción más compleja y evolucionada, pero que continuaba siendo de avancarga. El anticuado sistema del soporte de la mecha, dio lugar a un sistema de llaves que estaban provistas de muelles o resortes y gatillos liberadores de la tensión que con ellos se hacía al retirarlas hacia atrás. 2. EL MOSQUETE Las llaves se denominaban así porque consistían en una suerte de prensas ajustables con una llave que sujetaban un trozo de piedra de pedernal, muy dura y que tenía la propiedad de liberar chispas cuando se la frotaba con otra o con un trozo de metal. La exposición a los elementos de estas delicadas piezas, obligaba a que en las marchas y durante el mal tiempo, las cazoletas y llaves fueran envueltas en tiras de trapo encerado o engrasado, para preservar el sistema de fuego del arma. Cuando se tiraba del gatillo, se liberaba la llave, la que golpeando con otra pieza especialmente labrada para volverla áspera, soltaba chispas que encendían la pólvora que, al igual que en antiguo mosquete, se había vertido en el oído. Nuevamente, se transmitía el fuego a la cazoleta y luego a la recámara o interior del cañón, deflagrando la pólvora y expulsando violentamente el proyectil. Posteriormente, aparecerá el fusil, arma más elaborada y de piezas de relativamente fácil intercambio, producidas en serie por prácticamente todos los países europeos. Funcionaba, aunque en forma más precisa, con el mismo sistema de su antecesor, el mosquete. A éste tipo de fusil, también llamado de chispa, lo veríamos en las tropas de infantería española con guarnición en América y a las Milicias que se organizaron en las colonias hasta prácticamente la década del ’70 en el siglo XIX. Fueron obtenidos por diversas provisiones, compras especiales, por contrabando o simplemente, obtenidas como botín de guerra. Estos fusiles serían aquellos con los que se organizaría el naciente ejército de las Provincias Unidas del Río de la Plata luego de las Invasiones Inglesas y la Revolución de Mayo. Cabe acotar que tras la retirada británica, quedó en posesión de las improvisadas tropas de milicianos coloniales, un modelo fabricado en Inglaterra, que haría época, por su calidad y perduraría por muchos años: el fusil Tower. De la misma manera, puede decirse que la cantidad y variedad de armamento existente en estas colonias, era enorme, dificultando en la misma magnitud el aspecto de orden logístico, relacionado con la obtención de piezas de repuesto, munición, cartuchería y especialización de artesanos en el mantenimiento. El arma más corriente de la infantería durante este período era el mosquetón de chispa, ánima lisa y de avancarga. Medía alrededor de un metro de largo, pesaba de seis a siete kilos y se le podía adaptar una bayoneta de hasta cuarenta centímetros de longitud. Disparaba un proyectil esférico de plomo que pesaba unos treinta gramos. Para cargarlo había que realizar una complicada maniobra de hasta veinte movimientos consecutivos. El soldado tomaba un cartucho del cinturón que llevaba en las cartucheras, colgando de los cinturones o de bandoleras y le quitaba la tapa con los dientes (en razón de ello, uno de los aspectos primordiales en la selección médica del personal de soldados, consistía en la verificación de la tenencia de la mayor cantidad de piezas dentales posibles). Como ya hemos visto, a continuación, vertía un poco de pólvora del mismo en la cazoleta u oído del mosquete e introducía el resto en el fondo del cañón con ayuda de una baqueta. Luego volcaba la bala (que mientras tanto mantenía en la boca con la tapa del cartucho) dentro del cañón y volvía a utilizar la baqueta para apretar y deformar el proyectil contra la carga de pólvora, como ya hemos explicado. Al accionar el gatillo, una chispa encendía la pólvora de la cazoleta que, a su vez, detonaba la del cañón. La pólvora húmeda, el pedernal desgastado y los fogones u oídos bloqueados causaban numerosos fallas de tiro y, en el entusiasmo y premura del combate era muy normal perder la baqueta por su propio lanzamiento como proyectil, por olvidar sacarla del cañón con frecuencia, antes de apretar el gatillo. El ánima lisa y la forma irregular del proyectil convertían al mosquete en un arma de tiro poco certero. Podían lanzar una bala a unos 900 metros de distancia, pero su alcance eficaz inferior a los 100 metros, e incluso entonces las posibilidades de acertar en el blanco eran mínimas. Así pues, para lograr un verdadero efecto de choque, era necesario agrupar el mayor número de armas posibles y dispararlas al mismo tiempo para lanzar una lluvia de balas en la dirección del blanco; de esta forma había más probabilidades de que al menos uno de los disparos causara efecto. 3. EL FUSIL El mosquete rayado o rifle es una invención alemana y su diseño se copió de los rifles de caza. El concepto de empleo táctico de un arma que inicialmente era de caza, fue desarrollado para las tropas alemanas de cazadores Jäger. Un aspecto interesante del mosquete rayado era que normalmente tenía un cañón más corto. Eso les permitió a los fusileros cargar y disparar el arma de rodillas o en posición de cuerpo a tierra, y a la vez les facilitó el realizar escaramuzas. El combate realizando escaramuzas consistía en mandar unidades, normalmente compañías, en orden abierto, es decir, no en filas. Los fusileros, organizado en parejas, avanzaban libremente buscando objetivos. Mientras uno disparaba el otro le protegía y le señalaba blancos preferentes, normalmente los oficiales enemigos, aprovechando toda cubierta posible, y moviéndose al alcance del enemigo para disparar con mortal precisión. Eso no sólo hostigaba y desconcertaba al enemigo, sino que ayudaba a proteger la línea principal de las tropas tras estas escaramuzas. El más famoso de los mosquetes rayados usados durante este período fue el británico Baker, del cual se fabricaron más de 30.000. Otro muy común y de excelente calidad, fue el fusil Tower, del que los británicos dejaron en gran número tras su fallida intentona de conquistar estas tierras en 1806 y 1807. FUSILES A CHISPA Desde su creación en 1806, el Regimiento de Patricios empleó como arma de fuego de sus tiradores el fusil de avancarga con llave de chispa, el que al finalizar el siglo XVIII había alcanzado un alto nivel de perfeccionamiento. Esta arma, que utilizaba la infantería de línea, pesaba entre 4 y 5 kg, siendo más liviana la de cazadores y de tropas especiales. El término avancarga hace referencia al sistema de carga por la boca del cañón y el sistema de encendido del arma, denominado llave de chispa, era el dispositivo que las producía para encender la pólvora y provocar el disparo del arma, el cual que se comenzó a utilizar a principios del siglo XVII, siendo un gran adelanto respecto de los sistemas empleados hasta entonces y fue utilizada en todo el mundo durante algo más de dos siglos. Muchas unidades argentinas marcharon a la Guerra del Paraguay con fusiles de chispa, hasta su reemplazo por fusiles en los que, que si bien seguían siendo de avancarga, su encendido era de percusión a fulminante. Es conveniente aclarar que existen varios tipos de llave de chispa, las variantes de esta clase de llave, de uso común en las Provincias Unidas durante el período estudiado, fueron: la española, conocida como de "miguelete" o de "patilla", que poseía un potente muelle real sobre la parte externa de la platina. Esta ubicación le daba un mejor balance y aumentaba la resistencia de la caja; el pie de gato (percutor con la mordaza que sostenía el pedernal) era más bien rectangular y grueso, con un anillo en la cabeza del tornillo pedrero, para facilitar la apertura de las quijadas que sujetaban la piedra o pedernal; la rama mayor del muelle va directamente a apoyarse en el talón del pie de gato, la rama menor va fija a la platina, es la primera identificación a considerar para reconocerla. También se la reconoce por el diente de disparo del martillo, que es curvo (similar a una patilla, por lo que recibe el nombre). La batería de una sola pieza, en forma de L, hace dos funciones: de cubre cazoleta y soporte del rastrillo. Está surcada con profundas rayas guiadas a la cazoleta, la que contiene el cebo. Al ser impulsado el martillo por su gran muelle, raspa fuertemente al descender la superficie áspera del rastrillo y el golpear de la piedra produce gran cantidad de chispas que caen hacia abajo inflamando el cebo depositado en la cazoleta. A través de un fino orificio llamado oído, se propaga el fuego hacia el interior del cañón de fusil. El fiador y su resorte son las únicas piezas internas de estas llaves. La llave de miguelete es anterior a la francesa. Carlos III, durante su reinado, adoptó las grandes innovaciones que en técnica militar introdujo Federico el Grande, entre ellas la llave francesa o "a la moda". Sin embargo, las llaves de migueletes continuaron en las colonias españolas hasta entrado el siglo XIX. Fue el arma heredada del virreinato, a pesar de las críticas del general Belgrano y muchos otros conductores a sus capacidades. Las armas con este tipo de llaves, fueron desapareciendo con el tiempo ya que no hubo reposición, salvo después del triunfo de Montevideo en junio de 1814, donde se tomaron 8.245 fusiles, 525 tercerolas, 3.000 cañones de fusil, 2.000 llaves y muchas armas más. La llave a la francesa era más elegante, armónica y sencilla. Esta llave permaneció con ligeras variantes y mejoras poco menos de dos siglos. Al armero francés Le Bourgeoys se le reconoce la invención de la llave "moderna" o "francesa" entre los años 1630 y 1640, que se extendió por toda Europa, reuniendo las ventajas y mejoras de las existentes, el pie de gato es más suave en su caída que el de la llave española, por tener la forma semejante al cuello de un cisne o de una S, llevando un par de mordazas para sostener la piedra o pedernal. El mecanismo se encuentra en el interior de la platina embutido en la caja del fusil; introduce la "nuez", pieza solidaria al martillo, con dos entalladuras o dientes de armado y reposo (monta entera y media monta), que se obtienen por una palanca basculante y muelle situado en el interior de la platina. La brida, soporte del conjunto de piezas y apoyo del eje de la nuez, y el muelle principal, estaban situados en el interior de la platina. El rastrillo es más largo y ligeramente curvado, lo que permite a la llave estar totalmente obturada. Los cañones de los fusiles militares de chispa eran de hierro, reforzados hacia la recámara y de ánima lisa, aunque los hubo con ánima rayada en algunos ejércitos europeos y norteamericanos, no tuvieron mayor difusión en Hispanoamérica. La tecnología de la época no permitía la fabricación de cañones rayados en serie. El rayado era manual y de alto costo. CARACTERÍSTICAS BALÍSTICAS En general el largo de los cañones era de un metro. El alcance máximo era de unos 500 pasos (375 m), el eficaz no pasaba de 300 pasos (225 m). Aun así, no podía pretenderse hacer blanco con seguridad en un objeto del tamaño de un hombre a más de 60 pasos (45 m). La velocidad inicial del proyectil era de unos 250 metros por segundo y variaba significativamente por la forma de cargar. La baqueta, de hierro, similar en casi todos los fusiles, estaba sujeta al arma en una ranura debajo del cañón y tenía un extremo roscado que se usaba para atornillarla al fusil y para roscar el sacatrapo o sacabala. El otro extremo estaba reforzado para golpear la carga de la recámara. Los aparatos de puntería eran sumamente primitivos o faltaban. El calibre se medía por el número de balas redondas de plomo del diámetro del ánima del arma que se trataba, que entraban en una libra: 12, 14, 16 en libra, etc.; éste es el sistema hoy en uso para medir el calibre de las escopetas de caza; el peso de la bala de un fusil de a 16 en libra era la 16va parte de una libra, o sea una onza. Esto parece muy simple, pero en España, Francia o Inglaterra, las unidades correspondientes a la longitud (pie) y al peso (la libra) y sus valores ascendentes y descendentes, eran distintos. El pie castellano o español era igual a 27,87 centímetros, el francés a 32,49 centímetros, el inglés a 30,48 centímetros y todos eran iguales a 12 pulgadas. La libra española pesaba 460 gramos, la francesa 489 gramos, la inglesa 453 gramos, pero todas iguales a 16 onzas. Por consiguiente, usándose plomo en todas las balas, el diámetro de los cañones de los fusiles de a 16 era distinto, de acuerdo al origen del arma: español, inglés, francés o estadounidense (quienes adoptaron el sistema francés de chispa), la boca del fusil difería en poco, pero siempre algo significativo, según su procedencia. Ese era el problema en la fabricación y provisión de cartuchos. En las armas de avancarga, el diámetro de la bala era algo menor que el del ánima, (en lugar de 16 en libra, eran de 18 ó 19 en libra); esto se hacía por la necesidad de acelerar la carga desde la boca a la recámara, y por las diferencias ya señaladas en las bocas del fusil; el papel para la fabricación del cartucho que envolvía la bala y la combustión de la pólvora, cuyos residuos se acumulaban en las paredes del ánima, formaban con el uso una capa que producía una disminución del calibre, lenta pero progresivamente. La carga de pólvora era entre 10 y 12 gramos por cartucho. La diferencia entre el diámetro del ánima y el de la bala, se denominaba "viento" y afectaba seriamente las condiciones balísticas del arma ya que por el irregular escape de los gases, las trayectorias tenían una gran dispersión. A este defecto se agregaban la diferencia en la carga de pólvora entre un disparo y otro, por utilizarse la misma pólvora del cartucho para cebar la cazoleta y resultaba muy difícil de graduar en combate una cantidad exactamente igual cada vez, sin contar que, a veces, los soldados derramaban de intento cierta cantidad, para disminuir el culatazo. Otro defecto común en estas armas eran las "marras" o "rastrillazos", es decir tiros que no daban fuego, o que "erraban fuego" como se decía entonces. Este sistema de encendido era muy sensible a la humedad, la lluvia y el fuerte viento, que arrastraba la pólvora de la cazoleta. El pedernal o piedra de chispa que provocaba el encendido del disparo, se colocaba en las quijadas o mordazas del pie de gato, entre los cuales, para que quedara bien sujeta y evitar roturas a la piedra, se colocaba una pequeña tira de cuero llamada "zapatilla". Las piedras en uso se obtenían del sílex. Las mejores eran negras y las había de otras calidades y colores. Estas debían ser talladas en forma de pirámide rectangular truncada, y con buen filo para golpear el rastrillo. Se consideraba que las piedras negras bien usadas, duraban 100 disparos, las otras alrededor de 30. PROCESO DE FABRICACIÓN DEL CARTUCHO DE PAPEL Para la fabricación de los cartuchos usados en los fusiles de chispa, se utilizaban hojas de papel común, hilo de acarreto (era un hilo fuerte y fino), algún pegamento, pez (impermeabilizante para los envoltorios o paquetes de cartuchos) y pólvora negra fina. Se fabricaban cortando las hojas de papel a lo largo, en dos o tres partes (según sus medidas), luego cada parte en dos, y cada una de estas porciones en dos con una diagonal (ver figura). En resumen, de cada hoja se obtenían ocho o doce cortes para armar un cartucho. Los cartuchos debían fabricarse apretando firmemente el papel sobre el cilindro. La exactitud del calibre se verificaba haciendo pasar un cartucho por un trozo de cañón de fusil. Se hacían paquetes de a diez cartuchos colocados alternativamente y se envolvían en papel pasándoles pez para impermeabilizarlos. En el Ejército Auxiliar del Perú los cartuchos se empaquetaban de a quince, su peso era aproximadamente de 650 gramos no existen muchos datos sobre otras dotaciones. En el Ejército Libertador la dotación era de 100 cartuchos por fusil, en el Auxiliar del Perú de 60, el peso de cada cartucho de aproximadamente 40 gramos. EJERCICIO Y PRÁCTICA DEL TIRO Según el "Reglamento para el exercicio y maniobras de la infantería en los Exércitos de las Provincias Unidas de Sud-América" promulgado por el Director Supremo en 1817, éste disponía que la carga de los fusiles se efectuara mediante voces de mando, que eran once y cada una comprendía de uno a tres movimientos, a saber: 1) Prevénganse para cargar 1-2; 2) Abran cazoleta 1; 3) Saquen cartucho 1; 4) Rompan cartucho 1; 5) Ceben 1; 6) Cierren cazoleta; 7) Cartucho en el cañón 1-2-3; 8) Saquen baqueta 12; 9) Ataquen 1; 10) Baqueta en su lugar 1-2; 11) Al hombro armas 1-2-3. Para hacer fuego, el reglamento establecía las siguientes voces y movimientos. 1) Preparen armas 1-2-3; 2) Apunten 1; 3) Armar 1; 4) Fuego 1-2; 5) Cierren cazoleta 1-2 En los casos de urgencia, se aumentaba la velocidad de la carga, realizándose lo que se llamaba "carga apresurada", cuyas voces de mando, de acuerdo al citado reglamento, eran: "carguen, dos, tres, cuatro". Para la carga a discreción la única voz era "carguen". El reglamento prescribía el adiestramiento previo de los hombres en la carga, y ejercicios individuales de tiro al blanco. Para el tiro al blanco se destinaban 40 onzas de pólvora, 10 balas y 4 piedras. Con esa dotación poco se podía lograr de una buena instrucción. Podemos considerar un buen resultado lograr un disparo por minuto. Tropas europeas veteranas con muy buena instrucción, lograban tres disparos por minuto, aunque algunas mejoraban estos tiempos. La carga de los cartuchos se efectuaba rompiendo el extremo opuesto a la bala, la "mordida"; se vertía en la cazoleta una pequeña cantidad de pólvora y luego se cubría con el rastrillo; el resto se colocaba en el interior del cañón, con la parte mordida hacia la recámara, introduciendo lo que quedaba del cartucho, que debía ser comprimido con los golpes de la baqueta, sobre el resto del cartucho, el que hacía las veces de taco. El tiro se hacía por fracciones, la primera fila rodilla en tierra, luego la segunda de pie; la primera tiraba, mientras la segunda cargaba, o bien la tercera cargaba y pasaba el fusil. La unidad básica de infantería era el batallón, que combatía en orden cerrado, podía hacerlo por mitades, o por compañías. La puntería debía hacerse "cerrando el ojo izquierdo y dirigiendo la vista del derecho por la longitud del cañón baxando un poco la cabeza". Se enseñaba a dirigir el arma a la masa de tropas enemigas que se tenía enfrente, por cuanto se consideraba como máxima eficacia que el tiro hiciera blanco en algún lugar de esa masa. La enseñanza de tiro al blanco casi no se practicaba en nuestras unidades. La excepción a estas normas fue el Ejército de los Andes, libertador de Chile. En el alojamiento y campo de instrucción de El Plumerillo, el general San Martín hizo construir un tapial de doble espesor y un espaldón de unas 100 varas de largo, para realizar ejercicios de tiro por fracciones. Las bajas en combate por heridas de bala de estos fusiles, se producían en menor cantidad que las provocadas por bayoneta, sable o lanza. Para finalizar esta semblanza sobre los fusiles de infantería, queda por decir que entre los usados durante la época tratada además de las armas de origen foráneo: español, francés, inglés y norteamericano, hubo otros fabricados en Buenos Aires que hoy no conocemos y algunos fueron fabricados en Tucumán. La producción máxima mensual fue de 80 fusiles. No se conoce el modelo fabricado pero cabe suponer que lo fueran con llave moderna y modelo inglés o francés. Todos los fusiles que presentamos iban acompañados de un arma de enastar, la bayoneta se llevaba en el costado izquierdo en una vaina de cuero y era de hoja triangular, sumamente liviana y de una longitud de unos 50 centímetros. Su base terminaba en un cilindro hueco, acodado, que permitía colocarla en la boca del fusil, quedando asegurada por un pequeño resalte rectangular que éste tenía cerca de la boca y que calzaba en una ranura del cilindro al hacerse girar la bayoneta. 4. LA COMPLEJA MANIPULACIÓN DE ESTAS ARMAS El fusil de infantería medía unos 150 cm. sin bayoneta, y pesaba unos 4,5 kilos. La secuencia de carga y disparo era compleja, y requería durante la instrucción de los reclutas la repetición de una serie de movimientos hasta que pudieran ser realizados instintivamente en medio de la tensión y confusión del combate: he aquí, pues, la primera necesidad del orden cerrado. El soldado montaba el arma, descubriendo la cazoleta de la llave de chispa; luego extraía de una cartuchera colgada en bandolera un cartucho (llevaba unos sesenta); éste se componía de una bolsita cilíndrica de papel que contenía una carga medida de pólvora negra y una bala esférica de plomo de unos 30 gramos de peso y unos 17,5 mm. de calibre (diámetro). A continuación, mordía el papel, ponía horizontal el fusil y depositaba una pequeña cantidad de la pólvora del propio cartucho en la cazoleta, que se cubría con la cobija para evitar que se derramara. Llave de chispa o sílex de tipo español ("de miquelete"): (1) se aprieta el disparador (2) el pie de gato baja, (3) el pedernal golpea contra el rastrillo, produce la chispa que prende la pólvora depositada en la cazoleta que (4) comunicada por el oído con el cañón del fusil inflama, la pólvora del cartucho... Muchas cosas podían ir mal en este proceso, sobre todo si el soldado no estaba bien entrenado. Podía, por ejemplo, derramar la pólvora de la cazoleta, con lo que las chispas del pedernal no tendrían donde prender; podía, en la confusión del combate, meter dos o más cartuchos, y reventar el cañón; podía -y esto era frecuente- olvidarse de sacar la baqueta, y dispararla junto con la bala, con lo que el fusil quedaba inutilizado. Por eso se exigía siempre reintroducir la baqueta en el baquetero a cada disparo, pues si se clavaba en el suelo un súbito movimiento de la unidad podía hacer que se olvidara. Además de los errores, los fallos mecánicos eran frecuentes: si el tiempo era lluvioso, el pedernal podía no inflamar la pólvora húmeda; si el sílex no estaba adecuadamente tallado o colocado no saltarían chispas (la robusta llave de miquelete española permitía que funcionara casi cualquier trozo de sílex); el oído, muy estrecho, podía obstruirse... Además, la pólvora negra quemaba mal y, con los restos de la combustión y del papel de los cartuchos, el cañón acababa por obstruirse. Algunos soldados empleaban una solución de campo práctica para este último problema: orinar en el interior del cañón, verter pólvora suelta y quemarla. En estas condiciones, el disparo fallaba una de cada seis veces en condiciones ideales, y una de cada cuatro o peor en tiempo húmedo o en combates prolongados. En teoría, un soldado bien entrenado podía disparar cinco veces por minuto, pero en combate lo normal era un ritmo de dos o tres disparos por minuto, o menos, si el fuego se prolongaba. Además, el retroceso era brutal y podía dislocar el hombro: algunos soldados derramaban algo de la pólvora del cartucho, lo que disminuía el retroceso, pero acortaba drásticamente el alcance. Por todo ello era tan importante la primera descarga, cuando los fusiles estaban limpios, bien cargados, y no había humo que limitara o impidiera la visibilidad. 5. LA EFICACIA DEL ARMAMENTO ¿Qué eficacia real tenían estas armas? Relativa. Carente de rayado en el ánima, la trayectoria de la bala era imprecisa y errática y en condiciones de combate era imposible apuntar bien. Aunque el alcance teórico efectivo era de unos 200 metros, a más de 75 el tiro individual suponía desperdiciar munición. A más de 200 metros, el fuego de fusilería normal era ineficaz incluso en descargas masivas. La única forma de asegurar una cierta eficacia era agrupando una gran densidad de fusiles en un frente reducido, disparar en descargas lo más cerradas posible ya la menor distancia que permitieran los nervios de los soldados: 'cuando se vea el blanco de sus ojos'. Esta es la otra razón para las cerradas formaciones del siglo XVIII y principios del XIX: asegurar una cierta eficacia en el tiro de un arma inherentemente imprecisa. En experimentos realizados en condiciones ideales sobre grandes blancos de tela, una unidad descansada y entrenada podía obtener un 50% de impactos a cien metros, y un 30%, a doscientos metros. Pero la realidad del campo de combate era bien distinta, lo normal era que a unos 200 metros sólo de un 3 a un 4% de los disparos realizados alcanzara a un enemigo, ascendiendo quizá al 5% a 100 metros. Tomado en conjunto, sólo de un 0,2% al 0,5% del total de balas disparadas en una batalla daba en algún blanco, y que para matar un hombre era necesario 'dispararle siete veces su peso en plomo'. Sólo por esa ineficacia podían tener ciertas garantías de avanzar y sobrevivir las compactas formaciones tácticas del período. No es de extrañar en estas condiciones que incluso en 1792 un teniente coronel inglés, propusiera seriamente la reintroducción del arco largo con argumentos sensatos: era más barato que el fusil, no más impreciso, tenía un alcance eficaz similar, no producía humo, causaba graves heridas en enemigos sin armadura y su cadencia de tiro era de cuatro a seis veces más rápida. Sin embargo, el arquero necesitaba más espacio que el fusilero, un viento fuerte inutilizaba las flechas, y sobre todo costaba años entrenar a un arquero eficiente, mientras que los movimientos para el manejo del fusil podían enseñarse, mal que bien, en horas o días. El gran calibre (unas seis veces mayor que el moderno), peso y maleabilidad de las balas de plomo, unidos a la baja velocidad del proyectil (unos 320 m/s.), hacían que este fusil tuviera un gran poder de detención y que causara heridas terribles. Además, los bajos niveles higiénicos, la práctica inexistencia de servicios médicos competentes y la inexistencia de antibióticos hacían que cualquier herida resultara peligrosa, por leve que fuera, y que la amputación de miembros sobre la marcha fuera el tratamiento de urgencia usual. 6. LAS FORMACIONES EN LÍNEA Por lo tanto, las formaciones utilizadas en el campo de batalla se disponían de manera que cada hombre pudiera emplear su arma de fuego con eficacia. Para lograr mejor este objetivo, se desplegaban las tropas en líneas de orden cerrado (un soldado al lado del otro intentando mantener la línea en todo momento). Se había demostrado que las formaciones con un fondo de tres individuos como máximo resultaban prácticas, mientras que, en las de más profundidad, los soldados de la cuarta fila y de las siguientes no podían ver al enemigo y tenían que disparar a ciegas. Por otro lado, además de prestar un blanco excelente para el adversario. Debido a estos factores, la infantería pesada se desplegaba casi siempre en formaciones de tres en fondo, pero tal disposición variaba de acuerdo con las circunstancias. En terrenos difíciles, por ejemplo, en los que la caballería no podía actuar y su potencia cobraba menos importancia, las tropas de a pie se desplegaban en dos únicas filas que aportaban gran seguridad. Este sistema permitía también que el batallón cubriese un frente muy grande, pero carecía de la suficiente profundidad para entrar luego en mêlée (refriega). Además, en los intercambios de mosquetería, el despliegue en dos en fondo comportaba una considerable reducción del frente, ya que, al no haber elementos reserva por detrás, a medida que se producían las bajas los soldados tenían que desplazarse hacia el centro para mantener el orden cerrado. 7. LAS LÍNEAS FRENTE A LAS COLUMNAS De especial importancia para el despliegue de las tropas era la utilización de columnas. Tales formaciones permitían una libertad de maniobra muy superior a la de las líneas. A una columna estrecha y compacta le era mucho más fácil mantenerse alineada que a una delgada barrera de hombres de cientos de metros de longitud. Además podía desplegarse en línea o en cuadro sin demasiados problemas, mientras que variar una formación dispuesta a lo largo y con poco fondo resultaba mucho más difícil y peligroso. Un sistema particularmente eficaz era el orden mixto, que consistía en una combinación de líneas y columnas. En tales formaciones, la potencia de fuego de las primeras se sumaba a la flexibilidad y capacidad de ataque de las segundas, por lo que el oficial al mando podía aprovechar las ventajas de ambos sistemas. No obstante, el orden mixto se empleó poco; muchos comandantes preferían utilizar sólo columnas, a pesar de que, como es lógico, presentaban una acusada inferioridad frente a las formaciones en línea del adversario desde el punto de vista de la potencia de fuego. Destinada en realidad a la acción de choque, la columna sólo permitía disparar a unas cuantas docenas de hombres, de los miles que a menudo la componían, mientras que todos los soldados de la línea enemiga podían ver el blanco. Debido a esta desigualdad de fuerzas, no es de extrañar, por tanto, que las columnas quedaran prácticamente destruidas cada vez que se enfrentaban a formaciones en línea. La verdadera función de estas formaciones era la acción de choque, no el asalto a las filas enemigas que no hubiesen sido batidas antes. Las columnas no podían romper las líneas a menos que estuvieran apoyadas por un fuego de artillería superior. Por consiguiente, era necesario debilitar al enemigo, tanto desde el punto de vista material como psicológico, con un bombardeo previo de la artillería y un fuego constante de fusilería; sólo entonces podían ser enviadas las columnas al ataque. En ese momento, la defensa estaría ya al borde del colapso, y la simple aparición de tan apretadas formaciones marchando a la carga bastaba casi siempre para precipitar la huida. Aunque se intentara mantener la línea, habría tal desorden, que la disciplinada y eficaz mosquetería, no lograría detener el avance de la columna. Esta forma de combatir había permitido romper las líneas defensivas del adversario durante años. Sin embargo, se desarrolló una táctica consistente en neutralizar esta modalidad de ataque. En primer lugar se ocupaban por lo general posiciones defensivas muy bien escogidas, que dominaban la zona en cuestión, y sólo dejaban ver una parte de sus fuerzas. Con este método, limitaban considerablemente las posibilidades de los ejércitos ofensivos para dirigir el fuego de la artillería y, por otro lado, les impedían determinar el número de fuerzas del adversario y la extensión de su posición. En segundo lugar, para evitar que los voltígeros o cazadores (infantería ligera) explorasen la posición y descargasen su devastadora fusilería, se situaba una cobertura de infantería ligera delante de la línea principal. Una vez atenuada esta acometida de las fuerzas atacantes, sólo debían ocuparse de las columnas que consiguiesen avanzar. Esto debía hacerse muy deprisa, sin estudiar la posición, y sin tiempo para averiguar si había algún medio de atacar por los flancos marchando hacia delante hasta toparse de lleno con la verdadera oposición. Muy raras veces se utilizaban compañías de línea que no fuesen de voltígeros o cazadores para realizar escaramuzas. De hecho, incluso los batallones de infantería ligera se desplegaban siempre en formaciones de orden cerrado. Por tanto, una división de ocho batallones típica ponía en combate alrededor de 800 hombres encargados de realizar escaramuzas. La interacción y coordinación de líneas, columnas y tiradores era sumamente complicada. Pero, para sobrevivir en el campo de batalla, los soldados tenían que ser perfectamente capaces de realizar, en el fragor del combate y en todo tipo de terrenos, complicadas evoluciones. La línea de tres en fondo, por ejemplo, formaba parte de la instrucción de las tropas y fue utilizada con excelentes resultados. Sin embargo esta flexibilidad táctica se empleó en muy pocas ocasiones. Con demasiada frecuencia la infantería avanzaba hacia líneas enemigas totalmente intactas en densas y estrechas columnas y sin el apoyo de las divisiones ligeras, la artillería y la caballería. 8. EL CUADRO Además de la línea y la columna, otra formación básica de la infantería era el cuadro. Se podía realizar con cualquier unidad de soldados de a pie, desde pequeños contingentes de tropas ligeras hasta divisiones enteras; pero se componía por lo general de uno o dos batallones. Los soldados rasos formaban los lados de un rectángulo hueco y los oficiales, abanderados, etc., se situaban en el centro. La función de esta formación consistía en rechazar los ataques de la caballería (que siempre cargaba en columnas o en líneas) y, sin el apoyo de otras armas, los jinetes casi nunca lograban traspasarla. La primera fila del cuadro echaba rodilla en tierra para presentar una hilera infranqueable de bayonetas al atacante, mientras que las de atrás le lanzaban descargas apuntando a pie firme. Sus posibilidades de rechazar el asalto eran casi seguras, a no ser que el enemigo atacara también con infantería o artillería. Sólo en muy raras ocasiones fueron rotos los cuadros por un enemigo a caballo sin el refuerzo de otras armas, y en todos estos casos cabe afirmar que la infantería se encontraba muy desanimada y tuvo el factor suerte en contra. Pero si la caballería asaltaba a la infantería antes de que pudiera desplegarse en cuadros, tenía casi asegurada la victoria, en particular si atacaba por detrás o por los flancos. Las líneas eran especialmente vulnerables al asalto de las tropas a caballo. Las columnas de infantería, al ser más sólidas y compactas, tenían más posibilidades de rechazar el ataque, sobre todo si se realizaba por los lados, pero la única formación realmente segura era el cuadro. Sin embargo, esta reacción muchas veces podía ser utilizada en contra suya. Al ver que los jinetes enemigos se disponían a cargar, la infantería formaba un cuadro, pero entonces era atacada por cañones y tropas de a pie, seguidas después por la caballería, que se limitaba simplemente a completar la destrucción. El asalto de caballería consistía normalmente en la carga de los sucesivos escuadrones del regimiento, desplegado cada uno de ellos en dos líneas de soldados situados uno al lado del otro. Por tanto, un regimiento de cuatro escuadrones atacaba en una formación de ocho líneas dispuestas una a continuación de otra. Cada una de éstas tenía un frente de entre cuarenta y cincuenta hombres. No obstante, en terrenos adecuados y con espacio suficiente, podía desplegarse toda la unidad en una única línea, en tal caso, el frente era del orden de doscientos sables. 9. EL ORDEN CERRADO La instrucción militar en orden cerrado está hoy en día obsoleta desde el punto de vista táctico, aunque conserva su utilidad en la instrucción básica. Sin embargo, las formaciones tácticas cerradas, la cadencia acompasada de la marcha y los movimientos simultáneos en la carga y disparo fueron indispensables con la generalización de las armas portátiles de fuego desde el siglo XVI hasta mediados del XIX. El manejo del fusil -entre 1789 y 1815 explica bien las razones. Desde principios del siglo XVIII habían cambiado bien poco los instrumentos básicos de la guerra: hombres y bestias desplazándose a pie por caminos embarrados o polvorientos, y armados con fusiles y cañones de avancarga. En particular, los fusiles con que se armaron los ejércitos europeos, con llave de chispa o sílex, eran muy similares a los de todo el siglo anterior, y muy parecidos en todos los países europeos, aunque su calidad de fabricación variaba: los fusiles rusos tenían fama de estar mal fabricados, y los españoles eran particularmente robustos. Por otro lado, Inglaterra cedió o vendió centenares de miles de fusiles (el tipo llamado Brown Bess) y otros pertrechos militares a países como España, Portugal o Prusia, cuyos ejércitos a menudo combatieron vestidos y armados por fabricantes británicos. 10. LA SITUACIÓN EN EL RÍO DE LA PLATA Ya hemos podido apreciar la evolución del arma larga portátil de la Infantería por excelencia: el fusil. Desde el Arcabuz, pasando por el mosquete y su versión modernizada, esto es con el cañón rayado, hasta el fusil empleado a mediados del siglo XIX, la infantería argentina, tuvo la más variopinta colección de armas, causando un verdadero rompecabezas para quienes debían encargarse de los aspectos logísticos: adquisición, distribución, abastecimiento y provisión, mantenimiento, etc. A ello deben agregarse las numerosas transformaciones e improvisaciones de las que fueron objeto las armas antiguas, de ánima lisa, rayándole los cañones y transformando sus sistemas de disparo, de la chispa al pistón o percusión y el perfeccionamiento progresivo de esta, hasta que hacia la época de comienzos de la Guerra de la Triple Alianza, y organizado definitivamente el Ejército Nacional en 1862, se comienzan a efectuar las primeras compras de fusiles normalizados en su modelo para toda la Fuerza. Aparece el fusil de repetición. Se puede apreciar cómo la tecnología imponía procedimientos tácticos, ya que lo primitivo y precario de las armas a disposición, obligaba a adoptar formaciones particulares para el combate de la infantería, como la Línea, la Columna y el Cuadro. Vemos también cómo este aspecto dio lugar a la necesidad de organizar un método para combatir: en Orden Cerrado. Este procedimiento, hoy todavía empleado al sólo efecto de uniformar y hacer precisas las evoluciones y movimientos observables en desfiles, paradas y formaciones, así como en la apostura y aspecto marcial de las formaciones militares, era imprescindible por entonces para lograr en forma precisa, el mayor volumen de fuego en los momentos y lugares indicados y necesarios del combate. La progresiva precisión de las armas, con la aparición primero de los cañones estriados, que imprimían a los proyectiles una trayectoria más tendida obtenida por el giro sobre su eje, permitió el combate primero a una mayor distancia, luego en formaciones menos compactas y progresivamente a un combate por escaramuzas, logradas por fracciones pequeñas y aún por individuos aislados. A la precisión, se le agregó la velocidad del fuego de las armas con la aparición del fusil de repetición, pudiendo ahora el soldado, efectuar varios disparos precisos, sin tener que cargar trabajosamente su arma tras la ejecución de cada uno. El fusil Rémington, fue el primero de los que se compraron en nuestro Ejército, en forma normalizada para toda la fuerza, sirviendo por largos años y demostrando ser un arma robusta, fiable y de fácil mantenimiento. 11. UN POCO DE HISTORIA NACIONAL RELACIONADA CON LA FABRICACIÓN DE ARMAS Al producirse en Buenos Aires el movimiento revolucionario del 25 de mayo de 1810, se organizaron en consecuencia los ejércitos patriotas, cuyo envío dispuso la Primera Junta Patria para propagar la revolución en el interior y buscar apoyo de las provincias. El armamento de estos ejércitos consistió en fusiles y otras armas de procedencia española, más el contingente de fusiles capturados en 1806. Luego, los primeros gobiernos patrios enviaron comisiones a Europa y a EEUU para adquirir armamento, el cual, algún tiempo después, comenzó a llegar al país. En ese momento comenzó en Buenos Aires y en Tucumán la fabricación de fusiles. El General Belgrano dejó constancia del estado de las armas y de la tropa que recibía. Ello lo hizo en un oficio que envió a la Primera Junta donde expresaba: "Los soldados son todos bisoños y los más huyen la cara para hacer fuego- lo que era explicable en personas no acostumbradas al fogonazo del cebo- y que las carabinas son malísimas y a los tres tiros quedan inútiles". Mientras tanto, la fundición establecida en el Norte bajo la dirección de Eduardo Kailitz, Barón de Holmberg, y la fábrica de cañones de Buenos Aires dirigida por el Teniente Coronel Angel Monasterio progresaba en la fabricación de morteros y cañones de hierro y bronce. Esta última fábrica se encontraba emplazada en el lugar que ocupa hoy el Palacio de Tribunales (Capital Federal). Sin embargo, de los fusiles, carabinas y bayonetas que se fabricaron, no quedan testimonios materiales. La fábrica de Tucumán funcionó probablemente hasta 1819. En 1812, el General San Martín creó el Regimiento de Granaderos a Caballo. Sus soldados estaban armados con armas de fuego con llave de chispa, bayonetas de cubo, y como arma blanca, portaban el sable denominado estribo -el inglés modelo 1796 y el prusiano modelo 1811-. Este último se mantuvo en uso en el ejército hasta la Campaña al Desierto de 1879. En 1814, se instaló en Colonia Caroya (Córdoba) la primera fábrica de armas blancas que iba a funcionar hasta 1816. Allí se produjo el modelo de estribo semejante al sable 1796 inglés y al prusiano 1811. Lamentablemente, no ha quedado constancia de cuántos se fabricaron, si llevaban punzón de fábrica o prueba, y tampoco se conoce la existencia de algún ejemplar histórico. Solo queda como testimonio de esa producción, el sable que se fabricó para el General Artigas, y que actualmente se halla en Uruguay. La pólvora se fabricó en las provincias de Córdoba, Catamarca y La Rioja. No puede dejarse de mencionar aquí, el aporte de armamento surgido como consecuencia de la rendición de Montevideo. De acuerdo con el parte del General Carlos María de Alvear, se capturaron cerca de 500 cañones y 18.000 fusiles. Sin embargo, no se tiene certeza acerca de las características de estos últimos, pero puede suponerse que corresponderían a los modelos utilizados por España hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Téngase en cuenta que este país se encontraba en guerra en Europa, motivo por el cual retuvo sus mejores armas. El sistema de llave de chispa fue usado masivamente en nuestro país hasta aproximadamente la década del 60, cuando se inició la etapa denominada Organización Nacional (1862-1878). Finalmente, cabe aclarar que la Argentina no ha sido un país creador de armas de fuego, como lo fue EEUU, quien ha podido vincular su historia con cierto tipo de armas, como es el caso del fusil Kentucky (arma con la que comienza la conquista del Oeste). Por el contrario, en nuestro país la industria armera estuvo siempre a cargo de arsenales militares, y recién en las primeras décadas del siglo XX comenzó la fabricación privada de armas. En 1807, un clérigo escocés, Alejandro Forsyth, patentó la llave de percusión, invento que le dio origen a todas las armas modernas y al uso del cartucho metálico. Los mixtos eran conocidos desde tiempo atrás, y aunque se ensayaron como carga para impulsar a los proyectiles, la violencia de su detonación había impedido su uso. La gran innovación de Forsyth fue utilizarlos como cebo, en lugar de hacerlo como carga impulsora. El nuevo sistema consistió en una alteración del pie de gato, -llamado en adelante martillo o percutorque golpeaba entonces a una pastilla fulminante, la cual se colocaba dentro de un nuevo elemento ubicado sobre el oído del arma y que reemplazó a la cazoleta. Sin embargo, los elementos que permitieron la difusión de la llave de percusión fueron la chimenea y la cápsula fulminante de cobre, casi idéntica a los fulminantes de los cartuchos de fuego central actuales. Puede considerarse que hacia 1825, el gran cambio se había producido dentro del orden civil, mientras que los ejércitos - siempre más conservadores- recién cambiaron su armamento en 1830/1840. Y este hecho se produjo casi simultáneamente en todos los ejércitos europeos. Sin embargo, en nuestro ejército el cambio se produjo mucho después. Ello sucedió en la batalla de Caseros, donde las fuerzas argentinas de ambos bandos estaban armadas con fusiles de chispa, excepto unidades de escolta de Rosas que tenían carabinas con sistema de percusión. En tanto, algunas fuerzas brasileñas estaban dotadas de fusiles prusianos Dreyse M 1841, con sistema de cerrojo y de retrocarga, conocidos como de aguja por su característico percutor largo. La falta de recursos fue siempre una constante durante el período de la Organización Nacional. El gobierno central nunca contó con los fondos suficientes para encarar grandes adquisiciones y los caudillos del interior llevaban a cabo sus guerras y revoluciones valiéndose en gran parte de las armas blancas, circunstancias en las que las cargas de caballería a lanza y sable eran muchas veces decisivas. Años más tarde, las armas de retrocarga utilizadas por el ejército de línea y la Guardia Nacional terminaron con el éxito de los ataques de las montoneras.